Capítulo XXX: El mundo opaco
Anaíd no notó la diferencia y creyó que estaba en el mismo lugar del que había partido. Se encontraba en el claro del bosque, a su alrededor crecían los robles y entre las copas, a lo lejos, se erguían las siluetas de las cumbres familiares.
Y sin embargo la luz no era la misma.
Al principio lo atribuyó al anochecer, pero al cabo de un rato comenzó a acusar la diferencia. La luz no variaba. Siempre era igual: desvaída, mate y privada de contrastes. Apenas se distinguían los colores. No había colores. Anaíd se frotó los ojos. ¿Estaba en un mundo paralelo? ¿Era aquí donde habitaba Selene? No le pareció un lugar especialmente siniestro. Le evocó las tardes de tormenta otoñales cuando las nubes filtran el sol provocando una luz espectral.
De pronto, una risa. Al cabo de un instante otra. Y otra. A su alrededor surgieron miles de risas. Un ejército de risas infantiles. Amenazadoras. Insolentes.
Anaíd, nerviosa, se puso en pie. ¿Quién se reía?
— ¿Hay alguien ahí? preguntó con entereza.
— Yo estoy ahí. ¿Y tú?
— Yo también estoy.
— ¿Dónde estás tú?
— Estoy ahí.
— Yo no sé dónde estoy.
Y de nuevo las risas de burla. Pero Anaíd no se dejó amedrentar. Tras cada voz debía de esconderse alguien, así que se trataba de averiguar quién era ese ser. Se internó en
el bosque y buscó. Buscó con los ojos abiertos levantando la hojarasca del suelo, hurgando en las raíces de los robles, levantando las piedras. Estaban por doquier, a centenares, a miles como las hormigas. Eran los duendes del bosque, descarados y diminutos —apenas unos pocos centímetros— que salían a molestarla.
Pues bien. No se dejaría provocar.
— Ya sé quiénes sois. No os escondáis.
— Qué niña tan lista.
— Más que lista, listísima.
— ¿Estás lista?
— Cuidado, no me fío de los listos.
Anaíd pataleó impaciente; si cada comentario tenía que suscitar tamaña sarta de estupideces, prefería callar. Hizo su último intento, pero con garantías. Se agachó velozmente y acertó a agarrar a un hombrecillo juguetón que cabía en el hueco de la palma de su mano. La cerró y sintió cómo pataleaba, golpeaba con sus puñitos y hasta le mordía con saña. Luego se tranquilizó. Anaíd susurró muy suavemente:
— Busco a Selene.
Y en el acto sus palabras, a pesar de la confidencialidad con que fueron pronunciadas, se escamparon por el bosque a la velocidad de la luz.
— Busca a Selene.
— La hermosa niña busca a Selene.
— Qué lista es la joven que quiere encontrar a Selene.
— Llegó con el rayo de sol y quiere a Selene.
— ¿Dónde está Selene?
— En el lago.
— En la cabaña.
— En la cueva.
Anaíd respiró un par de veces antes de gritar enfurecida:
— ¡Basta!
Nadie la obedeció, sin embargo, y continuaron los comentarios infinitos y tontos acerca del paradero de Selene. Hasta que desde las ramas de los árboles, un petirrojo la avisó:
— Cuidado con la condesa, niña.
— ¿La condesa? ¿Quién es la condesa? —preguntó Anaíd.
Y de nuevo se prodigaron centenares de comentarios estúpidos a su alrededor:
— La niña no sabe quién es la condesa.
— Si la condesa encuentra a la niña, sabrá quién es la condesa.
— Selene sí que conoce a la condesa.
— ¿Duerme la condesa?
— ¡Ay, si la niña despierta a la condesa!...
Anaíd se desanimó. No podía quedarse ahí rodeada de duendes burlones. Así pues, comenzó a caminar en una dirección. Si, como suponía, se hallaba en el mundo paralelo al mundo real, regresaría a su casa. Y se puso en camino por el viejo sendero. El duende prisionero pataleaba rabioso, pero Anaíd también estaba rabiosa y no le hacía el más mínimo caso.
Al final, después de una larga caminata, se dio cuenta de que se había equivocado en sus suposiciones.
El sendero acababa bruscamente y ante ella se alzaba un muro de escarpadas rocas. Allí donde debían comenzar los primeros vestigios de civilización se acababa el mundo opaco.
— Está bien —se dijo—, regresaré de nuevo al claro del bosque y me dirigiré al lago.
Dio media vuelta, pero se perdió sin remedio. Anaíd, que conocía el bosque como la palma de su mano, descubrió que el río cambiaba de curso a su antojo. Se dio cuenta al cruzar tres veces por el mismo lugar. Era desesperante. Avanzaba en círculos, porque aunque ella caminase en línea recta, el río también caminaba y se cruzaba continuamente en su camino.
Entonces entendió la diferencia que había con el mundo real. Nada era previsible. Ni siquiera existía la bóveda celeste. El firmamento era una mancha grisácea suspendida sobre sus cabezas. Sin estrellas, sin luna, sin sol. Sin astros.
Nunca encontraría a Selene.
Nunca conseguiría regresar a su propio mundo.
Se sentó sobre una piedra y se echó a llorar desconsoladamente. Todas las lágrimas que se había ido tragando fluyeron como un manantial y cayeron por sus mejillas y se derramaron sobre la tierra empapándola. En su desespero abrió su mano y dejó escapar al duendecillo. Pero el duende no se movió. Se quedó mirando con cara de pocos amigos hacia el lugar donde caían las saladas lágrimas de Anaíd y donde había surgido un pez sin escamas, enterrado largo tiempo, que se revolcaba sobre la tierra mojada.
— ¡Oh, así, qué maravilla! Llora, llora más. ¡Qué saladas y qué ricas son tus lágrimas! Ya era hora; desde que el mar se retiró, he estado esperando este momento.
Y eso indignó al duende.
— Vuelve a enterrarte, bicho inmundo.
— No me da la gana.
Entonces el duendecillo se encaró con Anaíd.
— Deja de llorar ya, chica lista.
A Anaíd le daba todo igual, así que continuó llorando.
— Está bien. Te llevaré con Selene —masculló el duendecillo.
Anaíd paró en seco.
— ¿De verdad?
El extraño pez protestó:
— ¿Y le vas a creer? Selene está muerta. Nunca la encontrarás.
Anaíd sintió el impulso de llorar de nuevo, pero se dio cuenta de que el extraño y malvado pez amaba las lágrimas, con lo cual prefirió fastidiarlo.
— Mentira. Vámonos.
Y recogió al duende, que sacó la lengua al pez.
— ¡Ea, fastídiate!
Anaíd se sentía mucho mejor. Llorar la había ayudado a tranquilizarse. Aun así, no se fiaba ni un pelo del hombrecillo.
— ¿Hacia dónde?
— Hacia el lago, pero yo que tú no iría.
— ¿Por qué?
— ¿No te echarás a llorar otra vez?
— Dímelo.
— Selene quiere hacerte desaparecer.
— ¡No te creo! —gritó al hombrecillo, fingiendo no haberle oído, e intentó orientarse.
¿Norte? ¿Sur? ¿Este?
— Miauu.
Anaíd se quedó paralizada. Le había parecido...
— Miauu.
No había duda, era Apolo, su pequeño Apolo, su queridísimo gatito.
— Apolo, soy Anaíd —le llamó sin hacer caso de las réplicas burlonas que provocó su llamada.
Y ante ella apareció el gatito. Exactamente igual que cuando cayó por el abismo. Como si no hubiese pasado ni un minuto. Apolo se acercó a Anaíd y la lamió cariñosamente. Anaíd lo abrazó y juntos se revolcaron por el suelo. Luego, repuesta ya de la emoción del reencuentro, Anaíd maulló sugiriendo el nombre de Selene y Apolo la invitó a seguirlo.
Por fin.
Anaíd fue tras él, pero antes miró su reloj. Qué extraño. Era incapaz de calcular cuánto tiempo había pasado en ese extraño mundo. Su reloj marcaba las doce de la noche, pero... ¿Hacía cinco horas que había desaparecido del claro del bosque? No tenía sueño, ni hambre, ni sed, ni notaba ningún cansancio. Ciertamente era un mundo curioso. Tan pronto como encontrara a Selene, huirían de allí. El rayo de sol de la mañana salía a eso de las siete. Debería estar en el claro del bosque a esa hora.
Apolo, el pequeño Apolo, la precedía juguetón hasta que se detuvo junto a un recodo del río, distraído por una piedrecilla que fue a parar a sus pies. Una voz femenina y coqueta lo interpeló:
— Apolo, anda, Apolo, recoge el guijarro y tráemelo.
Otra voz la corrigió:
— No es un perro, es un gato.
— Aquí no hay perros, preferiría un perro, pero Apolo puede traerme el guijarro en la boca. ¿Verdad que sí, Apolo bonito?
A Anaíd las voces le parecieron razonables, dio un par de pasos y contempló a las muchachas de largos cabellos que se bañaban en el río.
— ¡Anaíd!
— Hola, Anaíd.
— ¿Buscas a Selene?
— ¿Selene te espera?
Anaíd estaba atónita. ¿Cómo sabían su nombre aquellas dos bonitas jóvenes?
— ¿Cómo sabéis tantas cosas? —les preguntó.
— Hemos oído voces en el bosque.
— Siempre escuchamos todo lo que sucede.
— Hablaban de ti y de Selene.
— ¿Conoces a Selene?
Anaíd no sabía a cuál de ellas responder. Las anjanas cuchichearon.
— No lo sabe —comentó una.
— ¿Es su amiga o su enemiga? preguntó la otra con un gesto infantil.
Por fin Anaíd respondió.
— Es mi madre.
Silencio y risas. Las anjanas hablaban entre ellas como si Anaíd no estuviese delante.
— Te lo dije.
— Es vieja.
— Y se cree hermosa.
De pronto una anjana ladeó lánguidamente el cuello con una sonrisa seductora.
— Anaíd, mírame. ¿Soy bella?
La otra agitó sus largos cabellos y también reclamó la atención de Anaíd.
— Su piel está ajada, no le hagas caso, mírame a mí.
Anaíd las miraba alternativamente. Eran jóvenes, esbeltas, vestían gasas translúcidas y tenían el largo cabello tejido con flores.
— Las dos sois muy bellas.
— ¿Más que Selene?
— Sois diferentes, ella no es como vosotras...
— Te lo dije, no es una anjana. ¿Y tú? ¿Eres una anjana tú?
— Soy una bruja.
Las dos enmudecieron inmediatamente, la miraron con ojos de terror y se zambulleron en las aguas del río.
— Esperad. Soy una Omar. No soy una Odish, no os haré ningún daño.
Pero las anjanas ya no estaban.
Anaíd continuó su camino tras Apolo, siguiendo el curso del río y ascendiendo lentamente hasta internarse en el ancho valle glaciar.
Apolo maulló mostrándole el hermoso paisaje del lago circundado de altas cumbres. A Anaíd, a pesar de la tristeza que le causaba la luz crepuscular, se le ensanchó el corazón. Era su lago.
En ese mismo momento, en el mundo sin tiempo y sin contrastes, otra nueva presencia causaba revuelo entre los alborozados hombrecillos verdes del bosque.
— ¿Tú también buscas a Selene?
— ¿Eres lista?
— ¿Tan lista como Anaíd?
— No llegaste con el rayo de sol.
— ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Una voz seca los hizo enmudecer:
— ¡A callar! Ella es mi invitada. Se llama Criselda y yo misma la he traído hasta aquí. No quiero oíros ni una palabra más... ¿Habéis comprendido?
Los hombrecillos habían comprendido y callaron. La temían y la obedecían ciegamente. Era Salma.
Criselda miró a su alrededor con precaución y consultó su reloj.
— ¿Y bien? ¿Dónde está Selene?
Salma le mostró vagamente su entorno.
— El mundo opaco es impredecible. Vendrá hasta nosotras.
Pero Criselda estaba inquieta.
— No podemos esperar. Selene es peligrosa y la niña la está buscando.
— ¿Quieres adelantarte a la pequeña? Se defiende bien, mira mi mano.
Criselda miró de reojo la mano de Salma, pero se mantuvo en sus trece.
— Ése fue mi pacto. Yo me ocupo de Selene, pero tú te olvidas de Anaíd.
Salma calló y su silencio pareció reconocer el pacto. Pero añadió:
— Hay algo más.
Criselda suspiró.
— Lo imaginaba. Has sido tú quien ha venido a buscarme y no lo has hecho por altruismo. ¿Qué quieres, Salma?
— El cetro de poder es mío.
Criselda se puso en jarras.
— Es absurdo. El cetro de poder sólo sirve para que lo use la elegida.
Salma se frotó las manos.
— No creo plenamente en la profecía, pero percibo el poder del cetro.
Criselda no estaba dispuesta a ceder.
— El trato era muy claro. Todo debe quedar como hasta ahora. Si la elegida muere antes de que se produzca la conjunción, ni vosotras ni nosotras seremos destruidas.
Salma se apresuró a asentir.
— Por supuesto.
Criselda puntualizó:
— En ese caso el cetro debe desaparecer.
De pronto Salma se llevó una mano a la boca y mandó callar a Criselda.
La voz de la condesa retumbó desde la grieta de la cueva.
— Salma, sé que estás ahí con una Omar. ¿La has traído para mí? ¿Es una joven?
Salma mandó callar a Criselda. Sacó su átame y lo blandió con fuerza.
— Por la fuerza de las tinieblas del mundo opaco, te conjuro, condesa, a permanecer dormida hasta que el cetro de la reina madre 0 te saque de tu sueño con el olvido impreso en tu memoria.
Y mientras Salma mascullaba su salmodia con la fuerza de la sangre que había consumido, los troncos de los robles centenarios se inclinaron, las ramas crujieron y el fuerte viento que se desencadenó a punto estuvo de llevarse con él a la regordeta Criselda, que se sujetó desesperadamente a unas raíces, cerró los ojos y esperó a que el poderoso conjuro de Salma y su traición no acabaran también con ella.
Todavía le quedaba lo más difícil.