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Hacia el triunfo
Las ráfagas azotaban sin clemencia. El barro y la nieve obligaban a hundirse hasta la media pierna. Desde el Smolny yo distribuía efectivos, aseguraba las comunicaciones y enviaba armas. Me dolía la cabeza, convertida en un samovar hirviente. No podía darme el lujo de parar. Me informaban que las calles estaban cortadas por estalactitas de hielo. La población no salía de sus lechos por susto o por frío. Sólo avanzaban mis hombres, listos para iniciar el ataque. Cuando llegaban a sus destinos se acurrucaban en torno a improvisadas fogatas, atentos a la orden de ataque.
En las salas de los antiguos palacios imperiales deambulaban los espectros de un Gobierno a punto de hundirse. Algunos partes les anunciaban que la noche fue invadida por cucarachas armadas. Necesitaban creer que tropas del Ejército y la policía no dejarían que fuesen expulsados del poder, porque sería el fin de Rusia. Los telegramas de los aliados de la Entente ratificaban su apoyo contra los impredecibles bolcheviques.
Mientras, nuestros grupos de emisarios golpeaban puertas, ventanas, se introducían en los patios, trepaban escaleras y arrancaban a los perezosos de la cama para mandarlos al combate. Les ponían en la mano un fusil y ceñían a sus cuerpos bandoleras con municiones. Temblaban de susto al principio. Luego se restregaban los ojos, apretaban las manos, daban abrazos y se iban a cumplir las órdenes. Algunos tras caminar varias cuadras de hielo encendían otra fogata para descongelarse y luego, reanimados, seguían la marcha. Estaba aún oscuro, pero la capital ya era un mar en ebullición.
El Gobierno recurrió a los cadetes de la Escuela Militar para proteger su Palacio de Invierno. Esas tropas llegaron en trineos y carros. Amanecía en esa media mañana y se pudo ver que los oficiales vestían uniformes brillantes. Kerensky ordenó al sospechoso crucero Aurora que se alejara de la costa. Pero la tripulación, con mayoría bolchevique, decidió permanecer en el mismo lugar. Esa desobediencia preanunciaba el desastre. Varios generales rechinaron los dientes y contemplaron sus trajes chillones, que ni a ellos mismos ya les impresionaban. Imploraron a Kerensky una estrategia novedosa que confundiera al enemigo. Pero Kerensky estaba paralizado.
Me puse al teléfono para repetir con las venas hinchadas que nuestros agitadores cerrasen el paso de las tropas que marchaban en auxilio del Gobierno. Debían acercarse a los soldados y oficiales para convencerlos de frenar, porque iban hacia una masacre. Los habitantes del Palacio de Invierno estaban muertos y no era sensato defender cadáveres.
El Gobierno captaba mis conversaciones telefónicas, pero no tenía forma de silenciarme. Nuestro despliegue había sido exitoso. Los hombres de la revolución dominábamos la calle y mi gente tuvo la valentía de acercarse a los soldados. Les hablaron con megáfonos desde atrás de muros y columnas. Se presentaban como heraldos de la paz. Sorprendidos, los militares empuñaron las armas para disparar, pero se contuvieron al escuchar propuestas. Sólo les pedían que no avanzaran hacia el Palacio. Los oficiales empezaron a contradecirse, porque algunos ordenaban seguir y otros detenerse. Las formaciones amenazaban romperse. Por último, el jefe ordenó detenerse. Cuando me llegó el informe de ese triunfo pegué un salto que casi vuelvo a producirme otro esguince. Más tarde me avisaron de que aún permanecían algunos aliados en torno a Kerensky: una parte de los soviets campesinos, monstruosos batallones de la Muerte, fanáticos batallones de Mujeres y decenas de cosacos inquebrantables. La toma definitiva tenía que esperar.
Los sitiados ministros del Gobierno decidieron enviar un grupo de parlamentarios al Instituto Smolny para intentar una negociación. Al llegar en su brillante carruaje, notaron que estaban perdidos. Ni ellos ni el lujo imperial del coche debilitaron la agresividad de nuestros muchachos. Habíamos reforzado la guardia exterior con un fuerte destacamento de ametralladoras. Los visitantes se miraron vacilantes y se comunicaron con los ojos que habían caído en una trampa. Los dejaron entrar y fueron conducidos a mi despacho. Antes de recibirlos había tenido la precaución de ordenar un estricto control de las estaciones de trenes, en especial los transportes de soldados. Quería evitar que un simulacro de negociaciones fuese utilizado para que nos sorprendiesen con un ataque por la espalda.
Los enviados del Gobierno trataron de disimular su carácter de vencidos. Saludaron con cierta solemnidad. Me causaron pena y desprecio. Apenas se sentaron dije que sólo iba a concederles pocos minutos, así que ¡seamos concretos! Se les blanquearon los labios. Ahora enfrentaban al monstruo que habían calumniado de mil formas. Me divertía representar ese papel. Consumí el primer minuto en pedirles con una leve sonrisa sus renuncias. Indeclinables.
—No tienen alternativa. Renuncien y váyanse.
Estaban duros como estatuas. Algunos pudieron carraspear, pero sin encontrar una respuesta. Me puse de pie, les di la mano e indiqué la salida.
—Podrán regresar al Palacio sin dificultades. Pero no simulen ser Gobierno. Eso ya terminó.
Humillados, emprendieron la marcha fúnebre. Nunca habían imaginado ese cierre, menos ante un sujeto como yo.
El teléfono repicaba desde varios puntos de la ciudad. “¡Aquí, nosotros!” “¡Aquí nosotros!” Respiré profundo. Sí, sí, ¡vamos bien! Entonces me aflojé sobre el sofá. Cedía la tensión nerviosa, pero me aplastaba un cansancio de toneladas.
—¡Dame un cigarrillo! —rogué a mi ayudante.
Las chupadas aceleraron mi desmayo. Me fui con un placer inédito. Dejaba la tormentosa realidad y me hundía en un agua tibia, donde sentía el roce amistoso de los peces. Eran cardúmenes que hacían círculos luminosos y jugaban entre las melenas de algas verdes. Un pez acarició mi mejilla. Otro azotó suave mis hombros con su cola. Después con más fuerza. Entendí que querían molestar. Entreabrí los párpados y distinguí una imagen borrosa.
—¿Te busco una medicina? —preguntó alguien, asustado.
—No… no. Mejor sería comer —dije con la lucidez apenas recuperada; había pasado demasiado tiempo sin ingerir un mendrugo; no tenía idea de cuántas horas había dormido.
Me trajeron dos rebanadas de pan negro untadas con manteca y un vaso de té. Mis dedos se arrojaron voraces sobre la comida. Con la boca llena empecé a hojear los diarios afines a Kerensky. No decían una palabra sobre el alzamiento. ¡Malditos lacayos! Antes habían repicado sobre las amenazas que se cernían sobre la ciudad, describían saqueos y derramamientos de sangre. Ahora no sabían del exitoso triunfo bolchevique y el derrumbe del Gobierno provisional.
Entre tanto, soldados, marineros e integrantes de nuestra causa ocupaban un edificio público tras otro. Muchas veces nuestras fuerzas fueron recibidas con exclamaciones jubilosas. La población se despabilaba perpleja. Pese al silencio de los diarios oficiales, galopaba la noticia de que en la pulseada habían ganado los bolcheviques. ¡Esa minoría extremista había conquistado el poder!
Una comisión de la Duma municipal se apresuró en venir al Smolny para preguntar si planeábamos alguna manifestación callejera, porque —esto era increíble por su ingenuidad— debían “tener conocimiento de ello con veinticuatro horas de antelación”. Les sonreí piadoso.
—¿Manifestación callejera? ¡Imbéciles! —les grité en la cara.
Me miraron con ojos de corderos frente al puñal del sacrificio.
Les tuve entonces lástima y propuse que la Duma eligiera un delegado que la representase en nuestro Comité. No entendieron qué decía. ¿La poderosa Duma debía mandar un delegado para ser la ínfima parte de una organización que detestaban? Yo no añadí otra palabra, dije que ésa era mi máxima concesión. Quisieron argumentar con la lengua trabada. Entonces los saludé sin darles la mano, como un maldito pope que imparte su bendición, y les señalé la puerta. Encogidos, balbucearon una pregunta.
—¿Disolverá la Duma por haber sido contraria a la entrega del poder a los Soviets?
—La Duma, como se halla constituida, ya no responde a la realidad. Si surgiese algún conflicto, propondremos nuevas elecciones. Vamos hacia una democracia en serio. Ya viven en otro país. Adiós.
¡Cuánto habían cambiado las cosas! Sólo hacía tres semanas que habíamos conseguido la mayoría en el Soviet de San Petersburgo. Hasta hacía veinticuatro horas Kerensky podía arrestarme. Ahora podríamos arrestarlo a él. No obstante, faltaba el triunfo mayor: ocupar el Palacio de Invierno.
Contra toda lógica, los detritos del régimen caduco pretendían sobrevivir. Decidí cercar la suntuosa residencia, pese a las tropas que la protegían. El resto de la ciudad estaba ya bajo nuestro control. Me dirigí al plenario del Soviet. El salón estaba lleno. Mucha gente presentaba rostros destruidos por las secuelas del cansancio. Algunos se frotaban las piernas y los brazos acalambrados. Inquietos, se ponían y quitaban la gorra. Tosían, escupían en sus pañuelos o en el piso. Me paré sobre la tarima, acomodé los anteojos y arrastré mi crecida cabellera hacia la nuca. Por el recinto se expandió una onda de silencio. Aclaré mi garganta y exclamé con toda la fuerza de mis pulmones que el Gobierno provisional había dejado de existir. Por unos segundos continuó el silencio. Ni de respeto ni de curiosidad, sino de asombro. Estallaron unos pocos aplausos, aún incrédulos, aún vacilantes, pero muchos ojos se llenaron de lágrimas. Mantuve cerrada la boca para dar tiempo a la inevitable reacción. De súbito explotó un tornado de vítores que hizo temblar los muros. Una fila, luego otra, y otra, y otra, se pusieron de pie. La multitud bramaba, lloraba y saltaba. La conmoción se mantuvo intensa durante un minuto, dos, cinco, como si no fuese a terminar nunca. Extendí los brazos para verter más noticias. Unos a otros, los hombres y mujeres se ordenaron callar. Dije que algunos ministros ya habían sido arrestados. Volvieron a repetirse los aplausos y los vítores, pero con más furia. Era ensordecedor. Añadí que el resto de los ministros sería detenido en las próximas horas. El entusiasmo los hacía trepar a los bancos y aullar como dementes. Continué.
—Por orden del Comité revolucionario de guerra acaba de ser disuelto el parlamento que servía a los déspotas.
La sala se convirtió en un bosque de panderetas. Algunos agitaban pañuelos, otros hacían volar sus gorras. Cuando lograba disminuir el ruido les gritaba más novedades.
—Estuvimos comunicados con todas las secciones de soldados y obreros, que cumplieron heroicamente su misión. ¡Un nuevo poder se alza sobre las ruinas del antiguo! Las estaciones, las centrales de Correos, la Agencia de Telégrafos, el Banco Nacional, ya se encuentran ocupados por nuestros hombres.
Un entusiasmo incontenible siguió derramándose en cascadas, llenaba el espacio y rebotaba contra las paredes y los techos. Esa felicidad sin límites prosiguió después que me retiré del lugar. De esto ya se estaban enterando hasta las estrellas del cielo.