Narra Liova

6

De prisión en prisión

Nunca me llamaron a declarar. El encierro se hacía interminable. Estaba en manos sabedoras de que la incertidumbre duele más que el látigo. Necesitaba leer para quemar el tiempo, pero hasta de eso me privaban. Tras unas semanas pude conseguir unos libros religiosos. Pero era tanta la oscuridad que descifrar las letras demandaba más trabajo que levantar una roca. Apenas tenía fuerzas para conversar con mis compañeros.

De súbito se produjo un cambio. Me sacaron a empellones y, siempre a empellones, como si no pudiera entender el idioma, me condujeron por corredores lúgubres hacia una oficina calefaccionada. Me froté los brazos con deleite. Hasta sonreí, parece. Allí me esperaban dos musculosos gendarmes, que se lamían como tigres ante las heridas que me iban a provocar. Después de unos minutos enigmáticos, entre los dos me empujaron hacia otro corredor y, al abrirse la chirriante puerta de hierro, sentí el chicotazo de una ráfaga. Entré en un patio cerrado cubierto de nieve. La blancura cegadora me obligó a cerrar los ojos. No tuve tiempo de acostumbrarme, porque unos golpes en la espalda me hicieron subir a un carro ocupado por otros policías. ¿Tanta gente para mí solo?

Nadie hablaba, aunque las pupilas enemigas me contemplaban con piedad. Debía parecer un cordero maloliente, despeinado, con la ropa desgarrada y unos trapos envolviendo los pies. Al detenerse el carruaje me eyectaron sobre el piso de nieve. Nuevos tironeos me pusieron de pie y obligaron a entrar en un edificio. Recorrí otro corredor en el que hacían eco los suspiros de los condenados. Por fin nos detuvimos ante una puerta más negra que los muros.

Un gendarme la abrió y enseguida me empujó con repugnancia. Pisé una crujiente alfombra de paja sucia. La luz era mínima e ingresaba encogida por un ventanuco inalcanzable. La celda era tan estrecha que no cabría más de un prisionero. Apropiada para hacerme sufrir la soledad total, pensé. Miré en todas las direcciones a medida que me acostumbraba a la carbonilla del aire. Los revoques estaban descascarados y en ellos distinguí algunas letras que no tenía ánimo de comprender. Palpé el interior de la puerta áspera, que habían cerrado con candado y pasador. Las paredes estaban frías. Tanteé el piso para descubrir sus irregularidades, pero la paja se extendía por toda la superficie, era una curiosa atención de mis verdugos. Me tendí sin poder abrir los brazos porque las paredes laterales sólo tendrían un metro de distancia; mi cabeza tocaba la pared del fondo y mis pies la puerta. Me comprimí el pecho para disminuir la desesperación.

Dos veces al día me deslizaban la hedionda sopa carcelaria y un trozo de pan negro espolvoreado con sal. Ni una palabra. El silencio es un instrumento de tortura que conocen muy bien los policías sádicos. No escuchaban mi pedido de textos para leer, aunque fuesen religiosos. No me sacaban a caminar ni siquiera por los pasillos. No recibía nada del exterior. Hasta carecía de té y azúcar. Los insectos deambulaban por la celda, porque eran sus reales propietarios y los enojaba mi invasión. Querían devorarme. En esa tarea competían las cucarachas, pulgas, hormigas y chinches. No me proveían ropa para mudarme. Ni agua, ni jabón. No me facilitaron un lápiz con una hoja de papel. Nada. Para darme cuenta del olor que reinaba en ese agujero bastaba mirar el rostro de asco que empalidecía al carcelero cuando entraba por un instante con mis ínfimas raciones.

Me impuse el deber de practicar varias veces por día mil ciento once pasos en sentido diagonal por ese cubículo de dos por uno y hacer circular mi sangre. En esas marchas traté de componer poesías y memorizarlas. Las escribiría cuando me liberasen. En algún momento seré liberado. Me repetía esa certeza como si rezase un rosario, para que predominara sobre la potente y horrible realidad.

Tenía diecinueve años. Los piojos, las cucarachas, las chinches y las hormigas ya no conmovían mi piel anestesiada. La soledad y el frío húmedo parecían un estado normal. No sabía si estaba sano o enfermo. Y a nadie podía interesarle. Hasta que se produjo un milagro.

Una llave se introdujo en el candado y sonó el pasador. Se abrió la puerta. Por primera vez se abrió por completo. El carcelero realizó su conocida mueca de asco al inspirar la pestilente nube que se compactaba en la celda y empezó a desparramar sobre la paja objetos deslumbrantes: ropa limpia, un edredón, una almohada con funda, un peine, jabón, varias hogazas de pan blanco, paquetes con té, azúcar, fiambres, conservas, manzanas y hasta naranjas relucientes. La maravilla me hizo temblar. No podía ser cierto. Mis ojos agrandados interrogaron al gendarme, aunque sabía que era inútil, que no rompería su silencio. Pero lo rompió.

—Esto lo manda tu madre.

Comprendí por el tono de voz que hubo un soborno fenomenal. Así de corrupta era la famosa policía del reino. Quedé otra vez solo, pero acompañado por un enjambre de regalos. Y pensé en mi valiente madre, mi culta madre, mi comprensiva y sensata madre, mi madre sacrificada y audaz.

Pero antes de haber consumido todos los manjares fui embarcado rumbo a Odesa. Allí habían terminado otra cárcel, nueva y más segura, para defender al régimen zarista del terrorismo en ascenso. Supuse que me harían probar torturas más sofisticadas que el hambre, la mugre, el frío, la soledad y los piojos. El viaje en el fondo húmedo del barco fue agradable en comparación con las brutales experiencias soportadas hasta entonces. Pero al descender, con cadenas en pies y muñecas, no me permitieron ver el jolgorio del puerto, ni las hermosas avenidas, ni sus alamedas perfumadas. Fui trasladado de carro en carro, todos herméticos.

Me adjudicaron una celda individual, más amplia y limpia. ¡Qué progreso! También había jabón, mudas de ropa, lápiz y mucho papel. La luz era aceptable porque tenía ventanas grandes, protegidas por vidrio y mallas de acero. Las puertas estaban formadas por gruesos barrotes que permitían hablar a través de ellos y ver también el pasillo. A ambos lados se alineaban docenas de celdas como la mía.

Empecé a entablar conversación con los otros prisioneros mediante papelitos doblados. También inventé un método para comunicarme golpeando los muros, como en el sistema Morse. Regalé a mi vecino algunas de las poesías que había compuesto en mis exasperadas caminatas dentro del agujero de dos por uno.

Los papeles doblados que viajaban de celda en celda me proporcionaron noticias frescas: seguía extendiéndose el movimiento revolucionario y la Liga que yo había fundado en Nikolaiev recuperaba su salud. ¡Me pareció increíble! Tuve que sentarme y mi mandíbula se mantuvo caída sobre mi pecho durante varios minutos. A los pocos días casi me desmayé por otra información: la comprometedora carpeta escondida tras un barril de agua y luego enterrada en la nieve fue descubierta por un peón y entregada a la policía, que la usó para atrapar a otros compañeros.

El método represivo era más civilizado, no obstante. Para satisfacer mi tenaz exigencia de lectura ofrecieron prestarme revistas religiosas de la biblioteca que usaban los gendarmes. ¿Suponían que vegetaría en esa cárcel hasta el final de mi existencia y por eso aceptaban ser un poco más bondadosos? Pronto grabé en mi memoria toda la basura que pusieron en mis manos. Ya podía dar cursos sobre sectas y herejías antiguas y modernas, demostrar las enormes ventajas de la religión ortodoxa rusa sobre el catolicismo, el protestantismo, el darwinismo y las heréticas teorías humanistas de Tolstoi. Aprendí irrefutables investigaciones sobre los malos espíritus, los demonios, el príncipe Lucifer y su vasto imperio. Obtuve descripciones detalladas del Paraíso, su geografía interior y hasta el lugar preciso donde aún se encontraba, pero sin meridianos y paralelos para que los pecadores no osaran arrimarse. Fabuloso. Gracias a ese material absurdo había alcanzado la altura de los pontífices.

En la cárcel de Odesa no usaban la técnica del silencio que casi destruyó mi cerebro. O la aplicaban sólo a los novatos. ¡Gran ventaja! Yo era considerado un prisionero crónico, casi un amigo. Un suboficial cuya nariz era una salchicha salpicada de pozos advirtió que podía intercambiar conmigo sus conocimientos de teología. Quizá lo sedujeron mis anteojos doctorales, quizá mis ganas de hablar. Ese suboficial llegó a confesarme que pegaba a su mujer cuando no le alcanzaba el sueldo, pero luego rezaba y se sumergía en el estudio de los libros sagrados para ganar el perdón divino. Cuando estaba de guardia subía y bajaba las escaleras de hierro que unían las cuatro plantas de la cárcel cantando en voz baja tonadas gregorianas. Dialogamos horas sobre las fantasías que inundaban su trastornada mente.

—Por sólo decir “Madre de Cristo” en vez de “Madre de Dios” le cortaron la cabeza al hereje Arias —narró un día.

—¿Y cómo es que hoy muchas cabezas de herejes están en su sitio? —pregunté.

—Hoy… hoy… —contestó el hombre—, hoy tenemos otras costumbres.

Los locutorios donde los presos recibíamos visitas familiares eran jaulas de madera que nos mantenían separados por una doble reja de hierro. Cuando mi padre vino a visitarme por primera vez, creyó que los prisioneros estábamos metidos todo el tiempo en esos cajones. Fue tan grande su horror que no pudo hablar. Acuciado por mis preguntas movía los pálidos labios sin articular palabra. Estaba desconsolado, no podía entender cómo su hijo había optado por esa vida de mierda, peor que enranciarse en el palio, o consumirse como jornalero trashumante. Pude haberme lucido en la universidad. ¡Qué desperdicio! ¡El futuro que perdí! Ahora era un esqueleto condenado a morir. Me miraba con tanta tristeza y desencanto que casi me hizo llorar.

Mi hermana Olga también vino a la cárcel. Nos miramos con la fuerza de un abrazo enloquecido. Por sus mejillas resbalaban cordones de lágrimas. ¿Cómo estaban nuestros otros hermanos? ¿Y nuestra madre? ¿Cómo el resto de los familiares, en especial los queridos Monia y Fanny? ¿Así que murió el tío Abraham? ¿Continuaba Iván en su taller mágico? Los gendarmes de ambos lados nos exigieron terminar la charla, porque había vencido el plazo. Mientras me arrastraban de vuelta alcancé a pedirle a Olga que me mandase ejemplares de los Evangelios en lenguas extranjeras.

Quedé trastornado. Una Olga tan crecida me produjo felicidad y culpa.

Por fin llegaron los Evangelios en alemán, francés, italiano e inglés. Valiéndome de mis precarios conocimientos fui leyéndolos y comparándolos, versículo por versículo, para aprender cada uno de esos idiomas. El estudio era una pócima insuperable contra la depresión.

Seguían circulando los mensajes clandestinos en papeles doblados. Muchos contenían información del mundo. Supe de la guerra sudafricana, el affaire Dreyfus, los avances de la social-democracia alemana, las convulsiones en China. Se esparció el rumor de que en Francia había tenido lugar otro golpe de Estado. Pero, ¿eran noticias nuevas o viejas? ¿Funcionaba el célebre cómputo del tiempo que había empezado en 1885? La prisión me había trasladado a otro planeta. Los carceleros eran mi único dato real. Iban y venían por los corredores con sus armas, bastones, látigos y cadenas.

Aún me resistía a entregar mi alma al materialismo dialéctico. El marxismo ya era otro de mis profundos amores pero, como a casi todos, lo hacía preceder por una firme resistencia. Primero debía ser su enemigo y luego pasar al otro extremo y convertirme en un amante demencial. De esa forma me había comportado con Alexandra y es probable que su inteligencia lo haya detectado, aunque no tuvimos ocasión de hablar sobre el asunto. Quizá no lo hablemos nunca, quizá mi destino sea pudrirme en la cárcel.

Liova corre hacia el poder
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