Capítulo XXVII: El cetro de poder

En las profundidades de las grutas del mundo opaco, el lugar en el que ni el tiempo ni el color se dignan adornar, atronó la voz de la condesa:

— ¿Es cierto eso, Selene?

Selene levantó la cabeza retadoramente.

— Sí, tengo una hija. Salma lo sabía.

Salma protestó:

— Me engañó, me dijo que era adoptada y que no tenía poderes, que era una simple mortal.

— Anaíd no tenía poderes, no te mentí —se defendió Selene.

Salma le mostró su mano herida a la condesa. Le faltaba el dedo anular.

— Esa niña es muy poderosa, conoce el arte de la lucha de las serpientes y no se deja vencer por el miedo. Selene nos ha ocultado cosas.

La condesa hurgó con sus tentáculos en la conciencia de Selene y topó con una coraza de resolución que la asombró.

— ¿Te resistes a mi mirada?

— Dime qué quieres saber y te responderé —se defendió Selene.

La condesa repitió:

— ¿Por qué no la iniciaste?

Selene insistió:

— Ya lo he dicho mil veces, Anaíd no tenía aptitudes para ser iniciada, era torpe e insegura.

— Eso no es cierto.

— Este tema me cansa, hemos venido hasta aquí para algo más interesante.

Pero la condesa no estaba dispuesta a cambiar de tema.

— Tal vez, pero Anaíd me parece muy interesante. A Salma, su herida también.

Salma, en efecto, no tenía intención de olvidar.

— La quiero para mí, para mí sola, sin interferencias.

La condesa la retuvo.

— Ya has oído a Salma. ¿Qué dices, Selene?

Selene permaneció callada unos instantes y luego se dirigió a la condesa con un tono distante y despectivo:

— Salma se ha procurado tanta sangre que su poder pone en peligro tu autoridad.

Salma se revolvió.

— ¿Me estás acusando?

— Sí, te acuso de traición y, si la condesa estuviera atenta, sabría que le ocultas más cosas.

La condesa se revolvió en su rincón.

— Vas aprendiendo, Selene, progresas muy deprisa. Acusas, amas el dinero, la indolen-cia, el poder y la sangre. Has rejuvenecido. Tú también puedes resultar una amenaza para mi integridad.

Pero Selene sonrió.

— Lo dudo, condesa, sin mí estáis condenadas a desaparecer.

— Eso no es cierto —gritó Salma—. Son patrañas, intenta hacernos creer que es impres-cindible, aprende nuestros secretos para hacerse la dueña de nuestros destinos. No la necesitamos.

— ¿Estás segura, Salma? ¿Te has preguntado cómo venceréis las Odish a las Ornar gracias a la elegida? —insinuó Selene.

La condesa bebía sus palabras con devoción.

— ¿Cómo, Selene?

Selene señaló a Salma.

— Lo sabes muy bien, Salma, la elegida con su cetro de poder destruirá a sus enemigas. La energía y la magia de las brujas anuladas por el cetro os alimentarán.

Salma se resistió a responder.

— No creo en la profecía.

La condesa replicó:

— La conjunción está próxima y todos los signos apuntan a ello.

Salma palideció.

— Acabemos con Selene. Si la conjunción aún no se ha producido, la profecía no se cumplirá.

— ¡Se está cumpliendo! —gritó Selene con autoridad señalando acusadoramente a Salma—. Lo tienes tú, Salma.

—Efectivamente, se está cumpliendo —repitió la condesa dando la razón a Selene y poniéndose en pie ante Salma—. Dámelo, Salma.

Salma calló mientras la sombra de la condesa iba creciendo, creciendo, creciendo hasta convertirse en una nube oscura y amenazadora.

— Entrégame el cetro de poder.

Salma se resistió.

— Es mío, vino hasta mí.

La sombra de la condesa rodeó a Salma y la cubrió de oscuridad.

— No te pertenece, Salma, dámelo.

El forcejeo duró por espacio de un tiempo absurdo en el lugar en el que no hay tiempo. Hasta que el cetro rodó a los pies de Selene y ésta no tuvo más que agacharse y recogerlo.

— Ha venido a mí, me pertenece.

La condesa contempló la escena desde la sombra y la curiosidad.

— Ya sabes cuál es tu tarea, Selene, debes destruir a las Omar.

Salma, exhausta y vencida por la condesa, respiraba entrecortadamente en el suelo.

— No lo hará, se servirá de él para sus propios fines.

— Calla, Salma —ordenó la condesa.

Selene acarició el cetro de oro y leyó las inscripciones que lo adornaban. El cetro de O, el cetro de poder. Las manos le temblaron imperceptiblemente. Sentía su fuerza, su inmensa fuerza.

— Aún no es el momento, Selene.

— ¿Qué momento?

— El momento de la conjunción. Hasta que no se produzca la conjunción, el cetro no gobernará, entonces deberás cumplir tu primera prueba.

Selene se extrañó.

— ¿Prueba? ¿No tenéis bastantes pruebas ya?

— De tu condición sí, pero queremos pruebas de tu fidelidad. Eliminarás a Anaíd y a Criselda.

Selene frunció el ceño.

— ¿Por qué a ellas?

— Te buscan para acabar contigo.

Selene retrocedió.

— No es cierto.

— Lo es, Selene, si no acabas con ellas, ellas acabarán contigo. Liquidado el linaje Tsino-ulis, no serás más que una loba solitaria lejos de tu manada.

Selene permaneció muda unos instantes mientras acariciaba el cetro, lo blandía por encima de su cabeza, lo empañaba con su aliento y lo frotaba con su ligero vestido.

— Es hermoso —comentó frívolamente.

— Muy hermoso, ahora dámelo.

— ¡No! -gritó Selene reteniéndolo con fuerza.

— No me obligues a arrebatártelo como a Salma —rugió la condesa.

Pero Selene dio media vuelta y se alejó de la gruta con el cetro en su mano.

— ¡Yo no soy Salma, soy la elegida!

Y se perdió en los bosques del mundo opaco.