Capítulo 3

Nueva Orleans

Tchoupitoulas Street

Al día siguiente

Abrió los ojos y lo primero que vio fue a Pato, su precioso camaleón, mecerse en una de las plantas de su terrario, que, por cierto, compartía con Ringo, el otro camaleón, propiedad de su hermana Cleo.

Ambas eran fanáticas de aquellos animales, y las dos tenían un tatuaje en el interior de sus muslos con dicho reptil. Gracias a aquel detalle, Markus pudo reconocer a Cleo en el torneo de Dragones y Mazmorras DS y ayudarla a obtener información importante sobre la resolución de los acontecimientos del caso.

Durante su estancia en Nueva Orleans, Leslie se hospedaba en casa de su hermana, en la maravillosa y chistosa Tchoupitoulas Street, repleta de casas de colores, con jardines individuales y plantas muy exóticas.

Había llegado muy tarde la noche anterior, después de la fiesta en el parque Louis Armstrong; y, por tal de no molestar a la pareja de tortolitos, más conocidos en el mundo del BDSM como Lady Nala y Lion King —que no eran otros que Lion y Cleo, los cuales se estaban revolcando en la planta superior—, decidió tirarse en el sofá del salón, descalzarse las cuñas y cerrar los ojos allí mismo.

Pero no había podido pegar ojo en toda la noche.

Tal vez los ruidos no le dejaban coger el sueño. Había hecho inventario de todo lo que los dos ardientes agentes estaban rompiendo a su paso durante su encuentro sexual: un jarrón al suelo, libros de la librería golpeando el parqué, después un cuadro, y como detalle gracioso, el sonido de un peluche con bocina cuando alguien que medía metro noventa lo pisaba. No era otro que el conejo que le había regalado Cleo a Lion cuando eran niños, y que, ahora, por una extraña razón, había regresado a aquella casa.

Después los ruidos cesaron, y Leslie tuvo que convivir con sus pensamientos y su soledad.

Los recuerdos fogosos la abrumaban. Nunca se había dejado llevar por sus instintos más básicos, pero el encuentro con Markus, directo, frío y sin preliminares, la había dejado deseosa de más.

¿Y el cortejo? ¿Y las primeras palabras de seducción? ¿Dónde había quedado todo aquello?

Posiblemente, Markus se habría preguntado lo mismo cuando ella decidió tocarle la flauta delante de todos los amos y amas del Plancha del Mar. Pero ni siquiera había calculado aquella reacción; le salió así, tal cual, porque era lo que deseaba en aquel momento.

No obstante, Markus Lébedev había ido a buscarla a Nueva Orleans con premeditación y alevosía. La había tocado justo donde sabía que la lanzaría a buscar estrellas, como una niña que cazara mariposas. Y vaya si las había cazado.

Leslie se removió en el sofá y quedó boca arriba, mirando a las vigas de madera artificial del techo. A su hermana le encantaban los detalles y decorarlo todo con gusto y con coquetería.

Cleo tenía un gato de los sueños en la entrada en forma de paragüero, y un perchero con el enorme sombrero del relojero de Alicia en el País de las Maravillas. Le encantaban las plantas, las flores y las películas de fantasía.

A Leslie le gustaba las series tipo Almost Dead y The Big Bang Theory, aunque pareciera mentira. Pero su casa no era tan cálida como la de Cleo ni tenía gatos ni sueños ni tampoco flores y plantas.

Mentira. Las tenía, solo que le gustaban más las artificiales. No se morían tan rápido.

El vestido lila de la noche anterior se había convertido en un amasijo de tela que envolvía su cintura y dejaba toda su vagina, sin braguitas por cortesía de Markus, al aire. Cubrió sus ojos con el antebrazo y resopló.

¿Sería el calor húmedo del verano de Orleans lo que provocaba que estuviera húmeda? No. Ni hablar.

No era el calor.

Necesitaba una ducha urgente, a poder ser muy fría. Pero tenía miedo de subir y encontrarse con uno de esos desórdenes generales que Cleo dejaba a su paso y que tanto la molestaban.

Porque sí. El orden era esencial para su equilibrio mental.

Cleo era el caos. Ella, el orden.

Así que, para evitar encontrarse bragas y calzoncillos desparramados por la escalera, y de darse de bruces con algún habitante de la casa desnudo o en posiciones algo vergonzosas, echó un vistazo al piscuzzi que había en el porche del jardín, y que la llamaba como si estuviera poseído por enormes hombres sirena.

Se levantó del sofá y estiró los músculos, intentando alcanzar el techo, frente al televisor de cuarenta y dos pulgadas de pantalla plana que Cleo tenía en el salón.

Miró el piscuzzi de nuevo, de reojo.

¿Qué hacía? ¿Se bañaba o no se bañaba? Aquel trasto era capaz de controlar la temperatura del agua, y tenía un depósito de jabón que echaba pompas perfumadas.

Miró su reloj Casio de color oro. Funcional y sencillo, como ella misma.

Las siete de la mañana.

—No he dormido nada…

Limpió una manchita que había en el cristal del reloj con el pulgar y se dirigió a la barra americana de la cocina; allí encendió la estación de desayuno de color rojo y muy cincuentera que le había regalado a Cleo en su veinticinco cumpleaños. Era un tres en uno, un Retro Serie Breakfast Station. Hacía café, tostadas y freía lo que quisieras. Ideal para un típico desayuno americano.

Colocó las rebanadas tiernas de pan en el minihorno de la estación, ni de fibra ni de cereales, sino las más altas en colesterol, que eran las que a ella le gustaban y puso café a calentar. Freiría una tortillita con queso y ¡voilà! Podría ponerse en marcha de nuevo.

Al final, después de clavar por tercera vez sus ojos grises en el agua del piscuzzi, cedió, débil y caprichosa como se sentía en ese momento.

Se tomaría un baño mientras el desayuno se hacía solo en la máquina y meditaría sobre si debía volver a molestar a Markus mediante los mensajes de whatsapp.

Tarde o temprano deberían trabajar juntos y, seguramente, la misión era inminente. Entonces, no deberían tener sexo de nuevo, a no ser que la misión lo reclamara. Emprenderían roles distintos a los empleados para el torneo, no interpretarían los mismos papeles y, tal vez, el contacto físico ya no sería una de las premisas.

Pero ¿por qué no podía seguir dándose esos gustos? Ella era una mujer. Él era un hombre.

Era solo sexo. Ni un solo vínculo emocional entre ellos.

Sexo, puro y duro.

¿Por qué no?

Mientras se quitaba el vestido y se quedaba desnuda frente al piscuzzi, su sentido común, tan sabio él, contestó por ella: «Porque jamás debes mezclar el trabajo con el placer».

***

Lébedev sabía que aquella visita iba a tomar a Leslie por sorpresa. La mujer, tan controladora y meticulosa como era, no iba a transigir con la idea de que él conociera los detalles de lo que vendría a continuación, y ella no.

Markus estaba en Nueva Orleans porque el subdirector Montgomery, del FBI, que también lo acompañaba, había solicitado una reunión en territorio neutral que, en la actualidad, estuviera poco influido por mafias de ningún tipo.

En Nueva Orleans, ya no había mafias. Sino magias.

Y la magia negra, el vudú y todas sus variantes se encontraban en un único epicentro: aquel pedazo del mundo, tierra de grandes escritores del género de terror y paranormal; el universo de los magos y santeros. Decían que en aquel estado había muchos de aquellos caminantes sin vida: zombis.

Resultaba que rusos, hispanos y árabes eran supersticiosos y tenían miedo de la magia; no así los italianos, que a partir del 1865, representados por los primeros sicilianos, llegaron al puerto sureño de Nueva Orleans para instalar su propia mafia, liderados por los Machecca y los Matranga.

No obstante, no era la mafia siciliana lo que, en aquel momento, preocupaba al FBI y al SVR.

El caso en el que él estaba metido desde hacía años había acabado llevándolo a colaborar con la agente Connelly en Amos y Mazmorras. Y ahora Leslie era un pieza indispensable e importante para ellos y debía continuar a su lado. Ambos lo sabían y no podían huir de ello.

Montgomery se apeó del Mustang que conducía Markus y que había alquilado en el aeropuerto, y dirigió una sonrisa a la fachada de aquella casa.

El ruso no perdió aquel detalle y su mente procesó la información. A Montgomery, Cleo le caía bien.

Todavía era muy temprano y tal vez cogiese a la agente Leslie durmiendo.

Los pájaros cantaban a la mañana y la humedad empezaba a arraigar con fuerza.

Le parecía algo extraño saber que iba a hablar profesionalmente con ella cuando todavía tenía su sabor en los labios. Cuando la noche anterior se la había comido y ella había consentido.

«Será divertido», pensó.

Se dirigieron a la casa de Cleo. La primera sorpresa fue encontrarse con la puerta de la entrada abierta. Una chocita de madera y ladrillo, barnizada con colores blancos y azules, con macetas en su porche delantero, rebosantes de flores de diversos colores. Las butacas de mimbre tenían preciosos cojines estampados de colores rojos y blancos.

Era un hogar.

Algo que él jamás había tenido, pues su profesión le había obligado a no echar raíces en ningún lugar.

Al parecer Cleo era todo luz y color. Sonrió al pensar en lo diferente que era de la sexy, seria y emocionalmente distante Leslie Connelly. Hermanas, cierto, pero no siamesas.

El detalle de la puerta abierta no le había gustado nada de nada.

Con el tiempo, había aprendido a controlar muchas de sus exigencias e intolerancias; pero controlarlas no era eliminarlas. Por eso, le molestó comprobar que una agente como ella…, mejor dicho, una casa llena de agentes tenía una seguridad tan paupérrima y débil, aderezada por mentes olvidadizas.

No dudaba de que Lion Romano se hubiera quedado allí aquella noche. El agente americano estaba enamoradísimo de la hermana pequeña de Leslie, y, como buen alfa, no iba a perder la oportunidad de marcar terreno nada más pisara aquella tierra de nuevo.

—Se han dejado la puerta abierta —dijo Montgomery, tocándola con los nudillos.

—Entremos —dijo Markus, decidido.

Y la casa lo golpeó con olor a tarta, a tostadas recién hechas y a café bien calentito. Olores con los que él no estaba familiarizado.

El interior no tenía desperdicio ninguno. En el salón había un terrario con solo un camaleón. Se suponía que tenían dos… ¿Dónde estaba el otro?

Los cojines de formas que parecían piezas de puzle estaban pulcramente colocados por tonalidades de más oscuras a más claras sobre el ancho y largo sofá. Sobre la superficie mullida, todavía permanecían grabadas las marcas viciadas del cuerpo de una mujer. Y no solo las marcas. También su olor.

El perfume de Leslie se le había quedado grabado para siempre en el cerebro, desde que la conoció. Ella le había dicho que era Hypnotic Poison de Dior, y el sofá olía a ella. Él jamás le diría que había comprado un frasco para rociar con él las braguitas que le había arrancado la noche anterior. Y que, por cierto, llevaba guardadas en el bolsillo trasero de su tejano.

A través de los cristales pudo ver el jardín trasero de la casa. Había un saco de boxeo de pie de la marca Lonsdale. El césped verde y bien cuidado resaltaba con la madera del porche trasero.

Oyó el sonido de una bomba de agua y llegó hasta él el olor del jabón a fresas.

Después, una voz femenina tarareó el estribillo de una canción.

¡Woooh, tonight! Tonight we could be mooooore than friends… Wooooh tonight… Tonight we should be mooooore than friends

Montgomery frunció el ceño y miró a Markus con cara de póker.

Este ignoró al subdirector y, atraído por aquella voz, que, dicho sea de paso, cantaba en bajito para no desafinar, avanzó con paso silencioso, como los jaguares a punto de atacar. Se asomó al porche trasero y lo que vio le dejó anonadado.

Había una mujer completamente desnuda en una enorme tina de madera; un jacuzzi. La superficie del agua estaba cubierta por burbujas perfumadas, y ella, de cara a él, tenía los brazos y el cuello apoyado en el respaldo acolchado, mientras cantaba la canción que escuchaba a través de los cascos de su iPod.

Era Leslie, abandonada al burbujeo y el frescor de su baño. Sin preocupaciones ni distracciones. Ella, el agua y la música.

Markus parpadeó, noqueado por la imagen.

Le pareció tan sensual, con el pelo mojado y brillante, flotando como hebras de hilo negro entre el agua y el jabón…

Tenía los ojos cerrados. Dibujaban una curvatura más que especial e insinuante. Esos ojos rasgados también lo tenían algo trastornado.

—¡Mierda! —gritó una voz tras él.

Montgomery se había dado la vuelta al ver a Leslie de aquella guisa. La profunda voz del subdirector alertó a la joven, que abrió los ojos de golpe y los focalizó en Markus.

Él parpadeó, sin pizca de vergüenza, disfrutando de lo que veía.

Ella parpadeó confusa, hasta tres veces, sin comprender qué hacía él ahí, como si su mente no acabase de ubicarlo en aquel espacio y, entonces, exclamó:

—Pero ¡por todos los santos!, ¡¿qué mierda crees que estás mirando?! —gritó salpicándole y hundiéndose en el agua.

Markus se echó a reír.

—¡Dígale que se vista! —pidió Montgomery, azorado.

Markus sonrió entretenido y se limpió el jabón que le había caído en los ojos.

—Se ha hundido. Cuando salga, se lo diré.

—¡Sáquela de ahí, por Dios! ¡Se va a ahogar!

Montgomery volvió a mirar al frente para dejar de mirar, como Dios la trajo al mundo, a su mejor agente.

—Pero si no se le veía nada —replicó Markus.

—¡Y eso es peor!

El subdirector centró su ojos azules en la barra americana de la cocina, pero, ahora, donde antes había una cafetera retro de color rojo, había un culo de un hombre desnudo. Abrió los ojos como platos y negó con la cabeza.

—¡Agente Romano! —le dijo para llamarle la atención.

Lion, que se había levantado para requisar comida de la nevera y café, se dio la vuelta, sorprendido, y se cubrió sus partes más nobles. En su torso había una venda blanca que cubría la herida que le había provocado Venger en el torneo de Dragones y Mazmorras Ds.

—¡Pero ¿qué demonios está haciendo usted aquí, señor?! —preguntó, histérico—. ¡¿Lébedev?! —Miró a Markus, extrañado.

El mohicano levantó la mano para saludarle, sin dejar de mirar el piscuzzi, preocupado porque Leslie todavía no emergía de su chapuzón.

—Romano —lo saludó.

—¡¿Qué estáis haciendo aquí?! —gritó Lion.

—¡¿Qué es esto?! —inquirió Montgomery, con aquellos ojos azules dilatados por el shock—. ¿Una maldita casa naturista? ¡Todo el mundo está en pelotas!

Markus se rió por lo bajo. Lion le dirigió una mirada de pocos amigos.

—¿No saben llamar? —preguntó el agente entre dientes.

—Lo hemos hecho, pero nadie nos ha oído. Por cierto —Markus lo miró de reojo, censurándole por su descuido—, os habéis dejado la puerta abierta. El sistema de alarmas es una vergüenza.

—Esta casa no tiene sistemas de alarmas, Lébedev —señaló Lion, malhumorado—. Solo un monitor de reconocimiento. Pero se desconecta cuando la puerta está abierta. Es la casa de Cleo, y es así de feliz. Ya me encargaré yo de asegurarla.

—Estás tardando.

—Claro, ruso —contestó, arisco—. He tardado porque un puto personaje de Dragones y Mazmorras me clavó un cuerno en el pulmón. Me venía mal instalar un sistema de seguridad mientras me ponían la ventilación asistida —contestó, irónico. Miró su propia desnudez y dijo—: ¿Y Leslie?

—Haciendo submarinismo en el piscuzzi —contestó—. La hemos sorprendido y se ha sumergido, avergonzada.

Lion enarcó las cejas negras; la que tenía la cicatriz subió más que la otra.

—Pues sácala de ahí o no lo hará hasta que sus pulmones estén encharcados de agua. Es una cabezona.

Markus entrecerró los ojos, de color amatista. Lion Romano conocía muy bien a Leslie, pero ¿hasta qué punto? ¿Habrían tenido algo juntos?

Lion sonrió al leer esa misma pregunta en la actitud de Lébedev.

—Olvídalo ruso, yo soy de Cleo —dijo, zanjando el asunto con determinación.

Montgomery miró a uno y a otro como si no se creyera lo que estaba escuchando.

—Hagan el favor, señores. Usted —miró a Lion—, suba arriba y déjenos solos. Señor Lébedev —le indicó al ruso—, salve a Leslie de morir ahogada.

Lion abrió la nevera, sin importarle que contemplaran su desnudez; cogió zumos en brik, frutas y bocadillos fríos, y cargó con ellos para subir las escaleras que daban a la planta superior.

—Suerte —les deseó Lion, sonriendo a Markus por encima de su hombro.

Una vez que Lion desapareció de la escena, Montgomery respiró más tranquilo.

—Lébedev, saque a la agente Connelly de ahí —repitió sin paciencia.

Markus se encogió de hombros y salió al porche para meter los brazos en el agua y sacar a Leslie, como si hubiera cazado a una sirena o a un pez enorme.

—¡No me saques! ¡Estoy desnuda! —gritó Leslie sin abrir los ojos, pues los tenía cubiertos de jabón—. ¡Markus! ¡Déjame dentro!

—Entonces, estate quieta —le ordenó él sin inflexiones, limpiándole el jabón de la cara con los dedos—. ¿Te acerco un albornoz? El subdirector Montgomery está esperando en el salón.

—¿Montgomery? —preguntó abriendo los ojos poco a poco y escupiendo el jabón del interior de su boca—. ¿Qué hace aquí? ¡Deja de tocarme! —se quejó ella apartándole las manos, vigilando que Montgomery no los viera.

A Markus le apeteció decirle que la noche pasada no le dijo nada de eso. Pero a Leslie le gustaba mantener las apariencias profesionales…, y a él también.

Ante Montgomery, serían serios y no darían pie a habladurías.

—Viene a darnos las directrices —le explicó Markus, esperando a que ella reaccionara.

Leslie parpadeó y, después, su semblante alterado y sonrojado cambió para convertirse en una máscara de respeto y absoluta responsabilidad.

—¿Nos toca? —preguntó en tono circunspecto.

Markus asintió con la cabeza.

—Nos toca.

—De acuerdo. Acércame el albornoz ese de ahí. —Le señaló un albornoz de toalla de color negro con la Pantera Rosa estampada en la espalda.

Markus se levantó, pues estaba medio arrodillado frente al piscuzzi, y cogió la prenda para inspeccionarla con sus dedos.

Leslie puso los ojos en blanco y alzó la mano.

—No es mía. Es de mi hermana —se excusó.

—Curioso.

—Sí. —Ella movió los dedos esperando a que él se la llevara—. Si esperas que vaya yo a recogerla, Lébedev, vas listo.

Markus se sorprendía de lo mucho que lo entretenía.

—Ayer no eras tan vergonzosa.

—Cállate —lo riñó en voz baja—. Montgomery te va a oír.

—¿Montgomery? Lo habéis trastornado entre todos. Está en el salón, esperando a irse de esta casa de locos. Estoy seguro que hasta se ha tapado los oídos para no escuchar nada más. Los agentes norteamericanos sois muy extraños.

—Y eso me lo dice uno que lleva un erizo en la cabeza.

Markus sonrió, indolente.

—¿Me vas a dar el albornoz o no? —preguntó ella con impaciencia.

No quería hacer esperar al subdirector. Era un alto cargo del FBI y se merecía un respeto.

Él negó con la cabeza, para provocarla.

Los ojos grises de Leslie brillaron, desafiantes, y reaccionó como él no se esperaba. Salió del piscuzzi, dejando que el agua se deslizara por todo su cuerpo y acariciase su piel desnuda y lisa. Pechos, vientre, entrepierna, muslos…

Ella lo miró, ni corta ni perezosa. Levantó una pierna, para mostrarle el camaleón, y después la otra, para salir del piscuzzi. Caminó con lentitud y una aparente y calculada naturalidad hasta plantarse frente al ruso.

Él tragó saliva y abrió el albornoz.

Leslie se dio la vuelta, sonriendo, altanera. Lo había dejado sin palabras.

Permitió que Markus le hiciera una radiografía profunda de su espalda y sus nalgas.

Él carraspeó.

Plokhoy Khamaleona —le dijo al oído ayudándola a ponerse bien el albornoz.

Leslie se apartó para atarse el cinturón y cubrirse por completo, sin dejar un centímetro de su piel expuesta. Markus le había llamado «camaleón malo» y a ella le había parecido provocador.

—Deja el juego para otro momento, ruso.

Se dio la vuelta y se metió en el interior del salón.