La abolición de la esclavitud
La vida en los ingenios
Con todo ese tiempo en el monte ya yo estaba medio embrutecido. No quería trabajar en ningún lugar y sentía miedo de que me fueran a encerrar. Yo sabía bien que la esclavitud no se había acabado del todo. A mí me preguntaba mucha gente lo que yo hacía y querían saber de dónde yo era. Algunas veces les decía: "Yo soy Esteban y fui cimarrón". Otras veces decía que había trabajado en el ingenio tal y que no encontraba a mis parientes. Ya yo tendría como veinte años. Todavía no había dado con mis parientes. Eso fue más tarde.
Como no conocía a nadie anduve muchos meses de pueblo en pueblo. No pasé hambre, porque la gente me daba comido. Uno nada más que decía que no tenía trabajo y siempre alguien le tiraba a uno su bobería. Pero así nadie podía seguir, Y me di cuenta que el trabajo había que hacerlo para comer y dormir en un barracón por lo menos. Cuando me decidí a cortar caña, ya había recorrido bastante. Toda la zona del norte de Las Villas yo la conozco bien. Esa es la parte más linda de Cuba. Por ahí empecé a trabajar.
El primer ingenio donde trabajé se llamaba Purio. Llegué un día con los trapos que llevaba y un sombrero que había recogido. Entró y le preguntó al mayoral si había trabajo para mí. EL me dijo que sí. Me acuerdo que era español, de bigotes, y se Mamaba Pepe. Aquí hubo mayorales hasta hace poco. Con la diferencia de que no golpeaban como en la esclavitud. Aunque eran de la misma cepa: hombres agrios y bocones. En esos ingenios después de la abolición siguieron existiendo barracones. Eran los mismos que antiguamente. Muchos estaban nuevos, porque eran de mampostería. Otros, con la lluvia y los temporales, se habían caído. En Purio el barracón estaba fuerte y como acabado de estrenar. A mí me dijeron que fuera a vivir allí. Cuando llegué me acomodé enseguida. No era tan mala la situación. A los barracones les habían quitado los cerrojos y los mismos trabajadores habían abierto huecos en las paredes para la ventilación. Ya no había el cuidado de que nadie se escapara, ni nada de eso. Ya todos los negros estaban ubres. En esa libertad que decían ellos, porque a mi me consta que seguían los horrores. Y había amos, o mejor dicho, dueños que se creían que los negros estaban hechos para la encerradera y el cuero. Entonces los trataban igual. Muchos negros pata mí que no se habían dado cuenta de las cosas, porque seguían diciendo: "Mi amo, la bendición".
No salían del ingenio para nada. Yo era distinto en el sentido de que no me gustaba ni tratar a los blanquitos. Ellos se creían que eran los dueños de la humanidad. En Purio yo vivía casi siempre solo. Podía de Pascuas a San Juan tener mi concubina. Pero las mujeres han sido siempre muy interesadas y en aquellos años no había cristiano que pudiera mantener a una negra. Aunque yo digo que lo más grande que hay son las mujeres. A mí nunca me faltó una negra que me dijera: "Quiero vivir contigo".
Los primeros meses de estar en el ingenio me sentía extraño. Estuve extraño así como tres meses. Me cansaba de nada. Las manos se me pelaban y los pies se me iban reventando. A mí me parece que era la caña lo que me ponía así; la caña con el sol. Como tenía ese estropeo, por la noche me quedaba a descansar en el barracón. Hasta que la costumbre me hizo distinto. A veces se me ocurría salir por la noche. La verdad es que había bailes por los pueblos y otros entretenimientos, pero yo nada más que buscaba el juego con las gallinas.
El trabajo era agotador. Uno se pasaba las horas en el campo y parecía que el tiempo no se acababa. Seguía y seguía hasta que lo dejaba a uno molido. Los mayorales siempre agitando. El trabajador que se paraba mucho rato era sacado de allí. Yo trabajaba desde las seis de la mañana. La hora no me molestaba, porque en el monte uno no puede dormir hasta muy tarde por los gallos. A las once del día daban un descanso para ir a almorzar. El almuerzo había que comerlo en la fonda del batey. Casi siempre de pie, por la cantidad de gente amontonada. A la una del día se regresaba al campo. Esa era la hora más mala y la más caliente. A las seis de la tarde se acababa el trabajo. Entonces cogía y me iba al río, me bañaba un poco y después regresaba a comer algo. Tenía que hacerlo rápido porque la cocina no trabajaba de noche.
La comida costaba como seis pesos al mes. Daban una ración buena, aunque siempre era lo mismo; arroz con frijoles negros, blancos o de carita y tasajo. En algunos casos mataban a un buey viejo. La carne de res era buena, pero yo prefería y prefiero la de cochino; alimenta más y fortalece. Lo mejor de todo era la vianda; el boniato, la malanga, el ñame. La harina también, pero el que tiene que comer harina a pulso todos los días se llega a aburrir. Allí la harina no faltaba. Algunos trabajadores tenían la costumbre de irse a la mayordomía del ingenio para que le dieran un papel que les autorizaba a coger la comida cruda y llevarla al barracón. Cocinaban en sus fogones. Los que tenían su mujer fija comían con ella. A mí mismo me ocurría que cuando tenía canchanchana no iba a pasar los calores y la sofocación de la fonda.
Los negros que trabajaban en Purio habían sido esclavos casi todos. Y estaban acostumbrados a la vida del barracón, por eso no salían ni a comer. Cuando llegaba la hora del almuerzo, se metían en el cuarto con sus mujeres y almorzaban. En la comida era igual. Por la noche no salían. Ellos le tenían miedo a la gente y decían que se iban a perder. Siempre estaban con esa idea. Yo no podía pensar así, porque si me perdía, me encontraba. ¡Cuántas veces no me perdí en el monte sin hallar un río"
Los domingos todos los trabajadores que querían podían ir a sacar la faina.[12]11 Eso quería decir que uno en vez de quedarse reposando iba al campo, chapeaba, limpiaba o cortaba la caña. O si no, se quedaba en el ingenio limpiando las canoas o raspando las calderas. Era nada más que por la mañana. Como ese día no había que hacer nada especial, los trabajadores iban siempre y ganaban más dinero. El dinero es una cosa muy mala. El que se acostumbra a ganar mucho se echa a perder. Yo ganaba como los demás. El sueldo venía saliendo en unos veinticuatro pesos contando la comida. Algunos ingenios pagaban veinticinco pesos.
Todavía quedaban muchas tabernas cerca para gastar la plata. En Purio había dos o tres. Yo iba allí a tomar un trago a cada rato o si tenía necesidad de comprar algo también iba. En verdad las tabernas no eran lugares muy buenos. Casi todos los días se formaban broncas por envidias o por celos de mujeres. Por las noches se hacían tiestas. A esas fiestas podían ir todos los que quisieran. Se hacían en los bateyes. Había espacio para bailar y los mismos negros cantaban las rumbas. El guasabeo era de baile y de jaladera. Yo nunca me metí en eso, quiero decir, de lleno. Lo veía todo cuando sentía deseos; si no, me quedaba descansando. El tiempo se iba volando. A las nueve en punto había quo retirar los cajones de la rumba porque tocaban el Silencio, el campanazo más grande que había, para ir a dormir. Si por los negros hubiera sido, se hubieran quedado siempre bailando hasta por la madrugada. Yo sé bien cómo es eso para ellos. Todavía uno va a un baile y seguro que el último que se va es un negro. En mi caso particular no digo que el baile y la rumba no me gusten, lo que pasa es que a mí me ha dado por ver las cosas de lejos. Por la mañana la gente se levantaba estropeada. Pero seguían la marcha como si nada.
En los ingenios de esa época se podía trabajar fijo o de paso. Los que trabajaban fijo tenían la obligación de una hora marcada. Les hacían un contrato por meses. Así, vivían en los barracones y no tenían que salir del ingenio para nada. A mí me gustaba ser fijo, porque de la otra manera la vida era muy agitada. Los que se dedicaban al trabajo por su cuenta, nada más que tenían que llegar a un campo de caña y hacer un ajuste. Podían coger un lote de dos o cuatro besanas y ajustarlo según la cantidad de yerbas que hubiera. Los terrenos esos por aquellos años se ajustaban a treinta o a cuarenta pesos. Y el trabajo de la limpia se hacía en quince o dieciséis días. Esos trabajadores eran muy vivos. Podían descansar a cada rato, ir a tomar agua y hasta metían a sus mujeres en el yerbazal para cogérselas. Después que pasaban los días y el terreno estaba bien limpio, venía el mayoral a recibirlo. Si encontraba alguna chapucería, ellos tenían que repasarlo. Volvía el mayoral y si estaba complacido, iban con su dinero a pasear por los pueblos, hasta que volviera a crecer la yerba. Si se les acababa el dinero rápido, buscaban la manera de ir a otro ingenio para trabajar allí. Andaban siempre de habitantes. Vivían en los mismos barracones, pero en cuartos más chiquitos. Casi nunca se llevaban a sus mujeres a los cuartos. Las veían por las noches, porque ellos sí tenían el permiso para salir después de la faina.
Con los que trabajábamos fijos pasaba distinto. Nosotros no podíamos salir por la noche, porque a las nueve teníamos que estar alertas a la campana del Silencio. Los domingos eran los días en que yo salía por la tarde y me demoraba bastante. Había noches en que llegaba después de las nueve. Y no me pasaba nada. Me abrían y me decían: "¡Anda, que llegas tarde, cabrón!"
Los barracones eran un poco húmedos, pero así y todo eran más seguros que el monte; no había majases. Todos los trabajadores dormíamos en hamacas. Eran muy cómodas y uno se podía acurrucar bien durante el frío. Muchos de esos barracones estaban hechos de sacos. Lo único que fastidiaba de los barracones eran las pulgas. No hacían daño, pero habla que estarlas espantando toda la noche con escolia amarga. La escoba amarga acaba con las pulgas y con las niguas. Nada más que había que regar un poco en el suelo. Para mi que todos esos bichos nacieron en Cuba por la venganza de los indios. La tierra cubana está maliciada por ellos. Se están cobrando las muertes; Hatuey y toda su banda.
En Purio, como en todos los otros ingenios, había africanos de varias naciones. Pero abundaban más los congos.
Por algo a toda la parte norte de Las Villas le dicen de la conguería. También en esa época existían los filipinos, los chinos, los isleños y cada vez había más criollos. Todos ellos trabajaban en la caña, guataqueaban, chapeaban, aporcaban. Aporcar es arar con un buey y un narigonero para remover la tierra igual que en la esclavitud.
La cuestión de la amistad no cambiaba. Los filipinos seguían con su instinto criminal. Los isleños no hablaban. Para ellos nada más que existía el trabajo. Eran zoquetes todavía. Como yo no me emparentaba con ellas me cogieron rabia. De los isleños hay que cuidarse, porque saben mucho de brujería. A cualquiera le dan un planazo. Creo que ellos ganaban más que los negros, aunque antes decían que todo el mundo ganaba igual. El mayordomo del ingenio era quien se ocupaba de los pagos. El llevaba todas las cuentas. Era español también y viejo. Los mayordomos eran viejos, porque para las cuentas hay que tener mucha experiencia. El, le pagaba a todos los trabajadores del ingenio. Después que el dueño revisaba las liquidaciones el mayordomo avisaba que fuéramos a cobrar. Era por orden. Uno a uno íbamos entrando en la oficina o en la bodega. Había quien prefería coger todo el dinero en efectivo. Otros, como yo, preferíamos que el mismo mayordomo le entregara un vale por víveres al bodeguero para ir a comprar con cuentas. El propio bodeguero nos entregaba el dinero. Una mitad en comidas y tragos y la otra en efectivo. Así era mejor, porque uno no tenía que estar yendo a la oficina esa para que lo revisaran de arriba a abajo. Yo he preferido siempre la independencia. Además, los bodegueros eran simpáticos: españoles retirados del ejército.
Por esos años pagaban en moneda mexicana o española. Las monedas mexicanas eran de plata, grandes y brillosas; les decían carandolesas. Había fracciones de monedas de veinte centavos, de cuarenta y de a peso. Yo me acuerdo de una que era española y la llamaban Amadeo I. El que cogía en sus manos una moneda de esas no la gastaba; la guardaba como señuelo, porque Amadeo I fue rey de España. Eran de plata pura como las Isabelinas, que valían cincuenta centavos. Casi todas las demás eran en oro. Había escudos de dos pesos, doblones, que valían cuatro pesos, centenes, con un valor de cinco treinta, las onzas y las medias onzas.
Esas eran las monedas que más corrían en Cuba hasta la coronación de Alfonso XIII. Yo me las aprendía de memoria para que no me engañaran. Era más fácil que ahora, porque todas tenían la cara de un rey o de una reina o un escudo. El rey Alfonso XIII hizo que empezaran a llegar pesetas y pesos en plata. La calderilla era de cobre y las había de a centavo y de a dos centavos. Vinieron más monedas, como el real fuerte. El real fuerte valía quince centavos. Si se suma bien, con veinte reales fuertes se liega a tres pesos. Eso es positivo como quiera que uno cuente. Todavía hay gente que tiene pegada la maña de contar con esas monedas. Parece que se creen que la humanidad no avanza. Aunque a uno le gusten las costumbres viejas no se puede pasar la vida diciéndolo como una matraquilla.
Yo me encontraba mejor antes que ahora. Tenía la juventud. Ahora puedo tener de vez en cuando mi canchanchana, pero no es lo mismo. Una mujer es una cosa muy grande. La verdad es que lo que a mí me han gustado en la vida han sido las mujeres. Antiguamente, estando ahí mismo en Purio, yo hacía así y cogía para el pueblo los domingos. Siempre por la tarde, para no perder la faina de la mañana. Y a veces sin tener que llegar a Los pueblos me conseguía una mujer. Yo era muy atrevido; a cualquier prieta linda le sacaba conversación y ellas se dejaban enamorar. Eso sí, yo siempre les decía la verdad. Que yo era trabajador y me gustaba la seriedad. Uno no podía andar de chulo con las mujeres como ahora. ¡Qué va! Las mujeres de aquella época valían igual que los hombres. Trabajaban mucho y no les gustaba nada eso de los hombres ambulantes y vagos. Si yo cogía confianza con una mujer podía hasta pedirle dinero. Ahora, ella se fijaba bien si a mí me hacía falta o no. Y si me hacía falta, me daba todo lo que yo pedía. Si no, me mandaba a freír espárragos. Esas eran las mujeres de antes.
Cuando un hombre se veía apretado de mujeres iba los domingos a las fiestas. Fiestas que se hacían en el pueblo más cercano al ingenio. Se daban bailes en las calles y en las sociedades. Aquellas calles se llenaban de gentes bailando y retozando. Yo iba nada más que a pescar gallinas, porque el baile nunca me ha gustado. Jugaban a la baraja y hacían competencias de caballos. Ponían dos palos en un extremo y de un lado a otro atravesaban una soga. De esa soga colgaban una argolla por donde el jinete tenía que meter un palito o púa, como le llamaban. Si lo lograba se ganaba el premio. Casi siempre el premio era pasearse con el caballo por el pueblo. Y ser el más orgulloso. Para eso venían muchos jinetes de otros pueblos cercanos. A mí me gustaba pararme en los terrenos donde competían para ver los caballos. Lo que no me gustaba era que la gente iba a armar mucho brete y fajatina. Por cualquier cosa se despertaba el mal genio en esas competencias. A los negros eso no les llamaba mucho la atención. Lo veían y todo, pero... ¿Qué negro tenía un buen caballo?
El mejor entretenimiento era la lidia de gallos. Se celebraba los domingos en todos los pueblos. En Calabazar de Sagua, que era el más cercano al Purio, había una valla de gallos muy grande. Las vallas eran todas de madera. Las pintaban de rojo y blanco. El techo lo hacían de tabla con cartones gordos para tapar las rendijas. Las peleas eran sangrientas. Pero no había un hombre de aquella época que no fuera a verlas. La sangre era un atractivo y una diversión, aunque parezca mentira. Servía para sacarle dinero a los colonos, que entonces estaban empezando a hacerse ricos. También apostaban los trabajadores. El gallo era un vicio; todavía lo es. A la vez que uno se metía en una valla ya tenía que seguir jugando. Los cobardes no podían entrar a esos lugares. Ni los ruines. En las peleas cualquiera se volvía loco. La gritería era peor que la sangre. El calor no se resistía. Así y todo los hombres iban a verse con la suerte. El negro y el blanco podían entrar y jugar. El asunto era tener los centenes para apostar. ¡¿Y qué negro tenía...?! Aparte de los gallos y la borrachera no había más nada. Era mejor irse con una gallina al monte y recostarse.
Cuando llegaba el día de San Juan, que es el 24 de junio, hacían fiestas en muchos pueblos. Para ese día se preparaba lo mejor. En Calabazar lo celebraban y yo iba para ver. No había hombre o mujer que no preparara su mejor ropa para ir al pueblo. Las telas de esos años eran distintas a las de hoy. Los hombres por lo general se vestían con camisas de rusia o de listados. Esas camisas de listados eran muy elegantes y se abrochaban con botones de oro. Se usaba también el dril jipijapa, el almud, que era una tela negra como el azabache y la alpaca, muy brillosa. Decían que era la más cara. Yo nunca la usé. La jerga gruesa y de color grisoso era bastante corriente. Con ella se hacían los mejores pantalones. La usé mucho por lo encubridora.
A los hombres de antes les gustaba vestir bien. Yo mismo si no tenía ropa no iba al pueblo. Y eso que los cimarrones teníamos fama de ser salvajes. Por lo menos eso es lo que decía el vulgo. Si uno se pone a comparar la ropa de antes con la de ahora, no se explica cómo antes en tiempos de calor, la gente no se asaba.
Lo de las mujeres era el colmo. Parecían escaparates ambulantes. Yo creo que todo lo que encontraban se lo colgaban. Usaban camisón, saya, sayuelas, corset, y por arriba, el vestido ancho con tiras y lazos de colores. Casi todo el vestuario era de olán de hilo. También se ponían polizón. El polizón era como una almohadita del ancho de una nalga. Ellas se amarraban eso a la cintura y se lo dejaban caer por detrás para que las nalgas les temblaran. Tener polizón era como tener carne postiza. Algunas se ponían los pechos de rellenos. No sé qué negocio preparaban, pero parecían de verdad. Yo sabía que era trapo y todo, pero ver una mujer así, paradita de puntas, era algo muy grande. En la cabeza, las que tenían poco pelo, se ponían casquetes. Los peinados eran más lindos que ahora. Y naturales. Ellas mismas se peinaban y el pelo siempre se lo dejaban largo, porque esa moda vino de España, De España, porque de África nananina. Las mujeres que se pelaban corto a mí no me gustaban; parecían muchachos. Eso de los pelados cortos salió cuando empezaron a poner casas de peinados en Cuba. Antes, ni por cuento. Las mujeres eran lo principal en las fiestas. Se hacían más religiosas que nadie. De ahí venía la cubridera esa. Todo lo que llevaban era bueno. Ellas lo hacían saber. Aretes de oro y pulseras, zapatos de todas clases; de becerro y botas con tacones que tenían en la punta una latica para protegerlas. Los zapatos llevaban botonadura. Había un tipo de botas que se llamaban polacas; se abotonaban a un solo lado. Los hombres se ponían botines con elásticos en el tobillo. Pero esos eran los que tenían dinero. Yo, por ejemplo, nada más que tenía un par de zapatos de piel bajitos y mis vaquetas.
Las fiestas de San Juan eran las más conocidas por esa zona. Dos o tres días antes del 24 los niños del pueblo se ponían a hacer los preparativos. Adornaban las casas y la iglesia con pencas de guano. Los mayores se preocupaban de los bailes en los Casinos. Ya en ese entonces había sociedades de negros, con cantina y salón para baile. Cobraban la entrada para los fondos de la Sociedad. Yo a veces llegaba a esos lugares, me quitaba mi sombrero de guano y entraba. Pero me iba enseguida por el molote de gente. Los hombres de campo no se acostumbraban al baile tan encerrado. Además, las gallinas salían y ahí era donde había que atraparlas. Cuando veía que una hembra salía, me le acercaba y la invitaba a beber o comer algo. Siempre había mesones para vender empanadas, longanizas, tamales, sidra y cerveza. A esos mesones les dicen ahora kioscos. La cerveza que vendían era de marca T, española. Costaba veinticinco centavos y era diez veces más fuerte que la moderna. Al buen tomador le gustaba mucho por lo amarga. Yo me tomaba unas cuantas y me sentía de lo más sabroso.
La sidra también era muy buena y se consumía mucho. Sobre todo en los bautizos. Dicen que la sidra es agua de oro, sagrada.
El vino Rioja era muy popular. Yo lo conocí desde la esclavitud. Venía a valer veinticinco reales el garrafón; o sea, dos pesos cincuenta centavos. La copa costaba un medio o un real; dependía del tamaño. Ese vino mareaba a cualquier mujer. Había que ver a una hembra de esas mareada, jalando para el monte...
Aunque aquella era una fiesta religiosa, porque altares había hasta en los portales de las casas, yo nunca me ponía a rezar. NI vide tampoco muchos hombres que rezaran. Ellos iban a beber y a buscar mujeres. Las calles se llenaban de vendedores de frituras de maíz, de empanadas de dulces, de toronjas, de coco y de refrescos naturales.
Era costumbre en aquellas fiestas bailar la caringa. La caringa era baile de blancos; se bailaba en parejas con pañuelos en las manos. Hacían grupos para bailarlo en el parque o en las calles. Parecía como si fueran unas comparsas. Brincaban muchísimo. Tocaban con acordeones, güiros y timbales, y decían:
Toma y toma y toma caringa
pa' la vieja palo y jeringa.
Toma y toma y toma caringa
pa' lo viejo palo y cachimba.
Además, bailaban el zapateo, que es el baile primitivo de Cuba y la tumbandera. El zapateo era muy lucido. Ese baile no era tan indecente como los africanos. Los bailadores no se tocaban los cuerpos ni de roce. Se bailaba en casas de familia o en el campo. No tenía que ser en día especial. Lo mismo se bailaba el zapateo el 24 de junio que el día de Santiago. Para bailar el zapateo las mujeres se vestían con alan de hilo muy fino y se ponían puchas de flores en la cabeza; de flores finas, nada de silvestres. Se adornaban los vestidos con tiras bordadas y llevaban pañuelos rojos y blancos. Los hombres también se ponían pañuelos y sombreros de paja. Las mujeres se paraban frente a los hombres y empezaban a taconear con las manos en las faldas. Y los hombres las miraban y se reían. Y daban vueltas alrededor de ellas con las manos detrás. A veces la mujer recogía el sombrero del hombre del suelo y se lo ponía. Eso lo hacían por gracia. Muchos de los hombres que veían ese gesto de las mujeres tiraban sus sombreros y ellas los iban recogiendo para ponérselos. A las mujeres bailadoras les daban regalías. Estas regalías consistían en dinero y flores. Hoy no se ven como en aquellos días de las fiestas. Yo me acuerdo que todas las casas estaban adornadas con flores. En un alambrito amarraban las puchas y las colgaban en las barandas de los portales. Las mismas familias tiraban las flores a la calle, a todo el que pasaba. Aquí había una rosa, muy grande ella, que le decían la rosa de Borbón. Esa y la azucena eran las que más se vendían. La azucena es blanca y huele fuerte.
En la Colonia Española se vendían las mejores flores, claveles y rosas. Allí les daba por bailar la jota. La jota era para los españoles exclusivamente. Ellos trajeron ese baile a Cuba y no dejaron que nadie lo bailara. Para verlo, me paraba en los portales de la Colonia y miraba para adentro. La verdad es que la jota era bonita por los disfraces que se ponían para bailarla. Y por el sonido de las castañuelas. Levantaban los brazos y se reían como unos bobos. Así se pasaban toda la noche. Algunas veces los mismos españoles veían que la gente se apiñaba en las ventanas para mirar y entonces salían y le daban a uno vino, uvas y queso. Yo tomé mucho vino español con el cuento de pararme en el portal.
La tumbandera era otro baile popular. Ese también desapareció. Los blancos no lo bailaban porque decían que era chusmería de negros. A mí la verdad es que no me gustaba. La jota era más fina. La tumbandera era parecida a la rumba. Muy movida. La bailaban siempre un hombre y una mujer. Se tocaban dos tamborcitos parecidos a las tumbadoras. Pero mucho más chiquitos. Y con maracas. Ese se podía bailar en las calles o en las Sociedades de Color.
Las fiestas de hoy no tienen el lucimiento de antes. Son más modernas o yo no sé... El caso es que uno se entretenía mucho por aquellos años. Yo mismo, que iba nada más que a ver me divertía. La gente se disfraza con distintos vestuarios de colores escandalosos. Se ponían caretas de cartón y de tela que representaban diablos, monos y mascaritas. Si un hombre quería vengarse de otro, por cualquier razón, se disfrazaba de mujer y cuando veía pasar a su enemigo le daba un fuetazo y echaba a correr. Así no había quien lo descubriera.
Para las fiestas de San Juan se organizaban varios juegos. El que más yo recuerdo era el de los patos. El juego de los patos era un poco criminal, porque había que matar a un pato. Después de muertecito el pato, lo cogían por las patas y lo llenaban de sebo. El pato brillaba. Luego lo colgaban de una soga que amarraban en dos palos, enterrados a cada extremo de la calle. Iba más gente a ver ese juego que al baile. Después que al pato lo tenían guindando de esa soga, iban saliendo los jinetes. Salían de una distancia de diez metros. Y echaban a correr. Tenían que coger velocidad, si no no valía, y cuando llegaran al pato arrancarle la cabeza con todas sus fuerzas. Al que lograba llevársela le regalaban una banda punzó y lo nombraban presidente del baile. Como presidente recibía otros regalos particulares. Las mujeres se le acercaban enseguida. Si tenía novia, a ella le ponían otra banda y la nombraban presidenta. Por la noche iban juntos al baile a presidir. Eran los que primeros salían a bailar. A ellos también les tiraban flores.
Por la mañana, a eso de las diez, le daban candela al juá. El juá era un muñeco de palo parecido a un hombre. Lo guindaban con una soga en el medio de la calle. Ese muñeco era el Diablo en persona. Los muchachos le daban candela, y como estaba forrado de papeles, prendía enseguida. Uno veía esos papeles de colores en el aire quemándose, y la cabeza y los brazos... Yo vide eso muchos años, porque después siguió la costumbre. El día de San Juan todo el mundo iba a bañarse al río. El que no lo hacía se llenaba de bichos enseguida. Si había alguien que no podía ir al río, como una vieja o un niño muy chiquito, se metía en una batea. Una batea no era lo mismo que un río, pero tenía agua y esa era la cuestión. Mientras más agua se echara uno por arriba, más despojado salía. Yo tenía una negra de canchanchana que era como los gatos para el agua. Así y todo el día de San Juan se metía con ropa en el río.
Como los santeros también daban sus fiestas ese día, yo dejaba un lugarcito por la noche y me iba para allá. Me paseaba por varias casas, saludaba a la gente y a los santos y me iba a descansar. Había la costumbre de que los ahijados le llevaran centenas a sus padrinos. Y cualquier otra cosa que ellos pidieran. Para un negro lo más grande que había era el padrino o la madrina, porque ellos eran los que le habían dado santo. Las fiestas en las casas de santo eran muy buenas. Ahí nada más que iban negros. Los españoles no eran amigos de eso. Después que pasaron los años la cosa cambió. Hoy uno ve un babalao blanco con los cachetes colorados. Pero antes era distinto, porque la santería es una religión africana. Ni los guardias civiles, los castizos, se metían en eso. Ellos pasaban y cuando más hacían una pregunta: "¿Qué es lo que hay?" Y los negros contestaban: "Aquí, celebrando a San Juan". Ellos decían San Juan, pero era Oggún. Oggún es el dios de la guerra. En esos años era el más conocido en la zona. Siempre está en el campo y lo visten de verde o de morado. Oggún Arere, Oggún Oké, Oggún Aguanillé.
A las fiestas de santo había que ir con mucha seriedad. Si uno no creía mucho tenía que disimular. A los negros no les gustaban los intrusos. Nunca les han gustado. Por eso yo iba de lo más tranquilo, oía el tambor; eso sí, miraba a los negros y después comía. Nunca dejé de comer en una fiesta de santo. Lo que sobraba siempre era la comida. Y había de todo tipo. La que más me gustaba era la harina amalá. Esa comida era la que le daban a Changó. Se hacía con harina de maíz y agua. Cuando el maíz se hervía, lo pelaban y le quitaban la cáscara. Lo echaban en el pilón y pila que te pila hasta que se desbarataba. Después ese amalá se envolvía en hojas de plátano en forma de bolas. Se podía comer con azúcar o sin ella. Hacían calalú, que se comía casi igual que el yonyó. El yonyó era como un quimbombó. Se preparaba con bledo y especias de todo tipo. Bien sazonado era riquísimo. El yonyó como mejor sabía era comiéndolo con las manos. Comían el guengueré, que se hacia con una hojita de guengueré, carne de res y arroz. Había dos clases de guengueré; el blanco y el moraúzco. Pero el más sabroso era el blanco, por lo suave de comer.
También comían masango, que era maíz sancochado. Yo creo que los congos comían eso igual. El cheketé era la bebida principal de los santeros. Siempre la daban en las fiestas. Era como decir un chocolate frío. Lo hacían con naranja y vinagre. Los niños lo tomaban mucho. Se parecía al atol que se hacía de sagú: yuquilla que se rayaba y salta igual que el almidón. Se tomaba en cucharadas, pero si que era muy glotón se empinaba la vasija. De esas comidas, la más rica era el ochinchín, que se hacía con berro, acelga, almendras y camarones sancochados. El ochinchín era comida de Ochún.
Todos los santos tenían su comida, Obatalá tenía el ecrú de frijoles de carita. Y otras más que yo no recuerdo.
Muchas de esas comidas eran dañinas. La calabaza, por ejemplo, no se podía comer, porque había santos que no se llevaban con ella. Todavía hoy la calabaza no se come. Yo mismo ni me metía en el monte a buscarla, porque el que se enredaba en un yerbazal de calabazas se reventaba todito. Las piernas no las podía apoyar por mucho tiempo.
Tampoco comía ajonjolí, porque me salían verdugones y granitos. Si los santos se empeñaban en que uno no comiera, por algo sería. ¡Yo, ni para chistear con eso! Hoy es y ni por lo que dijo el cura como nada de eso.
Hay que respetar las religiones. Aunque uno no crea mucho. Por aquellos años el más pinto era creyente. Los españoles todos creían. La prueba es que en los días de Santiago y de Santa Ana en Purio no se trabajaba. El ingenio se recogía. Paraban las calderas y el campo se quedaba hueco. Daba la idea de un santuario. Los curas iban por la mañana y empezaban a rezar. Rezaban largo. Yo aprendí poco. Casi ni ponía asunto. Y es que los curas nunca me han entrado por los ojos. Algunos eran hasta criminales. Gozaban de las blancas bonitas y se las comían. Eran carnívoros y santuarios. Ellos tenían un hijo y lo hacían ahijado o sobrino. Se los escondían debajo de la sotana. Nunca decían: "Este es mi hijo".
A los negros los atendían. Sí alguna mujer paría, tenía que llamar al cura antes de los tres días de nacida la criatura. Si no lo hacía así, se buscaba tremendo pleito con el dueño del ingenio. Por eso todos los niños eran cristianos.
Pasaba un cura y había que decirle: "La bendición, padre". Ellos a veces ni lo miraban a uno. Así son muchos españoles, isleños; gallegos, no.
Los curas y los abogados eran sagrados en aquella época. Se respetaban mucho por el título. Hasta un bachiller era algo muy serio. Los negros no eran nada de eso; cura, menos. Yo nunca vide un cura negro. Eso era más bien para los blancos y descendientes de españoles. Hasta para ser sereno había que ser español. Con todo y que los serenos nada más que son para cuidar. Ganaban seis pesos al mes. En Purio había uno gordo que era español. Tocaba la campana para la faina y el silencio. No hacía más nada. La vida más cómoda que había era esa. A mí me hubiera gustado ser sereno. Era mi aspiración, pero en Purio nunca salí del campo. Por eso tenía los brazos como trinquetes.
El sol de la caña es bueno a pesar de todo. Si he vivido tanto por algo es.
Hasta la vida en los ingenios cansaba. Ver la misma gente y los mismos campos todos los días aburría. Lo más difícil era acostumbrarse mucho tiempo al mismo lugar. Yo tuve que salir de Purio, porque la vida allí se pasmó un poco. Me dio por caminar para abajo. Y llegué al central San Agustín Ariosa, al lado del pueblo de Zulueta. Al principio no quería quedarme, porque yo prefería caminar. Iba a ir hasta Remedios, pero resultó que en el mismo central me eché una canchanchana y me quedé. Esa mujer me gustaba. Era bonita y azulada; una mulata de esas azuladas que no creen en nadie. Se llamaba Ana. Por ella me quedé a vivir allí. Pero con el tiempo me aburrí. La Ana esa me traía espanto con sus brujerías. Todas las noches era la misma historia: espíritu y brujos. Entonces le dije: "no quiero más nada contigo, bruja". Ella cogió su camino y no la vide más. Luego encontré otra que era negra; negra prieta de la tierra. Esa no era brujera pero tenía un carácter muy desenvuelto. A los dos o tres años de estar arrimado a ella, la dejé. Se me quiso hacer demasiado alegre. No era ella sola la alegre. En cuanto uno llegaba a un ingenio a trabajar las mujeres se acercaban. Nunca faltaba una que quisiera vivir con uno.
En el Ariosa estuve un rato largo. Y cuando llegué allí me preguntaron los trabajadores: "Oye, ¿de dónde tú vienes?" Yo les dije: "Yo soy liberto de Purio". Entonces ellos me llevaron al mayoral. El me dio trabajo. Me puso a tumbar caña. No me resultó raro; ya yo era experto en eso. También guataqueaba el campo.
El ingenio era mediano. El dueño era de apellido Ariosa, español puro. El ingenio Ariosa fue uno de los primeros que se convirtió en central, porque le entraba una línea de vía ancha que traía la caña a la casa de calderas. Allí era como en todos los demás ingenios. Había apapipios y adulones de los mayorales y de los amos. Ellos siempre interrogaban a los nuevos trabajadores para saber cómo pensaban. Eso era por el odio que ha existido siempre entre una parte y la otra, por la ignorancia. No es por otra cosa. Y los negros libertos por lo general eran muy ignorantes. Se prestaban para todo. Hasta se dio el caso de que si un individuo estorbaba, con unos centenes, lo mataban sus propios hermanos.
Los curas influían en todo. Cuando ellos decían que un negro era resabioso, había que cuidarlo, si no ya había alguien preparado para cualquier oportunidad llevárselo.
En Ariosa la religión era fuerte. Había una iglesia cerca, pero yo nunca fui porque sabía bien que los verdaderos sembradores de la inquisición en Cuba eran los curas, y eso lo digo porque los curas apoyaban ciertas y determinadas cosas... Con las mujeres ellos eran diablos. Convertían la sacristía en un prostíbulo. Cualquiera que haya vivido en el Ariosa sabe los cuentos. Hasta a los propios barracones llegaban esas historias. Me sé unas cuantas. Otras las vide personalmente.
Los curas metían a las mujeres en subterráneos, en huecos donde tenían verdugos preparados para asesinarlas, otros subterráneos estaban llenos de agua y las pobres se ahogaban. Eso me lo han contado muchas veces.
Ye vide curas con mujeres muy coquetas que después decían: "Padre, la bendición". Y se acostaban con ellas. En Ariosa se hablaba de otras cosas, como era la vida que hacían en las iglesias y en los conventos. Los curas eran como los demás hombres, pero tenían todo el oro. Y no gastaban. Nunca vide yo a un cura en una taberna divirtiéndose. Ellos se encerraban en las iglesias y ahí sí gastaban. Todos los años hacían recolectas para la iglesia, para los trajes y las flores de los santos.
A mi me parece que la cuestión de los trapiches no les llamaba la atención. Nunca se llegaban hasta las máquinas. Tenían miedo de asfixiarse o quedarse sordos. Eran delicados como nadie.
En aquellos años las maquinarias eran de vapor. Yo mismo entré una vez a los trapiches y cuando me fui acercando a la moledora empecé a toser. Tuve que salir enseguida, porque mi cuerpo no estaba acostumbrado a ese calor. El campo es distinto, con la yerba y la humedad esa que se pega a la piel.
El mejor trabajo que hice en Ariosa fue el de trapiche. Cerca de allí, porque pude salir del campo. La verdad que me gustó. Yo tenía que botar la caña de la estera. Eso se hacia adentro, por donde todavía corría la brisa. La estera tenía un largo como el de una palma. Traían la carreta llena de caña y la ponían culateada a la estera. Así se descargaba. Cuatro o seis hombres recibíamos la caña de las carretas y la íbamos colocando en las esteras. Cuando la caña estaba toda botada, la estera se echaba a andar con correas y llegaba hasta la moledora. En la moledora descargaba la caña y luego regresaba a recoger más cantidad. No se podía perder tiempo en ese trabajo, porque los mayorales vigilaban.
Era un trabajo descansado. En el mezclador se trabajaba cómodo también. Se gozaba más. Ahí la cosa era de llenar los carritos. Eran unos carritos que iban vacíos a los tachos y allí se llenaban de azúcar fresca. Cuando quedaban llenos se mandaban al mezclador. Si los tachos se vaciaban los fregaban con chorros fuertes de agua. EL mezclador era un aparato grande de unos ganchos y una canal donde se depositaba el azúcar. Ese azúcar la disolvían en el mezclador y ya disuelta iba a retinarse a la centrífuga, que era una máquina nueva en Ariosa. A veces pasaban dos días y uno no tenía que mover un dedo, porque los tachos venían a botar cada 24 horas. El pito avisaba con un ruido que volvía sordo a cualquiera. Cuando él avisaba había que prepararse para recoger la templa. Nosotros le decíamos templa a las veces que el tacho botaba.
Yo hice esos trabajos en el Ariosa. Nunca me quedé dormido. El que se quedaba dormido era castigado. Y si el mayoral se ponía furioso, lo echaba para la calle. Cuando llegaba la noche me iba al barracón y me dormía enseguida. No sé qué cansa más, si el monte, los trapiches...
En aquella época yo soñaba bastante, pero nunca soñaba con visiones. El sueño viene por la imaginación. Si uno se pone a pensar mucho en una mata de plátano, y la mira, mañana o pasado sueña con ella. Yo soñaba con el trabajo y con las mujeres. El trabajo es malo para soñar. Da espanto y después al otro día, uno se cree que está soñando todavía, y ahí es donde se coge un dedo o se resbala.
Las que son buenas para los sueños son las mujeres. Yo estuve metido con una negra mora que no me salía de los sueños. Con esa gallina yo me pasaba la vida en cosas raras. Ella no me hacía caso. Todavía la recuerdo a cada rato. Y me acuerdo de Mamá. Mamá era una negra vieja medio traidora ella. Entraba a los cuartos de los hombres y decía: "Buenas por aquí". Miraba bien y luego se iba a contarle al mayoral lo que había visto.
Perra y traidora. Todo el mundo le tenía miedo por la lengua suelta. Ella tenía varios hijos mulatos. Al padre nunca lo mencionaba. Para mí que era el mayoral. La ponían siempre a trabajar liviano. Servía la comida y lavaba ropa; camisas, pantalones y mamelucos de niños. Los mamelucos eran pantaloneros de rusia con unas tiras para sujetarlos a los hombros. Los niños de aquellos años se ponían nada más que esa ropa. Se criaban salvajemente. A lo único que les enseñaban era a guataquear y a sembrar viandas. De instrucción nada. Cuero sí les daban, y mucho. Después, si seguían faltando, los hincaban y les ponían granos de maíz o sal en las rodillas. La zumba era el castigo más frecuente. Venían los padres y con un rascabarriga o con un chicote de soga les daban hasta sacarles sangre. El rascabarriga era un chucho fino que salía de un árbol y nunca se partía, aunque el niño soltara las tiras del pellejo. Yo creo que tuve hijos; a lo mejor muchos, o quizá, no. Creo que nunca los hubiera castigado así.
En las bodegas vendían chuchos colorados de cuero de buey torcido. Las madres se lo amarraban a la cintura, y si el niño se ponía malcriado, le daban por dondequiera. Eran castigos salvajes heredados de la esclavitud. Los niños de ahora son más majaderos. Antes eran tranquilos y la verdad es que no se merecían esos castigos. Ellos han cambiado por el sistema de los golpes. Un niño de aquella época se pasaba el día correteando por los bateyes o jugando a las bolas españolas. Unas bolitas de cristal que tenían todos los colores. Se vendían también en las bodegas. Jugaban seis o diez niños en dos bandos. Hacían dos rayas en la tierra y tiraban por turno las bolitas. Al que le cayera más cerca de las rayas, ganaba. Entonces volvía a tirar y si tocaba alguna otra bola del bando opuesto, se la apuntaban.
También se jugaba el tejo y las hembras se entretenían haciendo muñecas de trapos o jugando a la sortija con los varones. Los varones dejaban caer la sortija en las manos de la hembra que más le gustaba. Así se pasaban horas. Sobre todo por la tarde, de seis a ocho o a nueve, en que se iban a dormir. En el Ariosa tocaban el Silencio todavía, a la misma hora de antes: nueve en punto rayando.
A cada rato había niños huidos. Daban perro de muerto en las casas para no trabajar. Y se escondían. Muchas veces lo hacían huyéndole al trabajo o a los castigos de los mismos padres. Ya en esos años los niños no recibían la doctrina cristiana. Pero algunos padres habían heredado esa manía y los llevaban a la iglesia. La iglesia era muy importante para los españoles. Se la inculcaban a los negros todos los días. Pero ni los Fabás ni yo íbamos nunca. Los Fabás eran brujeros los dos. Uno se llamaba Lucas y el otro Ricardo o Regino. Yo me amistó con Lucas. Ellos habían sido esclavos del ingenio Santa Susana, que quedaba entre Lajas y Santo Domingo. Ese ingenio era propiedad del Conde Moré; Lucas me hablaba mucho de ese Conde. Decía que era uno de los españoles más crueles que él había conocido. Que no creía en nadie. El daba órdenes y había que cumplirlas. Los propios gobernadores le tenían respeto. Una vez el gobernador Salamanca[13]12 lo mandó a prender, porque les pagaba a los negros con fichas marcadas con la T de la Santísima Trinidad. El conde recogía dinero en oro y plata y pagaba con papelitos. Era un ladrón a mano armada. Pero el Rey de España se enteró de ese trasiego y mandó al gobernador a que investigara bien. Entonces Salamanca salió disfrazado para el ingenio. Llegó y se sentó a comer en la bodega. Nadie sabía que ese hombre era el gobernador. Lo apuntó todo en una libreta. Y cuando se cercioró bien de los horrores que hacía el Conde, lo llamó y le dijo: "Llegue hasta la Casa de Gobierno". A lo que Moré contestó: "La misma distancia hay de su casa a la mía. Venga usted". Pero Salamanca no fue. Le mandó a la guardia civil y lo trajeron esposado a La Habana. Lo encarceló y a los pocos meses el Conde murió preso. Entonces los Condes y Vizcondes buscaron la forma de vengarse del gobernador. Se amistaron con el médico de Salamanca para que él lo envenenara. Y Salamanca fue envenenado como en el año noventa por una nacencia que tenía en la pierna. En vez de curarlo, el médico le echó veneno y el gobernador murió a los pocos días. Lucas me contó esto porque él lo vio; fue en el mismo año en que él llegó al Ariosa con Regino.
Lucas era muy brujero y muy dado al maní. Era buen bailador. El siempre me decía: "¿Cómo tú no aprende a jugá maní?", y yo le decía: "No, porque el que me dé una trompada a mí le doy un machetazo". Este Lucas sabía mucho. Era un tipo chévere. Jugaba maní para tener un atajo de mujeres. A las mujeres les gustaba que el hombre fuera bailador. Cuando un hombre era un buen manicero, las mujeres decían: "¡Cono, a mí me gusta ese hombre!" Y se lo llevaban para los cañaverales y a gozar, porque la paja de caña calientica, en tiempo de frío, sabe muy bien. Ese negocio de irse a gozar al campo era muy conocido.
Se aprovechaba él viaje de la carreta del ingenio al terreno de corte. En ese tiempo se tumbaba a cualquier mujer y se metía dentro de la caña. No había que buscar tanto acotejo como ahora. Cuando una mujer se iba con uno, ya ella sabía que tenía que regarse en el suelo.
Lucas era un hombre bueno, pero le gustaban demasiado las mujeres. A veces él y yo reuníamos a un grupo para jugar al monte por la noche, en el barracón. Poníamos una lona en el suelo y ahí nos sentábamos a jugar. Nos pasábamos la noche jugando. Pero yo me iba cuando veía que tenía cuatro o seis pesos de mi parte. Y si perdía mucho, me largaba. Yo no era como ese tipo de gente que por plante se quedaban toda la noche jugando para perder. Además, los juegos siempre terminaban mal. Los hombres eran muy egoístas. Siempre ha sido igual. Y si uno perdía y no estaba conforme armaba un lío de siete suelas. Como he sido siempre separatista, me alejaba.
En Ariosa había dos negros que me conocían de muchacho. Un día le dijeron a Lucas: "Este vivía como un perro en el monte". Y yo los vide después y les dije: "Oigan, los que vivían así eran ustedes que recibían enero". Y es que toda esa gente que no se huyó, creía que los cimarrones éramos animales. Siempre ha habido gente ignorante en el mundo. Para saber algo hay que estar viviéndolo. Yo no sé cómo es un ingenio por dentro si no lo miro. Eso es lo que les pasaba a ellos. Lucas me decía igual, porque me conocía bien. Era mi único amigo de verdad.
En Ariosa no le daban trabajo a cualquiera. Si veían a un hombre muy figurín, con sombrerito de pajilla, no le hacían caso, porque decían que era un chulo. Para conseguir trabajo era mejor ir a esos ingenios un poco ripiado, con sombrero de guano y jipijapa. Los mayorales decían que al figurín no le gustaba agachar el lomo. Y en Ariosa había que trabajar duro. La vigilancia era constante. Por nada lo catalogaban a uno. Yo me acuerdo de un criminal él que se llamaba Camilo Polavieja. Polavieja era gobernador por los años noventa. Nadie lo quería. El decía que los trabajadores eran bueyes. Tenía el mismo pensamiento de la esclavitud. Una vez le mandó a dar componte a los trabajadores que no tuvieran cédula. La cédula era un papelito, como un vale, donde escribían las señas del trabajador, Había que tenerlo arriba siempre. Y el que no lo tuviera recibía unos buenos mochazos en el lomo con vergajo, que era pisajo de res seco. Eso era el componte. Siempre lo daban en el cuartel, porque al que encontraban sin la cédula lo llevaban allí. Costaba veinticinco centavos y había que sacarla en el Ayuntamiento. Todos los años se renovaba.
Además del componte. Polavieja hizo otros horrores. Remachó negros por millar. Era soberbio como un buey. Hasta con sus tropas era así. Los mismos soldados lo decían. Una vez le dio por mandar negros a la isla de Fernando Po. Aquello era un castigo fuerte, porque esa isla era desierta. Era una isla de cocodrilos y tiburones. Ahí soltaban a los negros y no se podían ir. A Fernando Po mandaban a ladrones, chulos, cuatreros y rebeldes. A todo el que llevara un tatuaje lo embarcaban. Se entendía que el tatuaje era señal de rebeldía contra el gobierno español. Los ñañigos también iban a esa isla, y a otras que se llamaban Ceuta y Chafarinas. Polavieja mandaba los ñañigos porque él decía que eran anarquistas. Los trabajadores que no estaban complicados con el ñañiguismo ni con la revolución se quedaban en Cuba. Las mujeres tampoco iban. Esas islas eran de hombres nada más.
Polavieja obligaba a las mujeres a llevar su cartilla. La cartilla era parecida a la cédula. A todas las mujeres les daban una en el Ayuntamiento. Era su identificación.
Por aquellos años las mujeres recibían mucha atención médica. Al mismo Ariosa iba un médico todos los lunes y las reconocía. Un médico español, fulastre, sin fama. En los médicos españoles no confiaba nadie, la brujería era la que seguía curando a la gente. Brujeros y médicos chinos eran los más mentados. Aquí hubo un médico de Cantón que se llamaba Chin. Chin se metía en los campos a curar a la gente de guano. Yo estaba una vez en el pueblo de Jicotea y lo vide. No se me olvidó más. Allí lo llevaron los Madrazos, que eran familia de dinero. Chin era regordete y bajito. Vestía con una camisa de médico medio amarilla y con sombrero de pajilla. Los pobres lo veían de lejos, porque él cobraba muy caro. Yo no dudo que él curara con yerbas de esas que se meten en pomos y se venden en las boticas.
En Cuba había muchos chinos. Eran los que habían llegado contratados. Se iban poniendo viejos con el tiempo y dejaban el campo. Como yo salía a cada rato del ingenio los vide mucho. Sobre todo en Sagua la Grande, que era la mata de ellos. A Sagua iban muchos trabajadores los domingos. De todos los ingenios se reunían allí. Por eso es que yo vide teatro de chinos. Era un teatro grande de madera, muy bien construido. Los chinos tenían mucho gusto para las cosas y pintaban con colores muy vivos. En ese teatro hacían murumacas y se encaramaban unos arriba de otros. La gente aplaudía mucho y ellos saludaban con elegancia. Lo más fino que había en Cuba eran los chinos. Ellos lo hacían todo con reverencias y en silencio. Y eran muy organizados.
En Sagua la Grande tenían sociedades. En esas sociedades se reunían y conversaban en sus idiomas y leían los periódicos de China en alta voz. A lo mejor lo hacían para joder, pero como nadie los entendía, ellos seguían en sus lecturas como si nada.
Los chinos eran muy buenos comerciantes. Tenían sus tiendas que vendían cantidad de productos raros. Vendían muñecas de papel para los niños, perfumes y telas. Toda la calle Tacón en Sagua la Grande era de chinos. Allí tenían, además, sastrerías, dulcerías y fumaderos de opio. A los chinos les gustaba mucho el opio. Yo creo que ellos no sabían que eso hacía daño. Se lo fumaban en pipas largas de madera, escondidos en sus tiendas para que los blancos y los negros no los vieran. Aunque en aquellos días no perseguían a nadie por fumar opio.
Otra cosa que a ellos les atraía era el juego. Los más grandes inventores del juego eran y son los chinos. Jugaban en las calles y en los portales. Yo recuerdo un juego que le decían el botón y otro que llegó hasta hoy que es la charada. A Sagua la Grande iban negros y blancos a jugar con ellos. Yo nada más que jugaba al monte.
Los chinos alquilaban una casa y se reunían en ella los días de fiesta. Ahí jugaban hasta que se cansaban. En esas rasas ponían a un portero para que atendiera a los jugadores y para evitar fajatinas. Ese portero no dejaba entrar a los guapos.
Yo cada vez que podía iba a Sagua. Me iba en tren o a pie. Casi siempre iba a pie, porque el tren era muy caro. Yo sabía que los chinos tenían fiestas en los días grandes de su religión. El pueblo se llenaba de gente para verlos festejar. Hacían todo tipo de murumacas y figuraciones. Yo nunca pude ir a esas fiestas, pero oí decir que se guindaban de la trenza y bailaban moviendo todo el cuerpo en el aire. Hacían otro engaño acostados en el suelo con una piedra de amolar sobre la barriga. Otro chino recogía una mandarria, daba un mandarriazo y la barriga se quedaba sana. Entonces el chino se paraba, brincaba, se reía y el público empezaba a gritar: "¡Otra vez!" Otros quemaban papeles, como los titiriteros de Remedios y los botaban en el suelo. Cuando ese papel estaba hecho cenizas, se enganchaban y de las cenizas sacaban cintas de colores. Eso es positivo, porque a mí me lo contaron muchas veces. Yo sé que los chinos hipnotizaban al público. Ellos siempre han tenido esa facultad. Es el fundamento de la religión de China.
Después, se dedicaron a vender viandas y frutas y se echaron a perder. A los chinos se les ha quitado aquella alegría del tiempo de España. Ahora uno ve a un chino y Se pregunta: "¿Voy bien?" Y él dice: "Yo no sabe”
Aunque estuve unos cuantos años en Ariosa, las cosas se me han olvidado un poco. Lo mejor que hay para la memoria es el tiempo. El "tiempo conserva los recuerdos. Cuando uno quiere acordarse de las cosas del tiempo nuevo, no puede. Sin embargo, mientras más atrás uno mire, más claro lo ve todo. En Ariosa habla muchos trabajadores. Yo creo que era uno de los ingenios más grandes de esos años. Todo el mundo hablaba bien de él. El dueño era renovador y hacía muchos cambios en los trapiches. Algunos ingenios daban muy mala comida, porque los bodegueros no se ocupaban. En Ariosa era distinto. Ahí se podía comer. Si los bodegueros se despreocupaban de la comida, el dueño venía y les decía que pusieran más atención, había ingenios que estaban como en la esclavitud; es que los dueños se creían que eran amos de negros todavía. Eso pasaba mucho en ingenios apartados de los pueblos.
Cuando llegaba el tiempo muerto venía la calma. Toda la situación cambiaba en el ingenio y en los bateyes. Pero nadie se quedaba sin hacer algo. El tiempo muerto era largo y el que no trabajaba, no comía. Algo había que hacer siempre.
Yo era muy dado a buscar mujeres en esos meses. Y caminaba por los pueblos. Pero regresaba a los barracones por la noche. En tren podía ir a Sagua la Grande, a Zulueta y a Rodrigo. Iba, pero no era amigo de conocer mucha gente en esos pueblos. Total, en verdad, mi vida era el ingenio. Lo que más hacía en el tiempo muerto era guataquear caña, porque era lo que más conocía. Unas veces me daba por hacer los desorillos, que era guataquear igual, pero en las guardarrayas, para que en caso de candela no ardiera la caña. También se sembraba caña nueva y había que darle una mano de guatacas para que estuviera en tierra sana. Se aporcaba la caña con un sólo buey y un yugo chiquito. El buey se metía por dentro del surco de caña. El arado lo llevaba un gañán. Y el narigonero, un niño de ocho o nueve años, llevaba al buey para que no se desviara.
En tiempo muerto había menos obligaciones y menos trabajo. Naturalmente, venía el aburrimiento. Yo mismo salía a los pueblos cuando tenía centenes. Si no, qué diablos iba a buscar a ningún lado. Me quedaba en los barracones y era mejor.
Las mujeres seguían en lo mismo. Para ellas no existía el tiempo muerto. Seguían lavando la ropa de los hombres, zurcían y cosían. Las mujeres de aquella época eran más trabajadoras que las de hoy.
Las mujeres tampoco sentían el tiempo muerto. La vida de ellas era la cría de gallinas o de cochinaticos. Los conucos siguieron existiendo pero en pocos lugares. Para mí que con la libertad, los negros se despreocuparon de los conucos. El que conservaba el suyo, se pasaba el tiempo atendiéndolo. Yo nunca hice conucos, porque no hice familia.
Otra cosa muy corriente eran los gallos; la crianza de gallos para las peleas. Los dueños de ingenios tenían esa manía de tiempo atrás. No era una manía, era casi un vicio. Querían más a los gallos que a las personas.
En tiempo muerto había trabajadores, igual negros que blancos, que se ocupaban de cuidarles los gallos al dueño. Los colonos también tenían sus gallitos, pero no eran poderosos. Cómo para tener gallos caros, de raza. Los galleros ganaban mucho dinero en las apuestas. Se jugaban una pata de gallo en ocho y diez onzas. Si el gallo se lastimaba en la pelea, el cuidador tenía que curarlo enseguida. Para eso tenía que conocer bien a los gallos, porque ellos eran muy delicados. A veces en la misma pelea, un gallo se lastimaba fuerte, y lo recogían medio muerto. Entonces había que soplarlo por el pico para que soltara los cuajarones de sangre y reviviera. Lo echaban en la pista de nuevo y mientras el gallo estaba peleando no se perdía la pelea. El gallo para perder tenía que huirse o caerse muerto. Ese era el único final.
Yo iba mucho a las peleas en las vallas cercanas al Ariosa. Me gustaba ir a ver eso, aunque siempre he pensado que es criminal. No se me olvida que a las vallas yo iba con una cachimba de barro que había comprado en la bodega del ingenio. Creo que me había costado un medio más o menos. La rellenaba con andullo y me ponía a fumar para pasar el rato. El que se aburría era porque quería mucho jelengue de fiestas y parrandas.
Antiguamente, los esclavos que morían los enterraban en los cementerios del ingenio. Pero cuando pasaban unos días empezaban a oírse voces, como quejidos, y unas luces blancas se veían cruzar por arriba de las fosas. Esa aglomeración de muertos que había antes en los ingenios trajo mucha brujería. Por eso, cuando finalizó la esclavitud, los llevaban al pueblo, al cementerio grande. Los mismos compañeros los llevaban. Los cargaban entre cuatro. Llevaban dos palos duros de caña brava o de guayacán. Cada palo era agarrado por dos hombres para sostener bien el peso del muerto. Encima de estos guayacanes ponían la caja, que la hacía un carpintero del ingenio. Una caja de madera barata y floja, de pino. Los candeleras se hacían de cepas de plátano ahuecadas, donde se metían las velas. Se ponían cuatro velas igual que ahora. A los muertos los tendían donde mismo vivían. Si vivían en bohíos los tendían allí, si no, los tendían en los barracones.
Antes no había costumbre de llevarlos a la funeraria. En muchas ocasiones se dio el caso de muertos que revivieron. Y es que los enterraban antes de tiempo. De ahí nació la idea de esperar veinticuatro horas para entenados. Ese sistema es moderno. Aun así no tía dado resultados, porque veinte veces he oído decir que ha habido muertos que después de estar cubiertos de tierra se han levantado flacos y enfermos y han seguido gritando.
Aquí mismo hubo una epidemia de cólera en que esos casos se dieron. A todos los que veían un poco matungos, se los llevaban en la carreta y los enterraban. Después salían caminando como si nada. La gente se asustaba.
Cuando un trabajador se moría, el ingenio se llenaba de gente. Todo el mundo le hacía el honor y las reverencias. Había compañerismo y respeto. Un muerto antes era algo muy grande. Toda su familia venía a caballo de otros ingenios o pueblos lejanos. No se paraba el trabajo, pero la gente se desanimaba. Yo mismo me enteraba de una muerte y no podía estarme tranquilo.
Al que se moría lo ponían figurín. Y lo enterraban así. Todo lo que esa persona usaba se lo ponían. Hasta los zapatos de vaqueta, se los encasquetaban. Ese día hacían comida en abundancia. Por la tarde daban viandas, arroz y carne de puerco. Bebida blanca y cerveza marca T. Por la noche daban queso blanco criollo y amarillo, español. Además, repartían café a cada rato. Café como el que a mi me gustaba. El único que sabe bien. En jicaras cimarronas que se criaban nada más que para eso.
Si el muerto tenía familiares, ellos se ocupaban de estos preparados. Si no los mismos amigos y sus mujeres se reunían y hacían el cumplido. Cuando la familia del muerto era fina, daban café en escudillas. Después que todo el mundo comía y hablaba, se llevaban al muerto sin más musarañas para la fosa. Para el cementerio principal. Y yo digo que lo que hay es que no morirse, porque a los pocos días nadie se acuerda de uno, ni los mejores amigos. Es mejor no darle tanto cumplido a los muertos, como se hace ahora, porque la verdad que todo eso es hipocresía. Lo mismo antes que ahora. A mí, denme la fiesta en la vida.
Lo más curioso en esa época era el enamoramiento. Cuando un joven pretendía a una muchacha usaba mil trucos. Antes no se podían hacer las cosas así, abiertas. Había misterio. Y trucos; trucos de todo tipo. Yo mismo, para enamorar a una mujer decente, me vestía de blanco y pasaba por el lado de ella sin mirarla. Lo hacía unos cuantos días. Hasta que me decidía a preguntarle algo. A las mujeres les gustaba ver a los hombres vestidos de blanco. Un negro como yo, de blanco, era llamativo. El sombrero era la prenda de agarre, porque uno hacía mil gestos con él. Se lo ponía, se lo quitaba, saludaba a las mujeres, y les preguntaba: "Bueno, ¿y cómo le va?"
Los novios, si tenían parientes, sobre todo la novia, se enamoraban con granitos de maíz o piedrecitas. Ella estaba en la baranda del bohío y él pasaba y le decía: "Pssss, psss..." o chisiata. Cuando ella miraba, él sonreía y le tiraba las piedrecitas poquito a poco. Ella respondía recogiendo las piedrecitas y guardándolas. Si no las conservaba, era señal de que lo despreciaba. Una mujer de ésas, zoquetonas y engreídas, a lo mejor devolvía las piedras.
Los novios se veían después en un velorio o en una sitiería, en cualquier fiesta o en las parrandas. Si ella había aceptado las pretensiones, ese día se lo decía a él: "Oye, mira, aquí tengo todavía los granitos de maíz que tú me tiraste". Entonces él la cogía por la mano o la besaba. Ella preguntaba: "¿Vas a ir a mi casa?" El le decía que sí y se iba. Al otro día ya estaba en la casa hablando con los padres. Ella fingía, porque todas las mujeres lo hacen, que no lo conocía. Y entonces decía: "Voy a pensar, Fulano". Días antes del casamiento había preparado la casa. En ese jelengue ayudaba la madre de ella. Ya tenían una docena de taburetes, una cama grande, un baúl mundo y los avíos de cocina. Todavía los pobres no conocían el escaparate. Los ricos sí, pero sin luces. Escaparates grandes, como caballos de cedro.
La costumbre era que los países de ella y los padrinos del matrimonio le dieran al novio media docena de gallinas, una cochinata grande, una novilla, una vaca de leche y el vestido del matrimonio, que lo hacían de cola, porque a la mujer no se le podían ver los tobillos. La mujer que enseñaba el tobillo no era religiosa, ni decente. El hombre era el que mantenía el hogar; el jefe de la casa. Ella recibía órdenes y al principio no trabajaba; como no fuera un lavadito para alguna familia. Después que estaban fijos, viviendo en su casa, empezaban a recibir visitas y a comentar sobre la fiesta, la boda y los dulces y la cerveza. Todos los días, por la mañana, venía la madre de ella o el viejo, a darle una vuelta a la casa. Esa era la obligación.
También podía venir el cura. Aunque los curas se preocupaban más de visitar a los ricos. Los santuarios esos lo que buscaban era la cogioca. Cuando una persona se iba a casar tenía que pagar unos seis o siete pesos. Pobres y ricos pagaban. En la capilla se casaban los pobres, los trabajadores del ingenio. Esa capilla quedaba por atrás. Y en la iglesia, en el centro, por la vía del altar mayor, se casaban los ricos. Ahí tenían bancos y cojines, mientras que los pobres se sentaban en banquetas ríe palo que había en la capilla o sacristía como también le llamaban.
La gente, por lo común, no entraba a la capilla, se quedaban por fuera y esperaban a que salieran los novios. Al hombre que se casaba con viudas le tocaban el fotuto y le sonaban en la cara latas viejas para burlarse de él. Se lo hacían, porque el viudo, como le decían, venía pareciéndose a un albañil; estaba tapando un hueco hecho por otro. Mientras más bravo se ponía el hombre, más latas y fotutos le sonaban. Si él decía: "Bueno, muchachos, a tomar", entonces se callaban la boca y aceptaban la convidada. Eso era lo que hacían los hombres de experiencia, Pero un muchachón de éstos que se enamoraba de una viuda y no sabía nada de la vida, se enfurecía y se creía que era un animal, así se hacían odiar por los compañeros.
El buen carácter es importante en todo. Cuando uno vive solo no hace falta. Pero como uno siempre está rodeado de gente, lo mejor es ser agradable; no caer mal. Esas viudas eran muy descaradas. Había una en Ariosa que se casó con un hombre de allí. Cuando a él le empezaron a tocar el fotuto, ella se hizo la avergonzada y escondió la cara. Eso lo hacía fingiendo. Un día se fue con otro para los matorrales y la cogieron. Cuando volvió, nadie le hizo amistad.
Los matrimonios ambulantes daban más resultados. Las mujeres eran libres y no tenían que vérselas con sus padres. Trabajaban en el campo. Ayudaban a chapear o a sembrar. Y se iban con uno cuando querían. Los hombres tarambanas siempre andaban en ese tipo de matrimonio. Hoy una, mañana otra. Creo que así es mejor. Siempre anduve suelto. No me casé hasta después de viejo; soltero estuve en muchos sitios. Conocí mujeres de todos los colores. Soberbias y buenas. En Santa Clara tuve una negra vieja, después de la guerra. Se hizo tantas ideas conmigo... Me llegó a pedir que me casara con ella. Le dije un no redondo. Eso sí, nos juntamos y ella me decía: "Yo quiero que tú heredes mi casa". Era dueña de una casona de muchos cuartos en el barrio del Condado, en la calle San Cristóbal.
Pocos días antes de morirse, me llamó y me dijo que yo lo iba a tener todo. Me hizo una escritura para dejarme el Cabildo; en esos, años la casa era un Cabildo lucumi, porque la madre de ella había sido famosa santera en Santa Clara. Cuando murió, yo fui a legalizar la propiedad. Entonces me encontré con un tremendo brete. Dio por resultado que el padrino de ella quiso apoderarse de la casa. Me hizo eso porque la mujer que él tenía entonces vivía en la casa; era la que cuidaba el Cabildo. Pero cuando yo me enteré de la maraña, corrí y lo arreglé todo. Me dirigí a unos amigos que tenía en el Gobierno Provincial. Por fin me quedé con la casa. Era más grande de lo que yo me figuraba. No había alma que viviera en ella. Y menos sola. Era una casa, llena de espíritus y de muertos; estaba maliciada. Se la vendí a un tal Enrique Obregón que era viejo garrotero. Después me di a pasear con el dinero. Me lo gasté todo con mujeres salpiconas. Eso ocurrió después de la guerra, cuando yo era maduro ya.
Si saco la cuenta de todas las mujeres que me cogí en el Ariosa, los hijos me sobran. Ahora, yo no conocí a ninguno. Por lo menos las mujeres que vivieron conmigo en el barracón no parieron nunca. Las otras, las mujeres de monte, venían y me decían: "Este hijo es tuyo". Pero ¿quién iba a estar seguro de eso? Además, los hijos eran un problema grande para aquellos tiempos. No se les podía dar instrucción, porque no había las escuelas que hay hoy.
Cuando un niño nacía había que llevarlo al juzgado a los tres días para dar cuenta. Lo primero era dar el color de la piel. Un niño venia muy fácil. Las mujeres de antes no pasaban los trabajos que pasan las de hoy. Cualquier vieja de campo era mejor partera que las de estudio. Nunca vide que a ella se le murieran niños. Los sacaban con las manos llenas de alcohol y les cortaban el ombligo que les sanaba enseguida. Las viejas esas, parteras, adivinaban el día y la hora en que una mujer iba a parir. Y eran medio curanderas también. El empacho lo curaban en un pestañear. Curaban todas las enfermedades. Si al niño se le pegaba el sapillo, que era una enfermedad malevosa en las encías, cogían yerba de monte, la machucaban y después se la daban ya colada en cocimiento. Eso les mataba la enfermedad enseguida. Los médicos ahora les han cambiado el nombre a esos males. Les dicen infección o erupción. Y resulta que tardan más en curarlos que antes. Y eso que no existían las inyecciones ni las placas.
La medicina era la yerba. Toda la naturaleza está llena de remedios. Cualquier planta es curativa. Lo único que todavía muchas no se han descubierto. Yo quisiera saber por qué los médicos no van al campo a experimentar con las plantas. Para mí que como ellos son tan comerciantes no quieren salir diciendo que tal o cual hoja cura. Entonces lo engañan a uno con medicinas de pomo, que total cuestan muy caras y no curan a nadie. Antiguamente no podía comprar esas medicinas. Y por eso no iba al médico. Un hombre que ganaba veinticuatro pesos al mes no podía gastarse ni un centavo en un pomo de medicinas.
En Ariosa ganaba veinticuatro pesos, aunque creo que alguna vez me estuvieron pagando veinticinco, como en Purio. Eso de los pagos era elástico. Dependía de cómo era el hombre en el trabajo. Yo era largo y me llegaron a pagar veinticinco. Pero había infelices que se quedaban ganando veinticuatro y hasta dieciocho pesos al mes. Los sueldos incluían la comida y el barracón. A mí eso no me convencía. Siempre estuve claro en que esa vida era propia de anímales. Nosotros vivíamos cromo puercos, de ahí que nadie quería formar un hogar o tener hijos. Era muy duro pensar que ellos iban a pasar las mismas calamidades.
El Ariosa tenía mucho movimiento. A cada rato venían técnicos, se ponían a recorrer el campo y luego iban a la casa de calderas. Ellos miraban el funcionamiento del ingenio para eliminar los desperfectos. Cuando se anunciaba alguna visita, enseguida el mayoral ordenaba que la gente se vistiera de limpio y ponía la casa de calderas brillante como un sol. Hasta el olor desagradable desaparecía.
Los técnicos eran extranjeros. Ya por esa época aquí venían Ingleses y americanos. Las máquinas eran de vapor desde hacía años. Primero fueron chicas; luego llegaron otras mayores. Las máquinas chicas fueron desechadas, porque eran muy lentas. En esas máquinas no había picadoras, por eso no le sacaban todo el zumo a la caña. En los trapiches viejos la mitad del Guarapo se iba en el bagazo. Eran muy flojos. Lo más importante era la centrífuga. Esa máquina se conocía aquí desde hacía como cuarenta años. Llegué al Ariosa y me la encontré allí. Ahora, había ingenios que todavía no la tenían, como el Carmelo, la Juanita y San Rafael. La centrífuga es una poceta redonda adonde baja la miel para que el azúcar quede seca. Si un ingenio no tenía centrífuga, tenía que hacer moscabado, que es un azúcar prieta desleída. El refresco que se sacaba de ese azúcar era muy bueno. Alimentaba igual que un bistec. La máquina grande de Ariosa tenía tres mazas. Estaban la picadora, la moledora y después la remoledora. Cada una tenía su función. La picadora nada más que picaba la caña, la moledora sacaba el azúcar como hecha guarapo, y la remoledora dejaba el bagazo seco y listo para llevarlo a los hornos a levantar vapor. Los hombres que trabajaban en esas máquinas eran los que estaban en mejor situación en el ingenio. Se figuraban mejores que los demás. Sentían repugnancia hacia los hombres de campo. Ellos les decían a los cortadores de caña cueros, que quería decir algo así como áspero. Se pasaban la vida criticándolos. Si tenían callos en las manos, les decían: "Cuidado, que me lastimas". Y no les daban la mano por nada del mundo. Se crearon una mentalidad muy perjudicial. Sembraron el odio y las diferencias. Dormían aparte. Igual maquinistas, que tacheros, que maestros de azúcar, que pesadores; todos tenían sus casas en el batey. Y bien cómodas. Algunas eran de manipostería, aunque en Ariosa abundaban más las de madera con adornos en el techo. El trato de esos hombres era incorrecto. Después se fueron dando cuenta de muchos" cambios y trataron de ser distintos. Pero a mi me parece que el peor siempre fue el que trabajaba debajo del sol. Ese era el más sacrificado y el más jodido. Tenía que jugar barracón todas las noches.
La verdad es que el adelanto causa admiración. Cuando yo veía todas esas máquinas moviéndose a la vez, me admiraba. Y de veras parecían Ir solas. Yo nunca antes había visto tanto adelanto. Las máquinas eran inglesas o americanas. De España no vide ninguna. Ellos no sabían cómo se hacían. Los más revueltos con esa novedad eran los colonos. Se alegraban más que nadie, porque mientras más producción había en la casa de calderas, más caña les compraba el ingenio.
Los colonos de esa época eran nuevos todavía. No se puede decir que tenían grandes sembrados de caña. Cualquier sitiero tenía su colonita con diez o quince besanas sembradas de caña. A veces aprovechaban y sembraban caña hasta en los alrededores del batey, a tres o cuatro cordeles.
Los colonos eran unos infelices todavía. No tenían tierra suficiente como para hacerse ricos. Eso vino después. Lo que sí eran unos hijos de puta; más bravos y tacaños que los mismos hacendados. Los colonos apretaban duro en el sueldo. Regañaban a los trabajadores todos los días. Y eran más escatimadores que los dueños de ingenio. Si había una tierra que valía cuarenta pesos trabajarla, ellos pagaban veinte; o sea, la mitad. Y a veces había que conformarse, porque tenían sus contubernios. Aunque unos a otros no se podían ver. Los trabajadores casi nunca tenían mucho trato con los colonos. Ellos iban al campo y todo, pero nadie les hablaba. Hasta para cobrar el sueldo había que recurrir al bodeguero. Era mejor así. Los colonos, por aquella época, no tenían mayordomos, porque eran unos surrupios casi todos. Empezaron a crecer después cuando el alza del azúcar. Algunos se llegaron a imponer. Llegó la ambición de la caña y por poco no dejan ni montes en Cuba. Talaron los árboles de cuajo. Se llevaron caobas, cedros, jiquís; bueno, todo el monte se vino abajo. Eso fue después de la independencia. Ahora uno coge por él norte de Las Villas y a lo mejor dice: "En este lugar no hay monte". Pero cuando yo estaba huido aquello metía miedo. Todo era espeso como una selva.
Se cultivó caña, pero se acabó con la belleza del país. Los culpables de eso fueron los colonos. Casi no hubo excepción de colonos que no fueran diente de perro. Únicamente se puede sacar a Baldomero Bracera. El abrió una colonia con el nombre de Juncalito en la ciénaga del valle de Yaguajay. Secó en poco tiempo todo el terreno. Eso le dio mucho prestigio y se hizo grande. Baldomero tenía más crédito que el dueño del Ingenio Narcisa, un tal Febles, adonde pertenecía su colonia. El Febles ese sí que era un tirano; se fajaba a trompadas con los trabajadores y después los seguía tratando como si nada. Era muy mala paga. Un día un trabajador llegó y le dijo: "Págueme". Febles lo mandó a meter en los hornos. El hombre se achicharró. Nada más que quedaron los mondongos y fue como se supo del crimen. A Febles ni lo tocaron. Por eso cuando había un hombre como Baldomero la gente lo quería y lo respetaba. Si tenía que despedir a alguien se lo decía en su cara. Una de las cosas más grandes que hizo Baldomero fue traer a Narcisa la máquina de halar caña. Esa máquina ya la tenían en otros ingenios, pero a Narcisa no había llegado, porque Febles no tenía suficiente crédito. Entonces Baldomero le prestó dinero y mandó a buscar la máquina. A los pocos días ya Narcisa tenía máquina de halar caña. Yo la vide y me acuerdo de ella porque tenía el número uno pintado en grande. Baldomero era un colono serio. Un buen comerciante. Atendía a sus negocios con cabeza. Daba dinero para obras públicas y para el comercio. No pagaba mal. El pueblo de Yaguajay sintió mucho la muerte de ese hombre. Yo nunca trabajé con él, porque estaba en Ariosa, pero lo vide y oí muchos cuentos acerca de su vida y de su desenvolvimiento. Baldomero era la excepción.
Nadie se imagina cómo estaba la candela por aquellos años. La gente se pasaba la vida hablando de revueltas. La guerra se iba acercando. Pero para mí que todavía la gente no estaba segura de cuándo empezaba. Muchos decían que a España le quedaba poco; otros, se callaban el pico o metían la cabeza en un orinal. Yo mismo no decía nada, aunque me gustaba la revolución y admiraba a los hombres valientes y arriesgados. Los más populares eran los anarquistas. Estaban dirigidos desde España, pero querían que Cuba fuera libre. Ellos eran algo así como los ñañigos, porque estaban muy juntos y para todo tenían sus contubernios. Eran valentones. La gente se pasaba la vida hablando de ellos. Los anarquistas, después de la guerra, se impusieron en Cuba. Yo no los seguí más. De lo que sí nosotros no conocíamos era del anexionismo ese de que se habla ahora. Lo que nosotros queríamos, como cubanos, era la libertad de Cuba. Que se fueran los españoles y nos dejaran tranquilos. No se decía más que Libertad o Muerte, o Cuba Libre.
Mucha gente se alza y se buscó fandango con eso de la independencia. Se iban a las lomas y estaban allí haciendo ruidos unos cuantos días, luego bajaban o los cogían presos. La guardia civil era del carajo para arriba. Con esos hombres no se podía meter nadie. Al que se llevaban preso se la arrancaban. Los negros protestamos también. Esa era protesta vieja, de años. A mí me parece que los negros protestamos poco. Todavía estoy en esa creencia. Recuerdo la revuelta de los hermanos Rosales. De Panchito y Antonio Rosales. Uno de ellos era periodista y tenía su imprenta en Sagua la Grande, porque ellos eran de allá. En seguida se corrió la voz de que los Rosales comían candela y atacaban al gobierno español. De ahí se les pegó la simpatía del pueblo. Yo me interesé en ellos. Un día, estando en Sagua de paseo, vide a Francisco. En cuanto lo vida, me di cuenta que ése no creía en nadie. Era elegante y portentoso, pero se llevaba a cualquiera en la golilla. Francisco era cuatrero y bandolero. Creo que él se dedicaba a la barbería. Después los vide a los dos en Rodrigo. Ellos Iban allí a cada rato, iban a levantar vapor, claro. Esos mulatos se hicieron importantes. Se hacían pasar por blancos, pero ¡qué va! A Antonio lo fusilaron en Sagua. El gobierno español lo prendió y lo fusiló. Después no se oyó hablar más de ellos. A mí que no me digan que ésos eran revolucionarlos. Ellos peleaban duro, pero no sabían por qué. Bueno, nosotros tampoco sabíamos por qué, pero no hacíamos bandolerismo. Al menos, la gante de Ariosa era decente y seria. El que quería se hacía cómplice de los bandoleros y de los cuatreros. Pero eso era por el gusto de cada cual y la conveniencia. Nadie obligaba a nadie a robar. Lo malo se le pega al que es malo. Yo estuve en la guerra con unos cuantos degenerados y salí limpiecito. Aunque, para decir verdad, los bandoleros no eran asesinos. Si tenían que matar a alguien, lo mataban. Pero lo qué se dice asesino, eso no.
Aquí hubo muchos bandoleros antes de la guerra. Algunos se hicieron famosos. Se pasaban la vida en el campo, detrás de la gente de dinero y los colonos. Manuel García fue el más nombrado de ellos. Todo el mundo lo conocía. Y había gente que decía que él era un revolucionario. Yo sé de otros muchos bandoleros. Entre ellos, Morejón, Machín, Roberto Bermúdez y Cayito Alvarez. Cayito era un animal. Guapo como ninguno. A cualquiera en Las Villas se le puede preguntar sobre Cayito. Estuvo en la guerra también. Sobre él se han dicho muchas mentiras; inventos de la gente.
Morejón era un miserable. Podía robar una fortuna, que él no tenía la costumbre de Manuel, de darle de comer a los pobres. Yo nunca supe que él hubiera dado dinero para la revolución. Morejón se escondía mucho. Era un poco cobardón y precavido, le gustaba el robo. Toda su vida fue bandolero. Morejón robaba el dinero de una forma natural. No había escándalos. Creo que nunca secuestró a nadie, sino que paraba a la gente en el camino y les decía: "Denme todo lo que tienen arriba". Se llevaba los centenes y se iba. Yo nunca oí decir que él amenazara a nadie. A lo mejor era calladito, pero criminal.
Las Villas era la mata de los bandoleros. Allí pululaban. El que más y el que menos hacía sus secuestros. Otros tenían la facilidad de coger el dinero mansito. Por esa zona norte de Las Villas había muchas familias adineradas. Agüero las saqueó a casi todas. Fue el que más robó. Se llevaba hasta las gallinas y los cochinaticos. Su vicio era cogerlo todo. Decían que él salía gritando cuando robaba. Le corrían atrás y la guardia rural le echaba cercos, pero él siempre tenía la habilidad de escabullirse. Agüero entraba a los ingenios como Pedro por su casa. El tenía el truco de disfrazarse, porque los bandoleros se hacían pasar por billeteros, por trabajadores y por guardias rurales. Una vez Agüero entró en Ariosa. Dicen que hizo un asalto grande. Yo no lo vide. Llegó allí despacio, caminando como caminaban los guardias rurales y vestido de guardia. Preguntó por el dueño del ingenio. En la bodega le dijeron: "Camina para arriba, la casa está cerca". Cuando llegó a la casa del vizcaíno, que era el dueño, volvió a preguntar y lo hicieron pasar. Ahí fue donde Agüero lo encañonó y le pidió una suma grande de dinero. La cuestión fue que el vizcaíno se lo tuvo que dar todo y nunca pensó que había sido Agüero el ladrón. Ese día iba muy bien disfrazado y hablando como un español. Lo primero que Agüero le pidió al vizcaíno fue que mandara a retirar la guardia de escolta, que no hacía falta. Y el vizcaíno de bobo le dijo al guardia; "Váyase".
Las malas lenguas dicen que el propio Máximo Gómez, el general, le cogió dinero a Agüero para la Revolución. Yo no lo dudo. El único que nunca aceptó dinero de los bandoleros fue Martí, el patriota de Tampa, el hombre más puro da Cuba.
El paisanaje era sano y le tenía mucho miedo a los bandoleros. Por eso fue que un compadre de Agüero lo entregó a la guardia rural. Parece que lo obligaron a que lo entregara. Ya lo de ese hombre era demasiado. La ambición lo hacía devorar ingenios.
Uno de los secuestros más grandes de Remedios fue el de los Falcón. Esa era una de las familias más raras de Las Villas. Formaron una variedad de líos del carajo. En esa familia había celos, odios, hipocresías; todo lo que se junta en la cabeza cuando la gente no tiene corazón. Entre ellos hubo uno que no tenía nada; se llamaba Miguel, Miguel Falcón. Era natural de Remedios. Ese don Miguel se casó con una buena mujer. Ella no sabía la clase de calaña que él era. La mujer había enviudado del hermano de Modesto Ruiz, que por entonces era el alcalde del pueblo. La viudez la cogió con sus hijas ya creciditas. Así y todo don Miguel se enganchó a ella, porque la verdad es que esa manceba tenía gracia y lucía joven todavía. Todos la llamaban por Antoñica, aunque su nombre real era Antonia Romero. Su familia era de honor. En todo Remedios se les respetaba. Pues el caso es que durante el gobierno de Polavieja, don Miguel planeó un secuestro a Modesto Ruiz.[14]13 Modesto no era malo, pero nadie sabía por qué tenía tanto dinero. Entonces un tal Méndez, que yo creo que era español, estaba de teniente coronel de los voluntarios de Vueltas. Méndez tenía la confianza de Polavieja. Y don Miguel lo sabía mejor que nadie. Por eso se aprovechó de él para organizar el secuestro de Modesto. Lo que no sabía Polavieja era que Méndez tenía cuadrilla de bandoleros. Y mucho menos que el mismo Méndez era el más bandolero y degenerado de todos.
Un día don Miguel fue a verlo y le dijo: "Tenemos que sacarle los diez mil pesos a Modesto". Y Méndez le dijo: "¡Arriba!" Entonces se reunieron dos o tres más y aprovecharon los paseos que daba Modesto a su finca La Panchita. En uno de esos viajes lo agarraron y se lo llevaron al monte y allí lo obligaron a decir dónde estaba el dinero. Claro, que en este brete no daba la cara don Miguel, para que Modesto no lo fuera a reconocer. Yo creo que estuvo como dos semanas secuestrado, por la cuadrilla sanguinaria del tal Méndez. El dijo enseguida lo del dinero y ellos se lo llevaron todo. Dejaron a Modesto trancado en una casa y amarrado por los pies. Hasta que le ordenaron a un mulato de la cuadrilla que lo matara y lo enterrara bien con cabeza y todo.
El mulato fue a ver a Modesto y hablaron. Modesto no hacía más que decirle: "Si usted me suelta, yo lo gratifico". El mulato, medio lastimoso, le dijo: "Yo lo suelto si usted me promete que me va a sacar del país". Modesto dijo que sí y el mulato lo soltó. Al otro día don Miguel Falcón se enteró de todo y fingió estar alegre. Organizó una fiesta de comelata para recibir a Modesto en su casa. Modesto fue y recibió todos los honores. Pero el brujo andaba suelto y Modesto dijo para dentro de sí, que eso no quedaba ahí.
Empezó a averiguar bien y cuando tenía todos los argumentos reunidos se dirigió al mismo Polavieja. Ya Méndez, el asesino, había mandado a matar al mulato, que no salió de Cuba ni un carajo. Polavieja, que sentía repugnancia por los bandoleros, mandó a buscar a Méndez y le hizo consejo de guerra. Méndez fue fusilado en la ciudad de La Habana. A don Miguel lo prendieron unos días; y luego lo deportaron a Ceuta, que era una isla rodeada de diablos. Allí murió al poco tiempo. Vino la verdad a relucir, y todo el mundo se quedó pasmado. Nadie imaginaba la maquinación de esos bandoleros. Antonia, la pobre, quedó lela. Sobre todo cuando se enteró que su propio marido había querido matar a Modesto, su cuñado, para que las hijas de ella cogieran la herencia del tío, además de los diez mil pesos que ellos Se iban a repartir. No sé si a los demás de la cuadrilla los cogieron, lo veo difícil, porque la guardia de aquellos tiempos no era tan despierta como la de ahora. Eran sanguinarios, pero brutos. Antonia Romero fue una mujer entera. Se abochornó. No se le cayó el ánimo. A las hijas tampoco. Cuando entro la guerra, Antonia empezó a colaborar. Cosió ropa y cocinó. He partió medicinas y fue al monte. Llegó a coger grado revolucionario. Fue teniente coronel de la independencia.
Hay quien pinta a los bandoleros como benefactores. Dicen que ellos eran nobles, porque robaban para los pobres, A mí me parece que el robo, como quiera que uno lo mire, es robo. Y los bandoleros no tenían reparo en robarla a cualquiera. Lo mismo a un rico que a un medio rico. Para ellos lo importante era tener guano arriba. Y eso sí nunca les faltaba. A veces tenían que guarecerse en casa de los guajiros y coger su platico de boniato para no quedarse con hambre. De ahí viene esa frase de que los bandoleros eran benefactores. Claro, si los guajiros les ofrecían villas y castillos, ellos tenían que pagar con algo. Cuando robaban una buena suma, iban y se las repartían. Por eso los guajiros se hacían tan amigos de los bandoleros. No llegaban a bandoleros, pero eran sus amigos. El guajiro siempre ha sido servicial. Veían a un bandolero en su caballo y la mujer decía: "Vamos, hombre, a tomar un buchito de café". Ahí es donde se bajaba el bandolero y aprovechaba la confianza para amistarse con la familia. Los mismos bandoleros a veces se copian a las guajiritas y se las llevaban. Esos eran los secuestros más corrientes. Todavía no he conocido a nadie más mujeriegos que esos tipejos. Lo arriesgaban todo por ver a una mujer. La guardia civil se aprovechaba de las visitas que ellos hacían a las mujeres y les tiraban ahí mismo una emboscada. Así cazaron a muchos bandoleros, porque en el campo no había quien los cogiera. Eran sueltos como un lince y los mejores jinetes. Además, no había quien conociera la manigua tan bien. Muchos decían que eran revolucionarios y querían la libertad de Cuba. Otros se apodaban autonomistas. Todo eso lo hacían por parejería. Ningún asesino iba a ser patriota. Lo que sí eran muy incendiarios. Llegaban a donde estaba un hacendado y le preguntaban: "Bueno, ¿y el guano qué?" SI el hacendado decía que no daba nada, ellos amenazaban con incendiar los campos. Y no era cuento. A veces uno veía la candela subida y era por culpa de ellos.
La costumbre que tenían era salir de noche. Todas las fechorías eran a esas horas. Por el día descansaban. Esa vida era peligrosa, porque el gobierno español les tenía odio. La isla ésta estaba llena de bandoleros. Ya había en todas las provincias.
El más popular era Manuel García, que ahora le dicen El Rey de los Campos de Cuba. Hasta hablan de él por radio. Yo no lo vide nunca, pero sé que recorrió muchos lugares. La gente hace los cuentos.
Manuel no perdía una oportunidad. Dondequiera que él veía centenes hacía la zafra. Esa valentía le ganó muchos amigos, y muchos enemigos. Yo creo que eran más los enemigos. Dicen que no era asesino. No sé. Lo que si es positivo es que tenía un ángel buenísimo. Todo le salía bien. Fue amigo de los guajiros; amigo de verdad. Cuando ellos velan que la guardia española se aproximaba al lugar donde estaba Manuel, sacaban los pantalones y los tendían en una soga con la cintura para abajo. Esa era la señal para que Manuel se alejara. Por eso vivió tanto tiempo con el robo.
Fue el más atrevido de les bandoleros. Lo mismo detenía un tren que lo descarrilaba. Cobraba contribuciones. Para qué contar... Lo de Manuel llegó a tal punto que no cortaba ya ni las líneas telegráficas, porque él decía que estaba seguro de que nadie lo iba a coger. Salamanca y Polavieja lo combatieron como a nadie. Otro general que vino aquí, llamado Lachambre, iba a capturar a Manuel. Pero Manuel lo que hacía era reírse de él y amenazarlo con cartas donde le decía que lo iba a colgar. Lachambre era guapo, pero nunca pudo dar con Manuel. Y eso que los españoles tenían las armas mejores y el número de hombres mayor.
La cuadrilla de Manuel García usaba rifle de dieciocho tiros. Eran buenos, por lo menos mejores que los trabucos de otros bandoleros. Era una cuadrilla bien provista. Tenían cocineros, ayudantes y de todo lo demás. Nunca les faltaba tabaco, ni chocolate caliente, ni viandas, ni carne de puerco.
Manuel García dio mucha lata en Cuba, en La Habana sobre todo. A él le gustaba esa vida. Y no tenía vergüenza de decirlo. Primero estuvo de cuatrero en el monte, robando bueyes para vender. Luego se puso a robar dinero y a secuestrar.
Creo que Manuel había nacido en Quivicán. Ahí mismo se había casado con Rosario, que fue su mujer siempre. Ella estuvo presa en Isla de Pinos y la gente lo comentaba mucho. Vicente García, hermano de Manuel, fue bandolero como él. Creo que también pertenecía a su cuadrilla. Pero no fue tan famoso. Yo oí hablar mucho de Osma, que era el ayudante principal de Manuel: un negro rebencúo que luego se pasó para la guerrilla de la muerte. Operó con esas guerrillas en muchos lugares. En Las Villas había muchas de ellas. Osma mataba a boca de jarro, con un trabuco grande de bronce y madera. La gente hablaba de Osma como si fuera brujo. A mí no me consta. Ahora, yo creo que tiene que haber habido algo de eso, porque esa cuadrilla para caminar como caminaba necesitaba su trabajo de palo.
Manuel García no alcanzó la Guerra de Independencia. O mejor dicho, no luchó en ella. Dio mucho dinero; eso sí. Como cincuenta mil pesos por lo menos. Máximo Gómez lo recibió como caído del cielo. Su muerte ha quedado muy obscura. Cuando un hombre es así, grande como él, es difícil saber quién lo mató. Manuel tenía muchos enemigos, porque en cada familia que él se metía, se los buscaba. Secuestró a un tal Hoyo y luego los parientes anduvieron detrás de Manuel. Pero nada. Manuel conocía el monte palmo a palmo.
A mí me han dicho los viejos que conocieron a Manuel personalmente, que las mujeres fueron su perdición. Pero yo sé que a él lo mataron por dar dinero a la Revolución. Un traidor que se hacía pasar por revolucionario lo esperó un día en el monte y le dijo que encandilara un tabaco para reconocerlo. Manuel, confiado, fue a la cita a cumplir con lo prometido. Llevaba miles de pesos. Cuando se fue acercando, el traidor llamó a la guardia civil para que le tiraran. Y lo hicieron un colador. Esa es la muerte de Manuel García.
Otra gente le da otra forma al asunto. Los vueltabajeros dicen que Manuel murió porque fue a verse con una manceba en la Mocha. Que iba todas las noches a cogérsela. Un día, la muy verraca, fue al cuta del pueblo y le dijo: "¡Ay, padre, yo me acuesto con Manuel García!" Y el cura la denunció a las autoridades. A los pocos días, Manuel entró en casa de esa mujer, abrió la talanquera y la dejó así. Al poco rato salió y la talanquera se había cerrado. A él le pareció raro y se sorprendió. Cuando fue a abrirla de nuevo le gritaron: "¡Manuel García!" El miró y ahí mismo los guardias civiles lo mataron.
Yo he oído la historia distinta: que el sacristán de la parroquia de Canasi lo mató en una bodega y que luego la cuadrilla de Manuel macheteó al sacristán en el monte. Todo eso está obscuro y no hay quien diga la verdad. Ahí, como en la muerte de Maceo, hay gato encerrado. A la gente les cuesta trabajo decir las cosas claras. Por eso yo digo que los brujos serán brujos y todo, pero no se callan las verdades. Le dicen a uno quién es su enemigo y cómo se lo puede quitar de arriba. En Ariosa los únicos que hablaban claro eran ellos. Y si uno le pagaba, más. Mucha gente les cogía miedo. Se ponían a decir que se comían a los niños, que les sacaban el corazón y un montón de porquerías más. Cuando uno oye todo eso no se debe atemorizar. Debe cerciorarse de todo. Los que hablan así es porque algo les pica.
No soy partidario de la brujería, pero tampoco digo sandeces por gusto. Más miedo le tengo a otras cosas que a la brujería. Ni siquiera a los bandoleros les temía. También es que yo era pobre, pelado, pelado de verdad y nadie me iba a secuestrar. Y había que ver lo que caminaba. Paseaba hasta cansarme.
Los montes cansan cuando uno está en ellos todos los días. Mucho más si uno trabaja de sol a sol. Porque ese mismo sol se queda incrustado y tupe. Por el día, cuando yo estaba en la caña, el sol se me metía por la camisa y me llegaba adentro. El calor era bravo.
Ahí sudaba todo. Sin embargo, cuando uno va a pasear, el sol parece más noble. Se enfría un poco, o le parece a uno que se enfría.
Pero volviendo a lo del miedo. El miedo a los brujos; eso es bobería, y el miedo a los bandoleros, igual. Lo que sí era muy serio y ahí todo el mundo estaba de acuerdo, era la guardia española y los capitanes de Partido. Estando ahí en Ariosa yo recuerdo a un capitancito de esos que era la candela. No me acuerdo su nombre, porque la verdad es que sin saberlo ya fastidiaba bastante. Con decir, "ahí viene el capitán de Partido", era suficiente. Bueno, era como decir, "ahí viene el diablo". Todo el mundo le huía. Si veían algún problema o se olfateaban algo nada más, lo empezaban a coger con uno. Cuando los negros comenzaron a revirarse contra España, los capitanes esos se dieron gusto. Un negro revolucionario no podía existir. A ese le daban muerte enseguida. Todavía si era blanco, bueno... Yo sé que es mejor ni acordarme de esa época. No hay nada peor que un vergajo de español zoquete. ¡Y tener que quedarse uno con el bembo cerrado!
Al que se comportara de una forma indebida, lo mandaban a limpiar las caballerizas de la guardia civil. La guardia iba siempre a caballo, aunque una parte hacía servicio de infantería. Los que cogían el caballo eran los más forzudos. En la guardia civil no había ese hombre patato, chiquito, ¡que va!, ahí no había eso, como tampoco había hombres buenos. Todos eran el fenómeno colorado. Duraron tanto porque parece que aquella época no daba muchos hombres rebeldes, como ahora. Antes, un hombre revolucionario era una cosa rara. La gente era demasiado noble, más noble de la cuenta. Nadie era capaz de rebelarse ante un capitán, primero prefería morir.
Hubo un negro colorado que sí hizo historia en Cuba. Se llamaba Tajó. Vivía en el Sapo. Ese Tajó un día desarmó dos parejas de guardias civiles a la vez. Siempre estuvo fuera de la ley. De prófugo y de asaltador hasta que empezó la guerra. Tajó era diente de perro. La mujer que a él le gustaba, se la llevaba. Y cuidado con quejarse. Si por alguna casualidad el padre de la mujer venía a reclamarla, Tajó sacaba el machete para meterle miedo y el pobre hombre se retiraba. Así era de salao. Siempre se salió con las suyas. A las mismas hijas se las comía. Todo el mundo estaba enterado de eso, aunque no hicieran nada. Las pobres hijas se pasaban la vida metidas en la casa y no salían ni para coger sol. Parecían fantasmas de tanta encerradera. En los sitios la gente no sabía cómo eran ellas, si bonitas o feas, nada, él las quería para su gusto nada más. Nunca vide a esas niñas, sé que es positivo, porque todo el mundo lo contaba. A Ariosa llegaban las noticias como la espuma. Había quien decía que Tajó, después de comerse a las hembras de los pueblos por ahí, las mataba y las enterraba en un bibijagüero. Eso está exagerado aunque de ese cabrón no dudo nada. Sus entretenimientos eran criminales; un tipo de hombre que no pensaba en divertirse, ni en el juego. En nada que no fuera para daño. En la guerra me tocó acatar sus órdenes. Por culpa de Máximo Gómez, que fue quien lo nombró jefe de un escuadrón.
Volviendo a las mujeres; es cierto que ése era el tema principal. Aunque de una forma distinta. Uno iba a hablar con los amigos, o con los conocidos, mejor, y ellos le contaban a uno todo lo que hacían con las mujeres. Yo nunca fui partidario de contar mis cosas. Cada hombre debe aprender a ser reservado. Ahora, estos hombres chismosos le decían a uno tranquilamente: "Oye, Fulano, tú sabes que mañana me voy a llevar a Fulanita". Y si era conmigo, yo me hacía el que no oía nada, para conservar la distancia. A mí esos chismes nunca me han gustado. Para eso me quedo con el juego, que es un entretenimiento más sano.
En Ariosa se jugaba dominó con jugadores buenos. El dominó era un poco difícil. Había que tener la cabeza clara.. Jugábamos a la convidada y al tin, tin, tin, que tenía que ser oculto. Si la guardia lo cogía a uno en eso, la mano de vergajazos que daba era de padre y muy señor mío. Como yo me aburría con esas marañas del dominó, me iba al batey y oía a los viejos y a los jóvenes, cuando les daba por contar visiones.
Todos los hombres tienen sus visiones y muchos se las callan. Para mí las visiones son ciertas y hay que respetarlas. No cogerles miedo, sino respetarlas. Yo he visto muchas distintas. Algunas me han llamado la atención. Otras me las han contado; como aquélla de un amigo mío que era una brasa de candela que le salía por el brazo derecho. Era peligrosa, porque si salía por el izquierdo traía la muerte segura. Hay quien piensa mucho en las visiones. Y se pone a esperar medio embelesado a que vengan. Entonces ellas no vienen. De ahí es que mucha gente no cree.
Los videntes ven casi todos los días. Los que no son videntes también pueden ver, pero con menos frecuencia. Yo mismo no me puedo llamar vidente, aunque he visto cosas raras. Por ejemplo, una luz que salía caminando al lado mío y cuando llegaba a lugares donde había dinero enterrado se paraba a recogerlo. Luego desaparecía. Eran muertos que salían con la misión de recoger dinero. Otros salían en forma de luces; lo hacían por la cuestión de las promesas. Se me pegaban al lado, igual, y no me lo decían, pero yo sabía que lo que buscaban era que yo les pagara una promesa en la iglesia. Nunca cumplí ese mandato. Y las luces me salían cada rato. Ya no me salen, porque uno está medio retirado y las luces esas son propias del campo.
Otra visión era la de los güijes. ¡Ave María, los güijes cada vez que salían eran la comidilla! Yo no vide ninguno, pero los negros tenían una inclinación hacia ellos natural. Los güijes salían en los ríos a todas horas. Cuando lo sentían a uno, se escondían, se escurrían en las orillas. Salían a coger sol. Eran negritos prietos con las manos de hombres y los pies... los pies nunca supe cómo eran, pero la cabeza sí la tenían aplastada como las ranas. Asimismo. Las sirenas eran otra visión. Salían en el mar. Sobre todo los días de San Juan. Subían a peinarse y a buscar hombres. Ellas eran muy zalameras. Se ha dado el caso muchas veces de sirenas que se han llevado a los hombres, que los han metido debajo del mar. Tenían preferencia con los pescadores. Los bajaban y después de tenerlos un cierto tiempo, los dejaban irse. No sé qué preparo hacían para que el hombre no se ahogara. Esa es de las cosas raras de la vida. De lo que queda obscuro.
Las brujas eran otra rareza de esas. En Ariosa yo vide como cogían a una. La atraparon con ajonjolí y mostaza y ella se quedó plantada. Mientras haya un granito de ajonjolí en el suelo, ellas no se pueden mover. Las brujas para salir dejaban el pellejo. Lo colgaban detrás de la puerta y salían así, en carne viva. Aquí se acabaron, porque la guardia civil las exterminó. No dejó ni rastro de ellas. Todas eran isleñas. Cubanas no vide ninguna. Volaban aquí todas las noches; de Canarias a La Habana en pocos segundos. Todavía hoy, que la gente no es tan miedosa, dejan una luz encendida en las casas donde hay niños chiquitos para que las brujas no se metan. Si no eso sería el acabóse, porque ellas son muy dadas a los niños.
Otra visión positiva, es la de los jinetes sin cabeza. Jinetes que salían a penar. Metían un miedo espantoso. Un día yo me topé con uno y me dijo: "Ve allí a recoger centenes". Yo medio enfriado y cuando saqué me encontré carbón nada más.
¡Y me cago en su madre mil veces, porque más nunca me salió! Esos muertos eran tremendos. Después dicen que los muertos, que qué sé yo, y total, son más jodedores que los vivos.
En los ingenios estaba toda la hechicería. Los filipinos se mezclaban mucho en las cosas de brujos. Se acercaban a los negros y hasta se acostaban con negras y todo. Siempre fueron criminales. Si alguno moría, lo enterraban junto a un negro y después salía con unas ropas rojas a meter miedo. Estas visiones mes bien las veían los viejos. Los jóvenes, la verdad es que veían poco. Todavía hoy un joven no está facultado para ver.
Las voces tampoco las oían los jóvenes. Las voces del campo. Uno iba por un camino, por la noche y sentía un grito o un ronquido. Yo, acostumbrado a eso, no me atemorizaba mucho. Ya estaba hecho para oírlos. Ahí mismo, en Santa Clara, decían que en el vertedero de puercos de los Alvarez se sentían ronquidos por la noche. ¡Vaya, eso me lo han contado a mi! Yo nunca vide esas figuras. Siempre me ha parecido, aunque otra gente diga lo contrario, que son espíritus que debían algo; una misa o una rezada. Después que cumplen la misión, desaparecen. El que mira de reojo, pierde.
Todo eso es espiritual y hay que darle el frente sin cobardía. Los vivos son más peligrosos. Yo nunca he oído decir que el espíritu de fulana le entró a palos a mengano. ¡Pero cuántos vivos no se están halando los pelos todos los días! Esa es la cosa. Hay que entenderlo así. Ni más ni más. Si el muerto se acerca a uno, no huir, preguntar: "¿Qué quiere usted, hermano?" El contestaría o lo llevará a uno a un lugar. Nunca virarles la cara. Después de todo no se puede decir que son enemigos.
La gente de antes le tenía cierto miedo a los muertos. Los mismos chinos se asustaban y abrían los ojos; la piel se les ponía flaca cada vez que un paisano se moría. No hacía el hombre más que estirarse y ahí salían los chinos corriendo y lo dejaban solo. Sólito, sólito. El muerto no decía nada. ¡¿Qué iba a decir?! Cuando pasaban unas horas, ellos se reunían, encargaban a un cubano para que lo atendiera y lo enterrara. Entonces se iban para su cuarto y para mí que cocinaban, porque salía enseguida un olor riquísimo, que no era opio. Ese miedo yo no me lo puedo explicar. No sé en qué consiste.
Los congos eran distintos en su materia. Ellos no le temían a los muertos. Se ponían serios y callados, pero sin miedo. Cuando un congo moría no se podía llorar. Había que rezar mucho y cantar bajito, sin tambores. Luego se llevaban al muerto para el cementerio, que estaba al lado del ingenio, y allí lo dejaban enterradito a cuerpo limpio.
Por allá no había cajas para meterlos. AL menos, no se usaban. Yo creo que es mejor irse así y no sincerado sin poder hacer nada en toda la obscuridad esa. En el lugar donde lo enterraban quedaba una lomita y sobre esa lomita colocaban una cruz de madera de cedro para que el negro tuviera protección. Los congos decían que un muerto no se podía quedar con los ojos abiertos. Ellos se los cerraban con esperma y quedaban pegaditos. Si los ojos se abrían eran mala señal. Siempre lo ponían boca arriba. No sé por qué, pero a mí me parece que es por la costumbre. Los vestían con zapatos y todo. Si el muerto era palero tenía que dejar su prenda a alguien. Casi siempre, cuando un paisano de éstos se enfermaba, dejaba dicho quién lo podría heredar. Entonces la prenda se quedaba en manos de esa persona. Ahora, que si esa persona no podía sobrellevar la prenda, tenía que tirarla en el río para que la corriente se la llevara. Porque al que no entendía una prenda heredada, se le torcía la vida. Esas prendas se reviraban como carajo. Mataban a cualquiera.
Para preparar una prenda que camine bien, hay que coger piedras, palos y huesos. Eso es lo principal. Los congos, cuando caía un rayo, se fijaban bien en el lugar; pasados siete años, iban, excavaban un poquito y sacaban una piedra lisa para la cazuela. También la piedra de la tiñosa era buena por lo fuerte. Había que estar preparado al momento en que la tiñosa fuera a poner los huevos. Ella ponía dos siempre. Uno de ellos se cogía con cuidado y se sancochaba. Al poco rato se llevaba al nido. Se dejaba ahí hasta que el otro huevo sacara su pichón. Entonces el sancochado, seco así como estaba, esperaba a que el aura tiñosa fuera al mar. Porque ella decía que ese huevo iba a dar pichón también. Del mar traía una virtud. Esa virtud era una piedrecita arrugada que se ponía en el nido al lado del huevo. La piedrecita tenía un brujo muy fuerte. A las pocas horas salía el pichón del huevo sancochado. Eso es positivo también. Con esa piedrecita se preparaba la prenda; así que no era de jugar el asunto. Una prenda de esas no la podía heredar cualquiera. Por eso morían los negros congos tan tristes.
Hay gente que dice que cuando un negro moría se iba para África. Eso es mentira. ¡Cómo va a irse un muerto para África! Los que se iban eran los vivos, que volaban muchísimo. Una raza brava que los españoles no quisieron traer más, porque no era negocio. Pero los muertos, ¡qué va! Los chinos sí, ellos morían aquí, por lo menos eso contaban, y resucitaban en Cantón. Lo que les pasaba a los negros, que es lo mismo ayer que hoy, es que el espíritu se iba del cuerpo y se ponía a vagar por el mar o por el espacio. Igual que cuando una babosa suelta el caracol. Ese caracol encarna en otro y otro y otro. Por eso tantos. Los muertos no salen, así como muertos. Salen como figuras de espíritu. En Ariosa salía uno que se llamaba Fulanito Congo; digo, Faustino. Tomaba aguardiente como un animal. Salía porque tenía dinero enterrado en botijas. Antes se enterraba el dinero en esa forma; los bancos no existían. Dos españoles que estaban zanjeando un día, encontraron la botija y se hicieron ricos. Después Faustino no salió más. Más bien lo que él hacía con salir era cuidar su botija. Parece que esos españoles eran amigos de él. Y él les quiso dar ese beneficio. Muchas monedas se quedaron regadas y la gente se tiró a recogerlas. Los españoles huyeron. Si no, hubieran tenido que darle el cincuenta por ciento al gobierno. Como Faustino no volvió a salir, la gente se olvidó de él, pero yo me acuerdo bien cómo era. Lo que no hago es ponerme a pensar mucho en eso, porque agota.
El pensamiento agota. Hoy mismo hay gente que no cree en salidera de muertos, ni nada de eso. Y es que no han Visto nada. Los jóvenes que no creen es porque no han visto. Sin embargo, se agotan igual; piensan en otras cosas del tiempo moderno, de los pueblos del mundo, de las guerras y de todo lo demás. Gastan el tiempo en eso y no se recrean. Otros se ponen a nadar en vicios y en trucos. Entre los vicios y la manera de ponerse a pensar se acaba la vida. Aunque uno se los diga no hacen caso. Y no creen. Ni oyen.
Yo le hice el cuento del diablillo una vez a un joven y me dijo que eso era mentira. Pero aunque parezca mentira, es cierto. Un hombre puede criar un diablillo. Sí señor, un diablillo. Un congo viejo del ingenio Timbirito fue quien me enseñó a hacerlo. Se pasaba las horas hablando conmigo. No hacía más que decirme que yo tenía que aprender a trabajar palo, porque era serio y reservado. Había que oírlo en los cuentos. Lo había visto todo; lo de aquí abajo y lo de arriba también. En verdad que era un poco cascarrabias, pero yo lo entendía. Nunca le dije: "Usted no sabe lo que habla". Ni me reí de él. Ese viejo era como un padre para mí. Pero bueno, volviendo a lo del diablillo. El me enseñó a hacerlo. Un día que yo estaba de paso por allí, me sentó solo en un lugar, me miró y empezó a decirme: "Criollo camina allá adonde yo te diga, que yo te va a regala a ti una cosa". Yo me figuraba que era dinero o algún macuto, pero nada de eso. Siguió con su habladuría medio enredada: "Usté, criollo, son bobo", y me señaló un pomo que se sacó del bolsillo. "Mire, usté ve eso, con eso usté consigue tó en cosa". Ahí fue donde yo me di cuenta que era de brujería el asunto. Aprendí a hacer el diablillo, a criarlo y todo. Para eso hay que tener más corazón que nada. Un corazón duro como un pescado. No es difícil. Se recoge un huevo de gallina con miaja; tiene que ser con miaja, porque si no, no sirve. Se pone al sol dos o tres días. Después que está caliente se mete debajo del sobaco tres viernes seguidos. Y al tercer viernes nace un diablillo en vez de un pollito. Un diablillo color de camaleón. Ahora, ese diablillo se mete en un pomito chiquito y transparente para que se vea para adentro y se le echa vino seco. Luego se guarda en el bolsillo del pantalón, bien seguro para que no se escape, porque esos diablillos tienen tendencia de peleadores. Se mueven mucho por la colita.
Así se consigue lo que uno quiere. Claro que no se puede pedir todo de un tirón. La cosa es poco a poco. Llega un tiempo del año en que hay que botar al diablillo porque es bastante lo que se ha caminado con él. Entonces se lleva al río por la noche y se tira allí, para que la corriente lo arrastre. Eso sí, el brujo que lo lleva no puede pasar por ese río otra vez. Si veinte veces pasa por allí, veinte veces le cae todo lo judío arriba.
Lo bueno es hacer todos esos trabajos los martes, por lo menos yo lo he oído así. Cuando un brujo quería trabajar palo, palo monte judío sobre todo, escogía los martes. Los martes son los días del diablo, por eso son tan malos. Parece que el diablo tenía que escoger un día y se decidió por ése. A la verdad que cada vez que yo oigo esa palabra, martes, así nada más: martes, me erizo por dentro, siento el demonio en persona. Si iban a preparar una cazuela bruja de mayombe judío, la hacían los martes. Así tenía más fuerza. Se preparaba con carne de res y huesos de cristianos, de las canillas principalmente. Las canillas son buenas para los judíos. Luego se llevaba a un bibijagüero y se enterraba allí. Siempre los martes.
Se dejaba en el bibijagüero dos o tres semanas. Un día, martes también, se iba a desenterrar. Ahí era donde venía el juramento, que consistía en decirle a la prenda: "Yo voy a hacer daño y a cumplir contigo". Ese juramento se hacía a las doce de la noche, que es la hora del diablo. Y lo que el congo iba a jurar era un contrato con él. Complicidad con endo cui. El juramento no era juego ni cuento de camino. Había que cumplirlo bien, si no hasta se podía morir uno de repente.
Mucha de la gente que muere así, sin enfermedad, es por castigo del diablo. Después de hecho el juramento y desenterrada la prenda, se llevaba para la casa, se colocaba en un rincón y se le agregaban los otros ingredientes para alimentarla. Se le daba pimienta de guinea, ajo y ají guaguao, la cabeza de un muerto y una canilla tapada con un paño negro. Ese preparado del paño se ponía arriba de la cazuela y... ¡cuidado el que mirara para ahí! La cazuela, así como llegaba a la casa no servía, pero cuando se le ponían todos los agregados, era de espantar al demonio. No había trabajo que no se pudiera hacer. También es verdad que la cazuela tenía su piedra de rayo y su piedra de aura, que eran nada menos que judías.
Yo vide hacer cada trabajos con eso, terribles. Mataban gente, descarrilaban trenes, incendiaban casas, bueno... Cuando uno oye hablar de judío tiene que quedarse sereno y respetar. El respeto es el que abre las puertas de todo. Así era como yo me enteraba de las cosas.
Ese congo de Timbirito me ha contado a mí mucho de sus encuentros con el diablo. El lo veía cada vez que quería. Yo pienso que el diablo es un aprovechado. Para hacer daño y darse gusto obedece cuando lo llaman. Pero que no lo llamen para el bien, porque ¡ñinga! El que quiera tener complot con él que coja un martillo y un clavo grande. A mí me lo contó ese viejo. Un martillo y un clavo nada más. Se busca una ceiba joven en los descampados y en el tronco se dan tres martillazos fuertes para que él los oiga. En cuanto el muy cabrón oye ese llamado, viene. Viene tranquilito y guapetón, como el que no quiere tas cosas. A veces se viste elegante como los hombres. Nunca llega de diablo. No le conviene meter miedo, porque él es raro y temible al natural. Llega rojo todo como una llama de candela, con la boca llena de fuego y una lanza en forma de garabato en una mano. Cuando llega se le puede hablar normalmente. Lo que sí hay que tener mucha claridad en lo que se dice, porque para él los años son días. Y si uno le promete que va a hacer un trabajo en tres años, él entiende tres días. El que no sabe ese truco está jodido. Yo lo sabía desde la esclavitud. El diablo calcula en forma distinta al hombre. Tiene otro proceso. Nadie se presta más para el daño que él. No sé ahora cómo estará, pero, antes ayudaba en todo. Proporcionaba todas las facilidades para las evoluciones.
Cualquiera podía acudir a él. Muchas gentes de la aristocracia lo llamaron. Condes y marqueses. De los mismos que decían que eran cristianos y masones. A mí nunca me han metido cuento con eso de la masonería. Donde hay secreto, hay brujo. Y nadie más celoso que los masones. Yo no dudo que ellos tengan al diablo en su religión. Aunque lo del diablo de los congos lo aprendieron por los mismos viejos. Los viejos enseñaban a los condes y a los marqueses a trabajar palo. Y les decían: "Mientras tú trabaja mayombe, tú son dueño e tierra". Los condes cumplían todo lo que los viejos les mandaban. Cogían tierra de los cuatro vientos, la envolvían en paja de maíz, y hacían cuatro montoncitos a los que amarraban cuatro patas de gallinas y los llevaban a la cazuela, para que se les cumpliera el pedido. Si había algo flojo, asobaban la cazuela con escoba amarga y a caminar se ha dicho. Aquellas cazuelas cogían una fuerza tremenda. Se reviraban y repudiaban a cualquiera.
Los congos usaban muchos tipos de resguardos. Un palito cualquiera o un hueso podían ser buenos resguardos. Yo usé algunos estando en Ariosa. En la guerra también. Llevaba uno que me ayudó mucho. Nunca me mataron gracias a él.
Me hirieron una sola vez, pero fue un muslo y se me curó con alcanfor.
El mejor de los resguardos se hace con piedrecitas. Rellenando una bolsita de cuero fino y colgándosela del pescuezo basta. Lo que no se puede hacer es abandonarla. Hay que darle comida a cada rato como a las personas. La comida la ordena el dueño de la prenda, que es quien pone los resguardos. Casi siempre se alimentan de ajo y ají guaguao. También se les da a beber aguardiente y se les riega un dedito de pimienta de guinea. El día que un negro brujo de esos entregaba un resguardo, lo miraba a uno bien fijo y le chocaba las manos, apretaba bien fuerte y las tenía un rato juntas. Primero uno le daba la seguridad al brujo de que no iba a hacer nada malo con él. Y de que de sexo nada, mientras uno lo llevara arriba.
El resguardo es una cosa delicada. El hombre que se acuesta con una mujer y lleva un resguardo, falla. Seguro que se le tuerce el camino largo tiempo. Además, las mujeres aflojan. Después que uno hace sus cosas con ellas, si quiere volver a ponerse el resguardo, tiene que restregarse las manos con ceniza para apaciguar y espantar lo malo. Si no, el mismo resguardo se rebela.
Las mujeres lo aflojan todo, desde los resguardos hasta las cazuelas. Por eso tienen sus formas especiales. Ellas pueden ser brujas, pero no trabajan con cazuelas de hombres. Hay algunas que son más fuertes que los hombres, más bravas. Yo creo que ellas sirven más bien para las limpiezas y los refrescamientos. Nadie mejor que las mujeres para refrescar.
No me acuerdo cuál fue la que me enseñó lo de las latas de carbón, pero sé que fue hace muchos años. Es lo mejor para refrescar. Nada más hay que coger una lata grande de aceite de carbón y llenarla de yerbas y agua. Esas yerbas se consiguen en los jardines de la gente rica. Se mezclan todas, la albahaca, el apasote, el piñón de botija, se meten en la lata con un poco de azúcar y sal. Se lleva la lata a una esquina de la casa, y a los dos días se riega por todos los rincones. El agua recoge peste, pero refresca. Al poquito rato se siente un fresco suave que entra por las puertas. Es lo más saludable que hay. También si uno quiere se puede bañar con él. Quitándole la sal y el azúcar.
El baño debe de ser a las doce del día, con el sol en medio de la tierra. Siete baños son suficientes para una buena limpieza. Antes los baños eran todos los días. Los congos se valían de ellos para la salud. Eso se llamaba gangulería, aunque la gente diga que es espiritual.
El espíritu está por debajo del brujo. Yo no prestaba mucha atención a lo que me decían los viejos. Nada más que hacía unas cuantas cosas para no quedar mal. Los hombres como yo somos muy dados a la brujería, porque no tenemos paciencia. A mí me gustaba mucho la maldad y la jodedera. Y así no se puede llevar la brujería. Me gustaba ver y oír para desengañarme. Lo que me fastidiaba era que me dijeran que tal o cual cosa no se podía tocar o conocer. Entonces yo me ponía subido y quería salirme con las mías.
Una vez use una maldad que cada vez que me acuerdo me da grima. ¡Grima! Resulta ser que voy a casa de un santero y empiezo a registrar los cuartos, los escaparates, las soperas, todo. El santero me ve y no me dice nada. Pero a mí se me ocurre ir al último cuarto, donde estaban los tambores y los paños blancos y las soperas y los santos. Me meto allí y empiezo a darme banquete de plátanos indios, panetelitas dulces de almíbar y cocos. Cuando salgo ya medio atarugado, me topo con el santero y él me mira y me pregunta: ¿Qué pasa? Yo no le digo nada y él sigue su camino. Pero que parece que eso mismo me hizo temblar las piernas y temblaba y temblaba como si estuviera enfermo. Bueno, me tuve que ir. La verdad es que esa tembladera no tenía razón, porque el santero no me pilló. Si me hubiera pillado, entonces sí. La comida que se le pone a los santos no se debe ni tocar. Pero cuando el hambre reclama, uno no es dueño de sí. Entre los congos eso no se podía hacer ni por juego. Un congo lo veía a uno metiendo el jocico en lugares impropios y ¡cuidado!, que hasta daño le podían echar. Los congos tienen más fortaleza que los lucumises. Son de cabeza más dura. Trabajan material. Todo es a base de palos, huesos, sangre, árboles del monte...
Para los congos el árbol es una cosa muy grande. De él nace todo y en él se da todo. Es como un dios. Se le da de comer, habla, pide, se le cuida. Ellos lo consiguen todo de la naturaleza, del árbol, que es el alma de ella. La brujería tiene que auxiliarse de los árboles y de las yerbas. En todos los ingenios de la esclavitud había sus matorrales y sus buenos árboles. Por eso a los congos les era propicio el lugar. En Ariosa había grandes terrenos sembrados y lugares silvestres también. En esos montes crecía y crece la brujería. Salen espíritus y luces y todas las cosas que yo he visto desfilar y que luego, con el tiempo, se me han ido borrando de la cabeza. Cosas que uno mismo no sabe cómo son, ni qué forma tienen. Los misterios, vamos a decir. Lo más emocionante que he visto en mi vida ha sido lo de los congos viejos que se volvían animales, fieras. Eso sí era del carajo para arriba.
Eran malos que a uno se le erizaban los pelos y la carne se le ponía de gallina. A veces decían que fulano, el palero, había salido del batey como un gato o un perro. O si no, alguna negra salía halándose los pelos y gritando: "¡Ay, auxilio, vi un perro del tamaño de mi marido!" Ese perro podía ser el marido en persona, en persona de perro quiero decir.
Yo creo que no vide esas cosas, pero nada más que los cuentos asustaban bastante. Y en aquellos años la gente se pasaba la vida haciendo cuentos. De pensar que un perro con rabia podía ser un congo viejo rebencúo, a cualquiera se le paraban los pelos. Después eso no se ha vuelto a ver en Cuba. Al menos nadie me ha salido con un cuento parecido. Yo a veces pienso que eso pasaba, porque aquí había muchos africanos. Hoy no hay africanos en Cuba. Y la gente nueva tiene mucha indiferencia hacia la religión. Se creen que la vida es nada más que comer y dormir y mucho guano. Por eso estamos así. Guerras para acá y guerras para allá. Hay que tener una fe. Creer en algo. Si no, estamos jodidos.
El que no cree en milagros hoy, cree mañana. Pruebas hay todos los días. Unas más fuertes que otras, pero todas con razón. Hay momentos en que uno se siente muy seguro y pierde los estribos, llega a la desilusión. En esos momentos no hay santos, ni milagros, ni Juan de los palotes. Pero ellos pasan enseguida. El hombre vive y piensa en la serenidad.
Cuando uno está por dentro como caliente, como con una hinchazón, trabado que no puede ni mover la quijada, entonces no piensa, y si lo hace piensa para mal. El peligro nace ahí. En esos momentos. Para aliviar esa situación, hay que tener agua fresca en algún lugar. Con dos o tres semanas basta para refrescar la atmósfera. El agua fresca es muy buena. Para mí que descongestiona el cerebro. Llega arriba sin gastarse. Si el agua se gasta mucho, hay que volver a llenar el vaso. Eso quiere decir que está trabajando bien. En los barracones cada cual tenía un vasito de agua y su yerba colgaba de la pared. Nadie era bobo. Yo nunca vide la casa de los dueños por dentro, pero seguro que ellos tendrían lo suyo también. Bastante creyentes eran.
El catolicismo siempre cae en el espiritismo. Eso hay que darlo por sentado. Un católico solo no existe. Los ricos de antes eran católicos pero hacían caso, de vez en cuando, a la brujería.
Los mayorales, ni hablar. Tenían el ojo puesto a los negros brujos del miedo que les tenían. Sabían bien que si los brujos, querían, les podían partir el carapacho. Hoy mismo hay mucha gente que te dice a uno: "Yo soy católico y apostólico." ¡Qué va!, ese cuento que se lo hagan a otro. Aquí el que más y el que menos tiene su librito, su regla. Nadie es puro así de llano. Todas las religiones se han mezclado aquí en esta tierra. El africano trajo la suya, la más fuerte, y el español también trajo la suya, pero no tan fuerte. Hay que respetarlas todas. Esa es mi política.
Las religiones africanas tienen más entretenimiento. Uno baila, canta, se divierte, pelea. Están el maní, el palo, la quimbumbia. Cuando caía el sol se iban formando los grupos. Quimbumbia y brujo eran lo mismo. Casi siempre se usaban tambores. Los mismos tambores de jugar palo. La quimbumbia era asunto de congo. Aquí hubo un tiempo en que dos grupos de negros brujos se dividían para porfiar. Sembraban, bien sembradita, una mata de plátanos en el centro del círculo. Entonces cada brujo le iba haciendo trabajos a la mata para que pariera. Pasaban frente a ella y se arrodillaban, le sonaban tres o cuatro buches de aguardiente, y el que lograra que la mata pariera, ahí mismo ganaba. El ganador se comía la fruta y si quería, la repartía a su gente.
Al rato, para festejar, tocaban tambores y bailaban. Al que ganaba le decían gallo y lo embullaban a bailar. Cada vez que esos grupos iban a jugar quimbumbia se buscaban una mano de palitos de manigua cargados y los amarraban. Hacían mazos de cinco palitos para fortalecerse. Para mí que esta quimbumbia no era tan judía. Había otra que sí era de rompe y raja. Se hacía pelando bien a un gallo vivo y luego matándolo. Las plumas todas y las tripas las llevaban a una cazuela grande para cocinarlas. Y cocinado el gallo se lo empezaban a comer, y los huesos, que iban quedando los echaban en la cazuela: huesos dé gallo, que son los más fuertes.
Ese gallo, comido así como estaba, le tomaba el pelo a cualquier cristiano, porque después que uno se lo había tragado, salía de la cazuela, cuando menos la gente se lo figuraba. Salía en medio de la bulla y el ronquido de los cueros. Parecía que estaba enterito. Y lo estaba.
Esa quimbumbia se jugaba los martes, porque era judía de las verdaderas. Con ese gallo se hacían veinte maromas de brujos. Ya él se había lucido de valentón.
La quimbumbia se jugaba casi siempre de noche. Por aquella época, claro esté, no había electricidad y los ingenios se alumbraban con chismosas de hojalata. La quimbumbia se alumbraba con eso. Aunque en brujo la obscuridad es buena. Los espíritus no bajan con luz. Son como los albinos, que nada más ven por la noche.
La primera electricidad que existió fue en Santa Clara. En la misma ciudad. La mandó Marta Abreu, la benefactora. En Ariosa no hubo hasta... bueno, no me acuerdo, pero fue después del Caracas. Caracas estrenó la luz eléctrica en esa zona de Lajas. En el ingenio más grande de Cuba. Los dueños eran millonarios, por eso compraron la luz. Eran de apellido Terry. Yo no sé bien donde me paraba, si arriba de un árbol o de un techo. Lo que sí veía las luces del Caracas que eran una maravilla.
En el barracón me alumbraba con chismosas. Se las compraba al bodeguero. Me imagino que a los otros dueños les daría un poco de envidia ver ese alumbramiento y ese lujo en Caracas. Es que los Terry eran aristocráticos; muy finos. Iban a Francia todos los años. El mayor de ellos era don Tomás Terry. Lo vide mucho de lejos. No era hombre de época por las ideas que tenía. Emilio, el hijo, era por el estilo. Pero don Tomás era mejor. Todo el personal lo quería. Y él se amistaba con los negros congos para su bien. Los ayudaba bastante. Llegó a dar dinero para que los congos fundaran sus cabildos. Los trataba bien. La gente decía que él se divertía con los negros viéndolos bailar. En Cruces hubo un cabildo congo fundado por don Tomás y otro en Lajas. Yo vide los dos y estuve en ellos. Iba a buscar mujeres. ¡Había cada negra prieta! Ahora, al que se ponía con groserías lo sacaban de allí como a un volador. Esas negras se daban su lugar.
Me acuerdo que en el cabildo de Cruces había una fotografía de don Tomás Terry. ¡Ojalá todos los hombres de la esclavitud hubieran sido como él y como sus hijos! Yo no sé de ellos. Deben de estar en Francia. Paseando y viviendo como millonarios que son.
En Ariosa era distinto, No era miserable ni mucho menos, pero no tenía el lujo y la presencia del Caracas. La casa de calderas se alumbraba con faroles grandes de gas. Y el batey en tiempo de zafra, porque en tiempo muerto era la boca de un lobo. A la entrada del barracón siempre dejaban una lucecita encendida. Así era todo. Por eso los hombres se aburrían y nada más que pensaban en las mujeres. La obsesión mía era ésa y es. Yo sigo pensando que las mujeres son lo más grande de la vida. Cuando a mí se me metía una mujer por los ojos había que verme. Era el mismo diablo. Mansito, pero preparado. Las mujeres de Remedios tenían fama de mancebitas lindas. Para verlas lo mejor era ir a las fiestas que se daban allí todos los años. Yo creo que fui como a diez fiestas de esas. ¡Allí vide cada una! Eran fiestas religiosas y divertidas. Las dos cosas. Más religiosas, pero.
Todas las fiestas tienen su relajo, si no no son fiestas. La seriedad en Remedios era por la religión. Aquél fue siempre un pueblo muy religioso y muy serio. Todas las casas tenían altares con santos hembras y machos. Unos feos, otros lindos. Los remedianos tenían fama de celebrar buenas fiestas en Semana Santa. Se pasaban casi toda la semana con luto, muy serios y callados. No le permitían a nadie entrar al pueblo a caballo y mucho menos ponerse espuelas. Esos días eran de recogimiento. Los trenes no podían pitar. El silencio era de cementerio. El Jueves Santo no se podía barrer la casa, porque los blancos decían que era lo mismo que barrerle la cabeza a Dios. No se podía uno bañar con agua, porque el agua se volvía sangre. ¡Para qué contar! No se mataban aves ni puercos. Era el luto de ellos, de los blancos, y decían que el que comía era un pecador y merecía castigo. Pero yo vide a muchos campesinos en esos días atracarse de lechón.
Había muchas costumbres raras en Remedios, sobre todo en los días de Semana Santa. Bastante bien las conozco, porque a mí ese pueblo me gustaba y yo iba a cada rato. Ariosa quedaba pegadito. Recuerdo una costumbre que obligaba a los primeros que se fueran a casar a pagarle una dispensa a Dios. Estaban mal vistos los casamientos entre primos y por eso tenían que pagar, para no caer en pecado. Claro que ese sistema le convenía a los curas. Ahí ellos tenían otra cogioca más, También es verdad que eso de casarse entre primos es feo, pero cuando a un hombre se le mete una mujer por los sesos, no hay Dios, que lo contenga.
Una cosa que se hacía en secreto, por esos días, era jugar al dominó o a las barajas. El Sábado de Gloria, en que se rompía el recogimiento, la gente jugaba en los portales. Los demás días tenían que esconderse. El juego de bolos estaba tan prohibido que ni en secreto lo jugaban. En Remedios había dos o tres boleras grandes sin uso. Con las barajas se hacían rifas. Se compraban dos barajas. El que las compraba las firmaba con su nombre o con alguna seña en el respaldo. El mismo que tiraba la baraja recogía el dinero. Luego se cogía un cuchillo y se levantaba la baraja. Si era el número siete el que salía se llevaba la rifa. Eso del número siete nadie lo sabe, es un misterio, como el número tres, y el ocho, que es muerto. En silencio y en secreto se jugaba mejor. Era más llamativa la cosa. Los blancos ricos no jugaban nada de esto en Semana Santa. Ellos decían que había duelo total por la desaparición de Cristo. A mi entender, engañaban a la gente. Yo sé que Cristo es el hijo de Dios. Que vino de la naturaleza. Pero eso de la muerte está obscuro todavía. La verdad es que a él lo he visto muchas veces, pero nunca lo conocí.
Durante la Semana Santa se trabajaba en todos los ingenios. Menos el lunes, el martes y el sábado de gloria, después de la diez de la mañana, en que había resucitado Cristo. Los dueños esperaban a que Cristo subiera para volver a aprovecharlo a uno. Había quien después de la Resurrección se ponía a jugar brujería. En Remedios empezaba la fiesta a esa hora. El Sábado de Gloria era el día más divertido del año. Se quemaba el Júa como en las fiestas de San Juan. El Júa era un muñeco grande y gordón que se colgaba de una soga y se le daban palos. Luego se achicharraba bien hasta hacerlo desaparecer, porque él demostraba el daño y la traición a Jesús. El Júa venía siendo el enemigo de los cristianos, el que había asesinado a Cristo, como decían los blancos. Asesinó a Cristo en una guerra de judíos. Todo eso me lo contaron una vez, pero a mí se me ha pasado un poco por los años. Lo que yo sé es que él existió y que fue el asesino de Cristo. Eso sí es positivo.
Yo no he visto pueblo más dado a las costumbres que Remedios. Allí todo era por manía. ¡Y cuidado con incumplirlas! Durante las fiestas el deber de todos los remedianos era ir a divertirse. Y en Semana Santa el que no andaba creyendo en religión se le tomaba por traidor. O decían que tenía a Satanás detrás. Naturalmente que eso era entre ellos, porque a los campesinos no les decían nada. Ellos iban a la iglesia y a las fiestas por lo que tenían de religiosos. Los padres obligaban a los hijos a rezar y cantar en las misas, por las caites vestidos de negro, con velas y libritos en las manos. Las mujeres ricas llevaban en la cabeza unas cosas grandes como un peine que se abría y tenía agujeritos. Lucían bonitas.
Antes los hijos no se gobernaban por sí solos. A los veinticinco años era que podían decidir algunas cosas. Los padres los tenían bajo su dominio. Por esa razón todos iban a la iglesia y rezaban. Así pasaba igual en el pueblo que en los campos.
Había un tipo allí que no era muy amigo de la iglesia. Se llamaba Juan Celorio. El reunía a los niños cada vez que había fiestas y también los domingos, para entretenerse. Era asturiano y dueño de un bodegón. Cuando los niños llegaban, él para traérselos, les daba dulces, café con leche, pan con mantequilla y todo lo que ellos pedían. Les hablaba mucho. Les decía que en vez de ir a la iglesia había que divertirse. Los padres se enfurecían con él y no lo podían ver ni pintado. Celorio tenía buen carácter. Los chiquitos cada vez que tenían una salida se iban a verlo para comer. Entonces Celorio les daba latas, hierro, picos, rejas y tarros de buey. Unos tarros que se picaban en la punta y se rellenaban de cera en la boca. Se adornaban con plumas de guanajo y se sonaban por la misma punta. El escándalo era vigueta. Así, con aquellos ruidos y aquellas latas, Celorio organizaba procesiones por el pueblo. Mucha gente se unió a ellas. El que más y el que menos buscaba divertirse. Ahí empezaron las famosas parrandas.
Otras cosas extrañas vide yo en Remedios en los Sábados de Gloria. Aquel pueblo parecía un infierno. Nunca se llenaba tanto. Lo mismo se topaba uno con un pobre. Y todo el mundo en las calles. Las esquinas eran colmenas.
La villa se ponía alegre, llena de luces, de farolas, de serpentinas... Llegaban los titiriteros y se ponían a bailar y hacer maromas. Yo los recuerdo perfectamente. Los había gitanos, españoles y cubanos. Los cubanos eran muy malos. No tenían la gracia y la rareza de los gitanos. Daban funciones en los parques o en los salones. En los parques era más difícil ver lo que hacían, porque la gente formaba un cordón alrededor de ellos y los tapaba completamente. Cantaban y chillaban. Los niños se volvían locos de contento con esos muñecones que caminaban y se movían por Mitos. También había titiriteros que se disfrazaban de muñecos, con trajes de cuadros de colores y de rayas y sombreros. Saltaban, daban caramelos, comían todo lo que la gente les daba y se acostaban en el suelo para que les pusieran en el estómago una piedra grande que uno del público le partía en dos con una mandarria. Al momento el titiritero se paraba y saludaba. Todo el mundo pensaba que había dejado las costillas en el suelo, pero de eso nada. Ellos sabían mucho para el engaño. Llevaban tantos años con sus trucos que no se les iba una.
Hacían todo lo habido y por haber. Así se ganaban la vida. Eran simpáticos y se llevaban bien con todo el mundo. Un titiritero comía papeles encendidos y al poco los sacaba de la boca convertidos en cintas de colores. La candela se volvía cintas. La gente gritaba de asombro porque aquello no tenía explicación.
Los gitanos eran los mejores. Eran cómicos y serios. Cuando salían de sus funciones eran serios y no les gustaba mucho la confianza. Usaban los trajes más guarabeados. Los hombres eran un poco sucios. Se ponían chalecos y pañuelos amarrados en la cabeza, cubriéndoles la frente. Pañuelos rojos sobre todo. Las mujeres se vestían con sayones largos y coloreados. En los brazos se adornaban con manillas y los dedos se los cubrían con sortijas. El pelo lo tenían negro como azabache, estirado y largo hasta la cintura. Les brillaba al natural. Los gitanos venían de su país. Yo la verdad es que no me acuerdo de qué país, pero era un país lejano. Hablaban español, eso sí. No tenían casas. Vivían con el sistema de los toldos de campaña. Con cuatro palos y una tela gruesa hacían su cobija. Total, ellos dormían en el suelo, como quiera.
En Remedios acampaban en solares vacíos o en el portalón de alguna casa desolada. Allí estaban pocos días. Nada más que iban a las fiestas. La vida de ellos era así; corredera y tragos. Cuando les gustaba algún lugar querían quedarse y metían a toda la comitiva con niños y animales. A veces tenía que venir la policía del gobierno a botarlos. Entonces no formaban escándalos. Cargaban sus palos y sus cajones y a coger rumbos nuevos.
Eran despreocupados hasta para la comida. Bueno, cocinaban en el suelo. A mí me simpatizaron siempre. Como los brujos, adivinaban la suerte. La adivinaban con barajas. Las mujeres salían a trabajar en la adivinación y casi obligaban a la gente a oírlas. Y convencían, porque sabían mucho de tanto caminar por el mundo. Los gitanos tenían monos, perritos y pájaros. A los monos los enseñaban a bailar y a estirar la mano para pedir quilos. Eran monos flacos, faltos de comida. Los perritos también bailaban y se paraban en dos.
Yo creo que todavía hay gitanos de esos en Cuba. De caminantes que son puede que anden perdidos por ahí. Por los pueblos chiquitos.
Otro entretenimiento de Semana Santa eran las rifas. Los Sábados de Gloria, claro está. Rifaban pañuelos, colonias, pomadas de rosas y máquinas de coser. Pañuelos baratos y colonias apestosas. Yo nunca me puse colonias para no enfriarme. Hay gente que no tiene el espíritu para eso. Las máquinas de coser no se las sacaba nadie. Eran la carnada para los tontos. La gente iba y ponía los números, pero nunca yo vide a nadie llevarse una máquina. Y pasaban horas detrás de aquellos mostradores esperando la máquina. Me entraba soberbia ver cómo se iban gastándolo todo y sin la máquina. Si por mí hubiera sido habría acabado con esas rifas. Sobre todo por los infelices que luego andaban pidiendo el agua por señas.
Eso se daba en Semana Santa y lo propiciaban los mismos religiosos. Todavía hoy las rifas son un engaño de siete suelas. Y entre los curas más. Yo fui hace más de diez años a una iglesia que queda cerca de Arroyo Apolo, donde hay muchas matas de mamoncillos, con todos los veteranos en caravana. Nos habían invitado los curas. Uno de ellos, el que dio la misa, quiso atraerse a los veteranos con palabras de Cristo y otras boberías. Llegó a decir en la misma misa que a los comunistas había que exterminarlos y que eran hijos del demonio. Me encabroné, porque por aquellos años yo estaba afiliado al Partido Socialista Popular; por las formas que tenía y por las ideas. Sobre todo por las ideas, que eran para bienestar de los obreros. Mas nunca volví a esa iglesia. Y al cura no lo vide tampoco. Pero me enteré por un viejo chismoso, que se hacía pasar por amigo mío, que el cura había dado una fiesta en el patio de la iglesia y había hecho una rifa grande. Empezó a rifar cosas y todos los veteranos se sacaron pañuelitos, mediecitas y mucha porquería más. Yo me di cuenta que era el mismo truco de antes. Que las rifas seguían siendo engañosas. Por eso no creo en ninguna.
En las fiestas del Sábado de Gloria hacían ensaladillas. Ya las ensaladillas no existen, pero antes en todas las fiestas las había. Eran divertidas, porque en ellas se veían las cosas más extrañas del mundo. Las ensaladillas se hacían con unos palos cualquiera y un toldo con un decorado al fondo. Muchas veces sin decorado. Llegaban unos cómicos y se ponían a bobear. Hacían de monos para el público. Cantaban décimas, improvisaban cuentos, chistes, bromas, adivinanzas... De todo lo que se les ocurría. Era otro engaño para recoger dinero. Cuando se hacían en un salón, la gente tenía que pagar. Entraban negros y blancos por igual.
A los cubanos siempre les ha gustado hacer ensaladillas en los teatros. En La Habana yo fui a un teatro una vez y me parece que vide hacer ensaladillas. Era una comedia entre un negro y un blanco. Nada, que para mí eso es hacer el papel de mono. Como quiera que lo vistan...
Remedios era el pueblo de las costumbres de los tiempos viejos. Allí se daban las cosas que tenían más años. Llamaba la atención ver cómo en los días de Corpus, salían los negros de los cabildos vestidos de diablitos con colorines pintorreteados en la ropa, capuchones que les cubrían la cara y cascabeles en la cintura. Esos diablitos eran como espantapájaros para los niños. Salían de los cabildos congos. No eran ñañigos, porque en Remedios no hubo ñañiguismo. Eran diablitos de la conguería.
Los negros en Remedios tenían dos sociedades; la de recreo, al doblar de la calle Brigadier González, y la de cuestiones religiosas. En las dos se reunían. Para la Semana Santa ensayaba en la de recreo una orquesta compuesta toda de negros. Esa orquesta tocaba danzones y danzas. Antes la danza gustaba mucho. Los negros la bailaban en la calle o en los salones.
No siempre la orquesta tocaba para negros. A veces iba a la "Tertulia", que era la sociedad de blancos, y amenizaba allí un poco, los músicos recibían buena paga. Yo nunca bailé con orquestas. El placer mío eran las mujeres. Desde que llegaba al pueblo me ponía a olfatear y sacaba el jamo. Agarraba buena presa siempre.
La gente de Remedios, como la de otros pueblos de esa zona, desayunaba temprano. A eso de las seis y media o las siete ya estaba lista la mesa. El desayuno de los pobres era todavía más temprano, y si eran de las afueras, mucho más. Los pobres desayunaban café y boniato. Un boniato riquísimo que se asaba con ceniza a la manera africana. El almuerzo se hacía de once a once y media. En las buenas mesas no faltaba el pan, la mantequilla y el vino. No había la costumbre de tomar agua. Todo era vino, vino y vino.
La cena era a las ocho y media o a las nueve. Era la comida más fuerte del día. La gente del pueblo se acostaba a las doce, pero en el campo, a las ocho o a las nueve todo el mundo ya estaba rendido. Los señoritos se podían levantar a las diez de la mañana; ahora, un campesino que tenía que pegar el lomo en la tierra para comer, se levantaba cuando más a las cinco de la mañana. El café se tomaba mucho. En las casas de familia no faltaban unas cafeteras grandes y prietas, de hierro, donde se hacía el café. Se tostaba en las casas. El que no tenía molino tenía pilón. El café de pilón es el que más me gusta a mí porque no pierde el aroma. A lo mejor es idea mía, pero una idea es una idea. Antes de que extendieran los cafetales, el café se vendía en boticas. Luego se vendía en la calle por particulares. Se convirtió en un gran negocio. Yo conocí gente que se dedicaba a eso nada más. Vendían café sin tostar.
Allí gustaba mucho el agualoja. Lo vendían en la calle los agualojeros. Se hacia de agua, azúcar, miel y cánula. Sabía a gloria. ¡Yo me daba cada jartadas! Las lucumisas viajas lo hacían riquísimo. No escatimaban nada. También lo vendían las conguitas.
Cada vez que un africano hacía algo, lo hacía bien. Traía la receta de su tierra, del África. De lo que a mí más me gustaba, lo mejor eran las frituritas, que ya no vienen por vagancia. Por vagancia y por chapucería. La gente hoy no tiene gusto para hacer eso. Hacen una comidas sin sal y sin manteca, que no valen un comino. Pero antes había que ver el cuidado que ponían, sobre todo las negras viejas, para hacer chucherías. Las frituritas se vendían en la calle, en mesas de madera o en platones grandes que se llevaban en una canasta sobre la cabeza. Uno llamaba a una lucumisa y le decía: "Ma' Petrona, Ma' Dominga, venga acá". Ellas venían vestiditas todas de olán de hilo o de rusia, muy limpias y contestaban: "El medio, hijito". Uno le daba un medio o dos y a comer frituritas de yuca, de carita, de malanga, buñuelos... veinte cosas más. A todas esas comidas les decían granjerias. Los días de fiesta salían más vendedores a la calle que en otros días. Pero si uno quería comer chucherías siempre había una vieja en un rincón con su anafe listo.
El ponche lo vendían igual en la calle que en la bodega. Más bien en la calle, los días de fiesta. Aquel ponche no se me podía olvidar. No tenía naranja, ni ron, ni nada de eso. Era a base de yemas de huevo puras, azúcar y aguardiente. Con eso bastaba. Se hacía metiendo todos los ingredientes en un depósito de barro o en una lata grande y batiéndolos con una maza de madera en forma de pina, a la que se le daba vueltas con las manos. Se removía bien y se tomaba. No se le podía echar claras, porque lo cortaba. A medio vendían el vaso. ¡Baratísimo! En los bautizos era muy corriente el ponche. Entre los africanos no faltaba nunca. Lo tomaban para alegrarse aunque la verdad es que los bautizas antiguamente eran alegres de por sí. Se convertían en una fiesta.
Los africanos tenían la costumbre de bautizar a sus hijos a los cuarenta días de nacidos. Entonces para ese día empezaban a recoger medios y más medios. Los niños tenían sus padrinos. Y los padrinos eran los llamados a Nevar medios al bautizo. Cambiaban centenes, doblones y demás monedas por medios. Cuando ya estaban abarrotados de medios, empezaban a hacer unas cinticas de colores verde y punzó para amarrárselas a los medios, que tenían un huequito en el centro. Las muchachas eran las ciadas a ensartar esas cintas. El día del bautizo llegaban muy risueños. Los padrinos con los bolsillos repletos de medios. Bolsillos parados como los de las esquifaciones. Después del bautizo y la come lata se iban al patio y allí llamaban a los niños, que salían corriendo como diablos. Cuando estaban todos reunidos, los padrinos tiraban los medios al aire y los pillínes se volvían locos tratando de agarrarlos. Esa era otra gracia de aquella época. En Remedios se daba siempre. De ahí viene la frase: "Padrino, el medio". Yo fui padrino dos veces, pero no me acuerdo de mis ahijados. Todo se revuelve en la vida y unos se acuerdan de unos y otros no se acuerdan de otros. Así es. Contra eso no se puede hacer nada. La ingratitud existe y existe.
Lo más lindo que hay es ver a los hombres hermanados. Eso se ve más en el campo que en la ciudad. En la ciudad, en todos los pueblos, hay mucha gente mala; ricos de estos que se creen los dueños del mundo y no ayudan a nadie. En el campo es distinto. Ahí todo el personal tiene que vivir unido, como en familia. Tiene que haber alegría.
Yo me acuerdo que en toda esa zona de Las Villas la gente se ayudaba mucho. Los vecinos se tenían como hermanos. Si alguno necesitaba ayuda, porque se quería mudar o sembrar algo, o enterrar a algún pariente, enseguida la tenía. Las casas de guano, por ejemplo, se podían levantar en dos días. Y eso era posible por la ayuda de la gente que se reunía en una junta para trabajar. Le cobijaban la casa a cualquiera en pocas horas. O si no, lo ayudaban a arar. Cada vecino traía su yunta de buey. Rompían la tierra; primero al hilo y luego cruzada. Lo hacían así para que la tierra diera frutos. A esa operación la llamaban cruzar la tierra. Durante la siembra era igual. La hacían en unión para que el pobre hombre no se cansara y dejara el trabajo. Ellos sabían que un hombre solo al principio no podía hacerlo todo. Los sitieros le daban al nuevo vecino sus semillas. Después que él las sembraba, tenía que limpiar la tierra. Entonces todos le daban un aporque a las plantas para que tuvieran tierras suaves y parieran. La tierra apretada no pare, tiene que estar bien movida.
Todo eso se hacía en señal de amistad. Había una gracia, un chiste, que era un poco pesado pero a la gente le gustaba. Un campesino se ponía a vigilar los cochinos de otro campesino. Cuando aquello, los cochinos de cada cual se marcaban por las orejas con las letras de cada dueño. Si conseguía agarrar un cochino que no fuera de él, lo mataba y hacía una fiesta a la que invitaba a todos los amigos. Se reunían allí y al cochino asadito lo colocaban arriba de la mesa en una bandeja de cedro con la boca llena de flores silvestres. La cabeza con la oreja marcada se ponía bien a la vista y ahí era donde el verdadero dueño del cochino se daba cuenta del papelazo que estaba haciendo, porque todos se estaban comiendo una propiedad suya. Eso era una gracia. Gracia y no ponerse bravo. El más contento tenía que ser el dueño del animal.
Yo veo eso como una prueba de amistad. Hoy la gente no se comporta así. Hay la envidia y los celos por dondequiera. Por eso a mí me gusta la vida solitaria. No me meto con nadie, para que no se metan conmigo. Ni siquiera antes yo andaba en grupos. Siempre fui solo. De vez en cuando una canchanchana me seguía y yo la dejaba. Pero eso de pegarse a la gente para toda la vida no va conmigo. Con lo viejo que estoy no tengo enemigos, y los que tengo ni me hablan para no buscarse pleito.
En Remedios conocí a mucha gente. Por los años noventa me pasaba la vida allá. Iba del Ariosa al pueblo en un santiamén. Conozco las costumbres y sé cómo es la gente.
Sé cómo piensan cuando lo miran a uno. La gente rica era la que menos se ocupaba de los chismes. Con sus músicas y sus bailes se pasaban las horas. Y con su dinero, claro.
Las mujeres del pueblo tocaban el arpa en las salas con las ventanas abiertas para que todo el mundo las viera. Después vino el piano. Pero primero fue el arpa. A mí no me llamaba la atención. Y mirar para adentro siempre me pareció tan feo, aunque ésa era la costumbre. Yo prefería los tambores y las danzas. Las danzas de las orquestas del pueblo. Pero como para los negros el arpa era nueva, ellos se paraban en la ventana y miraban y miraban. El caso es que todas esas familias, los Rojas, los Manuelillo, los Carrillo, vivían en lo suyo. Negocios, fiestas y dinero. Del chisme no se ocupaban. El pobre sí, porque vivía más unido y más... El rico es rico y el pobre es pobre.
Eso es todo lo que vide en Remedios. Muchos negros no iban a las fiestas porque eran viejos y algunos de nación. Yo me daba mis vueltas por aquello de las mancebas. ¡Qué negras! Después cogía el camino, por la noche, con el machete al cinto para que no me saliera nadie al paso. No habiendo lluvia llegaba enseguida al ingenio. Si me cansaba en el viaje me acostaba a dormir en los cañaverales hasta que las piernas me dieran para seguir la marcha. La caña es fresca por la madrugada.
Al otro día me daba por contar. Me reunía con algunos viejos y les contaba. Prefería a los viejos que a los jóvenes. Siempre los prefería. Los prefiero todavía. Quizá porque yo soy viejo ahora... pero no, antes, de joven, pensé igual. Ellos escuchaban mis cuentos. Lo que yo les contaba de las fiestas, del Júa, de los refrescos y de los juegos. Me preguntaban si había respeto y seriedad. A mi me daba vergüenza contarles algunos detalles sucios y me callaba. Claro que me quedaba la espina. ¡Quién iba a decirle a un viejo de esos que uno era capaz de acostarse con una negra en un manigual! Igual que lo oían a uno, había que oírlos a ellos. Atenderlos con los ojos y con las orejas. Eran sinceros para todo. Tranquilamente le decían a uno: "Niño, tú no oye, tú no atiende ná, tú coge camino pa' tu casa, ¡anda!" Había que irse hecho un bólido. Aunque ellos eran de poco hablar, les gustaba que cuando hablaban los atendieran. Hablaban de la tierra, de África, de animales y de aparecidos. No andaban en chismes ni jaranas. Castigaban duro al que les dijera una mentira. Para andar con esos viejos había que estar callado y respetuoso. Un muchacho se burlaba de un viejo y el viejo le decía: "Oye, asegún va bajando el sol, así vas a ir caminando tú". Y efectivamente, porque la forma era la misma de la esclavitud: coger la tierra de las pisadas del muchacho y echarla dentro de una cazuela hasta puesto el sol. Así aniquilaban los viejos a los burlones. Es que los vielos eran candela. Sabían hasta dónde el jején puso el huevo. Llegaba uno a ellos y le resolvían todo, sin dinero o con él. Pero cuando uno les pedía algo, ellos decían: "Tú ve y haz este trabajo y cuando tú tiene problema resuelto, tú viene a mí y paga", había que cumplir con esas palabras. Siempre, ames de la consulta, se pagaban veinticinco centavos; eso era aparte del otro pago, que era mayor. El que no cumplía con el pago mayor, que era secreto, estaba obscuro, le daban una puñalada a los pocos días, le tarreaban la mujer o lo botaban del trabajo... siempre algo le ocurría. Con el viejo de nación no se podía jugar. Hoy mismo, un palero joven no es tan exigente; sin embargo, un negro viejo tiene otra forma, es más serio, más recto, más...
El entretenimiento de los viejos era hacer cuentos. Chistes y cuentos. Hacían cuentos a todas horas, por la mañana, por la noche, siempre tenían el ánimo de contar sus cosas. Eran tantos cuentos que muchas veces no se podía prestar atención porque mareaban. Yo fingía que estaba oyendo, pero la verdad era que todo el final lo tenía revuelto en la cabeza. En los barracones del Ariosa había dos o tres negros de nación. Creo que una vieja gamba que había allí era arará. No estoy seguro. Los otros eran congos. Existía una diferencia entre los africanos y los criollos. Los africanos entre si se entendían; los criollos casi nunca entendían bien a los africanos. Los oían cantar, pero no los entendían bien. Me defendía con ellos, porque la vida entera me la pasaba oyéndolos. A mí me querían bien.
Todavía hoy me acuerdo de Ma'Lucía. A Ma'Lucía la conocí fuera de Ariosa. No sé si fue en Remedios o en Zulueta. El caso fue que más tarde la vide mucho en Santa Clara. Yo iba allí a fiestar. Con Ma'Lucía tuve buenas relaciones. Era negra prieta un poco alta, de nación lucumi. Desde que la conocí se dedicaba a la santería. Tenía una porción de ahijados, de lo nombrada que era. Ma'Lucía era cuentera. Se pasaba las horas tocándose las ropas, el vestido blanco, la blusa de hilo, por presumida. Se hacía un peinado alto que ya hoy no se ve. Ella decía que era africano. Hacía dulces y amalá. Los vendía en las calles o en los bateyes de los ingenios cuando salía de corrida. Hizo dinero.
Llegó a comprar una casa en Santa Clara, ya después de la guerra. Esa casa ella se la dejó a una hija. Un día me llamó y me dijo: "Tú son bueno y callao, yo va a conté a ti un cosa". Entonces empezó a contar historias africanas de todas clases. A mí casi todas las historias y los cuentos me fallan en la memoria, los confundo, los revuelvo y entonces no sé si estoy hablando de un elefante o de una jicotea. Esa es la edad. Aunque hay otras cosas que yo recuerdo bien. Pero la edad es la edad y no está puesta así, por gusto.
El asunto es que Ma'Lucía me contaba de unas costumbres africanas que yo nunca vide aquí. Ella tampoco, por eso se acordaba. Me decía que en su tierra los hombres nada más que tumbaban montes y las mujeres tenían que limpiar la tierra y recoger los frutos. Luego, hacer las comidas para la familia, que era muy grande. Decía que su familia era más grande que una dotación. Para mí que eso era porque en África las mujeres parían y paren todos los arios. Yo una vez vide una fotografía de África y todas las negras tenían las barrigas Infladas y las tetas al aire. La verdad es que en Cuba yo no recuerdo ese espectáculo. Al menos en los barracones era todo lo contrario. Las mujeres se vestían con muchas telas y se cubrían los pechos. Bueno, para no perderme con los cuentos de Ma'Lucía... lo del elefante era muy extraño; cuando ella veía un circo de esos que andaban por los pueblos, de los que traían elefantes y monos, decía: "Usté, criollo, no sabe qué son lifiante, ese que usté vé aquí en circo no son lifiante, lifiante mi tierra son mayore, come corazón de palma". Yo no podía contestar. Eso sí, me parecía muy exagerado, porque luego decía que los elefantes de su tierra pesaban veinte o veinticinco arrobas. Los muchachos nos teníamos que echar a reír, aunque ocultándonos de ella. Muchas cosas eran mentiras, pero otras eran verdades. Bueno, yo digo que eran mentiras para mí porque ellos lo creían de verdad. ¡Dios libre decirle a una vieja de ésas que estaba equivocada!
Me acuerdo del cuento de la jicatea y el sapo. Ella me lo contó como cien veces. La jicotea y el sapo tenían una porfía grande hacía muchos años. El sapo había engañado a la jicotea, porque le tenía miedo. El creía que ella era más fuerte que él. Cogió una jicarita de comida y se la puso a la jicotea. Casi se la dio en la boca. La jicotea, al ver la jicarita llena de comida, se dio gusto. Comió hasta atragantarse. Ni por la mente le pasó que el sapo se la había puesto a propósito. Ella era muy Ingenua. De ingenua a cada rato la engañaban. Luego, así, llena y satisfecha, se puso a andar por el monte buscando al sapo que estaba metido en una cueva. Cuando el sapo la vio le dijo de lejos: "Aquí estoy, jicotea, mira". Ella miraba y no veía nada. Se cansó y se fue. Liego a un montoncito de paja en un saco y se acostó a repesar. El sapo la agarró dormida y la envenenó orinándola. Ella se durmió de lo llena que estaba, por eso el la pudo agarrar. Esa lección sirve para que la gente no sea avariciosa. Hay que dudar de todo el mundo. Un enemigo de uno puede brindarle comida para engañarlo.
Ma'Lucía me seguía contando del sapo. Les tenía miedo, porque decían que tenían un veneno mortal en las venas; que no tañían sangre sino veneno. La prueba está que cuando uno le hace daño a un sapo, le da un palo o le tira una piedra, él se venga siguiendo el rastro de la persona y envenenándola por la boca o por la nariz. Sobre todo por la boca porque casi todo el mundo duerme con ella abierta.
Del tigre me decía que era un animal traicionero, que saltaba árboles por arriba para agarrar a los hombres por el cuello y matarlos. A las mujeres las cogía por ahí mismo y las forzaba a hacer cosas sucias, como los orangutanes. Aunque ésos eran peores. Según Ma'Lucía, un orangután conocía a las mujeres por el olor y las cogía mansitas. Ellas no podían ni moverse. Todos los monos son así. Es como si fueran hombres con rabo y mudos.
Cualquier mono se enamora de una mujer. Aquí en Cuba se han dado casos. Yo he oído hablar de dos mujeres de familias ricas que se dormían con los monos. Dos hermanas. Una de ellas era de Santa Clara. La otra no me acuerdo, pero tenía cría, porque yo vide esos monos como señores en su casa. Fue un día que yo llegué allí no sé ni para qué y me encontré a un mono sentado en una silla del portal. Por eso todo lo que los viejos contaban no era mentira, lo que pasaba era que nosotros no habíamos visto las cosas y dudábamos o nos reíamos. Hoy, después de tanto tiempo, yo me pongo a pensar y la verdad es que llego a la conclusión de que el africano era un sabio de todas las materias. Hay quien dice que ellos eran del monte y se comportaban como los animales. No falta un blanquito por ahí que lo diga. Yo pienso distinto porque los conocí. De brutos no tenían un pelo. A mí me enseñaron muchas cosas sin saber leer ni escribir. Las costumbres, que son más importantes que los conocimientos. Ser educado, no meterse en problemas ajenos, hablar bajito, respetar, ser religioso, buen trabajador... todo eso me lo inculcaron a mí los africanos. Me decían: "a la hoja de malanga le cae el agua pero no se moja". Eso para que yo no me buscara pleitos. Que oyera y estuviera enterado para poderme defender, pero que no hablara demasiado. El que habla demasiado, se enreda. ¡A cuántas gentes no tienen que caerles bichos en la boca por la lengua tan suelta!
Por suerte yo he sido callado. A mí no se me olvidan las palabras de los viejos. ¡Qué va! Y cuando oigo a la gente hablando de bozalones, me echo a reír. ¡Vamos a ver quién es el bozalón! Les decían bozales por decirles algo, y por que hablaban de acuerdo con la lengua de su país. Hablaban distinto, eso era todo. Yo no los tenía en ese sentido, como bozales; al contrario, yo los respetaba. Un negro congo o lucumi sabía más de medicina que un médico. ¡Que el médico chino! Sabían hasta cuando una persona iba a morirse. Esa palabra, bozales, era incorrecta. Ya no se oye, porque poco a poco los negros de nación se han ido muriendo. Si queda alguno por ahí tiene que estar más viejo que yo veinte veces.
Cada negro tenía un físico distinto, los labios o las narices. Unos eran más prietos que otros; más coloraúzcos, como los mandingas, o más anaranjados, como los musongo. De lejos uno sabía a qué nación pertenecían. Los congos, por ejemplo, eran bajitos. Se daba el caso de un congo alto, pero era muy raro. El verdadero congo es bajito y trabado. Las congas igual Los lucumises eran de todos los tamaños. Algunos más o menos como los mandingas, que eran los más grandes. Yo no me explico esa rareza. Es un misterio del que no cabe duda. ¡¿Cómo puede haber unos hombres más grandes que otros?! Dios sabe.
Los lucumises eran muy trabajadores, dispuestos para todas las tareas. Hasta en la guerra hicieron un buen papel. En la guerra de Carlos Manuel.[15]14 Aun sin estar preparados para pelear se metían en las columnas y echaban candela. Luego, cuando esa guerra se acabó volvieron a trabajar, a seguir esclavos. Por eso se desilusionaron con la otra guerra. Pero pelearon Igual. Nunca yo vide a un lucumi echado para atrás. Ni lo oí haciendo alardes de guerrero. Otros negros de nación sí decían que la guerra era una tontería y que no resolvía nada. Tenían ese pensamiento por el fracaso. Ahora, la mayoría de ellos hecho cuerpo en la Independencia. Yo mismo sé que la guerra mata la confianza de los hombres, se mueren hermanos al lado de uno y nada se puede hacer. Luego vienen los acaparadores y se cogen los puestos. De todos modos hay que fajarse. El que se acobarda y se arrincona pierde la dignidad para siempre. Estos viejos, con el recuerdo de la otra guerra fresco todavía, se metieron en la Independencia. El papel que hicieron fue bueno, pero sin entusiasmo. Ellos sí habían perdido el entusiasmo. No la fuerza ni la valentía, pero sí el entusiasmo. Además, ¡quién carajo sabia a qué se iba a lanzar!
La empresa era grande, pero obscura. Había mucha obscuridad con la nueva guerra. Se oían rumores de que España caía, de que Cuba sería libre. La pura verdad es que quien se lanzó fue a jugarse la última carta de la baraja. Por eso no se puede hacer una crítica de los viejos, diciendo que no eran osados. Sí lo eran. Es más, tenían mayor responsabilidad que los criollos. Todo el mundo sabe que hubo criollos guerrilleros. De los viejos no se puede sacar uno guerrillero. Esa es la mejor prueba. Pelearon con Carlos Manuel y dieron una lección de patriotismo. No voy a decir que sabían a lo que iban. Pero iban. Cuando hay jodienda no se puede andar vacilando. Lo que hay que hacer es echar cuerpo. EL cubano de aquellos años, del sesenta y ocho, no estaba preparado para pelear. Tenía la fuerza por dentro, pero las manos limpias. Era más difícil hallar un arma que una aguja en un pajar. Así y todo cogían una puya de jiquí y hacían un puñal. Con ese puñal se enfrentaban al enemigo que traía armas de fuego. Lo preparaban por lo general los congos. Al que se lo clavaban lo dejaban tieso. A mi entender, esos puñales tenían brujería en la punta. Los españoles veían a un negro con un puñal de ésos y salían echando un pie. También usaron piabodes en la Guerra de los Diez Años.
En la Independencia había armas. La lucha se hacía más de igual a igual. Por eso la ganamos. Había piabodes, bulldoz, grueso calibre casi no se usó, porque escaseaba el parque. El rifle Winchester se usó mucho y el trabuco, que era el arma preferida de los bandoleros. Los negros de nación, igual que los criollos, aprendieron a usar esas armas y se fajaron como demonios. En esta guerra tenían más recursos.
Siempre que veo a un negro de éstos en mi memoria, lo veo fajado. Ellos no decían a qué iban ni por qué. Nada más se fajaban. Para defender la vida, claro. Cuando alguien les preguntaba que cómo se sentían, ellos decían: "Cuba Libre, yo soy un libera". Ninguno quería seguir bajo el dominio español. A eso se le puede poner el cuño. Ninguno quería verse en los grillos otra vez, ni comiendo tasajo, ni cortando caña por la madrugada. Por eso se iban a la guerra. Tampoco querían quedarse solos, porque un negro viejo que no iba a la guerra se quedaba solo y no podía vivir. Se morían de tristes. Los negros de nación eran simpáticos, jaraneros, cuenteros, pillos. ¡Qué iban a empotrarse en un barracón sin hablar con nadie!
Muchos entraron en las filas siguiendo a los hijos o a los nietos. Se pusieron al servicio de los jefes, que eran criollos. Hacían guardias por las madrugadas, velaban, cocinaban, lavaban, limpiaban las armas... todos esos menesteres eran propios de ellos. Ningún bozal fue jefe en la guerra. En el escuadrón mío, que mandaba Higinio Ezquerra, había tres o cuatro de ellos. Uno se llamaba Jaime; otro Santiago; eran congos los dos. No me acuerdo cual de ellos, creo que el más viejo, se pasaba la vida diciendo: "Nosotro no tené miedo guerra. Nosotro acostumbra. En África nosotro guerrea mucho". Es que allá ellos tenían bandos peleadores, se disputaban los hombres y las mujeres. Se mataban en esas disputas. Era como pasaba aquí en los barrios de La Habana, en jesús María, en Belén, en Manglar... los ñañigos se fajaban entre sí con la costumbre africana. Es lo mismo. Y no se puede decir que eran salvajes, porque esa costumbre la seguían los blancos también, los que se metieron en el ñañiguismo.
Si los africanos no sabían a qué iban, los cubanos tampoco. La mayoría, quiero decir. Lo que sucedía era que aquí había una revolución, un salpafuera en el que todo el mundo cayó. Hasta el más pinto. La gente decía: "¡Cuba Libre! ¡Abajo España!"; luego decían: "¡Viva el Rey!" ¡Qué sé yo! Aquello era el infierno. El resultado no se veía por ninguna parte. Quedaba un solo camino, y era la guerra.
Al principio nadie explicó la revolución. Uno se metía de porque sí. Yo mismo no sabía del porvenir. Lo único que decía era: "¡Cuba Libre!" Los jefes fueron reuniendo a la gente y explicándoles. Hablaban en todos los batallones. Primero decían que estaban orgullosos de ser cubanos y que el Grito de Baire15 nos había unido. Arengaban a la pelea y estaban seguros de que íbamos a ganar. ¡La cantidad de gente que se creyó que aquello era una fiesta para coger honores! Cuando vieron el fuego echaron para atrás. Traicionaron a sus hermanos. Muchos hubo de esa calaña. Otros se mantuvieron firmes. Una cosa que levantó el ánimo fue el discurso de Maceo en Mal Tiempo. Dijo: "Ahora se trata de una guerra para la independencia. Cada soldado cuando termine cobrará treinta pesos".
Nada más que yo le oí eso. Y fue verdad. Terminó la guerra y a mí me pagaron novecientos ochenta y dos pesos. Todo lo que Maceo decía era cierto. El fue el hombre más grande de la guerra. El dijo que nadie saldría perdiendo, porque íbamos a quedar libres. Y así mismito fue. Al menos yo no perdí. Ni la salud. Tengo un balazo en un muslo y todavía me levanto el pantalón, y veo la mancha negra. Pero hubo quien ni siquiera salió del monte. Del caballo para abajo de la tierra.
A decir verdad, la guerra hacía falta. Los muertos se iban a morir igual y sin provecho para nadie. Yo quedé vivo de casualidad. Parece que mi misión no se había cumplido. Los dioses lo mandan a uno con cada tarea... Hoy mismo yo cuento todo esto y me echo a reír. Pero estando en la candela viendo muertos por donde quiera y balas y cañones y el cojón bendito... Entonces era distinto. Hacía falta la guerra. No era justo que tantos puestos y tantos privilegios fueran a caer en manos de los españoles nada más. No era justo que las mujeres para trabajar tuvieran que ser hijas de españoles. Nada de eso era justo. No se veía un negro abogado, porque decían que los negros nada más que servían para el monte. No se veía un maestro negro. Todo era para los blancos españoles. Los mismos criollos blancos eran tirados a un lado. Eso lo vide yo. Un sereno, que lo único que hacía era pasear, decir la hora y apagar la mecha, tenía que ser español. Y así era todo. No había libertad. Por eso hacía falta la guerra. Yo me di cuenta cuando ellos, los jefes, explicaron el asunto. La razón por la cual había que fajarse.