XIV
Antes de las seis de la tarde, Ramiro habló con Juan Gomulka, quien parecía estar de buen humor, escuchando a León Gieco después de dormir la siesta, según le contó. Pero su voz, y su alegría, desaparecieron cuando Ramiro le explicó que su coche debía estar destrozado en un corralón policial. Gritó, insultó, dijo que así se acababa una amistad, que había sido un abuso de confianza. Ramiro lo escuchó lamentarse, respondió a todo que sí y prometió pagarle los daños, en cuanto pudiera. Gomulka juró que no habría dinero en el mundo para pagarle el daño moral, pues ese Ford había sido restaurado con sus propias manos y con piezas originales, no te lo voy a perdonar nunca, me quiero morir.
Ramiro colgó el tubo y se dio una ducha de agua fría. Luego se vistió y caminó hasta la terminal de ómnibus. Tomaría un colectivo que lo llevara a Fontana; no podía dejar de hacerse presente en el velatorio de Tennembaum. Después encontraría alguien que lo trajera de regreso, o tomaría otro ómnibus, y dormiría veinte horas seguidas. No podía hacer otra cosa, respecto del crimen, que cruzar los dedos mentalmente.
Había mucha gente, y todos comentaban la horrible muerte que encontrara el doctor Braulio Tennembaum, ese lugar común. Como si hubiese muertes que no son horribles, pensó Ramiro. No faltaban los que especulaban que podía haber sucedido otra cosa, y con «otra cosa» aludían a las posibilidades de que se tratara de un crimen, o de un suicidio. Todos parecían descartar el accidente y eso los excitaba. Ramiro se sintió realmente incómodo cuando observó que ante su presencia los comentarios disminuían en intensidad. Pero también se dijo que quizá era su propia paranoia la que lo hacía pensar eso.
Y cuando subió la escalera de la casa, bordeando el living donde habían instalado el féretro ya cerrado, con el cuerpo de Tennembaum dentro, se dijo que nunca como en ese momento quería ser un tipo frío y prudente como Minaya Álvar Fáñez, «el que todo lo hace con precaución». Arriba, no se atrevió a ver a la viuda y pensó «al carajo con Minaya» en el momento en que Araceli lo vio aparecer y se dirigió, resuelta, hacia él. Llevaba un vestido muy liviano, negro, entallado en el torso y de falda acampanada y por debajo de las rodillas. Con el pelo negro, recogido, parecía salida de un cuadro de Romero de Torres. Ramiro se preguntó cómo era posible tanta belleza y, a la vez, tanta malicia en su mirada cuando lo besó. Tenía trece años, pero caray, cómo había crecido en las últimas horas. Sintió miedo.
Cuando se hizo noche cerrada, el calor ya era insoportable. Mucha gente se retiró y, en su dormitorio, la viuda no dejaba de llorar. Ramiro se preguntaba si era ya la hora de irse, cuando Araceli lo tomó de un brazo, con aplomo, y le dijo:
—Llevame a caminar.
Se alejaron de la casa, por el camino de tierra, y Ramiro se obstinó en su silencio, sintiendo algunas miradas en su espalda, diciéndose que era una imprudencia. Pero al mismo tiempo se reprochaba su paranoia, porque la gente no tenía por qué pensar nada malo de una muchacha de sólo trece años a la que se le acababa de morir el padre, ni de él, a quien seguramente veían como un hermano mayor, que había estudiado en París y recientemente retornado al Chaco.
Miró de reojo a Araceli. Esa muchacha era casi una niña, pero a la que no había visto soltar una sola lágrima, ni conmoverse, aunque no le faltaban motivos. No tenía expresiones, parecía. La noche anterior, se había resistido y luchado; ahora era de acero.
—Vino la policía —dijo ella, en voz muy baja y sin mirarlo. Lo dijo, como casualmente, mientras caminaba con la vista fija en sus propios pies.
Ramiro prefirió no hablar.
—Nos hicieron preguntas. A mí, a mamá, a mis hermanos.
Lentamente, Araceli se fue desviando del camino. Ramiro miró hacia atrás; ya no se veía la casa de los Tennembaum. Araceli se acercó a un árbol, donde parecía comenzar un sector de matas y arbustos. Más allá, la vegetación se espesaba y se confundía con la negritud de la noche.
—¿Sobre?
—Querían saber a qué hora salieron ustedes. Vos y papá.
—¿Y?
—Nadie supo decirles.
—¿Vos tampoco?
—Tampoco.
—¿Y qué dijiste, vos?
Araceli se recostó contra el árbol, cuyo tronco tenía una leve inclinación. Respiraba agitadamente.
—No te preocupes.
Se pasó las manos por los muslos, suave, sugerentemente, de arriba hacia abajo. Su respiración se hizo más fuerte; aspiraba con la boca abierta. Ramiro reconoció que se excitaba.
—Vení —dijo ella, alzándose la pollera.
Al leve brillo de la luna, sus piernas aparecieron perfectas, torneadas, de un bronceado mate, y Ramiro sintió que se iba a correr cuando vio que ella no tenía nada bajo el vestido. Su pubis estaba mojado. Flexionó las piernas, y Ramiro penetró en ella, con un ronquido animal, diciendo su nombre, Araceli, Araceli, por Dios, me vas a volver loco, Araceli. Se movieron bestialmente, abrazándose, fundidos como cobre y níquel, con caricias brutales. Las manos de ella se clavaban en su espalda y Ramiro sentía también su lengua y sus dientes mordiéndole una oreja, lamiéndolo, ensalivándole la piel del cuello, mientras gemían de placer.
Cuando acabaron, se quedaron así, abrazados, escuchando sus respiraciones. Ramiro abrió los ojos y vio el tronco del árbol, un enorme lapacho, y en las arrugas de la corteza le pareció encontrar los interrogantes, el terror y la excitación combinados que le inspiraba Araceli. Porque ahí creyó descubrir que estaba abrazado a algo maligno, infausto, execrable. Pero también vio que algo siniestro había en su propia conducta: él había corrompido a la muchacha.
A los treinta y dos años se sentía, súbitamente, acabado, arruinado en su éxito social. Presintió el prematuro fin de su carrera, de su incorporación a la docencia universitaria, de su probable futura nominación como funcionario del gobierno militar, como juez, como ministro. Todos sus sueños se fracturaban. Y esa chica, esa adolescente, era la que lo arrastraba ahora con una determinación diabólica. Y podía ser su hija. Peor aún, podía haberla embarazado. Toda moral se derrumbaba; esto era peor que ser un asesino. No podía contener su propia pasión; todas sus pasiones iban a desbordarse siempre, de ahí en adelante, como el Paraná cada año. Araceli era insaciable; lo sería irrefrenablemente. Y él también. Cualquier maldad era posible, para ellos, si estaban juntos. El crimen era vivir así, tan calientes, como esa luna que atestiguaba ese abrazo.
Se separaron y ordenaron sus ropas, en silencio. Volvieron hacia la casa, caminando con la misma parsimonia con que habían salido.
A mitad de camino, desde las sombras, se les acercó una figura. Ramiro se erizó cuando se dijo que alguien podía haberlos visto. Y se paralizó, espeluznado, cuando reconoció al inspector Almirón.