CAPÍTULO 7

ME DESPERTÉ COMO DE UNA PESADILLA, INTRANQUILA Y ESPERANZADA. El sol brillaba en mi ventana, haciendo que los horrores del día anterior recularan por un instante, hasta que mi memoria los devolvió al primer plano. Me incorporé y estiré los brazos; mi cuerpo sentía hambre y sed, esperando una ayuda, deseando vivir. Marta llegó con mi desayuno y lo devoré igual que un lobo, sin saber qué otra cosa podía hacer. Junto con aquella comida, la sirvienta me había traído un ropaje magnífico, engalanado de arriba abajo por un manto de plumas de pavo real, con una máscara a juego. Contemplé asombrada aquel increíble atuendo, sin comprender nada.

—El Carnaval —se limitó a responder.

Madonna. Me había olvidado.

Me vestí sin pronunciar palabra, entumecida como un recién nacido, sin fuerzas ni voluntad. Sería nuevamente la hija de mi madre, pues ya no veía el modo de escapar, ni albergaba esperanzas en ver de nuevo al hermano Guido. No importaba pues lo que hiciese.

A la hora prima mi madre me llamó para reunirme con ella, y al encontrarnos me besó en la misma mejilla en la que me había besado la noche anterior; acto seguido, me miró con indisimulable orgullo al verme en aquel atuendo. Por su parte, mi madre estaba embozada en un vestido de plumas blancas, y había cambiado su máscara del león por un semblante de cisne que se puso tan pronto como salimos del palacio. Mi padre se reunió con nosotras en la escalinata de los Gigantes, donde yo me había despedido del signor Cristóforo, vestido con su corno y su atuendo ceremonial. No me saludó; era de suponer que se habría enterado de mi intento de fuga, aunque lo cierto es que aquello tampoco significaba gran cosa, pues nunca me saludaba. Me pregunté cuánto sabría de mis movimientos cuando le tendió la mano a mi madre y ella, a su vez, colocó la suya sobre la de él.

Mientras avanzábamos con el séquito ducal por la plaza de San Marco, las palomas, a nuestro paso, levantaban el vuelo en una nube de humo. Venecia era un auténtico zoológico: ciudadanos vestidos como cotorras y leones retozando con tigres y monos, cortesanas con sus rostros cubiertos pero dejando al aire sus pechos... Algunos vendedores ambulantes vendían máscaras y copas de vino, en tanto los artistas de circo caminaban sobre unos zancos o hacían peligrosos malabares con fuego. Por aquí y por allí, algunos actores entonaban versos pícaros desde sus grotescas y lascivas máscaras. El sol brillaba con la autoridad de siempre, pero el aire era gélido. Mi aliento se deshilachaba en penachos de humo, si bien sentía que la frente me ardía. Ignoraba a dónde nos dirigíamos, aunque tampoco me importaba. Caminaba varios pasos por detrás de mi madre, mientras ella me hablaba incesantemente por encima del hombro acerca de las cosas que nos disponíamos a ver, pero lo hacía de un modo tan dulce y lleno de interés que acabé por preguntarme si mi pobre cerebro no habría inventado los sucesos del día anterior. Aquella mujer era una auténtica veleta, que cambiaba con el tiempo. Ayer, tormenta y oscuridad; hoy, sol candente.

Por lo visto, caminábamos por la plaza para que la gente nos viera, y luego embarcaríamos en el Bucintoro, en el muelle de San Zacarías, para llevar a cabo uno de los rituales más importantes del festival: los esponsales del mar. Mi padre trasladaría su barcaza hasta el centro de la laguna, y una vez allí arrojaría un valiosísimo anillo al mar para atraer a la ciudad sus favores a lo largo de los siguientes doce meses. Casi reí al enterarme de aquello: el muelle de San Zacarías iba a ser el lugar donde me encontraría con Bonaccorso Nivola.

El clima, sin embargo, tenía otros planes. Quizá Dios, si es que lo había, se había encolerizado al ver el destino de aquel pobre marino, pues el cielo se oscureció en un abrir y cerrar de ojos, y desde las ceñudas montañas que se alzaban en la distancia llegó el estrépito de los truenos. La lluvia caía con saña desde el cielo, provocando que el gentío se dispersase bajo las columnatas, mientras los rayos cortaban en azul y plata el horizonte. Las cortesanas gritaban y corrían de un lado a otro, levantándose las faldas y mostrando al mundo sus piernas peludas, aunque probablemente llamaban más la atención los botes que les daban las tetas al correr. Las plumas y las pieles quedaron deslucidas por el agua, los disfraces desangraban sus tinturas baratas en el enlosado, conformando un arcoíris pobre, sucio. Todo el mundo se refugió bajo las logias que se repartían alrededor de la plaza, hablando y riendo de puro miedo. En resumen, me quedé sola, cegada por la lluvia, con una tenue sonrisa curvando mis labios: ¡al carajo los venecianos y su Carnaval! Abrí los ojos al cielo, deseando que me cayese un rayo, con la esperanza de que mi cabello empapado tuviera aún oro suficiente para tentar a sus saetas. Como en respuesta a mis oraciones, me vi cegada una vez más cuando el cielo abrió sus poternas de par en par; sin embargo, el ansiado rayo no me golpeó, sino que sirvió para iluminar algo que había visto todos los días sin que en realidad hubiera reparado en ello.

Ante la gran cúpula de la basílica, en lo más alto de una plataforma dorada que descollaba sobre la gran puerta, se alzaban cuatro caballos de bronce, bañados en fuego, con los nobles cuellos arqueados, los belfos festoneados de espuma y las piernas delanteras en ademán de patear el suelo. Allí, sobre la ciudad, conformaban un aterrador cuarteto. Muchos años después, mi marido me contaría que, de hecho, fueron robados del hipódromo de Constantinopla, y que esa era la única cuadriga que quedaba del mundo romano, y un símbolo del poder secular de Venecia. Pero me estoy adelantando, aquello tendría lugar mucho tiempo después, tras mi matrimonio; en este punto ni siquiera me había reencontrado con mi marido (por supuesto, ya me había encontrado con él en más de una ocasión a lo largo de mi historia). Aquel día, sin embargo, creí saber lo que aquellos caballos significaban, sin precisar para ello de instrucción alguna. Significaban que el Apocalipsis había llegado a Venecia. Y a mí me importaba una mierda.

Y, con todo, en aquel mismo instante en que el mundo se estaba acabando sin que a mí me importase lo más mínimo, por alguna extraña razón, mi cerebro decidió compensar mis idioteces del día anterior. De pronto, las piezas se ordenaron por sí mismas: en tanto los cuatro vientos me azotaban desde todos los puntos de la brújula, en tanto mis zapatos se llenaban de agua y la gran plaza comenzaba a inundarse, en tanto seguía allí sola, zarandeada como un barco maldito en pleno mar, al fin me di cuenta de qué era lo que me habían enseñado. La lluvia baqueteaba mi cabeza y, como si hubieran llegado junto con las gotas, tres pensamientos brotaron de pronto en mi cerebro.

Prima convinzione: Flora tenía treinta y dos rosas en su falda. Había treinta y dos puntos en la rosa náutica. La clave estaba en la brújula.

Seconda convinzione: había cuatro vientos en la rosa del mismo nombre, y ante mí se alzaban cuatro caballos. Los caballos del viento eran los hijos de Cloris.

Terza convinzione: Céfiro, el viento del oeste, había violado a Cloris. Cloris, la amante del viento. Cloris, mi madre. Cloris, que era Venecia.

Supe, en un relampagazo de luz, como si el venablo del rayo hubiera encendido finalmente los rincones más oscuros de mi cerebro, que fuera cual fuese el secreto que ocultaba la ciudad, este se hallaba en el caballo que se erguía en el extremo izquierdo, el caballo oeste, el caballo de Poniente. El caballo Céfiro.

Sentí entonces un fuerte tirón en mi manga. Marta, mi cruz, había venido por mí y me llevaba hacia las galerías de una enorme basílica, donde el grupo ducal, envuelto en vapor, parecía deshacerse en gotas de agua. Allá afuera la tormenta crecía en intensidad, y la lluvia descargaba en la plaza de tal modo que el agua empezó a subir unos centímetros por encima del nivel del suelo. Acqua alta: las aguas habían comenzado a llegar desde el mar, que parecía reclamar así lo que era suyo. Mi madre reparó en mi presencia con evidente alivio, una vez más, me di cuenta de que yo le importaba, y que le alegraba comprobar que me encontraba a salvo. Pero todavía no estaba a salvo, ninguno lo estábamos. Dios no dudaba en fustigar a su caballo. Con el anuncio de un violento trueno, resonó sobre nuestras cabezas un crujido y un ruido sordo, semejante a una explosión, y desde lo alto comenzaron a caer trozos de la cúpula. Por encima de los gritos se escuchó la voz de mi padre:

—¡El oro del techo atrae a los rayos; debemos regresar al palazzo!

Aquella era la frase más larga que jamás le había oído decir.

Mi madre y él fueron los primeros en marchar, seguidos por una nube de lacayos ducales. La corriente humana también se llevó a Marta, pero sin duda era pronto para que me echase en falta. Me agaché en el interior de un nicho y allí me escondí. No había elaborado ningún plan salvo el de mantenerme lo más lejos posible de la bruja de mi madre y durante tanto tiempo como me fuera posible. Necesitaba espacio para pensar, espacio para actuar. En tanto el atrio se iba despojando de gente, levanté la vista, como impelida por un rapto de inspiración, y vi ante mí un fantástico mosaico romano con las cuatro estaciones. La figura de la primavera, coronada de flores y rodeada de bestias míticas que se afanaban en aparearse, emparejadas en aquel arca de Noé para protegerse de la tempestad, y bajo un emparrado de hojas verdes que le servía de refugio, me miró a la cara y señaló hacia el cielo con su mano. Supe entonces que estaba en lo cierto.

Me adentré en el vasto y oscuro espacio de la basílica, donde el suelo ya estaba cubierto por una brillante lámina de agua de al menos dos o tres centímetros. El arca se inundaba por momentos. El incienso casi contribuía a ahogarme, al tiempo que las voces de los sacerdotes que mi padre mantenía como otra parte más de su corte se alzaban en súplicas. Habían fracasado en sus intentos de evitar que la peste llegara a Venecia, e incluso en salvar de la enfermedad a la primera esposa de mi padre. Pero, con una fe que resultaba conmovedora, intentaban una vez más mantener el más bíblico de los desastres a raya. Merodeé por el largo pasillo que daba al santuario de la iglesia, en busca de la puerta que sin duda debía estar allí, pues la diosa de la Primavera así me lo había comunicado. Encontré el pequeño portón y subí la escalera, cada vez más arriba, hasta la galería. Mientras ascendía hacia la cúpula, me vi rodeada por unos rostros de indudable estirpe bizantina que me observaban con interés desde sus enormes ojos almendrados, impertérritos pese a que los relámpagos culebreaban al otro lado de las ojivas, atraídos por los azulejos dorados que les servían de halo.

Cuando asomé al balcón, la lluvia me azotó como si de un látigo se tratase: los rayos atacaban a la cúpula que se alzaba sobre mí una y otra vez, y pensé que si insistía en quedarme allí acabaría frita como una sardina. Me agaché tras el caballo más próximo en busca de refugio, pero, la verdad, resultaba irónico que aquellos corceles del viento fueran ahora a protegerme contra la tempestad. Sólo unos segundos atrás hubiera saltado sin un solo titubeo desde allá arriba para encontrar la muerte; ahora, sin embargo, me aferraba a la bestia que me protegía, y me ocultaba bajo su vientre como un potrillo que pretendiera amamantarse. Supe que estaba en el extremo incorrecto (el caballo del este), así que avancé centímetro a centímetro a lo largo de ocho largas patas traseras y ocho enormes pelotas de cobre. Una vez junto al caballo que se encontraba más al oeste, rodeé a tientas la parte delantera, aferrándome al torso con todas mis fuerzas, y levanté la vista, con los ojos bañados por la lluvia. Miré la enorme y noble cabeza de bronce del caballo Céfiro, pero sus ojos, salvo por aquel gesto porfiado que brillaba en ellos, no me dijeron nada. Sí me ofrecía, sin embargo, su pata derecha de esa manera amistosa en que un perro callejero te pediría que le estrechases su pezuña. Se me antojó un gesto del todo natural tomar aquel miembro y envolver con mi mano helada el casco, buscando una inscripción, una pista, algo. El miembro de cobre tembló visiblemente cuando uno de los rayos volvió a embestir la cúpula, y lanzó un débil murmullo, semejante al que produciría una moneda en el interior de una campana. La pata que sostenía en la mano se sacudió un poco más, y luego se llenó de grietas, hasta que por fin se quedó prendida a mis dedos. A duras penas pude aferrar aquella cosa, y miré abajo, horrorizada por lo que había hecho, pero estaba vacía. Vacía, y no pesaba absolutamente nada.

Madonna. Había algo en su interior. Saqué un rollo de madera tan largo como mi antebrazo, similar al rodillo que los pasteleros utilizan para alisar el pasticcio. Excitada, comprendí que debía haber algo en su interior, un documento doblado, monedas, una pintura... Esperaba que el rollo fuera hueco como un cilindro, pero todo en él era madera. Lo más evidente, incluso a simple vista, eran las señales que recorrían su superficie, pero las muescas y arañazos, las inscripciones sin pies ni cabeza, se me antojaban completamente indescifrables. A mi entender, aquello no era más que un soporte que el artesano encargado de fundir el cobre había usado para construir a la bestia, un esqueleto para conformar el vaciado de bronce, algo que no se esperaba que descubriesen las miradas de sus admiradores. Dejé caer la madera en el suelo, donde resonó como un puñado de huesos, y me cubrí el rostro con las manos. Cuando las retiré, supe que había alguien conmigo, ya fuera Marta o cualquiera de los guardianes de mi padre.

Y allí estaba.

—Estoy lista —dije—, puedes llevarme contigo.

Pero aquella presencia no era ninguna de las que esperaba, ni tampoco una criatura de este mundo. Un enorme león se erguía ante mí sobre sus cuartos traseros, con un rostro forjado en oro y el cuerpo de un hombre. La máscara se asemejaba a la de mi madre, salvo por el hecho de que le abarcaba todo el rostro y no sólo la mitad; era un sol ardiente, al que además acompañaba una melena leonina que rodeaba cual rayos de fuego la circunferencia en la que se asentaban los ojos y la boca, abiertos como los de la bocca del Leone. Ahora supe que estaba acabada: el Apocalipsis había llegado también para mí. El león de San Marco —la criatura que había temido desde que entré en el Arsenale y sellé el destino de Bonaccorso—, el regente de aquella ciudad, había venido a devorarme.

Yo soy Daniel.

—Estoy lista —repetí—, puedes llevarme contigo.

Pensé que ya estaba muerta, pues la criatura me miró con los mismos ojos con los que soñaba, y habló con una voz que yo ya conocía.

—Luciana, soy yo.

Arranqué la máscara de su cara, arrojé mis brazos alrededor de su cuello, de tal manera que casi podría haberle robado el aliento, y lloré, y reí, y le hubiera besado mil veces de no ser porque, con un gesto brusco, me apartó de su lado.

—No tenemos tiempo —dijo. Recogió el cilindro de madera y me lo colocó en las manos—. Mantén el mapa a salvo. Y ten valor. Nos veremos en Milán.

Me miró a los ojos una vez, como si con ello tratara de memorizar mis rasgos, y luego se marchó, siguiendo el resplandor de un relámpago tan azul como sus ojos, y en menos de lo que tarda en contarse Marta llegó a donde me encontraba casi antes de que hubiera podido esconder el cilindro de madera en el interior de mi manga.

El hermano Guido debía de haberse cruzado con ella en las escaleras.

Una vez abandonamos la basílica, la tormenta había pasado y el sol brillaba de nuevo. La plaza estaba anegada de agua, la ciudad entera se erguía sobre un espejo. Nunca antes había visto un lugar tan hermoso. Marta, para evitar problemas, me atenazaba el brazo con mano de hierro, lo cual sin duda me granjearía al día siguiente un bonito moratón. El agua nos llegaba a las rodillas, y así permanecimos hasta que la litera ducal llegó a buscarnos, pero aquello no me importaba.

Estaba vivo.