CAPITULO II SALIDA HACIA MARTE
Beatriz Patterson abrió la puerta con su llave y se echó instintivamente hacia atrás para escapar de la tufarada de humo azulado que salió a su encuentro y que parecía llenar el despacho entero como consecuencia de los innumerables cigarrillos fumados por Travers y sus visitantes horas antes. Corrió hacia la ventana abriéndola por completo, dando paso al soplo fresco del viento y a la claridad plomiza de un día nublado; repitió la operación en el cuarto de aseo, sin preocuparse de la corriente de aire que alborotaba su corta melena lanzándole los cabellos a la cara, y se detuvo después junto al diván en donde reposaba Harry Travers.
Le contempló largamente lanzando un breve suspiro. Inclinándose sobre él, su mano alisó suavemente los cabellos alborotados del ingeniero en un gesto que era una caricia y que llenó de rubor el rostro de la muchacha, haciéndole volver la mirada hacia la puerta como temerosa de haber sido pillada en falta. Aquel gesto lo decía todo; sin embargo, con aquel sencillo ademán confesaba instintivamente Beatriz Patterson el cariño que Harry Travers despertara en su corazón, el amor que fuera agrandándose en su pecho a medida que transcurría el tiempo desde el día en que no tuvo más remedio que confesarse a sí misma sus propios sentimientos, desde que hubo de reconocer que se había enamorado de su jefe sin la esperanza siquiera de que su cariño fuese correspondido por aquel hombre que parecía ignorarla pese a tenerla a su lado tantas horas al día, que sólo se preocupaba de los cálculos y proyectos, que no escuchaba las advertencias de quienes le rodeaban respecto a tomarse un descanso en la tarea, y que permanecía indiferente y ciego hacia el maravilloso brillo de unos ojos que constantemente parecían estar prendidos en él.
Acercándose a la mesa marcó un número de teléfono y, establecida la comunicación con el restaurante del piso quinto, encargó una abundante provisión de café, leche y bocadillos, previendo el apetito de su jefe que en aquellos momentos comenzaba a rebullir bajo los efectos tonificantes del airecillo y se revolvía en el diván comenzando a despertar.
—Buenos días, señor Travers —saludó la muchacha cuando le vio incorporarse y mirar con aire ausente. Desde aquel momento Beatriz Patterson había vuelto a ser solamente la secretaria eficiente e insustituible del ingeniero, quien muchas veces había bendecido el día, cinco años hacía de esto, en que comenzó a trabajar a su lado.
—Hola, Betty —repuso restregándose los enrojecidos párpados—. Le ruego excuse mi imprevista presencia aquí, pero anoche...
Su vista se alzo lentamente recorriendo la figura de la muchacha, desde las columnas torneadas de sus piernas enfundadas en inmaculadas medias cortadas por las rodillas con el vuelo de la falda, desde el talle y el busto armonioso ceñido por la chaqueta de un traje sastre hasta el rostro atractivo y moreno, de mejillas carnosas y sonrosadas, de labios rojos y encendidos y blancos y menudos dientes que daban a su cara una belleza serena que aumentaba, sí cabe, con el relampagueo de unos ojos negros y el vuelo recortado de unos cabellos orlando su frente y sus menudas orejas. Para todo aquello hubo la misma mirada rutinaria y fugaz del hombre que está acostumbrado a contemplarla todos los días y a todas horas, y súbitamente, como sí recordara de golpe todo cuanto aconteciera horas antes, saltó del diván y se irguió sobre sus pies descalzos para sujetar por los hombros a Beatriz con una excitación súbita.
—¡Ha ocurrido, Betty! —exclamó— ¡El general Kingston regresó anoche de Washington y...,!
—Ya lo sé —contestó fríamente la muchacha desasiéndose de las manos de su jefe y parpadeando velozmente—. El propio general me ha llamado hace treinta minutos para advertirme que estaba usted aquí y que él vendría en seguida. También me ha explicado brevemente todo lo que ocurre, pero ahora será mejor que usted se asee un poco antes de que llegue el desayuno y antes de que comiencen a venir todos los demás.
—No parece que le alegre mucho todo esto, Betty —murmuró Harry al advertir el tono indiferente de la muchacha.
—Si quiere una respuesta sincera, le diré que solo creeré en el resultado cuando contemple terminado el cohete, no porque dude de su proyecto, bien lo sabe, sino porque no estoy muy segura de que usted resista hasta entonces a juzgar por el aspecto de su cara.
—¿Por qué me hace siempre esos reproches, Betty? —preguntó Harry.
—Porque... Bueno, al fin y al cabo soy su empleada y no me gustaría quedarme sin jefe prematuramente —repuso ella volviendo rápidamente la cabeza.
—De acuerdo, Betty. Tome nota de esa respuesta suya y recuérdemela cuando yo se lo diga. Quizás entonces mi respuesta sea un tanto desconcertante, pero estoy seguro de que usted no se enfadará si la llamo embustera con toda la delicadeza que un hombre puede tener para con una mujer.
Y acompañó sus palabras con una expresiva mirada que tuvo la virtud de hacer enrojecer a una secretaria que se preciaba de ser dueña de sus reacciones, y obligarla a preguntarse hasta qué punto habían influido las noticias del general Kingston en el ánimo de su jefe para que éste le prodigara un recibimiento tan desacostumbrado como desusado.
—Le ruego me perdone si la he molestado, Betty —prosiguió Travers. Ahora será mejor que me arregle un poco antes de que lleguen las visitas. Le advierto que el termómetro del trabajo va a subir desde este momento y que todo lo anterior no significa nada.
—He traído una docena de lápices bien afilados —contestó ella brevemente.
El general Kingston y el profesor Allyson llega-ron juntos. Alan Morley llegó poco después, bromeó como de costumbre con la muchacha y saludó efusivamente al general que le presentaba al profesor. Era Morley, por su aspecto, la antítesis de un delineante y la representación viva de un buen delantero centro de «rugby». Grueso y corpulento, atlético, de cara despierta y expresión noble, resultaba difícil imaginarlo entre los tiralíneas, lapiceros y plumillas que constituían, además de sus puños, sus armas más poderosas, manejadas por aquellas enormes manos con una delicadeza insospechada. Abrió asombrado los ojos cuando Kingston manifestó que eran necesarias distintas reformas en el proyecto.
—¡No siga! —exclamó—. ¡Si tengo que dibujar nuevamente esos planos, prefiero dimitir ahora! Desde hace unos meses desconozco lo que es dormir más de cuatro horas seguidas y no estoy dispuesto a continuar de la misma forma.
—No me dejarás en la estacada, ¿verdad, Alan? —dijo Travers—. Además, no hace falta que los rectifiques todos. El profesor Allyson te dirá qué es lo que quiere; atiéndele como si fuera yo mismo.
Con la correspondencia llegó un telegrama de Paul Anderson notificando su inmediato regreso y dando cuenta de que las operaciones iban por buen camino. Aquello pareció espolearles a todos en el trabajo; Travers dictó una serie de nuevas disposiciones que Betty hubo de anotar para traducirlas luego juntamente con lo que el general escribiera la noche antes. Allyson y Alan hablaban junto al tablero de dibujo del segundo mientras el muchacho, con pulso firme, iba esbozando sobre papel las ideas que el otro le daba, y durante unos momentos reinó en el despacho una febril actividad interrumpida tan sólo por aviso telefónico de que el desayuno estaba dispuesto en la mesa de costumbre.
—Diga que lo suban aquí, Betty —dijo el ingeniero—. Y adviértales que tenemos dos invitados con nosotros. ¿Tiene apetito, general?
—Mi apetito se refiere solamente al cohete, Harry. En cuanto lo vea terminado será otra cosa.
Hubo unas palabras sarcásticas de Alan acerca del trabajo, una risa contenida de Beatriz Patterson advirtiendo el enojo del delineante y de nuevo un profundo silencio roto tan sólo por el chasquido de las primeras gotas que comenzaban a entrar por la abierta ventana del despacho.
—Hermoso día —murmuró la muchacha—. Muy a tono con las ilusiones de todos.
Huía la luz perdiéndose entre las sombras del crepúsculo, batallando en su vano empeño por abatir la oscuridad sobre la extensa llanura del Platte, en Nebraska, sembrada ahora por un amontonamiento de barracones, cobertizos y tiendas de campaña, potentemente iluminada con profusión de reflectores instalados sobre torres metálicas, repleta de maquinarias, grúas, embalajes de madera revueltos con vigas y planchas metálicas, surcada por el ajetreo de los camiones que cruzaban en todas direcciones, estremecida por los pitidos agudos de las locomotoras que incesantemente llegaban o partían, y presidida a lo lejos por las nubes de humo, el resplandor incandescente y las masas de chispas de los crisoles y hornos de las factorías siderúrgicas de la «Betlehem Steel Corporation», que desde sus instalaciones de Fort Kearney semejó siempre el motor, el corazón mecánico que animó los movimientos y trabajos que hasta la víspera marcaron con su actividad la extensa y solitaria llanura.
De un día para otro todo había cambiado por completo y donde antes hubiera espesas masas de obreros atareados solo quedaba ahora soledad, silencio donde antes imperaba el concierto estruendoso y múltiple de las maquinarias, y aplausos y exclamaciones de júbilo en lugar de las instrucciones, llamadas y órdenes que constantemente hacían vibrar los altavoces. La muchedumbre celebraba con una comida ofrecida por la «Betlehem», el feliz término de los trabajos comenzados casi ocho meses antes y en los que intervinieron 750 hombres repartidos en tres turnos diarios. Las ovaciones denotaban que la comida terminaba en aquellos momentos, que había pasado también la hora de los brindis, todos breves y emocionados, y que se acercaba el instante en que la gran aventura iba a comenzar.
Desapareció el último rayo de sol, pero la noche quedó derrotada por el resplandor de aquellos centenares de lámparas que formaban un día artificial que llenaba todos los rincones y que permitió distinguir la silueta de un hombre que, abandonando el pabellón reservado a los ingenieros, cruzaba rápido ante el grupo que pugnaba por saludarle y estrechar su mano y se dirigía hacia el lugar en donde estaban aparcados los automóviles, partiendo en uno de ellos sobre la pista asfaltada que se perdía a lo lejos.
Desde dos millas más lejos vino a su encuentro el reflejo de unos focos sobre la estilizada figura de una aeronave, de un gigantesco cohete que descansaba ya sobre su rampa de lanzamiento esperando tan sólo el poderoso impulso que le arrojaría al espacio. Desde aquella distancia, el brillo plateado que se desprendía de la aeronave justificaba con creces el nombre de Silver Star (1) con que fuera bautizado aquella misma mañana en solemne ceremonia, y que ahora era a modo de una nueva lámpara, un gigantesco reflector que captara sobre él todos los destellos para lanzarlos a su vez como una masa incandescente de inconmensurable potencia. Dos guardianes armados de rifles dejaron paso libre al hombre que, después de abandonar el automóvil, franqueaba con elástico paso la valla metálica que encerraba la rampa de lanzamiento, el cohete y una construcción achaparrada medio hundida en la tierra. Hubo murmullos contenidos al reconocerle y hasta sus oídos llegaron las voces respetuosas de los vigilantes:
(1) Estrella de Plata.
—Ese es Harry Travers, el ingeniero que ha construido la aeronave cohete.
Sonrió Harry al acercarse al Silver Star y su mirada se tornó tan resplandeciente como la misma nave. Estaba frente a su obra y su corazón se henchía de orgullo al contemplar aquel cuerpo fusiforme de doscientos metros de longitud apuntando al espacio desde las abrazaderas de su cuna de lanzamiento. De su escotilla inferior, abierta, brotaba un reflejo rojizo y llegaba hasta él el rumor de las herramientas que golpeaban y rechinaban ajustando los últimos remaches. Todo aquel conjunto componía el Silver Star, un huso semejante a un torpedo naval rematado en su popa por la enorme aleta vertical del timón de dirección y los grandes planos triangulares que, partiendo de la línea media del fuselaje, se desplegaban en flecha hacia atrás dejando asomar por su borde posterior las aberturas circulares de los motores auxiliares. A proa centelleaban los cristales de la cabina, un pequeño aposento convertido en reducto acorazado, de presión constante y aire acondicionado, separado del exterior por dobles cristales de cuatro pulgadas de grueso con un espacio entre ellos en el cual se había hecho el vacío y cuya composición química y color azulado impedía el paso de los rayos cósmicos, los mortales enemigos de las grandes alturas. Allí adentro se habían instalado todos los aparatos astronómicos de la expedición incluyendo un telescopio electrónico que formaba una sola pieza con la cabina, girando con ella en todas direcciones bajo el impulso de un motor eléctrico al igual que la ametralladora de una «Fortaleza Volante».
Dentro de la aeronave se había aprovechado al máximo el espacio que daban sus dieciséis metros de diámetro mayor, emplazando la cabina de dirección y sala de control, separada del resto por una compuerta estanca, y en donde se amontonaban los instrumentos de navegación sidérea, mecanismos de vuelo, radio, radar y televisión, tablero de mandos para la puesta en marcha de los motores por control remoto y centenares de esferas indicadoras, conmutadores, llaves, bombas para el oxígeno y la presión higrométrica, contactos telefónicos, kilómetros de cable eléctrico y tuberías, transmisores, pantallas auxiliares... A partir del tabique trasero de este departamento el Silver Star se subdividía en dos pisos; el superior tenía en su centro un pasillo de dos metros de anchura que dejaba a ambos lados los alojamientos de la tripulación, comedor, cocina, arsenal, botiquín, almacenes, servicios y aberturas de emergencia con cámaras neumáticas. En el inferior se había dispuesto espacio para depósitos auxiliares de materias radioactivas, debidamente aislados para prevenir la acción de los mortales e invisibles rayos «gamma», amplia sala capaz para dos helicópteros y un par de automóviles ligeros de tipo «jeep», taller de reparaciones, almacenes de combustible líquido para los vehículos aéreos y terrestres, depósito de repuestos y herramientas y compartimientos estancos para la entrada y salida de la aeronave.
—El Silver Star —murmuró Harry—. ¡Y ha sido tan rápido!
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz desde la abierta escotilla.
—Soy Harry, Paul; no te preocupes —repuso el ingeniero al tiempo que el rostro del físico nuclear Paul Anderson aparecía—. He querido darle un vistazo a nuestra nave antes de que lleguen todos.
Rápido había sido, ciertamente, el proceso de construcción de aquel gigantesco cohete mediante el esfuerzo poderoso de una industria como la norteamericana, que había repetido en menor escala la gesta grandiosa de la guerra mundial. Parecía ayer todavía el momento en que el general Kingston y el profesor Allyson regresaron de Washington, que el mismo Paul Anderson afirmara que tenía listo el reactor nuclear que había de instalarse a bordo. Luego fue todo más rápido aún; el Congreso votó un crédito extraordinario de mil millones de dólares destinado a la construcción de «una aeronave sideral capaz de salvar la distancia entre la Tierra y Marte»; se constituyó una empresa comercial para administrar el crédito bajo la supervisión de la Comisión Militar del Pentágono, se aceptó la sugerencia de que fuese la «Betlehem Steel» quien se encargara del proceso de fabricación de piezas y, conseguidas las plantillas y los planos accesorios, comenzaron a llegar convoyes de camiones, y enormes trenes transportando toneladas y toneladas de «tyrium» cayeron en las fauces insaciables de los crisoles derritiéndose en sus entrañas hasta convertirse en un mar candente. Moldes, desbastadoras y laminadoras lo convirtieron en planchas; sopletes y sierras eléctricas trazaron sobre ellas sus surcos dentados; martillos-pilón las golpearon moldeando las piezas según el diseño de las plantillas; fresadoras, taladros, pulidoras... toda la extensa gama de maquinaria moderna trabajó incansable para dar cima a la tarea encomendada. Luego vino la instalación del reactor atómico, la pila nuclear y los accesorios necesarios para prevenir accidentes y obtener la seguridad de los tripulantes que más tarde surcarían con ella las distancias infinitas del espacio. Y ahora, desde casi su mitad hasta el negro orificio de popa que daba salida al escape del reactor principal, la panza del Silver Star estaba ocupado por un cilindro terminado por una envoltura cónica, dividido todo en compartimientos de forma cúbica que contenían la mezcla de grafito y uranio; unos, los aparatos herméticamente aislados contra las radiaciones y el aire que habían de impedir con su refrigeración la explosión prematura de los neutrones; los siguientes, los acumuladores de neutrones producidos por la desintegración del plutonio quien a la vez se originaba por la del uranio; y, por último, los centros vitales del sistema propulsor que comprendían los aprovisionadores de plutonio como combustible para el despegue y el aterrizaje de la aeronave, una especie de carburador gigantesco para regular la adhesión del plutonio al cohete, y los mandos de seguridad para impedir que una explosión prematura del plutonio desintegrara la aeronave entera.
Esa fue la tarea de Paul Anderson, el hombre que ahora estaba dando los últimos toques a sus aparatos, otro cerebro creador que al igual que Travers lo había dedicado todo al trabajo y al éxito. Como ellos dos, laboraron todos; el general Kingston, el profesor Allyson, el catedrático de astronomía Richard Daniels, asesor científico de la expedición llegado de Atlanta para ponerse a las órdenes de Travers; el mismo Alan Morley, lleno de reniegos y falsos enojos durante toda la apresurada época de preparación de plantillas y planos; la incansable Beatriz Patterson...
—Betty —murmuró entusiasmado Harry al pasar revista a todos sus colaboradores—. ¿Dónde se habrá metido esta muchacha?
Escuchó el chirriar de unos frenos a corta distancia y poco después Alan Morley se le acercaba con paso rápido.
—No he podido encontrarla, jefe —le dijo—, y cuando volvía hacia aquí se me ocurrió pensar si el enviarme en busca de Betty no seria un pretexto para dejarme en tierra. ¿Me he equivocado?
—¡Caramba, Alan! Después de escuchar tus reniegos durante todo este tiempo llegué a pensar que no ibas a venir con nosotros.
—¿Después de consumir mi cerebro y mis energías en aquellos malditos planos? Ni soñarlo, jefe. Bastante cándido he sido al ir hasta Kearney para buscar a tu secretaria. Si no se me ocurre volver a toda velocidad...
—Ya ves que te ha sobrado tiempo, Alan. Es raro que Betty no estuviera allí —agregó ensimismado.
Tornaron hacia los coches y cada uno ocupó el suyo.
—Acelera para llegar antes que yo —dijo Alan— y prepárate para contestar a una serie de preguntas a cual más interesante. ¿Te das cuenta de que salgo para Marte dentro de unas horas y no sé nada de aquel planeta, ni casi tampoco del Silver Star pese a haberlo planeado contigo?
—Dirígete entonces al profesor Allyson. Culpa tuya ha sido si durante este tiempo sólo te preocupaste de dormir.
De vuelta al campamento permanente entraron en el alojamiento de los ingenieros en donde estaban reunidos los tripulantes de la aeronave. Ninguna comisión oficial les despediría pese a que la empresa estaba sufragada por el gobierno; para todos constaba que era una empresa particular la constructora de aquella nave y hasta los mismos obreros que durante ocho meses laboraran en ella estaban convencidos de haber terminado el más gigantesco aparato supersónico de todos los tiempos. Nada sabían de la potencia de sus motores, la fantástica autonomía del cohete ni los ingenios encerrados en su casco. Las piezas vitales de sus mecanismos fueron instaladas por Harry y su equipo de técnicos, y ningún reportero pudo hacer acto de presencia durante la duración de las obras, alejado al igual que los curiosos por una guardia especial.
Repasando los últimos datos o firmando las postreras instrucciones, un grupo de hombres ocupaba el alojamiento de Harry. Entre ellos destacaba la figura alta y desgarbada del profesor Allyson y la eficiente y autoritaria de Richard Daniels, astrónomo y asesor científico de la expedición, sentado a la misma mesa que el matemático y abstraído en la lectura de un grueso volumen del cual extraía abundantes notas. Ninguno de los dos Se apercibió de la llegada de Harry y Alan.
—Hola, muchacho —le saludaron—. ¿Todo en orden?
—Por completo, general Kingston. Nada hay que altere nuestra salida, a no ser que Alan se arrepienta en el último instante. Por ahora podemos contarle entre los nuestros.
—¿Arrepentirme yo? —Se sulfuró el delineante—. Espera a que te aturda con mis conocimientos sobre Marte una vez que el profesor Allyson me los explique.
El resto del grupo estaba compuesto por el capitán Charles Somerville, también de las Fuerzas Aéreas, que les acompañaba como navegante aéreo y especialista en radar; el sargento Randolph Morris, mecánico motorista, profesor auxiliar de la Escuela de Reactores de Oakland; el capitán de navío James K. Hurbult, como representante de la Armada, técnico eficiente y compañero del capitán Rickower en la realización del primer submarino atómico que se construía en Grotton, Conectticutt; el mismo Paul Anderson, que había llegado instantes después que Harry Travers y Alan Morley, y los mecánicos auxiliares Finnegan y Kelly, que no podían ocultar su entusiasmo ante la inminencia de la marcha.
Quedaba por último el médico cirujano Ralph Hunter, del Ejército de Tierra, a cuyos cuidados se habían encomendado las vidas de boda la tripulación y que se afanaba molestando a unos y a otros tratando de completar los historiales clínicos con los datos que le faltaban.
Harry se sacudió a Morley que pretendía le explicase algo acerca de los preliminares del vuelo, y el delineante se acercó al profesor Allyson con una pregunta:
—Dispénseme, profesor. ¿Podría dedicarme unos minutos?
El astrónomo le miró por encima de las gafas y repuso con voz de trueno:
—Joven, en estos instantes cada minuto vale para mí tanto como para usted un día. Déjeme en paz; dentro de cuatro horas podré dedicarle cuanto tiempo desee.
—Soy la oveja negra de la dotación —barbotó Alan con aire resentido—. Sólo me faltaba este desaire.
Se asombró al percatarse de que nadie le prestaba la menor atención. Harry estaba escribiendo una carta de despedida después de inquirir sin resultado alguno el paradero de Beatriz Patterson y lanzar algunas palabras malsonantes por su fracaso. A los dos científicos se había unido el físico nuclear Anderson en demanda de unos cálculos y la discusión entre ellos parecía adivinarse por momentos. Somerville y Morris tomaban abundantes notas en sus cuadernos y repasaban unos manuales con agitación febril. El capitán de navío Hurbult se sometía a las exigencias del doctor que le tomaba la presión arterial, y los más nerviosos y excitados, los que más susto reflejaban en sus semblantes eran los cuatro hombres encargados de realizar las operaciones previas para el despegue
desde la casamata soterrada en el suelo.
Alan pasó al almacén y rebuscó entre los trajes de vuelo hasta encontrar uno que se aviniera con su grosor y estatura. Las horas que faltaban para la salida se le hicieron interminables, y hasta casi se sintió asustado cuando Allyson les reunió a todos, cuarenta y cinco minutos antes de la hora.
—Sólo quiero hacerles una advertencia —dijo—. Tanto el señor Travers como yo mismo respondemos absolutamente de las condiciones del Silver Star y sus cualidades de vuelo. Igualmente es factible la salida y la consecución de velocidades elevadas sin que nuestros organismos experimenten más alteración ni trastorno que un ligero desvanecimiento, muy corto y sin riesgo alguno como les habrá dicho el doctor Hunter. Ya comprendo que todos ustedes estarán convencidos de la verdad de cuanto les digo y que interiormente me estarán tachando de pesado. No importa; lo repito una vez más para ver si de esta forma consigo alejar de ustedes la inquietud que puedan sentir y... para, al mismo tiempo, librarme del temor que me invade.
Rieron todos y Alan más fuerte que ninguno. Fue el delineante el único que se atrevió a hablar:
—Leí hace poco la obra de Julio Verne referente a su viaje a la Luna, profesor. ¿También nosotros entraremos en esa zona en donde desaparece la fuerza de gravedad? Quiero decir si también nosotros flotaremos por el interior del Silver Star como globos en un día de feria.
—Aunque el símil no sea muy exacto, puedo asegurarle que así sucederá, Morley —repuso el profesor.
—Me cuesta creerlo, profesor Allyson. Tenga en cuenta que peso ciento setenta libras.
—Si consigo colocarle a usted en la superficie de cualquier planetillo cercano a Marte, se asombrará de poder levantar una locomotora con una sola imano, muchacho —terció Daniels, el astrónomo—. Siempre, claro está, que pueda encontrarla allí y que sea semejante en volumen y peso a las empleadas por nosotros en la Tierra.
Al oír aquello ya no osó aventurarse más Alan Morley en discusiones científicas. No es que fuera incapaz de comprenderlas y hasta sustentarlas, pero a él, que jamás le preocupó otra cosa que los lapiceros y los planos y ejercitar sus puños con el boxeo, le parecía encontrarse como un pez fuera del agua entre aquellos hombres de ciencia que podían apabullarle con una semilla explicación.
Cuando llegó el momento de partir, las cinco horas y veinticinco minutos de la madrugada del que prometía ser un caluroso día de agosto de 1952, el grupo entero se acomodó buenamente en los dos relucientes jeeps estacionados frente al alojamiento. Nadie acudía a despedirles ni tampoco ninguno de los obreros o técnicos de la «Betlehem» estaban allí para acompañarles. Sin más estridencias que el sonido de los motores, los dos vehículos se internaron por la carretera en dirección a la aeronave y junto a la cerca metálica que la rodeaba se cruzaron con el autocar que se llevaba a la guardia. Nadie, excepto los cuatro hombres que ya estaban encerrados en la casamata de cemento, estaría a menos de cinco millas del lugar de despegue.
Los dos jeeps ascendieron raudos la rampa que formaba la puerta inclinada de la escotilla de carga. Minutos más tarde se escuchaba el zumbar de un motor, y la gruesa placa metálica se fue elevando lentamente hasta ajustarse hermética al contorno de su abertura. Se adivinó la presencia de los tripulantes en la cabina cuando las luces iluminaron los cristales de la cúpula astronómica y el zumbar de la radio advirtió al equipo de la casamata que el momento final había llegado.
Con mano temblorosa, uno de aquellos hombres conectó el mecanismo automático que provocaría el encendido de los motores de que estaba provista la cuna sobre la cual descansaba el cohete y que juntamente con él emprendería la ascensión, impulsándole con fuerza, para desprenderse después. Un reloj eléctrico batió inexorable la cuenta del tiempo, y la voz emocionada y trémula de uno de los auxiliares fue cantando los segundos:
—Cinco... cuatro... tres... dos... uno... ¡cero!...