5 LA LECCIÓN DE LOS HOSPITALES
En el artículo «Abus du Dictionnaire de Médecine» Vicq d’Azyr concede a la organización de una enseñanza en el inedia de los hospitales, valor de solución universal para los problemas de la formación médica; en eso está la reforma, la mayor para él, que es menester realizar: «Las enfermedades y la muerte ofrecen grandes lecciones en los hospitales. ¿Se saca provecho de ellas? ¿Se escribe la historia de los males que allí afectan a tantas víctimas? ¿Se enseña el arte de observar y de tratar las enfermedades? ¿Se han establecido cátedras de medicina clínica?»[1] Ahora bien, en poco tiempo, esta reforma de la pedagogía va a tener una significación infinitamente más amplia; se le reconocerá la facultad de reorganizar todo el conocimiento médico y de instaurar en el saber de la enfermedad misma, formas de experiencia desconocidas u olvidadas, pero más fundamentales y más decisivas; la clínica y sólo la clínica podrá «renovar entre los modernos los templos de Apolo y de Esculapio».[2] Manera de enseñar y de decir convertida en manera de aprender y de ver.
A fines del siglo XVIII, como a principios del Renacimiento, la pedagogía recibió un valor positivo de iluminación: formar era un inedia de sacar a la luz, por consiguiente de descubrir. La infancia, la juventud de las cosas y de los hombres estaban cargadas de un poder ambiguo: decir la verdad de los nacimientos, y desde el nacimiento; pero también poner a prueba la verdad tardía de los hombres, rectificarla, conciliarla con su desnudez, en una composición más primitiva, y como más verdadera, de la verdad. El niño se convierte en el dueño inmediato del adulto en la medida en que la verdadera formación se identifica con la génesis misma de lo verdadero. Incansablemente, en cada niño, las cosas repiten su juventud, el mundo vuelve a tomar contacto con su forma natal: no es jamás adulto para quien lo mira por primera vez. Cuando se ha desprendido de sus parentescos envejecidos, el ojo puede abrirse al nivel de las cosas y de las edades; y de todos los sentidos y de todos los saberes, tiene la posibilidad de ser el más inhábil, repitiendo ágilmente su lejana ignorancia. El oído tiene sus preferencias, la mano sus huellas y sus pliegues; el ojo, que tiene parentesco con la luz, no soporta sino su presencia. Lo que permite al hombre conciliarse con la infancia y alcanzar el nacimiento permanente de la verdad, es esta ingenuidad clara, distinta, abierta de la mirad a. De ahí las dos grandes experiencias míticas en las cuales la filosofía del siglo XVIII quiso fundar su comienzo: el espectador extranjero en un país desconocido, y el ciego de nacimiento al que se da la luz. Pero Pestalozzi y los Bildungsromane se inscriben también en el gran tema de la Mirada-Infancia. El discurso del mundo pasa por los ojos abiertos, y abiertos a cada instante como por primera vez.
Apenas llegada la reacción termidoriana, el pesimismo de Cabani y de Cantin parece confirmado: el «bandidaje» previsto[3] se instala por todas partes. Desde el comienzo de la guerra, pero sobre todo desde la leva en masa del otoño del 93, muchos médicos partieron para el ejército, voluntarios, o llamados; los empíricos tienen completa libertad de acción.[4] Una petición dirigida el 26 de mayo año II a la Convención y redactada por un cierto Caron de la sección Poissonière, denunciaba, incluso entre los médicos formados por la Facultad, a vulgares «charlatanes» contra los cuales el pueblo quería estar defendido.[5] Pero muy pronto, este temor cambia de signo, y el peligro se percibe del lado de los charlatanes que no son médicos: «El público es víctima de una multitud de individuos poco instruidos que, por su autoridad, se erigen en maestros del arte, los cuales distribuyen remedios al azar, y comprometen la existencia de muchos millares de ciudadanos».[6] Los desastres de esta medicina en estado salvaje son tales en un departamento como el del Eure que el Directorio, alarmado, lo sometió a la Asamblea de los Quinientos[7] y, en dos sesiones, el 13 Mesidor año IV y el 24 Nivoso año VI, el gobierno pide al poder legislativo que limite esta peligrosa libertad: «¡Oh ciudadanos representantes, la Patria hace oír sus gritos maternos y el Directorio ejecutivo es su órgano! Por supuesto que hay prisa sobre una materia semejante: el retraso de un día es quizá una sentencia de muerte par muchos ciudadanos».[8] Los médicos improvisados, o los empíricos blasonados, son tanto más temibles de modo que la hospitalización de los enfermos pobres se hace cada vez más difícil. La nacionalización de los bienes de los hospitales ha llegado a veces hasta la confiscación del dinero líquido, y muchos ecónomos (en Toulouse, en Dijon) han sido obligados a rechazar pura y simplemente a los pensionados que no podían mantener. Los heridos, o enfermos militares, ocupan numerosos establecimientos: y las municipalidades se felicitan por ello, no teniendo ya entonces que encontrar recursos para sus hospitales: en Poitiers, el 15 de julio de 1793, se despide a los doscientos enfermos del Hótel-Dieu para dejar lugar a los heridos militares por los cuales el ejército paga pensión.[9] Esta deshospitalización de la enfermedad, que los hechos imponen en una convergencia espontánea con los grandes sueños revolucionarios, lejos de devolver las esencias patológicas a una verdad de naturaleza que por eso mismo las reduciría, multiplica sus estragos y deja a la población sin protección ni socorro.
Sin duda numerosos oficiales de salud liberados del ejército, vienen a instalarse como médicos en la ciudad, o en el campo, a fines del período termidoriano, o en el comienzo del Directorio. Pero esta nueva implantación médica no es de cualidad homogénea.
Muchos oficiales de salud no tienen sino una formación y una experiencia muy insuficientes. El año II, el Comité de la Salud Pública había pedido al Comité de Instrucción Pública que preparara un proyecto de Decreto definiendo la manera de «formar sin dilación oficiales de salud para las necesidades de los ejércitos dé la República»;[10] pero la urgencia había sido demasiado grande, se habían aceptado todos los voluntarios, se había formado sobre la marcha el personal indispensable, y fuera de los oficiales de salud de primera clase, que debían atestiguar una formación anterior, todos los demás no conocían de la medicina si no lo que aprendían poco a poco, gracias a una experiencia apresuradamente transmitida. Ya en el ejército, se les habían podido reprochar muchos errores.[11] Ejerciendo entre la población civil, y sin control jerárquico, tales médicos cometían estragos mucho peores: se cita a ese oficial de salud en la Creuse que mató a sus enfermos al purgarlos con arsénico.[12] Por todas partes se piden instancias de control y una nueva legislación: «De cuántos ignorantes inundaría usted a Francia, si autorizara a los médicos, cirujanos y farmacéuticos de segunda y tercera clase… a practicar sus profesiones respectivas sin un nuevo examen… Sobre todo, en esta sociedad homicida es donde se encuentran siempre los charlatanes más acreditados, los más peligrosos, los que la ley debe vigilar más particularmente».[13]
Contra este estado de cosas, nacen espontáneamente organismos de protección. Los unos, muy precarios, son de origen popular. Si algunas secciones parisinas, las más moderadas, permanecen fieles al axioma de la Montaña: «Más indigentes, más hospitales», y continúan pidiendo la distribución de ayudas individuales en provecho de enfermos que serán atendidos a domicilio,[14] otras, entre los más pobres, se ven obligados, ante la escasez de subsistencias y la dificultad para recibir cuidados, a reclamar la creación de hospitales en los cuales se reciban los enfermos indigentes, se alimenten y se traten; se desea volver al principio de los hospicios para los pobres;[15] se crearon efectivamente casas, fuera evidentemente de toda iniciativa gubernamental, y con fondos reunidos por las sociedades y asambleas populares.[16] Después de Termidor por el contrario, es de arriba desde donde parte el movimiento. Las clases ilustradas, los círculos intelectuales, volviendo al poder o accediendo al fin a él, desean regresar al saber los privilegios que son susceptibles de proteger a la vez el orden social y las existencias individuales. En muchas grandes ciudades, las administraciones «aterradas por los males de los cuales eran testigos» y «afligidas por el silencio de la ley», no esperaban las decisiones del poder legislativo: deciden establecer por sí mismas un control sobre los que pretenden ejercer la medicina; crean comisiones formadas por médicos del antiguo Régimen, que deben juzgar los títulos, el saber y la experiencia de los recién llagados.[17] Hay más: algunas Facultades abolidas, continúan funcionando en una semiclandestinidad: los antiguos profesores reúnen a los que quieren instruirse y se hacen acompañar por ellos en sus visitas; si están encargados de un servicio en el hospital, es allí, en el lecho de los enfermos donde darán su enseñanza, y donde podrán juzgar la aptitud de sus alumnos. Ocurre incluso que como conclusión de estos estudios puramente privados, a la vez para confirmarlos y señalar mejor las distancias, se entrega una especie de diploma oficioso, que atestigua que el estudiante se ha convertido en un verdadero médico. Esto se produce en algunas provincias particularmente moderadas, en Caen o en Douai.
Montpellier ofrece un ejemplo, bastante raro sin duda, de encuentro entre estas diversas formas de reacción: se ve aparecer, allí, la necesidad a la vez de formar médicos para el ejército, la utilización de las capacidades médicas consagradas por el antiguo Régimen, la intervención de las Asambleas populares, también la de la administración, y el esbozo espontáneo de una experiencia clínica. Baumes, antiguo profesor de la Universidad, habla sido designado a la vez por su experiencia y por sus opiniones republicanas para ejercer en el Hospital Militar de Saint-Eloi. A ese respecto, debía hacer una elección entre los candidatos para las funciones de oficiales de salud; pero como no había ninguna enseñanza organizada, los alumnos de medicina intervinieron en la sociedad popular; ésta, por una petición, obtuvo de la administración del distrito la creación de una enseñanza clínica en e] hospital Saint-Eloi, lo que se atribuye a Baumes. El año siguiente, en 1794, Baumes publica el resultado de sus observaciones y de su enseñanza: «Método de Curar las Enfermedades siguiendo lo que ellas parecen en el curso del año medicinal».[18]
Este ejemplo que es, sin duda, privilegiado, no es menos significativo. Por una convergencia espontánea de presiones y de exigencias que provenían de clases sociales, de estructuras institucionales, de problemas técnicos, o científicos, muy diferentes los unos de los otros, por una especie de ortogénesis, está por formarse una experiencia. Aparentemente ésta no hace sino volver a sacar a la luz, como único camino posible de salvación, la tradición clínica que el siglo XVIII había elaborado. De hecho, se trata ya de otra cosa. En este movimiento autónomo y la casi clandestinidad que lo ha provocado y lo protege, esta vuelta a la clínica es de hecho la primera organización de un campo médico a la vez mixto y fundamental: mixto, porque la experiencia de los hospitales y su práctica cotidiana reúne la [orina general de una pedagogía, pero fundamental también porque a diferencia de la clínica del siglo XVIII, no se trata del encuentro, después, de una experiencia ya formada y de una ignorancia por informar; se trata, en ausencia de toda estructura anterior, de un dominio en el cual la verdad se enseña por sí misma y de la misma manera a la mirada del observador experimentado y a la del aprendiz todavía ingenuo; para el uno y para el otro, no hay si no un solo lenguaje: el hospital, en el cu al la serie de los enfermos examinados, es para ella misma un a escuela. La doble abolición de las viejas estructuras de los hospitales y de la universidad permitía la comunicación inmediata de la enseñanza con el campo concreto de la experiencia; pero más aún, borraba el lenguaje dogmático como momento esencial en la trasmisión de la verdad; el silenciamiento de la palabra universitaria, la supresión de la cátedra, ha permitido que se anude por debajo del viejo lenguaje y a la sombra de una práctica un poco ciega, atropellada por las circunstancias, un lenguaje sin palabras y de sintaxis absolutamente nueva: que no ha tomado su verdad a la palabra, sino sólo a la mirada. En este recurrir apresurado a la clínica, nacía otra clínica, de configuración enteramente nueva.
No hay por qué asombrarse si bruscamente, al final de la Convención, el tema de una medicina íntegramente organizada alrededor de la clínica, desborda aquel, dominante hasta 1793, de una medicina restituida a la libertad. No se trata, a decir verdad, ni de una reacción (aunque las consecuencias sociales hayan sido generalmente «reaccionarias»), ni de un progreso (aunque la medicina como práctica y como ciencia, haya sacado de ello más de una ventaja); se trata de la restructuración, en un contexto histórico preciso del tema de la «medicina en libertad»: en un dominio liberado, la necesidad de lo verdadero que se impone a la mirada va a definir las estructuras institucionales y científicas que le son propias. No es sólo por oportunismo político, sino también sin duda por una oscura fidelidad a coherencias que ninguna sinuosidad en los acontecimientos puede doblegar, por lo cual el mismo Fourcroy, en el año II, se pronunciaba contra todo proyecto de reconstruir «las góticas universidades y las aristocráticas academias»,[19] y en el año III deseaba que la supresión provisoria de las Facultades permitiera «su reforma y su mejoramiento»;[20] no era menester que «el empirismo homicida y la ambiciosa ignorancia tiendan por todas partes trampas al dolor crédulo»:[21] de lo que hasta entonces se había carecido, «la práctica misma del arte, la observación de los enfermos en el lecho», debía convertirse en la parte esencial de la nueva medicina.
Termidor y el Directorio tomaron la clínica como tema decisivo de la reorganización institucional de la medicina: era para ellos un medio de poner fin a la peligrosa experiencia de una libertad total, una manera de darle, no obstante, un sentido positivo, un camino también para restaurar, de acuerdo con el deseo de algunos, algunas estructuras del Antiguo Régimen.
l. LAS MEDIDAS DEL 14 FRIMARIO AÑO III
A Fourcroy se le había encargado presentar a la Convención un informe sobre el establecimiento de una Escuela de Salud en París. Las justificaciones que aporta merecen señalarse, tanto más que serán tomadas casi en su totalidad, en los considerandos del decreto efectivamente votado, aunque éste se aparte más de una vez de la letra y del espíritu del proyecto. Se trata ante todo de crear, sobre el modelo de la Escuela Central de trabajos públicos, una Escuela única en toda Francia, donde se formarán los oficiales de salud necesarios para los hospitales y sobre todo para los hospitales militares: ¿no acaban de ser muertos en el ejército 600 médicos en menos de 18 meses? Fuera de esta razón de urgencia y de la necesidad de poner fin a los desastres de los charlatanes, es menester plantear un cierto número de objeciones capitales contra esta medida que puede restaurar las antiguas corporaciones y sus privilegios: la medicina, es una ciencia práctica cuya verdad y cuyos logros interesan a toda la nación; creando una escuela, no se favorece a un puñado de individuos, se permite que, por medio de intermediarios calificados, el pueblo pueda sentir los beneficios de la verdad: «Es vivificar —dice el informador no sin dificultad de estilo y de pensamiento— muchos canales que hacen circular la actividad industriosa de las ciencias y de las artes en todas las ramificaciones del cuerpo social.»[22] Ahora bien, lo que garantiza a la medicina entendida de este modo, como saber útil para todos los ciudadanos, es su relación inmediata con la naturaleza: en vez de ser como la antigua Facultad, la sede de un saber esotérico y libresco, la nueva escuela será el «Templo de la naturaleza»; no se aprenderá en ella lo que creían saber los maestros de otro tiempo, sino esta forma de verdad abierta a todos, que manifiesta el ejercicio cotidiano: «la práctica, la manipulación se unirán a los preceptos teóricos. Los alumnos se ejercitarán en los experimentos químicos, en las disecciones anatómicas, en las operaciones quirúrgicas, en los aparatos. Poco leer, mucho ver, y mucho hacer», ejercer para la práctica misma y ésta en el lecho de los enfermos: he aquí lo que enseñará, en vez de las vanas fisiologías, el verdadero «arte de curar».[23]
La clínica figura por lo tanto como una estructura esencial para la coherencia científica, pero también para la utilidad social y para la pureza política de la nueva organización médica. Ésta es su verdad en la libertad garantizada. Fourcroy propone que en tres hospitales (el Hospice de L’Humanité, el de L’ Unité, y el Hôpital de l’École), la enseñanza clínica se asegurara con profesores suficientemente remunerados para que pudieran consagrarse enteramente a ella.[24] El público será ampliamente admitido en la nueva escuela de salud: se espera también que todos los que ejercen, sin formación suficiente, vengan espontáneamente a completar su experiencia. De todos modos se escogerán en cada distrito, alumnos que tengan «una buena conducta, costumbres puras, amor por la República, y odio por los tiranos, una cultura bastante cuidada y sobre todo, el conocimiento de algunas ciencias que sirven como preliminares al arte de curar», y se les enviará a la Escuela Central de Medicina para que se conviertan después de tres años en oficiales de salud.[25]
Para la provincia, Fourcroy no había previsto sino escuelas especiales. Los diputados del Mediodía se oponen a ello y exigen que Montpellier tenga también su Escuela Central. Por último, Ehrman lo pide para Estrasburgo, de tal modo que el decreto del 14 Frimario año III, señala la creación de tres escuelas de medicina. Se había previsto tres años de enseñanza. En París, la «clase de los principiantes», estudia en el primer semestre anatomía, fisiología, química médica; en el segundo, la materia médica, botánica, física: durante todo el curso del año los alumnos deberán frecuentar los hospitales «para tomar allí la costumbre de ver a los enfermos, y de la manera general de curarlos».[26] En la «clase de los iniciados», se estudia primeramente anatomía, fisiología, química, farmacia, medicina operatoria, luego la materia médica, la patología interna y externa; en el curso de este segundo año, los estudiantes podrán, en los hospitales, «ser empleados al servicio de los enfermos». Por último, en el curso del tercer año, se vuelve a los cursos precedentes, y, aprovechando la experiencia del hospital ya adquirida, se comienza en las clínicas propiamente dichas. Los alumnos se reparten en tres hospitales donde permanecerán cuatro meses y luego cambiarán. La clínica comprende dos partes: «en el lecho de cada enfermo, el profesor se detendrá el tiempo necesario para interrogarlo debidamente, para examinarlo convenientemente. Hará observar a los alumnos los signos diagnósticos y los síntomas importantes de la enfermedad»; luego, en el anfiteatro, el profesor continuará la historia general de las enfermedades observadas en las salas del hospital: señalará las causas «conocidas, probables y ocultas», enunciará el pronóstico, y dará las indicaciones «vitales», «curativas» o «paliativas».[27]
Lo que caracteriza esta reforma es que la reorganización de la medicina alrededor de la clínica es correlativa de una enseñanza teórica ampliada. En el momento en el cual se define una experiencia práctica hecha a partir del enfermo mismo, se insiste en la necesidad de vincular el saber particular a una totalidad enciclopédica. Los dos primeros principios por los cuales la nueva Escuela de París comenta los decretos del 14 Frimario, postulan que ésta «hará conocer la economía animal desde la estructura elemental del cuerpo inanimado, hasta los fenómenos más complejos del organismo y de la vida»; y se esforzará por mostrar en qué relaciones se encuentran los cuerpos vivos con todos aquellos de los cuales se compone la naturaleza.[28] Por otra parte, esta ampliación pondrá a la medicina en contacto con toda una serie de problemas y de imperativos prácticos: poniendo al día la solidaridad del ser humano con las condiciones materiales de existencia, mostrará cómo «se puede conservar durante mucho tiempo una existencia tan libre de males como está permitido esperar a los hombres»; y manifestará «el punto de contacto por el cual el arte de curar entra en el orden civil».[29] La medicina clínica no es por consiguiente una medicina replegada sobre el primer grado del empirismo y que trata de reducir todos sus conocimientos, toda su pedagogía, por un escepticismo metódico, a la comprobación única de lo visible. La medicina en este primer tiempo, no se define como clínica, sin definirse además como saber enciclopédico de la naturaleza y conocimiento del hombre en sociedad.
2. REFORMAS Y DISCUSIONES DURANTE LOS AÑOS V Y VI
Las medidas tomadas el 14 Frimario estaban lejos de resolver todos los problemas planteados. Al abrir las Escuelas de Salud al público, se esperaba atraer a ellas a los oficiales de salud formados de modo insuficiente y hacer desaparecer por efecto de la libre competencia a los empíricos y a tantos médicos improvisados. No ocurrió nada de eso: el número demasiado escaso de escuelas, la ausencia de exámenes salvo para los alumnos becados, impidieron que se constituyera un cuerpo de médicos calificados: en cuatro sesiones, el 13 Mesidor año IV, el 22 Brumario, el 4 Frimario año V, y el 24 Nivoso año VI, el Directorio se vio obligado a recordar a las Asambleas los es tragos debidos al libre ejercicio de la medicina, a la mala formación de los prácticos, y a la ausencia de una legislación eficaz. Era menester, por lo tanto, a la vez encontrar un sistema de control respecto de los métodos instalados desde la Revolución, y ampliar el reclutamiento, el rigor y la influencia de las nuevas escuelas.
Por una parte la enseñanza dada por las escuelas se prestaba en sí misma a la crítica. El programa, en su amplitud extrema, era presuntuoso, tanto más cuanto que los estudios no duraban como bajo el Antiguo Régimen sino tres años: «Por exigir demasiado, no se llega a nada».[30] Entre los diferentes cursos, no había casi unidad: así en la Escuela de París, se aprendía por una parte una medicina clínica de los síntomas y de los signos, mientras que Doublet, en patología interna, enseñaba la medicina de las especies más tradicional (las causas más generales, además «los fenómenos generales, la naturaleza y el carácter de cada clase de enfermedades y de estas principales divisiones»; repetía «el mismo examen sobre los géneros y las especies»).[31] En cuanto a la clínica, no tenía sin duda el valor formador que se esperaba de ella: demasiados estudiantes, demasiados enfermos también: «Se circula rápidamente por una sala, se dicen dos palabras al terminar semejante carrera, se sale enseguida con precipitación, y a eso se llama la enseñanza de la clínica interna. En los grandes hospitales, se ven en general muchos enfermos, pero muy pocas enfermedades».[32]
Por último, llevando todas estas quejas, haciéndose los incansables agentes de su difusión, con el fin de exigir con más fuerza la reconstrucción de una profesión médica definida por ]as competencias y protegida por las leyes, las sociedades médicas que habían desaparecido, con la Universidad, en agosto de 1792, volvieron a constituirse poco después de la ley del 14 Frimario. Primeramente la Sociedad de Salud, fundada el 2 Germinal año IV, con Desgenettes, Lafisse, Bertrand, Pelletier y Leveillé; en sus comienzos quiere ser solamente como un órgano liberal y neutro de información: comunicación rápida de las observaciones y de las experiencias, saber ampliado a todos los que se ocupen del arte de curar, es decir, una especie de gran clínica a escala nacional, donde no se tratará si no de observar y de practicar: «La medicina —dice el primer prospecto de la sociedad— está fundad a en preceptos a los cuales sólo la experiencia puede servir de base. Para recogerlos, es menester el concurso de los observadores. También languidecían muchas ramas de la medicina desde la destrucción de las compañías sabias. Pero van a crecer y a florecer de nuevo a la sombra de un gobierno constituido, que no puede dejar de ver con satisfacción cómo se forman sociedades libres de observadores prácticos.»[33] En es te espíritu, la sociedad, convencida de «que el aislamiento de las personas… es enteramente perjudicial para los intereses de la humanidad»[34] publica una Recueil Périodique bien pronto duplicada por otra consagrada a la literatura médica extranjera. Pero muy pronto, este cuidado por la información universal manifiesta lo que era sin duda su preocupación verdadera: reagrupar a aquellos médicos cuya competencia había sido validada por estudios ordinarios, luchar para que se definieran de nuevo límites al libre ejercicio de la medicina: «¡Que no se me permita sustraer a la historia el recuerdo de esos momentos desastrosos en los cuales una mano impía y bárbara rompió en Francia los altares consagrados al culto de la medicina! Han desaparecido esos cuerpos cuya antigua celebridad testimoniaba sus largos triunfos».[35] El movimiento, con esta significación más selectiva que informativa, se extiende a la provincia: se forman sociedades en Lyon, en Bruselas, en Nancy, en Burdeos, en Grenoble. El mismo año, el 5 Mesidor, otra sociedad celebra su sesión inaugural en París, con Alibert, Bichat, Bretonneau, Cabanis, Desgenettes, Du puytren, Fourcroy, Larrey y Pinel. Mejor que la Sociedad de Salud, ésta representa las opciones de la nueva medicina: es menester cerrar las puertas del templo a los que, sin merecerlo, han entrado en él, aprovechando que «a la primera señal de la Revolución, el santuario de la medicina, como el templo de Jano, se vio abierto a dos batientes y que la multitud no tuvo más que precipitarse en él»;[36] pero es menester reformar igualmente el método de enseñanza que se aplica en las escuelas el año III: formación apresurada y compuesta, que no pone al médico en posesión de ningún método seguro de observación y de diagnóstico; se quiere por lo tanto «sustituir la marcha filosófica y razonada del método, por la marcha irregular y atolondrada de la irreflexión.»[37] Ante la opinión pública, fuera del Directorio y de las Asambleas, pero no sin su asentimiento por lo menos tácito, y con el apoyo constante de los representantes de la burguesía ilustrada y de los ideólogos próximos al gobierno,[38] estas sociedades van a conducir una incesante campaña. Y, en este movimiento, la idea clínica va a adquirir una significación muy diferente de aquella que introducen los legisladores del año III.
El artículo 356 de la Constitución del Directorio señalaba que «la ley vigila las profesiones que afectan la salud de los ciudadanos»; en nombre de este artículo que parecía prometer control, límites y garantía, se van a desarrollar todas las polémicas. No es posible entrar en los particulares. Digamos sólo que lo esencial del debate se centraba sobre el punto de saber si era menester reorganizar primeramente la enseñanza, y luego establecer las condiciones de ejercicio de la medicina, o por el contrario depurar en primer lugar el cuerpo médico, definir las normas de la práctica, y fijar luego el curso de los estudios indispensables. Entre las dos tesis, la división política era clara; los menos alejados de la tradición de la Convención, como Daunou, Prieur de la Côte-d’Or, quisieran reintegrar a los oficiales de salud y a todos los francotiradores de la medicina, por medio de una enseñanza ampliamente abierta; los otros, alrededor de Cabanis y Pastoret, quisieran apresurar la reconstitución de un cuerpo médico formado. Al comienzo del Directorio, son los primeros, los más oídos.
El primer plan de reforma había sido redactado por Daunou, uno de los autores de la Constitución del año III, y que, en la Convención, había tenido simpatías girondinas. No quiere modificar en su sustancia los decretos de Frimario, pero quisiera ver establecer además «cursos complementarios de medicina», en los veintitrés hospitales de provincia:[39] D en ellos los prácticos podrán perfeccionar sus conocimientos, y será entonces posible que las autoridades locales exijan pruebas de competencia para el ejercicio de la medicina: «No restableceréis las cofradías, pero exigiréis pruebas de capacidad; se podrá llegar a ser médico sin haber frecuentado ninguna escuela, pero vosotros pediréis una garantía solemne de los conocimientos de todo candidato; conciliaréis así los derechos de la libertad personal con los de la seguridad pública.»[40] Con ello, más claramente aún que antes, la clínica aparece como la solución concreta al problema de la formación de los médicos y de la definición de la competencia médica.
El proyecto Daunou, en su timidez reformadora, y en su fidelidad a los principios del año III, fue unánimemente criticado: «Verdadera organización del homicidio», dice Baraillon.[41] Algunas semanas después, la Comisión de instrucción pública presenta otro informe, de Calès esta vez. Es ya de un espíritu enteramente distinto: para hacer aceptar la reconstitución, implícita en su proyecto, de un cuerpo profesional de médicos, se pronuncia contra la distinción que reserva los médicos para las ciudades, siendo los cirujanos «todo lo que hace falta para el campo», y viéndose confiar los niños a los boticarios.[42] Es menester que, en las cinco escuelas que se establezcan en París, Montpellier, Nancy, Bruselas y Angers, sean los cursos comunes a los médicos, a los cirujanos y a los boticarios. Los estudios serán sancionados por seis exámenes, a los cuales se presentarán los alumnos cuando bien les parezca (bastarán tres de ellos para ser cirujano) por último, en cada departamento, un jurado de salubridad, nombrado entre los médicos y los farmacéuticos, «será consultado sobre todos los objetos relativos al arte de curar y a la salubridad pública».[43] Bajo pretexto de una enseñanza más racional, dada por Facultades más numerosas y distribuida de manera uniforme para todos los que se ocupan de la salud pública, el proyecto Calès tiene como fin esencial el restablecimiento de un cuerpo de médicos calificados, por un sistema de estudios y exámenes normalizados.
A su vez, el proyecto Calès, apoyado por médicos como Baraillon y Vitet, es violentamente atacado, desde el exterior, por la escuela de Montpellier que se declara satisfecha con las medidas tomadas por la Convención, y en la Asamblea misma por todos los que permanecen fieles al espíritu del año III. Las cosas van para largo. Aprovechando el paro de la contrarrevolución por el 18 Fructidor, Prieur de la Cóte d’Or, antiguo miembro del Comité de Salud Pública, obtiene la remisión del proyecto Cales ante la Comisión de Instrucción Pública. Le reprocha el lugar insignificante que se da en él a la clínica, y la vuelta a la pedagogía de las antiguas facultades: ahora bien, «no basta que el alumno escuche y lea, es preciso además que vea, que toque, y sobre todo que se ejercite en el hacer y adquiera su hábito».[44] Por esta argumentación, Prieur tomaba una doble ventaja táctica: validaba así, al nivel científico la experiencia adquirida por los que más o menos se habían improvisado médicos desde 1792; por otra parte, al subrayar él mismo hasta qué punto esta enseñanza clínica es costosa, sugiere no mantener una Escuela sino en París, en vez de multiplicar el número de ellas y de sacrificar su calidad. Es volver simplemente a lo que era el proyecto de Fourcroy ea su primera formulación.
Pero entretanto, y la víspera misma del golpe que iba, denunciando en él a uno de los jefes del complot realista, a obligarlo al exilio, Pastoret había hecho admitir por los Quinientos, un decreto que concernía al ejercicio de la medicina. Junto a las tres Escuelas de Salud, un jurado compuesto de dos médicos, de dos cirujanos y de un farmacéutico queda encargado de controlar a todos los que quisieran ejercer en su jurisdicción; además «todos los que ejercen actualmente el arte de curar sin haber sido legalmente recibidos en las formas prescritas por las leyes antiguas deberán presentarse en el término de tres meses».[45] Toda la implantación médica desde los últimos cinco años está sometida por lo tanto a revisión, y ésta por jurados formados en la antigua escuela; los médicos van a poder de nuevo controlar su propio reclutamiento; se vuelven a constituir como cuerpo capaz de definir los criterios de su competencia.
El principio es aceptado, pero el pequeño número de las Escuelas de Salud hace difícil su aplicación; al pedir que aun se las reduzca, Prieur piensa que haría imposible la aplicación del Decreto Pastoret. De todos modos, esto queda como letra muerta, y cuatro meses habían transcurrido, apenas, desde que había sido votado, cuando el Directorio se vio de nuevo obligado a atraer la atención de los legisladores sobre los peligros que hacía correr a los ciudadanos un médico no controlado: «Que una ley positiva sujete a largos estudios, al examen de un jurado severo al que pretende una de las profesiones del arte de curar; que la ciencia y la costumbre sean honradas, pero que la impericia y la imprudencia sean contenidas; que penas públicas asusten a la avaricia y repriman los crímenes que tienen algún parecido con el asesinato.»[46] El Ventoso año IV, Vitet reanuda ante los Quinientos las grandes lineas del proyecto Cales: cinco escuelas de medicina; en cada departamento un Consejo de Salud que se ocupe de las epidemias «y de los medios de conservar la salud de los habitantes y que participe en la elección de los profesores; una serie de cuatro exámenes que tengan lugar en fecha fija». La única innovación real es la creación de una prueba de clínica: «El candidato médico expondrá al pie del lecho del enfermo el carácter de la especie de enfermedad y su tratamiento.» Así se encuentran reunidos, por primera vez, en un cuadro institucional único, los criterios del saber teórico y los de una práctica que no puede estar ligada sino a la experiencia y a la costumbre. El proyecto de Vitet no permite la integración, o la asimilación progresiva en la medicina oficial de este ejercicio de francotiradores practicado desde 1792; pero reconoce teóricamente, en el ciclo de los estudios normales, el valor de una práctica adquirida en los hospitales. No es la medicina empírica lo que se reconoce, sino el valor de la experiencia como tal en la medicina.
El Plan Calès había parecido demasiado riguroso el año V; el de Vitet, apoyado a su vez por Calès y Baraillon, provoca la misma oposición. Parece, con claridad, que ninguna reforma de la enseñanza será posible mientras no haya sido resuelto el problema al cual sirve ésta de pantalla: el del ejercicio de la medicina. Habiendo sido rechazado el proyecto de Calès, Baraillon propone a los Quinientos una resolución que traduce con claridad lo que había sido su sentido implícito: nadie podrá ejercer el arte de curar si no tiene un título sea de las nuevas Escuelas, sea de las antiguas Facultades.[47] Porcher, en el Consejo de los Ancianos, sostiene la misma tesis.[48] Tal es el atolladero político y conceptual en el cual se encuentra colocado el problema; por lo menos todas esas discusiones han permitido sacar a la luz lo que era realmente la cuestión: no el número o el programa de las Escuelas de Salud, sino el sentido mismo de la profesión médica y el carácter privilegiado de la experiencia que la define.
3. LA INTERVENCIÓN DE CABANIS Y LA REORGANIZACIÓN DEL AÑO XI
En el orden cronológico, Cabanis expuso su informe sobre la policía médica entre el proyecto de Baraillon y la discusión de Vendimiario a los Ancianos, el 4 Mesidor año IV. De hecho, este texto es ya de otra época; marca el momento en el cual la ideología va a tomar una parte activa y a menudo determinante en la restructuración política y social. En esta medida, el texto de Cabanis, sobre la policía médica, está más próximo por su espíritu, a las reformas del Consulado que a las polémicas que le son contemporáneas. Si trata de definir las condiciones de una solución práctica, trata sobre todo de dar, en sus líneas generales, una teoría de la profesión médica.
En lo inmediato y en el nivel de la práctica, Cabanis ataca dos problemas: el de los oficiales de salud, y el de los exámenes.
A los oficiales jefes, se les puede admitir el ejercicio sin nuevas formalidades, los demás, en cambio, deberán pasar un examen especialmente dedicado a ellos; se limitará «a los conocimientos fundamentales del arte, y particularmente a lo que respecta a su práctica». En cuanto a los estudios médicos ordinarios, deberán ser sancionados por un examen que suponga una prueba escrita, otra oral, y «ejercicios de anatomía, de medicina operatoria y de medicina clínica, tanto interna como externa». Una vez postulados los criterios de competencia, se podrá separar a aquellos a los cuales se confiará sin peligro la vida de los ciudadanos; la medicina, entonces, se convertirá en una profesión cerrada: «Toda persona que ejerza la medicina sin tener los exámenes de las escuelas, o sin haber pasado ante los jurados especiales será condenada a una multa y a la prisión en caso de reincidencia.»[49]
Lo esencial del texto toca a lo que es, en su naturaleza, la profesión médica. El problema era asignarle un dominio cerrado y reservado a ella, sin volver a encontrar las estructuras corporativas del Antiguo Régimen, ni volver a caer en las formas de control estático, que podían recordar el periodo de la Convención.
Cabanis distingue en la industria, tomada en el sentido amplio del término, dos categorías de objetos, los unos son de una naturaleza tal que los mismos consumidores son jueces de su utilidad: es decir que la conciencia pública basta para determinar su valor; éste, fijado por la opinión, es exterior al objeto: no tiene secreto, error ni mistificación posibles, ya que reside en un consenso. La idea de fijar un valor por decreto no tiene más sentido que querer imponer una verdad desde el exterior; el verdadero valor no puede ser sino el valor libre: «En un Estado social bien reglamentado, la libertad de industria no debe encontrar ningún obstáculo; debe ser íntegra, ilimitada; y como el desarrollo de una industria no puede ser útil para el que la cultiva sino en la medida en que lo es para el público, se sigue que el interés general aquí está, en verdad, confundido con el interés particular».
Pero hay industrias tales que su objeto y su valor no dependen de una estimación colectiva: ya sea que estos objetos estén entre los que sirven para fijar el valor comercial de otros (así como los metales preciosos), ya sea que se trate del individuo humano a propósito del cual todo error es funesto. Así, el valor de un objeto de industria no puede fijarse por el consenso, mientras éste sea un criterio comercial o mientras toque, en su existencia, a un miembro del consenso. En estos dos casos, el objeto de la industria tiene un valor intrínseco que no es inmediatamente visible: está sujeto a error y a fraude; es menester por consiguiente juzgarlo. Pero ¿cómo dar al público competente un instrumento de medida que implicaría, precisamente la competencia? Es menester que se delegue en el Estado un control, no sobre cada uno de los objetos producidas (lo que seria contrario a los principios de la libertad económica), sino sobre el productor mismo: es menester comprobar su capacidad, su valor moral, y de vez en cuando «el valor real y la calidad de los objetos que suministra».
Es menester por lo tanto vigilar a los médicos como a los orfebres, es decir, a estos hombres de industria secundaria que no producen riqueza, pero que tratan lo que mide o produce la riqueza: «He aquí por qué, sobre todo los médicos, los cirujanos, los farmacéuticos, deben ser bien examinados del mismo modo sobre su saber que sobre sus capacidades, y las costumbres morales… Eso no es poner obstáculos a la industria, no es en absoluto atentar contra la libertad del individuo.»[50]
La proposición de Cabanis no fue aceptada; indicaba no obstante en sus líneas fundamentales, la solución que iba a ser adoptada, dictando a la medicina este estatuto de profesión liberal y protegida que ha conservado hasta el siglo XX. La ley del 19 Ventoso año XI sobre el ejercicio de la medicina, está de acuerdo con los temas de Cabanis, y, de un modo más general, con los de los ideólogos. Prevé una jerarquía de dos niveles en el cuerpo médico: los doctores en medicina y en cirugía, recibidos en una de las seis escuelas y los oficiales de salud, que institucionalizan con título definitivo a aquellos que Cabanis quería reintegrar con título provisional. Los doctores pasarán, después de cuatro exámenes (anatomía y fisiología; patología y nosografía; materia médica; higiene y medicina legal), una prueba de clínica interna, o externa según si desean ser médicos o cirujanos. Los oficiales de salud, que administrarán «los cuidados más comunes», no estudiarán sino durante tres años en las Escuelas; incluso no es indispensable; les bastará a testiguar cinco años de práctica en los hospitales civiles y militares, o seis años como alumno y ayudante privado de un doctor. Serán examinados por un jurado de departamento. Toda persona, fuera de estas dos categorías, que se inmiscuya a ejercer la medicina incurrirá en las penas que van de la multa a la prisión.
Todo este movimiento de ideas, de proyectos y de medidas que va del año VI al año XI, tiene significaciones decisivas.
1. Para definir el carácter cerrado de la profesión médica, se llega a no tomar el viejo modelo corporativo, y a evitar por otra parte el control sobre los actos médicos mismos, lo que repugna al liberalismo económico. El principio de la elección y su control, son establecidos sobre la noción de competencia, es decir, sobre un conjunto de virtualidades que caracterizan a la persona misma del médico; saber, experiencia y también esta «probidad reconocida» de la cual habla Cabanis.[51] El acto médico valdrá lo que vale el que lo ha realizado; su valor intrínseco es función de la cualidad, socialmente reconocida, del productor. Así, en el interior de un liberalismo económico inspirado de modo manifiesto en Adam Smith, se define una profesión a la vez «liberal» y formada.
2. En este mundo de las aptitudes, se ha introducido, no obstante, una diferencia de niveles: por una parte «los doctores», y por otra los «oficiales de salud». La vieja diferencia entre médicos y cirujanos, entre lo interno y lo externo, lo que se sabe y lo que se ve, se encuentra cubierta y relegada a lo secundario por esta nueva distinción. No se trata de una diferencia en el objeto, o en la manera en la que ésta se manifiesta, sino una distinción de niveles en la experiencia del sujeto que conoce. Sin duda, entre médicos y cirujanos, había ya una jerarquía que estaba señalada en las instituciones: pero derivaba de una diferencia primera en el dominio objetivo de su actividad; ahora está desplazada hacia el índice cualitativo de esta actividad.
3. Esta distinción tiene un correlato objetivo: los oficiales de salud tendrán que atender «al pueblo industrioso y activo»,[52] Se admitía en el siglo XVIII que las gentes del pueblo, y sobre todo del campo, al llevar una vida más simple, más moral y más sana eran afectadas sobre todo por enfermedades externas que correspondían al cirujano. A partir del año XI la distinción se hace sobre todo social: para atender al pueblo, a menudo afectado «por accidentes primitivos», y por «simples indisposiciones», no es necesario ser «sabio y profundo en la teoría»; el oficial de salud, con su experiencia será suficiente. «La historia del arte como la de los hombres prueba que la naturaleza de las cosas, como el orden de las sociedades civilizadas, exige imperiosamente esta distinción.»[53] De acuerdo con el orden ideal del liberalismo económico, la pirámide de las cualidades corresponde a la superposición de las capas sociales.
4. Entre los que practican el arte de curar ¿sobre qué se funda la distinción? Lo esencial de la formación de un oficial de salud, son los años de práctica, cuyo número puede llegar hasta 6; el médico completa la enseñanza teórica que ha recibido con una experiencia clínica. Esta diferencia entre práctica y clínica es lo que constituye sin duda la parte más nueva de la legislación del año XI. La práctica, exigida al oficial de salud, es un empirismo controlado: saber hacer, después de haber visto; la experiencia se integra al nivel de la percepción, de la memoria y de la repetición, es decir, al nivel del ejemplo. En la clínica, se trata de una estructura mucho más fina y compleja en la cual la integración de la experiencia se hace en una mirada que es al mismo tiempo saber, es decir, que es dueña de su verdad, y libre de todo ejemplo, incluso si ha sabido por un momento aprovechar de él. Se abrirá la práctica a los oficiales de salud, pero se reservará a los médicos la iniciación a la clínica.
Esta nueva definición de la clínica estaba vinculada a una reorganización del dominio de los hospitales.
Termidor y el Directorio, en sus inicios, vuelven a los principios liberales de la Legislativa; Delecloy, el 11 Termidor año III, se remite al decreto de nacionalización de los bienes de los hospitales, que deja los auxilios únicamente a cargo del Estado, mientras que sería menester ponerlos «bajo la salvaguardia de la conmiseración general y bajo la tutela de personas acomodadas».[54] De Pluvioso a Germinal año IV, el gobierno envía a las administraciones locales· una serie de circulares que reanudan, en lo esencial, las críticas morales y económicas dirigidas, apenas antes de la Revolución o del comienzo de ésta, contra el principio de la hospitalización (costo elevado de una enfermedad tratada en el hospital, hábito de pereza que se adquiere por ella apuro financiero, miseria moral de una familia privada del padre, o la madre); se desea que se multipliquen los auxilios a domicilio.[55] No obstante, no es ya el tiempo en el cual se creía que éstos eran universalmente válidos y en el cual se soñaba con una sociedad sin hospicios, ni hospitales: la miseria es demasiado general, había más de 60.000 indigentes en París el año II[56] y su número no hace sino aumentar; se temen demasiado los movimientos populares; se desconfía demasiado del uso político que podría hacerse de los auxilios distribuidos, para dejar descansar sobre ellos todo el sistema de la asistencia. Es preciso encontrar, para el mantenimiento de los hospitales como para los privilegios de la medicina, una estructura compatible con los principios del liberalismo y la necesidad de la protección social, entendida de una manera ambigua como la protección de la pobreza por la riqueza, y la protección de los ricos contra los pobres.
Una de las últimas medidas de la Convención termidoriana había sido suspender, el 2 Brumario año IV, la ejecución de la ley de nacionalización de los bienes de los hospitales. Sobre un nuevo informe de Delecloy, el 12 Vendimiario año IV, la ley de 23 Mesidor año II es definitivamente derogada: los bienes vendidos deberán ser remplazados por bienes nacionales, y con ello el gobierno se encuentra descargado de toda obligación: los hospitales vuelven a encontrar la personalidad civil; su organización y sus gestiones son confiadas a las administraciones municipales que deberán designar una comisión ejecutiva de 5 miembros. Esta comunalización de los hospitales liberaba al Estado del deber de asistencia, y dejaba a las colectividades reducidas el cargo de sentirse solidarias de los pobres: cada comuna se hacía responsable de su miseria y de la manera en la cual se protegía de ella. Entre los pobres y los ricos, el sistema de obligación y de compensación no pasaba ya por la ley del Estado, sino por una especie de contrato varia ble en el espacio, revocable en el tiempo que, situado al nivel de las municipalidades, era más bien del orden del libre consentimiento.
Un contrato del mismo tipo, más oculto y más extraño, se anuda silenciosamente hacia la misma época entre el hospital donde se cura a los pobres y la clínica donde se forman los médicos. En esto de nuevo, el pensamiento de estos últimos años de la Revolución vuelve a tomar, a veces palabra por palabra, lo que había sido formulado en el período que la precedía inmediatamente. El problema moral más importante que la idea clínica había suscitado era éste: ¿con qué derecho se podía transformar en objeto de observación clínica, un enfermo al cual la pobreza había obligado a solicitar asistencia al hospital? Había requerido una ayuda de la cual él era el sujeto absoluto en la medida en que ésta había sido concedida para él; y ahora se le requiere para una mirada, de la cual él es el objeto y el objeto relativo, ya que lo que se descifra en él está destinado a conocer mejor a los otros. Hay más, la clínica, al observar, investiga; y esta parte que ella da a la novedad, la abre sobre el riesgo: un médico en lo privado, observa Aikin,[57] debe cuidar su reputación; su camino será siempre, si no el de la certidumbre, el de la seguridad. «En el hospital está al abrigo de semejante traba y su genio puede ejercerse de una manera nueva». ¿No es alterar hasta su esencia la ayuda del hospital plantear este principio?, «los enfermos del hospital son bajo muchos aspectos, los sujetos más adecuados para un curso experimental».[58]
No hay en ello, entendiendo bien el equilibrio de las cosas, ninguna injuria a los derechos naturales del sufrimiento, ni a aquellos que la sociedad debe a la miseria. El dominio de los hospitales es ambiguo: teóricamente libre, y abierto a la indiferencia de la experimentación por el carácter no de contrato que vincula al médico con su enfermo, está erizado de obligaciones y de límites morales en virtud del contrato sordo —pero apremiante— que vincula al hombre en general con la miseria en su forma universal. Si en el hospital el médico no hace, libre de todo respeto, experiencias teóricas, es que hace, desde que entra en él, una experiencia moral decisiva que circunscribe su práctica ilimitada por un sistema cerrado del deber. «Penetrando en los asilos donde languidecen la miseria y la enfermedad reunidas, sentirá estas emociones dolorosas, esta conmiseración activa, este deseo ardiente de llevar el alivio y la consolación, este placer Intimo que nace del triunfo y que el espectáculo de la felicidad extendida aumenta. Es allí donde aprenderá a ser religioso, humano, compasivo.»[59]
Pero mirar para saber, mostrar para enseñar, ¿no es violencia muda, tanto más abusiva cuando cal1a, sobre un cuerpo de sufrimiento que pide ser calmado, no manifestado? ¿Puede el dolor ser espectáculo? Puede serlo, e incluso debe serlo en virtud de un derecho sutil, y que reside en que nadie es el único y el pobre menos que los demás, que no puede recibir asistencia sino por la mediación del rico. Ya que la enfermedad no tiene la fortuna de encontrar la curación más que si los demás intervienen con su saber, con sus recursos, con su piedad, ya que no hay enfermo curado sino en sociedad, es justo que el mal de los unos sea transformado en experiencia para los otros; y que el dolor reciba así el poder de manifestar: «El hombre que sufre no deja de ser ciudadano… la historia de los sufrimientos a los cuales está reducido es necesaria para sus semejantes porque ésta las enseña cuáles son los males que los amenazan.» Al rehusar ofrecerse como objeto de instrucción, el enfermo «sería ingrato, porque gozaría de las ventajas, que resultan de la sociabilidad sin pagar el tributo del reconocimiento»[60] Y por estructura de reciprocidad, se dibuja para el rico la utilidad de venir en ayuda de los pobres hospitalizados: al pagar para que se los atienda, pagará, incluso de hecho, para que se conozcan mejor las enfermedades por las cuales él mismo puede ser afectado; lo que es benevolencia respecto del pobre se transforma en conocimiento aplicable al rico: «Los dones benéficos van a calmar los males del pobre de lo cual resultan las luces para la conservación del rico. Si, ricos bienhechores, hombres generosos, este enfermo que se acuesta en el lecho que vosotros le habéis preparado experimenta en el presente la enfermedad por la cual no tardaréis en ser atacados vosotros mismos; se curará o perecerá; pero en uno u otro acontecimiento, su suerte puede iluminar a vuestro médico y salvaros la vida.»[61]
He aquí por tanto los términos del contrato que realizan riqueza y pobreza en la organización de la experiencia clínica. El hospital encuentra en ella, en un régimen de libertad económica, la posibilidad de interesar) al rico; la clínica constituye la inversión progresiva de la otra parte contratante; es, por parte del pobre, el interés pagado por la capitalización del hospital consentida por el rico; interés que es menester comprender en su pesada indemnización, ya que se trata de una compensación del orden del interés objetivo para la ciencia y del interés vital para el rico. El hospital se hace rentable para la iniciativa privada a partir del momento en el cual el sufrimiento que viene a buscar alivio es transformado en espectáculo. Ayudar acaba por pagar, gracias a las virtudes de la mirada clínica.
Estos temas, tan característicos del pensamiento prerrevolucionario y formulados entonces muchas veces, vuelven a encontrar su sentido en el liberalismo del Directorio, y reciben en ese momento una inmediata aplicación. Al explicar cómo funciona la clínica de partos de Copenhague, el año VII, Demangeon hace valer, contra todas las objeciones del pudor y de la discreción, que no se reciben en ella sino a «las mujeres no casadas, o que se anuncian como tales. Parece que nada podría estar mejor imaginado, porque es la clase de mujeres cuyos sentimientos de pudor se consideran los menos delicados».[62] Así, esta clase moralmente desarmada, y socialmente tan peligrosa, podrá servir para la mayor utilidad de las familias honorables; la moral encontrará su recompensa en lo que la befa, ya que las mujeres «no estando en condiciones de ejercer la beneficencia… contribuyen por lo menos a formar buenos médicos y recíprocamente sus bienhechores con usura».[63]
La mirada del médico es de un ahorro bien avaro en los cambios contables de un mundo liberal.