1 ESPACIOS Y CLASES
Para nuestros ojos ya gastados, el cuerpo humano define, por derecho de naturaleza, el espacio de origen y la repartición de la enfermedad: espacio cuyas líneas, cuyos volúmenes, superficies y caminos están fijados, según una geometría ahora familiar, por el Atlas anatómico. Este orden del cuerpo sólido y visible no es, sin embargo, más que una de las maneras para la medicina de espacializar la enfermedad. Ni la primera indudablemente, ni la más fundamental. Hay distribuciones del mal que son otras y más originarias.
¿Cuándo se podrán definir las estructuras que siguen, en el volumen secreto del cuerpo, a las reacciones alérgicas? ¿Se ha hecho jamás la geometría específica de una difusión de virus, en la lámina delgada de un segmento de tejido? ¿Es en una anatomía euclidiana donde estos fenómenos pueden encontrar la ley de su espacialización? Bastaría recordar, después de todo, que la vieja teoría de las simpatías hablaba un vocabulario de correspondencias, de vecindades, de homologías: términos para los cuales el espacio percibido de la anatomía no ofrece casi léxico coherente. Cada gran pensamiento en el dominio de la patología, prescribe a la enfermedad una configuración, cuyos requisitos espaciales no son forzosamente los de la geometría clásica.
La superposición exacta del «cuerpo» de la enfermedad y del cuerpo del hombre enfermo no es, sin duda, más que un dato histórico y transitorio. Su evidente encuentro no lo es sino para nosotros, o más bien nosotros comenzamos apenas a desprendernos de él. El espacio de configuración de la enfermedad y el espacio de localización del mal en el cuerpo no han sido superpuestos, en la experiencia médica, sino durante un corto período: el que coincide con la medicina del siglo XIX y los privilegios concedidos a la anatomía patológica. Época que marca la soberanía de la mirada, ya que en el mismo campo perceptivo, siguiendo las mismas continuidades o las mismas fallas, la experiencia lee de un golpe las lesiones visibles del organismo y la coherencia de las formas patológicas; el mal se articula exactamente en el cuerpo, y su distribución lógica entra en juego por masas anatómicas. La «ojeada» no tiene ya sino que ejercer sobre la verdad un derecho de origen.
Pero ¿cómo se ha formado este derecho que se da por inmemorial y natural? ¿Cómo este lugar, donde se señala la enfermedad, ha podido determinar soberanamente la figura que agrupa en ella los elementos? Paradójicamente, jamás el espacio de configuración de la enfermedad fue más libre, más independiente de su espacio de localización que en la medicina clasificadora, es decir, en esta forma de pensamiento médico que históricamente ha precedido en poco al método anatomoclínico, y lo ha hecho, estructuralmente, posible.
«No tratéis jamás una enfermedad sin haberos asegurado del espacio», decía Gilibert.[1] De la Nosologie de Sauvages (1761) a la Nosographie de Pinel (1798), la regla clasificadora domina la teoría médica y hasta la práctica: aparece como la lógica inmanente de las formas mórbidas, el principio de su desciframiento y la regla semántica de su definición: «No escuchéis por lo tanto a esos envidiosos que han querido arrojar la sombra del desprecio sobre los escritos del célebre Sauvages… Recordad que él es, quizá, de todos los médicos que han vivido, el que ha sometido todos nuestros dogmas a las reglas infalibles de la sana lógica. Ved con qué atención definió las palabras, con qué escrúpulo circunscribió las definiciones de cada enfermedad.» Antes de ser tomada en el espesor del cuerpo, la enfermedad recibe una organización jerarquizada en familias, géneros y especies. Aparentemente no se trata más que de un «cuadro» que permite hacer sensible, al aprendizaje y a la memoria, el copioso dominio de las enfermedades. Pero más profundamente que esta «metáfora» espacial, y para hacerla posible, la medicina clasificadora supone una cierta «configuración» de la enfermedad: jamás ha sido formulada por sí misma, pero se pueden definir después sus requisitos esenciales. Lo mismo que el árbol genealógico, más acá de la comparación que implica y de todos sus temas imaginarios, supone un espacio donde el parentesco se puede formalizar, el cuadro nosológico implica una figura de las enfermedades, que no es ni el encadenamiento de los efectos y de las causas ni la serie cronológica de los acontecimientos ni su trayecto visible en el cuerpo humano.
Esta organización traslada hacia los problemas subalternos la localización en el organismo, pero define un sistema fundamental de relaciones que ponen en juego desarrollos, subordinaciones, divisiones, similitudes. Este espacio encierra: una «vertical» donde se enredan las implicaciones; la fiebre «afluencia de frío y de calor sucesivos» puede desarrollarse en un solo episodio, o en varios; éstos pueden seguirse sin interrupción, o después de un intervalo; esta tregua puede no exceder de doce horas, alcanzar un día, durar dos días enteros, o incluso tener un ritmo mal definible;[2] y una «horizontal» donde se transfieren las homologías. En las dos grandes encrucijadas de espasmos, se encuentran, según una simetría perfecta, las «tónicas parciales», las «tónicas generales», las «clónicas parciales» y las «clónicas generales»;[3] o incluso en el orden de los derrames, lo que el catarro es en la garganta, la disentería lo es en el intestino.[4] Espacio profundo, anterior a todas las percepciones, y que de lejos las gobierna; a partir de él, de las líneas que cruza, de las masas que distribuye o jerarquiza, la enfermedad, al emerger bajo la mirada, va a tomar cuerpo en un organismo vivo.
¿Cuáles son los principios de esta configuración primaria de la enfermedad?
1. Los médicos del siglo XVIII la identifican con una experiencia «histórica», por oposición al saber «filosófico». Histórico es el conocimiento que circunscribe la pleuresía por sus cuatro fenómenos: fiebre, dificultad para respirar, tos y dolor de costado. Será filosófico el conocimiento que pone en duda el origen, el principio, las causas: enfriamiento, derrame seroso, inflamación de la pleura. La distinción de lo histórico y de lo filosófico no es la de causa y efecto: Cullen funda su sistema clasificador sobre la asignación de causas próximas;[5] ni la del principio y de las consecuencias, ya que Sydenham piensa hacer una búsqueda histórica estudiando «la manera en la cual la naturaleza produce y mantiene las diferentes formas de enfermedades»:[6] Ni siquiera exactamente la diferencia de lo visible y de lo oculto, o de lo conjetural, ya que a veces es preciso acosar una «historia» que se repliega y se desarrolla en lo invisible, como la fiebre héctica en algunos tísicos: «escollos ocultos bajo el agua».[7] Lo histórico se parece a todo lo que, de hecho o de derecho, tarde o temprano, abierta o indirectamente, puede ser dado a la mirada. Una causa que se ve, un síntoma que poco a poco se descubre, un principio que puede leerse desde su raíz, no son del orden del saber «filosófico», sino de un saber «muy simple», que «debe preceder a todos los demás», y se sitúa la forma originaria de la experiencia médica. Se trata de definir una especie de región fundamental donde las perspectivas se nivelan y donde las traslaciones están alineadas: el efecto tiene el mismo estatuto que su ca usa, el antecedente coincide con lo que sigue. En este espacio homogéneo los encadenamientos se desatan y el tiempo se a plasta: una inflamación local no es otra cosa que la yuxtaposición ideal de sus elementos «históricos» (enrojecimiento, tumor, calor, dolor) sin que entre en ello su red de determinaciones recíprocas o su entrecruzarse temporal.
La enfermedad se percibe fundamentalmente en un espacio de proyección sin profundidad, y por consiguiente sin desarrollo. No hay más que un plano y un instante. La forma bajo la cual se muestra originariamente la verdad, es la superficie donde el relieve se manifiesta y se elimina, a la vez, el retrato: «es preciso que el que escribe la historia de las enfermedades… observe con cuidado los fenómenos claros y naturales de las enfermedades por poco interesantes que le parezcan. En esto debe imitar a los pintores que cuando hacen un retrato tienen el cuidado de señalar hasta las marcas y las más pequeñas cosas naturales que se encuentran en el rostro del personaje que pintan».[8] La primera estructura que se concede la medicina clasificadora es el espacio llano de lo perpetuo simultáneo. Cuadro y mesa.
2. Es un espacio en el cual las analogías definen las esencias. Los cuadros se parecen, pero ellas se parecen también. De una enfermedad a otra, la distancia que las separa se mide por el único grado de su parecido sin que intervenga incluso la separación lógico-temporal de la genealogía. La desaparición de los movimientos voluntarios, el embotamiento de la sensibilidad interior o exterior, es el perfil general que se corta bajo formas particulares como la apoplejía, el síncope, la parálisis. En el interior de este gran parentesco, se establecen divisiones menores: la apoplejía hace perder el uso de todos los sentidos, y de toda la motilidad voluntaria, pero economiza la respiración y los movimientos cardíacos; la parálisis no actúa sino sobre un sector que se puede señalar localmente de la sensibilidad y de la motilidad; el síncope es general como la apoplejía, pero interrumpe los movimientos respiratorios.[9] La distribución perspectiva que nos hace ver en la parálisis un síntoma, en el síncope un episodio, en la apoplejía un ataque orgánico y funcional, no existe para la mirada clasificadora que es sensible a las únicas reparticiones de la superficie donde la proximidad no está definida por distancias métricas, sino por analogías de formas. Cuando éstas llegan a ser bastante densas, las analogías franquean el umbral del simple parentesco y acceden a la unidad de esencia. Entre una apoplejía que suspende de un golpe la motilidad y las formas crónicas y evolutivas que ganan poco a poco todo el sistema motor, no hay diferencia fundamental: en este espacio simultáneo en el cual las formas distribuidas por el tiempo se reúnen y se superponen, el parentesco se contrae en la identidad. En un mundo plano, homogéneo, no métrico, hay enfermedad esencial allá donde hay plétora de analogías.
3. La forma de la analogía vale al mismo tiempo como ley de su producción. Cuando se percibe un parecido, se fija simplemente un sistema de señales cómodas y relativas; se lee la estructura racional, discursiva y necesaria de la enfermedad. Ella no se parece a sí misma sino en la medida en que este parecido ha sido dado desde el comienzo de su construcción; la identidad está siempre del lado de la ley de la esencia. Como para la planta o el animal, el juego de la enfermedad es, fundamentalmente, específico: «El Ser supremo no se sujeta a leyes menos seguras al producir las enfermedades, o al madurar los humores morbíficos que al hacer crecer las plantas y los animales… El que observe atentamente el orden, el tiempo, la hora en que comienza el acceso de la fiebre cuartana, los fenómenos de estremecimiento, de calor, en una palabra, todos los síntomas que le son propio, tendrá tantas razones para creer que esta enfermedad es una especie, como las tiene para creer que una planta constituye una especie porque crece, florece y perece siempre de la misma manera.»[10]
Doble importancia, para el pensamiento médico, este modelo botánico. Ha permitido primeramente la inversión del principio de la analogía de las formas como ley de producción de las esencias: también la atención perceptiva del médico que, aquí y allá, encuentra y aparenta, se comunica con todo derecho con el orden ontológico que organiza desde el interior, y antes de cualquier manifestación, el mundo de la enfermedad; el reconocimiento se abre desde el origen sobre el conocimiento, que inversamente encuentra en él su forma primera y más radical. El orden de la enfermedad no es, por otra parte, sino un calco del inundo de la vida: las mismas estructuras reinan aquí y allá, las mismas, formas de repartición, el mismo ordenamiento. La racionalidad de la vida es idéntica a la racionalidad de lo que la amenaza. Estas no son, la una con relación a la otra, como la naturaleza y la contranaturaleza, sino que, en un orden natural que les es común, se encajan y se superponen. En la enfermedad se reconoce la vida, ya que es la ley de la vida la que funda, además, el conocimiento de la enfermedad.
4. Se trata de especies a la vez naturales e ideales. Naturales, porque las enfermedades enuncian sus verdades esenciales; ideales, en la medida en que no se dan nunca en la experiencia sin modificación ni desorden. La primera perturbación es aportada con y por el enfermo mismo. A la pura esencia nosológica, que fija y agota sin residuo su lugar en el orden de las especies, el enfermo añade, como otras tantas perturbaciones, sus predisposiciones, su edad, su género de vida, y toda una serie de acontecimientos, que con relación al núcleo esencial representan accidentes. Para conocer la verdad del hecho patológico, el médico debe abstraerse del enfermo: «Es preciso que el que describe una enfermedad tenga el cuidado de distinguir los síntomas que la acompañan necesariamente y que le son propios de los que no son sino accidentales y fortuitos, tales como los que dependen del temperamento y de la edad del enfermo.»[11] Paradójicamente, el paciente es un hecho exterior en relación a aquello por lo cual sufre; la lectura del médico no debe tomarlo en consideración sino para meterlo entre paréntesis. Claro está, es preciso conocer «la estructura interna de nuestros cuerpos»; pero para sustraerla más bien, y liberar bajo la mirada del médico la naturaleza y la combinación de los síntomas, de las crisis, y de las demás circunstancias que acompañan a las enfermedades.[12] No es lo patológico lo que actúa con relación a la vida, como una contranaturaleza, sino el enfermo con relación a la enfermedad misma.
El enfermo, pero también el médico. Su intervención es violenta, si no se somete estrictamente a la disposición ideal de la nosología: «El conocimiento de las enfermedades es la brújula del médico; el éxito de la curación depende de un exacto conocimiento de la enfermedad»; la mirada del médico no se dirige inicialmente a ese cuerpo concreto, a ese conjunto visible, a esta plenitud positiva que está frente a él, el enfermo; sino a intervalos de naturaleza, a lagunas y a distancias, donde aparecen como en un negativo «los signos que diferencian una enfermedad de otra, la verdadera de la falsa, la legítima de la bastarda, la maligna de la benigna».[13] Reja que oculta al enfermo real, y retiene toda indiscreción terapéutica. Administrado demasiado pronto, con una intención polémica, el remedio contradice y enreda la esencia de la enfermedad; la impide acceder a su verdadera naturaleza, y al hacerla irregular la hace intratable. En el período de invasión, el médico debe únicamente retener su aliento, porque «los comienzos de la enfermedad están hechos para hacer conocer su clase, su género y su especie»; cuando los síntomas aumentan y toman amplitud, basta «disminuir su violencia y la de los dolores»; en el período de establecimiento, es preciso «seguir paso a paso los caminos que toma la naturaleza», reforzarla si es demasiado débil, pero disminuirla «si se aplica demasiado vigorosamente a destruir lo que la incomoda».[14]
En el espacio fundamental de la enfermedad, los médicos y los enfermos no están implicados de pleno derecho; son tolerados como tantas otras perturbaciones difícilmente evitables: el papel paradójico de la medicina consiste, sobre todo, en neutralizarlos, en mantener entre ellos el máximo de distancia para que la configuración ideal de la enfermedad, entre sus dos silencios, y el vacío que se abre del uno al otro, se haga forma concreta, libre, totalizada al fin en un cuadro inmóvil, simultáneo, sin espesor ni secreto donde el reconocimiento se abre por sí mismo, sobre el orden de las esencias.
El pensamiento clasificador se concede un espacio esencial que, no obstante, borra a cada momento. La enfermedad no existe más que en él, porque él la constituye como naturaleza; no obstante ésta aparece siempre un poco desplazada con relación a aquél porque se ofrece, en un enfermo real, a los ojos de un médico previamente armado. El hermoso espacio plano del retrato es a la vez el origen y el resultado último: lo que hace posible, en la raíz, un saber médico racional y seguro, y hacia el cual debe encaminarse sin cesar a través de lo que lo oculta a la vista. Hay pues un trabajo de la medicina que consiste en alcanzar su propia condición, pero por un camino en el cual ella debe borrar cada uno de sus pasos, ya que alcanza su fin en una neutralización progresiva de sí misma. La condición de su verdad es la exigencia que la esfuma. De aquí el extraño carácter de la mirada médica; está presa en una reciprocidad indefinida: se dirige a lo que hay de visible en la enfermedad, pero a partir del enfermo que oculta este visible, al mostrarlo; por consiguiente, debe reconocer para conocer, pero retener el conocimiento que apoyará su reconocimiento. Y esta mirada, al progresar, retrocede ya que no va hasta la verdad de la enfermedad sino dejándola ganar sobre ella y concluir, en sus fenómenos, su naturaleza.
Estructura necesariamente circular, paradójica, y autodestructora de la mirada, cuando ésta se dirige sobre un espacio plano y monótono, en el cual los espesores, los tiempos, las determinaciones y las causas están dados en sus signos, pero eliminados en su significación.
La enfermedad, que puede señalarse en el cuadro, se hace aparente en el cuerpo. Allí encuentra un espacio cuya configuración es del todo diferente: es este, concreto, de la percepción. Sus leyes definen las formas visibles que toma el mal en un organismo enfermo: la manera en la cual se reparte, se manifiesta, progresa alterando los sólidos, los movimientos, o las funciones, provoca lesiones visibles en la autopsia, suelta, en un punto u otro, el juego de los síntomas, provoca reacciones y con ello se orienta hacia un resultado fatal, o favorable. Se trata de estas figuras complejas y derivadas, por las cuales la esencia de la enfermedad, con su estructura en cuadro, se articula en el volumen espeso y denso del organismo y toma cuerpo en él.
¿Cómo puede hacerse visible el espacio plano, homogéneo y homológico de las clases en un sistema geográfico de masas diferenciadas por su volumen y su distancia? ¿Cómo puede una enfermedad, definida por su lugar en una familia, caracterizarse por su sede en un organismo? Éste es el problema de lo que se podría llamar la espacialización secundaria de lo patológico.
Para la medicina clasificadora, alcanzar un órgano no es nunca absolutamente necesario para definir una enfermedad: ésta puede ir de un punto de localización a otro, ganar otras superficies corporales, permaneciendo en todo de naturaleza idéntica. El espacio del cuerpo y el espacio de la enfermedad tienen latitud para deslizarse uno con relación al otro. Una única afección espasmódica puede desplazarse del bajo vientre donde provocará dispepsias, obstrucciones viscerales, interrupciones del flujo menstrual o hemorroidal, hacia el pecho con ahogos, palpitaciones, sensación de bola en la garganta, quintas de tos, y finalmente ganar la cabeza provocando convulsiones epilépticas, síncopes o sueños comatosos.[15] Estos deslizamientos, que acompañan tantas otra modificaciones sintomáticas, pueden producirse con el tiempo en un solo individuo; se pueden encontrar también examinando una serie de individuos en los cuales los puntos de ataque son diferentes: bajo su forma visceral, el espasmo se encuentra sobre todo en los sujetos linfáticos, bajo su forma cerebral, en los sanguíneos. Pero de todos modos, la configuración patológica esencial no se modifica. Los órganos son los soportes concretos de la enfermedad; jamás constituyen sus condiciones indispensables. El sistema de puntos que define la relación de la afección con el organismo no es ni constante ni necesario. No tiene espacio común anteriormente definido.
En este espacio corporal donde circula libremente, la enfermedad sufre metástasis y metamorfosis. Nada la retiene en una figura determinada. Una hemorragia nasal puede convertirse en hemoptisis, o hemorragia cerebral; sólo debe subsistir la forma específica del derrame sanguíneo. Por ello la medicina de las especies ha estado, a lo largo de su carrera, ligada en parte con la doctrina de las Simpatías, no pudiendo las dos concepciones sino reforzarse la una a la otra para el justo equilibrio del sistema. La comunicación simpática a través del organismo se asegura a veces por un relevamiento que se puede señalar localmente (el diafragma para los espasmos, o el estómago para las obstrucciones de humor); a veces por todo un sistema de difusión que irradia en el conjunto del cuerpo (sistema nervioso para los dolores y las convulsiones, sistema vascular para las inflamaciones); en otros casos por una simple correspondencia funcional (una supresión de las excreciones se comunica de los intestinos a los riñones, de éstos a la piel); por último por un ajustamiento de la sensibilidad de una región a otra (dolores lumbares en el hidrocele). Pero haya correspondencia, difusión o relevamiento, la nueva distribución anatómica de la enfermedad no modifica su estructura esencial; la simpatía asegura el juego entre el espacio de localización y el espacio de configuración: define su libertad recíproca y los límites de esta libertad.
Más que límite, sería menester decir umbral. Porque más allá de la transferencia simpática y de la homología estructural que éste autoriza, se puede establecer una relación de enfermedad a enfermedad que es de causalidad sin ser de parentesco. Una forma patológica puede engendrar otra, muy alejada en el cuadro nosológico por una fuerza de creación que le es propia. De aquí las comparaciones, de aquí las formas mixtas; de aquí ciertas sucesiones regulares o por lo menos frecuentes, como entre la manía y la parálisis. Haslam conocía estos enfermos delirantes en los cuales «la palabra se traba, la boca se desvía, los brazos o las piernas carecen de movimientos voluntarios, la memoria se debilita» y que, las más de las veces, «no tiene conciencia de su posición».[16] Imbricación de los síntomas, simultaneidad de sus formas extremas: todo esto no basta para formar una sola enfermedad; el alejamiento entre la excitación verbal y esta parálisis motora, en el cuadro de los parentescos mórbidos, impide que la proximidad cronológica venga y decida su unidad. De aquí la idea de una causalidad, que se desliza a favor de un ligero desplazamiento temporal; a veces el desprendimiento maníaco aparece primero; a veces los signos motores introducen el conjunto sintomático: «Las afecciones paralíticas son una causa de locura mucho más frecuente de lo que se cree; son también un efecto muy común de la manía.» Ninguna traslación simpática puede aquí franquear la separación de las especies y la solidaridad de los síntomas en el organismo no basta para constituir una unidad que repugna a la esencias. Hay por lo tanto una causalidad internosológica, cuyo papel es inverso de la simpatía: ésta conserva la forma fundamental recorriendo el tiempo y el espacio; la causalidad disocia las simultaneidades y los entrecruzamientos para mantener las purezas esenciales.
El tiempo, en esta patología, desempeña un papel limitado. Se admite que una enfermedad pueda durar, y que en este desarrollo puedan aparecer los episodios, cada uno a su vez; desde Hipócrates se calculan los días críticos; se conocen los valores significativos de las pulsaciones arteriales: «Cuando el pulso que salta aparece cada 30 pulsaciones, o aproximadamente, la hemorragia sobreviene cuatro días después, poco antes o poco más tarde; cuando sobreviene cada dieciséis pulsaciones, la hemorragia llega en tres días… Por último, cuando vuelve cada cuarta, tercera, segunda pulsación o cuando es continuo, se debe esperar la hemorragia en el espacio de veinticuatro horas.»[17] Pero esta duración, fija numéricamente, forma parte de la estructura esencial de la enfermedad, como corresponde al catarro crónico convertirse después de un cierto tiempo en fiebre tísica. No hay un proceso de evolución, en el cual la duración traiga por sí misma y por su sola insistencia nuevos acontecimientos; el tiempo está integrado como una constante nosológica, no como variable orgánica. El tiempo del cuerpo no se desvía y determina menos aún el tiempo de la enfermedad.
Éste en cambio se deposita poco a poco en el espacio orgánico. Meckel, en uno de los experimentos relatados en la Academia Real de Prusia en 1764, explica cómo observa la alteración del encéfalo en las diferentes enfermedades. Cuando hace una autopsia, extrae del cerebro pequeños cubos de volumen igual (6 líneas de lado), en diferentes lugares de la masa cerebral: compara estas extracciones entre sí y con las realizadas en otros cadáveres. El instrumento preciso de esta comparación, es la balanza; en la tisis, enfermedad de agotamiento, el peso específico del cerebro es relativamente más débil que en las apoplejías, enfermedades de entorpecimiento (1 dr 3 gr 3/4, contra 1 dr 6 o 7 gr); mientras que en un sujeto normal, muerto naturalmente, el peso medio es de 1 dr 5 gr. Según las regiones del encéfalo estos pesos pueden variar: en la tisis sobre todo es el cerebro el ligero, en la apoplejía las regiones centrales son pesadas.[18] Hay por consiguiente, entre la enfermedad y el organismo, puntos de contacto bien establecidos, y de acuerdo con un principio regional; pero se trata solamente de los sectores en los cuales la enfermedad secreta traspone sus cualidades específicas: el cerebro de los maníacos es ligero, seco y desmenuzable, ya que la manía es una enfermedad viva, cálida, explosiva; el de los tísicos será inerte, agotado y languidecente, exangüe, ya que la tisis se alinea en la clase general de las hemorragias. El conjunto calificativo que caracteriza la enfermedad se deposita en un órgano que sirve entonces de apoyo a los síntomas. La enfermedad y el cuerpo no se comunican sino por el elemento no espacial de la cualidad.
Se comprende que en estas condiciones la medicina se desvíe de la forma segura de conocimiento que Sauvages designaba como matemática: «Conocer las cantidades y saberlas medir, por ejemplo determinar la fuerza y la rapidez del pulso, el grado del calor, la intensidad del dolor, la violencia de la tos y otros síntomas semejantes.»[19] Si Meckel medía, no era para llegar a un conocimiento de forma matemática; para él se trataba de apreciar la intensidad de una cierta cualidad patológica en la cual consistía la enfermedad. Ninguna mecánica susceptible de medición del cuerpo puede, en sus particularidades físicas o matemáticas, dar cuenta de un fenómeno patológico; las convulsiones están quizá determinadas por un desecamiento y una contracción del sistema nervioso, lo cual pertenece al orden de la mecánica, pero de una mecánica de cualidades que se encadenan, de movimientos que se articulan, de trastornos que se desatan en serie, no de una mecánica de segmentos cuantificables. Puede tratarse de un mecanismo, pero que no señala ninguna mecánica. «Los médicos deben limitarse a conocer las fuerzas de los medicamentos y de las enfermedades por medio de sus operaciones; deben observarlas con cuidado y estudiar para conocer sus leyes, y no cansarse en la investigación de las causas físicas.»[20] Una matematización verdadera de la enfermedad implicaría un espacio homogéneo y común a las figuras orgánicas y a la disposición nosológica.
Su desplazamiento implica por el contrario una mirada cualitativa; para comprender la enfermedad, es preciso mirar allá donde hay sequedad, ardor, excitación, allá donde hay humedad, entorpecimiento, debilidad. ¿Cómo distinguir bajo la misma fiebre, bajo la misma tos, bajo el mismo agotamiento, la pleuresía de la tisis, si no se reconoce allá una inflamación seca de los pulmones, y allá un derrame seroso? ¿Cómo distinguir, sino por su cualidad, las convulsiones de un epiléptico que sufre de una inflamación cerebral, y las de un hipocondriaco afectado por una obstrucción de las vísceras? Percepción desligada de las cualidades, percepción de las diferencias de un caso a otro, percepción fina de las variantes, es menester toda una hermenéutica del hecho patológico a partir de una experiencia modulada y coloreada; se medirán variaciones, equilibrios, excesos o defectos: «El cuerpo humano se compone de canales y de fluidos… Cuando los canales y las fibras no tienen demasiado, ni demasiado poco tono, cuando los fluidos tienen la consistencia que les conviene, cuando no están ni demasiado, ni demasiado poco en movimiento, el hombre está en un estado de salud; si el movimiento… es demasiado fuerte, los sólidos se endurecen, los fluidos se hacen espesos; si es demasiado débil, la fibra se a floja, la sangre se atenúa.»[21]
Y la mirada médica, abierta sobre estas cualidades tenues, se vuelve atenta por necesidad a todas sus modulaciones; de una manera paradójica, el desciframiento de la enfermedad en sus caracteres específicos se apoya en una forma matizada de la percepción que no se dirige sino a los individuos. «El autor de la naturaleza —decía Zimmermann— ha fijado el curso de la mayor parte de las enfermedades por leyes inmutables que se descubren bien pronto, si el curso de la enfermedad no es interrumpido o perturbado por el enfermo»,[22] en este nivel el individuo no era más que un elemento negativo, el accidente de la enfermedad, que, para ella y en ella, es el más extraño a su esencia. Pero el individuo reaparece ahora como el apoyo positivo e imborrable de todos estos fenómenos cualitativos que articulan en el organismo la disposición fundamental de la enfermedad; es, en este orden, la presencia local y sensible, segmento de espacio enigmático que une el plano nosológico de los parentescos con el volumen anatómico de las vecindades. El enfermo es una síntesis espacial geométricamente imposible, pero por esto mismo única, central e irremplazable: un orden convertido en espesor, en un conjunto de modulaciones cualificativas. Y el mismo Zimmermann, que no reconocía en el enfermo sino el negativo de la enfermedad se ve «tentado a veces», contra las descripciones generales de Sydenham, «a no admitir sino las historias particulares. Aunque la naturaleza sea simple en el todo es, no obstante, varia en las partes; por consiguiente, es preciso tratar de conocerla en el todo y en las partes».[23] La medicina de las especies se compromete en una atención renovada a lo individual, una atención cada vez más impaciente y menos capaz de soportar las formas generales de percepción, las lecturas apresuradas de esencia.
«Un cierto Esculapio tiene todas las mañanas de cincuenta a sesenta enfermos en su sala de espera; escucha las quejas de cada uno, los alinea en cuatro filas, ordena a la primera una sangradura, a la segunda un purgante, a la tercera un clíster, a la cuarta un cambio de aire.»[24] Esto no es en absoluto medicina; es lo mismo que la práctica de hospital que mata las cualidades de la observación, y asfixia los ta lentos del observador por el número de cosas que hay por observar. La percepción médica no debe dirigirse ni a las series, ni a los grupos; debe estructurarse como una mirada a través de «una lupa que, aplicada a las diferentes partes de un objeto, hace aún notar en él otras partes que no se percibían sin ella»,[25] y emprender el infinito trabajo del conocimiento del individuo. En este punto, se vuelve a encontrar el tema del retrato evocado más arriba, pero tratado en sentido inverso; el enfermo es el retrato encontrado de la enfermedad; es ella misma, dada con sombra y relieve, modulaciones, matices, profundidad; y la labor del médico cuando describa la enfermedad será devolver este espesor vivo: «Es menester dar los mismos achaques del enfermo, sus mismos sufrimientos, con sus mismos gestos, su misma actitud, sus mismos términos y sus mismas quejas.»[26]
Por el juego de la espacialización primaria, la medicina de las especies colocaba la enfermedad en una región de homologías en la cual el individuo no podía recibir estatuto positivo; en la espacialización secundaria, ésta exige en cambio una percepción aguda del individuo, libre de las estructuras médicas colectivas, libre de toda mirada de grupo y de la experiencia misma de hospital. Médico y enfermo están implicados en una proximidad cada vez mayor, y vinculados; el médico por una mirada que acecha, apoya cada vez más y penetra, el enfermo por el conjunto de las cualidades irremplazables y mudas que, en él, traicionan, es decir muestran y ocultan las hermosas formas ordenadas de la enfermedad. La mirada no es ya la paradójica luz que se borra a medida que descubre; es el vínculo sólido, el único soporte concreto, que permite a la verdad, pasando por una percepción singular, aparecer al fin.
Se llamará espacialización terciaria al conjunto de los gestos por los cuales la enfermedad, en una sociedad, está cercada, médicamente investida, aislada, repartida en regiones privilegiadas y cerradas, o distribuida a través de los medios de curación, preparados para ser favorables. Terciaria no quiere decir que se trate de una estructura derivada y menos esencial que las precedentes; supone un sistema de opciones en el cual va la manera en que un grupo, para protegerse, practica las exclusiones, establece las formas de la asistencia, reacciona a la miseria y al miedo de la muerte. Pero más que las demás formas de espacialización, ésta es el lugar de las dialécticas diversas: figuras heterogéneas, desplazamientos cronológicos, reivindicaciones y utopías, conciliación ilusoria de los incompatibles. En ella, todo un cuerpo de prácticas, sin unidad discursiva a menudo, compara las espacializaciones primaria y secundaria con las formas de un espacio social cuya génesis, estructura y leyes son de naturaleza diferente. Y no obstante, o más bien por esta misma razón, ella es el punto de origen de las dudas más radicales. Ha ocurrido que a partir de ella, toda la experiencia médica pesa y define para sus percepciones las dimensiones más concretas y un suelo nuevo.
En la medicina de las especies, la enfermedad tiene, por derecho de nacimiento, formas y estaciones ajenas al espacio de las sociedades. Hay una naturaleza «salvaje» de la enfermedad que es a la vez su verdadera naturaleza y su recorrido más prudente: sola, libre de intervención, sin artificio médico, deja aparecer las nervaduras ordenadas y casi vegetales de su esencia. Pero cuanto más complejo se vuelve el espacio social en que está situada, más se desnaturaliza. Antes de la civilización, los pueblos no tienen sino las enfermedades más simples y las más necesarias. Los campesinos y las gentes del pueblo permanecen aún cerca del cuadro nosológico fundamental; la simplicidad de su vida lo deja transparentarse en su orden razonable: entre ellos, nada de males de nervios variables, complejos, entremezclados, sino sólidas apoplejías, o francas crisis de manía.[27] A medida que nos elevamos en el orden de las condiciones, y que se cierra entorno a los individuos la red social, «la salud parece disminuir por grados»; las enfermedades se diversifican y se combinan: su número es grande ya «en el orden superior del burgués…; y es el más grande posible entre la gente de mundo».[28]
El hospital, como la civilización, es un lugar artificial en el cual la enfermedad trasplantada corre el riesgo de perder su rostro esencial. Allí encuentra en seguida una forma de complicaciones que los médicos llaman fiebres de las prisiones o de los hospitales: astenia muscular, lengua seca, saburral, rostro abotagado, piel pegajosa, diarrea digestiva, orina pálida, opresión de las vías respiratorias, muerte durante el octavo o el undécimo día, a más tardar el decimotercero.[29] De una manera más general, el contacto con los demás enfermos, en este jardín desordenado donde se entrecruzan las especies, altera la naturaleza propia de la enfermedad y la hace más difícilmente legible; y ¿cómo en esta necesaria proximidad «corregir el efluvio maligno que parte de todo el cuerpo de los enfermos, de los miembros gangrenados, de los huesos careados, de las úlceras contagiosas, de las fiebres pútridas»?[30] Y además, ¿se pueden borrar las desagrada bles impresiones que causan en un enfermo, arrancado a su familia, el espectáculo de estas casas que no son para muchos sino «el templo de la muerte»? Esta soledad poblada, esta desesperación perturban, con las reacciones sanas del organismo, el curso natural de la enfermedad; sería menester un médico de hospital ca paz «de esca par al peligro de la falsa experiencia que parece resultar de las enfermedades artificiales a las cuales él debe dar sus cuidados en los hospitales. En efecto, ninguna enfermedad de hospital es pura».[31]
El lugar natural de la enfermedad es el lugar natural de la vida, la familia: dulzura de los cuidados espontáneos, testimonio de afecto, deseo común de curación, todo entra en complicidad para ayudar a la naturaleza que lucha contra el mal, y dejar al mismo mal provenir a su verdad; el médico de hospital no ve sino enfermedades torcidas, alteradas, toda una teratología de lo patológico; el que atiende a domicilio «adquiere en poco tiempo una verdadera experiencia fundada en los fenómenos naturales de todas las especies de enfermedades».[32] La vocación de esta medicina a domicilio es necesariamente respetuosa: «Observar a los enfermos, ayudar a la naturaleza sin hacerle violencia y esperar confesando modestamente que faltan aún muchos conocimientos.»[33] De este modo se reanima, a propósito de la patología de las especies, el viejo debate entre la medicina que actúa y la medicina que espera.[34] Los nosólogos, necesariamente, son favorables a esta última, y uno de los últimos, Vitet, en una clasificación que abarca más de dos mil especies y que lleva el título de Médecine expectante, prescribe invariablemente la quina para ayudar a la naturaleza a realizar su movimiento natural.[35]
La medicina de las especies implica, por lo tanto, para la enfermedad una espacialización libre, sin región privilegiada, sin la sujeción al hospital, una especie de repartición espontánea en su lugar de nacimiento y de desarrollo que debe funcionar como el lugar paradójico y natural de su eliminación. Allá donde aparece, se considera, por el mismo movimiento, que debe desaparecer. No es preciso fijarla en un dominio clínicamente preparado, sino dejarla, en el sentido real del término, «vegetar» en su suelo de origen: la familia, espacio social concebido bajo su forma más natural, más primitiva, más moralmente sólida, a la vez replegado y enteramente transparente, allá donde la enfermedad no está entregada sino a sí misma. Ahora bien, esta estructura coincide exactamente con la manera en que se refleja en el pensamiento político el problema de la asistencia.
Crítica de las fundaciones de hospitales por Turgot y sus discípulos. Los bienes que los constituyen son inalienables: es la parte perpetua de los pobres. Pero la pobreza no es perpetua; las necesidades pueden cambiar, y la asistencia debiera llevarse a las provincias y a las ciudades que la necesitan. Esto no sería trasgredir, sino proseguir, por el contrario, bajo su forma verdadera la voluntad de los donadores; su «fin principal ha sido servir al público, socorrer al Estado; sin apartarse de la intención de los fundadores, y ateniéndose inclusive a sus perspectivas, se debe considerar como una masa común el total de todos los bienes destinados a los hospitales».[36] La fundación, singular e intangible, debe disolverse en el espacio de una asistencia generalizada, de la cual la sociedad es a la vez la única gerente y la beneficiaria indiferenciada. Por otra parte es un error económico apoyar la asistencia sobre una inmovilización del capital, es decir sobre un empobrecimiento de la nación que arrastra a su vez la necesidad de nuevas fundaciones: lo cual, llevado al límite, produce un sofocamiento de la actividad. No hace falta empalmar la asistencia, ni sobre la riqueza productiva (el capital), ni sobre la riqueza producida (la renta, que es siempre capitalizable), sino sobre el principio mismo que produce la riqueza: el trabajo.
Haciendo trabajar a los pobres se les ayudará sin empobrecer la nación.[37]
El enfermo indudablemente, no es capaz de trabajar; pero si se le coloca en el hospital, se convierte en una carga doble para la sociedad: la asistencia de la cual se beneficia sólo va a él, y su familia, dejada en el abandono, se encuentra expuesta a su vez a la miseria y a la enfermedad. El hospital, creador de la enfermedad por el dominio cerrado y pestilente que diseña, lo es una segunda vez en el espacio social donde está colocado. Esta división, destinada a proteger, comunica la enfermedad y la multiplica hasta el infinito. A la inversa, si ésta se deja en el campo libre de su nacimiento y de su desarrollo, jamás será más que ella misma: se extinguirá como apareció; y la asistencia que se le prestará a domicilio compensará la pobreza que provoca: los cuidados, asegurados espontáneamente por el ambiente, no costarán nada a nadie; y la subvención otorgada al enfermo aprovechará a la familia: «Es bien necesario que alguien coma la carne de la cual se habrá hecho un caldo; y al calentar su tisana, no cuesta más calentar también a sus niños.»[38] La cadena de la «enfermedad de las enfermedades», y la del empobrecimiento perpetuo de la pobreza se rompen de este modo, cuando se renuncia a crear para el enfermo un espacio diferenciado, distinto y destinado, de una manera ambigua pero torpe, a proteger la enfermedad y a preservar de la enfermedad.
Independientemente de los temas y de sus justificaciones, la estructura de pensamiento de los economistas y la de los médicos clasificadores coincide en sus líneas generales: el espacio en el cual la enfermedad se cumple, se aísla y se consuma, en un espacio absolutamente abierto, sin división, ni figura privilegiada o fija, reducida al único plano de las manifestaciones visibles: espacio homogéneo en el cual no se autoriza ninguna intervención más que la de una mirada que al posarse se borra, y de una asistencia cuyo valor está en el único efecto de una compensación transitoria: espacio, sin morfología propia, que no sea la de los parecidos percibidos de individuo a individuo, y de los cuidados aportados por un médico privado a un enfermo privado.
Pero así llevada a su término, la estructura se invierte. Una experiencia médica diluida en el espacio libre de una sociedad reducida a la figura única nodal y necesaria de la familia, ¿no está ligada a la estructura misma de la sociedad? ¿No implica, por la atención singular que da al individuo, una vigilancia generalizada cuya extensión coincide con el grupo en su conjunto? Sería menester concebir una medicina suficientemente ligada al Estado para que pudiera, de acuerdo con él, practicar una política constante, general, pero diferenciada, de la asistencia; la medicina se convierte en tarea nacional; y Menuret al principio de la Revolución soñaba con la atención gratuita asegurada por médicos que el gobierno desinteresaría entregándoles las rentas eclesiásticas.[39] Por el mismo hecho, sería preciso ejercer Un control sobre estos mismos médicos; sería preciso impedir los abusos, proscribir a los charlatanes, evitar, por la organización de una medicina sana y racional, que la atención a domicilio haga del enfermo una víctima y exponga su ambiente al contagio. La buena medicina deberá recibir del Estado testimonio de validez y protección legal; está en él «establecer que existe un verdadero arte de curar».[40] La medicina de la percepción individual, de la asistencia familiar, de la atención a domicilio, no puede encontrar apoyo sino en una estructura controlada colectivamente, en la cual está integrado el espacio social en su totalidad. Se entra en una forma nueva, y casi desconocida en el siglo XVIII, de espacialización institucional de la enfermedad. La medicina de las especies se perderá en ella.