CAPITULO VIII ROBINSONES DEL ETER

Aquel planetillo que se divisaba nítidamente a través del televisor miraba hacia ellos ofreciéndoles su superficie coloreada profusamente salpicada manchas negras que lentamente se convertían en ronchas de un tono anaranjado primero, rojizo después y escarlata por último, para extinguirse súbitamente y recomenzar el ciclo de coloración cambiante. Su tamaño aumentaba a ojos vistas y su color rojizo iba palideciendo con la proximidad para convertirse en un tinte anaranjado, sobre el cual persistían aquellas negras y cambiantes manchas cuyo significado todavía no podían explicarse. Su tamaño, pese a la denominación de «planetillo» que le diera Allyson, era bastante mayor que el de la Luna, quizás el doble a juzgar por el incremento de volumen que la proximidad le daba.

—Bien, ahí le tenemos, caballeros —resopló satisfecho el profesor Daniels—. Dentro de unos momentos podré darles nuevos datos acerca de las condiciones de habitabilidad de ese astro desconocido.

En aquellos momentos se hallaban a 250.000 kilómetros de distancia y comenzaban ya a apreciarse, siempre a través del objetivo telescópico, los más insignificantes detalles del planeta que tan providencialmente se cruzara en su camino. Que poseía atmósfera era un hecho comprobado ya por los expedicionarios debido a que todos sintieron el leve choque y vieron subir la columna termométrica midiendo la fricción. Los reactores se habían detenido y la atracción del desconocido astro se dejaba sentir sobre la aeronave haciéndola ceñirse a la curvatura.

—¿Y bien, profesor? —preguntó Morley al ver aparecer al astrónomo.

Por la expresión de la cara de Daniels todos supieron que traía buenas noticias, y no se extrañaron al oírle decir:

—Atmósfera respirable... pero con una densidad de oxígeno notablemente inferior a la de la Tierra. Probablemente hay gases nobles en abundancia, y a buen seguro que causarán perturbaciones en nuestro sistema respiratorio antes de que logremos acostumbrarnos a ellos. Hay también agua y anhídrido carbónico; existe vegetación, árboles y plantas, pero de una coloración distinta a la que conocemos porque su clorofila es roja. En cuanto a las demás circunstancias del planeta ya las conocen ustedes. Véanlas por sí mismos.

Hasta donde llegaba la vista, todo aquel planeta tenía una coloración rojiza, difuminada un tanto por la masa de brumas y especie de neblina que sombreaba sus alturas. La vegetación, las mismas porciones de tierra que llegaban a distinguirse, hasta las mismas corrientes líquidas (los expedicionarios se resistían a denominarlas «agua» pese a la seguridad que les diera Daniels), todo tenía la misma coloración, uniforme y monótona. De vez en cuando, un punto escarlata se marcaba entre la bruma, burbujeaba entre aquellas nubecillas blancas y desgranaba su ardiente cascada de lava roja por las laderas de los pequeños montículos coronados por una hoguera. La erupción se apagaba casi enseguida, y hasta los ojos de los expedicionarios llegaba la visión estremecedora y negra de aquel cráter que instantes después lanzaría nuevas bocanadas de fuego.

—Voy a intentar el aterrizaje —dijo Travers con expresión resuelta—. ¿Alguna objeción? —exclamó el ingeniero.

—Una y muy importante —repuso Hurbult—. Si hemos de posarnos de cola sobre la superficie de ese planeta, ¿cree usted que nuestra aeronave soportará el impacto con las averías que lleva?

—Me temo que no... pero confío en que sí, capitán: De todas formas siempre nos queda el recurso de prolongar más las reparaciones, cosa que no debe preocuparnos después que el profesor Daniels ha asegurado que podemos respirar. Reservas de víveres no nos falta y no carecemos de armas, de modo que...

Se encogió significativamente de hombros y miró hacia Betty para pedirle:

—Deséame suerte, futura señora Travers.

Ella le sonrió animosa y cruzó sus dedos con firmeza. Los demás también asintieron y el ingeniero se dirigió a todos ordenando:

—Amárrense bien en sus asientos extensibles. ¡Allá vamos!

Percibieron claramente los estremecimientos convulsivos de las planchas del Silver Star cuando se inició el lento viraje que había de colocarle en posición vertical. Con ánimo suspenso fueron imaginando todos los chasquidos del metal, los chirridos de los bordes desgarrados de los orificios y las escisiones de las planchas a medida que se completaba el giro. La sencilla maniobra estuvo llena de peligros y la coronó un suspiro colectivo de alivio cuando se vieron apuntados al cielo y con el planeta bajo sus plantas, a quince kilómetros de distancia.

—¡En marcha los reactores auxiliares! —advirtió Anderson.

—Conecte a intervalos el reactor principal, Paul —dijo Harry—. Quiero asegurarme de que nuestro descenso se hace lo más lentamente posible aunque sin llegar a perder el equilibrio.

Atravesaron la capa de nubes y se hundieron hacia su tabla de salvación acercándose a los surtidores ígneos de los volcanes que parecían componer el factor predominante de la superficie. Luego se cernieron sobre una llanura salpicada de bosques, llena de unos árboles que difícilmente se diferenciaban en color de la misma tierra que les sustentaba, vieron enturbiarse la pantalla de televisión con el vapor blanquecino de una fumarola y al fin contemplaron el espectáculo alentador de las columnas de polvo rojizo que se levantaban de la superficie por efecto del rebufo de los motores nucleares.

—Quinientos... cuatrocientos... trescientos cincuenta... cien metros... Ochenta... sesenta... cuarenta... veinte... —fue cantando el profesor Allyson consultando incesantemente la sonda eléctrica que les daba la distancia desde la cola del cohete a la superficie.

—¡A tope los motores! —gritó Travers—. ¡Agárrense fuerte!

Percibieron el impacto sobre la tierra desconocida y roja. El Silver Star se asentó firmemente sobre sus tres timones compensadores y el pie telescópico que formaba el segundo par de equilibrio. Temblaron las planchas del casco y la aeronave entera semejó tambalearse como un árbol sacudido por la brisa.

—¡ Atención!...

Escucharon un escalofriante chasquido e inmediatamente se hundieron hacia el suelo encerrados en la cabina. La aeronave acababa de partirse en dos pedazos y mientras el que contenía los reactores se volcaba con estrépito levantando espesas nubes de polvo rojizo, la cabina entera fue a estrellarse contra la superficie entre un concierto escalofriante de chirridos, golpes, desgarraduras de metal y un último estruendo que la hizo desaparecer entre el turbión del polvo levantado con el postrer choque.

* * *

Cuando los ojos de Harry Travers se abrieron de nuevo, su primer pensamiento fue para recordar cuantos detalles pudiera sobre las circunstancias de arribo a aquella tierra desconocida. Lentamente fueron abriéndose paso entre las brumas de su cerebro las ideas y otra vez se vio amarrado la su asiento de la cabina de mando, de nuevo escuchó el grito terrorífico de Betty mientras en la pantalla de televisión se sucedían las imágenes con rapidez vertiginosa; percibió los movimientos del capitán Somerville que intentaba librarse de sus ataduras, los rostros pálidos y descompuestos del resto de la tripulación... y se vio precipitado al fin hacia el pozo sin fondo de aquella oscuridad que semejó envolverlos a todos y les lanzó por los caminos de la inconsciencia en medio de un espantoso fragor que les hizo perder la noción de las cosas, las sensaciones de padecimiento y agudo dolor que experimentaban sus cuerpos y la angustia moral que les oprimía el corazón.

Abriendo despacio las pupilas, trató de girar la cabeza para contemplar un panorama distinto al conocido. Había creído recobrar el conocimiento entre el informe montón de hierros a que habría quedado reducida la cabina, y he aquí que ahora veía sobre su cabeza la sombra rojizo-oscura de unas rocas que desde la altura descendían por ambos lados para formar las paredes y se reunían por debajo de él mismo en una superficie llana y sin obstáculos.

—Me han traído a una caverna —murmuró—, lo que indica que el aterrizaje no fue tan malo como supuse y todavía estamos vivos.

Era una caverna, sí, pero de grandes proporciones y dotada de ciertas condiciones de habitabilidad que le llenaron de asombro. Una serie de focos brillaba allá abajo, y a su reflejo vio algo que le despabilo por completo: Un cuerpo negro, de líneas estilizadas y aerodinámica forma, ocupaba casi por entero la cavidad no dejando lugar a dudas sobre su naturaleza, ¡Aquello era una aeronave sideral! ¡Un buque del espacio... que de ninguna manera era el Silver Star!

—Debo estar viendo visiones —murmuró incrédulo.

Y entonces contempló verdaderamente la primera de ellas, porque una sombra se inclinó sobre él, seguido al punto por una segunda, y junto al rostro alegre y excitado del doctor Hunter... Harry Travers contempló una cara perfectamente humana, con todas las características raciales de los hombres de la Tierra... «y que no era ninguno de sus compañeros a bordo de la aeronave».

—No... no es posible... —exclamó, tratando de incorporarse mientras el doctor Hunter sonreía.

Y la visión le habló... le hablo en un inglés semejante al suyo, con las mismas inflexiones nasales que delataban a aquel extraño como norteamericano:

—Comprendo su asombro —dijo—, pero no lo fue menos el mío y el de mis compañeros al encontrarles.

—No conviene que se excite, Harry —pidió el doctor—. Todo tiene una explicación y habrá demasiadas ocasiones para conocerla.

—Pero... este hombre...

—Sí, soy terrestre lo mismo que ustedes —habló el desconocido—, y como conozco su nombre, señor Travers, será mejor que me presente. Me llamo George M. Murdock y soy piloto, o al menos lo fui hace tiempo en la Tierra. ¿Que como he llegado hasta aquí, van a preguntarme? Es largo de contar y lo sabrá a su debido tiempo, en cuanto se halle completamente repuesto.

—¿Nos vieron caer, señor Murdock?

—En efecto, amigo, y puedo asegurarle que el suyo fue el aterrizaje forzoso más perfecto que he visto en mi vida. Solamente las grandes averías y un accidente estúpido impidieron una feliz realización cuando ya estaba conseguido lo peor, se lo aseguro.

—Se lo agradezco, señor Murdock —dijo Harry con voz débil—. Yo tenía mis dudas acerca de ello y...

—No se hable más del asunto, Harry —cortó el doctor Hunter—. Y ahora déme una respuesta para el saludo de Betty Patterson y de los restantes compañeros. Betty, especialmente...

—Betty —repitió Harry—. Sobradamente sabe cuánto estimo sus palabras y el bien que me ha hecho; casi me encuentro con fuerzas para levantarme.

—Magnífico —dijo Murdock con tono burlón—. Pruebe a intentarlo.

Así lo hizo Travers y hubo de confesar la inutilidad de sus esfuerzos. Súbitamente alarmado, como cayendo en la cuenta de su dolencia, preguntó inquieto:

—Pero, ¿qué es lo que tengo? Las piernas y brazos funcionan bien, no siento nada en la cabeza ni en el cuerpo, y sin embargo, no tengo fuerzas casi para moverme. ¿Qué me pasa?

—Sencillamente, Harry —dijo el doctor—. Que está todavía bajo los efectos de la radioactividad de nuestros propios reactores, aunque lo peor ya ha pasado gracias a los cuidados de otro médico que me da ciento y raya en sabiduría y que sabe tratar perfectamente estos casos. Los demás hemos reaccionado bien, y dentro de poco... Lo siento por Morley y el capitán Hurbult, Harry.

—¿Qué le ha ocurrido a Alan?

—Debe saberlo tarde o temprano, Harry. El telescopio electrónico cayó sobre ellos al desplomarse la cabina, y les aplastó con su peso.

—¿Muerto... Alan Morley?

—Muertos los dos, señor Travers —dijo Murdock—. Y comprendo su sentimiento y su dolor por la pérdida de Morley, ya que, según me han contado sus compañeros, era un hombre alegre y jovial, excelente muchacho.

—Y gran amigo mío —terminó amargo Harry—. El mejor amigo que jamás tuve y que me fue siempre fiel, hasta en los momentos de mayor peligro. Me siento responsable de su muerte; Morley compartió con todos nosotros los riesgos y peligros menos imaginables y siempre salimos airosos para, al final, perecer en una maniobra descabellada y estúpida.

—No opino así, señor Travers. Le dije que el aterrizaje fue perfecto y estaba tan seguro de ello que reconocí personalmente el terreno hasta descubrir la causa del accidente. Ni usted ni nadie tuvieron la culpa; sólo fue un reblandecimiento

del terreno lo que originó la pérdida del equilibrio y les precipitó al suelo.

—Le agradezco...

—No me agradezca nada y procure dormir. Tal vez mañana consigamos ponerle en pie definitivamente.

—¿Cuánto hace que estoy, que estamos todos en esta forma?

—Nueve días según la cuenta de la Tierra —repuso prestamente el doctor— y un poco más de tres según el calendario de los hombres de Kaoni.

—Esto es una pesadilla —murmuró Harry—. Hombres de Kaoni, usted mismo, señor Murdock, esa aeronave, Morley muerto, la caverna...

El doctor Hunter clavo en el brazo del ingeniero la aguja de una jeringuilla hipodérmica y dejando que Travers sacara sus propias conclusiones de todo cuanto le habían contado, se alejó presuroso en compañía del hombre que dijera llamarse George Murdock. Harry, luchando contra los efectos del sedante, trató de fijar sus ideas sobre un punto determinado, pero sólo consiguió percibir el rostro sonriente de Betty Patterson que le miraba desde unos ojos bañados en lágrimas de alegría.

* * *

Pasadas las naturales efusiones de alegría, dedicado un piadoso recuerdo a Morley y a Hurbult ahora desaparecidos, los expedicionarios se habían reunido con sus inopinados salvadores en torno a la enorme hoguera enclavada ante la entrada de la gruta que les servía de refugio. En pocos momentos se habían sucedido las presentaciones y a la sazón Harry Travers conocía ya a George Murdock, a James Tiddim, que aprovechó la ocasión para hacer unos cuantos chistes acerca de su persona, a Lester Doc y a Mario Alves, norteamericanos los tres primeros y brasileño el cuarto, protagonistas de la más fantástica historia que jamás pudieran imaginar, y precursores de su viaje interplanetario, veteranos del espacio, hombres experimentados y llenos de recursos y con una habilidad nacida de las dificultades y peligros que necesitaron desafiar.

Pero aún había más, algo que llenaba de pasmo a los terrestres, y era la presencia de cuatro bellísimas muchachas de piel ligeramente amarillenta y rasgos faciales casi humanos, y de ocho a diez hombres de la misma naturaleza que se decían procedentes de un planeta llamado Kaoni. De asombro en asombro avanzaban los terrestres escuchando a sus salvadores. Si fantástico era el hecho de que aquéllos hubiesen sido raptados de la Tierra por una aeronave marciana, sobrenatural la existencia de otros seres más poderosos que el mismo Marte —confirmándose así la hipótesis del profesor Alliyson—, más extraña resultaba la existencia de aquel pueblo de un aspecto externo tan semejante al terrestre, que parecía producto de un cruce entre la raza blanca y la raza amarilla.

Harry, incapaz de dominar por más tiempo su excitación, se. había levantado y paseaba arriba y abajo por la entrada de la gruta. George Murdock, con frecuentes interrupciones de sus tres compañeros y aun de aquellos hombres y mujeres que hablaban una lengua incomprensible, y se expresaban en inglés con alguna soltura, estaba relatando su historia. Y aunque su palabra fácil y amena la presentaba de forma que todos se creían protagonistas de ella, Harry atendió solamente a la presencia de Betty Patterson que se le había acercado al contemplar sus paseos impacientes.

—¿Qué te ocurre, querido? —preguntó—. ¿Amargado aún por las muertes de Alan y de Hurbult?

—Puede que sea eso y puede también que esté necesitando algo excitante que me permita recobrar el necesario equilibrio de los nervios, alterado después de este fantástico encuentro y roto por los relatos e historias que hemos escuchado. He visitado por mi cuenta la aeronave oculta en la gruta y he podido darme cuenta de que es más poderosa y perfecta que nuestro valiente Silver Star; contaba con ella para el regreso a la Tierra, pero Murdock me dice que está averiada, cosa incomprensible puesto que en el mes escaso que estamos aquí hemos podido darnos cuenta de que los científicos de Kaoni son algo maravilloso que da ciento y raya a los mismos Daniels y Allyson por no ir más lejos. Parece como si Murdock tuviera interés en permanecer aquí en lugar de regresar...

—Se equivoca usted, amigo Travers —dijo la voz del norteamericano que se había acercado hasta ellos—. Deseo tanto o más que usted la vuelta a la Tierra y solamente una serie de circunstancias adversas nos lo ha impedido.

—Yo bendigo esas circunstancias, señor Murdock —dijo la muchacha—, porque gracias a ellas han podido salvarnos esta vez.

—Pero todo ello ha terminado, señorita Patterson —continuó Murdock—, y los preparativos para el regreso van a comenzar. Ahora tenemos herramientas y útiles... Lo demás es cuestión de tiempo tan sólo. Espero que mañana no nos falte su colaboración cuando comencemos el trabajo, ingeniero —termino sonriente—. Y ahora, si no es molestia, escuchen el final de nuestro relato porque de él podrán sacar muchas enseñanzas.

Betty y Travers vieron alejarse a Murdock y permanecieron unos momentos con las manos agarradas mientras dentro de sus corazones resonaba el eco de aquellas palabras mágicas. «Regreso a la Tierra», había dicho Murdock. Y ello se convirtió en el excitante que Travers necesitaba para sus nervios e hizo nacer una sonrisa alegre entre sus labios apretados.

—¿Te he dicho alguna vez que te quiero, Betty? —murmuró atrayéndola hacia sí.

—Pues... no lo sé, Harry.

—¡Le estoy esperando, ingeniero! —llamó desde lejos la voz de George Murdock.

—Habrá de aguardar un poco más —rió traviesa Betty Patterson ofreciendo sus labios a Harry—, pero no demasiado, porque deseo fervientemente regresar a la Tierra para convertirme en la «señora Travers».

—¡Aceleración! —dijo riendo el ingeniero mientras sus labios se acercaban a los de la muchacha.