XI
La madre trajo los cafés y comentó que hacía demasiado calor, peor que anoche, Dios mío, no se puede estar, y luego preguntó por los padres de Araceli y dijo algo sobre la entrañable amistad del finado con el doctor. Eran otros tiempos, claro, y después preguntó a Ramiro qué quería que le preparara para comer al mediodía, así iba a hacer las compras.
Él respondió que no sabía si comería en casa, que no se preocupara, y ella comentó, para Araceli, pero más para sí misma, que Ramiro la tenía abandonada, que después de tantos años de faltar no paraba ni un minuto en casa, claro que ella comprendía, imaginate querida, porque para eso son las madres, para comprender a los hijos, y fíjate que todas las noches está llegando tardísimo y duerme muy poco, te vas a consumir, mi querido, y sirvió los cafés.
—Mamá, y anoche, ¿me escuchaste llegar? —preguntó él, con tono casual.
—Ay, sí, eran como las cuatro. ¿No te digo, querida?
Ramiro sintió alivio; sólo lo había oído cuando entró a buscar sus cosas. Ella ofreció unas galletitas, que rechazaron, y salió del living diciendo que se iba al mercado y vuelvo en un rato y si viene Cristina que empiece a pelar las papas para hacerlas al horno y contale de París, nene, qué maravilla la Torre Eiffel.
Bebieron en silencio y la escucharon salir. Entonces, Araceli se recostó contra el respaldo del sillón y descruzó las piernas. Ramiro la miró, excitado, porque la respiración de ella parecía levemente agitada y alzaba sus pechitos; Araceli empezó a jugar con el botón de su camisa que estaba exactamente sobre el seno.
Se miraron. Los dos respiraban, sibilantes, nerviosos, con las bocas abiertas.
—Hacémelo —dijo ella, con voz de niña—. Ahora.