La vida en los barracones

Todos los esclavos vivían en barracones[3]2. Ya esas viviendas no existen, así que nadie las puede ver. Pero yo las vida y no pensé nunca bien de ellas. Los amos sí decían que los barracones eran tacitas de oro. A los esclavos no les gustaba vivir en esas condiciones, porque la cerradera les asfixiaba. Los barracones eran grandes aunque había algunos ingenios que los tenían más chiquitos; eso era de acuerdo a la cantidad de esclavos de una dotación. En el del Flor de Sagua vivían como doscientos esclavos de todos los colores.

Ese era en forma de hileras: dos hileras que se miraban frente a frente, con un portón en el medio de una de ellas y un cerrojo grueso que trancaba a los esclavos por la noche. Había barracones de madera y de mampostería, con techos de tejas. Los dos con el piso de tierra y sucios como carajo. Ahí sí que no había ventilación moderna. Un hoyo en la pared del cuarto o una ventanita con barrotes eran suficientes. De ahí que abundaran las pulgas y las niguas que enfermaban a la dotación de infecciones y maleficios. Porque esas niguas eran brujas. Y como único se quitaban era con sebo caliente y a veces ni con eso. Los amos querían que los barracones estuvieran limpios por fuera. Entonces los pintaban con cal. Los mismos, negros se ocupaban de ese encargo. El amo les decía: "cojan cal y echen parejo". La cal se preparaba en latones dentro de los barracones, en el patio central. Los caballos y los chivos no entraban a los barracones, pero siempre había su perro bobo rondando y buscando comida. Se metían en los cuartos de los barracones que eran chiquitos y calurosos. Uno dice cuartos cuando eran verdaderos fogones. Tenían sus puertas con llavines, para que no fuera nadie a robar. Sobre todo para cuidarse de los criollitos que nacían con la picardía y el instinto del robo. Se destaparon a robar como fieras.

En el centro de los barracones las mujeres lavaban las ropas de sus maridos y de sus hijos y las de ellas. Lavaban en bateas. Las bateas de la esclavitud no son como las de ahora. Esas eran más rústicas. Y habla que llevarlas al río para que se hincharan porque se hacían de cajones de bacalao, de los grandes.

Fuera del barracón no había árboles, ni dentro tampoco. Eran planos de tierra vacíos y solitarios. El negro no se podía acostumbrar a eso. Al negro le gusta el árbol, el monte. ¡Todavía el chino...! África estaba llena de árboles, de ceibas, de cedros, de jagüeyes. China no, allá lo que había más era yerba de la que se arrastra, dormidera, verdolaga, diez de la mañana... Como los cuartos eran chiquitos, los esclavos hacían sus necesidades en un excusado que la llaman. Estaba en una esquina del barracón. A ese lugar iba todo el mundo. Y para secarse el fotingo, después de la descarga, había que coger yerbas como la escoba amarga y las tusas de maíz. La campana del ingenio estaba a la salida[4]3. Esa la tocaba el contramayoral. A las cuatro y treinta antes meridiano tocaban el Ave María. Creo que eran nueve campanazos. Uno se tenía que levantar enseguida. A las, seis antes meridiano, tocaban otra campana que se llamaba de la jila y había que formar en un terreno fuera del barracón. Los varones a un lado y las mujeres a otro. Después para el campo hasta las once de la mañana en que comíamos tasajo, viandas y pan. Luego, a la caída del sol, venía la Oración. A las ocho y treinta tocaban la última para irse a dormir. Se llamaba el Silencio[5]4.

El contramayoral dormía adentro del barracón y vigilaba. En el batey había un sereno blanco, español él, que también vigilaba. Todo era a base de cuero y vigilancia. Cuando pasaba algún tiempo y la esquifación, que era la ropa de los esclavos, se gastaba, le daban a los hombres una nueva a base de tela de rusia; una tela gruesa y buena para el campo, tambor, que eran pantalones con bolsillos grandes y parados, lonilla y un gorro de lana para el frío. Los zapatos eran por lo general de vaqueta, corte bajo, con dos rejitas para amarrarlos. Los viejos usaban chacualas, que eran de suela chata con cordel amarrado al dedo gordo. Eso siempre ha sido moda africana, aunque ahora se las ponen las blancas y les llaman chancletas o pantuflas. Las mujeres recibían camisón, saya, sayuela y cuando tenían conuco ellas mismas se compraban sayuelas de las blancas que eran más lindas y paraditas. Se ponían argollas de oro en las orejas y dormilonas. Estas prendas se las compraban a los moros o turcos que iban de vez en cuando a los mismos barracones. Llevaban unos cajones colgados al hombro con una faja de cuero muy gorda.

También en los barracones se metían los billeteros. Engañaban a los negros, vendiendo los billetes más caros y cuando un billete salía premiado no se aparecían más por allí. Los guajiros iban a negociar tasajo por leche. Vendían a cuatro centavos la botella. Los negros las compraban porque el amo no daba leche. La leche cura las infecciones y limpia. Por eso había que tomarla.

Pero eso de los conucos fue lo que salvó a muchos esclavos. Lo que les dio verdadera alimentación. Casi todos los esclavos tenían sus conucos. Estos conucos eran pequeños trozos de tierra para sembrar. Quedaban muy cerca de los barracones; casi detrás de ellos. Ahí se cosechaba de todo: boniato, calabaza, quimbamtoó, maíz, gandul, frijol caballero, que es como las habas limas, yuca y maní. También criaban sus cochinaticos. Y algunos de estos productos se los vendían a los guajiros que venían directamente del pueblo. La verdad es que los negros eran honrados. Como no sabían mucho todavía, les salía eso de ser honrados, al natural. Vendían sus cosas muy baratas. Los cochinos enteros valían una onza u onza y media, en onzas de oro como eran antes las monedas. Las viandas nunca les gustaba venderlas. Yo aprendí de los viejos a comer vianda, que es muy nutricia. En la esclavitud lo principal era el cochino. Las viandas las usaban para alimentarlos. Los cochinos de antes daban más manteca que los de ahora. Yo creo que porque hacían más vida natural. Al cochino había que dejarlo revolcarse bien en los chiqueros. Esa manteca de ellos se vendía a diez kilos la libra. Toda la semana venían los guajiros a buscar su ración. Siempre pagaban medios plata. Más tarde ese medio bajó a un cuartillo, o sea la mitad del medio. Todavía el centavo no se conocía porque no habían coronado a Alfonso XIII. Después de la coronación fue que vino el centavo. El rey Alfonso quiso cambiar hasta el dinero. Llegó a Cuba la calderilla que creo que valía dos centavos y otras novedades en cuestión de plata, todas debidas al Rey.

Aunque parezca raro, los negros se divertían en los barracones. Tenían su entretenimiento y sus juegos. También había juegos en las tabernas, pero esos eran distintos. Uno de los que más jugaba en los barracones era el tejo: se ponía" una tusa de maíz, partida por la mitad en el suelo, encima se colocaba una moneda, se hacía una raya a poca distancia y se tiraba una piedra desde la raya para alcanzar la tusa. Si la piedra alcanzaba la tusa y el dinero caía sobre ella, el individuo lo recogía y era de él. Si caía cerca de la tusa, no. El tejo traía confusión! Entonces se medía con una pajita para ver si el dinero estaba más cerca de él que de la tusa.

Este juego se hacía en el patio, como el de los bolos. Pero el de los bolos se jugaba poco. Yo lo vide creo que dos o tres veces nada más. Había unos toneleros negros que hacían los palos en forma de botellas y los bolos de madera para jugar. Era un juego libre y todo el mundo entraba. Menos los chinos, que eran muy separatistas. Los bolos se tiraban por el piso de tierra, para que tumbaran los cuatro o cinco palos que se colocaban en un extremo. Ese juego era igual que el de hoy, que el que se juega en la ciudad, pero con la diferencia que éste traía broncas por el dinero que se apostaba. Eso sí que no le gustaba a los amos. Por eso prohibían algunos juegos y había que hacerlos cuando el mayoral no estuviera atento. El mayoral era el que le corría las noticias; las noticias y los chismes.

El juego de mayombe estaba amarrado a la religión. Hasta los propios mayorales se metían para buscarse sus beneficios. Ellos creían en los brujos, por eso nadie se puede asombrar de que los blancos crean en estas cosas. En el mayombe se tocaba con tambores. Se ponía una nganga o cazuela grande en el medio del patio. En esa cazuela estaban los poderes; los santos. Y el mayombe era un juego utilitario. Los santos tenían que estar presentes. Empezaban a tocar tambores y a cantar. Llevaban cosas para las ngangas. Los negros pedían por su salud, y la de sus hermanos y para conseguir la armonía entre ellos. Hacían enkangues que eran trabajos con tierras del cementerio. Con esas tierras se hacían montoncitos en cuatro esquinas, para figurar los puntos del universo. Dentro de la cazuela, ponían patas de gallinas, que era una yerba con paja de maíz para asegurar a los hombres. Cuando el amo castigaba a algún esclavo, los demás recogían un poquito de tierra y la metían en la cazuela. Con esa tierra resolvían lo que querían. Y el amo se enfermaba o pasaba algún daño en la familia. Porque mientras la tierra esa estaba dentro de la cazuela, el amo estaba apresado ahí y ni el diablo lo sacaba. Esa era la venganza del congo con el amo.

Cerca de los ingenios estaban las tabernas. Había más tabernas que niguas en el monte. Eran como una especie de vendutas donde se podía comprar todo. Los mismos esclavos negociaban en las tabernas. Vendían el tasajo que acumulaban en los barracones. En horas del día y a veces hasta en la tarde los esclavos podían ir a las tabernas. Pero eso no pasaba en todos los ingenios. Siempre había el amo que no le daba permiso al esclavo para ir. Los negros iban a las tabernas a buscar aguardiente. Tomaban mucho para mantenerse fortalecidos. El vaso de aguardiente del bueno costaba a medio. Los dueños también tomaban mucho aguardiente y se formaban cada jirigays que no eran para cuento. Algunos taberneros eran españoles viejos, retirados del ejército que ganaban poco; unos cinco o seis pesos de retiro.

Las tabernas se hacían de madera y yaguas. Nada de manipostería como las bodegas de ahora. Tenía uno que sentarse en unos sacos de yute que se amontonaban en pila, o estar de pie. En las tabernas vendían arroz, tasajo, manteca y frijoles, todas las familias del frijol. Yo vide casos de dueños duros que engañaban a los esclavos dándoles precios falsos. Y vide broncas donde salía castigado el negro y no podía regresar a las tabernas. En las libretas que daban se apuntaban todos los gastos y cuando un esclavo gastaba un medio, pues ponían una rayita y cuando gastaba dos, pues dos rayitas. Así era el sistema que había para comprar lo demás: las galletas de queques, redondas y dulces, las de sal, los confites del tamaño de un garbanzo y hechos de harina de distintos colores, el pan de agua y la manteca. El pan de agua valía un medio de la flauta. Era muy distinto al de hoy. Yo prefería ése. También me acuerdo que se vendían unos dulces que les llamaban "capricho", de harina de castilla y ajonjolí y maní. Ahora, esto del ajonjolí era cosa de chinos, porque había vendedores ambulantes que recorrían los ingenios vendiéndolos. Estos chinos eran contratados viejos que ya no podían mover el brazo para la caña y se ponían a vender.

Las tabernas eran apestosas. Sacaban un olor fuerte por las colgaderas que hacían en el techo, de salchichones, jamones para curar y mortadela roja. Pero con todo y eso ahí se jugaba de relajo. Se pasaban la vida en esa bobería. Los negros tenían afanes de buenos competidores en les juegos. Yo me acuerdo de uno que se llamaba "la galleta". La operación para ese juego era de poner en un mostrador de madera o en un tablón cualquiera, cuatro o cinco galletas duras de sal y con el miembro masculino golpear fuerte sobre las galletas para ver quién las partía. El que las partía ganaba. Eso traía apuestas de dinero y trago. Lo jugaban igual negros que blancos.

Otro juego de relajo era el de la botija. Cogían una botija grande con un agujero y metían el miembro por él. El que llegara al fondo era el ganador. El fondo estaba cubierto de una capita de ceniza para que cuando el hombre sacara el miembro se viera bien si había llegado o no.

Además, se jugaba a otras cosas, como la baraja. La baraja se jugaba preferiblemente con olea, que es la legítima para jugar, había muchos tipos de barajas. A unos les gustaba jugar a la cara; a otros al mico, donde se ganaba mucho, pero yo prefería el monte, que nació en las casas particulares y después se repartió al campo. El monte se jugaba en la esclavitud, en las tabernas y en las casas de los amos. Pero yo lo vine a practicar después de la abolición. El monte es muy complicado. Hay que poner dos barajas en una mesa y adivinar cuál de esas dos es la primera de las tres que se guarda. Siempre se jugaba de interés, por eso era atractivo. El banquero era el que echaba las barajas y los apuntes ponían el dinero. Se ganaba mucho. Todos los días yo ganaba dinero. La verdad es que el monte era mi vicio; el monte y las mujeres. Y no por nada, pero había que buscar un mejor jugador que yo. Cada baraja tenía su nombre. Como ahora, lo que pasa es que las de ahora no son tan pintadas. Antes había las sotas, el rey, los ases, el caballo y después venían los números desde el dos hasta el siete. Las barajas tenían figuras de hombres con coronas o a caballo. Se veía claro que eran españoles, porque en Cuba nunca existieron esos tipos, con esos cuellos de encaje y esas melenas. Antes lo que había eran indios.

Los días de más bulla en los ingenios eran los domingos. Yo no sé cómo los esclavos llegaban con energías. Las fiestas más grandes de la esclavitud se daban ese día. Había ingenios donde empezaban el tambor a las doce del día o a la una. En Flor de Sagua, desde muy temprano. Con el sol empezaba la bulla y los juegos y los niños a revolverse. El barracón se encendía temprano, aquello parecía el fin del mundo. Y con todo y el trabajo la gente amanecía alegre. El mayoral y el contramayoral entraban al barracón y se metían con las negras. Yo veía que los más aislados eran los chinos. Esos cabrones no tenían oído para el tambor. Eran arrinconados. Es que pensaban mucho. Para mí que pensaban más que los negros. Nadie les hacía caso. Y la gente seguía en sus bailes.

El que más yo recuerdo es la yuka. En la yuka se tocaban tres tambores: la caja, la mula y el cachimbo, que era el más chiquito. Detrás se tocaba con dos palos en dos troncos de cedro ahuecados. Los propios esclavos los hacían y creo que les llamaban cata. La yuka se bailaba en pareja con movimientos fuertes. A veces daban vueltas como un pájaro y hasta parecía que iban a volar de lo rápido que se movían. Daban sálticos con las manos en la cintura. Toda la gente cantaba para embullar a los bailadores.

Había otro baile más complicado. Yo no sé si era un baile o un juego porque la mano de puñetazos que se daban era muy seria. A ese baile le decían el maní. Los maniceros hacían una rueda de cuarenta o cincuenta hombres solos. Y empezaban a dar revés. El que recibía el golpe salía a bailar. Se ponían ropa corriente de trabajo y usaban en la frente y en la cintura pañuelos de colores y de dibujos. Estos pañuelos se usaban para amarrar la ropa de los esclavos y llevarlos a lavar. Se conocían como pañuelos y vayajá. Para que los golpes del maní fueran más calientes, se cargaban las muñecas con una brujería cualquiera. Las mujeres no bailaban pero hacían un coro con palmadas. Daban gritos por los sustos que recibían, porque a veces caía un negro y no se levantaba más. El maní era un juego cruel. Los maniceros no apostaban en el desafío. En algunos ingenios los mismos amos hacían sus apuestas, pero en Flor de Sagua yo no recuerdo esto. Lo que sí hacían los dueños era cohibir a los negros de darse tantos golpes, porque a veces no podían trabajar de lo averiados que salían. Los niños no podían jugar pero se lo llevaban todo. A mí, por ejemplo, no se me olvida más.

Cada vez que anunciaban tambor los negros se iban a los arroyos a bañarse. Cerca de todos los ingenios había un arroyito. Se daba el caso que iba una hembra detrás y se encontraba con el hombre al meterse al agua. Entonces se metían juntos y se ponían a hacer el negocio. O si no, se iban a la represa, que eran unas pocetas que se hacia en los ingenios para guardar el agua. Ahí también se jugaba a la escondida y los negros perseguían a las negras para cogérselas.

Las mujeres que no andaban en ese jueguito se quedaban en los barrancos y con una batea se bañaban. Esas bateas eran grandes y había una o dos para torta la dotación.

El afeitado y el pelado de los hombres lo hacían los mismos esclavos. Cogían una navaja grande y como el que pela un caballo, así, le cogían las pasas a los negros. Siempre había uno que le gustaba tusar y ése era el más experimentado. Pelaba como lo hacen hoy. Y nunca dolía, porque el pelo es lo más raro que hay; aunque uno ve que crece y todo, está muerto. Las mujeres se peinaban con el pelo enroscado y ccii caminitos. Tenían la cabeza que parecía un melón de castilla. A ellas les gustaba ese ajetreo de peinarse un día de una forma y otro día de la otra. Un día era con caminitos; otro día, con sortijas, otro día planchado. Para lavarse los dientes usaban bejuco de jaboncillo, que los dejaba muy blancos. Toda esa agitación era para los domingos.

Ya ese día cada cual tenía su vestuario especial. Los negros compraban unos zapatos de becerro cerrados que yo no he vuelto a ver. Se compraban en unas tiendas cercanas a las que se iba con un permiso del amo. Usaban pañuelos de vayajá rojos y verdes en el cuello. Los negros se los ponían en la cabeza y en la cintura, como en el baile del maní. También se guindaban un par de argollas en las orejas y se ponían en todos los dedos sortija de oro. De oro legítimo. Algunos no llevaban oro sino pulsos de plata finos, que llegaban casi hasta los codos. Y zapatos de charol.

Los descendientes de franceses bailaban en parejas, despegados. Daban vueltas lentas. Si había uno que sobresaliera, le ponían pañuelos de seda en las piernas. De todos los colores. Ese era el premio. Cantaban en patuá y tocaban dos tambores grandes con las manos. El baile se llamaba "al francés".

Yo conocía un instrumento que se llamaba marímbula y era chiquito. Lo hacían con varillas de quitasol y sonaba grueso como un tambor. Tenía un hueco por donde le salía la voz. Con esa marímbula acompañaban los toques de tambor de los congos, y no me acuerdo si de los franceses también. Las marímbulas sonaban muy raro y a mucha gente, sobre todo a los guajiros no les gustaba porque decían que eran voces del otro mundo.

A mi entender por esa época la música de ellos era con guitarra nada más. Después, por el año noventa, tocaban danzones en unos órganos grandes, con acordeones y güiros. Pero el blanco siempre ha tenido una música muy distinta al negro. La música del blanco es sin tambor, más desabrida.

Más o menos, así pasa con las religiones. Los dioses de África son distintos aunque se parezcan a los otros, a los de los curas. Son más fuertes y menos adornados. Ahora mismo uno coge y va a una iglesia católica y no ve manzanas, ni piedras, ni plumas de gallos. Pero en una casa africana eso es lo que está en primer lugar. El africano es más burdo.

Yo conocí dos religiones africanas en los barracones: la lucumi y la conga. La conga era la más importante. En Flor de Sagua se conocía mucho porque los brujos se hacían dueños de la gente. Con eso de la adivinación se ganaban la confianza de todos los esclavos. Yo me vine a acercar a los negros viejos después de la abolición.

Pero de Flor de Sagua me acuerdo del chicherekú. El chicherekú era conguito de nación. No hablaba español. Era un hombrecito cabezón que salía corriendo por los barracones, brincaba y le caía a uno detrás. Yo lo vide muchas veces. Y lo oí chillar que parecía una jutía. Eso es positivo y hasta en el Porfuerza[6]5 hasta hace pocos años, existía uno que corría igual. La gente le salía huyendo porque decían que era el mismo diablo y que estaba ligado con mayombe y con muerto. Con el chicherekú no se puede jugar porque hay peligro. A mí en verdad no me gusta mucho hablar de él, porque yo no lo he vuelto a ver más, y si por alguna casualidad... bueno, ¡el diablo son las cosas!

Para los trabajos de la religión de los congos se usaban los muertos y los animales. A los muertos les decían nkise y a los majases, emboba. Preparaban unas cazuelas que caminaban y todo, y ahí estaba el secreto para trabajar. Se llamaban ngangas. Todos los congos tenían sus ngangas para mayombe. Las ngangas tenían que jugar con el sol. Porque él siempre ha sido la inteligencia y la fuerza de los hombres. Como la luna lo es de las mujeres. Pero el sol es más importante, porque él es el que le da vida a la luna. Con el sol trabajaban los congos casi todos los días. Cuando tenían algún problema con alguna persona, ellos seguían a esa persona por un trillo cualquiera y recogían el polvo que ella pisaba. Lo guardaban y lo ponían en la nganga o en un rinconcito. Según el sol iba bajando, la vida de la persona se iba yendo. Y a la puesta del sol la persona estaba muertecita. Yo digo esto porque da por resultado que yo lo vide mucho en la esclavitud.

Si uno se pone a pensar bien, los congos eran asesinos. Pero si mataban a alguien era porque también a ellos les hacían algún daño. A mí nunca nadie trató de hacerme brujería, porque yo he sido siempre separatista y no me ha gustado conocer demasiado la vida ajena.

La brujería tira más para los congos que para los lucumises. Los lucumises están más ligados a los santos y a Dios. A ellos les gustaba levantarse temprano con la fuerza de la mañana y mirar para el cielo y rezar oraciones y echar agua en el suelo. Cuando menos uno se lo pensaba el lucumi estaba en lo suyo. Yo he visto negros viejos inclinados en el suelo más de tres horas hablando en su lengua y adivinando. La diferencia entre el congo y el lucumi es que el congo resuelve, pero el lucumi adivina. Lo sabe todo por los diloggunes, que son caracoles de África con misterio dentro. Son blancos y abultaditos. Los ojos de Eleggua son de ese caracol.

Los viejos lucumises se trancaban en los cuartos del barracón y le sacaban a uno hasta lo malo que uno hacía. Si había algún negro con lujuria por una mujer, el lucumi lo apaciguaba. Eso creo que lo hacían con cocos, obi, que eran sagrados. Sen iguales a los cocos de ahora que siguen siendo sagrados y no se pueden tocar. Si uno ensuciaba el coso le venía un castigo grande. Yo sabía cuando las cosas iban bien porque el coco lo decía. El mandaba a que dijeran Alafia para que la gente supiera que no había tragedia. Por los cocos hablaban todos los santos, ahora el dueño de ellos era Obatalá. Obatalá era un viejo, según yo oía, que siempre estaba vestido de blanco. Y nada más que le gustaba lo blanco. Ellos decían que Obatalá era el que lo había hecho a uno y no sé cuántas cosas más. Uno viene de la Naturaleza y el Obatalá ese también.

A los viejos lucumises les gustaba tener sus figuras de madera, sus dioses. Los guardaban en el barracón. Todas esas figuras tenían la cabeza grande. Eran llamadas oché. A Eleggua lo hacían de cemento, pero Changó y Yemayá eran de madera y los hacían los mismos carpinteros.

En las paredes de los cuartos hacían marcas de santo, con carbón vegetal y con yeso blanco. Eran rayas largas y círculos. Aunque cada una era un santo, ellos decían que eran secretas. Esos negros todo lo tenían como secreto. Hoy en día han cambiado mucho, pero antes lo más difícil que había era conquistar a uno de ellos.

La otra religión era la católica. Esa la introducían los curas, que por nada del mundo entraban a los barracones de la esclavitud. Los curas eran muy aseados. Tenían un aspecto serio que no jugaba con los barracones. Eran tan serios que hasta había negros que los seguían al píe de la letra. Tiraban para ellos de mala manera. Se aprendían el catecismo y se lo leían a los demás. Con todas las palabras y las oraciones. Estos negros eran esclavos domésticos y se reunían con los otros esclavos, los del campo, en los bateyes. Venían siendo como mensajeros de los curas. La verdad es que yo jamás me aprendí esa doctrina porque no entendía nada. Yo creo que los domésticos tampoco, aunque como eran tan finos y tan bien tratados, se hacían los cristianos. Los domésticos recibían consideraciones de los amos. Yo nunca vide castigar fuerte a uno de ellos. Cuando los mandaban al campo a chapear caña o a cuidar cochinos, hacían el paripé de que estaban enfermos y no trabajaban. Por eso los esclavos del campo no los querían ver ni en pintura. Ellos a veces iban a los barracones a verse con algún familiar. Y se llevaban frutas y viandas para la casa del amo. Yo no sé si tíos esclavos se las regalaban de los conucos o si ellos se las llevaban de por sí. Muchos problemas de fajatina en los barracones fueron ocasionados por ellos. Los hombres llegaban y se querían hacer los chulos con las mujeres. Ahí venían las tiranteces peores. Tendría yo como doce años y me daba cuenta de todo el jelengue.

Había más tiranteces todavía. Por ejemplo, entre el congo judío y el cristiano no había compaginación. Uno era al bueno y el otro, el malo. Eso ha seguido igual en Cuba. El lucumi y el congo no se llevaban tampoco. Tenían la diferencia entre los santos y la brujería. Los únicos que no tenían problemas eran los viejos de la nación. Esos eran especiales y había que tratarlos distinto porque tenían todos los conocimientos de la religión.

Muchas fajatinas se evitaban porque los amos se cambiaban a los esclavos. Buscaban la división para que no hubiera molote de huidos. Por eso las dotaciones nunca se reunían.

A los lucumises no les gustaba el trabajo de la caña y muchos se huían. Eran los más rebeldes y valentones. Los congos no; ellos eran más bien cobardones, fuertes para el trabajo y por eso se disparaban la mecha sin quejas. Hay una jutía bastante conocida que le dicen conga; muy cobardona ella.

En los ingenios había negros de distintas naciones. Cada uno tenía su figura. Los congos eran prietos aunque había muchos jabaos. Eran chiquitos por lo regular. Los mandingas eran medio coloraúzcos. Altos y muy fuertes. Por mi madre que eran mala semilla y criminales. Siempre iban por su lado. Los gangas eran buenos. Bajitos y de cara pecosa. Muchos fueron cimarrones. Los carabalís eran como los congos musungos, fieras. No mataban cochinos nada más que los domingos y los días de Pascua. Eran muy negociantes. Llegaban a matar cochinos para venderlos y no se los comían. Por eso les sacaron un canto que decía; "Carabalí con su maña, mata ngulo día domingo". A todos estos negros bozales yo los conocí mejor después de la esclavitud.

En todos los ingenios existía una enfermería que estaba cerca de los barracones. Era una casa grande de madera, donde llevaban a las mujeres preñadas. Ahí nacía uno y estaba hasta los seis o siete años, en que se iba a vivir a los barracones, igual que todos los demás y a trabajar. Yo me acuerdo que había unas negras crianderas y cebadoras que cuidaban a los criollitos y los alimentaban. Cuando alguno se lastimaba en el campo o se enfermaba, esas negras servían de médicos. Con yerbas y cocimientos lo arreglaban todo. No había más cuidado. A veces los criollitos no volvían a ver a sus padres porque el amo era el dueño y los podía mandar para otro ingenio. Entonces sí que las crianderas lo tenían que hacer todo. ¡Quién se iba a ocupar de un hijo que no era suyo! En la misma enfermería pelaban y bañaban a los niños. Los de raza costaban unos quinientos pesos. Eso de los niños de raza era porque eran hijos de negros forzudos y grandes, de granaderos. Los granaderos eran privilegiados. Los amos los buscaban para juntarlos con negras grandes y saludables.

Después de juntos en un cuarto aparte del barracón, los obligaban a juntarse y la negra tenía que parir buena cría todos los años. Yo digo que era como tener animales. Pues bueno, si la negra no paría como a ellos se les antojaba, la separaban y la ponían a trabajar en el campo otra vez. Las negras que no fueran curielas estaban perdidas porque tenían que volver a pegar el lomo. Entonces sí podían escoger maridos por la libre. Había casos en que una mujer estaba detrás de un hombre y tenía ella misma veinte detrás. Los brujos procuraban resolver esas cuestiones con trabajos calientes.

Si un hombre iba a pedirle a un brujo cualquiera una mujer, el brujo le mandaba que cogiera un mocho de tabaco de la mujer, si ella fumaba. Con ese mocho y una mosca cantárida, de esas que son verdes y dañinas, se molía bastante hasta hacer un polvo que se les daba con agua. Así las conquistaban.

Otro trabajo era cogiendo el corazón del sunsún y haciéndolo polvo. Ese se lo tiraba a la mujer en el tabaco. Y para burlarse de ellas nada más que había que mandar a buscar cebadilla a la botica. Con esa cebadilla cualquier mujer se moría de vergüenza, porque el hombre la ponía en un lugar a donde ellas se fueran a sentar y si nada más que les rozaba el culo, las mujeres empezaban a tirarse vientos. ¡Había que ver a aquellas mujeres con la cara toda untada de cascarilla tirándose vientos!

Los negros viejos se entretenían con todo ese jelengue. Cuando tenían más de sesenta años no trabajaban en el campo. Aunque ellos verdaderamente nunca conocían su edad. Pero da por resultado que si un negro se cansaba y se arrinconaba, ya los mayorales decían que estaba para guardiero. Entonces a ese viejo lo ponían en la puerta del barracón o del chiquero, donde la cría era grande. O sí no ayudaban a las mujeres en la cocina. Algunos tenían sus conucos y se pasaban la vida sembrando. En esas tareas andaban siempre, por eso tenían tiempo para la brujería. Ni los castigaban ni les hacían mucho caso. Ahora, tenían que estar tranquilos y obedientes. Eso sí.

Yo vide muchos horrores de castigos en la esclavitud. Por eso es que no me gustaba esa vida. En la casa de caldera estaba el cepo, que era el más cruel. Había cepos acostados y de pie. Se hacían de tablones anchos con agujeros por donde obligaban al esclavo a meter los pies, las manos y la cabeza. Así los tenían trancados dos y tres meses, por cualquier maldad sin importancia.[7]6 A las mujeres preñadas les daban cuero igual, pero acostadas boca abajo con un hoyo en la tierra para cuidarles la barriga. ¡Les daban una mano de cuerazos! Ahora, se cuidaban de no estropearle el niño, porque ellos los querían a tutiplén. El más corriente de los castigos era el azote. Se los daba el mismo mayoral con un cuero de vaca que marcaba la piel. El látigo también lo hacían de cáñamo de cualquier rama del monte. Picaba como diablo y arrancaba la piel en tiritas. Yo Vide muchos negros guapetones con las espaldas rojas. Después les pasaban por las llagas compresas de hojas de tabaco con orina y sal.

La vida era dura y los cuerpos se gastaban. El que no se fuera joven para el monte, de cimarrón, tenía que esclavizarse. Era preferible estar solo, regado, que en el corral ése con todo el asco y la pudrición. Total, la vida era solitaria de todas maneras, porque las mujeres escaseaban bastante.[8]7 Y para tener una, había que cumplir veinticinco años o cogérsela en el campo. Los mismos viejos no querían que los jovencitos tuvieran hembras. Ellos decían que a los veinticinco años era cuando los hombres tenían experiencias. Muchos hombres no sufrían, porque estaban acostumbrados a esa vida. Otros hacían el sexo entre ellos y no querían saibor nada de las mujeres. Esa era su vida: la sodomía. Lavaban la ropa y si tenían algún marido también le cocinaban. Eran buenos trabajadores y se ocupaban de sembrar conucos. Les daban los frutos a sus maridos para que los vendieran a los guajiros. Después de la esclavitud fue que vino esa palabra de afeminado, porque ese asunto siguió. Para mí que no vino de África; a los viejos no les gustaba nada. Se llevaban de fuera a fuera con ellos. A mí, para ser sincero, no me importó nunca. Yo tengo la consideración de que cada uno hace de su barriga un tambor.

Cualquiera se cansaba de vivir. Los que se acostumbraban tenían el espíritu flojo. La vida en el monte era más saludable. En los barracones se cogían muchas enfermedades. Se puede decir, sin figuraciones, que ahí era donde más se enfermaban los hombres. Se daba el caso de que un negro tenía hasta tres enfermedades juntas. Cuando no era el cólico era la tosferina. El cólico plantaba un dolor en el ombligo que duraba horas nada más y lo dejaba a uno muerto. La tosferina y el sarampión eran contagiosos. Pero las peores, las que desplumaban a cualquiera, eran la viruela y el vómito negro. La viruela ponía a los hombres como hinchados y el vómito negro sorprendía a cualquiera, porque venía de repente y entre vómito y vómito se quedaba uno tieso. Había un tipo de enfermedad que recogían los blancos. Era una enfermedad en las venas y en las partes masculinas. Se quitaba con las negras. El que la cogía se acostaba con una negra y se la pasaba. Así se curaban enseguida.

En aquellos tiempos no existían grandes medicinas. Los médicos no se veían por ningún lugar. Eran las enfermeras medio brujas las que curaban con remedios caseros. A veces curaban enfermedades que los médicos no entendían. Porque el problema no está en tocarlo a uno y pincharle la lengua; lo que hay que hacer es tener confianza en las yerbas que son la madre de la medicina. El africano de allá, del otro lado del charco, no se enferma nunca porque tiene todas las yerbas en sus manos.

Si algún esclavo cogía alguna enfermedad contagiosa lo sacaban del cuarto y lo trasladaban a la enfermería. Allí lo trataban de curar. Si el esclavo empezaba a boquear, lo metían en unos cajones grandes y lo llevaban para el cementerio. Casi siempre venía el mayoral y daba cuenta a la dotación para que fueran a enterrarlo. Decía: "Vamos a enterra a ese negro que ya cumplió". Y los esclavos iban para allá pronto porque, eso sí es verdad, cuando alguien se moría, todo el mundo bajaba la cabeza.

El cementerio estaba en el mismo Ingenio; a dos o tres cordeles del barracón. Para enterrar a los esclavos se abría un hoyo en la tierra, se tapaba y se ponía una cruz amarrada con un alambre. La cruz esa era para alejar a los enemigos y al diablo. Hoy le dicen crucifijo. Todo el que se pone la cruz en el cuello es porque le han echado algún daño.

Una vez enterraron a un negro y levantó la cabeza. Y es que estaba vivito. Ese cuento me lo hicieron a mí en Santo Domingo, después de la esclavitud. Todo el barrio de Jicotea lo sabe. La cosa fue en un cachimbo que se llama el Diamante y era del padre de Marinello,[9]8 el que habla mucho de Martí. En ese lugar enterraron a un congo y se levantó gritando. La gente se espantó y salió huyendo. Unos días más tarde el congo se apareció en el barracón; dicen que fue entrando despacito para no asustar a nadie. Pero cuando la gente lo vio se volvió a asustar. Entonces el mayoral le preguntó qué le había pasado y él dijo: "Me metieron en el hoyo por la cólera y cuando me curé, salí". Desde entonces, cada vez que alguien cogía esa enfermedad o cualquiera otra, lo dejaban días y días en la caja hasta que se enfriaba como un hielo.

Esas historias no son inventadas, lo que sí yo creo que es cuento, porque nunca lo vide, es que los negros se suicidaban. Antes, cuando los indios estaban en Cuba, sí existía el suicidio. Ellos no querían ser cristianos y se colgaban de los árboles. Pero los negros no hacían eso, porque ellas se iban volando, volaban por el cielo y cogían para su tierra. Los congos musundi eran los que más volaban, desaparecían por medio de la brujería. Hacían igual que las brujas isleñas, pero sin ruido. Hay gente que dicen que los negros se tiraban en los ríos; eso es falso. La verdad es que ellos se amarraban un negocio a la cintura que le decían prenda y estaba cargada. Ahí estaba la fuerza. Eso yo lo conozco palmo a palmo y es positivo.

Los chinos no volaban ni querían ir para su tierra. Esos sí se mataban. Lo hacían callados. Después que pasaban los días aparecían guindados a un árbol o tirados en el suelo. Todo lo que ellos hacían era en silencio. A loa propios mayorales los mataban con palos y puñaladas. No creían en nadie los chinos. Eran rebeldes de nacimiento. Muchas veces el amo les ponía un mayor de su raza para que entrara en confianza con ellos. A ése no lo mataban. Cuando se acabó la esclavitud yo conocí otros chinos en Sagua la Grande, pero eran distintos y muy finos.