CAPITULO V EXPEDICIONARIOS DEL ETER
Con una declinación de seis grados en su rumbo, el Silver Star oblicuó hacia el casquete polar de Marte al mismo tiempo que iniciaba las maniobras de giro necesarias para ceñirse a la curvatura del planeta que tan próximo se ofrecía a sus miradas. Desde la sorprendente aparición de aquella nube de humo generada a todas luces por una explosión atómica, ningún otro acontecimiento había venido a turbar la tranquilidad del espacio ni a ofrecerse a los expedicionarios del éter que persistían en una vigilancia que comenzaba, por un lado a hacerse monótona y desesperante, y por otro les llevaba a acariciar esperanzas de que sus temores y apreciaciones tuvieran un valor distinto al que primeramente les dieran.
Ya había otra vez voces alegres en la cabina de mando de la aeronave; se escuchaban las frases jocosas de Morley defendiéndose del implacable acoso de sus compañeros que le reprochaban entre burlas incisivas su miedo de antes, brillaban nuevamente los ojos de Betty Patterson ante el alivio de la tensión nerviosa y el mismo Travers se inclinaba a pensar si habría sido un sueño, una pesadilla descabellada todo cuanto contemplaran en la pantalla y cuya imagen conservaban mediante un cliché fotográfico y la tira de celuloide de una cámara cinematográfica.
—El problema marciano ha sido siempre un rompecabezas sin solución para los terrestres —les había dicho el profesor Daniels.
—Pues ahora va a tener ocasión de encontrar la pieza que le falta —gruñó el general Kingston.
El piloto automático redujo la velocidad del cohete e inició la maniobra de circunvalación a la zona polar de Marte. Desde una altura de cinco mil metros, el telescopio les ofreció una panorámica de la superficie que semejaba estar al alcance de sus manos. Sobrevolaban una sucesión de masas heladas, de vastas planicies pulimentadas por el brillo siniestro del hielo, de grandes amontonamientos de témpanos que debían ocultar enormes montañas.
—Cualquiera diría que estamos en la Tierra —comentó Finnegan—. No encuentro ninguna diferencia entre esta zona polar y la nuestra.
En cuatro horas de tiempo la nave dio una vuelta completa siguiendo siempre la misma latitud y por último vino a cruzar sobre el vértice del polo marciano. Ni el girocompás ni la brújula sufrieron alteración visible ni tampoco ninguno de los instrumentos ofreció diferencia alguna en su funcionamiento. La sonda eléctrica continuaba enviando sus datos de altitud, confirmando los del altímetro, los indicadores de presión y temperatura externa permanecían inalterables, y en cuanto al radar...
—¡Atención! —gritó Somerville—. ¡Miren eso!
«Eso» era un punto luminoso aparecido en el vidrio deslustrado del radar de localización, una lucecilla que se encendía y apagaba a intermitencias regulares produciendo en los aparatos un zumbido de alarma que coincidía con el máximo fulgor del
objeto detectado.
—Demora cuatro-cuatro-ocho. Distancia doce mil metros —comprobó el capitán de navío Hurbult manejando serenamente los instrumentos de cálculo.
El telescopio electrónico giró prestamente en su torrecilla para orientarse en la demora indicada, y en la pantalla de televisión se reflejó la imagen de una gigantesca bola de fuego, un cuerpo de gran tamaño envuelto por rojizas llamaradas y que perdía rápidamente altura siguiendo una trayectoria que le depositaria indudablemente sobre la zona polar que la aeronave terrestre había cruzado poco antes.
—¡Un meteorito! —dijo excitado el capitán Somerville.
—Yo diría... yo diría que se trata de una nave sideral —balbuceó Betty—. He creído... he creído ver algo brillante taladrado por unos orificios redondos que parecían ventanas.
Y hubo un momento en que las palabras entrecortadas de la muchacha tuvieron una confirmación cuando al extinguirse momentáneamente las llamas al cruzar el extraño bólido a corta distancia del Silver Star, contemplaron perfectamente sus líneas esféricas, su superficie brillante y los negros orificios de unas ventanas redondas que semejaban deslizarse de izquierda a derecha siguiendo un lento movimiento de rotación. Duró tan sólo unos minutos aquella visión y casi inmediatamente tornaron a surgir las llamas, se hundió verticalmente la fantástica aeronave y acabó por estallar en poderosa deflagración que lanzó hasta los asombrados ojos de los terrestres el resplandor vivísimo de una luminaria anaranjada.
—¡Cie... cielos!
—¡Era un buque del espacio como el nuestro!
—¡Marte está habitado y sus habitantes poseen medios más perfectos que los nuestros!
Las simultáneas y variadas exclamaciones de los tripulantes quedaron cortadas por la actitud del astrónomo que penetró rápidamente en la torreta astronómica trepando velozmente por la escalerilla. Se dieron cuenta también de que algunos fragmentos de la desaparecida aeronave pasaron próximos al Silver o incluso se estrellaron contra él y Harry contuvo el revuelo y la excitación de sus compañeros de expedición, llamando en su auxilio a la razón y el sentido común de todos para recobrar la calma que tanto necesitaban.
—¡Por favor, caballeros! —vociferó—. ¡No demos el espectáculo de un pánico incontenible en presencia de la única mujer a bordo de nuestra nave! ¡Pensemos que somos hombres que abandonamos la Tierra resueltos a afrontar todos los peligros y que ahora ha llegado la ocasión de demostrar lo cierto de aquellas decisiones!
—No es pánico, Travers —aseguró un tanto molesto el capitán de navío Hurbult—, sino, sencillamente, que el contraste de la placidez del viaje con lo sobrenatural y fantástico del momento ha sido demasiado brusco. Creo no equivocarme al afirmar que todos nosotros hemos dominado los nervios.
Se hizo denso el silencio de la cabina en contraposición de las voces excitadas de antes, y Alan Morley señaló tranquilamente hacia la pantalla de televisión anunciando:
—Continúa el espectáculo, caballeros. Nuestra nave sideral marciana soltó sus lanchas de salvamento antes de estallar en el aire.
Se distinguían tres esferillas brillantes que trazaban círculos cada vez más estrechos hasta inmovilizarse en el aire y hundirse luego verticalmente mantenidas por el cuádruple escape blanquecino de unos motores. Una tras otra desaparecieron tras la cortina de bruma que se había levantado de la helada superficie después que los restos candentes de la aeronave se estrellaran contra ella, y entonces penetró como una tromba humana el profesor Daniels anunciando alborozado:
—¡Lo tengo!... ¡Es «tyrium» sin duda alguna!...
—Explíquese, profesor —rogó Allyson sujetándole por los hombros.
—Es bien sencillo, querido colega. La esfera grande estalló demasiado pronto, sin darme tiempo siquiera a observarla con detenimiento. Pensé entonces en los fragmentos a que había quedado reducida, pero la suerte me deparó algo mejor al distinguir esas tres esferillas brillantes. Pues bien; he obtenido la imagen espectrográfica de la envoltura de una de ellas, y el resultado no deja lugar a dudas. Esas esferillas, y, como consecuencia lógica, la nave que las lanzó, están construidas con «tyrium», el mismo metal que nos aisla del espacio formando las paredes del Silver Star.
—¡Fantástico! —fue el comentario del sargento Morris.
—¿Y por qué ha de serlo? —le contestó prestamente el doctor Hunter—. Después de todo vinimos también a buscar el origen de ese mineral tan extraordinario y hemos descubierto que, con toda seguridad, los marcianos lo poseen. Y digo los marcianos porque es claro que esa aeronave ha tenido que ser construida por seres vivos.
—Por seres más adelantados que nosotros en el progreso industrial y científico, doctor —corroboró Hurbult.
—¿No serían estas esferas los platillos volantes que constantemente han venido descubriéndose sobre la Tierra? —preguntó Kelly.
—Todo es posible —resumió el profesor Allyson— pero necesitamos tiempo para confirmar las suposiciones y sentar una conclusión definitiva.
—Pues ante usted mismo tiene el principio de la solución, profesor —dijo Morley—. Sólo nos basta descender hasta Marte... ¿O ya no nos atrevemos a tanto?
Nadie tuvo tiempo para pensar una respuesta adecuada a las palabras de Morley que abrían ante ellos un acuciante dilema. La voz del capitán Somerville, de guardia ante su pantalla de radar, anunció prestamente:
—Objeto detectado; demora uno-uno-cero y distancia 36.000 metros. Características semejantes a la anterior aeronave cuyo final acabamos de presenciar.
La distinguieron inmediatamente sobre el rectángulo luminoso del televisor. Era también una esfera brillante, del mismo diseño aparente de la anterior, y que se precipitaba sobre ellos desde la popa a velocidad creciente. De improviso, un rastro humoso surcó el espacio despegándose de la aeronave recién aparecida y enfiló directamente la estructura del Silver Star con unas intenciones fácilmente adivinables.
—Proyectil dirigido sobre nosotros —anunció innecesariamente el capitán de navío Hurbult.
—¡Reactores al máximo! —ordenó prestamente Travers ocupando veloz el sillón de pilotaje—. ¡Incluso los motores auxiliares!
La aeronave acusó inmediatamente el efecto de la terrible impulsión con un estremecimiento poderoso y perfectamente perceptible en su estructura.
—¿Confía en eludirlo? —preguntó Morris intensamente pálido y rompiendo el tenso silencio de la cabina, turbado tan sólo por el zumbido intermitente de la pantalla de radar.
—Confío en que su velocidad de salida fuese menor o igual a la que el Silver Star llevaba en ese instante. ¡Atención, Somerville! —llamó—. Necesito que me vaya advirtiendo de la aproximación de ese proyectil y del terreno que gane con respecto a nosotros. ¡Atención, Anderson! Listos para cambiar el rumbo.
En la pantalla de televisión aparecía una cabeza esférica, amenazadora y brillante, coronada por el halo blanquecino del escape de gases de su reactor. Su tamaño semejaba ser siempre el mismo, pero con el paso de aquellos segundos vitales para todos, fueron comprobando que acortaba sensiblemente, que se acercaba inexorablemente buscando la envoltura de la aeronave terrestre para despedazarla con el estallido de su carga explosiva.
—Comienzo a dudar de los sentimientos pacíficos de los marcianos —dijo Morley sin que en su voz se notara el menor signo de temor.
Y cosa rara, su broma a destiempo arrancó más de una sonrisa en los labios de aquellos hombres pendientes de la pantalla televisora o de sus instrumentos de control y sirvió para relajar en gran parte la tensión nerviosa y el esfuerzo a que estaban sometidos sus cerebros.
—Distancia 3.000 metros —anunció Somerville.
—Velocidad del Silver Star: 32.544 kilómetros por hora —cantó el profesor Allyson.
—¡Declinación de quince grados a babor! —ordenó Harry.
Sintieron todos el desplazamiento a la derecha de sus cuerpos cuando el cohete cambió de rumbo a toda velocidad. Ninguno había pensado en que se alejaban por momentos del planeta señalado como meta de la expedición, que tras ellos quedaba también una esfera plateada siguiéndoles en actitud ofensiva, que se adentraban más y más en la grandeza infinita del espacio sin una ruta determinada que seguir. En ellos solamente había la obsesión de escapar a los efectos del infernal artefacto que parecía llenar todo el recuadro de la pantalla con su amenazadora visión, eludir su mortífera explosión que aniquilaría sus vidas...
—Velocidad: 39.723 kilómetros por hora —murmuró Allyson.
—El proyectil ha cambiado igualmente de rumbo y continúa tras nosotros —dijo Somerville—. Su distancia al Silver es de 2.700 metros
Hubo un murmullo de esperanza ante aquellas palabras. Si en tres minutos de vuelo sólo consiguió una ventaja de 300 metros, si la velocidad del Silver continuaba aumentando progresivamente, cabía la posibilidad... era probable que...
—¡Cuidado, Harry! —chilló el general Kingston—. ¡Nave marciana ante nosotros!
—Una bonita encerrona —fue el comentario del doctor Hunter.
—¡Preparados para hacer fuego! —ordenó rabioso el ingeniero—. ¡Conecten todos los lanza-cohetes con el disparador automático!
betty Patterson, que permanecía agazapada en su asiento cubriéndose los ojos con las manos para escapar de la aterradora visión del proyectil, se irguió ahora con expresión valiente en su rostro, la misma que animaba esta vez a todos los miembros de la expedición ante la orden de su jefe. ¡Iban a presentar batalla...!¡{No se abandonaban al destino sin tratar de luchar antes por su existencia!
La proa del Silver Star apuntaba directamente a la esfera aparecida frente a ellos a una distancia aproximada de cien kilómetros que los rumbos encontrados hacían disminuir por momentos.
—Distancia del proyectil a nosotros, 2.700 metros —cantó gozoso el capitán Somerville, saboreando la satisfacción que sus propias palabras le producían—. Les aseguro, amigos, que ya no nos alcanzará.
—¡Fuego los tubos tres y cuatro! —ordenaba Harry Travers en aquel instante.
James Hurbult oprimió veloz los dos botones numerados del disparador automático y por ambos costados del Silver Star pasaron raudos los primeros torpedos «WAC-Corporal» con punta explosiva nuclear, construidos expresamente en la Tierra para ser experimentados en el espacio. Dejando tras de ellos la estela vigorosa de sus reactores se abalanzaron contra la esfera enemiga devorando la distancia que les separaba de ella.
—Es raro que no nos hayan soltado una andanada —comentaba Kelly—. O tal vez no les queden proyectiles —apuntó su compañero Finnegan.
Fuera cierto ello o no, lo que realmente sucedió apenas unos segundos más tarde llenó de alegría los pechos de los hombres de la Tierra e hizo renacer en ellos la confianza por sobrevivir. Un doble centelleo de un rojo casi blanco se proyecto contra la mole de la esfera plateada y la hizo desaparecer entre el turbión de vapor y humo de la explosión.
—¡Tomad vuestra medicina, marcianos! —aullaba Finnegan dando saltos alborozados por la cabina.
Gritos de alegría, exclamaciones de los más variados tonos, entre las que se mezclaban todos los tonos de voz reflejando el entusiasmo, cabriolas, abrazos poderosos entre los hombres, sonrisas de triunfo, eran el fiel exponente del júbilo que animaba a los expedicionarios que acababan de obtener su primera victoria en el también primer combate sideral entablado por los terrestres y los desconocidos tripulantes de aquellas esferas.
Morley se dirigió hasta donde Betty Patterson, abrazada a Travers, sollozaba de alegría y nerviosismo y le espeto con su voz más potente:
—Por primera vez reconozco que el número trece nos trae suerte, Betty. Desde ahora la consideraré siempre mi mascota... con permiso del jefe, claro está.
—No cantes victoria tan pronto, Alan —amonestó el ingeniero—. ¿Olvidas que llevamos a remolque un proyectil dirigido?
—Llevábamos querrá usted decir, Harry —repuso Somerville—. Desde el momento en que el profesor Allyson cantó la última velocidad de nuestra nave han transcurrido siete minutos y durante ellos hemos recorrido 46.385,05 kilómetros. El radio de alcance de nuestro parásito era indudablemente menor y lo mismo le sucede a su radiocontrol. Ahí lo tienen ahora —añadió— y apuesto mi mano derecha a que no nos sigue cuando cambiemos el rumbo.
—Pronto lo sabremos, Somerville —Sonrió Harry—. Trace usted una nueva ruta y nos ajustaremos a ella.
—Va a resultar un poco... difícil —repuso el navegante—. No me avergüenza confesar que ignoro dónde nos encontramos
—Se lo diré yo, muchacho —dijo el profesor Daniels señalándole la pantalla—. Aquello es Marte. Ahora nos encontramos a más de 50.000 kilómetros de distancia.
—¿Hemos de regresar a él, Travers?-preguntó el navegante.
—Temo que no, Somerville, y lo siento por el profesor Daniels que va a quedarse sin su pieza para el rompecabezas marciano. El Silver Star es el único medio con que contamos para poder vivir y para regresar algún día a la Tierra, y no voy a arriesgarlo tontamente en una empresa suicida, máxime sabiendo que las intenciones de nuestros desconocidos amigos los marcianos no son nada cordiales.
—¿Entonces...? —gruñó Morley acercándose.
—Fije nuestra posición en el espacio, profesor Daniels, y cuando lo haya conseguido pase los datos necesarios al capitán Somerville o colabore con él para trazar la ruta de regreso a la Tierra. Aquí se ha acabado nuestra exploración del éter, y creo que las informaciones que poseemos son demasiado importantes y valiosas. Ellas solas, de por sí, justifican la orden de retorno, máxime cuando no se puede comunicar por radio para transmitirlas.
—A casa, amigos —sentenció alegremente Alan Morley—. A contar lo que sabemos y a... iRebomba! —se interrumpió—. ¡En la Tierra están ignorantes de todo esto y es posible que los marcianos intenten atacarla! ¡Estamos en el primer acto de una nueva guerra!
—Efectivamente, Morley —sentenció ceñudo el profesor Allyson—, y si usted, Harry —añadió dirigiéndose hacia el ingeniero—, ha encontrado un buen motivo para regresar a la Tierra, yo tengo otro mejor que nos obliga a no marchar y permanecer aquí.
—Comprendo a dónde quiere ir a parar, profesor —aceptó Travers mientras los demás se hacían las mismas reflexiones que embargaban al matemático—. Yo también me he dado cuenta de las consecuencias de nuestros descubrimientos, del aterrador riesgo que suponen para nuestros semejantes que, allá en la Tierra, continúan entregándose a sus maniobras políticas, a sus intrigas, a sus ambiciones y anhelos de grandeza, o tan sólo vivir honradamente tratando de saborear la felicidad que pueden alcanzar con sus propios medios.
—Pues toda esa felicidad puede destruirse en un instante, si el ataque procedente del espacio sorprende a la Tierra insuficientemente preparada, indefensa contra los efectos de las nuevas armas, sin una flota, no ya aérea sino sideral, lo suficientemente poderosa para enfrentarse con estas esferas. Es nuestro deber velar por su seguridad y destino futuro, caballeros —agregó Allyson—, o yo al menos lo entiendo así, respetando sin embargo las opiniones de los demás, porque, ¿qué es lo que realmente hemos averiguado acerca de las naves contra las cuales nos hemos enfrentado?
—Sabemos que un «WAC-Corporal» lanzado contra ellas les escuece —dijo Morley.
—Aparentemente sí, muchacho, pero hay varias preguntas que todavía no tienen respuesta. ¿Por qué la segunda esfera avistada no disparó contra nosotros? ¿Cómo se explica que sus proyectiles dirigidos tengan menos autonomía que los nuestros y hasta inferior velocidad cuando el diseño de sus aeronaves y la rapidez con que se mueven indican un avanzadísimo progreso?
—Podemos suponer... —inició Morris.
—¿Cómo son esas naves en realidad? —prosiguió impertérrito el profesor—. ¿Qué clase de motores las impulsan y qué energía utilizan? ¿Quienes van a bordo de esas esferas? ¿Qué armas se almacenan en sus arsenales?
—Basta, profesor; me rindo —sonrió Morris.
—Cuando encontremos una respuesta adecuada para cada una de esas preguntas y de las muchas más que podría mencionar sin ningún esfuerzo, estará justificado nuestro regreso a la Tierra. Y si en nuestra búsqueda a través del espacio, en nuestra investigación y en nuestro ardor desesperado, no encontramos sino la muerte, tan sólo habremos conseguido anticipar un tanto el final de los terrestres con el consuelo de que hicimos todo cuanto estaba a nuestro alcance por evitarlo.
Todos le habían escuchado en silencio. La figura del profesor Allyson se había agigantado cobrando una envergadura y una importancia insospechada desde todos los puntos de vista, porque con sus palabras no había hecho sino expresar claramente los pensamientos nacidos en todas las mentes y tratar de resumir la marcha a seguir, la hoja de ruta a que en lo sucesivo habrían de atenerse los tripulantes del Silver Star.
—Perfectamente, profesor —repuso Daniels—. Por mi parte estoy de acuerdo con usted, pero debo advertirle que en su razonamiento ha evitado precisamente el factor más importante, el tiempo, y que este es...
—Lo sé, colega. El tiempo es para nosotros algo vital y, sin embargo, lo más desfavorable a la vez. Todos ustedes recordarán las conferencias preliminares a nuestra salida; todos, hombres dotados de cultura superior, científicos en cada una de sus especialidades, sabrán comprender que en contra del tiempo tenemos dos palabras: Einstein y relatividad. Surcando el espacio a tremendas velocidades, las horas y los minutos tienen para nosotros un valor distinto al de nuestros semejantes en la Tierra. Llevamos siete meses errantes por el infinito...
—Protesto por la palabra «errantes» —sonrió Somerville—. Usted mismo acaba de calificarnos de científicos en nuestras especialidades y comprenderá que me hace muy poco favor ante mis compañeros al afirmar que el Silver Star navegó a la deriva por el espacio.
—Era una forma de expresión, capitán —repuso Allyson sonriendo también comprensivamente—. Pero, de un modo u otro, nos enfrentamos con el dilema de la relatividad. Cada mes para nosotros supone unos tres años en la Tierra. Calculen someramente el tiempo que podemos durar vivos y empeñados en nuestros propósitos de exploración y comprenderán que durante su equivalencia bien puede ser destruida la Tierra, o invadida por seres procedentes, no ya de Marte sino del espacio, en general... O tal vez alcanzado por sí sola un poder y una supremacía que la hagan invencible a las amenazas futuras.
—Considero imposible eso último, profesor —dijo el general Kingston—, al menos mientras nuestro mundo continúe dividido prácticamente en dos facciones contrapuestas; Oriente y Occidente. Solamente cuando la fricción entre ellas desaparezca, la Tierra, unida toda ella, podrá dedicar toda su atención al espacio con el interés y la asiduidad necesarias. Mientras tanto, sólo pensarán en la forma de defenderse mutuamente contra los ataques del posible adversario.
—Y ¿valdrá la pena nuestro esfuerzo y nuestro sacrificio teniendo en cuenta lo que acaba de decir el general Kingston? —preguntó Finnegan.
—Indudablemente, muchacho —se apresuró a contestarle el capitán de navío Hurbult—. Indudablemente, porque en nuestro fuero interno quedará el convencimiento de haber cumplido una misión sublime: Salvar a la Tierra.
Harry Travers fue contemplando sucesivamente todos los rostros y comparando sus expresiones. Incluyó entre ellos a Betty que estaba asida a su brazo y que le sonreía animosa y anunció solemnemente:
—-Creo que se puede dar una contestación definitiva, caballeros. ¡Continuamos siendo los expedicionarios del éter!
Y la muchacha le hizo eco con una plegaria en voz alta:
—Que Dios nos ayude en la empresa.