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La burbuja industrial

Todos los sistemas de producción de rápida intensificación —sean socialistas, capitalistas, hidráulicos, neolíticos o paleolíticos— afrontan un dilema común. El incremento de la energía invertida en la producción por unidad de tiempo recargará, inevitablemente, las capacidades auto-renovadoras, auto-depuradoras y auto-generadoras del ecosistema. Sea cual sea el modo de producción, existe un solo medio de evitar las catastróficas consecuencias de la disminución de los rendimientos: pasar a tecnologías más eficaces. Durante los últimos quinientos años, la tecnología científica occidental ha estado compitiendo contra el sistema de producción de más rápida e inexorable intensificación en la historia de nuestra especie.

Gracias a la ciencia y a la ingeniería, el promedio del nivel de vida en las naciones industriales es hoy más alto que en cualquier momento del pasado. Este hecho, más que cualquier otro, refuerza nuestra convicción de que el progreso es inevitable… convicción compartida, dicho sea de paso, tanto por el Komintern como por la Cámara de Comercio de Estados Unidos. Lo que deseo subrayar es que la elevación de los niveles de vida sólo comenzó hace ciento cincuenta años, mientras que la carrera entre el cambio tecnológico rápido y la intensificación lleva en escena quinientos años. Durante la mayor parte de la época posfeudal, los niveles de vida estuvieron rondando la indigencia y frecuentemente cayeron a abismos sin precedentes, a pesar de la introducción de una no interrumpida serie de ingeniosas máquinas destinadas a ahorrar mano de obra.

Como ha observado Richard Wilkinson, todos los cambios tecnológicos importantes introducidos en Inglaterra entre el 1500 y el 1830, se pusieron en práctica por compulsión y en respuesta directa a la escasez de recursos o al aumento de la población y las inexorables presiones reproductoras. Detrás de todo el proceso había una escasez cada vez más aguda de tierras agrícolas, escasez que obligaba a la gente a volcarse a las fábricas y a los medios urbanos de ganarse el sustento. Los períodos de mayor innovación tecnológica fueron aquellos de mayor acrecentamiento de población, de costos de vida más elevados y de mayor padecimiento entre los pobres.

Durante el siglo XVI, cuando la población comenzó a aumentar por primera vez desde la Peste Negra, la minería y la manufactura evolucionaron con mayor rapidez que durante la revolución industrial del siglo XVIII. Floreció la fabricación de metales y su comercialización. La industria del hierro entró en su etapa de producción masiva al pasar de las pequeñas fraguas a los altos hornos. Experimentaron una rápida expansión e intensificación la manufactura del vidrio, la evaporación de la sal, la elaboración de la cerveza y la fabricación de ladrillos. Los ingleses dejaron de exportar lana cruda y se dedicaron a la manufactura de prendas de vestir. Pero los bosques de Inglaterra no pudieron resistir el enorme aumento del consumo de madera y de carbón vegetal destinado a la construcción y a su uso como combustibles. Para aliviar el «hambre de madera» del siglo XVII se intensificó la explotación de carbón mineral. Para llegar al carbón, los mineros excavaron pozos cada vez más profundos, lo que situó a las minas por debajo del nivel del agua. Con el propósito de extraer el agua, cavaron pozos en las laderas de las montañas. Cuando las minas alcanzaron un nivel demasiado profundo para practicar esos desagües, engancharon caballos a bombas aspirantes, luego a norias y, por último, a bombas al vacío impulsadas a vapor.

Entretanto, la mayoría de las fábricas continuaban funcionando con fuerza hidráulica. A medida que empezó a escasear la tierra, aumentó el precio de la lana. En poco tiempo resultó más barato importar algodón de la India que criar ovejas en Inglaterra. Para que funcionaran las hilanderías de algodón era necesaria más fuerza hidráulica. Pero en breve comenzaron a escasear los parajes convenientes para instalar bombas hidráulicas. Entonces, y sólo entonces, Watt y Boulton diseñaron el primer motor a vapor destinado a producir el movimiento rotativo de las máquinas de hilar.

A medida que se expandió la manufactura, creció el volumen comercial. Los animales de tiro ya no podían soportar las cargas. Los comerciantes aumentaron el empleo de carros y carretas. Pero las ruedas deterioraron los caminos, abrieron baches y los convirtieron en lodazales. En consecuencia, se crearon sociedades para proporcionar otras formas de transporte. Se construyeron redes de canales y se ensayaron vagones sobre raíles, arrastrados por caballos. Se necesitaba un gran número de animales para arrastrar las barcas, los carros y las carretas, pero seguía disminuyendo la cantidad disponible de tierra para cultivar heno. En un breve lapso, el costo del heno para alimentar los caballos excedía el costo del carbón para alimentar las locomotoras. Entonces, y sólo entonces —en 1830—, se inició la era de la locomotora a vapor.

Según palabras de Wilkinson, todo esto fue «esencialmente un intento por mantenerse a la altura de las crecientes dificultades de producción con las que tropezaba una sociedad en expansión». En ningún momento anterior a 1830 la tecnología a la que estaba dando forma el ingenio de algunos de los mejores cerebros de Inglaterra, se adelantó al voraz apetito del sistema por los recursos naturales. Quinientos años después de la Peste Negra, la pobreza y el infortunio de las clases trabajadoras de Inglaterra permanecían siendo básicamente las mismas.

Las valoraciones convencionales del nivel de vida del siglo XVIII pintan un cuadro más rosa al concentrarse en el desarrollo de una clase media urbana. Sin duda alguna, la clase media creció uniformemente en números absolutos a partir del año 1500, pero no constituyó un porcentaje significativo de la población europea con anterioridad al tercer cuarto del siglo XIX. Antes, la distribución de la riqueza se asemejaba notoriamente a la situación de muchos países subdesarrollados contemporáneos. Uno puede dejarse engañar fácilmente por el bullicio y los entretenimientos ciudadanos de Londres o París en el siglo XVIII, del mismo modo que hoy uno puede dejarse engañar fácilmente por los rascacielos de Ciudad de México o de Bombay. Pero debajo del brillo del que disfrutaba el 10 por ciento de la población, sólo existía la mera subsistencia y la miseria para el restante 90 por ciento.

El ascenso de la clase media en Estados Unidos tiende a deformar la percepción de la historia, ya que creció a un ritmo más rápido que en Europa. Pero la experiencia colonial americana fue una anomalía. Los americanos tomaron posesión de un continente que, con anterioridad, no había estado densamente poblado. Hasta un pueblo de la Edad del Bronce que hubiera disfrutado de cien años de crecientes niveles de vida habría sido capaz de seguir elevando esos niveles en una tierra virgen tan ricamente dotada de tierras, bosques y minerales. La única prueba real de los frutos de los primeros tres siglos de rápido cambio tecnológico tuvo lugar en Europa, donde el progreso de la ciencia y la tecnología no sólo no pudo aliviar la situación de los campesinos, sino que creó nuevas formas de miseria y degradación urbana.

Algunos hechos parecen incontrovertibles. Cuanto más grandes fueron las máquinas, más tiempo y más duramente tuvo que trabajar la gente que las manejaba. En la primera década del siglo XIX, los operarios fabriles y los mineros trabajaban doce horas diarias en condiciones que no habría tolerado ningún bosquimán, trobriandés, cherokee ni hoques que se respetara. Al final de la jornada, después de luchar con el continuo gemido y estruendo de máquinas y ejes, el polvo, el humo y los olores hediondos, los operarios de los nuevos artilugios destinados a ahorrar mano de obra se retiraban a sus sombríos tugurios llenos de piojos y de pulgas. Como en pocas anteriores, sólo los ricos podían permitirse el lujo de comer carne. El raquitismo —una nueva enfermedad deformante de los huesos causada por la falta de sol y la carencia dietética de vitamina D— se volvió endémico en las ciudades y en los distritos fabriles. También aumentó la incidencia de la tuberculosis y de otras enfermedades típicas de dietas insuficientes.

Se continuó practicando el infanticidio directo e indirecto en una escala probablemente más elevada que la de los tiempos medievales. La mayoría de los casos de lo que la ley podría haber considerado infanticidio negligente o deliberado, pasaban por accidentes. Aunque la «postura negligente» siguió ocupando un puesto importante en la lista, los hijos no deseados también eran drogados hasta morir con ginebra o con opiáceos, o se los dejaba morir de inanición deliberadamente. Según William Langer, «en el siglo XVIII no era un espectáculo poco común ver cadáveres de niños tendidos en las calles o en los estercoleros de Londres y otras grandes ciudades». Habría sido preferible el abandono en la puerta de una iglesia, pero las posibilidades de ser descubiertos eran muchas. Finalmente el Parlamento decidió intervenir y creó inclusas con diversos sistemas de recepción de hijos no deseados, sin ningún riesgo para el donante. En el Continente, los bebés pasaban a través de cajas giratorias instaladas en las paredes de las inclusas.

Pero el gobierno no podía sustentar el costo de criar a los niños hasta la adultez y rápidamente las inclusas se convirtieron, de hecho, en mataderos cuya función primordial consistía en legitimar la pretensión del estado al monopolio del derecho a matar. Entre 1756 y 1760 ingresaron quince mil niños en la primera inclusa londinense; sólo 4.400 de los ingresados sobrevivieron hasta la adolescencia. Otros miles de niños expósitos continuaron siendo aniquilados por nodrizas empleadas en hospicios parroquiales. Con el propósito de economizar, los funcionarios de la parroquia entregaban los niños a mujeres que recibían el mote de «amas de cría fatales» o de «carniceras», porque «ningún niño escapaba vivo». En el Continente, el ingreso en los hospicios aumentó uniformemente incluso durante los primeros años del siglo XIX. En Francia, los ingresos se elevaron de 40 000 por año en 1784 a 138 000 en 1822. En 1830 había 270 cajas giratorias en uso en toda Francia, con 336 297 niños legalmente abandonados durante la década de 1824 a 1833. «Las madres que dejaban a sus bebés en la caja sabían que los estaban condenando a muerte, casi con tanta seguridad como si los dejaran caer en el río». Entre el 80 y el 90 por ciento de los niños dejados en esas instituciones moría durante su primer año de vida.

Todavía en la década de 1770, Europa tenía lo que los demógrafos designan como población «premoderna»: altas tasas de natalidad y de mortalidad (alrededor de 45 y 40 por mil respectivamente), una tasa de aumento del 0,5 por ciento anual y una expectativa de vida de treinta años en el momento de nacer. Menos de la mitad de los nacidos sobrevivía hasta los quince años de edad. En Suecia —donde los censos del siglo XVIII son más dignos de crédito que en cualquier otro sitio—, el 21 por ciento de los niños cuyos nacimientos fueron inscritos murieron durante el primer año de vida.

Después de 1770, algunas partes de Europa entraron en lo que los demógrafos denominan «primera etapa de transición». Se produjo una notable disminución en la tasa de mortalidad, mientras la tasa de natalidad permaneció más o menos inmodificable. Esto no significa, necesariamente, que estuviera mejorando el nivel de vida. El estudio de las «primeras poblaciones de transición» de los países subdesarrollados modernos indica que la disminución de la tasa de mortalidad y los consecuentes aumentos en el crecimiento demográfico son compatibles con niveles de salud y de bienestar inalterables o, incluso, en proceso de deterioro. Por ejemplo, en un estudio reciente de los campesinos indigentes de la zona central de Java, Benjamín White descubrió que los padres son capaces de criar más niños si ello significa un saldo de beneficios, aunque sean mínimos. Esta relación entre el número de hijos y los ingresos contribuye a explicar por qué razón tantos países subdesarrollados parecen contrarios al control de la población a través de métodos voluntarios de planificación de la familia. Donde los beneficios netos de criar hijos exceden los costos, una familia que de alguna manera logra criar más hijos vivirá ligeramente mejor que sus vecinos, aunque en el ínterin disminuya el nivel de vida de la población en general.

En Europa, a finales del siglo XVIII hubo una gran demanda de mano de obra infantil. En el interior de la vivienda, los niños participaban de una variedad de «industrias caseras», ayudando a cardar lana, hilar algodón, a fabricar prendas de vestir y otros artículos, de acuerdo con contratos celebrados con los empresarios. Cuando el lugar de manufactura se trasladó a las fábricas, a menudo los niños se convirtieren en la principal fuente de trabajo, dado que se les podía pagar menos que a los adultos y eran más dóciles. En consecuencia, podemos arribar a la conclusión de que la tasa descendente de mortalidad durante las primeras etapas de la revolución industrial se debió, al menos en parte, a la creciente demanda de mano de obra infantil más que a un importante mejoramiento general de la dieta, la vivienda o la salud. Los niños que antes habrían sido descuidados, abandonados o matados en la infancia gozaron del dudoso privilegio de vivir hasta la edad de entrar a trabajar a una fábrica durante unos años, antes de sucumbir a la tuberculosis.

Para todos fue evidente el fracaso de los tres primeros siglos de mecanización posfeudal y de ingeniería científica. A fin de cuentas, la desdicha y el sufrimiento extendidos en el Continente fue la chispa que encendió la Revolución Francesa. En 1810, los trabajadores de los distritos fabriles de Inglaterra entonaban el estribillo de «pan o sangre». Cada vez más, las masas empobrecidas tenían que robar para poder comer. En Inglaterra, las condenas anuales por robo se elevaron en un 540 por ciento entre 1805 y 1833; entre 1806 y 1833 se condenó a la horca a 26 500 personas, la mayoría por robo de pequeñas sumas de dinero. En 1798, el temor a la revolución y la espantosa situación de la clase trabajadora en medio del progreso técnico y el crecimiento económico, había conducido al clérigo inglés Tomás Malthus a postular su famosa doctrina de que eran inevitables la pobreza y la miseria. Malthus observó que los medios de subsistencia habían aumentado en proporción aritmética, pero que el número de personas había crecido más rápido aún. Malthus no afirmó que la población jamás lograría el equilibrio con la provisión de alimentos; más bien hizo la advertencia de que si la población no se limitaba mediante la abstinencia, sería arrasada por guerras, infanticidios, hambres, plagas, abortos e indeseables formas de contracepción. En lo que se refería al pasado, Malthus estaba plenamente acertado. Su error consistió en no prever que la producción industrial, en combinación con nuevos modos de contracepción, pronto crearía un aumento rápido y sin precedentes del nivel de vida.

Malthus y otros economistas de principios del siglo XIX, cuyos presagios llegaron a conocerse como «ciencia de lo agorero», fueron desafiados por Carlos Marx y otros reformistas y radicales con el argumento de que la pobreza y la desgracia en la que se habían hundido los campesinos y los obreros de Europa era el resultado de leyes peculiares de la economía política del capitalismo y no de la existencia humana en general. De acuerdo con Marx, los capitalistas obtuvieron sus ganancias mediante la explotación de la mano de obra; bajo el capitalismo, siempre podrían rebajarse los salarios a niveles de subsistencia al margen de que la población aumentara o disminuyera. Marx insistió en que las leyes internas del capitalismo conducirían, inevitablemente, a la concentración de la riqueza en manos de unos pocos plutócratas y a la pauperización de todos los demás. Al igual que Malthus, no previo el aumento rápido y sin precedentes del nivel de vida que en breve tendría lugar.

Ni Malthus ni Marx —el uno obsesionado por las leyes de la reproducción y el otro por las de producción— comprendieron el hecho de que la revolución industrial estaba creando una relación absolutamente nueva entre la producción y la reproducción. A diferencia de todos los cambios importantes anteriores en los modos de producción, la revolución industrial del siglo XIX derivó en un enorme impulso del rendimiento del trabajo, que no se vio acompañado por un aumento, sino por una disminución, de la tasa de crecimiento de la población. Desde un punto culminante de alrededor del 1 por ciento anual a principios de la primera década del siglo XIX, la tasa de crecimiento descendió al 0,5 por ciento un siglo mas tarde, aunque la cantidad de alimentos y el número de otros artículos para la subsistencia básica disponible per cápita aumentaba mucho más rápidamente. A pesar de que la emigración a las Américas contribuyó a disminuir el ritmo de la tasa de crecimiento europea en general, una caída del 45 por mil a menos del 20 por mil en la tasa de nacimientos explica la mayor parte de la disminución.

Este fenómeno se denomina transición demográfica. Economistas y estadistas del mundo entero ponen sus esperanzas de desarrollo económico en la expectativa de que una caída en las tasas de natalidad sea una respuesta normal a la introducción de tecnologías más eficaces. Pero en una perspectiva antropológica, nada puede ser más anormal. Hasta el presente, todo cambio importante en la productividad laboral ha estado acompañado o ha sido seguido de un rápido acrecentamiento de la densidad de población. Así parece haber ocurrido en la transición del paleolítico al neolítico, en el cambio que hicieron los yanomamo de las herramientas de piedra a las de acero, en el pasaje experimentado por los mesoamericanos de la poda y quema a las chinampas, en la transición china de las lluvias a la irrigación. Y aparece como específicamente aplicable a Europa desde la Edad del Bronce; por lo menos desde la alta Edad Media hasta comienzos del siglo XIX, cada período de rápido cambio tecnológico conllevó un rápido aumento de la población.

Intentaré explicar por qué razón tuvo lugar la transición demográfica. Considero que ha sido provocada por la conjunción de tres acontecimientos culturales extraordinarios: la revolución del combustible, la revolución de la contracepción y la revolución del trabajo. Me referiré a cada una de ellas por separado.

Cuando hablo de revolución del combustible, me refiero a la multiplicación por cien, por mil, o incluso por un millón de veces de la productividad laboral originada por la aplicación de motores de vapor, diesel, de gasolina, de electricidad y de reacción, a la agricultura, la industria, la minería y el transporte. La utilización de estos motores en una escala lo bastante grande para compensar incluso la tasa relativamente lenta de crecimiento de la población de los últimos cien años, dependió totalmente de la liberación repentina de vastas cantidades de energía anteriormente no explotada, almacenada en el interior de la tierra en forma de carbón y petróleo. Me resulta difícil imaginar de qué manera el aprovechamiento de tanta energía en un lapso tan breve no habría dado por resultado como mínimo modestos beneficios en los niveles de vida de un sustancial número de personas. El hecho de que el carbón y el petróleo sean fuentes de energía no renovables (a diferencia de los árboles, el agua, el viento y la fuerza muscular animal, fuentes a las que se habían limitado las generaciones anteriores) es un dato significativo al que volveré a referirme.

Cuando hablo de revolución de los contraceptivos me refiero a la invención de formas seguras y baratas de reducción de la fertilidad por medios mecánicos y químicos. El preservativo fue ampliamente publicitado en Londres durante el siglo XVIII, pero se fabricaba con tripa de oveja y se utilizaba principalmente como protección contra la sífilis. Con la invención del proceso de vulcanización, en 1843, pudo utilizarse la tecnología industrial para la producción masiva de «gomas». Además de estas últimas, la clase media comenzó a emplear duchas y tapones vaginales hacia fines del siglo XIX, y a principios del siglo XX las familias de clase obrera hacían lo mismo. Disminuyó el infanticidio, como puede observarse en la aguda disminución de la tasa de mortalidad infantil. Lo mismo ocurrió con la tasa de natalidad. Con anterioridad a 1830, la tasa inglesa de nacimientos permaneció cercana al 40 por mil, aproximadamente la proporción encontrada en países subdesarrollados tan modernos como la India y Brasil. En 1900 estaba por debajo del 30 por mil y en 1970 era inferior al 20 por mil.

Como ha demostrado el estudio de Mahmood Mandami sobre el uso de los contraceptivos en la India, la sola disponibilidad de medios contraceptivos eficaces, relativamente indoloros y baratos, no puede haber producido, por sí sola, tan dramático descenso de la tasa de natalidad. La contracepción moderna disminuye el costo de la intervención en el proceso reproductor. Pero las familias tienen que tener motivos para desear interponerse en el curso de la naturaleza, tienen que sentir el deseo de criar menos hijos. En este punto hace su aparición la revolución del trabajo. Como ya he indicado; la motivación para restringir la fertilidad se basa, esencialmente, en una cuestión de equilibrio entre los beneficios y los costos de la paternidad. Con la industrialización, aumentan los costos de la crianza de hijos —especialmente después de la creación de leyes laborales y de educación obligatoria para los menores de edad— porque un chico tarda mucho más tiempo en adquirir la pericia necesaria para ganarse la vida y significar un beneficio para sus padres. Al mismo tiempo, se transforma todo el contexto y la forma en que la gente se gana la vida. La familia deja de ser el centro de cualquier forma significativa de actividad de producción (salvo la de cocinar y la de engendrar hijos). El trabajo ya no es algo que hacen los miembros de la familia en la granja o el negocio familiar. Es, más bien, algo que se hace en un despacho, en una tienda o fábrica, en compañía de los miembros de la familia de otras personas. De ahí que la recuperación de los beneficios de la crianza de hijos dependa cada vez más de su éxito económico como asalariados y de su disposición a ayudar durante las crisis sanitarias y financieras que los padres esperan tener en sus años de decadencia.

La disponibilidad de una contracepción indolora y de una estructura alterada de las tareas económicas —la revolución de la contracepción y la revolución del trabajo— es la clave de muchos aspectos sorprendentes de la vida social contemporánea. Una vida más larga y los costos de mantenimiento de la salud en espiral hacen cada vez más irrealista esperar que los hijos ofrezcan alivio y seguridad a sus ancianos padres. De modo que nos encontramos en el proceso de sustituir el sistema preindustrial en el que los hijos cuidaban a sus padres ancianos por medio de programas para la ancianidad y de seguro médico. Cuando este proceso se haya completado, habrá desaparecido el último vestigio de movimiento significativo en las cuentas padres-hijos.

Lo que cuesta a los padres criar a un hijo de clase media hasta la edad universitaria en Estados Unidos asciende a 80 mil dólares y aquéllos sólo recuperan una minúscula porción de dicha suma en dinero, bienes o servicios. (No niego que también influyen los imponderables, como el placer de ver crecer a los hijos pero ¿quién dirá que es mayor el placer de ver crecer a diez hijos para que lleguen a ser camareros, al placer de ver crecer a uno solo para que llegue a ser cirujano? ¿O que para una mujer es más satisfactorio criar a un cirujano que serlo ella misma y no criar a ninguno?). Por esta razón sigue disminuyendo la tasa de nacimientos en Estados Unidos, al tiempo que aumenta la de divorcios, uniones no legales por consentimiento mutuo, matrimonios sin hijos, homosexualidad y matrimonios entre homosexuales. Y por esa razón, repentinamente también son noticia los modos de vida familiar experimental, de «liberación» sexual y de «brechas generacionales».

En síntesis: hoy podemos ver cómo la tecnología ganó terreno en la carrera contra la intensificación, el agotamiento y el descenso del rendimiento. El mundo industrial utilizó una enorme provisión nueva de energía barata al mismo tiempo que fue capaz de distribuir esa bonanza entre una población que aumentaba a un nivel inferior al de su potencial reproductor. Pero la carrera está lejos de haber concluido. La ventaja puede ser sólo provisional. Estamos empezando a comprender lentamente que un sometimiento a máquinas que funcionan con combustibles fósiles es un profundo compromiso con el agotamiento, el menor rendimiento y las tasas descendentes de beneficio. El carbón y el petróleo no pueden reciclarse, sólo pueden utilizarse a un ritmo más veloz o más lento.

Naturalmente, los expertos discrepan con respecto a cuánto tiempo durarán las provisiones utilizables de carbón y de petróleo a los actuales ritmos de consumo. El Dr. M. King Hubert, de la Shell Oil Company y de la United States Geological Survey, calcula que el punto máximo de la producción petrolera se producirá en 1995, y que la producción de carbón alcanzará su pico en el 2100. La verdadera cuestión no reside en cuándo se habrá agotado la última gota de petróleo ni en cuándo será explotada la última gota de carbón. El efecto del agotamiento sobre el nivel de vida se vuelve insoportable mucho antes de que haya desaparecido la última hoja de hierba, o el último caballo, o el último remo. Cuanto más lejos y a más profundidad busquemos el carbón y el petróleo, más costosas se volverán todas las operaciones industriales. En estas circunstancias, el ritmo al que se aplica la energía a la producción de alimentos y otras fuentes de energía opera, meramente, para acelerar el ritmo al que se vuelve manifiesta la disminución del rendimiento en los costos crecientes de bienes y servicios. A medida que el carbón y el acero escasean, aumentan los costos, y dado que prácticamente todos los productos y servicios de la sociedad industrial dependen del gran consumo energético derivado de estas fuentes, la inflación reducirá uniformemente la capacidad de la persona corriente para pagar los bienes y servicios ahora considerados esenciales para la salud y el bienestar.

Con qué rapidez y en qué forma descenderán los niveles de vida de las naciones industriales depende de cuánto se retarde la conversión a fuentes de energía alternativas. No debe descartarse la posibilidad de un profundo empobrecimiento. Frente a la inevitable e inminente escasez de combustibles fósiles, todavía no estamos reduciendo el ritmo al que derrochamos estos recursos. De hecho, aún estamos ampliando rápidamente el espectro de tecnologías con combustibles fósiles e intentando compensar el aumento de precios con inyecciones cada vez más pródigas de combustibles de aquel tipo en máquinas destinadas a «ahorrar mano de obra» y en procesos de producción.

La producción de alimentos —para tomar el ejemplo más crítico— se ha vuelto totalmente dependiente de nuestra provisión de petróleo. Primero fueron capturados la tracción agrícola, la elevación y el arrastre de cargas, y el transporte. En la actualidad hemos alcanzado la etapa en que el condicionamiento del suelo mediante fertilizantes químicos y la defensa de las plantas mediante herbicidas, pesticidas, insecticidas y fungicidas, también han llegado a ser totalmente dependientes de una provisión siempre creciente de productos petroquímicos. La así llamada «revolución verde» es una revolución del petróleo en la que se han vuelto posibles rendimientos más elevados por acre mediante la continua inyección de grandes cantidades de energía de combustibles fósiles en la producción de plantas especialmente cultivadas por su capacidad de respuesta a la incorporación de productos petroquímicos.

Como ha demostrado David Pimentel, de la Cornell University, hoy se emplean en Estados Unidos 2.790 calorías de energía para producir y ofrecer una lata de cereales que contiene 270 calorías. En la actualidad la producción de carne requiere déficits energéticos aún más prodigiosos: 22 000 calorías para producir 100 gramos (que contienen las mismas 270 calorías que la lata de cereales). La naturaleza burbujeante de este modo de producción puede observarse en el hecho de que si el resto del mundo adoptara repentinamente las proporciones energéticas características de la agricultura estadounidense, todas las reservas conocidas de petróleo se agotarían en once años. O, para decirlo de una forma ligeramente distinta: cuanto más rápidamente se industrialice el mundo subdesarrollado, más rápidamente deberá desarrollar el mundo industrial un nuevo modo de producción.