EL BRIEFING DE LA MUERTE

—Richard, pásame el petardo...

Fergusson se había quitado el pasamontañas y ahora estaba sentado sobre la alfombra multicolor de la habitación de la cortina roja, apoyado en una pared salpicada de sangre y reclamando con la mano en alto su recompensa por el trabajo bien hecho. Su amplia sonrisa de australiano amable escondía en realidad un asesino sin escrúpulos con un largo historial de muertes a su espalda, a pesar de sus veintinueve años de juventud. Tenía el pelo castaño áspero desordenado, los pómulos hundidos y unos dientes perfectos que le daban un aspecto de viejo tiburón insaciable. Acababa de llegar de Irak donde, según contaba, había matado una persona al día. Aquí me aburro, solía decir a sus compañeros de comando. Richard, que era más menudo y ya había recibido alguna que otra colleja caprichosa de Fergusson por sorpresa, se levantó sin rechistar y le pasó el porro ya casi terminado.

A menos de dos metros yacía el cuerpo del pequeño Mohamed, ajusticiado y con los ojos abiertos. Lo ignoraban como si fuera una parte más del mobiliario de aquella pequeña casa castigada por el paso de los años y una familia numerosa, ahora marcada para siempre.

—¿Dónde están los otros? Hay que pirarse, joder. Siempre entreteniéndose —se quejó Richard.

—Déjalos, están con lo suyo, ¡ja,ja,ja!

Fergusson reía de buena gana. Richard le miró sin expresión y sonrió a medias. La luz de un flash iluminó la habitación contigua. El canadiense sabía bien lo que estaban haciendo los otros cuatro. Era una especie de ritual.

—Cógete tú el del niño —dijo Fergusson.

—¿El niño? No, joder, de niño no tengo ninguno.

—¡Pues por eso!

—Paso, tío. Sabes que solo quiero los de Al Qaeda, cabrones hijos de puta.

Richard miró a Mohamed y escondió como pudo un atisbo de tristeza. Tenía un hijo de la misma edad en Quebec, de unos cinco años. Angélica, su mujer, no le dejaba verlo desde que regresó de Irak, con veinte kilos menos, transformado en un ser distinto. Sus ojos azules habían perdido todo indicio de vida y se habían tornado grises. Estaba tan delgado que la piel se le había quedado pegada a los huesos e, incluso, tenía alguna que otra calva en una cabellera débil y rubia, esparcida aquí y allá, como si se hubiera peleado con un enemigo en el patio del colegio por un bocadillo de atún. Parecía un piloto de avión en las últimas de combustible y sin aeropuerto a la vista, sin ganas de salvar ni a su tripulación ni a sí mismo.

Tuvo que alojarse en un hotel y allí se obsesionó con una sola idea: que su mujer le cocinara patatas al horno, ¡las había echado tanto de menos en la base de Diwaniya! Sentado en la barra de aquel antro barato donde dormía en Canadá, pedía todas las mañanas un café doble, huevos con bacon y salchichas. Luego se apostillaba frente a la puerta de la que había sido su casa, vigilando durante horas. Su intención no era hablar del pasado, no quería pedir perdón a su esposa por sus largas ausencias, sus palizas y sus repentinos accesos de cólera, lo único que quería es que Angélica le preparara esas malditas patatas al horno que tanto le gustaban, crujientes, picantes y saladas.

Una mañana de sábado, la cuarta, llovía a mares en aquel barrio apartado a las afueras de la ciudad y se sentó a esperar que Angélica regresara del trabajo con su pequeño Mike a cuestas. La ranchera color marrón claro aparcó en la puerta y pudo seguir con la mirada a los componentes de lo que un día fue su familia. Se levantó a por ellos, aproximándose en silencio. A la altura de la puerta, justo cuando Angélica sacaba la llave, desenvainó su cuchillo de cortar pescuezos, rodeó el cuello de su mujer y se lo puso en la yugular sin mediar palabra. Abrazado a su madre, Mike le miraba a los ojos con un miedo profundo, aterrado. Angélica no se giró. Abrió la puerta, cocinó unas patatas al horno y Richard acabó denunciado y entre rejas. No regresó nunca más ni volvió a ver a su hijo.

—Pues entonces lo cogeré yo —dijo Fergusson.

El gigante de metro noventa se levantó. Se acercó al pequeño Mohamed, le buscó la mano y luego el dedo índice. Sacó el cuchillo reglamentario y se lo cortó, no sin dificultad. Luego lo guardó en una pequeña riñonera negra, envuelto en un pequeño pañuelo púrpura de seda. Richard le dedicó una mirada de reproche.

—¿Qué? —replicó Fergusson, levantando el mentón y dibujando una mueca de burla, al tiempo que avanzaba hacia él con un sonoro zapatazo en el suelo.

—Nada.

Richard agachó la cabeza, dejando ver algunos de sus claros de estrés. En ese momento entraron los otros cuatro miembros del escuadrón.

—La parejita está finiquitada. El tipo y su mujer, la preñada —dijo Chris, un estadounidense de California de unos veinte años, fornido, rubio, ojos azules y al que llamaban el Niño. Era su primera misión especial.

—¿Qué cojones ha pasado con esa puta tía? ¿Ha hablado en español, no? —preguntó Fergusson— ¿No la habéis cazado?

—Hemos buscado por toda la casa y he mirado fuera, pero nada. Tranquilo, he encontrado su mochila y tengo su pasaporte, su cámara y sus cosas. Es... periodista, por la acreditación de la OTAN que veo aquí. Se llama Yulia y hay unas llaves de una guest house, El Descanso —dijo Chris, manipulando la bolsa, donde había también una carpeta gris con documentación y varios bolígrafos—. La encontraremos.

—¿Y queeeeé coño hacía aquí? —gritó Fergusson fuera de sí, mirando a Richard explícitamente.

—Eeeeeh. Yo hice mi trabajo de información, pero no estaba prevista la visita de esta tía. Cuando iniciamos el dispositivo hace tres horas ya debía estar dentro de la casa. ¡Joder! ¡Y la cabrona me ha tirado al suelo! —se quejó Richard, sorprendido aún de la fuerza de aquella chica.

—¡Mierda! Pues va a haber que ir a buscarla, porque lo ha visto todo. Y encima reportera, coño. A ver, Richard y yo nos encargaremos de ella —dijo Fergusson, con un gesto de manifiesto enfado, la frente arrugada y el rostro enjuto y siniestro—. Solo nos faltaba esto.

Hubo un silencio. Todos se miraron entre sí, sabían muy bien el riesgo que corrían si se descubría la presencia de escuadrones de la muerte en Afganistán y la noticia salía publicada en la prensa. La preocupación invadió la estancia, donde el olor a hachís comenzaba a mezclarse con el de la sangre putrefacta.

—A ver. Resumen de la situación, rápido, que hay que irse —dijo Richard—. Comenzamos la aproximación a las 18h00 pm. Reptamos como previsto avanzando a veinte metros cada quince minutos. Contábamos con el factor sorpresa. Unos, dos y tres, Richard, Peter y yo soltamos la granada STUN en el primer cuarto y cuatro, cinco y seis, Dimitri, Chris y Potter iban a por el talibán a la habitación del fondo...

- Sorry. El tío se puso a disparar como un loco y tuvieron que venir Dimitri y Potter, que mataron también a la mujer que estaba allí con él. A la periodista, ni la vi —admitió Chris, el Niño.

- What the fuck! Inútiles de mierda...

—Creo que tendría que haber asegurado todas las salidas... hay una ventana rota, tal vez salió por ahí —añadió, casi susurrando, temeroso de la reacción de Fergusson.

—¡La habéis cagado bien, esta vez sí! —gritó el gigante, que se levantó de golpe dando por finalizado el juicio crítico.

Le siguieron todos. Se pusieron los pasamontañas, se asomaron con discreción al jardín y vieron algunos vecinos a lo lejos mirando con los ojos desorbitados, aterrados y esperando la salida de aquel grupo siniestro para entrar a ayudar a Hamid y a su familia. Decidieron salir por detrás, saltando por la ventana que había roto Yulia, y corrieron hacia el muro de piedra. Ayudándose los unos a los otros con pericia cayeron del otro lado, pisando sin darse cuenta un vómito multicolor con olor a hierro y sangre.