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El humanismo en la revolución informática
Ya es un lugar común que estamos atravesando una revolución tecnológica tan radical como las iniciadas por la máquina de vapor, la energía eléctrica, las telecomunicaciones, el motor de combustión interna y la píldora: o sea, la revolución informática. Esta revolución ha transformado no sólo los modos en que la información se difunde a través de la sociedad, sino también las relaciones y actividades sociales, en particular el modo mismo de producción, circulación y utilización del conocimiento.
Por ejemplo, mientras que en el pasado el álter ego de los académicos era la biblioteca, y el del experimentador era el laboratorio, hoy todo trabajador de la industria del conocimiento posee un álter ego adicional: su computadora, un auténtico Doppelganger en el caso de la computadora portátil. Y estos fundamentales cambios en el estilo de trabajo no están limitados a las actividades culturales: millones de personas de casi todas las condiciones han enriquecido ampliamente sus círculos sociales, sus recursos culturales y su influencia gracias a la computadora, el correo electrónico e Internet. Todo esto se ha convertido en lugar común, e incluso en objeto de culto.
De esta revolución en particular nos hemos acostumbrado a mirar sólo los aspectos positivos, tales como la difusión instantánea de la información, la disminución del trabajo mecánico y las transacciones comerciales a través de Internet. Sin embargo, la historia nos ha enseñado que, de hecho, cada innovación tecnológica perjudica a algunas personas, en tanto que beneficia a otras. Una causa de ello es que no todas las personas son tan listas, ni están lo suficientemente acomodadas económicamente como para sacar el mejor provecho de cualquier nuevo y sofisticado instrumento, Otra, es que Internet está amenazando la privacidad. Piénsese en esas innumerable personas de buenas intenciones cuyos mensajes atiborran nuestras pantallas porque están ansiosas de compartir con los demás su invaluable información o sus originales ideas.
La revolución informática es, pues, tan ambivalente como las anteriores revoluciones tecnológicas. Esta ambivalencia no plantea problemas para quienes creen que todo desarrollo tecnológico es inevitable y, a la vez, deseable. Pero sí debería plantear un problema a quienquiera que se interese por las consecuencias imprevistas, y muchas veces perversas, de las acciones humanas. Particularmente, los humanistas seculares deben afrontar esta posible ambivalencia de la actual revolución informática. Sin embargo, antes de pasar a este problema, debemos aclarar la idea de humanismo secular y desfiguraron difundido malentendido acerca del mismo.
1.1. El humanismo secular es una cosmovisión integral
La Creencia de que el humanismo secular es una doctrina puramente negativa que se reduce a la negación de lo sobrenatural, se halla ampliamente difundida. Esto no es así, como lo enseñará cualquier muestra equilibrada de literatura humanista (véase, por ejemplo, Kurtz 19Z3; Storer, 1980; Lamont, 1982; Kurtz, 1988; Bunge, 1989). En efecto, el humanismo secular es una cosmovisión positiva y amplia. Es, en términos generales, la cosmovisión sostenida por tas miembros de la Ilustración del siglo XVIII, quienes inspiraron las revoluciones estadounidense y francesa, así como los subsiguientes cambios culturales y reformas sociales progresistas.
En mi opinión, la marca distintiva del humanismo secular es su preocupación por la totalidad de la humanidad. Esta fórmula puede ser detallada en las siguientes siete tesis:
- Cosmológica: todo lo que existe es o natural o hecho por el hombre. Puesto de modo negativo: en el mundo real no hay nada sobrenatural.
- Antropológica: las diferencias individuales entre las personas son poco importantes en comparación con los aspectos comunes que nos hacen a todos miembros de la misma especie. Puesto en términos negativos: no existen superhombres ni razas superiores.
- Axiológica: aunque los diferentes grupos humanos puedan tener valores diferentes, hay muchos valores universales básicos, tales como bienestar, honestidad, lealtad, solidaridad, justicia, seguridad, paz y conocimiento, por los cuales vale la pena trabajar o incluso luchar. Puesto en términos negativos: el relativismo axiológico radical es falso y perjudicial.
- Gnoseológica: es posible y deseable hallar la verdad acerca del mundo y de nosotros mismos recurriendo únicamente a la experiencia, la razón, la imaginación, la crítica y la acción. Puesto de modo negativo: el escepticismo radical y el relativismo gnoseológico son falsos y nocivos.
- Moral: debemos buscar la salvación en este mundo, el único real, por medio del trabajo y el pensamiento, antes que por la plegaria o la guerra, y debemos disfrutar la vida, así como intentar ayudar a los demás a vivir, en lugar de perjudicarlos.
- Social: libertad, igualdad, solidaridad y pericia en la administración de la comunidad.
- Política: a la vez que defendemos tanto la libertad de culto y la •diversidad de cultos, como la libertad de inclinación política y la diversidad de las inclinaciones políticas, debemos esforzarnos por lograr o mantener un estado secular, así como un orden social íntegramente democrático, a salvo de las desigualdades injustificadas y las chapuzas técnicas evitables.
No todos los humanistas asignan igual valor a cada uno de estos siete componentes. Es característico que ciertos humanistas hacen hincapié en los componentes intelectuales, mientras que otros ponen el énfasis en los sociales. Lo cual también es justo, porque es prueba de que el humanismo secular, lejos de ser una secta o un partido, es un gran paraguas que cubre tanto a activistas sociales como a librepensadores de diversos matices.
1.2. El humanismo religioso y el librepensamiento antisocial
La cosmovisión humanista es en parte aceptable para quienes creen en lo sobrenatural, en tanto sean tolerantes con los no creyentes y deseen hacer algo para mejorar el estilo del mundo. En cambio, un ateo o un agnóstico indiferentes a otros seres humanos no merecen ser llamados humanistas, porque la marca distintiva del humanismo es su interés por la humanidad. Permítaseme ofrecer un par de ejemplos.
Hace algunos años, en España, compartí un curso de verano con el filósofo jesuita Ignacio Ellacuría, quien enseñaba la filosofía espiritualista y no científica de su compatriota vasco Xavier Zubiri. Yo, mientras tanto, enseñaba mi propia filosofía fundada en el materialismo y la ciencia. Conociendo cada uno las concepciones del otro, apenas si nos hablábamos, hasta que supe que Ellacuría era rector de la Universidad de El Salvador, un reconocido centro de resistencia contra la salvaje dictadura militar que en ese momento gobernaba la República de El Salvador, Ellacuría me habló con sorprendente y conmovedora pasión acerca de los sufrimientos de los campesinos[2] y del generoso heroísmo de los guerrilleros[2]. Un par de años después, Ellacuría y cinco de sus colaboradores fueron asesinados por un escuadrón de la muerte al servicio de la docena de familias que posee las mejores tierras del país y controla su gobierno. Ellacuría y sus compañeros mártires fueron humanistas religiosos. ¿Quién tiene más derecho a un sitio en el panteón humanista: el sacerdote y filósofo humanista que murió por los pobres y oprimidos, o el profesor materialista y científico que lleva una vida protegida en un país pacífico? Espero estar a la altura del Reverendo Padre Ellacuría, para que pueda ser disculpado por no haber arriesgado mi vida luchando por los derechos humanos, y él por haber enseñado una filosofía oscurantista.
Arthur Schopenhauer es considerado el primer ateo entre los filósofos alemanes. Sin embargo, esto no lo hace un humanista secular, puesto que fue misógino, pregonaba el pesimismo y no se interesaba en lo más mínimo por la condición de los más desvalidos. Friedrich Nietzsche tampoco fue creyente, pero escribió en contra de la razón y de la ciencia, no apreciaba la compasión y despreciaba al «rebaño». Por lo tanto, él tampoco tiene un lugar en el panteón humanista. Del mismo modo, Sigmund Freud desacreditó la religión, pero exageró la fuerza del instinto, consideraba a las mujeres tanto intelectual como moralmente inferiores a los hombres y sostenía que la agresividad es innata. Sobre todo, Freud inventó el psicoanálisis, uno de los fraudes intelectuales y éxitos comerciales más grandes de todos los tiempos. Tan sólo esto ya lo descalifica como humanista. Último ejemplo: la fallecida Ayn Rand, una popular novelista, filósofa para andar por casa e ideóloga neoliberal de los primeros tiempos, era atea, racionalista y materialista confesa, aunque superficial. Pero sostengo que no fue una humanista, porque preconizaba el «egoísmo racional» a la vez que el «capitalismo salvaje». Más aún, fue una simpatizante del fascismo sobre la que Mussolini encargó que se rodara una película.
El humanismo secular no sólo enseña el naturalismo y el racionalismo: también se adhiere a la sabia consigna de la Revolución Francesa: liberté, egalité, fraternité (libertad, igualdad, fraternidad). Esta consigna es sabia porque los tres valores que proclama se mantienen unidos como los lados de un triángulo. En efecto, la libertad sólo es posible entre iguales; la igualdad sólo puede existir donde existe libertad para defenderla; y todo sistema social, de la familia a la nación, requiere un mínimo de solidaridad. (Más en el capítulo 9,). En conclusión, existen dos clases de humanismo: el secular y el religioso. Es cierto, el segundo es un humanismo sólo a medias, ya que está centrado en individuos suprahumanos ficticios. Pero ambas clases de humanismo comparten el principio fundamental: el de solidaridad, el cual presupone a su vez que somos todos básicamente iguales, merecedores todos por igual de disfrutar la vida y que estamos obligados por igual a ayudar a los demás. De ahí que, en lo relativo al humanismo, haya cuatro tipos de personas: secular y progresista, secular y retrógrada, religiosa y progresista, y religiosa y retrógrada. Es por ello que siempre son posibles dos coaliciones en las actividades sociales y políticas, sin importar las creencias religiosas: la progresista y la reaccionaria.
1.3. El humanismo afronta la revolución informática
¿Qué tiene que ver todo lo anterior con la revolución informática que está transformando la vida cotidiana en los países industrializados? Mucho, porque el humanista, ya sea secular, ya sea religioso, tiene algo que decir acerca de las innovaciones tecnológicas, puesto que muchas de ellas son beneficiosas, otras nocivas y otras, aun, ambivalentes o indiferentes. Acabo de sugerir una tesis que será rechazada tanto por los tecnófilos como por los tecnófobos. Mi tesis es que la tecnología, a diferencia de la ciencia básica, pero a semejanza de la ideología, rara vez es moralmente neutral y, por consiguiente, socialmente imparcial.
Obviamente, hay tecnologías beneficiosas, como las utilizadas en la fabricación de utensilios de cocina y de fármacos eficientes. Es igualmente obvio que hay tecnologías perniciosas, como las que se utilizan para el asesinato en masa y la manipulación de la opinión pública. Y hay, también, tecnologías de dos filos, como las que se emplean en la fabricación de televisores, la organización de empresas, el diseño de códigos legales o políticas públicas. En efecto, la televisión puede entretener y educar, o puede acostumbrar a la violencia, la vulgaridad y la pasividad. La administración de empresas puede aumentar la satisfacción del consumidor y el trabajador, o puede tener como objetivo la maximización de la utilidad a costa de la calidad del producto o del bienestar de los trabajadores. La pericia legal puede defender o condenar a un inocente, y puede reforzar o debilitar una ley injusta. Y una disposición de carácter público puede beneficiar a los ricos o a los pobres, a todos o a ninguno.
Debido a que la tecnología, a diferencia de la ciencia básica, rara vez es neutral, es natural que la mayoría de las personas sean o tecnófilas o tecnófobas. Sin embargo, la mayoría de los tecnófobos no tienen empacho en utilizar artefactos de alta tecnología y algunos tecnófilos adoran productos tecnológicos que no comprenden. Un ejemplo de tecnofobia incoherente es el del irracionalista que escribe sus insensateces empleando un procesador de texto; Y un caso de ciega tecnofilia es el del beduino saudí a quien mi amigo Dan A. Seni encontró arrodillado e inclinado ante una computadora, la última potente e inescrutable deidad de los occidentales.
La tecnología de la información es ambivalente porque sólo se refiere al procesamiento y transmisión de mensajes, no a su contenido o significado. Una red de información puede difundir conocimiento o propaganda, poemas o insultos, llamamientos a la compasión o a la violencia. Debido a esta ambivalencia, los humanistas tienen algo que hacer y algo que decir acerca de la revolución de la información; debemos averiguar qué es lo bueno y qué lo malo de esta revolución, así como qué es verdad y qué es falso en la estridente «infomanía».
1.4. Información y conocimiento
El importantísimo papel que desempeña la información en las sociedades industriales ha dado origen al mito de que el universo está compuesto de bits en lugar de materia, El bien, conocido físico John Archibald Wheeler ha sintetizado este mito en la fórmula «Cosas a partir de bits»[3]. Un instante de reflexión basta para perforar esta extravagancia idealista. De hecho, un sistema de información, como Internet, está compuesto por seres humanos (o, si no, por autómatas) que operan con artefactos tales como codificadores, señales, transmisores, receptores y decodificadores. Todas éstas son cosas materiales o procesos que se dan en ellas. Ni siquiera las señales son inmateriales: de hecho, toda señal va montada sobre algún proceso material, como una onda de radio.
En otras palabras, no es verdad que el mundo sea inmaterial o se halle en un proceso de desmaterialización; o, como algunos autores populares han afirmado, que los bits estén reemplazando a los átomos. Comemos y bebemos y respiramos átomos, no bits. Y cuando estamos enfermos llamamos a un médico, no a un experto en informática. Es cierto que el correo electrónico está reemplazando al correo postal. Pero la señal electromagnética que se propaga a lo largo de una red es tan material como la carta y el cartero que la transporta, La revolución informática es una gigantesca innovación tecnológica con un impacto social aún mayor, pero esto no requiere cambio alguno en nuestra cosmovisión: el mundo de hoy es tan material y mudable como el de ayer. La principal diferencia con respecto al mundo de antaño es que el actual está más íntimamente tramado, es más sistémico.
Podemos reírnos del supersticioso beduino de la historia de mi amigo Dan, pero al mismo tiempo olvidar que personajes similares se hallan en el núcleo de muchas poderosas organizaciones modernas. ¿Qué otra cosa son el funcionario público o el político que proponen inundarlas escuelas con computadoras, antes que reciclar docentes y motivar a los estudiantes, mejorar laboratorios y talleres, renovar bibliotecas, actualizar currículos; y, quizá, también servir el desayuno? ¿Qué es, si no un supersticioso beduino, el administrador de ciencia que da prioridad a la investigación que conlleva el uso intensivo de computadoras, sin prestar atención a la importancia y originalidad de los problemas a investigar?
Todos estos modernos beduinos identifican información con conocimiento, e investigación con recuperación de información o difusión de la misma. Pero la información o el mensaje no son lo mismo que el conocimiento. Las afirmaciones de Martin Heidegger «El mundo mundea», «El habla habla» y «El tiempo es la maduración de la temporalidad», no comportan conocimiento alguno: son cadenas de símbolos vacías de sentido. Y la investigación original no consiste en la recuperación o siquiera en el procesamiento de la información, sino en la formulación de nuevos problemas y en el intento de resolverlos. En particular, la revolución informática es hija de numerosos descubrimientos provenientes de proyectos de investigación básica o desinteresada, de la matemática pura a la teoría cuántica, que es la base de la física del estado sólido.
Es cierto que las computadoras están ayudando a encontrar y difundir nuevos conocimientos, pero aquéllas no pueden reemplazar a los cerebros vivos, bien instruidos, curiosos, disciplinados e intensamente motivados. Esto es así, porque las computadoras son diseñadas y construidas por las personas para ayudar a responder preguntas, no para encontrar, inventar o evaluar problemas. Y ocurre que los problemas son la fuente de la investigación. Más aún, un programa de computación puede abordar sólo problemas bien planteados y con la ayuda de un algoritmo o una instrucción. Nada puede hacer frente a un problema mal planteado o frente a un problema bien planteado para el cual no se conoce ningún algoritmo (o para el que se sabe que no es posible algoritmo alguno). En particular, las computadoras resultan inútiles frente a problemas inversos, tales como el de conjeturar las intenciones de un persona a partir de su conducta, debido a que, en el mejor de los casos, los problemas de esta clase poseen múltiples soluciones, tantas como suposiciones razonables pueda producir el observador. (Más sobre los problemas inversos en el capítulo 5.) Tampoco puede haber algoritmos para diseñar nuevos algoritmos o, siquiera, para reparar fallas inesperadas. Tanto es así que ninguna computadora ha detectado, por no decir reparado, la llamada «Falla del Milenio» o «Efecto 2000», es decir, la incapacidad de millones de relojes de computadoras para reconocer el año 2000.
En general, no hay reglas para inventar ideas nuevas, en particular nuevas reglas. (Si las hubiese, nos ahorraríamos cientos de escritos que auguran que las computadoras de la siguiente generación serán creadoras). Sólo un cerebro viviente y bien pertrechado puede inventar ideas radicalmente nuevas, en particular problemas, analogías, principios de elevado nivel y algoritmos. Las computadoras sólo pueden combinar o desembalar ideas conocidas, a condición de que se les suministren reglas de combinación e inferencia adecuadas. Más aún, las computadoras no pueden comprender los símbolos que procesan si éstos se refieren a elementos del entorno, porque este último sólo contiene un enchufe, una persona que presiona las teclas y, tal vez, otras computadoras. En una computadora, cualquier referencia a átomos o estrellas, el tiempo o la política los amigos o los negocios, es inútil.
Además, las computadoras trabajan según el reglamento en todos los sentidos del término. No son curiosas, ni dudan, ni son imaginativas, ni aventureras; tampoco toman atajos, ni entienden oraciones incompletas ni, mucho menos, metáforas; y tampoco pueden elaborar proyectos, ni evaluar descubrimientos empíricos o planes. Para un procesador de texto, los proverbiales titulares «Perro muerde a hombre» y «Hombre muerde a perro» poseen el mismo valor (la misma cantidad de información), dado que poseen igual número de bits. Del mismo modo, una computadora es incapaz de evaluar proyectos de investigación. En consecuencia, puede prestar su supuesta autoridad a cualquier mal proyecto, como el de crear «vida artificial» bajo la forma de programas de computadoras que imitan algunos aspectos arbitrarios de los procesos vitales.
A todos nos gustaría saber más y, a la vez, recibir menos información. De hecho, el problema de un trabajador de la industria del conocimiento contemporánea no es la escasez de información, sino su exceso. Lo mismo vale para otros profesionales: sólo piénsese en un médico o en un ejecutivo, constantemente bombardeados por información que en el mejor de los casos es irrelevante. Para aprender algo necesitamos tiempo. Y para darnos tiempo necesitamos utilizar filtros que nos permitan ignorar la mayor parte de la información de la que somos blanco. Debemos ignorar mucho para aprender poco. Y para producir esos filtros, necesitamos una cosmovisión naturalista, abarcadura, profunda y actualizada. El humanismo secular debe ayudar en esto, aunque sólo sea por su escepticismo acerca de lo sobrenatural y lo paranormal.
En suma, los nuevos artefactos informáticos facilitan el procesamiento y la comunicación del conocimiento, pero no lo producen. En particular, las computadoras no pueden explorar el mundo externo —salvo, ocasionalmente, a través de un intermediario— ni inventar teorías capaces de explicar o predecir hecho alguno. De allí que no reemplacen ni al explorador ni al inventor, ni siquiera al escéptico. Tampoco reemplazan al maestro competente y dedicado, capaz de estimular la curiosidad y transmitir entusiasmo por el aprendizaje. Un buen docente puede contribuir a dar forma a un cerebro indagador y creador. Por el contrario, lo máximo que un dispositivo electrónico puede hacer es suministrar alguna información valiosa y llevar a cabo algunas tareas de rutina. Un algoritmo poderoso puede ayudar a resolver problemas de una clase dada mucho más rápidamente que una legión de cerebros vivientes, pero no es un órgano de usos múltiples como el cerebro normal. No es ingenioso ni creador, ni siquiera crítico: debe aceptar obedientemente casi todo aquello con que se lo alimenta. Está incapacitado para improvisar frente a situaciones imprevistas. Por último, pero no menos importante, ningún dispositivo electrónico es capaz de emitir juicios morales autónomos. Y este punto es de especial interés para los humanistas, sean seculares o religiosos.
1.5. La Autopista de la Información
Día a día, Internet está logrando más conversos que cualquier partido político o cualquier credo, incluido el Islam. El fervor de algunos de sus usuarios es tal, que ya se habla de adicción a la información (web-alcoholism), a la par con la adicción a las drogas. Kimberley Young, una investigadora de la Universidad de Pitsburgh, examinó adictos a Internet. Young halló que los «infoadictos» pasan sentados frente a la pantalla tantas horas en su hogar como en el trabajo, y tienden a aislarse de sus parientes y amigos. Además, cuando se los priva del acceso a la Red, exhiben un síndrome de abstinencia semejante al que experimentan quienes son adictos a las drogas.
Afortunadamente, los infoadictos son y siempre serán una pequeña minoría por dos motivos: limitada utilidad y costo excesivo. El primero es que la gran mayoría de las tareas que realizamos en nuestra vida cotidiana no requiere del uso de computadoras: piénsese en aprender a caminar y respetar a las otras personas, darse una ducha o vestirse; cocinar o clavar un clavo, saludar a un vecino e imaginar una escena, jugar a la pelota y asistir a una fiesta, planear una salida y discutir las noticias del día, soñar despierto y escuchar música. El segundo motivo es que Internet es y continuará siendo una herramienta de élite, porque implica un gasto mayor que el ingreso anual de la mayoría de las personas del Tercer Mundo, en donde viven cuatro de cada cinco personas. En especial, Internet no llega a las chabolas o villas de emergencia, donde habitan más de mil millones de personas.
Sin embargo, indudablemente, las vidas de un número cada vez mayor de personas en el Primer Mundo giran en torno a la red informática. Algunos no se sienten con vida si no envían, por lo menos, diez mensajes electrónicos por día y no pasan algunas horas navegando por la Red o retransmitiendo información trivial. ¿Cómo se explica esta nueva manía? Existen varios motivos. Primero, la Red ofrece una enorme cantidad de información a bajo precio: es la más universal y barata de las enciclopedias. Segundo, utilizar la Red confiere prestigio, es chic y un signo de juventud: quienes están off-line[4] son rústicos, o fósiles. Tercero, usar la Red es más cómodo que visitar museos; ir a conciertos, espectáculos deportivos o conferencias; buscar en bibliotecas, viajar o enseñar a nuestros hijos. Cuarto, cualquiera puede generar su propio sitio web para exhibir su sabiduría o su sentido del humor o, de otro modo, para consolarse o aburrir impunemente a otros. Quinto, la Red permite establecer muchas relaciones de un día para otro y sin compromiso. Sexto, provee refugio de los problemas del trabajo y las preocupaciones cotidianas.
Éstas son las razones por las cuales el uso compulsivo de la Red, como el ver obsesivamente la televisión, puede funcionar como un substituto electrónico del culto religioso. «Red nuestra que estás en el Ciberespacio, alabado sea Tu nombre. Venga a nos Tu reino. Hágase Tu voluntad así en la tierra como en el Ciberespacio. Los bits nuestros de cada día dánoslos hoy».
Los fanáticos de la información nos aseguran que la autopista de la información nos está llevando a una sociedad más igualitaria, cohesiva, democrática y culta. ¿Es así? De hecho, sólo mínimamente. Para comenzar, la red electrónica no diferencia entre el conocimiento genuino y la falsificación. La tecnología de la información trata exclusivamente con información, sin importar su contenido, importancia, valor, verdad y justicia. Por eso existen cosas tales como la sobrecarga de información y los crímenes informáticos, del fraude a la pederastia organizada.
Cualquiera puede publicar lo que desee en su sitio web. No hay guardianes en la entrada porque no hay estándares, y porque la decisión de publicar o no es puesta en manos del usuario, sin previa consulta con sus conciudadanos. En consecuencia, la anarquía intelectual de la Red es total: todo vale, hecho o fantasía, mensaje con sentido o sin sentido, elemento del sistema o elemento aislado, joya o basura. El Ciberespacio es el paraíso del relativista cultural. Del mismo modo, la Red se ha transformado en un obstáculo para la educación seria, dado que muchos estudiantes prefieren las dudosas vulgarizaciones que se hallan en la Red, a la esforzada búsqueda en una biblioteca. Debido a esta total libertad de expresión, Internet jamás desplazará a los libros y revistas académicas cuidadosamente arbitradas. Complementar, sí; reemplazar, no.
Además, mirar la pantalla no inspira tanto como la vieja buena lectura de material impreso. Hasta un alto sacerdote del nuevo culto reconoce que «los multimedia interactivos dejan [sic] muy poco a la imaginación… En contraste, la palabra escrita destella imágenes y evoca metáforas que obtienen mucho de su significado de la imaginación y las experiencias del lector» (Negroponte, 1996: 8).[5]
En resumen, la autopista de la información no lleva a ningún lugar definido. Viajando por ella se puede aprender casi cualquier cosa con excepción de habilidades manuales, juicio y buenos hábitos; uno puede comunicarse con otros miembros de la élite; y, sobre todo, se puede escapar por un momento de las pequeñas miserias de la vida cotidiana… a fuerza de descargarlas sobre los demás. Pero para la gran mayoría de la gente, la Red no satisface necesidad básica alguna, debido a que la mayoría de nosotros no trabajamos en la industria del conocimiento. Más aún, la red global permanecerá siempre inaccesible para aquellos que más la necesitan: los náufragos de la sociedad, o sea, las personas sin parientes, amigos o relaciones; en particular, para quienes no tienen empleo o casa o, simplemente, son analfabetos. Y ocurre que éstos constituyen el 21% de la población adulta estadounidense y el 22% de la británica. Los más necesitados podrían usar Internet para buscar empleo o amistad o, al menos, para combatir el aburrimiento. Pero ellos no pueden leer, mucho menos escribir empleando un teclado y, en todo caso, no podrían pagar por ello.
1.6. ¿Hacia una sociedad virtual?
En la década, de los ochenta nació una nueva utopía: la de la sociedad electrónica o virtual o cibersociedad o sociedad en red (ver, por ejemplo, Castells, 1996). Ésta debía ser la sociedad en la cual las relaciones humanas cara a cara serían reemplazadas por las comunicaciones pantalla a pantalla. Todos nos mudaríamos del espacio físico al ciberespacio. Naturaleza, espacio y tiempo serían superados. La gente ya no se reuniría en oficinas, pasillos, mercados, cates, clubes, ayuntamientos o, siquiera, hogares. Las oficinas trabajarían sin papel. Las aulas, los laboratorios y los talleres se transformarían en salas de computadoras. Las bibliotecas serían desmanteladas. Los deportes serían desplazados por los juegos de computadoras. Las ciudades serían demolidas. El dinero desaparecería e Internet se convertiría en el centro comercial global. Tal vez hasta las relaciones de familia pasarían por la pantalla. Por ejemplo, los esposos se comunicarían el uno con el otro sólo a través de computadoras y el amor virtual desplazaría al amor carnal. ¿Es algo de esto compatible con lo que sabemos acerca de la necesidad humana de recursos naturales, contacto físico y diálogo persona a persona?
También se profetizó que el uso generalizado de las computadoras aboliría la pobreza y que Internet perfeccionaría la democracia, una vez más, porque sólo la información contaría y ésta estaría entonces disponible universalmente. ¿Es realmente así? Veamos, Indudablemente, la revolución informática está expandiendo la democracia cultural, es decir, el acceso popular a bienes culturales, así como, a basura cultural. Sin embargo, la gente con acceso a Internet es y será siempre una minoría porque la información, aun si es inútil, está lejos de ser gratuita. En efecto, el acceso a la información exige dinero y un mínimo de instrucción. Por lo tanto, y a fin de cuentas, Internet introduce un abismo social más; el que existe entre aquellos que están on-line y aquellos otros que permanecen off-line. De este modo, la polarización entre los conectados y los desconectados se añade a las ya existentes: entre los que tienen y los que no tienen, entre negros y blancos, entre creyentes e infieles, etcétera, Así pues, la revolución informática profundiza aún más las imposibilidades de los más desvalidos, en lugar de ofrecerles mayores posibilidades. De allí pues sea falso que la revolución informática esté incrementando la democracia económica y política (véase Menzies, 1995; Hurwitz, 1999).
La idea que subyace tras la utopía de la cibersociedad es que la comunicación es el único o al menos el principal vínculo social. Este mito nació en los sesenta. Por ejemplo, el ya fallecido Karl Deutsch (1966), un distinguido profesor de ciencias sociales de Harvard, definió a un pueblo como un cuerpo de individuos capaces de comunicarse entre sí a través de distancias largas y acerca de una diversidad de materias. Del mismo modo, el difunto sociólogo alemán Niblas Luhmann (1984-), quien tuvo una fuerte influencia sobre la «teoría de la acción comunicativa» de Jürgen Habermas, sostenía que los sistemas sociales consistían en comunicaciones y nada más que comunicaciones. Pero si esto fuese verdad, entonces todos los usuarios del correo, el teléfono y el correo electrónico constituirían un pueblo. Para mejor o para peor, un pueblo está unido por una diversidad de vínculos: las telecomunicaciones son sólo uno de ellos. La conexión a la Red no reemplaza la crianza de los niños, el juego, el trabajo de la tierra, la construcción, la fabricación, el transporte, la vigilancia del orden público, la investigación y la socialización persona a persona. Sólo modifica el modo en que éstas y otras actividades se llevan a cabo.
Clífford Stoll, un astrónomo, inventor de un predecesor de Internet y frecuente usuario de este medio, es cualquier cosa menos un tecnófobo. Sin embargo, en su libro Silicon Oil Snake[6] (1995: 58), advierte contra la nueva manía. Stoll sostiene que las redes de computadoras son herramientas de doble filo. Si bien facilitan el acceso a montañas de información útil, también «nos aíslan de otros y envilecen el significado de la experiencia real. Trabajan en contra de la alfabetización y la creatividad. Minan nuestras escuelas y bibliotecas».
La comunidad científica es la única excepción a esta regla. En efecto, Internet ha facilitado enormemente el trabajo cotidiano de los investigadores de todas las ciencias al fortalecer la cooperación entre ellos. Esto ha sido posible porque la búsqueda desinteresada de la verdad, a diferencia de la búsqueda de poder económico o político, está gobernada por un ethos único (Merton, 1968). Este ethos incluye el libre compartimento de la información y el derecho, y la obligación, de practicar la crítica constructiva. Los científicos auténticos están comprometidos con la verdad, así como con el comunismo epistémico y el escepticismo organizado. Así pues, la cibersociedad ideal está habitada sólo por científicos. Sin embargo, todos ellos siguen reuniéndose en persona en los sitios tradicionales, desde oficinas y laboratorios hasta congresos y seminarios.
En resumen, la sociedad virtual o electrónica es tan imposible como las ciudades imaginarias del novelista Italo Calvino. Es cierto, al mercado electrónico le va asombrosamente bien y es probable que continúe incrementando sus acciones en la bolsa. Pero la sociedad es mucho más que el mercado, debido a que el intercambio de bienes y servicios es sólo una de las muchas relaciones sociales. Además, si bien el mercado no es un sistema autorregulado, la democracia sí lo es. Lo máximo que los ciberfundamentalistas pueden esperar lograr a modo de transformación social, es desviar la atención pública de los asuntos sociales trágicos, como cuando una vez un poderoso político estadounidense propuso distribuir computadoras portátiles entre los desposeídos, para que así pudiesen comenzar su propio negocio desde su acera favorita.
Conclusión
Todo progreso biológico y social parece tener un precio. Por ejemplo, pagamos con dolor de espalda por la bipedestación; con elevado consumo de energía por nuestros grandes cerebros; con ilusiones ópticas por la agudeza visual; con obesidad la disminución del trabajo manual y de la necesidad de caminar; con estrés por la sensibilidad a los conflictos sociales; con su mal uso por el conocimiento; con menos solidaridad por una mayor libertad individual; con burocracia por la democracia; con menos tiempo para resumir la información por la facilidad para acceder a ella, etcétera. En resumen, el progreso tiende a ser ambivalente. De allí que toda propuesta de desarrollo tecnológico a gran escala deba ser ponderada y discutida antes de ser adoptada. Eso es lo que se espera de la Oficina de Asesoramiento Tecnológico del Congreso de los Estados Unidos. Los humanistas seculares no nos oponemos a cualquier desarrollo tecnológico. Aplaudimos toda innovación útil y no creemos que las máquinas puedan dominar a las personas, o que la tecnología avance inexorablemente por sí misma. Pero, debido a la ambivalencia de la tecnología —en contraste con la neutralidad de la ciencia básica— no nos adherimos a las nuevas tecnologías sin antes examinar sus consecuencias sociales previsibles. E intentamos prepararnos para sus efectos perversos imprevistos.
En particular, sabiendo como sabemos que es probable que el progreso tecnológico elimine empleos, no sería otra cosa que hacer justicia el que una parte de los ahorros derivados del uso de las computadoras se utilizara para acortar la semana laboral. Debido a que sabemos que la red electrónica estrecha ciertos lazos sociales en tanto que debilita o, aun, cercena otros, debemos preconizar la prudencia en su uso. Debemos, entre otras cosas, impedir que continúe invadiendo nuestra privacidad. Sabiendo, como sabemos, que los conflictos sociales no se desvanecen porque nos sumerjamos en la realidad virtual, debemos exigir que se mantengan en la agenda política. Y, dado que sabemos que la información es en el mejor de los casos un medio para aprender y en el peor de ellos un obstáculo para el aprendizaje, debemos impedir el reemplazo de debates, laboratorios, talleres y gimnasios por el trabajo de computadora. Distribuyamos pegatinas para que sean adheridas a cada terminal de computadora: «Esta herramienta extremadamente valiosa tiene efectos colaterales perjudiciales. Puede debilitar los vínculos humanos, adormecer la imaginación y la crítica, y provocar dolor de espalda. Dosifíquese con inteligencia, moderación y responsabilidad social».
En resumen, la ciega tecnofilia es tan absurda y peligrosa como la tecnofobia total. Por esta razón, debemos abogar por una simbiosis entre la tecnología y el humanismo. En forma abreviada:
HUMANISMO − TECNOLOGÍA = ESTANCAMIENTO SOCIAL
TECNOLOGÍA − HUMANISMO = DECLIVE SOCIAL
HUMANISMO + TECNOLOGÍA = PROGRESO SOCIAL