CAPÍTULO 3

CON ESTE PROPÓSITO, COMENCÉ A PRESTAR UNA MAYOR ATENCIÓN a las lecciones del signor Cristóforo. Quería aprender tanto como fuera posible del stato del mar, pues sabía que la única manera de abandonar aquel roquedal era cruzando el mar. Y debo reconocer que las enseñanzas del genovés, además, eran ciertamente de mi agrado. Era más hija del mar de lo que pensaba, pues sus relatos sobre grandes viajes y lejanas tierras me tenían embrujada. Sólo en aquellos momentos casi podía olvidar el enorme hueco que la pérdida del hermano Guido había dejado en mi vida, como una bala de cañón en el castillo de proa. Yo era un barco en ruinas que trataba a duras penas de llegar a la costa; era una sirena maldita que se ahogaba un poco más cada día. «Aguanta, amor mío», decía para mí. «Zarparé en tu busca, en cuanto vuelvan las mareas de la primavera».

Al menos, no había la menor posibilidad de que el tutor genovés pudiera siquiera reemplazar a mi pobre amigo en mis afectos. Mi madre, conociendo mi historia, había elegido un tutor lo bastante feo como para que ni yo tuviera ganas de follármelo. De hecho, no había la menor posibilidad de echar el más triste polvo con el signor Cristóforo, pues mis ganas de tener sexo habían quedado reducidas a su mínima expresión, e incluso aunque no hubiera sido así, yo mantenía tres prejuicios hacia su persona.

Prima obiezione: una mata de pelo rojo cubría su cabeza.

Seconda obiezione: su nariz era tan bulbosa como un tubérculo.

Terza obiezione: su vientre era tan gordo que rebosaba por todas partes.

Pero desde la primera vez que lo vi, supe que era más inteligente que ningún hombre que hubiera conocido, salvo uno.

Siempre dábamos la lección diaria en el mismo lugar, la sala delle Mappe, un gran salón situado en los pisos superiores del palacio de mi padre en el cual las paredes se hallaban cubiertas de mapas y cartas náuticas dibujadas por los mejores artistas de Venecia. Los viajes eran trazados mediante amplias líneas, los vientos eran descritos como dioses barbudos que hinchaban sus mejillas y soplaban desde cada esquina. Brújulas con sus extremos acabados en punta se repartían por los cuatro rincones, semejantes a una fruta extraña, mientras unos monstruos fabulosos asomaban la cabeza por aquellos mares ondulantes, abriendo las fauces hacia barcos esquivos que surcaban el agua a toda vela.

El signor Cristóforo, pese a su apariencia poco favorecedora, era extremadamente amistoso, y en cuanto empecé a comprender su inextricable habla de marinero, descubrí que además era un individuo divertido y ameno; en definitiva, una compañía excelente que mostraba una pasión desbordante por las materias que impartía. Una vez más, pude comprobar que los apetitos carnales del hombre podían verse suprimidos por una pasión genuina. Botticelli, un genio de su tiempo, diría yo, no había pensado en mí como una mujer, sino más bien como si fuera un cuenco de frutas que debía pintar. Y aquí estaba aquel extraño hombrecillo, no mucho mayor que yo, que miraba a los ojos del viento más que a los míos propios, y que hubiera preferido mirar la luna de una brújula más que a mi propio rostro, y que mostraba más interés hacia las líneas equinocciales que a las tenues venillas azules que recorrían mi escote.

En aquel momento yo ya conocía una pequeña parte de los misterios del lugar en el que vivía; la propia ciudad, en un milagro realmente único de geografía, era la puerta de entrada al mar Negro, y a todas las rutas comerciales que recorrían esa parte del mundo hasta Constantinopla. Por boca del signor Cristóforo conocí la rivalidad entre Venecia y Génova por hacerse con el dominio de aquellas rutas, pues parecía que su ciudad era el único puerto que podía equipararse a la supremacía marítima de Venecia. Me habló de su intensa competición en lo relativo a crear cartas náuticas, aquella alocada carrera por cifrar el mundo en un mapa o construir naves más grandes y mejores, todo lo cual indicaba que nuestra península gobernaba los mares tanto al oeste como al este. Aprendí de él las principales unidades de medición: brazas, leguas y latitudes; aquí me hizo reír, pues aseguraba que la curvatura del horizonte en el mar le hacía creer sin temor a las dudas que el mundo era redondo como una manzana, y no liso como una frittata (ya he dicho que el hombre no carecía de humor). También aprendí de él que uno de los más antiguos y también mejor perfilados mapas había sido creado precisamente allí, en Venecia, por un sacerdote llamado fray Mauro. El signor Cristóforo me hizo cruzar la laguna hasta la isla de San Michele, pues teníamos un permiso especial para entrar al monasterio y ver aquel portento. Al poner mi vista en su enjambre de líneas y divisiones, con los países de nuestro mundo resaltados en oro sobre un inmenso disco azul, me sorprendí al ver lo pequeña que era nuestra península, y, con todo, cuan poderosa. Cuando regresamos, atravesando de nuevo la laguna —aquel día, sus aguas de color jade estaban inquietas—, constaté por vez primera las habilidades del signor Cristóforo en las artes marinas. Me recliné en los almohadones, saboreando la espuma que el mar espolvoreaba en mis labios, salada como el semen de un hombre, y me relajé. No iba yo a inclinarme sobre la borda y a echar la pota como le sucedía a Marta, esa inevitable sombra que me acompañaba a todas partes. Observaba a aquella bruja traidora echar las tripas por la boca con no poco placer. Pues yo había pasado por algo peor que aquello en el estrecho de Nápoles, en un barco naufragado donde casi había muerto ahogada. Miré a mi tutor, tan competente al timón, con sus pálidos ojos estrechados para mirar el cielo, observando el horizonte y lo que se extendía tras él, y me pregunté qué diría si supiese que yo había tenido más práctica en el mar de la que él imaginaba. Pero el tutor se afanaba en advertirme de los peligros de la marea, o acqua alta, que asolaba la ciudad cada primavera y otoño. Y fue el signor Cristóforo quien me brindó, cuando por fin llegamos a salvo a la ensenada de San Marco, sobre la cual se cernía mi nívea prisión, la más valiosa información que jamás me había enseñado. Al tiempo que maldecía a los ignorantes excursionistas que congestionaban las vías de agua, se quejó de que en siete días aquello sería diez veces peor, pues cada góndola y cada traghetto de la ciudad surcaría el Gran Canal en los festejos del Carnaval. En aquel momento, en la ciudad tenía lugar una gran celebración antes de que comenzaran las privaciones de Cuaresma; catorce días con sus noches de alcohol, libertinaje y regatas en el Gran Canal. Y si algo lo agravaba, me dijo el signor Cristóforo, era que durante el Carnaval todo el mundo iba y venía oculto tras sus máscaras y disfrazado con las galas más extrañas, y picado por las pulgas, de modo que los marinos sin experiencia quedaban imposibilitados para desempeñar sus trabajos al estar borrachos y tener los ojos oscurecidos por las máscaras, y sus miembros impedidos por disfraces que pesaban más de lo que valían. Cada año se ahogaban unos cuantos juerguistas, me contó; pero, concluyó con la sequedad que era una constante de su sentido del humor, a él no le parecían bastantes. Me imaginé a aquellos infortunados cayendo de donde se encontrasen para ser arrastrados al fondo del río por sus pesadas prendas de terciopelo y brocados. Pensé furtivamente en aquellos esqueletos bien vestidos que danzaban allá abajo, anclados al lecho del río por zapatos de relumbrón, tiesos, bailando eternamente una aterradora danza, en su propio carnaval de los muertos, sólo que el suyo tenía lugar bajo el agua. Fue entonces cuando tomé mi decisión.

Despaché a Marta tan pronto como llegué a mi habitación. Por más espía y herramienta de mi madre que fuese, también era bastante perezosa, y no tardó en marcharse, tranquilizada por el hecho de verme una vez más a buen recaudo en mi dormitorio. Debía estar sola para pensar. Calculé los meses que llevaba en el palacio, pues el largo invierno ya tocaba a su fin. Mi corazón se había vuelto tan frío como un témpano en aquel palacio de nieve, pero comenzaba a sentir su deshielo. Quedaba algo de lo que le daba vida, un pequeño rubí de carne en mi interior que ardía como un delicado carbón. Esa diminuta almendra había florecido y crecía junto con el comienzo de una idea que extendía su calor por todo mi cuerpo y ardía en mis mejillas. Supe al momento que la época del Carnaval, de las máscaras, de la confusión, del fingimiento y el engaño, de constantes viajes de placer que pocos dejaban traslucir, sería la fecha adecuada para abandonar aquel lugar. Planeé salir de la ciudad tal y como lo había hecho dieciséis años atrás; por barco hasta Mestre, y luego en algún carro tirado por caballos hasta Florencia, donde buscaría a la persona sin la cual no podía soportar mi existencia.

Sabía que necesitaba ayuda, y que sólo podría obtenerla de mi tutor, pues él era lo más próximo a un amigo que tenía allí; los demás criados de aquel lugar, e incluso mi padre, estaban influidos por mi madre y totalmente subyugados por ella. También sabía que pondría al signor Cristóforo en un gran peligro si le refería mis planes; pero, con todo, no podía pensar en la seguridad de nadie salvo la del hermano Guido. Necesitaba que un barquero me sacase de Venecia, el mes de febrero ya se nos echaba encima, y estaba segura de que el signor Cristóforo sabía de cada embarcación que zarparía al mar desde nuestra ciudad. Decidí abordar aquel problema en nuestra siguiente lección. El día señalado no pude romper mi ayuno, y envié a la doncella que se encargaba de mis comidas a la cocina con la bandeja intacta. Apenas pude permanecer quieta mientras me vestían: precisamente me habían engalanado con un vestido con enaguas azules como el mar, con mangas níveas que asomaban por el sobretodo con la blancura de los corceles que coronan las olas. Me retorcí, gemí y maldije mientras Marta, el sapo, ataba mi corpiño, y no paré de moverme cuando la doncella mora alisó mi cabello con aceite de oliva y lo rizó ayudándose de un atizador al rojo vivo para adornarlo de tirabuzones, en cuyas circunvoluciones introdujo zafiros y ópalos. Apenas me miré al espejo para ver mi nuevo rostro de sirena, pues ya casi podía saborear mi libertad: en aquel momento ardía en deseos de marcharme de allí, y de hecho no hubiera podido soportar otro día más en aquel lugar. Pues, tras todos esos meses de invierno en que había estado hibernando, estúpida como un oso, ahora sentía una insoportable impaciencia, como si el juicio del hermano Guido fuera a acontecer al día siguiente. Había escrito diez, veinte veces al hermano Nicodemus en busca de nuevas noticias, pero aquella catarata de misivas no obtuvo sino una solitaria respuesta: el hermano Guido aún se pudría en la cárcel de Bargello a la espera del juicio, que tendría lugar el Miércoles de Ceniza.

Y el Miércoles de Ceniza era en febrero, justo tras el Carnaval.

¿Y si llegaba tarde?

Casi puede decirse que corrí por los pasillos para llegar cuanto antes a la Sala delle Mappe. El signor Cristóforo ya me aguardaba allí, pues mi aseo había sido terriblemente largo aquel día. Se levantó al verme entrar, pero, como siempre, no pareció importarle un ardite mi laborioso arreglo.

Signorina Mocenigo —saludó con un cortés asentimiento de cabeza.

Se sentó al mismo tiempo que yo ante la gran mesa de roble y desenrolló un pergamino amarillo, que aplanó ayudándose de un astrolabio y un calibrador colocados a cada extremo. Sentí una punzada en el corazón al recordar las numerosas veces que el hermano Guido y yo habíamos desenrollado el cartone de La primavera, como preludio a alguna discusión sobre una de sus figuras centrales.

—La lección de hoy tratará sobre lo que quizá sea la herramienta más importante con la que puede contar un marino —prosiguió en su impenetrable acento genovés.

Me retorcía de impaciencia, y ni siquiera miraba al papel que había ante mí.

Signor Cristóforo...

—La brújula.

Me detuve. Aquello parecía útil.

—Gracias a este artefacto, diseñado por los más elevados hombres de ciencia, es posible conocer con exactitud en qué parte del mar nos encontramos, sea de día o de noche, con tormenta o sin ella.

«Sea de día o de noche...» Mañana, si los hados me eran propicios, abandonaría aquella ciudad en barco, y precisamente por la noche. Comencé a escuchar, y a mirar. Ante mí, grabado pulcramente en el papel, había una brújula de varias puntas, con una dirección escrita en cada uno de sus extremos. Parecía una flor extremadamente rara, y de hecho había una rosa en el centro de sus diversas puntas, como el eje de un timón.

—Mira —indicó el signor Cristóforo estirando un tosco y rollizo dedo—, a esta figura se la conoce como la rosa náutica, llamada así porque las direcciones cardinales parecen pétalos que dan a este útil un aspecto floral. Aquí podemos ver las ya conocidas direcciones de los cuatro vientos: el norte en lo alto, el sur abajo, el oeste a nuestra izquierda y el este a la derecha.

Bueno, de momento era fácil.

—¿Pero y las otras que hay entre medias?

—Esas otras direcciones señalan las divisiones entre los vientos: por ejemplo, entre el norte y el este se encuentran las siguientes direcciones: norte, norte por el este, noroeste este, noreste por el norte, noreste, noreste por el este, este noreste, este por el norte, este. ¿Ves?

No, pensé.

—Sí.

—Lo mismo sucede entre el este y el sur, y así sucesivamente en cualquier sentido, hasta llegar al norte. En la antigüedad, los romanos se bastaban con doce divisio a intervalos de treinta grados, lo cual era una práctica ciertamente peligrosa. Ahora tenemos la división completa de treinta y dos partes, y esto, unido al referente de los grados (que no son otra cosa sino la subdivisión entre cada punto), nos permite saber con gran exactitud nuestra posición en el mar, un método conocido por el nombre de «navegación por estima». Mi hermano y yo —prosiguió con expresión tímida— reprodujimos esta brújula en la tienda de mapas que tenemos en Génova, emplazada en el viejo embarcadero.

Al decir aquello parecía haber abandonado la sala para retornar a su hogar; pude ver en sus ojos la nostalgia que sentía por su ciudad, y en su voz un rastro tanto de orgullo como de añoranza.

Me volví menos arisca con él, ahora que sabía que también a él le faltaba un pedacito de corazón.

—¿Fue tu hermano quien te enseñó a amar el mar?

—Sí, él y mi suegro.

—¿Estás casado?

Me encontraba demasiado sorprendida como para ocultar la sorpresa que traslucía mi voz. Tipos tanto o más feos que él se casaban a montones, pero por lo general contaban con una fortuna que les daba un mejor aspecto. Pero tutores jóvenes y poco favorecidos, con escaso dinero y aún más escasas posibilidades de futuro... como poco, era sorprendente. Quizá las cosas funcionaban de otra manera en Génova.

—Sí, con una dama llamada Filipa, que vive en las Azores. —No sabía dónde se encontraba aquel lugar, y aún sigo sin saberlo—. Tengo también un hijo, que ha nacido hace poco, pero a quien todavía no he visto. Se llama Diego. —Por un momento sus ojos se tornaron vidriosos, húmedos de lágrimas, y aquello me produjo un inesperado dolor: había estado tan preocupada por mis propios problemas que ni siquiera me había parado a preguntar qué razones había para que un hombre tan joven estuviera tan lejos de su familia—. Pero bueno —dijo, recobrándose al punto, y siguiendo con la tarea que se le había encomendado—. ¿Me permites que compruebe si puedes recordar las direcciones que se extienden entre el norte y el este?

Mierda. Tenía la mente en cualquier sitio menos en mis lecciones, pero mi tutor no se daba ni cuenta de ello. Levantó el astrolabio y el dibujo de la rosa náutica se cerró con un ruido seco, dejándome ciega. Recordaba el norte y poco más, pero, con amable insistencia, el marino me ayudó a desentrañar el resto de direcciones. No era tan complicado una vez habías completado un cuarto, pues lo demás era una mera repetición, así que terminé de recitar los puntos cardinales hasta llegar, triunfante, otra vez al norte.

—¡Norte, noroeste, norte por oeste, norte!

—¡Muy bien! —exclamó el signor Cristóforo, aplaudiendo con sus manos resecas—. Has cerrado la brújula.

—¿Qué dices que he hecho?

—Has nombrado los treinta y dos puntos de la rosa náutica, lo que llamamos «cerrar la brújula», una parte esencial de la educación de todo buen marino que se precie. —Me miró como un padre orgulloso, y recordé a alguien más que también me había mirado de aquella forma—. Y ahora pasemos a la otra parte del puzle: los vientos —añadió, desenrollando otra carta náutica y anclando sus esquinas a la mesa.

—Esta es la rosa de los vientos, mucho más antigua que la rosa náutica, y empleada desde las épocas más remotas. Mientras que la brújula emplea los medios más novedosos de que dispone la ciencia, la rosa de los vientos tiene un origen mucho más clásico, pues descansa en mitos y leyendas antiguas, además de supersticiones marinas. Por curioso que parezca, ambas son igual de seguras, y uno puede confiar en ellas sin temor. Los corceles del viento, como se les conocen, son los cuatro caballos del éter: norte, sur, este y oeste. Los clásicos los conocían como Bóreas al norte, Eurus al este, Notus al sur y Céfiro al oeste. La rosa de los vientos sigue siendo utilizada en el Mediterráneo, y dado nuestro dominio de estas aguas, los marinos hemos nombrado dichas direcciones en dialectos más modernos. Así, el norte se conoce como «tramontana», que significa «más allá de las montañas», y por lo general se representa, como aquí ves, por una flor de lis. El este, procedente del Levante, tiene como representación una cruz de Malta, dado que es allí donde se encuentra la ciudad santa de Jerusalén. Verás que las otras siete direcciones, o «rumbos», como también se las conoce, reciben su nombre de las lenguas modernas: después de Tramontana encontramos Greco, Levante, Siroco, Ostro para el viento sur, Africus, Poniente para el oeste, Maestro, y vuelta a Tramontana.

Había dejado de escucharle, así que sólo podía esperar que no probase mis conocimientos en esta materia. Estaba segura de que quien fuera a llevarme hacia Mestre sabría todo esto, y no preguntaría a su noble pasajero para servirse de ayuda.

—Empleando los vientos y los puntos cardinales como guía, los marinos modernos han logrado descubrir lo ignoto. La rosa de los vientos y la rosa náutica, esas dos figuras tan sencillas que ves aquí, han permitido que Venecia sea el stato del mar par excellence. Supongo que habrás oído hablar de Marco Polo, ¿verdad?

Algo había oído, a través de mi madre, pero no quería saber nada más, así que me limité a asentir. Pero el signor Cristóforo, como el hermano Guido, siempre se daba la maña en saber cuándo estaba mintiendo.

—Volvió a casa después de haber pasado un cuarto de siglo viajando por el este, hasta el remoto Pekín. Su familia ya no lo reconocía, vestido como iba con el atuendo de los tártaros. Entonces abrió su túnica y empezaron a manar de su interior diamantes y toda clase de piedras preciosas. Escribió minuciosamente sobre sus viajes durante el resto de su vida, pero incluso en su lecho de muerte se lamentaba de no haber escrito siquiera la mitad de lo que había visto.

Reprimí un bostezo, pues, como bien recordaréis, no había dormido nada. Aunque me gustaba la idea de aquella ilimitada cantidad de joyas.

—Eso fue un punto de partida. Pero, con todo, hay muchas más cosas allende los mares que otros estados podrían reclamar como suyas. Muchas más —dijo, con expresión soñadora—. Yo mismo estoy aquí, en tu ciudad, para conseguir dinero que me permita emprender esa expedición.

—¿De veras?

Sentí que estaba próxima a averiguar por qué había aceptado aquel humilde puesto en la casa de mi padre para enseñar a una chica ignorante, lejos de aquellos que le amaban.

—Oh, sí. Confío en que tu padre financie el proyecto. Algún día, los hombres viajarán más allá de los límites de los mapas.

A mí me bastaba con navegar hasta Mestre, sin más. Y para mí se habrían acabado los viajes si volvía a ver al hermano Guido otra vez. Pensé que era mejor si le formulaba una pregunta, para que mi tutor no creyese que sus lecciones me importaban un comino, pero hice que sirviese a mis propios propósitos.

—¿Y qué viento es el que tenemos en estos momentos?

—El Céfiro, el viento del oeste —sonrió—. Aquí es donde la mitología reina sobre la ciencia. Los antiguos creían que el viento Céfiro, hermano del viento norte Bóreas, se enamoró de Cloris. Esta ninfa se transformó en Flora, a quien relacionamos con las flores de la primavera.

No dije nada, pues no tenía fuerzas para explicarle que sabía más de Flora y de Cloris de lo que me hubiera gustado.

—Céfiro forzó a Cloris, y el resultado fueron Xantus y Brutus, unos caballos que posteriormente pasarían a manos de Aquiles. De ahí que se utilice el término «corceles» para hablar de los vientos.

Recordé de pronto que el hermano Guido había llamado en cierta ocasión a la figura azul de La primavera Céfiro, y ahora supe por qué. Estaba a punto de violar a Cloris, mi querida madre, que después se convertiría en Flora, es decir, en mí, para buscar ayuda. Lancé un bufido por la nariz. Antes muerta que ayudarla en nada. Los cuatro vientos podrían violar a mi madre, uno a uno, por el mismísimo culo, que me daba igual. Como poco, la sujetaría para que pudieran hacerlo a su gusto.

—Pero me estoy desviando del tema.

(Y yo también).

—En puridad, el viento que prevalece a mediados de febrero es el Céfiro. Es el que trae la primavera, la cual llegará en un mes.

No podía seguir escuchando más: supuse después que debía de haber sido la alusión a febrero, el mes en que caía el Miércoles de Ceniza y en que se celebraría el juicio, lo que me había traído el recuerdo del hermano Guido a la mente, y de un modo tan doloroso que hasta sentí estremecerse mi corazón. Vale, sé que después de haber sido testigos de mis lecciones con el signor Cristóforo me juzgaréis de la peor manera. Putilla estúpida, diréis de mí. Con tantas pistas como le habían dado aquel día... ¿Por qué no se limitó a escuchar? ¿Por qué mostraba aquella absurda ceguera? Pero debéis entender que en aquel momento sólo tenía una idea en la cabeza. No me di cuenta de que me habían formulado una pregunta, que se había abierto una puerta, que se había levantado el velo sobre uno de los enigmas. Aferré el brazo del signor Cristóforo, y aunque era la primera vez que lo no fue desde luego con una caricia amable. Se detuvo en seco, sorprendido.

—Necesito que me ayudes —rogué, volcando cuanto ardía dentro de mí en la mirada que clavé en sus ojos—. Alguien a quien amo está en problemas. Alguien por quien haría cualquier cosa para ayudarle. —Tomé aliento, y di a mis siguientes palabras todo el énfasis que me fue posible—. Es mi Filipa. Mi Diego.

Me miró durante un largo rato. Luego suspiró.

—¿Qué quieres que haga?