CAPÍTULO 3
FLORENCIA ERA UN MUNDO DE COLOR.
Tras el blanco y negro de la corte de Nápoles, me sentí hechizada por los tonos chillones de mi ciudad. Avanzamos por las calles con la pompa que nuestro séquito de fabricación propia nos permitía, y por todas partes veía las tonalidades que tanto había echado en falta en aquel mundo en blanco y negro que dejábamos atrás. Flanqueando nuestros costados, los cuatro novicios marchaban enfundados en sus libreas de color rosa y ámbar; no disponíamos del gallardete de Pisa, de modo que el hermano Guido había hecho que portasen pañuelos de color naranja y rojo, los colores del grupo de los Gallitos de Della Torre, que ondeaban a nuestra espalda como banderas. Pasamos bajo la inmensa sombra del Duomo, e incluso aquel sacro edificio semejaba ahora un palacio de colores estampados, a cuyos mármoles el incansable sol arrancaba brillos en verde, rojo y oro. Mis ojos parecían teñirse de aquellos colores, al tiempo que mis oídos se veían ensordecidos por el estrépito de las campanas. Vi por el rabillo del ojo tres putas harapientas haciendo su ronda por las escaleras del Baptisterio, bostezando y rascándose bajo el sol, ofreciendo una lasciva apertura de piernas al paso de los transeúntes. Levanté la barbilla, sintiéndome de pronto ajena a todo aquello. Aquel día me sentía tan aristocrática como pretendía ser.
Pero al enfilar nuestros pasos al Mercato Lorenzini y ver la tosca fachada marrón de la iglesia de Medici mi valor empezó a flaquear, mis tripas se tornaron agua, y pensé que iban a brotar de mi estómago como los intestinos de Francesco Pazzi cuando este colgó de la horca.
La boca se me secó en cuanto nos adentramos en la plaza, donde nos vimos asaltados por aquel carnaval de colores, aquel delicioso caos. Lo cierto es que en aquel momento tuve la impresión de que mis sentidos ya no me respondían. Del cielo caían infinidad de pétalos que un puñado de jubilosos ciudadanos escanciaba desde las ventanas, conformando una tormenta de nieve multicolor. Sin duda, aquella era una ciudad de flores; lo había sido la noche anterior tanto como lo era aquel día. La propia iglesia de San Lorenzo, aquel cofre del tesoro al que sin embargo revestía un burdo color marrón, había sido arrancada de su prosaico aspecto cotidiano gracias a las guirnaldas que pendían de sus puertas en festones y ramilletes. El portón engullía un flujo constante de invitados, nobles y dignatarios, semejantes a cotorras por el colorido de los ropajes que habían llevado a las bodas, así como por el estrépito de sus palabras. Me parecía que había abandonado el mundo real para entrar en un universo propio de los cuentos de hadas. Y supe que eso era lo que había sucedido cuando la jirafa de los Medici —la misma criatura que había visto merodear en el atardecer malva de las colinas de Fiesole— apareció en la plaza. Le habían rodeado el cuello de flores, y su larga lengua negra asomaba entre los belfos para arrancar los ramitos de laurel que colgaban de las ventanas.
Tras una noche de oscuridad y quietud entre los viejos muros de Santa Croce me sentí abrumada, y creo que me hubiera desmayado de no haber sido por la fuerza con la que el hermano Guido me asía del brazo. Me miró una vez, aunque en lugar de sonreírme me dedicó un cabeceo aquiescente. Eso me hizo recuperar las fuerzas; fue entonces cuando llegamos a la iglesia, y enseguida traspusimos su oscuro portón.
El frío que reinaba en el interior hizo que comenzara a sentirme mejor: allí los colores no eran tan brillantes, aparte de que las chillonas voces de los aristócratas semejaban haber enmudecido de pronto. Nos condujeron hasta los engalanados bancos que se alineaban tras la Casa Real de Nápoles, y sólo podíamos agradecer que nos mantuviera ocultos a la vista de la gente nuestra posición tras el rey y la reina, ambos vestidos en unos brillantes tonos en azul y amarillo muy diferentes de los lutos de su nación. Yo esperaba que los ojos de un observador casual se detuvieran en ellos, pero no siguieran más allá. El turbante comenzaba a producirme picores.
Sentada y, de momento a salvo, tenía total libertad para mirar en derredor, mientras los tambores y clarines ejecutaban el himno nupcial para los invitados que llegaban al lugar. Observé cada altiva figura, cada noble rostro, en busca de los restantes miembros de los Siete. Allí estaba don Ferrante, y también aquel traicionero papa, envuelto en un manto de color rojo cinabrio. ¿Dónde estaban los otros, aquel cuarteto de conjurados cuyas identidades aún desconocíamos? ¿Estaban aquí, ansiosos por saber cuanto ignoraban? Tres cosas reclamaron insistentemente mi atención por encima de todas las maravillas que se desplegaban ante mí.
Prima cosa: al otro lado del pasillo, frente a nosotros, se sentaba una extraña criatura, tan exótica que incluso rodeada de tal compañía llamaba por sí sola la atención. Estaba envuelta en un vestido verde y oro similar al mío, pero llevaba el rostro completamente cubierto por una máscara dorada. La factura de la máscara era ciertamente exquisita: era la cara de una leona, tachonada de perlas y tallada con florituras igualmente doradas, mientras que un velo de malla confeccionado con arabescos del mejor oro le colgaba de la barbilla a la garganta. Me sentí de inmediato fascinada por aquella extraña dama, casi oriental en su misterio. Se sentaba en silencio junto a un anciano de blanco, envuelto en una túnica escarlata, cuya cabeza estaba tocada con un sombrero de terciopelo también blanco con forma de pene. Mis ojos enseguida miraron a otra parte, por más extraordinarios que fueran sus ropajes, para volver a la dama, pues reclamaba mi atención de la misma forma en que las redes de un pescador atrapan a sus presas. Con el mayor descaro, miraba embobada a la máscara de leona, casi olvidándome de que había una persona detrás, hasta que reparé en que, tras su disfraz, ella también me observaba, con unos ojos tan verdes como los míos. Volví el rostro, sonrojada, pero al hacerlo comprendí que aquella mujer era la dogaressa.
La cortesana del dogo: una mujer tan hermosa que ni siquiera se quitaba la máscara.
De modo que el tipo que la acompañaba, aquel con el sombrero en forma de polla, debía de ser el dogo de Venecia.
Y si tal era el caso, aquella era la madre de la chica prometida a Niccolò della Torre: el primo del hermano Guido y el hombre que este fingía ser. Madonna. Mis pensamientos no se detuvieron ahí mucho tiempo, pues fue entonces cuando reparé en la...
Seconda cosa: una figura, más grande en todos los aspectos de cuantas me rodeaban, se sentaba en una silla laboriosamente tallada, a la izquierda de la escalerita que daba al coro. Sabía quién era aquel hombre, al igual que el resto de los florentinos. Pese a que, por supuesto, nunca habíamos tenido el menor trato, su imagen la había visto cuanto menos una docena de veces: la nariz nobiliaria, el cabello rizado y oscuro, el rostro alargado. Pero nunca antes lo había tenido ante mí en carne y hueso. Aquel, como bien sabía, era el padre de nuestra ciudad, banquero de barones, político sin par. El hombre al que llamaban el Magnífico: Lorenzo de Medici.
Nunca había visto a un hombre tan vital, ni tampoco que llevase la responsabilidad de su poder con tanta confianza. Se vestía en un sencillo jubón de terciopelo púrpura, del color de las uvas maduras, una tonalidad que, según sabía, la ley sólo permitía que fuera vestida por los hombres de la familia Medici o las mujeres de la Tornabuoni. Tocaba su cabeza con una birreta a juego, la cual, a su vez, dejaba caer una cortina de pliegues, también de terciopelo, sobre el lado izquierdo de su cara. Sus dedos carecían de anillos, el único adorno que portaba era una pesada cadena alrededor del cuello, emblema de su poder. Lo cierto es que durante el último mes, tan alocado, había estado en presencia de príncipes y papas, algo que jamás hubiera esperado a tenor de mi humilde posición en la vida. Las ropas del hombre que tenía ante mí probablemente no valían ni una décima parte de las que adornaban a don Ferrante. Y, sin embargo, se trataba de un hombre al que era mejor no pasar por alto, un tigre al acecho. Al instante vi lo desesperado y ridículo que era nuestro plan. Lorenzo il Magnifico no formaba parte de esa clase de hombres que resultaba fácil aplastar o poner en peligro. Y tampoco era el tipo con el que un monje y una puta pudieran departir animosamente sobre acertijos y conjuras. Parecía el rey del mundo. Y, con todo, cuando me volví para decirle al hermano Guido que debíamos irnos por donde habíamos venido, y dejar que aquel gran hombre se las arreglase por sí solo, vi repentinamente la...
Terza cosa: la más asombrosa de tan inusuales sorpresas, capaz incluso de pararme en seco el corazón. Pues allí, engalanada de flores y lazos entretejidos a unos penachos de hierba, y apuntalada en un enorme caballete de roble, aguardando a la feliz pareja, se hallaba La primavera.
Terminada. Madonna. Era algo glorioso.
Las figuras tenían tal viveza y color que parecían mucho más vivas que cualquiera de cuantos nos hallábamos allí. Era más real que la propia realidad, dioses y diosas redivivos, presentes otra vez en la tierra. Estaba Fiammetta como Nápoles, Venus dándonos la bienvenida, Botticelli vestido como Mercurio, y la más extraña de todas: Flora.
Yo.
Me había acostumbrado tanto a ver el cartone durante el pasado mes, tan acostumbrada a aquella figura sin rostro, que ya apenas recordaba que Botticelli había captado mis facciones con tan absoluta precisión. Mi rostro era hermoso, aunque en cierto modo vulgar; mis labios se combaban en una sonrisa apenas insinuada, y mis ojos tenían una expresión astuta, lo cual conforma justamente la cara que pongo cuando trato de ocultar algo, o cuando me dispongo a excitar a mis clientes, o cuando me han confiado un secreto que jamás debo revelar. Una chica de la calle debe saber cuándo cerrar la boca, y yo lo sabía mejor que la mayoría.
«La Flora de La primavera tiene un secreto».
Puede que ignorara lo que significaban las rosas, pero supe al instante que estaba equivocada en lo que respectaba a Lorenzo de Medici, y acertada en esto: me hallaba en peligro. Aquí se tramaba algo. Recordé entonces nuestro propósito al acudir allí; lo que Nicodemus de Padua había dicho de la única flor, la única rosa entre todas las otras en la que debíamos reparar. Que habíamos acudido allí para verla tal y como era en la pintura, en la realidad, para saber si caía al suelo o crecía de él, si debíamos contarla entre las que conformaban el ramillete secreto de Flora o descartarla simplemente por formar parte de las inocentes corolas que tachonaban el prado. El secreto se ocultaba sub rosa. Aquella era la clave de todo, la piedra de toque, el seguro, como lo había llamado Nicodemus de Padua: una forma de saber que sólo aquellos que estuvieran en la boda, los siete conjurados que verían el resultado de cerca, conocerían su significado.
Por irritante que se antojase, desde mi asiento podía ver las rosas que se amontonaban en la falda de Flora, pero no la rosa que brotaba o caía entre ella y Venus. No me atrevía a levantarme y atraer la atención del gentío sobre mí, lo que podría provocar que todo el mundo se diese cuenta de que yo era el tema principal del cuadro. De hecho, don Ferrante y su reina ya se habían dado la vuelta para sonreírme y hacerme una señal evidente de que el parecido no se les había pasado por alto.
Les devolví la sonrisa, estiré el cuello y giré la cabeza, retorciendo mi culo en el banco como si tuviera ladillas, pero no sirvió de nada; aquella flor que tan vital resultaba para resolver el acertijo se había perdido de vista tras aquel mar de bamboleantes cabezas.
Mi compañero se volvió para reprenderme.
—¡Estate quieta! —siseó el hermano Guido—. Cuando una dama se sienta parece una estatua, y muestra los modales apropiados. ¿Es que te pica algo?
Le lancé dagas con la mirada.
—No, sólo estoy tratando de ver la rosa de Flora, ¿puedes verla tú desde donde estás?
Miró y sacudió la cabeza.
—Tendremos que examinar la pintura en detalle cuando termine la boda y nos dispongamos a salir. Hasta entonces, mantén inclinada la cabeza.
—¿Has visto a il Magnifico?
Esta vez asintió.
—Sí. Está situado en el lugar que más nos conviene, pues todos los invitados desfilarán ante él cuando la ceremonia termine, para que le sean presentados. ¿Ves? Los caballeros que lo flanquean tienen en las manos unas cestas con ramitas de laurel para que Lorenzo las distribuya entre los invitados al final del evento, como un signo de paz.
Vi a los dos ayudantes vestidos de librea con aquellas insignificantes hojas; volví a recordar la jirafa de Lorenzo, mordiendo alegremente las hojas de laurel allá afuera; la mascota de la familia devorando el emblema de la familia. Lancé un bufido. Sí, paz... los Medici se devorarían a sí mismos, pues la familia se había conjurado contra su propia cabeza.
—Mira, Luciana —prosiguió el hermano Guido, olvidándose al instante de su propio decoro. Miré hacia donde su dedo señalaba, feliz de escuchar el primer timbre de admiración que había detectado en su voz desde su audiencia con el papa. Pero no vi otra cosa que a un individuo sorprendentemente feo, envuelto en un manto pardo, escribiendo tranquilamente algo en una tablilla. La única nota de color que había en sus ropajes se la proporcionaba la corona de rosas que llevaba en las sienes, lo que le daba un cariz bastante ridículo. Incluso sus compañeros, por lo visto, le trataban como si estuviera de más: los dos jóvenes pavos que le flanqueaban se habían vuelto para conversar con sus amigos en el banco vecino. Con todo, mirar la expresión de absoluta veneración que había asomado a los rasgos del hermano Guido me recordó a la primera vez que puso sus ojos sobre el papa.
—¿Quién es? —susurré.
—Es Angelo Poliziano. El poeta de la corte de Medici. Recuerda que fue él quien escribió las Stanze, en las que se basa La primavera, y los versos sobre la rosa que escuchamos la noche pasada.
—Sí, lo recuerdo. Eran unos versos muy bonitos.
Observé a aquel hombre con renovado respeto, y me gustó comprobar que el hermano Guido no se había deshecho de todos sus ídolos: para él, ver al hombre cuyos versos había copiado tan a menudo, y con tan denodado esfuerzo, en el scriptorium de Santa Croce, era sin duda motivo de alegría.
Mi propio placer al sentir el suyo cesó en el mismo instante en que uno de los compañeros del poeta se dio la vuelta. Lo había visto aquel día, por supuesto, pero había sido en dos dimensiones, inofensivo, engastado en el panel de madera de álamo de La primavera, disfrazado con las galas de Mercurio. Pero aquí estaba en carne y hueso.
Sandro Botticelli.
Por pura casualidad clavó sus ojos en los míos, y no tardó ni un segundo en reconocerme.
Tres cosas sucedieron al mismo tiempo.
Prima cosa: se levantó, pero lo mismo hizo el resto de la congregación.
Seconda cosa: lanzó un grito, pero su voz se vio ahogada por una fanfarria de instrumentos de viento.
Terza cosa: el novio y la novia entraron en la iglesia.
Atravesaron las puertas abiertas como ovejas negras bañadas por la luz del día, y luego se convirtieron en criaturas de fábula, vivas y coleando ante nosotros. Enfilaron la nave cogidos del brazo, siguiendo la tradición toscana.
La novia era, como el hermano Guido había supuesto en Roma, Venus rediviva. Incluso las ropas tenían los mismos detalles que lucía la pintura, aquella seda color ostra del vestido y el bordado de llamas que parecían arder alrededor de su cuello de lirio, así como el resplandeciente manto ocre y azur con el dobladillo de cuentas, y las filigranas en oro de sus delicados pies, y el velo que cubría su cabello rojizo, tan ligero como la niebla de una mañana de primavera. En su pecho destellaba la medalla en ámbar y oro del Sol invictus. Examiné su rostro: delicado y blanco como el pétalo de una magnolia, con un simple matiz rosado en lo alto de cada mejilla, y los ojos vidriosos y serenos. Me sentí a un tiempo atraída y condolida por aquella pacífica doncella, pues no era más que un inocente peón en la trama. Examiné la hinchazón de su vientre con un ojo experto, pero no pude decir si la doncella había saboreado ya las dulzuras del lecho matrimonial. Debía reconocer que mi compañero estaba en lo cierto: el estilo romano del vestido encubría todo posible pecado, al menos los derivados de los placeres carnales. Pero me bastó verla para saber de su pureza; tenía la expresión y el porte de una virgen. Por lo general, soy bastante indiferente a los atractivos de mi propio sexo, pero tenía que admitir que su belleza y su pureza eran ciertamente asombrosas, tan distantes de mi belleza mundana como la luna lo está en el gélido firmamento del cálido sol. Era digna de ser Venus, la reina del amor, y su parecido con su representación en La primavera fue absoluto cuando se volvió al final del pasillo y levantó una mano hacia la congregación, en un gesto de bienvenida que concordaba exactamente con el de la pintura.
El novio, por el contrario, era un chacal. Al enfilar el pasillo tenía ojos para todo el mundo excepto para su dama, y no cesaba de reír, bromear y saludar a sus amigos al pasar, sin importarle el decoro o la liturgia que debía observar. Sus dientes eran blancos y muy brillantes, y sus ojos, verdes como alcaparras, no se detenían en un punto fijo. Guardaba un estrecho parecido físico con su poderoso primo y protector, pero carecía de la autoridad y la fuerza que su nombre comportaba. Se me antojaba indigno de ser el heredero de aquella ciudad, la mía. Mis fosas nasales se hincharon cuando pasó junto a mí y pude captar un leve olor a almizcle masculino: no había reservado su castidad para la noche de bodas. Su hedor y su carácter se agriaron al mismo tiempo en mi nariz. Dios sabe que no tengo demasiados límites morales, pero si algo me resultaba evidente era que aquel tipo se trataba de un traidor al que debíamos detener.
La pareja nos dio la espalda, y un sacerdote envuelto en una espléndida casulla caminó hasta el centro del coro para recibirlos, hecho lo cual procedió a entonar los cánticos de la misa. Sabiendo, como he dicho, poco latín pese a mi educación en el convento, me hubiera quedado dormida en el banco de no ser por la poderosa impresión de que los ojos de Botticelli ardían en mi nuca, dado que al tener recogido el cabello llevaba la piel inusualmente desnuda a las miradas ajenas. Supe entonces que, tras el servicio, no nos quedaría mucho tiempo para llegar hasta il Magnifico antes de que Botticelli llegase hasta mí, algo que, dicho sea de paso, no me atrevía ni a pensar. Pasé el resto del servicio hecha un manojo de nervios, temiendo que la misa tocara a su fin y, al propio tiempo, deseando impacientemente que el cura terminase con aquello. No recé, pues nunca lo hago; pero reparé en que el hermano Guido tenía los labios firmemente apretados durante la liturgia. No musitó una sola plegaria, ni cantó un solo salmo, ni replicó a los responsos del sacerdote.
Por fin, este procedió al atado de las manos, un rito eucarístico que sólo tiene lugar en Florencia. Cuando el lazo verde comenzó a entrelazar una mano bruna y otra pálida, estiré el cuello para ver el pulgar izquierdo del novio, a sabiendas de que el hermano Guido haría lo mismo que yo. Durante un buen rato no pudimos ver nada, pues el lazo tapaba nuestra vista, pero con la última vuelta todo quedó claro.
No tenía puesto el anillo.
Aquello era tan claro como el día. El pulgar del novio descansaba sobre el de su dama, desnudo como un recién nacido.
El hermano Guido y yo intercambiamos una mirada, mi corazón golpeándome el pecho con saña. ¿Qué significaba aquello?
—Quizá si se trata del cabecilla esté exento de llevar el anillo —sugerí esperanzada.
—Pero lleva el símbolo de los Medici. Quizá se lo quitó para que no tuviera nada en las manos durante el atado.
Pero ni su teoría ni la mía resultaban creíbles. Joder. ¿Acaso estaríamos equivocados?
No había tiempo para pensar, pues la ceremonia se acercaba a las oraciones finales. La novia y el novio se casaron, recorrieron nuevamente el pasillo y pude ver una vez más, y en esta ocasión de cerca, el pulgar izquierdo del novio, donde se evidenciaba la ausencia del anillo. Pero, encajonados como estábamos por los invitados que abandonaban el lugar, no tuvimos opción de ver la pintura adecuadamente, ni tiempo para examinar la rosa.
—¿Qué hacemos? —susurré, cuando aquel caudal de seda y satén nos acercaba más y más a il Magnifico, sentado como una esfinge en su silla labrada. Los sirvientes le entregaban las ramas de laurel que él, a su vez, ofrecía a los invitados según estos iban abandonando la iglesia. Apenas pronunciaba palabra al hacerlo; se limitaba a sonreír e inclinar la cabeza con verdadera nobleza—. Apelemos a él —musité, pues de pronto aquel noble rostro se me antojó rebosante de una profunda amabilidad—. Roguémosle que se apiade de nosotros, pidámosle que nos acoja. No tenemos otra opción.
Entre el barullo de gente vi a Botticelli abriéndose paso por el pasillo en dirección a donde me encontraba.
Nosotros éramos los siguientes.
El hermano Guido se presentó al criado que se hallaba más cerca de nosotros con el título de conde Della Torre. El poderoso aroma del laurel penetró en mis fosas nasales, al tiempo que la poderosa mano de Lorenzo de Medici alcanzaba los labios del hermano Guido, aceptando el beso con que este lo saludaba.
Demasiado tarde reparé en el brillo del oro. Los dedos de il Magnifico carecían de anillos. Todos, excepto el pulgar.
En el mismo instante en que los labios del hermano Guido tocaron la mano donde Lorenzo tenía el anillo, y sus ojos azules se abrieron de par en par al darse cuenta de lo que aquello significaba, una sombra negra brotó de la pared que había tras il Magnifico, inclinó su encapuchada cabeza hacia su amo y alargó una mano enferma de entre el manto de los impuros para señalarme.
Mi embotado cerebro conjugó una trinidad de pensamientos inspirados por el puro terror, similares a la letanía que acabábamos de escuchar.
Prima convinzione: Lorenzo il Magnifico era uno de los Siete. No así su protegido, el recién desposado.
Seconda convinzione: Lorenzo no estaba en peligro, sino que era él la fuente de todo peligro. Y lo más aterrador de todo.
Terza convinzione: Cyriax Melanchthon era su criatura.
Me volví, tratando de acallar al sirviente antes de que este nos anunciase, pero ya era demasiado tarde. Dijo claramente, en su acento toscano:
—El conde Niccolò della Torre, de la ciudad de Pisa.
Una voz procedente de la puerta replicó, con idéntica estentoreidad, y como si repitiese el catecismo.
—Ningún hombre salvo yo tiene derecho a ese título.
El acento era de Pisa. Todos nos volvimos hacia la puerta al mismo tiempo.
Como la feliz pareja al hacer su entrada en la nave, la figura que se alzaba ante la puerta era pura negrura al contraste del sol. Aun así, hubiera reconocido aquella pose de petimetre en cualquier parte, pese a que sólo lo había visto una vez. Y tampoco podía confundir a su séquito, que en aquel momento vestía los colores del grupo de los Gallitos, así como la bandera a rayas naranjas y amarillas.
Era Niccolò della Torre.
Muchas, muchas veces, desde entonces hasta hoy, me he preguntado cómo es posible que ni el hermano Guido ni yo nos planteáramos alguna vez que el verdadero Niccolò della Torre pudiera asistir a la boda de los Medici. ¿Acaso pensábamos que había desaparecido de la faz de la tierra en cuanto su primo adoptó su identidad? ¿O es que estábamos tan absortos en el acertijo de La primavera que incluso habíamos olvidado su existencia, o que estaba invitado a la boda? ¿O tal vez habíamos dado por hecho que un tipo que ni siquiera se dignaba a acudir a un banquete organizado por su padre, cuando ambos vivían en la misma ciudad, no cruzaría la Toscana para ir a una boda, por mucha pompa que tuviese?
A la postre, daban igual los motivos por los que no nos habíamos planteado aquello: vi la mirada angustiada del hermano Guido y supe que estábamos acabados. Todo el mundo se había vuelto para mirarnos, mi compañero y yo guardábamos silencio, conscientes de que con aquello terminaba todo.
El gentío se abrió como el mar Muerto ante Moisés para dejar pasar a Niccolò. Aun cuando estaba vestido en un maravilloso jubón dorado, su débil rostro y su mirada diabólica seguían teniendo el aspecto vacuo y apagado de siempre, y su voz resonaba con maldad al pronunciar aquellas temidas sílabas:
—Este es mi primo, un novicio de la orden franciscana, Guido della Torre.
Sin preocuparse por el grito de asombro que recorrió a los presentes, elevó la voz para hacerse oír. Tuve que bajar la cabeza al reparar en la furiosa mirada de don Ferrante, que nos taladraba desde la multitud.
—Y esta es su amante. La conocéis como la diosa Flora —su voz estaba transida de ironía—, pero no es ninguna deidad; de hecho, no es más que una puta de la calle.
Antes de que pudiera impedirlo, me arrancó de un zarpazo el turbante que cubría mis cabellos; giré sobre mis talones mientras la tela se desenrollaba y dejaba caer mis rizos sobre mis hombros hasta la cintura. La luz que entraba a borbotones por la puerta se arrojó con voracidad sobre aquellos filamentos de plata, convirtiendo mis trenzas en oro puro. Los asombrados rostros que me rodeaban parecían dar vueltas a mi alrededor en círculos, y, por más que intentaba liberarme de mi acusador, no podía por menos de sentirme impotente. Mi hermana gemela, la diosa que presidía la pintura, observaba aquello desde su primaveral paisaje, dedicándonos una sonrisa traviesa, sin dignarse a ofrecer ayuda, disfrutando con el resto de invitados de mi desgracia. No sabía qué sucedería ahora, pero lo que no hubiera esperado jamás era lo que de hecho sucedió.
La dogaressa se levantó de su asiento y dijo con prístina claridad:
—No es ninguna puta, príncipe. Es mi hija, tu prometida.
Entonces se quitó la máscara.
A partir de este momento me veo incapaz de contaros lo que ocurrió después, dado que no podía sentir ni razonar. Lo que os referiré es lo que mi marido me contó cuando todo pasó, pues, en efecto, él también se encontraba en la iglesia aquel día. Me dijo que, cuando la dogaressa se quitó la máscara, había tres réplicas mías en aquella sala: yo, Flora y ella. Madre e hija, me contó, éramos tan parecidas que daba la impresión de que un espejo veneciano se había interpuesto entre nosotras. Yo también vi el parecido en apenas un segundo; sí, me bastó un instante para apercibirme de que teníamos los mismos ojos verdes y el mismo cabello dorado, que incluso vestíamos ropas de idéntica tonalidad verde. Pero al acercarse a mí (momento en que, dicho sea de paso, perdí la consciencia), pude incluso constatar que su expresión estaba adornada por la misma media sonrisa de Flora; también ella encontraba aquel aprieto la mar de divertido.
Cuando caí al suelo, inconsciente, supe tres cosas.
Prima cosa: el hermano Guido había sido arrojado al suelo e inmovilizado por dos soldados de los Medici provistos de lanzas; no tenía escapatoria.
Seconda cosa: el gentío se abrió nuevamente de par en par para dejar que la dogaressa se me acercase, por lo cual pude ver La primavera en todo su esplendor, y en especial la última rosa de Flora. Tenía un tallo verde y una hoja casi satinada de tan húmeda, y estaba cayendo al suelo. Yo caí con ella. Y al caer pensé...
Terza cosa: que había encontrado a mi vera madre.