CAPÍTULO 6
SONRIÓ NADA MÁS VERME, PERO AQUELLO NO AMINORÓ MIS TEMORES: una expresión amistosa no significaba nada en aquel prisma tan cambiante que era mi madre; si su intención hubiera sido matar a alguien, habría sonreído sin cesar mientras empuñaba el cuchillo y lo introducía en el cuerpo de su víctima. Le sostuve la mirada corno lo hubiera hecho un tembloroso conejillo ante un zorro, esperando que no me preguntase por qué había colocado de aquella manera el abrigo sobre el asiento. Por supuesto, aquel fue el primer sitio al que se dirigió, retirando de un manotazo la piel para poder sentarse. Cerré los ojos, temiendo que la máscara robada cayese al suelo, pero el bulto permaneció en su sitio, y mi madre ni siquiera se percató de ello. Pensé que me preguntaría por qué estaba todavía vestida, pero un par de segundos que cualquiera hubiera pasado en aquella alcoba azotada por el viento le habría servido para comprender por qué no me había quitado ni una sola de mis prendas.
Se sentó en el facistol, vestida con sus mejores galas, y miró a su alrededor. Una vez más, adquirió una tonalidad diferente. Parecía inquieta, y sus palabras brotaban con una vacilación que jamás le había conocido. Daba la impresión de estar verdaderamente afectada por las condiciones en las que su hija tenía que pasar los días.
—¡No hay ni una mísera cama! Ni cristales en la ventana. Yo no sabía... No podía sospechar... —Volvió hacia mí sus enormes ojos verdes, y, por primera vez, sus palabras se convirtieron en un ruego—. He venido a pedirte algo... —parecía luchar por encontrar las palabras adecuadas—. Déjame protegerte. Si intentas huir, si desobedeces, si intentas detener lo que ya está en marcha, aquellos a quienes estoy manteniendo lejos de ti volverán a perseguirte.
Con un escalofrío, supe que hablaba de Cyriax Melanchthon, el asesino leproso que servía a las órdenes de Lorenzo de Medici, y a quien había olvidado por completo durante mi estancia en Venecia. Por primera vez, pensé en el frío que debía hacer lejos del cobijo que me ofrecían los brazos de mi madre.
—Deseo que te cases —prosiguió—, y que seas feliz, y que tus hijos crezcan como la viña alrededor de tu mesa.
Su voz tembló ligeramente, y de pronto pareció mucho mayor.
No me acerqué a ella, ni siquiera hablé, pero, contra mi voluntad, tras la máscara de mi expresión pétrea me sentía conmovida por sus pérdidas, por todas las desgracias que habían recaído sobre sus hombros a causa de nuestra separación.
Se acercó un poco más.
—Te deseo lo mejor. En ese sentido, yo soy tu vera madre.
Mis brazos casi pugnaban por levantarse, por rodear su cuello, pero no lo hicieron.
Me besó entonces, y luego se marchó.
Por un momento me quedé inmóvil y estupefacta. Me resultaba asombroso que hubiera recordado el nombre con el que una vez la llamé. Sólo en una ocasión pronuncié aquellas palabras, vera madre, y fue al despertar junto a ella en una góndola, en Venecia; la frase le hizo reír. Nunca más volví a utilizarla, ni siquiera para mí misma: el sueño que había alimentado a lo largo de dieciséis años se había hecho pedazos, y la idea de que tenía una madre cálida y amorosa en alguna parte del mundo se vino abajo como el ídolo falso que en realidad era.
Cuando se marchó, escuché más pasos y de inmediato me puse en alerta. Era el cambio de guardia. No moví un solo músculo de mi cuerpo, pues, aunque mi madre jamás hubiera distinguido al hermano Guido entre un batallón de soldados, sin duda lo hubiera reconocido de cruzarse con él, sola, en un estrecho pasillo.
Pero no; nuestra breve entrevista debía de haberle afectado tanto como a mí, pues la guardia se marchó, ella se marchó, y el hermano Guido —cuyos pasos ya era capaz de reconocer a distancia— estaba otra vez ante mi puerta.
Titubeé cuando me disponía a recoger mi abrigo y mi máscara del suelo: supe que tan pronto se abriera la puerta y dejase mi cuarto, me estaría posicionando contra mi madre y los Siete. Por los siglos de los siglos, amén. Contra ejércitos, contra flotas navieras, contra la plata que albergaban las montañas, contra un asesino leproso que no se detendría hasta verme muerta.
Pero cuando la puerta se abrió, él sólo tuvo que hacerme la pregunta y yo supe que le seguiría hasta el fin del mundo, daba igual qué peligros nos aguardasen. Pues al menos los enfrentaríamos juntos.
—¿Preparada?
—Preparada.
Descendimos la escalinata de la torre como habíamos hecho la noche anterior. Supuse que otra vez utilizaríamos el paso elevado que conducía hasta Santa Maria delle Grazie, al estar cubierto, y que luego intentaríamos salir por las puertas de la ciudad antes del amanecer, aunque aún no sabía cómo.
—Es demasiado arriesgado —dijo el hermano Guido—. Por suerte, hay otro camino.
Rodeamos un pasaje diferente que se abría a la izquierda, alto y cavernoso, una suerte de callejón subterráneo.
—Vaya, incluso un regimiento podría pasar por aquí.
—Esa es la idea.
—¿A dónde da? ¿A otra iglesia?
—No. Lleva a la parte posterior de la fortaleza, a los terrenos de caza que se extienden por detrás del castillo.
—¿Y lejos de las puertas de la ciudad?
—Lejos de las puertas de la ciudad.
Antes de que pudiera concluir la frase, escuché un estruendo de pasos acompañado de unos gruñidos guturales. Como no podía ser de otro modo, el túnel estaba vigilado: me quedé de piedra, consciente de que nos habían descubierto, y esperé que el hermano Guido pudiera hablar lo bastante rápido como para sacarnos de esta. Dado el comportamiento de mi madre minutos atrás, sabía que ni siquiera ella podría protegerme si de nuevo infringía las normas.
—No te preocupes. Es nuestro transporte.
Doblamos una esquina y allí, negro como la noche y con un resplandeciente manto producido por la luz de las antorchas, se alzaba el gigantesco caballo que había visto montar a il Moro el día anterior.
—Mierda.
—Sí.
—Pero es...
—Lo sé.
—¿Y quieres que yo...?
—Sí. Yo lo montaré primero. Tú lo harás en la grupa. Los templarios montaron sus caballos en pareja durante muchos siglos. No te hará daño.
Los templarios me importaban tres cojones, fueran quienes fuesen, porque por mi parte jamás había montado a caballo en mi vida. Lo más cerca que estuve de hacerlo fue cuando cabalgué en poni desde Fiesole hasta Pisa con el hermano Guido, y no podía decirse que fuera ni parecido. Pese a mi reciente educación como noble, montar a caballo no se había contado entre mis lecciones; los venecianos no son gentes acostumbradas a montar, dado que los únicos caballos que hay en toda la ciudad son los cuatro de bronce que se alzan sobre la basílica.
Madonna.
El hermano Guido saltó ágilmente sobre aquella montaña negra, y luego me ayudó a subir a su grupa. El caballo permaneció inmóvil, lo cual me sorprendió, pues imaginé que se liaría a soltar coces.
—No te preocupes —dijo el hermano Guido, percibiendo mi miedo—. Está muy acostumbrado a la batalla y es firme como una roca. Pero eso sí, sujétate bien.
Apenas tuve tiempo de ceñirme a su cintura, pues enseguida clavó los talones en el cuerpo de la bestia y esta arrancó a trotar. Empecé a dar botes como un saco de patatas, hasta que cogí el ritmo, pero mis ancas iban a estar fuera de combate durante siete días con sus respectivas noches, eso podía jurarlo. Por lo visto, en la aristocrática educación que recibió el hermano Guido se contaba también la equitación, pues cabalgaba con un trote fluido, cambiaba el peso de su cuerpo para adaptarse al paso del animal y apenas apretaba las riendas. Pasamos como una exhalación por aquel pasillo iluminado con la luz de las antorchas, hasta que vi el último obstáculo que ofrecía el camino: dos guardias se interponían en la noche abierta que se derramaba más allá de los muros. Sin detenerse, el hermano Guido sacó una vez más la placa de arcilla en la que se dibujaba la serpiente.
—¡Abran paso, en el nombre de il Moro! ¡Debo llevar a la dogaressa a un lugar seguro!
Los guardias titubearon un momento, y luego separaron sus lanzas: tampoco tenían otra opción, pues aquel corcel negro como la noche no parecía entender de altos, y habría pasado por encima de ellos y hasta los habría arrastrado con nosotros si hubiera sido preciso.
Irrumpimos en la noche estrellada y cabalgamos a increíble velocidad a través del barco, cruzando los terrenos de caza como si nosotros fuéramos la presa.
Seguimos adelante sin mirar atrás durante al menos una hora, pues las campanas, ya remotas, entonaron su lamento justo cuando el terreno comenzaba a elevarse. El caballo, curtido en mil batallas y en plena forma, no ralentizó en ningún momento su paso, ni siquiera cuando alcanzamos la boscosa estribación de una colina en la que reptaba mansamente un arroyo de plata; allí, el hermano Guido se detuvo para que el caballo se abrevase en sus aguas. De un salto se dejó caer al suelo, y luego me tomó en sus brazos para bajarme con él, tras lo cual el animal inclinó la cabeza con un relincho agradecido. Volví la vista hacia la ciudad que acabábamos de abandonar; todavía no estábamos lo bastante lejos.
—¿A dónde nos dirigimos?
—¿Ahora mismo?
—No, quiero decir...
—Sé lo que quieres decir. Vamos a Génova, es la última ciudad.
—De acuerdo; pero en ese caso, ¿no deberíamos dirigirnos hacia el oeste?
Se volvió para mirarme con curiosidad.
—Porque, si te fijas —balbucí—, mira, esa estrella de allí es Polaris, o Estrella del Norte, y en la rosa náutica, bueno, significaría que nos estamos dirigiendo al norte por el noroeste.
Aquello le sorprendió sobremanera. Pero sonrió.
—Estás en lo cierto. Pero era preciso que abandonásemos la ciudad, pues sólo por el hecho de haber robado el caballo de il Moro ya podríamos darnos por muertos, aunque no mediasen ningunas otras infracciones. Ahora que parece que no hay peligro de que nos persigan, nos dirigiremos al oeste, siguiendo tus cálculos.
Nos sentamos codo con codo sobre el frío césped, y desde allí miramos hacia Milán. Sus murallas, plateadas por la luz de la luna, serpenteaban alrededor de la ciudad en una celosa lazada, dejando dentro a sus habitantes y al mundo fuera.
—Incluso parece una serpiente, ¿verdad? —le comenté a mi silencioso compañero.
—Sí. Nehushtan, o el báculo de Aarón, el cual...
Se detuvo, como si le hubiera caído un rayo encima. Contuvo la respiración.
—¿Qué?
—Dios mío...
—¿Qué?
—Sé lo que están tramando...
—¿Quiénes?
—¿Quiénes van a ser? Los Siete, por supuesto. Por María y todos los santos...
Estaba tan asombrado que había vuelto a utilizar sus expresiones de antaño.
—¿Podemos dejar las Escrituras de lado por un momento? ¿Qué es lo que están tramando?
—El báculo de Aarón... Al menos en ese punto estaba en lo cierto.
—¡Vamos!
—El báculo de Aarón se convirtió en una serpiente. Y en el Día del Juicio reptará otra vez hasta el valle de Josafat.
—Dije que podías dejar de lado las Escrituras.
—Pero es que esa es la cuestión. En Joel, capítulo 3, versículo 2, se dice: «Juntaré una por una todas las naciones, y las llevaré hasta el valle de Josafat». ¡Juntaré una por una todas las naciones!
—Perdona, pero me he perdido.
Me tomó por los hombros y clavó en mí sus increíbles ojos.
—¿Recuerdas cuando nos encontrábamos en el Panteón de Roma, justo antes del eclipse, y contemplábamos sus suelos de mármol? El mármol procedía de todos los puntos del Imperio romano, y con él habían construido aquel suelo. Le dije a don Ferrante que aquello era la reafirmación de un imperio escrito con mármol.
—¿Y?
—Y esto, esto —dijo, y sin mediar palabra metió la mano en mi corpiño y sacó el cartone, para blandido ante mi cara—, esto, La primavera, es la reafirmación de un imperio escrito en óleo.
—Sigo sin pillarlo.
—Lorenzo y los Siete planean construir un imperio, igual que hicieron los romanos. Planean volver a ese tiempo en que nuestra península era una única nación que gobernaba el mundo de este a oeste. Juntaré una por una todas las naciones. Tienen un ejército, una flota, una fuente inagotable de fondos... Su plan es invadir la península y unificar sus ciudades estado para construir una nueva Italia.
—¡Eso era!
La palabra me deslumbró como un rayo de sol.
—¿Qué?
Era ahora el turno de que el hermano Guido se mostrase confuso.
Casi tartamudeé al pronunciar aquellas palabras:
—El ángel de plata. La moneda que encontré en la mina de Bolzano. La que se me cayó en el carruaje mientras dormía y mi madre encontró entre los pliegues de mi falda. En uno de sus lados... El Sol invictus y Lorenzo aparecían en una cara. Y en la otra una palabra: Italia.
—Ahí está. Escrito en plata. El metal de Judas sirve ahora a los intereses de siete apestosos traidores. —Sacudió la cabeza, y luego preguntó, impaciente—: ¿En qué fecha estamos?
Aquel repentino cambio de tema me desconcertó, pero intenté responder con la mayor precisión que pude.
—Salí de Venecia a comienzos de marzo, pero luego estuvimos en Bolzano, y después viajamos hasta aquí, así que... estamos a mediados de marzo, diría yo.
—Justamente. Los idus de marzo.
—Pero no lo sé con exactitud, ¿eh?
—Por mi parte, yo creo que sí lo sé. No nos queda demasiado tiempo.
Tomó las riendas y de un salto montó el corcel, arrastrándome a su grupa con mucha menos ceremonia que antes. Aguijó de tal modo al pobre animal que este salió disparado hacia la arboleda: las estrellas giraban sobre nuestras cabezas como un planisferio, y el viento silbaba en mis oídos. Tuve que gritar la pregunta para evitar que Céfiro se la llevase con él.
—¿Demasiado tiempo para qué?
—Para el vigésimo primer día de marzo. Es el nuevo año para los florentinos, y el de un nuevo imperio para los Medici. —Volvió la cabeza para que le pudiera oír—. Antes del primer día de primavera.