12

Le paso, al costo, la versión taquigráfica de una conversación sostenida hace un momento entre dos socialistas de pro en el sótano de Hacienda, en una antecámara del despacho de Besteiro. No sé quienes discutían. Desde luego uno de ellos caballerista enragé. Si Araquistáin estuviese aquí diría que era él, pero está tranquilamente en París. ¿Wesceslao Carrillo y Rodríguez Vega? ¿Besteiro y Antonio Pérez? Tal vez Henche, Trifón Gómez, Edmundo Domínguez o Augusto Fernández. La tomó un agente nuestro, sin poder asomarse; a lo mejor le interesa; nada se dice en ella que no le haya participado en días pasados, aunque a la luz de lo sucedido durante los primeros tiroteos llegue a cobrar otro sentido:

—Lo primero que tenemos que hacer es extender al cadáver del Gobierno Negrín la obligatoria y natural fe de defunción, declarándolo depuesto a partir del momento en que la justa indignación del pueblo y del ejército le forzaron a abandonar el país en avión, a pleno gas, perseguido esta vez, no por los partidarios de Franco, sino por la cólera, llevada a su extremidad de los republicanos, socialistas y sindicalistas fatigados en fin, aunque demasiado tarde, del gobierno más inepto, más despótico y más cínico que haya tenido España, incluso en las épocas ignominiosas de las dinastías austriaca y borbónica. Desde ese punto de vista, el infeliz pueblo español no había caído nunca tan bajo, ni sus gobiernos de fortuna habían ido tan lejos.

—Te dejas llevar por rencillas personales. No digo que hicieran todo lo que debieran, pero de ahí a lo que aseguras va un mundo.

—Las nominaciones injustificables de la última hora haciendo pasar todas las palancas del mando del ejército a manos del partido comunista, provocaron la justa sublevación del pueblo y del ejército de Madrid y de todo el resto de España republicana.

—Tal como lo puedes oír.

—No lo digas con ese aire irónico. Durante los dos años —o casi— que tuvo las riendas del poder hemos perdido todo el norte de España, una parte del litoral del Mediterráneo y finalmente toda Cataluña. La razón más profunda de una derrota tan enorme fue la estúpida y brutal dictadura comunista que dirigió nuestra desgraciada guerra y provocó ese trágico desenlace, dictadura cuyos agentes dóciles fueron Juan Negrín y su adjunto ministro de Estado: dictadores a la bota del Partido Comunista.

—Eran tus mejores amigos y pertenecen a nuestro partido.

—En otras épocas se fusilaba por menos que esto a los hombres responsables de tantas catástrofes, de tanta sangre y de tantas ruinas, o, al menos, se les condenaba a un encarcelamiento muy merecido —cuando no habían huido prudentemente al extranjero para morir en el oprobio, el olvido y la pobreza, en tanto que la Historia registraba sobre ellos su severo juicio—. Pero hay que creer que los tiempos han cambiado radicalmente; hoy los que huyen ante la justicia de su propia nación se marchan al extranjero con la audaz pretensión de continuar diciéndose el gobierno de la patria, que han arruinado por su inepcia, o por su traición, como hay lugar a sospecharlo justamente, entre otros cargos, por haber renunciado a defender Cataluña cuando todavía era tiempo.

—Eso no te lo voy a permitir, porque yo estaba allí y tú aquí. Se hizo todo lo humanamente posible. Si el material, acumulado en la frontera, hubiese pasado a tiempo…

—Por nada del mundo querían abandonar el poder: estaban dispuestos a no importa qué para conservarlo el más largo tiempo posible, ora en la victoria, ora en la derrota. Hace varios meses que Álvarez del Vayo, que no es precisamente un Talleyrand por talento político, pero que al menos se le parece por su amor casi enfermizo al exhibicionismo público, anunciaba que se podía perder toda España sin que Negrín y su equipo de políticos de genio dejasen de continuar gobernando desde el fondo de su retiro francés. He aquí que hoy piensan en la realización de sus profecías.

—¿Te das cuenta de que si trascienden tus palabras le harás más daño al pueblo español que todas las desgracias que según tú acumuló el gobierno de Negrín?

—Sé de fuente segura que hubo enormes irregularidades administrativas en la gestión de ciertos agentes del Gobierno en el extranjero. Y sé igualmente que altas personalidades republicanas depositaron a su nombre, en los bancos ingleses y americanos, gruesas sumas difíciles de justificar. La España republicana no podrá conocer jamás entre sus agentes y representantes a aquellos que obraron con probidad y a aquellos que no lo hicieron.

—Encenagas por gusto. ¿Qué tiene que ver esto con la resistencia del pueblo español? ¿Con esta traición de última hora?

—El cuerpo de la República muere, exangüe y hambreado, por la culpa de un Gobierno que durante casi dos años dio pruebas de extrema inepcia en las operaciones de la guerra, en la alimentación de la población civil y en la política internacional, que en la larga e infeliz historia del país no habían sido confiadas nunca a manos tan torpes e incompetentes; pero toda la superestructura se abismó en una neblina mefítica y fangosa.

—Si creías esto, ¿por qué no te alzaste en contra más que callando?

—Había que esperar el momento propicio.

—Se presentó. ¿Estás orgulloso, no?

—¿Cuándo podrá el pueblo español recobrar su fe en la pureza y la capacidad de los hombres representando sus partidos y sus organizaciones, y, con la fe, su esperanza en la democracia? Es lo más trágico en esta inmensa tragedia.

—No soy yo el que te lo hago jurar. Mide dónde has caído. Te conozco; no eres capaz de callar lo que me acabas de decir: vas a proclamar tus rencores, verdades y mentiras a los cuatro vientos, para mal de todos. Pero llegará un día en que tus odios —que no digo justificados en parte— se hundirán en el olvido y quedará el pueblo en pie y, aunque no quieras, Negrín dirigiéndole hacia la única solución honrada y digna que se le ofrecía.

Hubo un portazo.

—¿Qué le parece?

Cuatro días antes, León Peralta entró en el despacho del Encargado de Negocios, tras llamar con los nudillos.

—¿No puede anunciarse?

—Rosa María no está.

—No creo que lo que me tenga que decir sea tan urgente para que no pueda esperar que vuelva. Me molesta que no se respeten las órdenes que doy.

Don José María Morales tiene en mucho guardar las formas «precisamente ahora que andan destrozadas por los suelos».

—Rosa María no vino a comer, ni a cenar, ni ha avisado.

Son las diez de la noche, el diplomático está oyendo la radio de Burgos.

—Si le hubiera pasado algo, lo sabríamos.

—Tal vez sí, o quizá no se lo hayan permitido.

—Comuníquese con la Dirección General de Seguridad.

Luis Mora no estaba, habló con el Secretario del Director General. Tomó nota.

—Se trata de mi secretaria particular.

—¿No la encontraba algo extraña estos días?, —pregunta Peralta.

—No. ¿Usted notó algo?

—Sí.

—¿Qué cree?

—No lo sé.

—Por lo menos esto nos lleva a suponer que no ha sido una detención inesperada.

Lo cursi no tiene que ver con la listeza, piensa, un tanto asombrado, el aristocrático limpiabotas.

Al día siguiente, alarmado, don José María puso a Luis Mora en antecedentes.

—¿Novio?

—Que sepamos, no.

—¿Es de absoluta confianza?

—Usted la conoce.

—Conozco a tanta gente que no conozco…

—Está aquí desde el 22 de julio de 1936.

—¿Cómo es?

—Como todas las mujeres: un tanto terca y caprichosa.

—Averiguaré.

No averiguó nada. El que lo supo fue León Peralta, por un comandante de la 44 Brigada, hombre de confianza de Burgos. El 5 de marzo, a las seis, unos policías especiales del Ministerio de Gobernación detuvieron al Comandante Rafael acusándole de secuestro de una empleada diplomática. Lo metieron en los calabozos del edificio de la Puerta del Sol, pese a sus protestas.

Con la sublevación del Consejo de Defensa y la destitución inmediata de los policías que lo aprehendieron el militar quedó preso sin que nadie supiera quién era ni por qué estaba allí.

Al enterarse de quiénes le tenían ahora en sus manos tuvo buen cuidado de no reclamar y destruir sus documentos personales.

—¿Por qué estás aquí?

—No lo sé. Me cogieron borracho.

—¿Cómo te llamas?

—Pedro García Rodríguez.

—A ver si mañana te interrogan.

—No hay prisa, aquí estoy bien.

—Sí: en barrera de primera fila.

Los tiros rebotaban en la fachada. Alguno penetró en el sótano. González —de la VII— debe de estar atacando, piensa Terrazas. Se ve libre, en El Escorial, con Rosa María, por el monte, ¡ancha es Castilla!