7
La noche, fresca; el capote, húmedo; la luna, entrevista, sale y se cubre. La luz varía al capricho de las nubes.
—¡Alto!
—¿Quién va?
—Hola.
—¿Dónde vas?
¿Dónde voy? Si les digo «a paseo» no lo van a creer. Me saco a mí mismo a paseo. Llegar al Paseo de Rosales, ver la Casa de Campo a la luz de la luna, a la blanca, oscura, fría luz de la luna.
Bombardeo: cañonazos seguidos, de gran calibre. Silban por encima. Apuntan alrededor de la Puerta del Sol (alrededor de la Puerta del Sol, a la luz de la luna) para urdir más cascotes, más cascajo, más paredes destruidas como ésta: las ventanas al aire por las que corre la luna perseguida por las nubes, por las leves nubes. Nada más romántico: las orillas festoneadas, recortadas al delirante capricho de los muros destrizados. La destrucción —sea del tiempo o del hombre— es la expresión máxima de la fuerza del hombre y del tiempo. ¿Qué diferencia hay entre ambos? Ninguna. Por el hecho de ser hombre somos tiempo; el tiempo es hombre. Hecho a su medida, a su imagen y semejanza.
Le paran en un último baluarte.
—¿A dónde vas?
—A echar un vistazo.
—No tardes. Si te ven, te fríen.
Desde el alto repecho, la llanura famosa. Aquí se estrellaron… Las estrellas, visibles a medias, de cuando en cuando. Madrid, «capital de la gloria». ¡Salud, Manzanares ilustre! ¡Salud, Puente de los Franceses! ¡Salud, Campo del Moro! ¡Salud, Casa de Campo! Los que van a rendirse te saludan. Los traicionados te saludan.
No vino a eso. No: fue para ver la Casa de Campo y recordar a Elvira. Te borraste de mi memoria. (¿Cuántos y cuántas? ¿En cuántos y cuántas no dejé huella alguna? ¿A cuántos como a mí matarían antes de hacer resurgir el recuerdo de lo que fuimos? Volviste, presente por arte de birlibirloque, al quemarme el índice derecho —era la última cerilla— por darle fuego a Carlos Riquelme. Recordé el café, el paseo, aquella noche pasada en la Casa de Campo, de cómo me quemé al querer mirar lo que había en el suelo: —Algo se mueve—. [¿Qué tenía yo?, ¿veintiuno, veintidós años?]. ¿Te llamabas Elvira?, creo que sí, pero no daría mi mano a cortar. ¿O Emilia?, ¿o Alicia? No: Elvira. Nos volvimos a ver al día siguiente. Paseamos por aquí. Luego por Buen Suceso y la calle de la Princesa. Nos citamos para dos días después —te era imposible antes—; tal vez llegaste tarde, yo tenía cita con Cuartero y Medina, te esperé poco. No supe dónde volverte a encontrar).
Bombardean. Dicen, dirán: ¡«Cómo han cambiado los tiempos»! No. Son los mismos, expresados de otra manera. Los elementos no varían, las circunstancias, poco; los hombres, menos. Te lo pruebo, Elvira —estés donde estés— viniendo esta noche a ver tu recuerdo.
Julián Templado siente todavía, en sus manos, el calor de la moza. La besa a más no poder.
Los obuses. A la derecha, lejos, entra en acción una ametralladora. Resiste la humedad del capote, el sueño. Aquí acaba un capítulo de la historia de España. ¿Cuándo no? ¿O tal vez sí? Hay épocas chatas, tristes, oscuras. Únicamente cuando han pasado, los vivos dictaminan acerca de los muertos. Evidente injusticia. Habrá que esperar el juicio final, que no será nunca.
Yo lloro de ver hoy los que mañana no se verán, pues del modo que el viento lleva mis suspiros así se llevará los alientos de sus vidas. Prevéngoles las obsequias a los que dentro de pocos años, todos los que hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir a ellos. Heródoto por Gracián. Sábelo de memoria, que no tiene corta, y por gusto por el jesuita de Belmonte. A Julián Templado le estremece la prosa más que el verso. Halla en la musculatura del castellano lo único que le enternece. Las epidermis femeninas son otra cosa, no tan distinta: «Médico no habías de ser —piensa—, por eso acabas en periodista». Todos los que hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir a ellos. Ve la llanura, unas luces: miles que han de morir si atacan o se defienden. Al fin y al cabo, siempre fui un sentimental —piensa pensando que miente—. ¿Qué queda a estas horas de Jesús Herrera? Recuerda la taberna de Bienvenido, la noche del 6 de noviembre de 1936 —también hoy es 6 (se equivoca: está a 5)— él, con Cuartero (¿qué será de Paulino? Debe estar en Francia, con Pilar y las niñas); entró Herrera, de capitán, tan elegante como siempre, con Hope, el periodista norteamericano (¿estará en África, en Austria, en China, en Cuba?) y Gorov (¿de vuelta a estas horas en Moscú, a menos que, como dejó entender Renau, esté bajo tierra, fusilado?). ¿Qué habrá sido de Fajardo y de Villegas? Carlos Riquelme sigue en su hospital, como si nada, parte del mismo. Ser parte, ¿es vivir?, ¿soy parte? Si lo soy, ¿de qué? No lo sé. He aquí el mal. Por no saberlo soy comunista. Si lo digo, me matan. Bueno, digo «me matan» por decir algo. Aquí los que matan son estos de enfrente. Éramos un buen grupo, formábamos un gran grupo. Herrera murió como los buenos, en un tanque. ¿Lo enterrarían? Rivadavia también debe de estar en Francia, tal vez en un campo de concentración. Esto queda. Todavía cubrimos la tierra. Herrera, recubierto por ella. Quizá —tan elegante, tan hermoso— ni siquiera lo consiguiera. Heródoto se olvidó de los que deshace la metralla (no había adelantado tanto la ciencia), pero los cuervos y las alimañas contaban ya lo suyo. ¿Qué será lo mío? No me importa —cree que piensa—. A Gorov le enterrarían. Herrera, Gorov, muertos; Rivadavia, Cuartero, Fajardo, Villegas, desterrados. Nosotros aquí todavía, ¿de qué me quejo? Sólo el ocioso se queja de su desdicha. ¿Dónde leí eso? No lo recuerdo. ¿A qué vine aquí? ¿A matar el tiempo dándole el ídem para que acabe conmigo? No. Vine a recordar a Elvira, la Casa de Campo, la noche fugitiva que pasamos ahí. Elvira: Mercedes. Tanto monta. Varían; el que no cambia soy yo. He aquí el intríngulis. Sólo el amor hace variar. Si fuera otro, con otra, la querría. Como no cambio, no las quiero; no quiero (a nadie). Quisiera. No basta la voluntad. Le tengo buena voluntad —dicen—. Elvira: Mercedes; otras las circunstancias, yo no. ¿Cuántos coitos me quedan por delante? Tal vez uno o ninguno, cien o mil, ¿con cuántas? ¡Qué no daría por enamorarme! Ahora lo estoy de ti, Elvira. Te tuve aquella sola noche. Si te viera no te reconocería.
El recuerdo de la noche del 6 de noviembre de 1936, los fascistas donde todavía están, aquí, abajo, enfrente; su ida a Usera, los únicos tiros que ha disparado; antes su marcha a Valencia, su cruce con los de las Brigadas Internacionales que llegaban a Madrid. Se fue creyendo no regresar. Todavía está —están— en el mismo sitio, en las mismas condiciones. Se engaña.
—Ya es hora. Vámonos.
Cuando puede le gusta pasear —airearse— un poco. Salió de la redacción de Mundo Obrero a las siete.
—Ahora vuelvo.
Había ido a cenar con Carlos Riquelme, para recoger a Mercedes e hincar el diente en algo. La mujer estaba de guardia. Riquelme tenía un chusco y una lata de sardinas. Partieron.
—El futuro se puede adivinar o predecir, pero ¿quién el presente? Te explico: es lo que es, está ahí como lo veo, como lo ves. Mas ¿cómo será para un historiador dentro de uno, dos, diez siglos? El pasado es siempre lo que dictaminan los presentes; en el futuro el pasado será el presente. Así se escribe siempre la historia. ¿Qué vivimos?, ¿esto de ahora o lo que dirán que fue dentro de cincuenta, cien, mil años? Guerras hubo perdidas que aseguran ganadas; los ingleses dan por victorias sobre los franceses algunas de las que éstos tienen por suyas. Ciertos malos pasos vergonzosos se borran en un idioma mientras son recordados con gloria en otros, sin contar que las historias —no hay historia sino historias— suelen escribirlas los vencedores. ¿O crees que en Covadonga, si hubo la tal batalla, sabían que principiaban la Reconquista? ¿Quién sabe si empezó ahora otra guerra de treinta años? No se sabe nunca lo que se hace, ¡figúrate si podemos saber qué estamos haciendo para las entendederas de los de mañana! Sin contar con que la enorme mayoría no hace nada —haga lo que haga— porque nadie ha de acordarse no digamos del santo de su nombre sino de nada de lo que les rodea.
—¿Y qué me quieres decir o demostrar con esto?
—Nada. Precisamente esto: nada.
—¿Que no vale la pena hacer nada? ¿Crees que la gente vive para el mañana? Lo que pasa es que estás podrido. Te importan los museos, la historia, con mayúsculas, cosas que a los hombres en general, les preocupan poco. Seguramente, la tierra vista desde mil kilómetros carece de interés, como no sea para algunos astrónomos.
—Exageras.
—Poco. A ti, lo único que te importa es el dolor. Quiero decir: huir del dolor. Desde el momento en que nada te duela, lo demás te tiene sin cuidado. Lo que te importa de la guerra, de nuestra guerra, es que no te pase nada. Que no te toquen. Aceptas que te fusilen, que no que te torturen —hizo una pausa—. Si sucediera, posiblemente te aguantarías.
—Entonces, ¿de qué te quejas?
—De que no tomes parte.
—¿Te molesta?
—Sí. Sin contar con que si tuvieses el poder en las manos no te importaría torturar a los demás.
—Me haces mucho favor. Digamos que soy egoísta: es más sencillo, más vulgar, pero más cercano a la verdad. Toma, enciende.
Se quemó el dedo.
Julián Templado ha estado en Francia parte del año 38. Lo sacó de Barcelona a principios del mismo, José Rivadavia —fiscal de la República, muy su amigo— cuando, por amor de Lola Cifuentes y capricho propio, estuvo a punto de pasarlo mal a manos de la policía. Templado no se encontró a gusto en París. En la Embajada le dieron algo que hacer: atender inválidos, enfermos, pero el médico madrileño, auténtico culo de mal asiento, no dormía tranquilo. Nadie le decía: «¿Por qué no estás en España?», pero él, tan aficionado a mirarse al espejo, se espetaba la pregunta a cualquier hora. Tal vez por ello tampoco ligó de verdad durante esos meses con ninguna mujer de su gusto. Fracasó con una mecanógrafa del consulado, con una periodista noruega, con la encargada del guardarropa de un restaurante cercano a su albergue. L’Hotel des Princes. ¿Qué príncipes? ¡Estos franceses! Un retrete entre cada piso, y gracias. Y, en letras doradas hendidas en el mármol negro, al lado de la puerta: Confort moderne. Salle de bains… Sí: una en la planta baja para los cuatro pisos y treinta habitaciones. Ahora, eso sí: se registraba uno si quería y, si no, bastaba, un nombre cualquiera; pagado el cuarto, nadie molestaba; se podía dormir solo o acompañado por quien fuese. Fuérase lo uno por lo otro. Pero, no: le roía el gusano español; con la guerra se cambia más aprisa que con la paz —pensaba—. Extraño cultivo.
Le faltaba alma para cualquier cosa. De su amistad con José Vicens, que trabajaba en la Embajada, y los amigos de éste, con quienes solía reunirse aquí y allá, decantó su ingreso en el partido comunista —empeñado entonces en buscar adeptos sin pararse en barras— y su regreso a España. No a Barcelona, donde algún irresponsable del SIM podía molestarle, sino a Madrid. Llegó al aeródromo de Prat de Llobregat al mediodía del 12 de septiembre de 1938. De Sabadell despegó para Barajas. Amanecía el 13 cuando le dejaron en la plaza del Callao. Hacía exactamente quince años —tenía entonces veinte— que se había sublevado el general Primo de Rivera. Recuerda la indignación que le produjo el «movimiento» y más la indiferencia con que su familia lo acogió. Los tiempos siempre son otros.
—Franco no es tonto. Ahora tiene la sartén por el mango y va a freír a quien le dé la gana. Y no van a ser pocos. Por algo es católico: sálvese el alma que lo demás no importa. Sin contar con que si los enemigos se condenan, mejor. Se ahorran el peligro de encontrárselos en el Paraíso.
—¿Tú crees?
—Ya lo verás.
—Si lo cuento. Imbéciles, estos republicanos y socialistas de mierda que sabiéndolo…
—¿Crees que van a salirse con la suya?
—La suya, no lo sé. Con la de los fachas, seguro.
A Mercedes no acaba de interesarle el asunto, le corre otro por el magín:
—Rosario, esa tal por cual, que con todo el jaleo, que había garbanzos en el ultramarinos de la esquina. Nanay… Píldoras y gracias. Ya podías haber traído otro bote de leche condensada. Tú, con tal de no pedir nada… ¡Leche! ¡Condenado gato! ¡Ven aquí! Pobrecito, si yo no te quiero, ¿quién? ¿Quieres salir? Pues te chinchas. Si te cogen, te asan. ¡Qué vida! ¿Y qué te doy?
Refunfuña en la cocina. Para Julián Templado suena a gloria. Dio con ella a los dos días de regresar a Madrid y no la suelta ni la soltaría por nada del mundo —de este mundo de hoy que tiene a mano—. Y eso que no sabe hacer el amor «más que a lo bestia», como dice ella echando como siempre por el camino de en medio.
—A las diez, tengo reunión.
—¿Cuándo no?, —retrueca la coima.
—Por lo que oigo, pronto.
—¿A las diez? ¡Si son más de las ocho y hace dos días que no apareces por aquí!
—¿No vine ayer por la mañana?
—Un momento. Eso no cuenta.
Para Mercedes sólo cuenta del cuarto espasmo para arriba. Menos mal que Templado si no se las sabe todas, casi. Y no se lava.
—¿Para qué? Queda ese olor tan rico…
Luego, toda encima:
—Lo que quiero es que me preñes.
La furia de Julián contra lo que aseguran de Casado, de Besteiro, se multiplica por la sospecha de lo contado del tiempo que le queda de su intimidad frenética con Mercedes.
—¡Hijos de tal por cual!
La mujer, parada frente a frente, pierniabierta, se deja llevar por la preocupación de su amante.
—¿Qué pasa, de verdad?
—Es largo de contar.
—¿Se han vuelto locos?
—Es la única explicación racional.
La atrae.
—Lo que me revienta de todo esto —y de todo lo demás— es la imbecilidad. Si Franco hubiera querido acabar la guerra, hace meses, con garantizar la vida y la libertad a los republicanos que se quedaran y no estorbar la salida de los que quisieran irse, todo arreglado.
—¿Lo hubiera aceptado el Gobierno?
—Desde luego. No sólo lo hubiera aceptado: de hecho, lo propuso.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Pero es precisamente lo que no quieren los franquistas. Los liberales tienen como principio dejar vivos y coleando a sus opositores. Los otros los prefieren difuntos.
—¿Y tú?, —pregunta Mercedes.
—¿Yo? Partidario tuyo.
La acula contra el ángulo de la mesa. Excelente altura.
—¿Hubo o no hubo complot comunista?
—¿Quién te ha venido con esas idioteces?
—En el hospital.
—Se curan en salud. Los que se van a sublevar son ellos.
Acaricia la entrepierna descubierta, suave y húmeda.
Te quiero más que a mi madre.
—¿De verdad crees que esto se va a acabar?
—Mientras no acabemos tú y yo, lo demás…
—¡Clávame!
En todo momento se juega uno la vida, haciendo esto y dejando de hacer lo otro. Estoy aquí, perdiendo el tiempo, pudiendo o debiendo estar en Antón Martín. Aquí tal vez me den en el melón o viceversa, porque a lo peor este obús estalla en la redacción. Eso del viceversa es la gran cosa. Porque puedo hacer esto u lo otro pero no todo lo que quiero. El hombre es un animal limitado, libre hasta cierto punto, con taxímetro. Tomo uno y le digo; a Velázquez 36 o a Serrano 8; no le puedo decir: a Cádiz, a ver qué pasa. Puedo escoger entre irme ahora o dentro de diez minutos, no dentro de un año —aun hablando de cosas humanamente posibles—. Puedo escoger entre Manuela o Ángela; no a Gloria, porque no quiere. La vida es una serie de carambolas, te rechazan, rechazas, vas de un lado a otro dando en bandas o en bolas, cambias de camino queriendo o sin querer, mandado y mandando, al humor de los tacos. Nada de: «o te quitas tú o te quita el toro». Hacer el quite, entrar al quite. La vida quita y tú añades o viceversa. Tonterías que podrían tal vez no serlo si tuviera conocimiento; el que me falta: insensato.