Narra Liova

3

La legión de cadáveres

Víctor había aparecido en Iánovka traído por su padre Timoteo, un aristócrata que llegó a la granja para solicitar ayuda. ¿Ayuda? ¿Puede un aristócrata ser pobre y necesitar ayuda? Papá encogió los hombros.

Timoteo repetía sin ruborizarse que le resultaba imposible afrontar sus deudas. Se dedicaba al degradante trabajo de escribir cartas, instancias y descargos para los campesinos analfabetos, cuyos mordidos kopeks lo ayudaban a sobrevivir. Se había transformado en el servidor de sus antiguos servidores, una ofensa que debía tragar como si fuese una cucaracha viva. No quedaba alternativa. Sus dos hijos no sabían leer y no podía pagarles una institutriz. Mamá le preguntó por qué no los había enviado a una escuela pública, pero dijo que sólo las institutrices saben enseñar, como se asegura en su familia desde los tiempos de Iván el Terrible. Luego de cansadores rodeos Timoteo fue al núcleo de la cuestión: quería que uno de sus hijos, llamado Víctor, ahí presente, aprendiera artesanías con nuestro Iván. Lo consideraba el único medio para evitar que se convirtiese en un ladrón.

Recuerdo que desde el primer día me molestó Víctor, que era tres años más grande que yo. No me gustaba su cara de tarado mental, con los dientes tan salidos que le impedían cerrar la boca, y una mirada de burro. Mis padres accedieron enseguida y llamaron a Iván para que aceptase al inesperado discípulo. Todos brindaron con coñac, menos Víctor y yo, que aún no teníamos edad.

De mala gana accedí a colaborar con Víctor y enseñarle a manejar algunas herramientas. No obstante, pese a su aspecto de idiota, aprendió rápido, lo cual confirmó mis sospechas sobre su perversidad. Cuando lo tenía cerca solía desviar mi mirada hacia el almohadón de Iván para cerciorarme de que ahí abajo estaba su puñal magnífico, por si lo debiese usar en mi defensa.

El decadente Timoteo y su mujer venían a la granja para enterarse sobre los progresos de su hijo. Entonces cenábamos juntos. La esposa, pintarrajeada con más colores que un tucán, no cesaba de hablar. Sentía la obligación de insistir ante sus benefactores —nosotros, unos plebeyos, y judíos para colmo— en que en su juventud había vivido en un palacio con arpas doradas, cortinas de terciopelo, lámparas de cristal, trajes de seda y perfumes importados de París. Al hablar salpicaba con saliva y trocitos de pescado. Timoteo le hacía señas para que cerrase el pico, pero volvía a ser su compinche cuando partían. Sí, compinches y de lo peor. Introducían bajo la manga terrones de azúcar y manojos de tabaco. Eran unos ladrones impúdicos, aunque pretendían honrar la decencia repitiendo que su misión en la vida, ahora, consistía en impedir que sus propios hijos se convirtiesen en ladrones. Esa bajeza y sus contradicciones me causaron lástima y odio. Eran una pareja venida a menos que no sabía sacarle el pecho a sus dificultades. Estaban perdidos.

Y aquí llega una aventura inolvidable que compartí con Víctor.

Los peones solían acudir todos los días al taller de Iván. A uno se le habían cortado las riendas de su buey, otro quebró su arado, un tercero tenía mellada la hoz, a un cuarto se le había partido la horquilla. Nuestro mago recibía las solicitudes en medio de su ejército de herramientas, pero cuando eran muchos los que llegaban a la vez, les rogaba paciencia porque trabajaba solo, con la escasa ayuda de Víctor y mía. Un labriego le exigió más eficacia; estaba enojado porque le había dicho que volviese en cuatro días, lo cual era una falta de respeto. Iván contestó que antes no podía. Entonces el labriego lo insultó. Iván caminó hacia él, lo aferró por los hombros, lo hizo girar y lo echó a patadas. Horas después se produjo un tumulto: varios peones llegaron para darle una tunda a Iván, quien corrió hasta su cama y sacó el puñal con incrustaciones. Víctor y yo nos asustamos, agarramos formones de acero y, temblorosos, nos paramos junto al tallerista. Era la primera vez que probaba la guerra. Podíamos terminar muertos, porque desde la multitud enardecida brotaron gritos que suelen preceder a un pogrom: ¡Iván, eres la puta de un judío! ¡Un maldito judío!

—¡Mueran los judíos! —agregaron los demás alzando sus puños.

Nadie lo esperaba, ni se entendió cómo hizo, pero irrumpió mi padre con un látigo de varios metros. La turba se sorprendió un instante, aunque enseguida reanudó sus amenazas. Querían despedazarnos a Iván, a mi padre y a los minúsculos aliados que éramos Víctor y yo. El tallerista entregó a papá su puñal y le quitó el látigo. Yo retrocedí asombrado al ver cómo Iván convertía el interminable y fino cuero del azote en una serpiente que zigzagueaba lejos, silbando. Enroscó los cuellos de tres peones y les hizo chocar las cabezas. Enseguida el cuero bajaba hasta al piso, como si tuviese vida, y se hundía en la tierra para atar varios tobillos; y de un solo tirón provocó caídas que rompieron el círculo de agresores. La víbora volvió a elevarse y silbar por el aire aplastándose sobre varios hombros. Lastimó orejas y quemó brazos.

Papá aprovechó la perplejidad de quienes se le habían acercado para darles punzadas con el cuchillo. Yo sostenía mi formón, pero sólo tenía ojos para mirar los dibujos que hacía en el aire esa culebra gigantesca conducida por la virtuosa mano de Iván. El látigo no cesaba de infligir rayones en las mejillas, cortar pantalones, desgarrar camisas y pegar en los riñones con raras curvas a distancia.

La batalla no cesaba porque llegaban más peones. Iván nos indicó que retrocediésemos hacia un ángulo donde se amontonaba el aserrín. Cuando subimos a la cumbre del montículo, mientras con su mano derecha proseguía la azotaina, su izquierda activó el fuelle. De súbito se levantó una densa nube de aserrín, como granizo, que dio en la cara y los ojos de los peones sublevados. Enceguecidos, comenzaron a huir, algunos sobándose el cuerpo y otros agarrándose piernas, cuellos, brazos y cabezas sangrantes.

Cuando cesó la batalla David abrazó a Iván. Yo me puse a investigar la textura de la anguila de cuero que manejó el tallerista como si hubiese sido uno de los héroes fabulosos que aparecen en las novelas de mi madre.

El conflicto no había terminado. Al día siguiente se produjo una huelga llena de resentimiento. Los labriegos se tumbaron bajo los árboles para demostrarle a mi padre su profundo disgusto. Ya no peleaban, sino que se convertían en una parte agónica de la naturaleza. Mamá rogó a papá que contemporizara, pero él insistía que no era bueno aflojar ante una pandilla que había arrastrado a gente pacífica. Mamá se rebeló, como de costumbre. Pidió ayuda a varias mujeres para cocinar en grandes ollas el popular borsht, una casha espesa y, además, pasteles de mijo. Luego llevaron la comida en un carro hacia la multitud tendida bajo los árboles. Fueron recibidas con hostilidad, pero aceptaron el obsequio. Con Víctor me arriesgué a introducirme entre los peones. Deambulamos un par de horas. Escuché que varios se quejaban de no tener dónde dormir, otros que no podían alimentar a sus familias. Algunos eran viejos y nervudos, con la piel agrietada por el sol del verano y el hielo del invierno. Los más favorecidos estaban acompañados por una mujer y algunos hijos. La mayoría había llegado a pie desde lejos, alimentándose con raíces; no se diferenciaban de los animales. Era cierto, no se diferenciaban de los animales y por primera vez tomé conciencia de algo tan horrible.

Mamá les aseguró que iba a entregarles melones, leche cuajada y pescado seco si levantaban la huelga. Al rato la huelga era levantada. Besé a mamá, la verdadera triunfadora de esta guerra sin heroísmo. Pero faltaba una consecuencia. Una consecuencia inesperada e increíble.

Atraída por el olor de la comida emergió en el horizonte una ancha línea de espectros que avanzaba con las manos tendidas hacia delante. Como los ciegos. ¿Como los ciegos? ¡Eran ciegos de verdad! Habían perdido la vista por desnutrición crónica. Brotaban de la tierra como emponzoñados hongos después de una lluvia. Caminaban vacilantes, chocaban entre sí. Algunos se desplomaban y eran abandonados como si fuesen excrementos. Su destino no era otro que pudrirse sobre la estepa y ser comidos por las aves de rapiña. Sin cesar, con paso de autómatas, avanzaban hacia nosotros. Formaban una alucinante legión de cadáveres. Pero sus figuras de pesadilla no generaron lástima entre los peones, porque tratarían de quitarles sus exiguas raciones. Los labriegos se pusieron de pie y empezaron a echarlos como si fuesen langostas. Los empujaban y les pegaban con trapos y palas. Escupían, insultaban. Unos cuantos fueron heridos por hoces y tridentes. Una batalla de pobres contra pobres no es menos feroz que la de los ricos contra el campesinado y la servidumbre. Presencié atónito esa carnicería inverosímil. Algo así nunca me habían contado. La pelea no tenía visos de aminorar hasta que mi madre corrió de un lado al otro prometiendo a gritos, con las venas del cuello hinchadas, traerles más comida.

Los ciegos se derrumbaron sobre la hierba tocándose unos a otros, palpando el suelo o acariciando el tronco de algún árbol. Estaban resignados al verdugo o tenían la leve esperanza de recibir un mendrugo. Varias mujeres empezaron a distribuir bolsas con pescado seco, tanto a los peones como a los ciegos, para evitar nuevas riñas. Víctor ayudaba, y sus protruidos dientes superiores parecían temblar de angustia. Yo ayudaba también, pero con repulsión, no era fácil saber quién de los ciegos tendidos estaba desmayado o quién había muerto. Caminé por entre esa sucia alfombra de cuerpos. De vez en cuando me arrodillaba para ayudarles a encontrar su bocado, que atrapaban ansiosos, sin fuerzas para masticar. Finalmente huí atacado por el vómito y me arrojé sobre los almohadones del comedor.

Al día siguiente, cuando los espectros ya se habían alejado hacia la tumba que era el infinito de la estepa, empecé a imitarlos con las manos tendidas, la boca abierta, los ojos quietos, el paso inseguro. Era un niño destruido por la pesadilla de esas visiones. Papá se escandalizó.

—¡Qué es eso! ¡No te hagas el estúpido!

Mamá advirtió mi estado de pánico y, abrazándome, propuso contarme una historia donde los malditos y feos son el producto de un hechizo que termina por romperse.

Víctor, a mi lado, tenía envidia de esta madre dulce, inteligente y llena de coraje. Como luego tuvo envidia del amor que me profesaba Alexandra, también inteligente, también llena de coraje.

Liova corre hacia el poder
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