Narra Liova

6

Dramas

Adjunto al Instituto se extendía un predio ruinoso, con una parte convertida en asilo de huérfanos. Que se atendiese a los huérfanos en ese lugar me pareció algo bueno en medio de muchas malas. Una tarde me acerqué, pese a su atmósfera lúgubre. O atraído por esa atmósfera, precisamente. Los niños que salían a pasear durante el recreo vestían blusas de percal azul. Rondaban como idiotas y daban vuelta en torno a sí mismos. Me recordaban a los ciegos que habían invadido Iánovka. Al terminar el recreo un religioso les ordenaba trepar una escalera de piedra para desaparecer en el interior del edificio. Obedecían sin chistar.

Volví solo al mismo sitio media docena de veces y procuré conversar con algunos, pero huían como pájaros. Tenían prohibido mezclarse con gente extraña.

En las ceremonias de Año Nuevo los hacían sentar en la parte más oscura de la iglesia, rodeados por guardianes. Mientras el sacerdote rugía las bendiciones de Jesús a los pobres, los débiles y los huérfanos, los huérfanos de verdad eran tratados como delincuentes. El órgano estremecía con sus estampidos y por momentos amenazaba con apagar las llamas de los cirios. Entonces me levanté y, disimulado entre los pupitres, fui hasta su penumbroso rincón. Tenía en mis bolsillos unos caramelos. Le ofrecí uno al que tuve más cerca pero, aterrorizado, escondió su manita. Desparramé varios sobre el regazo de otros y regresé a mi lugar. Se expandía un estremecimiento por todo el grupo. Hubiera querido que los huérfanos se incorporasen, voltearan a sus guardianes, corriesen hacia el altar, arrancaran las túnicas al pope y desnudasen de esa forma la flagrante hipocresía.

Los ojos alertas del conserje registraron mi operativo. Al terminar la ceremonia me llamó. Perforó mi cara con sus ojos, me aplastó con una filípica y aseguró que todas mis calificaciones sufrirían una merma por ese acto imperdonable.

La situación fue captada por mi compañero Kostia, hijo de un médico. Esperó que se alejase el perro y me felicitó con entusiasmo. Era pequeño y bribón. No se distinguía por su aplicación al estudio, pero salía adelante con su astucia. Kostia habló en su hogar sobre mis notas. Un día llamó a la puerta una señora delgadita y elegante. Se presentó como la madre de Kostia. Con rodeos solicitó púdicamente a mis primos que me dejasen hacer las tareas con su hijo para mejorarle el rendimiento. Mis parientes aceptaron. Y yo también.

El primer día me regaló una sorpresa. Su hermana, apenas mayor, era una belleza perturbadora. Desenvuelta, se acercó a saludarme. Mi pulso se aceleró y empecé a tartamudear. Se llamaba Catalina. Conversamos unos minutos y salió sonriente para dejarnos estudiar. Pero cuando estuve por irme apareció de nuevo, como si hubiese estado espiando tras la puerta. Igual ocurrió en los días sucesivos: entraba, charlaba un poco, se iba y regresaba para el final.

A los dos meses fui invitado a su cumpleaños. Pedí consejos a Fanny para vestir la mejor ropa sin caer en el ridículo. También me ayudó a elegir un obsequio. La casa de mi amigo era un palacete y pareció transfigurado por un bosque de luces y adornos. Nunca había visto tanto despliegue. Incluso me sorprendió la solemnidad con que los padres recibían a los invitados. El papá vestía frac con pantalones grises y zapatos de charol, la mamá un vestido de seda negra con cuello bordado y numerosas cintas. A un lado, para registrar a los invitados, saludaba con inclinaciones de cabeza un sirviente con librea roja.

En el salón ya había grupos de simpatías y rivalidades, juegos e insinuaciones. Me acerqué a los compañeros del Instituto para entrar en ambiente, pero al rato conversaba con chicas y muchachos desconocidos. Un pianista ejecutaba música bailable todo el tiempo, alternando valses y mazurcas. Yo no había dado jamás un paso de danza. Pero no hesité en arrojarme al vacío e invitar a Catalina. Mi enamoramiento a primera vista disolvía los frenos.

Ella se dio cuenta de mi ineptitud y con palabras que acariciaban el oído indicó la forma de levantar con elegancia la mano de la mujer, tomarla con fuerza de la cintura, mantener erguida la columna vertebral, no balancear los hombros y avanzar con audacia entre las piernas de ella para girar. En pocos minutos dominaba algo de la técnica y me solté con más brío. Tuve un placer embriagador. Catalina sonreía mientras rodábamos en las esferas del vals y no intenté disimular el bulto que se me había formado en la bragueta. Estaba más suelto de lo imaginable. En eso un joven fornido me la arrancó de los brazos. Confundido y solitario deambulé por las mesas donde relucían fuentes con pasas, nueces, bizcochos, quesos, pasteles, caviar, confitura de guindas y bombones.

Al rato volvió Catalina y propuso dirigirnos hacia un rincón abrigado con tapices. Hasta los sonidos de la música sonaban lejos. Me sugirió bailar sobre una sola baldosa. Era un gran desafío, porque debíamos girar apretados en la tentadora penumbra. Comenzamos a besarnos. Me acarició la nuca, el esternón y deslizó suave su mano hasta el vientre. Hice lo mismo, pero me detuve sobre el imán de sus pechos. Introduje la mano en su escote mientras frotaba mi miembro contra su pelvis. Entonces Catalina introdujo su lengua entre mis labios y supuse que me iba a desmayar. La acaricié con furia, le pellizqué los pezones y la aplasté contra la pared para meter mi pierna entre las de ella. Nos masajeamos furiosos, sin saber cómo seguir. De repente nos golpeó un estornudo. Vimos a un sirviente espiándonos. Huimos a la carrera mientras ella se arreglaba la ropa y los cabellos.

En el salón nos separamos para evitar sospechas.

En los corrillos se hablaba del amor y sus diversas manifestaciones. Algunos simulaban estatura intelectual refiriéndose a sus segmentos puramente espirituales. Otros sonreían burlones, sin animarse a decir lo que de verdad pensaban.

—Si alguna vez te enamoras —me susurró con tonito de iniciada una chica de labios prominentes y un magnífico busto—, no dejes de decírmelo enseguida.

—¿Para qué querrías saberlo?

Ella me aguijoneó con su mirada pícara.

—Para darte unos consejos útiles. ¿Me invitas a bailar?

Dos semanas más tarde las chicas organizaron un teatro casero. La representación era de aficionados tan elementales como los que actuaron en Iánovka, sólo que provistos de mejores disfraces. Delante de un gran paño negro salpicado de estrellas recortadas en papel de estaño, la hermanita menor de Kostia apuntaba hacia ellas, para simbolizar la noche.

La desenvuelta muchacha de boca carnosa que me había asediado en el baile se acercó de nuevo para hablarme al oído.

—Y bien, ¿tienes algo para contarme? Estoy ansiosa por ser tu amiga íntima.

—¿Sí?

—¡Ahá!… ¿Quién es ella?

—No te lo voy a decir.

Porfiada, la chica siguió insistiendo. Hacía mohines con sus labios, casi invitándome a besarla.

—¿Por qué no me lo vas a contar? —agregó mimosa—. ¿No te quiere? Sólo dime la primera letra de su nombre.

—Te podría decir el nombre completo, pero no te daré el gusto; me divierte seguir jugando.

—¿Y te privarás de mis consejos? Sé cómo podrías volverla loca de amor.

—Bueno, dame tus consejos.

—¿Ah, sí? Jovencito: te falta mucho todavía… —me palmeó el hombro y se alejó triunfal.

No pude dormir.

A la tarde siguiente fui al palacete para hacer las tareas con Kostia. Reinaba un silencio monacal. Atravesé el jardín bien cuidado, bullente de flores, pero un alfiler me pinchaba el entrecejo. Era la mirada de su hermanita menor, la que había representado a la noche delante del telón negro cuajado con estrellas recortadas en papel de estaño. No entendí el desdén de esa mirada. Sospeché que el nombre de Catalina había sido develado, así como sus ardientes caricias. ¿Habría sido obra de la despechada joven de labios carnosos y magnífico pecho o habría confesado el sirviente que nos espiaba tras un tapiz?

No pude acercarme a la escalinata que llevaba a la puerta principal, porque se acababa de abrir y la llenó el cuerpo delgado y elegante, pero de súbito enorme, de la madre. Sus ojos dulces se habían convertido en llamas y sus manos en puños.

—¡Váyase de aquí! ¡Váyase y no vuelva nunca más!

Kostia no se dejó ver. Tampoco apareció Catalina. Ni un solo empleado. Me atravesó el cuchillo de la culpa. Traté de descifrar, en medio de un torbellino, cómo se habían enterado de mi abuso. Hasta sospeché de la misma Catalina, frustrada por un manoseo sin culminación. Balbuceé sílabas que ni yo podría entender y salí cabizbajo. En casa evité a mis primos. Me encerré en el cuarto, contraído de dolor.

Liova corre hacia el poder
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