La guerra de Independencia
La vida durante la guerra
Vine a incorporarme a la guerra el tres o el cuatro de diciembre del noventa y cinco. Yo estaba en el Ariosa, al tanto de todo. Un día me reuní con unos amigos, los más viejos del ingenio, y les dije que teníamos que levantar cabeza. Entonces nos metimos de lleno. La primera persona que se fue conmigo se llamaba Juan Fábregas. Era un negro guajo y decidido. Casi no tuve que decirle nada; él adivinó lo que yo me traía entre manos. Salimos del ingenio por la tarde y caminamos hasta encontrar una sitiería. Allí enganchamos los primeros caballos que había amarrados a unos árboles. No era un robo. Me ocupé de decirle al sitiero en buena forma: "Hágame el favor de darme la montura completa". Me la dio y enseguida se la puse al caballo, con frenos y espuelas. Iba completo para la pelea. No llevaba armas de fuego, pero un machete era bastante para aquellos tiempos. Caminé duro por los caminos reales. Casi llegué a Camagüey.
Cuando me topé con las fuerzas mambisas, grité y ellos me vieron, a mí y a los que iban conmigo. Desde ese día me di por entero a la guerra. De primera y pata me sentí raro, medio confundido. Es verdad que todo aquello era un arroz con mango. Ni siquiera estaban formados los escuadrones ni designados los jefes. Aún en esas condiciones había disciplina. Nunca faltaba un soldadito zoquetón o un bandolero. Pero eso era igual en la del sesenta y ocho, según sé.
Desde Camagüey vine bajando con las columnas hasta Las Villas. Ya era distinto, porque cuando se está unido hay más confianza. Fui haciendo amigos para no caer mal y llegando ya a Mal Tiempo todos me conocían, por lo menos de vista. Fábregas era más equilibrado que yo en eso de las amistades. El se ganó las tropas enseguida. Hacía cuentos y jodia como carajo. Antes de Mal Tiempo no hubo ningún combate en el que yo estuviera enredado.
Mal Tiempo fue lo primero quo yo vide de la guerra. Fue el primer Infierno que sufrieron los españoles en Cuba. Mucho antes de llegar allí los jefes sabían lo que iba a ocurrir. Lo avisaron para prepararnos. Y así fue. Cuando llegamos todo el mundo llevaba el diablo en el cuerpo. EL machete era el arma de batalla. Los jefes nos decían: "Al llegar, levanten machete".
Maceo dirigió el combate. Desde el principio estuvo a la cabeza. Máximo Gómez lo ayudó y entre los dos llevaron la pelea. Máximo Gómez era valiente, pero reservado. Tenía mucha maraña en la cabeza. Yo nunca confié en él. La prueba la dio más tarde. La prueba de que no era fiel a Cuba. Pero eso es harina de otro costal.
En Mal Tiempo había que estar unidos y al que remangara la camisa y levantara el máchele había que seguirlo. Mal Tiempo duró como media hora, pero fue bastante para causar más muertes que un infierno. Allí cayeron más españoles que en todas las batallas que se libraron después. El combate empezó por la mañana. Era un campo liso y abierto: un llano. El que estaba acostumbrado a pelear en lomas pasó sus apuros allí. Mal Tiempo era un caserío chiquito. Estaba rodeado de arroyos, cañas y muchas cercas de pina. Cuando la matanza terminó nosotros veíamos las cabecitas de los españoles por tongas, en las cercas de pina. Pocas cosas he visto yo más impresionantes.
Al llegar a Mal Tiempo Maceo ordenó que la pelea fuera de frente. Así se hizo. Los españoles desde que nos vieron se enfriaron de pies a cabeza. Pensaban que nosotros veníamos armados con tercerolas y maúseres. Pero ¡ñinga!, lo que nosotros hacíamos era que cogíamos palos de guayabo del monte y nos los poníamos debajo del brazo para asustar. Se volvieron locos cuando nos vieron y se tiraron a luchar. No duró aquella avanzada ni un tilín. Al instante nosotros estábamos cortando cabezas. Pero cortando de verdad. Los españoles eran unos cagados para los machetes. A los rifles no le tenían miedo, pero a los machetes sí. Yo levantaba el machete de lejos y decía: "Ahora, cabrón que te la arranco". Entonces el soldadito almidonado daba la vuelta rápido y se iba volando. Como yo no tenía instinto criminal, lo dejaba. Así y todo tuve que cortar cabezas. Mucho más cuando veía que uno de ellos se abalanzaba hacia mí. Algunos eran valientes, los menos, a esos sí había que eliminarlos. Por lo regular yo le pedía el máuser; les decía: "Arriba". Ellos me contestaba: "Oye pillín, si por el máuser lo haces, cógelo". Me tiraron muchos máuseres en mis narices. Es que eran muy cobardes.
Otros lo hacían porque eran inocentes, muy jovencitos. Los quintos por ejemplo, tenían dieciséis o dieciocho años. Venían fresquitos de España; nunca habían peleado. Cuando se veían enfrascados en un lío, eran capaces de quitarse hasta los pantalones. Yo me topé con muchos en Mal Tiempo. Después también, porque ellos pelearon en la guerra. Para mí que sobraban en España y por eso los mandaron.
El batallón más bravo que peleó en Mal Tiempo fue el de Canarias. Iba bien equipado. Cayeron casi todos, por el mismo miedo al machete. No obedecían a su jefe. Se tiraban al suelo espantados, dejaban los fusiles y hasta se escondían detrás de los árboles. Con todo y esa blandunguería fueron los que más echaron cuerpo. La técnica que usaron fue muy lista, pero una vez que nosotros se la destruíamos, estaban fracasados. Ellos hacían lo que le llaman cuadros. Los cuadros eran estrategias que se formaban en bloques, para tirar desde unos hoyos que hacían en la tierra. Se hincaban ahí y formaban línea de bayonetas. En algunos casos les salieron bien; en otros, no.
Mal Tiempo fue la derrota de esa técnica. Los primeros momentos fueron difíciles. Luego, sin cuadros organizados, no les quedó más remedio que tirar por la libre. Les daban bayonetazos a los caballos nuestros y a los jinetes los fulminaban a tiros. Parecían locos. Estaban disparados. Aquello fue un revolteo horroroso. El miedo fue el enemigo mayor.
A la verdad que los cubanos nos portamos bien. Yo mismo vide a muchos mambises que iban para arriba de las balas. Las balas eran algodones para nosotros. Lo importante era el ideal, las cosas que había que defender, como todo eso de que hablaba Maceo, y hasta lo que decía Máximo Gómez, aunque nunca lo cumplió. Mal Tiempo jamaqueó a los cubanos. Les abrió el espíritu y la fuerza.
A mí en Mal Tiempo me quisieron matar. Fue un galleguito que me vio de lejos y me apuntó. Yo lo tome por el cuello y le perdoné la vida. A los pocos minutos lo mataron a él. Lo que hice fue quitarle las municiones, el fusil y no recuerdo si la ropa. Creo que no, porque la ropa nuestra no estaba tan mala. Ese gallego me miró y me dijo: "Ustedes son salvajes". Luego echó a correr y lo liquidaron. Claro, se creían que nosotros éramos salvajes, porque ellos eran mansitos. Además, venían aquí a otra cosa verdaderamente. Se hacían la figuración de que la guerra era un juego. Por eso cuando la malanga se puso dura, empezaron a echar para atrás. Llegaron a pensar que nosotros éramos animales y no hombres. De ahí que nos llamaron mambises. Mambí quiere decir hijo de mono y de aura. Era una frase molesta, pero nosotros la usábamos para cortarles la cabeza. En Mal Tiempo se dieron cuenta de eso. Tanto fue así, que lo de mambí se convirtió en león. En Mal Tiempo mejor que en ningún lugar, quedó demostrado. Allí hubo de todo. Fue la matanza más grande de la guerra. Pasó así porque estaba decidido ya. Hay cosas que no se pueden cambiar. El curso de la vida es muy complicado.
Mal Tiempo fue necesario para darles valor a los cubanos y a la vez para el fortalecimiento de la revolución. El que peleó salió convencido de que podía enfrentarse al enemigo. Maceo lo dijo muchas veces en el camino y en los llanos. Y es que Maceo estaba seguro de la victoria. Siempre daba esa idea. El no se viraba, ni se aflojaba. Era más duro que un guayacán. Si Maceo no hubiera peleado allí las cosas hubieran sido distintas. Nos hubiéramos despeñado.
Los españoles decían que él y su hermano José eran unos criminales. Eso es mentira. El no era partidario de las muertes. Mataba por el ideal, pero yo nunca le oí decir que había que arrancarle la cabeza a nadie. Otros hombres sí lo decían y lo hacían todos los días. También era verdad que la muerte era necesaria. Nadie puede ir a la guerra y cruzarse de brazos, porque hace el papel de maricón.
Maceo se portó como un hombre entero en Mal Tiempo. Iba al frente siempre. Llevaba un caballo moro más bravo que él mismo. Parecía que no tropezaba con nada. Después que rompió el fuego de los españoles, que estaban tirados en el suelo con las bayonetas preparadas, se acercó al escuadrón donde yo estaba y ahí fue donde lo vide mejor. Ya el fuego habla bajado un poco. Se oían tiros todavía. Maceo era alto, gordo, de bigotes y muy hablador. Daba órdenes y luego era el primero que las cumplía. Yo no lo vide dar un planazo a ningún soldado. ¡Eso nunca!, ahora, a los coroneles que se portaban revirados, sí los agarraba por el lomo a cada rato. El decía que los soldados no eran culpables de los errores.
Además de Maceo y Gómez, en Mal Tiempo hubo otros hombres muy guapos. Quintín Banderas era uno de ellos. Ese era negrito como el carbón, pero con unos bríos que únicamente Maceo. Quintín había peleado en la otra guerra, la del sesenta y ocho. Tenía el espíritu para eso. A lo mejor le gustaba. Era un hombre resentido. A mí me han dicho que iba a las guerras para luchar por los negros. Bueno, también la gente habla mucha bobería. De todas maneras, los negros eran sus simpatizadores. Yo mismo le tenía mucha confianza. Lo vide varias veces. En Mal Tiempo y después. A Mal Tiempo él llegó tarde y con poca gente. Había tenido otros encuentros antes. Allí se apareció con dos muías, dos mujeres y unos cuantos hombres, muy pocos. Los españoles le tenían pánico. Ni en pintura lo querían ver. Siempre les jugaba la cabeza. Se les escapaba, se burlaba de ellos y al que pillaba frío se la cortaba. Le preguntaba: "¿Cómo te damas?" y cuando el español iba a decir su nombre, él le contestaba: "Te ñamabas", y le cortaba la cabeza.
Banderas tuvo un problema con Máximo Gómez en Mal Tiempo. Yo no sé por qué fue, pero toda la tropa lo notó. Luego tuvieron otro y otro y otro más. Una vez Banderas iba de regreso de Mal Tiempo con sus hombres y tuvo que fajarse en el combate de la Olayita, cerca de Rodrigo. Perdió casi toda su tropa. Hizo resistencia grande, pero salió mal. La culpa fue de una cañada que había allí; los caballos se atascaron, se formó un fanguero inmenso, un... Entonces lo acusaron, no sé quien, de que él iba a presentarse al español. La acusación era por el odio que había contra los negros. Es verdad que había negros guerrilleros y apapipios, pero de Banderas nada más que se podían dar virtudes. Máximo Gómez lo quiso poner a las órdenes de Carrillo, que no era general y ni la cabeza de un guanajo. Después se aclaró el asunto por Maceo, y Quintín volvió a pelear con su tropa.
Yo he visto hombres valientes, pero como él únicamente Maceo. Pues en la República pasó muchos trabajos. Nunca le dieron una buena oportunidad. El busto que le hicieron estuvo tirado en los muelles muchos años. El busto de un "patriota. Por eso la gente está revuelta todavía; por la falta de respeto hacia los verdaderos libertadores. Al que le cuenten lo del busto cree que es mentira. Y sin embargo, yo lo vide. Ahora no sé dónde estará. A lo mejor lo volvieron a poner.
Yo le haría diez bustos a Banderas. Uno por cada batalla. Se los merece. En Mal Tiempo él liquidó un cajonal de canarios. Yo creo que a la mitad de los españoles aquellos los tumbó Banderas. ¡Y cayeron!, ¡cientos cayeron! Todo el campo estaba lleno de cadáveres, los trillos, las guardarrayas, todo. Los mismos mambises cargaron carretas y carretones de muertos para Cruces. Yo no hice esa operación. Bastante tenía yo con los que calan a mi lado, desguasados.
Después del triunfo nos preparamos para seguir andando. Ahora con más ánimo que nunca. Me acuerdo que íbamos todavía desorganizados y a cada rato había discusiones y fajatinas por el mando. No se habían formado los escuadrones. En realidad, nosotros estábamos a la deriva. Lo que abundaba era el espíritu de pelea, pero la organización estaba por el suelo. Maceo y Gómez eran los mayores cabecillas. Ahora, no podían embridar a todo el personal. Me hago idea de que el primer lugar a donde llegamos fue al ingenio Las Nieves. Allí cogimos las armas y pertrechos. Seguimos enseguida a envuelta de La Olayita, donde peleamos junto con Banderas en el atascadero aquel del arroyo. Las fuerzas enemigas se apostaron cómodamente allí. Los caballos nuestros se resbalaron, los muy cabrones, y se formó la de San Quintín.
Luego llegamos a El Mamey. Se peleó duro en El Mamey. Hubo unión en esa pelea. Los españoles nos hicieron algunas resistencias, pero les dimos otra lección. Seguimos a otros ingenios. Ya nos estábamos acercando a Matanzas. Todavía sin jefes fijos. Pasamos por los ingenios España y Hatuey. Nos llevamos un montón de armas. Por esos días Máximo Gómez y Cayito Alvarez empezaron a nombrar jefes y a formar escuadrones ambulantes. Fue un momento duro. No todo el mundo caía feliz con su jefe. Nadie se reviró por decencia, pero tocaron cada jefecitos de rompe y raja. A mí me cayó Tajó, el asaltador, el bandolero. Yo lo conocía bien. Me molestó acatar sus órdenes, pero no quedaba otro camino. En la guerra no se pueden pensar las cosas, hay que obedecerlas. Tajó clavó su campamento en la loma El Capitolio; una lomita boba que está entre Jicotea, San Diego y Esperanza. El campamento estaba al lado de una ceiba. Detrás había una manigua y abajo un placer limpio, peinado. No era muy grande, aunque sí lo tenían bien provisto. Llegar allí era difícil. Había que subir la loma entre yerbazales y matojos. Nunca un español se atrevió. Tajó se pasaba las horas diciendo: "Aquí no hay un español que suba". "¡Qué no lo hay, cono!" Daba vueltas y se reía. Tenía más malicia que todos nosotros juntos. Quería hacer del campamento un frente. Nosotros, claro está, conocíamos todas las salidas y las entradas al campamento. Una de las entradas más fáciles era por la puerta de la finca. Una puerta que le decían "La Puerta Colorada". Por ahí entrábamos nosotros y también los amigos y las amigas de Tajó.
Tajó hizo mucha amistad con un tal Daniel Fuentes. Ese hombre era cubano y fingía ser el práctico de los españoles en la zona. Eran viejos amigos del tiempo de la paz. A mi el tipo nunca me gustó. Yo me pasaba la vida diciéndoselo a Juan Fábregas, el de Ariosa que se alzó conmigo. Juan era muy sereno y nunca me contestó. Pero yo seguía en la duda. Primero pensé que Tajó se quería entregar. Luego me di cuenta que no, que lo que pasaba era que el Daniel ése le contaba a Tajó todas las piruetas de los españoles. Esa era la razón por la cual nunca nos descubrieron, ni nos hicieron fuego.
Cada vez que una guerrilla o una columna enemiga iba a pasar, Daniel avisaba. A mí no me gustaba él, porque ese tipo de hombre se vira para cualquier lado. Hoy está conmigo y mañana con el otro. A Tajó no me atrevía a decírselo nunca, porque yo le conocía bien la cabeza. Siempre me parecía que estaba planeando algo malo. Los ojos de él me lo decían todo. Cuando yo veía a la vigía que se iba de su puesto y que nadie hablaba, ya yo sabía que Daniel Fuentes se había soltado la lengua. Tajó mismo daba la orden de quitar la vigía. Toda la tropa esperaba en silencio; y de lejos veíamos pasar a los españoles, almidonados, en sus caballos moros. De todas maneras era difícil que nos vieran. El campamento nuestro estaba limpio, ni basuras había siquiera. Todo el mundo dormía en el suelo. Otros soldados se hacían sus campamentos con ranchos de yerba de guinea y yaguas.
Tajó tenía otros confidentes. Entre ellos estaba Felipe el Sol, que luego fue confidente de Cayito Alvarez y quizá de alguien más. Yo repudio a esos hombres. Son como muñecos que no tienen cabeza. Pues Felipe el Sol nos salvó la vida varias veces. Así y todo yo no confiaba en él. Su entretenimiento era pasearse por la tropa y hacer alardes de bribón. Nadie le hacía caso. Y yo ni lo miraba. También me pasaba los días diciendo a Fábregas que ése era un cabrón. Mientras yo estuve con Tajó no hubo bajas. Entré y había unos cuarenta hombres. Cuando salí eran el mismo número. Los escuadrones no eran muy cargados, por eso se llamaban ambulantes. Además no tenían un puesto fijo. Todo el personal allí era muy avispado. Probablemente como no teníamos disciplina militar, ni conocimientos de guerra, hacíamos tantos disparates. Llegábamos a escaparnos todas las noches, unos dos o tres hombres, a veces hasta con el consentimiento del capitán, de Tajó. Y nos íbamos a las fincas más cercanas, donde robábamos cochinos grandes de tres o cuatro arrobas. La finca de los Madrazos era la más grande y la mejor, porque tenía una cría especial de cochinos. Salíamos tarde, allá a las diez de la noche. Íbamos a caballo y a caballo recogíamos los cochinos, que eran bastante jíbaros. Andaban sueltos. No los tenían para cebar. Les caíamos atrás al primero que veíamos. Para nosotros eso era un juego, y desde arriba del caballo, después que lo habíamos cansado, le dábamos un machetazo fuerte en una pata. La pata volaba y el cochino no podía seguir corriendo. Nos tirábamos rapidísimos y lo agarrábamos por el cuello. Lo malo de eso era que el cochino sangraba y chillaba mucho.
Por estos chillidos nos hicieron una emboscada una vez. No nos pillaron, pero el susto fue grande. A la otra noche nos lanzamos de porque sí al mismo lugar. Íbamos más de cuatro. Nadie nos vio, o al menos se hicieron los engañados. Seguimos yendo y robábamos cada vez más. Nunca volvimos a oír un disparo. Yo creo que nos tenían miedo. Veían que todos los días iba gente distinta, y en grupo y nos cogían miedo.
Estuve con Tajó unos meses. Un día no pude más y me fui. Ya lo que él se traía era demasiado. Los trucos y las patrañas eran diarias. Robaba bueyes, ganado, vendía yuntas a cualquiera, bueno... un desastre. Tajó era un cuatrero con traje de libertador. Muchos hubo así.
Ese día a que yo me refiero, José, el hermano de él, que peleó en la guerra a su lado, vino un poco raro y me dijo: "Oye Esteban, tú no vayas a decir nada, pero acompáñame a enterrar a Cañón". Cañón era un muchachito valiente del grupo. Me quedé frío cuando oí aquello. A lo único que atiné fue a preguntarle: "¡Pero cómo, ¿Cañón está muerto?!" El me dijo que sí y que no preguntara tanto. Luego el muy sinvergüenza me quiso explicar: "Cañón robaba mucho, chico. Con un ladrón así no se puede..."
Me encontré a Cañón ahorcado. La soga era más gorda que mi brazo. Me pareció mentira todo. Yo sabía que Cañón era decente. A los dos días vine a darme cuenta que todo era por culpa de una mujer. Una mujer que venía a verse con Cañón todas las noches. Tajó se enamoró de ella, aún teniendo la suya, por eso mató a Cañón. Yo corrí a donde estaba Juan y le dije: "Juan, me voy de aquí. Cayito está en El Plátano a poca distancia". Juan no me falló. Siguió conmigo a El Plátano y allí nos pusimos a las órdenes de Cayito Alvarez. A los tres meses de mi huida me enteré que Tajó se había entregado a los españoles; a la autonomía esa que tanto nombraban. No se podía esperar de él otra cosa. Tan vaina fue, que después de presentarse se escapó y volvió a las filas libertadoras. ¡Qué trastadas, Dios mío!
Con esos hombres se hizo la guerra. Para mal o para bien, pero se hizo. Le quitaron los grados de capitán y él siguió igual; de soldado raso a capitán hay poca diferencia. Lo acusaron de muchos delitos. ¡Se le formó un casquillo reformado lateral del carajo!
Cuando terminó la guerra yo lo vide en El Sapo, una finquita donde él vivía, cerca de La Esperanza. Tendría entonces como sesenta años. Lo saludé y él me saludó y me mandó a pasar. No me recordó nada de mi huida. El sabía que yo le conocía la pata de donde cojeaba. Me regaló un gallo fino que yo vendí más tarde.
Tajó tiene que haberse muerto. El infierno es poco para él, pero ahí debe estar. Un hombre que se cogió las hijas tantas veces, que no las dejó ni tener marido. Y que hizo tanta basura en la guerra, tiene que estar en el infierno.
Con Cayito fue algo por el estilo. Al principio me di cuenta. Ahora, según pasaron los días, todo se fue aclarando. Cayito era coronel. Se puede decir que guapo y decidido. Todo su regimiento tenía una compostura recia. Una disciplina especial, muy dura por parte de Cayito. Yo pienso que no era la mejor. A veces la mano blanda hace falta. Esos hombres que se creen más poderosos que Dios fallan; él falló. El primer día que yo llegué allí me di cuenta qué tipo era ese Cayito. ¡Carne de callo! Un sargento llamado Félix se dirigió a él y le dijo; "Coronel, aquí hay hombres de Tajó, el fulastre". Cayito nos miró de arriba a abajo, nosotros firmamos el papel de inscripción y no dijimos nada. Yo, fijándome en todo. Oí que Cayito decía: "Ya yo me lo esperaba de Tajó. Hacía tiempo que yo sabía que él iba a caer. Eran muchos chivos, unos detrás de otros".
En esas palabras estaba todo dicho. ¡Y en qué forma! Con aquella frialdad del que ve un crimen y lo apaña. Nada, que me tocó la mala. De un ladrón a otro ladrón, de un asesino a otro asesino. Cualquiera que haya peleado con Cayito puede dar fe. Le arrancaba la cabeza al primero que lo desobedecía. Si por él hubiera sido, esta isla sería un cementerio.
En aquel regimiento nadie andaba torcido. Cuando Cayito pasaba por al lado de algún soldado y lo miraba un poquito nada más, ese soldado estaba horas y horas temblando. Muy poca diferencia había entre Cayito y Tajó. Muy poca. Los dos fueron elementos asesinos que se colaron en la guerra. Deben haberse conocido bien. Al menos Cayito hablaba de Tajó a cada rato; para mal, claro.
Con todo y lo que diga la gente, Cayito era más sereno que el otro. Tajó era un aventurero de más arresto. A Cayito le gustaba la estrategia y a Tajó la violencia. Yo lo sé bien porque con los dos estuve. Con Cayito hubo más combate; o mejor dicho, más encuentros de a cuerpo limpio. Verdaderamente con ninguno de los dos la cosa fue tan dura. Lo peor para mi fue Mal Tiempo; lo más trágico. De los encuentros que tuvimos con las tropas españolas hay dos un poco importantes. Aunque eso de importante es muy elástico. Digo importantes porque hubo fuego y peligro y nos salvamos el pellejo. Para otros libertadores quizá eso haya sido un juego. Pero uno siempre recuerda lo de uno, donde la cabeza y la vida estaban en un hilo.
Uno de esos encuentros lo dirigió el propio Cayito. Él dirigía firme, pero soberbio. Cuando había peligro cerca se tocaba los bigotes, como si se los estuviera enroscando. Era una manía de él; propia de la gente de carácter.
No salía del campamento para nada. Eso le valió el calificativo de cobarde entre algunos que no lo conocían. Todavía hay gente que habla mal de Cayito. Gente ignorante, que habla mal en el sentido de la valentía. De él se pueden decir muchas cosas, menos que era encerrado. Bueno, hay quien dice que era bajito, gordito y trigueño. Se ve que no lo conocieron, porque era alto, flaco y rubio. Por eso no hay que hacer caso a la gente. El invento es otra manía mala. Yo me pasaré la vida quejándome de él; de que era un asesino y un bandolero. No un cobarde. Pocos hombres a la hora de los mameyes, echaron cuerpo como él. Siempre derrotó a los españoles con su estrategia, con bombas. Y en efecto, colocaba unas cuantas en la vereda a la entrada del campamento y las hacía explotar cada vez que se acercaba alguna guerrilla. Esas explosiones espantaban a los soldados rápidamente. Se iban los caballos echando humo en los cascos. Me acuerdo que en el primer combate que yo hice con Cayito él usó esas bombas. Bombas con alambres de bobinas que se extendían dos o tres cordeles. El centinela avisaba si veía venir a alguien. Con un tiro al aire era suficiente. El que tenía el aparato brincaba y tomada la manigueta, se preparaba y le daba un apretón a aquello. A los pocos segundos parecía que el mundo se iba a acabar. Los hombres gritaban, soltaban los caballos, medio desguasados, las piernas colgaban de los árboles y las cabezas en pedazos se regaban por el terreno para aparecer secas a los pocos días. Hasta había peste, porque los muertos, cuando no se entierran levantan una peste horrible. Las bombas eran muy temidas por los españoles. De ahí que Cayito ganara éxitos en la guerra.
La pelea esta vez fue fácil. Habíamos liquidado a un grupo de quintos que se acercaban a curiosear. La segunda pelea fue más difícil. Ahí se jugaron todas las cartas. Venía un convoy de no sé qué lugar para Manicaragua. El convoy venía cargado y el único paso que tenía era el nuestro. A toda costa había que cruzar por El Plátano. Un confidente avisó que venía y Cayito Mamó a la tropa, dijo: "Ahora hay que pelear como leones". Allí nadie se atemoró. Al contrario, las ganas de pelear aumentaron. Cayito siguió dando órdenes. Puso una línea de fuego grande y se acercó a la infantería. Miró a la gente y salió caminando para el campamento. Iba riéndose. A los pocos segundos se oyeron los gritos. Cayito gritaba como un salvaje. El convoy quedó atrapado, arrestamos a los soldados y nos cogimos las armas, la comida; el arroz, la manteca, el tocino, el jamón, todo, días y días estuvimos comiendo a cuerpo de rey. No sólo nosotros, las mujeres también, las de los jefes. El propio Cayito tenía la suya cerca. Se llamaba María y vivía en un bohío bastante decente por cierto. Muchas veces fui yo mismo a llevarle la comida.
Los soldados españoles quedaron presos allí. Nadie les hablaba. Algunos querían matarlos, pero había no sé qué orden que prohibía la muerte de los prisioneros de guerra. Cayito no compartía esa disposición. El los hubiera liquidado enseguida. Les decía a voz en cuello: "Ustedes se merecen la muerte, cabrones". Ellos calladitos, porque eran soldaditos jóvenes y nos tenían miedo. No les dimos comida, pero a los tres días los soltamos. Con una o dos parejas los mandamos al pueblo.
Más nunca hubo encuentros en El Plátano. Parece que Cayito los espantó. El espíritu de ese hombre era algo muy grande. Tenía más fuerzas que todo su regimiento. Nadie se le rebeló nunca. Sin embargo, muy pocos desconocían los horrores que él hacía. El pueblo de Cruces sabía bien que él mataba a sus propios soldados. A su suegro, que era su suegro, lo mató para llevarse a su mujer. Se la llevó a ella y lo mató a él. Ahora hay gente que ve eso como una gracia. Para mí era un crimen.
Una vez Cayito hizo un entierro en El Plátano. El tenía la manía de esconder dinero, botijas con oro. El entierro se ha quedado obscuro. Nadie lo ha podido sacar. Y es que Cayito fue con el ayudante, enterraron el dinero y él, con sus mismas manos, mató al ayudante. Hay quien dice que lo enterró allí mismo. Yo no sé. La cosa fue que a los pocos días él andaba medio preocupado. Se puso serio y cabizbajo. A mi me dijeron que era porque él creía que uno de sus hombres había visto el lugar del entierro. Hubo días de intranquilidad en el campamento. Yo mismo pensaba; bueno, si a éste se le ocurre creer que yo lo vide enterrar el dinero y al ayudante, me zumba a mí para el hoyo igual.
Cuando pasaron los días fue que vino la calma. Un mulato jabao cogió cepo de campaña en esos días, pero fue por otras razones. El cepo de campaña era un castigo del diablo. El se lo aplicaba a todo el que no estuviera con sus ideas.
A mí me dieron cepo de campaña una vez. Fue un oficial a quien yo le hice una maldad. Abandoné la guardia sin avisarle y me castigó. Me llamó y me dijo: "Óigame, Esteban, usted es un indisciplinado". Yo le contesté, porque no me iba a quedar callado. La verdad es que no me acuerdo qué le dije. Me formó la maraña enseguida. El muy abusador llamó a dos ayudantes y me amarró las manos con una soga, si no me escapo. Luego me cruzó una tercerola por dentro de las piernas para que quedaran inmóviles. Me tuvo así un día entero. Yo vi las estrellas del dolor. Y pensándolo bien, no salí tan mal. Al soldado que abandonaba la guardia le decían plateado; o sea, traidor y muchas veces lo ahorcaban. Yo me salvé, pero me estoy acordando de su madre todavía.
Luego él y yo nos estuvimos acechando. Las cogió conmigo, porque me veía revirado. Cada vez que podía me retenía en el campamento. El sabía que mi gusto era irme por las noches a robar cochinos y ganado. Yo era práctico en esas operaciones. Cayito mismo lo sabía.
Pues el oficial ése me retenía a cada rato para fastidiarme. Y me fastidiaba bastante, porque para mí no salir era una prisión. Creo que lo que más hice en la guerra fue eso: atrapar ganado. Como no se podía sembrar, atrapábamos ganado. De alguna forma había que buscarse la comida. Al que hacía ese trabajo lo consideraban mucho. Cayito un día me llamó y me dijo: “Negro, tú nos traes la comida, incorpórate a mi escolta". Yo ni le contestó. Fui y empecé a cumplir nuevas órdenes. Más directas que antes. Entonces salía todas las noches y venía con cada ternero y con cada cochino, que eran una maravilla. Unos jíbaros, otros mansos. Siempre alguien me acompañaba. Un hombre solo no podía con aquella faina.
Había lugares donde se podía sembrar. En Las Villas, ni por broma. Camagüey era un lugar tranquilo. Allí casi no se peleó. Los soldados sembraban al sol y hacían hasta hortalizas. Hubo fincas y caserones de gente rica a donde no se acercó nunca un soldado español. Fue la provincia que menos peleó. En Las Villas era distinto. Allí los españoles quemaban las casas de los revolucionarios y tenían grandes zonas de terrenos invadidas por sus guerrillas Y no es cuento de camino, porque yo lo vide con mis ojos.
Lo más que podía hacer un libertador en Las Villas era robar ganado, recoger malanga, retoños de boniato, bledos, verdolagas, en fin... La harina de mango se hacía cocinando la masa de mango sin la semilla. Se le agregaba limón y ají guaguao. Esa era la comida de la guerra. Lo demás era bobería. ¡Ah! mucha agua de curujey. La sed era constante. En la guerra el hambre se quita, la sed no.
Los caballos se ponían flacos. Envejecían más rápido. A ellos no se les podía dar agua de curujey. Llevarlos a algún arroyo era la solución. La verdad es que uno de los problemas mayores de la tropa era el agua. Pasaba igual en todas. Por eso los jefes buscaban la manera de hacer campamento cerca de un río. Yo sé de casos en que los guardias se iban de su puesto, se escapaban para buscar agua. Luego, cuando volvían, recibían cepo de campaña. Eso no lo hice nunca, pero no me faltaron las ganas.
En la tropa había de todo. Hombres buenos y hombres canallas. Yo tenía pocos amigos. Juan y Santiago eran los más allegados, porque se habían ido de Ariosa conmigo. Aunque yo no simpatizaba mucho con Santiago. El era un poco sanguinario y rebencuo. A mi no me faltó el respeto nunca, pero me ocultó muchas cosas. Yo me enteraba de los trucos de él por su propio hermano. Santiago era torpe. Gritó: "¡Cuba Libre!", hasta reventarse. Un día se cansó de Cayito y sin decirnos nada ni a su hermano ni a mi, se largó. Al poco tiempo nos enteramos que habla cometido la estupidez de entregarse a los españoles en el pueblecito de Jicotea. Cuando llegó allí, ellos mismos lo acusaron de haber matado a un gallego que estaba cortando yerba en el monte. Aquello lo cogió en frió y no tuvo palabras para defenderse. En seguida lo condenaron a muerte. Le dieron un tiro en la frente y lo colgaron en la solera de una casa de palmas, a la que le pegaron candela. Eso sirvió de escarmiento para muchos cubanitos que andaban vacilando. Yo siempre me acuerdo de este caso. Lo que me da es soberbia.
Como Santiago habla muchos. De ahí que ni se podía confiar en los amigos. Si a él lo hubieran obligado a hablar, seguramente que lo hubiera dicho todo. Pero ni a eso le dieron oportunidad.
Lo mejor para la guerra es la desconfianza. Para la paz, igual aunque en la guerra es más necesaria. De los hombres hay que desconfiar. Eso no es triste, porque es verdad. Hay hombres buenos y hombres canallas. Ahora, lo difícil es saber una cosa o la otra. Yo me he confundido muchas veces en mi vida.
Cayito Alvarez no creía ni en la madre de los tomates. Hacia muy bien. El tenía enemigos. Casi todos sus hombres en el fondo eran sus enemigos. Veían lo que él hacía, su bandolerismo, sus asesinatos, y naturalmente, tenían que odiarlo. En la guerra hubo muchos hombres puros, que odiaban en silencio, con el odio más grande.
Mientras aperé con él lo fui observando. Era de los hombres que no se ponía jubiloso con recibir nuevos ingresos. Cuándo venía alguien a incorporarse, él lo llamaba y hablaba con él. A veces le decía que se fuera a otra fuerza. Eso lo hacía cuando veía que él hombre no era de confiar. A él lo que le interesaba eran hombres que callaran sus crímenes y sus fechorías. Yo lo digo ahora con libertad, pero allí estaba casi preso.
Cayito llegó al punto de rechazar grupos. A veces pasaba que un jefe caía y el grupo se quedaba sin mando, entonces tenía que meterse en otro regimiento. En El Plátano ocurrió mucho de eso. Llegaban hombres y nosotros los deteníamos. Unas veces se quedaban, otras, se tenían que ir con la música a otra parte. Al grupo que llegaba nosotros le dábamos el alto. "¡Alto, avance el jefe de la fuerza!" Avanzaba uno solo, se identificaba, y si era una fuerza grande la que venía, se mandaba a buscar al jefe de día, que era el autorizado por el Estado Mayor para hacerlo pasar. Todo el mundo estaba preparado adentro por si acaso. Hacían líneas de fuego hasta que había entrado la fuerza nueva. Según pasaban los minutos, la tensión iba bajando, se daban la mano los amigos, a veces se encontraban familiares y esa era la forma de entrar al regimiento.
Si los jefes estaban de acuerdo, los mandaban a inscribirse y ya pertenecían al grupo. Así entraron muchos hombres a pelear con Cayito. Yo creo que en otros lugares y con otros jefes era igual. A nadie lo iban a dejar entrar de porque sí. La guerra era algo muy serio y no todo el mundo era leal. Yo oí decir que en un escuadrón de Matanzas se colaron unos guerrilleros que se hacían pasar por mambises. Aquello terminó feo y sangriento. De ahí las medidas para evitar esos enredos.
Entre los propios capitanes y coroneles había división. Por envidia, por hipocresía y por odio. Esa división trajo muchas muertes para Cuba, mucha sangre. No todo el que fue a la guerra llevó el corazón. Algunos cuando vieron la mecha encendida, echaron para atrás, se aflojaron; los mismos coroneles. La muerte de Maceo debilitó el ánimo de pelea. En esos días una parte considerable de los jefes se entregaron a España. Eso era lo último que un hombre podía hacer, lo más bajo. ¡Entregarse a España en la manigua de Cuba! ¡El calmo!
Pues el mismo Cayito lo quiso hacer. El muy hijo de puta se lo tenía guardado, aunque ya muchos se lo sospechaban. Yo mismo, la verdad. Pero como él era tan animal, tan feroz, nadie comentaba para no verse en la pata de los caballos. Ya me figuro yo al infeliz que por aquellos días hubiera lanzado un rumor. Creo que con la boca, a mordidas, el muy animal de Cayito se lo hubiera comido. Por suerte todo el mundo se calló el asunto; la procesión iba por dentro. Felipe el Sol fue quien lo denunció todo. El estaba para eso. Yo no lo vide ni lo oí ese día, pero sí sé que fue a donde estaban Leonardo Fuentes y un tal Remigio Pedroso, de la escolta de Cayito, y les dijo: "El hombre se va a entregar. Lo sé de buena tinta". Ellos, como eran de corazón duro y revolucionarios, se prepararon bien. Fueron a donde estaban algunos hombres de confianza, lo que nosotros llamábamos leales, y les comunicaron la noticia. Todo el mundo patitieso, pero listo.
Esperaron unos días a que volviera Felipe el Sol. Por fin a la semana se apareció para decir que las columnas españolas se iban a acercar al otro día por la mañana para recoger a Cayito y a algunos de sus leales. Ahí nos reunimos un grupo y decidimos nombrar a Remigio para que matara a Cayito en un momento determinado. En eso se apareció Remigio con los ojos cuadrados y nos dijo: "Cayito me llamó aparte y me dio la orden de que les informara a ustedes que él se iba a entregar. Yo me quedé callado y le prometí cumplir. Además, me dijo que a él le iban a dar una suma de quince mil pesos, que iba a repartir, y que él quedaba reconocido como coronel del ejército español. Yo lo felicité y aquí estoy para ponerme a lo que ustedes digan". Nosotros después de oír aquello, decidimos que Remigio de todas maneras era el que tenía que matar a Cayito.
Remigio aceptó. A las siete de la mañana iban a llegar los españoles. Remigio a esa hora estaba listo, y en vez de anunciar que Cayito se iba a entregar tenía que llevarlo a una mata de mango, que todavía debe de estar allí y matarlo.
El día amaneció claro. El general Duque debía de estar aproximándose; él era el que mandaba la columna española que recibiría a Cayito en la autonomía. Otros coroneles cubanos se habían entregado ya. Cayito no se iba a entregar solo. De otros regimientos llegaron a entregarse con él Vicente Núñez y Joaquín Macagua. Los tres se reunieron a una distancia grande de El Plátano. La escolta de Cayito lo siguió. Yo, como es natural, iba en ella. Remigio estaba preparado hacía rato. Condujo a Cayito y a los otros dos coroneles a la mata de mango. Allí reunidos los cogimos en frío. Hay quien dice que el que mató a Cayito fue Leonardo Fuentes, un moreno de su escolta. Otros dicen que el propio Remigio, como había quedado resuelto. La verdad que eso sí es difícil de comprobar. Cayito recibió tres balazos, los tres mortales. Los matadores se habían escondido detrás de unos matorrales. Cuando oyeron a Cayito hablando traiciones junto con los otros dos coroneles, le hicieron un colador el pecho.
Ahí acabó Cayito. Luego vienen los mentirosos y los inventores y dicen que él hizo resistencia y que fue un león. ¡Nada de eso! Cayó enseguida y no pudo ni suspirar. Los españoles se enteraron de que había habido lío en el campamento y no mandaron ninguna columna ese día. Al otro día por la mañana llegó Felipe el Sol. Venía a averiguar bien. Felipe, como era el confidente de los cubanos, lo suponía todo. Entonces regresó llorando como un fingido a donde estaba el coronel Duque y le comunicó con lágrimas la muerte de Cayito. Felipe tenía facilidad para esos trabajos.
Los españoles salieron para el campamento. Ya muchos de los hombres de Cayito se habían marchado. Otros se quedaron escondidos hasta ver qué pasaba. Yo lo vide y todo y luego espanté el mulo. Los españoles llegaron y plantaron la bandera. Se bajaron de los caballos y uno sacó un papel y dijo: "Ha muerto un oficial por querer honrar la bandera española". Esa es la verdad. El que diga otra cosa está equivocado. La guerra tiene esas cosas, por eso yo digo que mata la confianza de los hombres.
Pensándolo bien, Cayito no hizo más que seguir el ejemplo de otros jefes. Entregarse por aquella época no era traición para ellos. Más bien se decía que como Maceo había muerto, la lucha estaba fracasada. A lo mejor Cayito se entregó por la muerte de Maceo. El lo admiraba. Pero no, Cayito era carne de callo: traidor.
Todavía hay gente que habla de Cayito. Lo quieren ver donde quiera. Eso es porque no lo conocieron. Si llegan a conocerlo no estarían con él en la punta de la lengua. Yo me refiero a las luces esas que salen por la noche en el monte. Y a los jinetes sin cabeza. Dicen muchos que ése es el espíritu de Cayito que sale a cuidar el dinero que tiene escondido. A lo mejor es Cayito. No quiero ni pensar en él. ¡Que sea otro!
Un día un negro viejo vino a decirme que él veía luces y que esas luces eran el espíritu del bandolero Cayito Alvarez. Vino asustado. Yo lo miré y me callé la boca. Total, de nada lo iba a convencer. Por dentro sí pensé: bueno, este verraco no lo conoció vivo ni luchó con él, si lo hubiera tenido al lado en vida no le cogería miedo muerto. Como él era feroz era vivo.
Después de la muerte de Cayito, un grupo grande de nosotros los de su regimiento, partimos en dirección a un punto llamado Tranca, a poner tirante. Allí nos cogió la noche. En la Morota, un barrio chiquito cerca de La Esperanza, dormimos al día siguiente. No habíamos llegado a Él Plátano, donde estaban acampadas la infantería y la escuadra de máuseres, que era toda de negros bravos. Cuando llegamos se formó un gran alboroto. Todos los hombres, como seiscientos, nos preguntaban qué había pasado. Nosotros les contamos la muerte de Cayito, de Macagua y de Núñez. Ellos quedaron fríos. Hubo contentura, pero mucha confusión.
Nos organizamos bien y los jefes que quedaban dieron la orden de que saliéramos a unirnos al brigadier Higinio Ezquerra. Ya yo había oído hablar de él. Todos los jefes eran nombrados, y el que más y el que menos sabía cómo eran, qué trato daban a los soldados y otros pormenores. El chisme sobre mujeres, y sobre si éste o el otro era un bandolero o un hombre serio, se daba a todas horas. De ahí que cuando nos dieron la orden, todo el mundo pensó para dentro de sí: ahora con otro bandolero. Yo no andaba en eso, la verdad. Después de todo, un bandolero podía haberse regenerado.
No hice más que verle la cara a Higinio y me di cuenta. No era hombre de muchas palabras. La acción le gustaba más. En cuanto llegamos nos preguntó algunas cosas. Yo no me di a contestar, porque no me sentía con derecho. Lo vide templado y decidido. La patilla le salía fuerte, porque él era muy blanco: un hombre rústico como hay miles, delgado y alto. En seguida tomó las riendas de nosotros. Con una seguridad que más o menos todo el mundo se quedó pasmado.
Lo primero que hizo fue formarle un consejo de querrá al cuñado de Cayito, un tal Espinosa que nosotros cogimos prisionero, porque el muy maricón se iba a presentar. Espinosa no pensó que Higinio lo iba a tratar así. A lo mejor él creyó que aquello era una fiesta. Me acuerdo que lo último que pidió Espinosa fue que le entregaran su reloj de plata, lindísimo, a la madre. Higinio mismo cogió el reloj y se lo mandó, El tenía esas cosas: entre col y col, una lechuga.
Luego, por la tardecita, echó un discurso y arengó a las tropas. Eso lo hacía para dar estimulo. Explicó la verdad de todo. Dijo que Cayito era un traidor y que otros hombres más habla mezclados en ese asunto. La gente se miró de arriba a abajo. Muchos allí sabían que habla gato encerrado. Higinio leyó los papeles confidenciales de Cayito. Los leyó públicamente. Nunca vide yo más silencio. Sobre todo el silencio fue cuando él empezó a nombrar a la gente complicada. Dio los nombres claritos; santo y seña de cada cual. Muchos coronelitos fueron nombrados en aquella lista. Coronelitos que no llegaron a entregarse por miedo.
La ciase de tropa nuestra sirvió de ejemplo; eso lo sabe toda el que peleó en la guerra. Por eso fue que se aguantó la revolución. Yo estoy seguro que casi todas las tropas hubieran hecho igual en esa situación. Nosotros tuvimos coraje y pusimos a la revolución por arriba de todo. Esa es la verdad. Sin embargo, muchos coronelitos y otros oficiales se cagaban fuera de la taza todos los días. Hacían cosas que ni los niños.
Para ganar el respeto de un brigadier había que ser un hombre muy limpio y muy sereno. El brigadier era áspero, trataba a la gente a secas, pero no permitía traiciones. Yo lo respetaba bastante, porque él tenía algo de nobleza. Mandó un grupo de nosotros, una comisión, a donde estaba el general Máximo Gómez. El decía que esa comisión iba con hombres leales y valientes; los hombres que habían levantado cabeza cuando lo de Cayito. Es verdad, en esa comisión iba gente de batalla, los que no se rajaron. Pero era una comisión chica, ahí debieron de haber ido más. Los que fueron se podían cortar con los dedos: Primitivo del Portal, teniente; Leonardo Fuentes, capitán; Zúñiga, comandante; Hugo Cuellar, cabo; y Remigio Pedroso, subteniente. Llegaron a ver a Máximo Gómez, que por ese tiempo estaba en el campamento La Campana, Máximo Gómez los saludó y conversó con ellos. Después a cada uno le dieron un grado mayor por la acción que habían hecho. A mí entender la tropa merecía otra medalla, porque fue la que se reviró. Aunque a todos nosotros no nos podían condecorar; éramos muchos.
A los pocos días llegaron los oficiales con sus nuevos grados y hubo que recibirlos. Todavía yo no estoy convencido de que Máximo Gómez supiera bien cómo fue la muerte de Cayito. Para mí que le contaron una parte nada más, lo que les convenía. Cada uno de ellos quería hacer su paripé. Además, ellos creían que la muerte de Cayito era por racismo. Oficiales de otros batallones, quiero decir, porque el que estuvo allí adentro sabía cómo había sido el potaje. Pero a la hora de decidir, todos los oficiales eran uno solo. Decían:
"Sí, si, sí".
Al terminar la guerra mucha gente oí yo que decían, y dicen a estas alturas: "Los negros eran contrarios a Cayito, ellos lo mataron". Hay que quedarse callado o contar la verdad. Pero como a uno muy poca gente le cree, pues uno se calla. Y si no se calla se complica, o se complicaba, mejor dicho, porque hoy nadie le aguanta la boca a la gente.
Higinio no dudó nunca de la traición de Cayito. El conocía bien las razones. Bueno, él esa es la verdad, cada vez que podía decir que la tropa nuestra era ejemplar, lo decía. Con todo y eso, nosotros nunca confiamos de él completamente. Higinio respetaba a quien lo respetara, y hacía bien. Uno tiene que respetar a todo el mundo. Ahora, al que no quiera respetarlo a uno, mandarlo al carajo. No confiamos, desde el día que nos enteramos que él había sido bandolero. Eso acabó con la duda, pero no se lo echamos en cara. El se portó como un patriota siempre. Es lo que pasa con las mujeres malas y con los chulos y los ladrones; uno se cree que son los peores y no es cierto. Los peores son los mosquitas muertas.
Con Higinio peleamos poco. Lo único grande fue Arroyo Prieto. Lo demás era entretenerse. En Arroyo Prieto peleamos unas cuantas horas y ganamos. Fue una charamusca seria. No tuvimos más de dos o tres bajas. Higinio se defendía bien en la guerra. Cogió camino enseguida.
A Higinio le gustaba pelear un poco. El que no peleaba era como el que no pinchaba ni cortaba. ¡Qué va! Esa guerra callada, con dos o tres tirites salteados era peor que un combate encendido. ¡Peor!
Pocas veces me disgusté con los oficiales. Estando con Higinio en El Vizcaíno me llegó una orden a mí personalmente. La orden decía que desde esa hora en punto yo tenía que someterme a las disposiciones del coronel Aranda, como asistente de él. A mí la orden me cayó mal. Al momento me dirigí a Higinio y le dije en claro: "Mire, yo no vine a la guerra a ser asistente de nadie". ¡Qué cono iba yo a ponerle las polainas y limpiarle los zapatos! Higinio me miró de frente y no me contestó. Dio una vuelta y yo salí disparado de allí, de su lado. El resultado fue quince días de imaginaria. La imaginaria era una guardia de castigo. Había que pasarse la vida vigilando y dándole la vuelta al campamento. El que estaba de imaginaria no podía guiñar un ojo. Era el infierno mismo aquellas postas con aguaceros, fango, churre, mosquitos, bueno... Si por roña alguien no cumplía la Imaginaria, le daban cepo de campaña. De contra que uno iba a pelear, a arriesgar el pellejo, le ponían castigos.
El tal Aranda fue presidente del Consejo de Veteranos después de la guerra. Yo lo vide mucho. Pero él no se acordaba de mí. Por lo menos, nunca me saludó. A mi entender, se metió en la guerra para que no lo cogiera la guásima, porque era un criminal. Mató a su mujer para apoderarse de los bienes de ella. Aranda se buscó otro asistente. Y a mí no me volvieran a llamar para ese trabajo, Higinio y yo no hablamos más nunca. Perdí el caballo, las riendas, la montura... todo se lo dieron al que iba a hacer de asistente de Aranda. A mí me dejaron pelado.
A los pocos días Corojito, el que había sido nombrado asistente, se paseaba por el campamento haciendo alardes con el caballo. No era más que un mulato guatacos. A mí eso me daba jiña, y un día cogí y me fui a pie al pueblo de Jicotea. Iba con permiso, a buscar vianda. Fui con Juan Fábregas, que había estado conmigo en toda la guerra, Juan y yo acordamos hacer una operación en el fuerte de los españoles, para sacar dos caballos y llevárnoslos. Al llegar cerca vimos que aquello, la entrada y la cerca, estaban llenas de perros. Nos quitamos la ropa para que los muy cabrones no olfatearan. La dejamos en una romana que había como a tres o cuatro cordeles de allí. Teníamos que cargar con esos caballos para no terminar la guerra a pie.
Caminamos poco a poco y al llegar a los alambres vimos al guardia. Perece que como éramos obscuros y estábamos desnudos no nos vio. Seguimos para alante y entramos por la misma puerta, pegados a la garita. El guardia estaba dormido. Agarramos dos caballos y a pelo salimos huyendo. Ni las velas nos hicieron falta. Mucha gente robaba con velas para espantar a los perros. Yo digo que esos animales no sirven de centinelas. Los gansos, sí. Si en un fuerte cualquiera había gansos nadie se atrevía a llegar. Los gansos se usaban mucho en las casas particulares en tiempo de España, porque ahora han desaparecido.
Llegamos al campamento y todo el mundo azorado nos preguntaba: "Negros, ¿de dónde sacaron ustedes esos caballos?" Juan dijo: "Del fuerte". Nadie contestó. A lo mejor no lo creyeron. La cosa es que yo seguí la guerra con ese caballo. No le puse nombre, ni lo cuidé tanto como al anterior. Era un caballo dorado muy lindo, lindísimo. En el ingenio de Caracas, después de la guerra, me dieron cuarenta monedas por él.
Yo no sé qué se hizo del caballo de Juan. Lo que sí fui notando que él cogía mucho brío con él. No se estaba tranquilo. Juan cambió mucho de la noche a la mañana. Un día me di cuenta que faltaba. La gente vino y me dijo: "Oye, tu socio se entregó". Yo no hice caso. Creí que él se había ido a cazar jutías. Pasaron los días y yo no lo veía asomar por ninguna parte. Entonces me llegó la noticia de que él se había presentado a los españoles. Para decir verdad aquello me enfrío de pies a cabeza. Luego me entró rabia. Rabia y fortaleza a la vez. Seguí en la guerra por honor. Y más nunca vide a Fábregas. Lo busqué al final de la guerra, pero no lo encontré.
A las pocas semanas de la ida de Juan, salimos en dirección a Santa Roja; una finca grande donde había un cuartel general. Allí se unió a nosotros Martín Morúa Delgado. A ése sí lo vide bien. Era trigueño, medio jabao él y muy alto. No peleó. Fue teniente sin haber cogido el machete. Pero era un hombre de librería. Se pasaba la vida en los archivos del cuartel. Arregló los estantes y ordenó los papeles. Era hombre de ésos. La guerra para él era con palabras.
Después que pasaron los años se hizo famoso y hasta provocó la revuelta de negros en Alto Songo. Fue el nombre más inteligente que llegó al Congreso. Y el más grande. Algunos blancos decían que él era guerrillero. Esos blancos eran americanos. Tenían la sangre vendida. Lo acusaban de guerrillero por la cuestión de la piel; del color de la piel.
Los verdaderos guerrilleros eran hombres de monte y estúpidos. A mí no se me puede venir con el cuento de que un hombre de letras se hacía guerrillero. Guerrillero había igual blancos que negros, esa era la verdad. Había guerrilleros españoles, isleños y cubanos. Chinos no conocí a ninguno.
La táctica de los guerrilleros era distinta a la de las tropas libertadoras. A ellos les salía el fuego por los ojos. Y eran hombres llenos de veneno, de entrañas podridas. Cuando veían un grupito de mambises les caían arriba a cogerlos; si los cogían, los mataban sin más. Los españoles que peleaban de frente no mataban así, a sangre fría. Tenían otro concepto. Tampoco voy a decir que peleábamos de igual a igual. Ellos llevaban parque, buena montura, riendas, espuelas, todo el ajuar... Nosotros andábamos a pelo. A las guerrillas les daban todas esas cosas, de ahí que los guerrilleros se creyeran superiores.
Nunca yo vide gente más odiosa. Todavía, a estas alturas, quedan algunos en esta isla. Hay que ver que el tiempo ha pasado. Aún así quedan, y no lo miran a uno con buena vista. Yo conozco a uno que se pasa la vida tocando guitarra. Es negro, gordo y barrigón. Cada vez que yo le paso por el lado, él baja la cabeza y sigue tocando. Yo no lo miro para evitar jodienda. Ahora, el día que se ponga con boberías, le doy un boconazo que no va a hacer el cuento.
Antes de la guerra yo conocí a muchos guapos; guapos de pueblo que vivían del truco. Eran hombres ambulantes y los sábados y domingos se fajaban y alardeaban y buscaban odios y se emborrachaban... Casi todos esos hombres, negros y blancos, fueron guerrilleros. No tenían otra salida. Sabían que la guerra no era cosa de juego y buscaban la comodidad. León era uno de ellos, fue práctico de las guerrillas y había sido amigo íntimo, uña y carne, de Valentín el Verdugo, el que mató a medio mundo en el garrote. Esos eran los guerrilleros. Por eso el que me diga a mí que Morúa era guerrillero es un traidor y un mentiroso.
Cuando me pongo a pensar en estos hombres sin madre, mientras uno estuvo peleando con hambre, metido en el fango, y en toda la podredumbre de la guerra, me dan ganas de guindarlos. Lo más triste es que en Cuba nunca se castigaron guerrilleros. El propio Máximo Gómez los quiso igualar.
Dicen que eso era por conveniencia. Pero yo digo la verdad, a mí no me convence esa palabra de conveniencia. Yo le hubiera dado paredón a esos hombres como ha hecho la Revolución aquí con los asesinos del gobierno anterior. Paredón limpio.
Y no acabo de entender, nunca lo entendí, por qué Máximo Gómez dijo en la Quinta de los Molinos, al acabarse la guerra, que en Cuba no había vencidos ni vencedores. Esa fue la frase. Yo la oí, porque estuve presente en ese discurso. Cayó mal a toda la tropa. Eso quería decir que los guerrilleros eran igualados con los invasores. Hubo quien se resistió a esa frase.
Isidro Acea, el coronel, que era negro como el totí, cogió su coche y fue a la manifestación después que Gómez había dicho esas palabras. Llegó caliente, porque ese negro no creía en nadie. Era guerrero de nacimiento. Metió el coche en la Quinta de los Molinos y cuando la gente vio que era él, empezaron a gritar. Hay quien dice que fueron los negros los que gritaron. Eso no es cierto. Ahí gritaron todos los patriotas, isidro entró con la voz de: "Abran paso". Y llegó a la tribuna donde estaba Mario Menocal. Todos los generales y el pueblo lo respetaban, porque era valiente y bruto. Se acerco a Menocal y le dijo: "Esa gente que está allá afuera va a pasar adentro".
Habla unas rejas que no dejaban el paso libre y Acea le prometió al pueblo que iba a entrar. Menocal lo miró sorprendido y no contestó. Máximo Gómez seguía en su discurso. Acea levantó la voz y le dijo a Menocal: "¿Qué hubo, la gente pasa o no pasa? Si no pasa, te la arranco". Entonces Menocal tuvo que dar la orden de que la gente entrara. El molote fue horroroso. Todo el mundo se abalanzó a la tribuna. A Isidro Acea lo cargaron en hombros, porque había humillado a los jefes principales. Máximo Gómez terminó el discurso y la gente no le hizo mucho caso. Ese día él falló con la frasecita de "ni vencidos ni vencedores".
A los guerrilleros había que exterminarlos. Pensándolo bien, el coronel Acea era un poco guapetón. Y como a mí esos hombres alardosos nunca me han gustado, ese día yo me tragué tas palabras de Gómez y no me reviré contra él. Me pareció un abuso aquello de Isidro. Pero en la guerra uno nunca sabe quién va a lanzarse primero. Todo el personal que estaba oyendo el discurso quedó sorprendido con la llegada del coronel. Me acuerdo bien de ese asunto, porque en esos días yo había llegado a La Habana con las tropas. Hacía ya como una semana que yo estaba en la capital. Era la primera vez que venía. Al principio me parecía extraño, luego me acostumbré, pero nunca me gustó de verdad. El campo, sí y el monte sobre todo.
La Habana en esos días de ganada la guerra era una feria. Los negros se divertían como quiera. A mí me sorprendió esa población negra que había en La Habana. Dondequiera que uno miraba veía un negro. Con la alegría y la contentura de terminada la guerra, las mujeres salían a la calle. ¡Para qué contar! Yo creo que me cogí más de cincuenta negras en una semana. Casi todas las mujeres de los guerrilleros se juntaban con los libertadores. A mí se me acercó una y me dijo; "Quiero que me lleves, mi marido era guerrillero". A ésa la dejé, porque ya estaba pasada de años. Pero cada vez que una sardina me cruzaba por al lado, yo lanzaba el jamo y la atrapaba. Ni palabras tenía para gastarme. Las mujeres se me daban maduritas. Lo veían a uno con el traje de libertador y el machete y parece que eso les gustaba.
Como yo no era muy fiestero me las quería llevar enseguida para el otro fandango. Muchas iban directamente. Otras me halaban para los barrios del muelle, donde había una fuente y una calle con farolas y barcos de carga que se veían cerquita. Por ahí habla más rumba que en ningún otro lugar; rumba de cajón y tambor. Tocaban en unos cajoncitos chiquitos y con tambores que se ponían entre las piernas. Todas las calles y las casas por dentro estaban llenas de taburetes. La gente se sentaba; los viejos y los jóvenes bailaban hasta que se caían desplomados. Los solares de ñañigos estaban encendidos.
Hubo tiros, puñaladas, jaladera, bronca de todos colores. Las tahonas no se callaban. Alguna gente que no estaba satisfecha por la forma en que los cubanos se gobernaban, cantaban aquello de Santa Eulalia, que parecía una oración:
Santa Eulalia está mirando
a los cubanos gobernar
y le causa sentimiento
¡Ay, Dios! la reina está llorando.
Yo me sentía contentó. Nunca pensé que la guerra se podía terminar. Me pasaba igual que en el monte, cuando la abolición. Esas cosas no eran fáciles de creer. En la guerra yo me habla acostumbrado a estar desnudo, viendo bayonetas casi todos los días y huyéndole a las guerrillas. Cuando me dijeron que se había dado el armisticio[17]16 me quedé como si nada. No lo creí. En La Habana me convencí completamente. El mundo parecía que se iba a acabar. A Máximo Gómez lo aplaudían en las calles y le besaban el chaleco. No había un solo cubano que no gritara: "¡Viva Cuba Libre!"
Se daban las manos en las calles, sin conocerse, se tiraban los sombreros y los pañuelos... yo no puedo describir eso porque lo viví mucho. Fueron momentos míos que no se conservan claros. Más me acuerdo yo de la ropa, de los sombreros, de las modas que trajeron los americanos... Ellos decían que los hombres debían andar con la cabeza descubierta. Alguna gente les hizo caso. A mi gusto eso nunca fue.
Yo no me he quitado el sombrero nada más que a la hora de dormir. La cabeza debe andar bien cubierta siempre. Yo entiendo que es una falta de respeto andar exhibiendo el cráneo por ahí. A los americanos les importaba un pito. Para ellos cualquier cosa venía bien. Sobre todo para los turistas, que eran unos cuatreros.
La capital tenía un manejo muy raro. Uno veta las cosas más chillonas y más vulgares. Para el novato esto era lo mejor del mundo. De tanta diversión se ponían bobos, entretenidos; la borrachera y todo lo demás... Yo me solté bastante con las gallinas. Así y todo tuve calma. ¡Vamos, que no me revolví! En pocos días no se podía confiar de nadie. Me hospedé en una casa de madera que era de unos conocidos míos. Hubo libertadores que durmieron en casas ajenas por varios días. Toda la ciudad abrió las puertas. La Habana de aquellos años era hospitalaria. Pero a mí con cuentos de farolitos y tornadera y mujeres baratas no hay quien me agarre. No me gustó, y esto es una cosa oficial mía; el manejo, el proceso de la gente de la capital. Los mismos chulos eran repugnantes; tipos que vivían del aire y de la cogioca. En La Habana, porque en otros lugares el chulo no se hubiera dado.
En el campo las leyes son más estrictas, las leyes de los hombres que no ven fantasmas. Aquí, en la ciudad, los chulos tenían mano abierta. Paseaban, chiflaban, jodian... Se vestían con unas camisetas que llevaban dos letras: HR. Eran de hilo fino y duraban por lo fuerte. Los zapatos que usaban eran buenos también, pero feos; de cuero de venado o de alfombras. Muchos les decían pantuflas, que es un nombre español.
De pillos que eran se amarraban un pañuelo rojo en el cuello para impresionar. A las putas las freían a palos. Les daban golpes por dondequiera. Eso fue lo primero que yo vide cuando me bajé del tren en esta ciudad: chéveres, con las camisas amarradas a la cintura y el cuchillo francés, dándole golpes a las mujeres de la vida. Ellos no se habían mirado bien al espejo. Si lo hubieran hecho, a lo mejor se hubieran quitado esa manía de arrastrar las chancleticas y abusar de las putas. Los únicos que les pusieron frenos a ésos fueron los americanos. Los mandaban a no sé qué lugar fuera de La Habana, o los ponían a picar piedra en la calle. Picaban bajo el sol, con ronchas en la piel, ¡los muy hijos de mala madre!
Por eso esto no me gustaba. Claro, había que conocer la vida aquí. Nosotros los libertadores encontrábamos las cosas raras y nuevas, pero a lo mejor ellos hubieran dicho que el campo era un infierno. Lo que más les dolió fue el jaque mate de los americanos. Parece que pensaron que esa gente venía aquí por gusto. Luego se comprobó que no, que lo que ellos querían era cogerse lo mejor del pastel. La población dejaba que las cosas pasaran. Hubo gente que se alegró de que los americanos cogieran la sartén por el mango. Y decían, todavía hoy hay quien dice que lo mejor de toda la guerra era la intervención americana.
En aquellos días ocurrió un asunto con un cura, que para mí que fue de los demonios. Ese cura pasó el bochorno más grande que yo he conocido. Con sotana y todo los americanos le dijeron que él era un descarado y lo pusieron a picar piedras en La Habana, en las calles del centro, por ahí por donde está hoy el Palacio de los Presidentes.
Toda la gente vieja sabe eso. Y saben que los americanos fueron los culpables. Yo fui a verlo, porque por mi madre que me parecía mentira. Me levanté temprano y salí disparado para la plazoleta donde me habían dicho que estaba trabajando el cura. Lo vide enseguida bajo el sol con la sotana pegada al cuerpo. Como los curas eran lo más delicado que había, me quedé frío. Pero era el mismo, con santo y seña. Así que no hay cuento ahí, ni fantasma. Las mujeres que pasaban y veían al cura se hacían la cruz en la cara, porque no lo creían. Yo me pellizqué el brazo para asegurarme. Luego del cura no se supo más. Ahora yo opino que ése tiene que salir ahí, en espíritu, para vengarse.
Con los negros no se metían mucho. Les decían: "Nigre, nigre". Y entonces se echaban a reír. Al que les celebraba la gracia, ellos lo seguían fastidiando. Al que no, lo dejaban tranquilo. Conmigo no se metieron nunca; la verdad del caso es que yo no los tragaba. Nunca jaraneé con ninguno. Cada vez que podía les zafaba el cuerpo. Al terminar la guerra empezó la discusión de si los negros habían peleado o no. Yo sé que el noventa y cinco por ciento de la raza negra hizo la guerra. Luego ellos empezaron a decir que el sesenta y cinco. Bueno, nadie les criticó esas palabras. El resultado fue que los negros se quedaron en la calle. Guapos como fieras y en la calle. Eso era incorrecto, pero así fue.
En la policía no había ni un uno por ciento de negros, porque los americanos sacaron la palabra ésa de que cuando el negro cogiera fuerza, cuando se educara, era dañino a la raza blanca. De modo sea que al negro lo separaron completamente. Los cubanos de la otra raza se quedaron callados, no hicieron nada y ahí quedó el asunto, hasta hoy en día, que es distinto porque yo he visto blancos con negras y negros con blancas, que es más delicado, por la calle, en los cafeses, dondequiera.
Morúa y Campos Marquetti[18]17 trataron de arreglar el problema y les dieron algunos puestos en el gobierno a los negros. Puestos de serenos, porteros, carteros... Aun así cuando se disolvió el ejército, los libertadores negros fío pudieron quedarse en la ciudad. Regresaron al campo, a la caña, al tabaco, a cualquier cosa, menos a las oficinas. Más oportunidades tenían los guerrilleros con todo y haber sido traidores. La verdad es ésa, sin discusión. El mismo general Maceo hubiera tenido que colgar a mucha gente en el monte para haber podido mandar en algo.
Después la mayoría de la gente dice que los americanos eran lo más podrido. Y yo estoy de acuerdo; eran lo más podrido. Pero hay que pensar que los blancos criollos fueron tan culpables como ellos, porque se dejaron mangonear en su propia tierra. Todos, los coroneles y los limpia pisos. ¿Por qué la población no se rebeló cuando lo del Maine? Y nada de cuentos de camino, aquí el más pinto sabía, que el Maine lo hablan volado ellos mismos para meterse en la guerra. Sí ahí la gente se hubiera revirado todo hubiera sido distinto. No hubieran ocurrido tantas cosas. Pero a la hora de los mameyes nadie echó cuerpo ni palabra. Máximo Gómez, que para mí que sabía algo, se calló y murió con el secretó. Yo pienso así y que me caiga muerto si digo mentira.
Antes yo me sabia más cosas, más trucos que han quedado obscuros en la historia. Lo hablaba con mis amigos a solas. Hoy las cosas se me han revuelto demasiado. A pesar de todo, lo principal no se me olvida y eso que puedo contar con los dedos de las manos las veces que yo he hablado esas cosas con alguien. Una vez me puse a decir que lo de los americanos en Santiago de Cuba era un paquete y que ellos no habían tomado aquello de por sí. Pues hubo quien se peleó conmigo para no enredarse. Lo bueno que tiene esto es que hoy se puede hablar de todo. Y la verdad es que en Santiago el que se fajó fue Calixto García. Los americanos bombardearon la zona siendo el jefe allí un español llamado Vara del Rey. Calixto García atacó a las tropas de Vara del Rey por tierra y las derrotó.
Entonces los americanos izaron la bandera para dar a conocer que ellos habían tomado la ciudad. Aquello fue un revoltillo terrible. Vara del Rey, con quinientos hombres, mató a un cojonal de americanos. Lo peor de todo fue que el jefe de la tropa americana dio la orden de que no entrada a la ciudad ni un cubano. Eso fue lo que levantó la presión allí. Los cubanos, al no poder entrar al pueblo, le cogieron jiña a los americanos y Calixto García tuvo unas palabras duras con ellos. A decir verdad yo prefiero al español que al americano; pero al español en su tierra. Cada uno en su tierra. Ahora, al americano no lo quiero ni en la suya.
En la guerra el español le decía a las mujeres: "Oye, Pancha, tu padre me está tirando tiros, pero toma la comida recoño". No eran tan sangrientos. Los de los americanos sí que era el colmo. Abrían un hoyo y tiraban la comida dentro. Todo el pueblo conoció eso, lo vivió. Wood, Teodoro Roosevelt, fue otro, que no me acuerdo ya ni como se llamaba; en fin, la partida de degenerados esos que hundieron este país.
En Cienfuegos[19]18 allá por el año mil ochocientos noventa y nueve, un grupo de mambises tuvo que cargarle al machete a unos cuantos soldados americanos que de pillos que eran, querían cogerse a todas las criollas como si fueran carne de mercado. No respetaban ni a su madre yo creo. Llegaban a las casas y veían a una mujer linda en la ventana o en la puerta y se le acercaban y le decían: "Foky, foky, Margarita", y para adentro. Eso lo viví yo en Cienfuegos. Con el cuento del foky, foky, se dieron una jodida vigueta. Nosotros nos enteramos del asunto y fuimos para allá a vigilarlos. Ellos vestían de amarillo, planchaditos, pero borrachos casi siempre. Claudio Sarria, que había sido sargento, dio la orden de cargar al machete. Y fuimos como fieras para allá.
Vigilamos y efectivamente, un guapito se puso a fastidiar en una calle cerca del muelle. Se metían con las mujeres, les tocaban las nalgas y se reían. Yo creo que en la guerra no sentí tanto fuego por dentro como aquel día. Les fuimos para arriba y a machete limpio les hicimos salir de allí. Unos cogieron para el muelle, a donde estaba el barco, a refugiarse. Otros se fueron a las lomas del Escambray, como voladores de a peso. Pero, eso sí, nunca fastidiaron a una mujer en el pueblo.
Cuando salían iban con un oficial y entraban en los cafeses como muchachos de escuela. A mí eso no se me ha pasado nunca, porque ese día todos los que participamos en el encuentro nos estábamos jugando el pellejo. Sin embargo, después han hecho cosas peores y la gente se ha quedado mansita.
Los americanos se cogieron a Cuba con engatusamientos. Es verdad que no hay que echarles la culpa de todo. Fueron los cubanos, los que los obedecieron, los verdaderos culpables. Ahí hay muchos terrenos que investigar. Yo estoy seguro que el día que se descubra toda la maraña que hay oculta, se va a acabar el mundo. Se tiene que acabar, porque ahora mismo es y ellos han metido la mano dondequiera.
Los coronelitos cubanos, cuando terminó la guerra, le dieron mano abierta a Mac Kinley para que hiciera con esta isla lo que él quisiera. Ahí donde está el central Santa Marta había unas tierras del Marqués de Santa Lucía. Esas tierras, según yo me enteré, él las había dejado para los libertadores. El caso es que las tierras se las repartieron los americanos con Menocal. ¡El negocio más sucio de toda la guerra!
Menocal se calló la boca y dispuso a sus anchas. Ese era más americano que el mismo Mac Kinley. Por eso nadie lo quería. Fue patriota de negocio, no de manigua.
Y como eso un millón de cosas más que no tienen cuando acabar. Antes yo pensaba más en todo, pero luego me tenía que poner la mano en la cabeza, porque me entraban calenturas. Yo soy un poco pensativo a veces. Aunque por gusto no pienso las cosas. Ellas vienen a mí y para sacármelas tiene que pasar un terremoto.
Lo que más me ha salvado es que me he callado, porque no se puede confiar. El que confía mucho se hunde solo. Cuando terminó la guerra, que todas las tropas llegaron a La Habana, yo empecé a observar a la gente. Muchos se querían quedar cómodos, suavecitos en la ciudad. Bueno, pues ésos que se quedaron, salieron peor que si hubieran regresado al monte. Peor, porque empezó el tira y encoge, el engaño y las mentiras. "Negro, tú vas a ser rico aquí." Y ¡ñinga! Ese era el primero que se moría de hambre. Por eso cuando los jefes dijeron: "Ya se terminó la guerra, hay que trabajar", yo cogí mi bulto y fui a la terminal de trenes, al lado de la muralla de La Habana. No se me ha olvidado todavía. Allí mismo me embarcaron para Las Villas. Yo lo pedí. Las Villas es la mejor parte de Cuba y como yo nací allí...
A los guerrilleros los dejaron en las oficinas, porque eran hombres de cuentas y boberías de ésas, o tenían una hija bonita o dinero. Yo me volví al campo sin un kilo en el bolsillo. Me licencié temporalmente.
Cuando llegué a Remedios encontré algunos conocidos míos, luego partí para Cruces y empecé a laborar en el central San Agustín Maguaraya. En la misma cosa. Todo parecía que había vuelto para atrás. Me metí a trabajar en la estera. Después fui al mezclador, donde se estaba más cómodo y se ganaban treinta y seis pesos al mes. Vivía solo en un barracón de guano, hasta que me dieron ganas des echarme una canchanchana. Me la eché, también por un tiempo, porque la cosa estaba apretada. Luego la solté y me volví a quedar solo.
En Maguaraya no hice amigos. Los guapetones y los malcriados no me han gustado nunca. Allí nadie gastaba confianza conmigo. También es verdad que yo no jaraneaba. Cada uno va a la plaza con su canasta.
Trabajaba todo el día y cuando llegaba la noche me iba a descansar y a sacarme las niguas, que son los bichos más dañinos del mundo. Recorrí casi todos los pueblos de Las Villas. Fui vendutero, sereno, ¡el acabóse! Aprendí todos los oficios para que nadie me anduviera con cuentos.
Un día llegué a La Habana y ya se había muerto Máximo Gómez. Cuando un hombre se muere la gente se olvida rápido de él. Lo único que oí decir es que salía a cada rato en la Quinta de los Molinos y que la Quinta tenía brujo.
Pasé por un parque y vi que lo habían montado el un caballo de bronce. Seguí para abajo y como a la media legua tenían a Maceo montado en otro caballo igual. La diferencia estaba en que Gómez miraba para el norte y Maceo para el pueblo.
Todo el mundo tiene que fijarse en eso. Ahí está todo. Y yo me paso la vida diciéndolo, porque la verdad no se puede callar. Y aunque mañana yo me muera, la vergüenza no la pierdo por nada. Si me dejaran, ahora mismo salía a decirlo todo. Porque antes, cuando uno estaba desnudo y sucio en el monte, veía a los soldados españoles que parecían letras de chino, con las mejores armas, Y había que callarse. Por eso digo que no quiero morirme, para echar todas las batallas que vengan. Ahora, yo no me meto en trincheras ni cojo armas de ésas de hoy. Con un machete me basta.