EL DESAYUNO EN LE PETIT PAIN

Abdelrazaq se había comprado una moto hacía muy poco, una de esas que proliferaban por todo Kabul y que le ayudaban a sortear los numerosos coches que saturaban las avenidas principales de la ciudad, una jungla en la que cada vez se ponía más difícil llegar a tiempo a las citas. La de hoy era muy importante, se dijo, girando con garbo el acelerador al pasar por delante de uno de los pocos cines que quedaban abiertos en la ciudad. Sonrió al acordarse de la última película que vio allí, la de aquella actriz india que se contorneaba frente al actor principal, vestida con un sexy top verde minúsculo y una minifalda, semidesnuda, sumisa, como a él le gustaban. Le encantaba su cara redonda y esos grandes ojos verdes marcados con anchas líneas de lápiz negro. El rugir del estómago le devolvió al deseo de llegar cuanto antes a Le Petit Pain y pedir un desayuno completo, unas crêpes, ¡le apetecían tanto! Aceleró de nuevo. Todas las semanas esperaba esa reunión con los espías españoles con una impaciencia infantil, no por la cantidad de dinero que iba a cobrar, igual a ninguna, sino porque con ellos se reía muchísimo y siempre comía a las mil maravillas. No le importaba que no le pagaran con dólares, para eso estaban los demás servicios de inteligencia a los que sangraba, sobre todo a los de EE.UU., a cambio de un poco de información.

—¡Gracias, Obama! —dijo mirando a un lugar indeterminado del cielo, como si estuviera ahí escuchándole, para agacharse después y besar su nueva adquisición con una amplia sonrisa en los labios, colocándose bien el turbante marrón oscuro, una prenda que sustituía al casco reglamentario en todo Kabul.

Estaba de muy buen humor y, además, tenía un montón de cosas que contarles. Avanzó esquivando la barrera que impedía el acceso a los coches, él quería aparcar justo en la puerta y «seguro que no había ninguna vigilancia, qué más da», se dijo. «En este país no importa la seguridad, aquí o allá, no se dan cuenta de que el que quiera conseguir matar a alguien lo sigue y lo consigue, no importa lo relevante que sea. Ellos son así de tercos», los conocía bien. Había sido miembro del partido de Gulbudin Heckmatyar, el ex primer ministro líder de Hezb-e-Islam, ahora reconvertido en grupo terrorista responsable de buena parte de los atentados del país. Y ellos pensaban que seguía siendo de los suyos.

Llamó a la cancela de hierro verde oscuro con dos golpes secos y alguien abrió una minúscula ventana a la que asomaron dos grandes ojos azules con largas pestañas. Tras escudriñar al personaje, los ojos volvieron a cerrar y se escuchó el ruido de un candado al abrir. Dos minutos después entró en la terraza en la que esperaban sentados en una mesa Kay, Mario y su traductor Amir, un cuarentón con el pelo largo y canoso de confianza del Centro. Hacía años que trabajaba para ellos en Kabul. Se levantaron al unísono al verle llegar.

—¡Querido Abdelrazaq, qué placer verte de nuevo! —dijo Kay en inglés, con los brazos abiertos.

—¡El placer es mío, queridos amigos!

Hubo abrazos para todos.

—¿Qué tal estáis hoy? ¿Y Nicolás? ¿Y la familia? —Eran las educadas frases de rigor. Los agentes y Amir respondían con frases cortas.

Abdelrazaq estaba hambriento y los espías, también. A los pocos minutos apareció Frank, el camarero, un joven francés recién aterrizado en Kabul que había venido a escalar en el Hindu Kush, aunque todavía no había logrado reunir todo el dinero suficiente para la cara expedición. En la embajada francesa estaban sorprendidos por la cantidad de turistas espontáneos que, como él, aparecían por Afganistán o por Pakistán buscando aventuras y emociones. No eran conscientes de que en cualquier momento podían secuestrarles y la historia terminaba siempre con un oneroso final: rescate.

- Bonjour! ¿Qué va a ser hoy, caballeros?

—Yo unas crêpes y una tarta de peras con nata, ¿hay? —A Abdelrazaq se le hacía la boca agua solo de pensar en hundir su cuchara en la fruta confitada. Hablaba en inglés, de modo que la presencia de Amir era innecesaria. Aun así, lo agentes preferían llevarlo a las citas por si había una palabra que necesitara precisión. En sus informes no podían permitirse el lujo de incluir una información errónea por una palabra mal traducida.

- Bien sûr! —respondió el camarero, sonriendo.

—Yo tomaré una baguette con mantequilla y un café largo —eligió Kay.

—Yo también —se sumó Mario.

Amir no tomó nada. La comida no tardó mucho en llegar y los agentes iniciaron su habitual juego de seducción, contando una a una las anécdotas de sus experiencias sexuales con mujeres, el tema favorito de Abdelrazaq. Ya las conocía todas, pero le gustaba escucharlas una y otra vez. En Afganistán los hombres no tienen apenas contacto con las chicas y el talibán tenía ya unos treinta años, sospechaban que aún era virgen porque todavía no había encontrado esposa y nunca se había enamorado. Tal vez nunca lo haría. En Afganistán el matrimonio era, en la mayoría de los casos, una obligación concertada entre familias que condenaba a chicos y chicas a convivir con extraños. Kay sospechaba que podría haber tenido relaciones homosexuales por cómo le miraba cuando se pasaba el pelo por detrás de la oreja. Apartó ese pensamiento de su cabeza con un gesto imperceptible. Después de una buena media hora de relatos eróticos y chistes de mal gusto, los agentes pasaron al tema de Quetta para terminar hablando del valle de Bala Murghab.

—Hay una ofensiva bastante fuerte de los americanos y de los canadienses en el sur, en Kandahar, y mucha insurgencia, talibán y contrabandistas de armas y drogas, están ahora moviéndose hacia el norte, buscando lugares seguros en esa zona. Es el caso del mulá Dasteguir.

—Ese es el socio del Domar, ¿no? ¿Qué sabes sobre eso? —preguntó Kay, ansioso.

—Poco más de lo que os conté. No he vuelto a hablar con mi primo, el de Herat.

Kay se quedó un poco decepcionado. Hubiera querido convencer a Nico de avanzar en el caso de la corrupción de la embajada con algo más de información. Abdelrazaq se pidió un coulant de chocolate caliente y animó la entrevista con una información inesperada.

—Ha habido un problema esta noche. Los escuadrones de la muerte han vuelto a hacer de las suyas en el pueblecito que hay junto a la base turca, cerca de la Violet. Os acordáis que la semana pasada mataron allí a un talibán, bueno, no se sabe muy bien si lo era, yo la verdad es que no lo conocía —hizo un pausa. Los agentes escuchaban atentos—. Pues ayer se cargaron a uno, a Hamid y a toda su familia. Dos críos y la mujer embarazada. En total, cinco personas.

—Joder, qué cabrones. Podrían habérselo llevado sin matar a la familia —dijo Kay.

Mario permaneció en silencio.

—En esa casa había una periodista y su traductor.

Una alerta interna se disparó en el corazón de Kay.

—Y os va a interesar, porque la chica es española.

Kay y Mario se miraron sin mediar palabra. Kay ya sabía a quien se refería y de repente notó un nudo de nervios en el estómago. Una sensación de angustia y miedo que le recordó a otros tiempos.

—¿Los mataron también? —preguntó Kay, conteniendo la respiración.

—No, no, se salvaron, no sé muy bien cómo.

Kay sintió un alivio repentino. Se dijo a sí mismo que tenía que controlar sus emociones si quería hacer bien su trabajo.