CAPITULO VI ATERRIZAJE EN DEIMOS
Interrumpiendo la veloz ruta que con el batir de los segundos le introducía más y más en las profundidades del éter, el Silver Star había descrito un amplio semicírculo en el espacio y regresaba de nuevo en dirección a Marte, más concretamente hacia uno de sus dos Satélites que la imagen telescópica situaba a la izquierda del planeta rojo, lanzando apagados destellos en medio de la noche negra.
—Ese es Deimos —pronunció el profesor Daniels a los tripulantes de la aeronave—. Un satélite que, al igual que su compañero Phobos, resulta bastante difícil de identificar desde la Tierra, dada su pequeñez.
—Hasta desde estas alturas lo es, profesor —dijo Betty Patterson.
—Razón de más para aseverar mis palabras, si se considera que la distancia que nos separa de él es infinitamente menor, mi querida señorita. Deimos tiene tan sólo unos diez kilómetros de diámetro y... ¡Mire ahora la pantalla! —añadió súbito.
Betty contempló el paso de una especie de bólido, un veloz meteoro de opaco brillo que cruzaba el retículo telescópico siguiendo un movimiento de traslación fácilmente perceptible.
—Ahí tiene a Phobos —informó el astrónomo—, compañero de Deimos y único satélite cuya velocidad de traslación es mayor que la de rotación del astro en torno al cual gira. De tamaño semejante al otro, capaz de ser circunvalado en cosa de quince minutos por un automóvil de los nuestros, posee una velocidad tal que le permite completar su giro en torno a Marte en once horas y siete minutos, de tal forma que necesitando Marte 24 h. 37’
y 23" para efectuar la rotación sobre su eje, se da el caso peregrino de que Phobos nazca por el Oeste y se ponga por el Este, una maniobra que para los no científicos resulta asombrosa, pero que tiene una fácil explicación en la diferencia de velocidades.
—Muy curioso, profesor; muy curioso y muy interesante —dijo la muchacha escuchándole atenta.
—Pues todavía lo es más el hecho de que, por encontrarse Phobos a 5.800 kilómetros de Marte y coincidir el plano de su órbita, poco mas o menos, con el ecuador de su planeta primario —prosiguió el astrónomo dejándose llevar por la erudición científica que jamás encontrara mejores ocasiones para desarrollarse—, solamente es visible desde una vasta zona central, ya que a partir de una distancia mayor de los 65 grados queda oculto por la curvatura del propio Marte. No ocurre lo mismo con Deimos, cuya distancia a su primario es de unos 19.500 kilómetros y su período orbital de 30 horas y 18 minutos; este se ajusta a las características conocidas, es decir, sale por el Este y se pone por el Oeste. Sin embargo, ambos coinciden en un aspecto y es el de carecer de atmósfera propia, circunstancia que impide la vida en ellos.
—Después de haber contemplado los adelantos marcianos, nada nos impida suponer que hayan poblado también sus satélites, profesor —arguyó el general Kingston.
—Cierto —añadió por su cuenta el doctor Hunter—, porque nosotros, desde la Tierra, especulamos con realizar lo mismo en la Luna, máxime después que el Silver Star nos ha demostrado la posibilidad del vuelo sideral.
—Pues pronto nos convenceremos de la realidad, caballeros —dijo por último el capitán de navío Hurbult—, ya que con toda seguridad vamos hacia Deimos mientras otra cosa no nos lo impida.
La distancia se acortaba rápidamente mientras Harry Travers contemplaba con el ceño fruncido los indicadores de combustible que acusaban un rápido descenso en los motores. Estaba calculando que, de continuar el consumo de aquella forma, llegaría incluso hasta hacerse imposible el regreso a la Tierra en el mejor de los casos, y sospesaba las posibilidades que tendrían para salir airosos de su cometido una vez que el Silver Star, en la suposición de que se conservara intacto y sin averías irreparables, se convirtiese en una aeronave muerta, un simple objeto obligado a seguir una trayectoria eterna a través del espacio, que sólo terminaría al estrellarse contra el primer astro que le atrajese con su masa al cruzarse en su camino, si no era que antes lo pulverizaba el impacto feroz de un meteorito. Recordaba lo ocurrido con el proyectil radiodirigido marciano que hasta horas antes llevaran pegados a la cola como un obstinado parásito; le contemplaba aún perdiéndose en la lejanía y condenándose a sí mismo a vagar por el espacio en busca de un final semejante al que el Destino podía deparar al Silver Star....
Le distrajo de sus pensamientos el hecho de que sobrevolaran una superficie rugosa, de reflejos amarillentos y áspera topografía, atormentada por el impacto de los aerolitos, limada por el polvo cósmico y sembrada profusamente de grandes cráteres de enorme tamaño que le daban un aspecto semejante al de una erupción volcánica que la hubiese sembrado con los arroyos de su ardiente lava. El juego de luz y sombras daba movilidad y vida a aquella superficie muerta, y el disco rojizo de Marte, sirviendo de fondo a su satélite, le hacía resaltar más aún, dando la impresión que desde la aeronave podía alcanzársele con la mano. Los indicadores de presión y los filtros sensibles denunciaron la tenue consistencia de una atmósfera prácticamente inexistente, y el termómetro conectado con el exterior midió la temperatura del ambiente dando un resultado, a 2.500 metros de altura, de 42 grados centígrados sobre cero.
—Hermoso país —murmuró Morley al contemplarlo—. Muy adecuado para instalar un negocio de baños turcos.
Ciñéndose a la curvatura del satélite, enrollándose en espiral sobre él, la aeronave lo exploró concienzudamente mientras sus tripulantes, reunidos ante la pantalla televisora conectada con el telescopio, trataban de distinguir un signo de vida sobre aquellas llanuras desoladas y yermas. Al mismo tiempo se vigilaba el espacio y se atendía a los instrumentos de detección tratando de localizar al enemigo en cualquier punto; la sorpresa encontrada en Marte unida al imprevisto cambio surgido en su viaje exploratorio del éter, aumentaba si cabe el natural nerviosismo y el desasosiego instintivo de todos aquellos que, encerrados entre las paredes metálicas de su aeronave, avanzaban cara al destino dispuestos a ofrendar el máximo esfuerzo en aras de la salvación de la Tierra.
Y quizás por ello, pese a su interés y atención en contemplar la superficie de Deimos, les sobresaltó el grito excitado de Betty Patterson:
—¡Allí... allí!... ¡Es una ciudad!...
Harry ordenó disminuir la velocidad e iniciar la maniobra para describir un círculo. Todos, mientras tanto, contemplaban el punto negruzco que en principio confundieran con una de las muchas sombras negras que alfombraban la superficie, pero que ahora se destacaba nítidamente bajo el fulgor que parecía emanar de Deimos, brillando bajo el Sol. La línea de vuelo de la aeronave apuntó hacia el suelo tras una breve exploración del espacio y les permitió contemplar con detenimiento las características de la ciudad recién descubierta.
—¡Todo está destruido! —murmuró Finnegan.
Sobre el conjunto de ruinas que antaño fueran edificios se distinguían los restos de una gigantesca cúpula transparente, una especie de campana protectora que en otros tiempos envolvió a la ciudad, aislándola del terreno que la rodeaba. A juzgar por su actual aspecto debió tratarse de una urbe de importancia, un centro autónomo provisto de todos los recursos necesarios para subsistir entre aquella desolación.
—Era la única solución posible —dijo Daniels— para asegurar la supervivencia en un mundo privado prácticamente de atmósfera. Construir las ciudades en el interior de una cubierta protectora llena de aire respirable, recurso heroico y de elevado precio que me hace suponer que tal vez sea ésta la única ciudad existente sobre Deimos.
La ciudad formaba una especie de oasis en medio de la llanura yerma. En torno a ella no se descubría nada que pudiera identificarse como rastros de cultivos, árboles o plantas, como nacimiento o final de vías de comunicación o como zona de aterrizaje de las aeronaves que indudablemente enlazarían la urbe de Deimos con su metrópoli Marte. A juzgar por las ruinas, sus edificios eran de una línea arquitectónica original y nueva; aún
podían distinguirse las moles airosas de dos rascacielos unidos entre sí mediante una especie de camino aéreo que se alzaba a impresionante altura. Otros restos de rutas elevadas, a modo de puentes colgantes, amontonamientos de bloques y vigas, montañas de escombros, fragmentos desprendidos de la destrozada cúpula y polvo amarillento esparcido sobre lo que fueron calles y plazas, daba fe del tiempo que databa desde su destrucción.
—Lo encuentro incomprensible —murmuraba Daniels contemplando aquella desolación—. ¿Sería Deimos un algo independiente de Marte y nos encontramos ahora ante el resultado de una guerra entre ellos, o más bien se debe a un ataque originado por seres procedentes del espacio, de una raza tal vez más adelantada y poderosa?
Nadie tuvo tiempo de responderle. El capitán Somerville, erguido delante de sus aparatos de detección, anunciaba con voz poderosa.
—¡Atención todos! ¡Naves marcianas detectadas! ¡Distancia: veinticinco mil kilómetros!... ¡Demora siete-uno-dos!
Una rápida orientación de los instrumentos ópticos les permitió contemplarlas. Esta vez eran cuatro esferas brillantes las que aparecían en el área visual de la pantalla, unas esferas aparentemente semejantes a las contempladas anteriormente, con las mismas filas de ventanas circulares dando la sensación de moverse en un rápido sentido de traslación horizontal, e idéntico aspecto amenazador, siniestro y terrible a la vez. Su rumbo las encaminaba hacia Marte, pasando frente al disco de Phobos que en aquellos momentos aparecía por la izquierda.
—¡Aceleración! —ordenó a su pesar Harry escrutando las agujas del indicador de combustible.
Tembló la aeronave al aumentar su velocidad, la trayectoria de vuelo recobró su línea ascendente y el Silver Star se retiró hacia la zona oscura de Deimos, huyendo de aquellas esferas que probablemente les habrían descubierto también, disponiéndose a escabullir los proyectiles que no tardarían en enviarles. Sin embargo, asistieron a la desconcertante maniobra del enemigo, dirigiéndose en dirección a Marte y sin prestar atención aparente a la solitaria aeronave terrestre que se disponía a presentar batalla.
—Bien, caballeros —habló Travers a la colección de rostros perplejos que le contemplaban—. Voy a posar nuestro Silver Star en las inmediaciones de la ciudad destruida de Deimos; después de haber visto ésto ya no me sorprenderá el recibir una embajada pidiendo una paz que no hemos solicitado.
—¿Aterrizar, Harry? —se asombró Morley—. ¿Pese a la presencia de esas cuatro aeronaves que ahora han simulado escapar pero que indudablemente caerán sobre nosotros, cazándonos como a patos al menor descuido?
—No, muchacho —terció el profesor Allyson antes de que el ingeniero pudiese responder—. Hay algo raro en esas aeronaves y vengo pensando en ello hace tiempo, desde que avistamos la primera de ellas. Las palabras de mi colega Daniels, hace unos, instantes, han servido para perfeccionar mi teoría.
—Explíquese, colega —pidió Daniels.
—Es bien sencillo, amigos míos —repuso Allyson dirigiéndose a todos—, Si consideramos lo acaecido desde nuestro encuentro con la primera de ellas, a saber: La aeronave inicialmente avistada nos dispara un proyectil radiodirigido; la segunda, en una actitud de extraña pasividad, encaja dos de nuestros torpedos y desaparece en el espacio; estas cuatro, pese a la seguridad que tenemos de haber sido detectados por ellas, se retiran sin obstaculizarnos lo más mínimo y sin sentir curiosidad ante nuestra presencia. Y ahora se me ocurre preguntar: ¿Sería posible que la nave destruida por nuestros cohetes se abstuviese de disparar contra nosotros... «por creernos amigos»?... Y afirmo más: ¿Puede asegurarse que la primera esfera avistada fuera realmente marciana?
—Profesor, nuestra situación es demasiado complicada y seria para salir ahora con conjeturas extrañas y de poca consistencia —sermoneó el amostazado general Kingston.
—¿Y por qué han de ser extrañas, pregunto yo? —continuó imperturbable el profesor—. Las ruinas que hemos contemplado sobre la superficie de Deimos nos prueban la existencia de dos bandos rivales; la explosión nuclear advertida sobre la corteza de Marte es otra certeza para mi hipótesis. Cabe también en lo posible asegurar que uno de estos bandos tiene un aliado, o al menos espera ayuda de un pueblo cuya flota sideral difiere en construcción y forma a lasque ellos poseen; que tomaron al Silver Star por una de ellas y que no adivinaron su procedencia terrestre. ¿Cómo, en caso contrario, no nos lanzaron un torpedo? —terminó triunfante.
—¿Y cómo, también, no se molestaron en comunicar por radio con los tripulantes de esa extraña aeronave, profesor? —dijo con sorna el sargento Morris.
—Por la misma razón que nos impide a nosotros comunicar con la Tierra. Hay una emisora más potente que las instaladas a bordo de las naves, que absorbe los haces de ondas de nuestros aparatos; actúa como la interferencia más perfecta; impide la transmisión de las ondas de radio.
—Entonces, profesor —comentó Hurbult—, pretende insinuar que...
—Que Marte sostiene actualmente una guerra contra un enemigo desconocido para nosotros y que la Tierra sale de una amenaza para adentrarse en otra peor, ya que si este enemigo es suficientemente poderoso como para derrotar a los marcianos, lo será también para reemplazarles en el papel de invasores que les habíamos asignado a ellos.
—¿Y en caso de que Marte resulte victorioso en la lucha? —preguntó Anderson interesado a su pesar en el razonamiento.
—Entonces la Tierra tendrá un largo período de respiro, el suficiente para que Marte se reponga de los destrozos y las pérdidas, organice nuevamente su ejército y su armada sideral y se encuentre en disposición de conseguir el propósito truncado por la actual contienda. Sería la circunstancia más ventajosa para nosotros, ya que, de esta forma, cabrían posibilidades de éxito al encontrar a la Tierra preparada para resistir la invasión.
—¿Qué opina usted de esto, profesor Daniels? —preguntó Harry Travers al hacerse el silencio.
El astrónomo se encogió de hombros y dio su respuesta con tono seguro, aunque dejando las naturales reservas para una afirmación de la que no podía tenerse la necesaria certeza.
—Es posible la existencia de otros seres, ya que es un hecho científicamente comprobado el que los mundos habitables son prácticamente infinitos. El profesor Allyson puede estar en lo cierto al suponer que otra raza más poderosa y predominante está atacando a Marte; tal vez, añado yo, encontremos sobre la superficie de Deimos los datos necesarios para cumplimentar la misión que nos hemos impuesto, en cuyo caso soy partidario de un aterrizaje, y todos nosotros podemos aceptar en un principio el razonamiento de mi colega Allyson..., o equivocarnos todos con él.
Solamente el correr del tiempo daría a los terrestres la certeza que ahora buscaban. Sólo con el paso de los años conocerían por propia y dolorosa experiencia la existencia de aquellos seres sobrenaturales, existencia tan real como hipotética ahora, que se desplomarían sobre la Tierra después de extender sobre el Universo sus ansias de dominio. Sabrían entonces el inimaginable poder de unas terroríficas armas y los terribles efectos conseguidos por una civilización y una ciencia puestas al servicio de la guerra. Actualmente era demasiado pronto para penetrar en aquel misterio que a los terrestres resultaba a todas luces incomprensible.
—Bien; tenemos armas, estamos resueltos a luchar por nuestras vidas y nos hemos impuesto una misión un beneficio del futuro de la Tierra —dijo Harry Travers—. ¿Hay alguno entre nosotros que se oponga al aterrizaje sobre Deimos?
Y al no recibir ninguna respuesta en contra, giró hacia el capitán Somerville y Paul Anderson para ordenarles:
—Inicien la maniobra. Alto los reactores y listos los motores auxiliares para frenar el peso del Silver Star.
Momentos después, la aeronave elevaba su proa hacia el cielo y casi en el mismo momento se hundía de cola hacia la zona oscura del satélite Deimos mantenida por el cuádruple chorro de sus reactores auxiliares.
Uno tras otro, los cinco hombres y la muchacha fueron hundiéndose en el polvo amarillento que alfombraba la superficie de Deimos y avanzaron envueltos por el vuelo de aquellas partículas que sus piernas empujaban y que tornaban a caer pesadamente cuando desaparecía el impulso que las diera movimiento. Habían abandonado la zona oscura, sorteaban los grandes cráteres y las elevaciones del terreno y seguían su ruta, vigilando atentos, hacia la ciudad destruida que divisaran desde la altura.
Harry Travers, Betty Patterson, que no consintió separarse de su prometido, James Hurbult, el profesor Allyson, Paul Anderson y Alan Morley, designado por sorteo entre los tripulantes, igualados ahora en aspecto externo por sus escafandras de presión de brillante color rojo; cubiertas las cabezas con los yelmos metálicos provistos de mirillas transparentes, auriculares y micrófono; con la cimbreante varilla de la antena de sus aparatos de radio asomando por un costado, los depósitos de oxígeno sujetos a la espalda por un atalaje de lona y empuñadas las armas bajo el resguardo de los gruesos guantes de piezas articuladas, cruzaron las zonas de luz y sombra con paso rápido, sintieron burbujear su sangre ante el espectáculo excitante de los grandes saltos que la baja presión atmosférica les permitía dar y acortaron la distancia que les separaba de las ruinas.
Se introdujeron en ellas a través de la gigantesca cortadura de la cúpula y, precedidos de Paul Anderson que registraba el terreno con la plaqueta sensible de un contador «Geiger» en busca de rastros radioactivos, recorrieron lo que debía ser amplia avenida de acceso, sorteando cuidadosos los montones de cascotes y piras de hierros retorcidos que la alfombraban ahora.
—Vamos demasiado juntos —advirtió Travers por radio—. Distánciense, aunque no tanto que resulte imposible prestarnos mutua ayuda en caso de necesidad.
Llegados en su marcha a una amplia plaza presidida por aquellos gigantescos rascacielos unidos entre si por un camino aéreo, parte del cual se amontonaba ahora sobre el suelo, Anderson levantó la mano deteniendo al resto del grupo.
—Hay rastros de radioactividad latente —les advirtió—, y será mejor que no nos expongamos demasiado a sus efectos.
Sus palabras, escuchadas también en la aeronave con la cual estaban enlazados por la radio, motivaron una acuciante pregunta del general Kingston; pero hubo algo que les impidió contestarle y ese algo fue el deslumbrador relámpago azulado que alteró la mortal quietud de la ciudad destruida, una banda de luz perfectamente visible que surcó la distancia con velocidad fulmínea y provocó el derrumbamiento de una montaña de escombros, treinta metros detrás de los terrestres y a una altura doble que la del cuerpo humano más alto, originando una espesa nube de humo blanquecino que se abatió lentamente sobre la atormentada superficie de Deimos. Ningún sonido, ninguna sacudida denunció la explosión dado que la carencia de atmósfera impedía la transmisión de las ondas sonoras; pero nadie dudó un instante de que aquello era el estallido de un proyectil, y de un proyectil atómico a juzgar por el repiqueteo del «Geiger». La sorpresa de los terrestres no les impidió arrojarse al suelo y aprestar las armas tratando de descubrir a aquel enemigo invisible; Alan Morley, apoyando su rifle lanzagranadas sobre unos pedruscos, hizo girar en abanico el cañón buscando impaciente un blanco. Todos los demás, incluyendo al profesor Allyson cuyas dotes de luchador eran poco satisfactorias, vigilaban atentos, con expresión resuelta en sus ojos y ademán valiente en sus semblantes.
—No hay nadie, Harry —murmuró Betty, acurrucada junto a su prometido y con los ojos desmesuradamente abiertos por la sorpresa y el temor.
—Pues alguien tiene que haber disparado, Betty, y ese alguien saldrá a la luz tarde o temprano.
Un nuevo relámpago deslumbrador brotó entre las ruinas que rodeaban la base de uno de los rascacielos de la plaza, y su impacto se marcó obstinadamente en el mismo lugar del primero, originando nuevos desprendimientos y nubes de polvo y abriendo una enorme brecha en la muralla de escombros.
—Todos hacia la izquierda, Harry —dijo el profesor—. Todos hacia la izquierda y consulten sus relojes.
Se deslizaron cautelosos en la dirección indicada y asistieron a un espectáculo incomprensible. Cada cuarenta y cinco segundos, matemáticamente medidos, brotó aquel rayo azulino y originó nuevas hecatombes en la zona que recibía el proyectil; ni una sola vez cambió la trayectoria del disparo ni los terrestres advirtieron signos de haber sido descubiertos en su avance hacia el ruinoso edificio de donde brotaban las descargas. A sus espaldas, la amplia plaza iba siendo sistemáticamente barrida de escombros y las nubes de humo blanquecino se hacían más espesas por momentos, aumentando la alarma de Paul Anderson —que contemplaba el loco vibrar de la aguja indicadora del «Geiger».
—¡Si no salimos pronto de aquí acabaremos saturados de radioactividad! —exclamó.
El profesor Allyson les hizo un gesto enérgico. En su afán de descubrir el desconocido agente destructor que disparaba ante ellos, se había adelantado al grupo y ahora estaba frente a la más extraña máquina que jamás contemplaron.
—Esto es lo que dispara —anunció señalándola.
Se trataba de una caja rectangular, de aristas redondeadas, de donde brotaba un doble tubo de tres metros de largo con mucha semejanza a las piezas de artillería terrestres. Ambos tubos estaban superpuestos, el superior algo más corto que el inferior, y todo el conjunto estaba montado sobre una plataforma metálica sustentada a su vez por un basamento de hormigón o cemento a juzgar por su aspecto y dureza. Mientras estaban contemplándola, del tubo inferior de la máquina brotó el relámpago azul y a lo lejos se alzó la nueva nubecilla que denotaba la explosión.
—Un cañón automático —dijo Hurbult.
—Un arma ciega —añadió Harry.
Junto a la recámara había un depósito cilíndrico de un metro de diámetro que indudablemente contenía los proyectiles. El depósito estaba conectado a la pieza a modo de peine de un fusil ametrallador, y por debajo de él nacían las esferillas de un cuadro de indicadores, una línea de conexiones y el manojo destrozado de unos cables que indudablemente la enlazarían con sus centrales de tiro y sus fuentes de energía.
—Miren eso, caballeros —dijo el profesor Allyson, señalando hacia el basamento de la pieza.
Inclinándose hasta la altura de la plataforma, Harry comprobó una ligera desviación de la línea horizontal, hecho que justificaba la explosión de los proyectiles siempre a la misma altura. La pieza debió ser afectada levemente por la hecatombe que destruyó la ciudad y conservaba aún energía en sus acumuladores de reserva para continuar disparando.
—Sus mecanismos de alza y de giro debieron quedar bloqueados —murmuró Hurbult—, y su puntería alterada hasta el extremo de no poder rectificarse. Ahora bien; en cuanto a la forma de abrir fuego automáticamente...
—Un mecanismo fotoeléctrico, capitán Hurbult —repuso Anderson—, tal vez un contador electrónico que se activó con nuestra presencia. Fue solamente casualidad que nos halláramos en la línea de tiro del primer disparo y menos mal que fue un tiro alto.
—Convendría llevarnos la pieza, Harry —estaba diciendo el profesor—. Su peso debe ser considerable aun para la escasa presión atmosférica, pero hemos de intentarlo de todos modos.
—Lo haremos al regreso, profesor. Antes quiero explorar todo esto.
Y se adentraba ya en las profundidades destruidas del rascacielos, cuando sus aparatos de radio captaron la llamada del general Kingston desde el Silver Star.
—¡Atención, Harry! ¡Atención, patrulla! Regresen inmediatamente a la aeronave; han sido avistados varios centenares de aeronaves enemigas y el Silver Star se dispone a emprender el vuelo.