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Epílogo y soliloquio moral

Antes de la revolución del combustible, las plantas y los animales eran la fuente principal de energía para la vida social. Esparcidos sobre la tierra en millones de granjas y aldeas, plantas y animales absorbían la energía del sol y la convertían en formas apropiadas para el uso y el consumo humanos. No estaban menos dispersas otras fuentes de energía, como el viento y las caídas de agua. La única forma que tenían los déspotas de interceptarle a la gente la provisión de energía, consistía en negarle el acceso a la tierra o a los océanos. Ésta era una tarea sumamente difícil y muy costosa en casi todas las condiciones de clima y de terreno. Sin embargo, era mucho más fácilmente manejable el control del agua. Y allí donde podía controlarse el agua, podían controlarse los vegetales y los animales. Además, dado que plantas y animales eran la principal fuente de energía, el control sobre el agua significaba el control sobre la energía. En este sentido, los despotismos de la sociedad hidráulica eran despotismos energéticos… pero sólo en una forma muy indirecta y primitiva.

La revolución del combustible ha abierto la posibilidad de una forma más directa de despotismo energético. En la actualidad, la energía se acumula y se distribuye bajo la supervisión de un pequeño número de organismos y sociedades. Procede de un número relativamente pequeño de minas y pozos. Cientos de millones de personas pueden ser técnicamente aisladas de estas minas y pozos, y morir de hambre, quedar congeladas, hundidas en la oscuridad o paralizadas mediante el giro de unas pocas válvulas y el chasquido de unos pocos interruptores. Como si esto no fuera suficiente causa de alarma, las naciones industriales han comenzado a compensar el inminente agotamiento del carbón y del petróleo mediante la conversión a la energía nuclear, una fuente de energía mucho más concentrada que los combustibles fósiles. Ya existe la capacidad electrónica de rastrear la conducta individual mediante redes centralizadas de supervisión y ordenadores con memoria. Es altamente probable que la conversión a la producción de la energía nuclear provea precisamente las condiciones materiales básicas más adecuadas para utilizar la capacidad de la computadora con el fin de establecer una forma nueva y perdurable de despotismo. Sólo mediante la descentralización de nuestro modo básico de producción energética —disolviendo los cárteles que monopolizan el actual sistema de producción energética y creando nuevas formas descentralizadas de tecnología energética— podemos restaurar la configuración ecológica y cultural que condujo a la aparición de la democracia política en Europa.

Esto plantea la cuestión de la forma en que podemos seleccionar conscientemente las alternativas improbables de las tendencias evolutivas probables. Analizando el pasado en una perspectiva antropológica, creo que es evidente que las principales transformaciones de la vida social humana no se han correspondido, hasta el momento, con los objetivos conscientemente fijados por los participantes históricos. La conciencia tuvo muy poco que ver con los procesos mediante los cuales el infanticidio y la guerra se convirtieron en el medio de regular las poblaciones grupales y aldeanas: las mujeres se convirtieron en subordinadas de los hombres, los que trabajaban más y guardaban menos se convirtieron en los que trabajaban menos y guardaban más, los «grandes proveedores» se convirtieron en grandes creyentes, la carne de sacrificio se convirtió en carne prohibida, los que sacrificaban animales se convirtieron en vegetarianos, los artilugios destinados a ahorrar mano de obra se convirtieron en instrumentos de tareas monótonas, la agricultura de irrigación se convirtió en la trampa del despotismo hidráulico.

Por supuesto, nuestros antepasados no eran, psicológicamente, menos conscientes que nosotros en el sentido de estar alerta, de pensar y adoptar decisiones basadas en el cálculo de los costos y beneficios inmediatos de tipos alternativos de acción. Decir que su conciencia no jugó un papel en la orientación del curso de la evolución cultural no significa decir que fueran zombis. Creo que no tenían conciencia de la influencia de los modos de producción y reproducción en sus actitudes y valores, y que eran absolutamente ignorantes de los efectos acumulativos a largo plazo de las decisiones adoptadas para maximizar los efectos acumulativos a corto plazo de las decisiones adoptadas para maximizar los costos y beneficios a corto plazo. Con el propósito de cambiar el mundo de manera consciente, primero es necesario tener una comprensión consciente de cómo es el mundo. La falta de esa comprensión es un tenebroso augurio.

En tanto determinista cultural, a veces he sido acusado de reducir los valores humanos a un reflejo mecánico y de retratar a los individuos como simples títeres. Estas son nociones ajenas a mi comprensión de los procesos culturales. Yo insisto, sencillamente, en que el pensamiento y la conducta de los individuos siempre son canalizados por límites y oportunidades culturales y ecológicos. Los modos de producción y de reproducción sucesivos determinan, principalmente, la naturaleza de esos canales. Ahí donde el modo de producción necesita «grandes hombres» redistribuidores, surgirán hombres ambiciosos que se jactarán de sus riquezas y regalarán todo. Allí donde el modo de producción necesita «grandes hombres» empresarios, surgirán hombres ambiciosos que se jactaran de sus riquezas y lo guardarán todo para sí mismos. No pretendo saber por qué Soni se convirtió en un gran dador de festines ni por qué John D. Rockefeller se convirtió en un gran acumulador de riqueza. Tampoco sé por qué un individuo, y no otro, escribió Hamlet. Estoy absolutamente dispuesto a dejar que estas cuestiones se disuelvan en un perpetuo misterio.

La causalidad cultural es otra cuestión. Muchos humanistas y artistas retroceden ante la propuesta de que hasta este momento la evolución cultural ha sido configurada por fuerzas impersonales inconscientes. La naturaleza determinada del pasado los llena de temor ante la posibilidad de un futuro igualmente determinado. Pero sus temores son inoportunos. Sólo a través de una conciencia de la naturaleza determinada del pasado podemos abrigar la esperanza de que el futuro dependa menos de fuerzas impersonales e inconscientes. En el nacimiento de una ciencia de la cultura, otros afirman ver la muerte de la iniciativa moral. Yo, por mi parte, no puedo ver cómo la falta de inteligencia con referencia a los legítimos procesos que han operado hasta ahora puede ser la plataforma sobre la que ha de erigirse un futuro civilizado. De modo que en el nacimiento de una ciencia de la cultura descubro el comienzo y no el fin de la iniciativa moral. Que se cuiden los protectores de la espontaneidad histórica: si los procesos de la evolución cultural son lo que he percibido, ellos son moralmente negligentes si instan a otros a pensar y a actuar como si tales procesos no existieran.

Afirmo que es perniciosamente falso enseñar que todas las formas culturales son igualmente probables y que la mera fuerza de voluntad de un individuo inspirado puede alterar en cualquier momento la trayectoria de todo un sistema cultural en una dirección conveniente a cualquier filosofía. Las trayectorias convergentes y paralelas superan con mucho a las trayectorias divergentes de la evolución cultural. La mayoría de las personas son conformistas. La historia se repite en innumerables actos de obediencia individual a normas y modelos culturales, y los deseos individuales rara vez predominan en cuestiones que exigen alteraciones radicales de creencias y prácticas profundamente condicionadas.

Al mismo tiempo, nada de lo que he escrito en este estudio sustenta el criterio de que el individuo es impotente ante la implacable marcha de la historia, o de que la resignación o la desesperación son respuestas adecuadas a la concentración del poder administrativo industrial. El determinismo que ha gobernado la evolución cultural nunca ha sido el equivalente del determinismo que gobierna a un sistema físico cerrado. Se asemeja, más bien, a las secuencias causales que explican la evolución de las especies vegetales y animales. En visión retrospectiva, guiados por el principio darwiniano de selección natural, los científicos pueden reconstruir con facilidad la cadena causal de adaptaciones que condujo de los peces a los reptiles y a los pájaros. ¿Pero qué biólogo que observara a un tiburón primitivo habría previsto la aparición de la paloma? ¿Qué biólogo que observara a una musaraña arbórea habría previsto la aparición del Homo sapiens? La intensificación del modo de producción industrial y la victoria tecnológica sobre las presiones malthusianas anuncian, indudablemente, una evolución de nuevas formas culturales. No sé con certeza cuáles serán, pero todos lo ignoramos.

Puesto que los cambios evolutivos no son plenamente predecibles, es obvio que en el mundo cabe lo que llamamos libre voluntad. Cada decisión individual de aceptar, resistir o cambiar el orden actual altera la probabilidad de que se produzca un resultado evolutivo específico. En tanto el curso de la evolución cultural nunca está libre de la influencia sistemática, probablemente algunos momentos son más «abiertos» que otros. Considero que los momentos más abiertos son aquéllos en los que un modo de producción alcanza sus límites de crecimiento y pronto debe adoptarse un nuevo modo de producción. Estamos avanzando rápidamente hacia uno de esos momentos de apertura. Cuando lo hayamos atravesado, y sólo entonces, al mirar hacia atrás, sabremos por qué los seres humanos eligieron una opción y no otra. Entretanto, la gente que tiene un profundo compromiso personal con una determinada visión del futuro está plenamente justificada en la lucha por sus objetivos, aunque hoy los resultados parezcan remotos e improbables. En la vida, como en cualquier partida cuyo resultado depende tanto de la suerte como de la habilidad, la respuesta racional en caso de desventaja consiste en luchar con más vehemencia.