REENCUENTRO ENTRE LOS MUERTOS

Gori, Georgia (2008)

Después del divorcio volví a ver a Jérôme. Fue en Gori, Georgia.

Con mucha suerte y no poca dificultad, me incrusté en un convoy en el que se habían reunido de forma excepcional grandes y reputados reporteros y reporteras de guerra franceses que viajaban en grupo a Gori, la principal ciudad del oeste invadida por las tropas rusas aquel verano de la guerra de los cinco días. Los conocí en la ya mencionada calle Chardin, epicentro social de aquella particular jauría periodística. El primero que se dirigió a mí fue Thierry, un reputado fotógrafo francés. Guapísimo, elegante, simpático y casado. Un imposible.

—¿No tienes con quien ir a Gori? —preguntó Thierry.

—No he encontrado a nadie. Llegué anoche y la verdad es que no tengo dinero suficiente para alquilar un coche yo sola, es carísimo. Soy freelance —Mi voz sonaba teatralmente triste y convincente.

Thierry se compadeció de aquella reportera sin recursos y sin dinero, que buscaba vehículo para cubrir la guerra fuera como fuera para una televisión que incluso no quería enviar a nadie allí, y quedó sorprendido y yo creo que hasta apenado de verme en aquellas condiciones. Voy a confesar que mentí situando estratégicamente una frase en la conversación que dejaba entrever que hablaba perfecto ruso, harashó, toda artimaña era buena, pensé yo, para subirme a esos jeeps blancos con aire acondicionado y acompañarme de un grupo de curtidos compañeros y compañeras con toda ese aura de experiencia, confianza y pinta de ser buenos consejeros en asuntos tan importantes como aquella mi primera guerra. Fue así como acabamos compartiendo coche y largas conversaciones sobre la profesión, los rusos y el calor. Era verano y estábamos extenuados. Apenas comíamos porque todos los restaurantes y bares estaban cerrados en la zona ocupada, y a lo largo del día solo ingería un croissant y una naranja que robaba de los desayunos de la cafetería del hotel Carlton en donde quedábamos para salir a las siete de la mañana. Ahí se hospedaban mis colegas de viaje y la totalidad de la prensa extrajera, a trescientos euros la noche.

—¿En qué habitación está usted, señorita? —me preguntaban las camareras en el restaurante de la planta baja.

—En la 310 —mentía, chapurreando ruso. Otros días estaba en la 311. Ellas hacían la vista gorda.

Yo casi siempre llegaba tarde a la salida matinal porque me había instalado en la posada de la pizzería Kartli de la calle Banova, a una media hora a pie de aquel gran hotel de lujo. Me lo había recomendado Ana, una compañera georgiana a la que conocí en el Festival de Cannes. Pagaba treinta euros al día por una de las tres habitaciones que alquilaban en el segundo piso del edificio del restaurante y, además, el gerente me dejaba utilizar Internet en su oficina. Era un hombre extremadamente amable en las formas, de complexión tan delgada que hasta el mostacho que coronaba su omnipresente sonrisa debía pesarle más que la cabeza, inclinada siempre ligeramente hacia delante. Allí dormía como un bebé, a pesar del bullicio y de las charlas de los clientes más allá de la media noche. Llegaba tan cansada que caía rendida hasta el día siguiente.

Me encontré con Jérôme el tercer día de conflicto. Mi convoy de franceses experimentados estuvo a punto de no salir aquella mañana porque un periodista, François, tenía dudas y prefería ir por las carreteras del sur. Destilaba mal humor y un miedo premonitorio. El día de su llegada había tenido la mala suerte de cruzarse en la puerta del hotel con un compañero cámara que llegaba herido, tendido en una camilla y cubierto de sangre, había pisado una mina antipersona mientras grababa imágenes en la plaza Stalin en el centro de Gori y murió unas horas más tarde. François tenía malos presentimientos y los reporteros y reporteras de guerra confiamos ciegamente en esa negra intuición.

- Je ne le sent pas7 —dijo cuando estábamos a punto de partir.

Todos comprendimos esa súbita superstición. Un día, por las buenas, uno siente ese extraño presagio que nace en lo más hondo de tu persona, una corazonada absurda que te impide coger esa carretera, entrar en esa ciudad, atravesar esa calle donde hay fuego cruzado y en la que ya has estado otros días, pero en la que hoy no quieres aventurarte porque sientes un temor imprevisto. Es una de esas reglas no escritas que deberían respetarse, como si estuvieran recogidas en un código de buena conducta de la singular semisecta del reportero de guerra, esa gran casa convulsa y desquiciada con tantos y tan funestos altares en la que se celebran bautizos, comuniones y hasta bodas, pero en la que se evita con tesón, prudencia y una gran dosis de buena suerte la asistencia obligatoria a un funeral, propio o ajeno.

Discutimos durante más de una hora sobre las alternativas, otros trayectos, los riesgos, el peligro y cómo evitarlo. Al final decidimos ir a Gori por el norte y conseguimos llegar hasta los primeros controles de los rusos donde encontramos dos tanques bloqueando la carretera de acceso al centro de la ciudad. En el convoy viajábamos tres reporteras que hacíamos de avanzadilla, y gracias a mi sonrisa, el escote de Judith y las curvas de Anne, tres soldados rusos asomaron las cabecitas, como monos curiosos, para comprobar esa postal del clásico anuncio machista de neumáticos que aparecía borroso entre las brumas de la carretera y en mitad de una guerra.

—¿Chicas, os habéis perdido? —preguntaban los soldados rusos saliendo poco a poco de los tanques como bichitos a la luz.

—¿Y vosotros? ¡Andáis un poco lejos de vuestro país! —Gritaba Judith, sonriendo.

Risas, cigarrillos. Media hora de conversación y pasamos. Ya estábamos en el siguiente control del ejército ruso a punto de entrar a la ciudad cuando vimos un jeep sospechoso repostando en una gasolinera, a unos quinientos metros de nosotros.

- Merde, son las milicias —dijo Anne, con palma de la mano extendida sobre los ojos a modo de visera.

Las milicias paramilitares eran un atajo de asesinos que se dedicaban a recorrer las zonas ocupadas y sacar provecho de la guerra, robando y matando para conseguir un coche, un triste frigorífico o víveres, mientras los rusos hacían la vista gorda. No tardaron ni tres minutos en venir hacia nosotros a toda velocidad, con grandes sonrisas en los labios y varios kalashnikov a modo de prolongación fálica. Eran unos siete e iban de pie en un jeep destartalado vestidos con pantalón militar y camisetas de rayas salpicadas con figuras de famosos personajes de dibujos animados: Pato Donald, Coco, Mickey...

—¡Dejad de grabar, ahora mismo! —gritó uno de ellos, apuntándonos con el arma.

—¡Pochemu! —respondió Judith—. ¿Por qué? ¿Por qué?

Yo bajé la cámara un poco, pero seguí grabando a escondidas. Querían robarnos los vehículos y acababan de asesinar a una familia entera por negarse a bajar del coche, según supimos después. Dos de ellos fueron a por nuestros vehículos y Coco apuntó al chófer georgiano al volante a la altura del pecho. El más veterano de los reporteros, Alfred, se acercó a grandes zancadas y se apoyó rápidamente en la ventanilla con una precisión y un cuidado exquisitos, situándose entre el cañón y el conductor con ese coraje tenaz y admirable que solo tienen los buenos.

—¿Quieres un cigarro? —Ofreció Alfred al Pato Donald, llevándose la mano al bolsillo del pantalón.

- Da8 —dijo mostrando unos dientes rotos y manchados por la nicotina.

Tras ofrecerle un par de cajetillas, dos de ellos discutieron sobre si nos mataban o no, mientras, en un impulso de valentía o ingenuidad, yo continué grabando sin que se dieran cuenta. Que alguien vea la cara de nuestros asesinos si nos matan, me dije. Al cabo de quince minutos, el de la camiseta de Mickey con rayas rojas y blancas empezó a mirar el aparato con insistencia y comenzaron a temblarme las manos violentamente, de forma incontrolable. Apenas hablaba ruso, pero entendí por la expresión de sus rostros que nos iban a matar. Solo hay que mirar profundamente a los ojos de una persona para comprender su alma. No se lo dije a nadie y nadie manifestó su miedo, aunque en el corazón de todos nosotros el final aparecía con tanta lucidez como esa mirada de gatillo fácil que se había incrustado para siempre en las pupilas de aquellos matones chechenos, surosetios o kazajos, violadores en grupo sin escrúpulos, alimañas de guerra.

- Zdravstvuite tovarish!9 —dijo de pronto un joven menudo de unos treinta y cinco años que salió de la nada.

Aquel hombre se interpuso entre nuestro grupo y el de los paramilitares y les dirigió unas cuantas frases en ruso. Iba vestido con una camiseta negra y un pantalón militar caqui y, aunque se presentó como periodista de una cadena de televisión rusa, no llevaba cámara ni utensilios propios de la prensa.

—Debe ser un agente de los servicios secretos rusos o un soldado a secas avisado desde el checkpoint que tenemos ahí —me dijo Thierry al oído.

—¡Menos mal! —le respondí muy bajito y muy cerca. Me dieron ganas de besarle. Eros y Tánatos, con la muerte tan cerca sentía unas ganas irrefrenables de abrazarle.

Las frases surtieron efecto. Los paramilitares dieron media vuelta y se subieron al jeep con sus kalashnikov y sus camisetas infantiles, regresando por la carretera de la gasolinera hacia el norte. Bolshoye spasibo,10 le dijimos al ruso espontáneo. Nos había salvado la vida.

Regresamos a los coches y no pronunciamos palabra durante un buen rato. A pesar del susto, decidimos continuar hacia el centro de la ciudad de Gori, ya que habíamos llegado hasta allí y dispusimos ir al hospital para ver llegar las ambulancias con los heridos que llegaban del norte, de la zona ocupada comprendida entre Osetia del Sur y la ciudad. Recuerdo que en el pasillo del centro entrevisté a una señora que estaba sentada en un banco rodeada de sus cuatro hijos y que contaba que había sido violada por los paramilitares, tenía los ojos vidriosos y miraba hacia la pared como si su triste futuro estuviera escrito en aquellos tres desconchados, muy lejos. Los niños me observaban como ratoncitos desorientados. Me estremecí y pensé cómo iba vestida yo, con aquel pantalón negro corto lleno de polvo y la vieja camisa blanca con flores de colores y rajada en la manga, dejando entrever el recurrido sujetador rojo, el único que me había traído. Noté una punzada en las entrañas, a la altura del útero.

Mientras entrevistaba en el hospital a la señora violada y pensaba en mi vestimenta, la suerte y el azar del destino, lo cual es una contradicción, recibí aquel extraño mensaje.

Jérôme está aquí, en la plaza Stalin. Ana.

Casi se me cae el móvil de las manos. Nos habíamos divorciado el año anterior y no habíamos cruzado una sola palabra amable desde que me echó de casa tras descubrir un engaño que pertenecía a otros tiempos. De pronto, el mundo desapareció. El hambre, la guerra, el miedo, la presión por grabar y contar una buena historia. En décimas de segundo caí en aquel tan conocido estado de hipnosis absoluta y mi mente olvidó por completo la artillería verbal con la que me destrozaba en los últimos meses. Cogí el móvil y le escribí un mensaje.

Estoy en el hospital de Gori. Yulia.

Dejé atrás a la señora, a sus hijos y a sus ojos desorbitados. Solo existía él. Corrí hacia la puerta buscándole. Yo tenía la cámara en la mano, el pelo tieso, sucio y comido de polvo. Allí estaba, con su pinta de reportero y su flequillo rubio cayendo ligeramente sobre sus ojos azules. No sonreí. Avanzó hacia mí con paso firme y seguro hasta parar muy cerca. Empecé a hablarle sin parar, nerviosa y compulsivamente, acabo de llegar, hace dos, no, tres días y ahora he venido con esta gente, ahí están detrás y estoy en Tiflis en una pizzería durmiendo, pero voy y vengo todos los días... Y de pronto rodeó mi cintura con su brazo derecho. Me apretó contra su cuerpo y me besó larga e intensamente. Reconocí su lengua, su humedad y su calor. Cedí.

—¡Yuliaaaaa! ¡Yuliaaaaa!

Me giré, aún con sus labios en los míos, y vi a Judith gritándome desde la puerta abierta de un autobús amarillo en movimiento.

—¡Yulia, sube que nos vamos! ¡Vamos, no hay tiempo que perder!

Me aparté de él y le miré a los ojos una vez más. No dije nada. Me di media vuelta, salí corriendo como una autómata con la cámara en la mano y la mochila negra a cuestas, subí a aquel maldito autobús amarillo, saltando y esquivando con dificultad las bolsas de ayuda humanitaria que llevaba hacia las zonas ocupadas del norte, donde nadie había podido acceder desde hacía nueve días. En el interior estaban sentados mis compañeros de viaje, aquí y allá. Me aislé todo lo que pude en uno de los asientos del final y me giré hacia atrás, buscándole. Ahí estaba él, de pie, petrificado, sin decir nada. Callado e inexpresivo, observando cómo el autobús se alejaba lentamente del hospital.

Me puse las gafas de sol y me sumí en una tristeza insondable. Las lágrimas luchaban por salir y yo apretaba los labios muy fuerte, destrozada, mientras veía los campos arder a ambos lados del camino, avanzando a gran velocidad y esquivando aquel tanque lleno hasta la bandera, que giró demasiado rápido y desparramó por el suelo a dos soldados rusos borrachos que se habían descuidado un poco. Hubo un pequeño revuelo en el autobús mirando aquella escena, pero yo estaba ensimismada en mis propios pensamientos, mi lucha interna entre el amor y el odio, la sumisión o la lucha. Por el camino vimos casas quemadas, ancianos deambulando solos, cadáveres, desolación. Nos bajamos en Tkiavi, aquel primer pueblecito que parecía desierto, sumido en un gran silencio. Lo primero que vi fue una tienda que habían destrozado y la casa quemada en la que un perro hambriento deambulaba desesperado entre las ruinas. Había un cadáver en la cuneta, otro me llamó desde su casa, ven, ven, allí lo encontré, en el patio, rodeado de flores silvestres. Era enorme y estaba inflado, cubierto con una alfombra de Majashcalá, con los pies sobresaliendo por debajo calzados con grandes zapatos negros y brillantes, relucientes. De otra época. Tenía los ojos almendrados, grandes y abiertos.

La imagen de los primeros muertos me produjo una mezcla de estupefacción y negra curiosidad, noté ese olor insoportable y particular de la muerte. Germinó en mis entrañas hasta quedarse grabado en mi memoria para siempre. Algún día todos oleremos así, me dije, donde quiera que estemos o donde quiera que hayamos nacido, todos somos pura carne putrefacta.

Thierry propuso quedarnos delante del cuerpo para inmortalizarlo justo al paso de un convoy militar ruso que vimos llegar a lo lejos, nos subimos a un tronco del árbol y juntos esperamos el paso de los tanques en el velatorio improvisado de aquel muerto abandonado. En la calle, los ancianos salían como hormiguitas de la nada y corrían hacia el autobús llorando a lágrima viva. En él viajaba un conductor georgiano, un soldado ruso y un sacerdote ortodoxo de Gori que repartía las bolsas de comida con latas rusas y pan. Aquellos ancianos huesudos le besaban y abrazaban mientras él intentaba seguir entregando víveres. Teníamos que ir muy rápido porque temíamos encontrarnos con las milicias, estaba anocheciendo.

Antes de partir, una señora de setenta años y un gran bigote se acercó y me abrazó, agarrándome la mano izquierda con fuerza. Apoyó su cabeza contra mi hombro y lloró en silencio mientras yo sostenía la cámara con la derecha. Y allí, sin poder aguantar más, lloré, lloré con ella, lloré por ellos. Lloré por Jérôme y por mí, por su abandono y su falta de empatía. Lloré con olor a muerte, con una pena inmensa, por la devastación, la violencia y la venganza. Lloré por el desprecio que sentían otros por la vida y me abandoné a aquel sentimiento de culpa infinita.

Me sentí tan desdichada y sola que deseé encontrarme con los paramilitares y pedirles que me pegaran un tiro en el corazón allí mismo.