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Ejercer de optimista realista

«Entender las ideas que os propongo a continuación es sencillo, pero llevarlas a la práctica no lo es. Os aviso para que no os ocurra como al buen hombre que, a los pocos días de gastarse sus ahorros en comprar un piano, se quejaba descorazonado: “¡Eso de tocar el piano no funciona, yo lo he tocado con mis manos muchas veces y no suena a nada!”».

Paul Watzlawick, El lenguaje del cambio, 1978

Cultivar estados de ánimo positivos

«Quienes dejan de fijarse en el polvo que la criada no ha limpiado, en las patatas que la cocinera no ha cocinado, o en el hollín que el deshollinador no ha deshollinado… notarán que la vida es mucho más agradable que cuando se sentían constantemente preocupados o irritados por estas cosas».

Bertrand Russell,

La conquista de la felicidad, 1930

En los últimos cincuenta años, gracias al mejor conocimiento que tenemos sobre el funcionamiento del cerebro y los procesos que regulan la toma de decisiones de las personas, se ha llegado a la conclusión de que los sentimientos desempeñan un papel fundamental en la forma de pensar y de interpretar el mundo. Determinados centros cerebrales -por ejemplo, el hipotálamo y la amígdala-, que están encargados de elaborar y modular las emociones, estimulan a su vez las neuronas especializadas en razonar. Como resultado, existe una coherencia entre lo que sentimos y lo que pensamos. Quienes logran mantener en general un estado de ánimo moderadamente alegre tienen altas probabilidades de tener una disposición optimista. Está demostrado que un estado de ánimo positivo estimula recuerdos placenteros y bloquea las memorias desagradables. Por el contrario, las personas que se sienten tristes tienden a evocar preferentemente experiencias negativas y a olvidar las positivas. En cuanto a la visión del futuro, los individuos alegres se inclinan a predecir hechos favorables y a considerar que serán beneficiados por ellos, mientras que las personas desalentadas tienen una alta propensión a augurar infortunios y a anticipar que serán víctimas de ellos. Esto ocurre incluso en individuos a quienes se induce artificialmente a sentirse alegres o tristes antes de preguntarles su opinión sobre el futuro. Es evidente que no tenemos control sobre la miríada de factores que influyen en nuestro estado de ánimo; desde el equipaje genético hasta la personalidad, pasando por la salud física y mental, las condiciones del medio o los sucesos inesperados que nos afectan. Pero no es menos cierto que podemos alimentar nuestras emociones positivas y programar situaciones que las favorezcan.

El filósofo español José Antonio Marina no hace mucho me corroboró en persona el optimismo que emana de su obra. En su interesante ensayo El laberinto sentimental, Marina sugiere que para reformar nuestra personalidad afectiva, con el fin de disfrutar más de la vida, es necesario añadir sentimientos esperanzadores que, sin menoscabar la razón y la prudencia, permitan «hacer del náufrago un navegante».

Lo que voy a sugerir a continuación es bastante obvio, pero lo hago porque al igual que Paul Watzlawick nos advierte en la cita del principio, yo también sé por experienda que las ideas más sencillas y útiles a menudo se nos escapan en la vorágine cotidiana, y cuando las evocamos con intención de llevarlas a cabo nos damos cuenta de que no son nada fáciles de practicar. Cualquier trabajo que realicemos para cultivar emociones positivas implica identificar y fomentar las situaciones bajo nuestro control que nos producen sentimientos de satisfacción, y tratar de eliminar, o al menos reducir, aquellas que nos entristecen. En este sentido, la evidencia acumulada apunta consistentemente a los beneficios de concentrar nuestros esfuerzos en ciertas áreas bastante universales, empezando por las relaciones con otras personas.

Numerosas investigaciones respaldan la noción de que los individuos emparejados o que forman parte de un hogar familiar, de un círculo de amistades o de un grupo solidario con el que se identifican, se consideran más satisfechos emocionalmente que quienes viven solos, aislados o carecen de una red social de apoyo emocional. Intercambiar emociones y pensamientos, dar y recibir afecto, y aceptar y ser aceptados por los demás son actividades que estimulan estados de ánimo positivos.

No me canso de resaltar los beneficios emocionales que nos aporta hablar. Gracias a los vínculos que existen entre las palabras y las emociones, hablar no sólo nos permite desahogamos y liberamos de las cosas que nos preocupan, sino experimentar los sentimientos placenteros que acompañan a la comunicación entre personas queridas. De hecho, evocar, ordenar y verbalizar nuestros pensamientos en un ambiente acogedor es siempre una actividad gratificante. Por eso, somos muchos -aunque no lo digamos- los hombres y las mujeres que cuando no contamos con interlocutores humanos hablamos al perro, al gato, al pajarito, o a la planta que viven en casa. Y no pocos nos sentimos mejor cuando hablamos con nosotros mismos, eso sí, en alto.

Las ocupaciones o actividades que nos estimulan física o intelectualmente, que nos permiten practicar y desarrollar nuestras aptitudes y talentos, y que exigen un grado moderado de esfuerzo inducen sentimientos gratos de utilidad y competencia. En general, invertir energía en perseguir objetivos alcanzables es una estrategia más eficaz que trabajar para evadir desenlaces negativos. Por ejemplo, la persona que para evitar ser rechazada por los demás se empeña en aislarse y huir de las actividades sociales, paga un alto precio por meterse en su trinchera y, a la larga, empeora su situación. Sin embargo, si esta persona logra enfrentarse a las dificultades que le supone relacionarse con otros, casi siempre se verá recompensada, aunque sólo sea por haberlo intentado.

A medida que se prolonga la duración de la vida y que la tecnología permite reducir el número de horas laborables, la calidad del tiempo libre se revaloriza y su influencia sobre el estado de ánimo se hace más significativa. Hoy existe un abanico interminable de ofertas para avivar las emociones positivas durante el tiempo de ocio. Una buena fórmula es adoptar una dieta regular de pequeñas actividades refrescantes, reunimos con amigos, disfrutar de una comida sabrosa o una música grata, pasear por el parque, hacer deporte o salir de excursión. Y no olvidemos el poder explosivo del humor. Su función primordial es actuar de purgante y liberamos de sentimientos negativos.

Un estudio reciente sobre actividades diarias placenteras, llevado a cabo por el psicólogo y economista Daniel Kahneman, y una provocativa encuesta de la revista Time coinciden en que, al menos en Estados Unidos, las actividades más populares para mejorar el estado de ánimo son las siguientes: hablar con amigos o familiares, escuchar música, rezar o meditar, ayudar a otros, darse un baño o una ducha, jugar con un animal doméstico, hacer ejercicio, comer, darse una vuelta en el coche y tener relaciones sexuales. Entre las madres que trabajan fuera de casa, algo tan sencillo como ver a solas un programa de televisión entretenido es una manera más agradable de pasar el tiempo que salir de compras, cocinar o cuidar de los hijos.

Las pequeñas cosas agradables que nos ocurren en la vida cotidiana tienen una marcada influencia sobre nuestras emociones, actitudes y conductas. Por ejemplo, hechos sencillos como encontrarnos inesperadamente una moneda en el depósito del cambio de un teléfono público, ver irnos minutos de una película de risa, recibir un ramo de flores u otro pequeño regalo, o enteramos de que hemos ejecutado bien una tarea, son suficientes para aumentar nuestro nivel de optimismo. Esos momentos de alegría moderada tienen además un impacto importante en las decisiones que tomamos, en la creatividad que empleamos para resolver problemas, en la memoria, en la capacidad para aprender, en la motivación para embarcamos en un nuevo proyecto y en la forma de relacionamos con los demás.

Como contraste, lo que nos puede dar una felicidad intensa y repentina no mejora necesariamente nuestra disposición a ver las cosas de forma positiva. Por ejemplo, estados emocionales de gran euforia o júbilo producidos por sustancias estimulantes o por acontecimientos extraordinarios interrumpen el ritmo del funcionamiento cerebral y requieren ajustes mentales importantes en la persona. Por ello, desde el punto de vista de estimular la disposición optimista que promueva la sociabilidad, facilite la toma de decisiones y la solución creativa de problemas en el día a día, quizá sea más beneficioso encontrarse cinco euros en la calle que ganar cinco millones en la lotería.

Para mantener un espíritu vital es importante vivir inmersos en la laboriosidad. En los últimos veinticinco años se ha confirmado repetidamente que los hombres y las mujeres que ejercitan con regularidad las funciones del cuerpo y las facultades del alma -la memoria, el entendimiento y la voluntad- tienden a disfrutar de un estado de ánimo más positivo que quienes no practican estas capacidades. La evidencia científica de los efectos positivos y placenteros de la actividad física y mental en nuestro estado de ánimo es sin duda convincente. El ejercicio físico regular no sólo nos permite resistir mejor las contrariedades que pueden minar nuestro entusiasmo, sino que aumenta la producción de endorfinas, las hormonas que ejercen efectos agradables, y además favorece la calidad de nuestro reposo.

Las personas que se prestan desinteresadamente a ayudar a los demás, aunque no sea más de una hora a la semana, comparadas con quienes no ofrecen ningún tipo de ayuda desinteresada, sufren menos de ansiedad, duermen mejor y son más proclives a mantener una perspectiva más favorable de la vida. Voluntariar-un verbo que no existe todavía en las lenguas románicas pero sí en las germánicas, como el inglés- es bueno para el estado de ánimo. Siempre me gusta recordar la receta de la escritora francesa Simone de Beauvoir para nutrir nuestro entusiasmo: «Dedicamos a otras personas, a grupos o a causas, y vivir una vida de entrega y de proyectos». Ayudar a los demás también es ayudarse a sí mismo. El bien común nos favorece a todos.

En la actualidad, las actividades espirituales, incluyendo la meditación, los rezos, los cánticos religiosos y los ritos místicos en grupo, gozan de gran popularidad como fuente de emociones positivas. De hecho, en los últimos cinco años, con la clara y curiosa excepción de los países de Europa occidental, las religiones de muy diversa denominación están en ascenso en el mundo. Como apunta la escritora inglesa Karen Armstrong en Una historia de Dios (1993), a pesar de la esencia fundamentalmente imaginaria y abstracta de las religiones, lo que de verdad importa es que sean prácticas. Según ella, es mucho más importante que una idea particular sobre Dios funcione y cumpla su objetivo a que sea lógica o racional. También es cierto que mucha gente disfruta construyendo su propia espiritualidad sin dioses ni anhelos de eternidad. Sus voces internas de esperanza se alimentan de ideales positivos como el amor, la justicia, la libertad o la creatividad. Tampoco faltan quienes se regocijan conectándose con algún aspecto del universo, como la salida o puesta de sol, o la brisa del mar.

Finalmente, para fomentar nuestro optimismo o, por lo menos, para proteger el que ya tenemos, resulta muy eficaz diversificar nuestras fuentes de satisfacción y compartimentarlas. Las personas que desempeñan a gusto varias actividades diferentes e independientes disfrutan más de la vida en general y soportan mejor los contratiempos. Esto es, una ocupación estimulante puede amortiguar el golpe de un fracaso familiar. Lo mismo que los inversores reparten su capital en diversos negocios, es bueno diversificar las parcelas de satisfacción en nuestra vida.

Moldear la forma de pensar

Havelock Ellis: «El lugar donde más florece el optimismo es en los asilos de lunáticos».

Albert Einstein: «Pues yo preferiría ser un optimista loco que un pesimista cuerdo».

Alice Calaprice, Las citas de Einstein, 1996.

El segundo método eficaz para estimular el talante optimista consiste en adoptar un estilo de pensar positivo. Para ello, lo primero que tenemos que hacer es «pensar en cómo pensamos». Con esto quiero decir que hay que analizar, cuestionar y valorar la sensatez, las ventajas y los inconvenientes de los juicios espontáneos que emitimos sobre nosotros mismos, nuestros semejantes, los sucesos que nos afectan, sobre las probabilidades futuras de conseguir lo que deseamos y, en definitiva, sobre la vida en general.

El paso siguiente consiste en tratar de moldear nuestra forma de pensar para que sea lo más provechosa, favorable y sensata posible. Nuestra tarea, como ya apuntaba William James hace casi un siglo, consiste en adoptar y practicar la nueva forma de pensar, aunque al principio lo hagamos de un modo premeditado o «artificial». A la pregunta de «¿qué puede hacer la persona que se siente desdichada y está encerrada en sí misma?», Bertrand Russell contestó: «Si su perturbación se debe, por ejemplo, a la sensación de culpa por haber pecado, debe comenzar por convencer a su cerebro consciente de que no hay razón alguna para creerse persona pecadora. También es importante que esta persona se acostumbre a creer que la vida seguirá valiendo la pena».

A continuación, ilustraré los aspectos problemáticos más frecuentes de nuestra forma de pensar en situaciones concretas, y también haré algunos comentarios sobre los efectos perjudiciales de las creencias o suposiciones equivocadas más extendidas.

Todas las personas elaboramos pensamientos automáticos que resumen la evaluación que hacemos de una situación determinada. La intuición y el presentimiento son herramientas muy importantes para ayudamos a decidir. Sin ellas los seres humanos tendríamos gran dificultad para enjuiciar muchas circunstancias, especialmente las más inciertas. Recuerdo a Roger, por ejemplo, un joven abogado de 29 años. Este hombre, de aspecto taciturno, se quejaba de que se sentía desmoralizado porque llevaba mucho tiempo intentando encontrar un trabajo. Mientras repasábamos paso a paso su búsqueda de colocación, Roger cayó en la cuenta de que desde la primera vez que vio una oferta interesante en la sección de empleos de un diario, siempre que percibía una oportunidad laboral le venía a la mente el siguiente presentimiento reflejo: «Para qué llamar, pensarán que no tengo nada que ofrecer». Después de reflexionar un rato ambos coincidimos en que semejante presagio era absurdo y paralizante. A los pocos días, Roger comenzó a acudir a agencias de empleo y después de varias semanas encontró un trabajo. Las probabilidades de acertar la quiniela son bajísimas, pero si no jugamos, son nulas.

La historia de Ana -37 años, una médica muy competente y respetada en su especialidad, segura de sí misma y atractiva- ilustra también cómo ciertos pensamientos que brotan de manera inmediata nos juegan una mala pasada. Durante mucho tiempo Ana había albergado la ilusión de formar una familia pero, al mismo tiempo, no podía evitar sentirse profundamente pesimista con respecto a sus posibilidades de tener una relación sentimental estable. Cuando le pedí que me explicara sus sentimientos, me respondió: «Estoy convencida de que nunca encontraré pareja, porque ningún hombre está dispuesto a convivir con una mujer tan fuerte ni con tanta personalidad como yo». Poco después, añadió con contundencia: «¡Simplemente, los asusto!» Cuando le pedí un ejemplo, Ana me confió que hacía poco tiempo había conocido en un acto social a un hombre que, de primeras, le había caído muy bien. Tras un par de horas de charla amigable, él dejó caer con sutileza que se sentía muy bien con ella y le gustaba su manera de ser. Ana instintivamente pensó: «Realmente lo único que busca es una relación sexual superficial; si me conociese mejor se sentiría amenazado y echaría a correr». A los pocos minutos, sintió un impulso irresistible de huir, se inventó una urgencia, se disculpó y desapareció apresuradamente sin dejar rastro. Después de recapacitar juntos sobre quién realmente había asustado a quién, llegamos a la conclusión de que quien se había sentido amenazada fue ella y no a la inversa, como apuntaba erróneamente su teoría. El argumento que Ana utilizaba para justificar su visión negativa y agorera de las perspectivas de forjar una relación, aparte de cuestionable, era tan tajante y global que incluso en una situación prometedora, como la del ejemplo, no permitía la más mínima consideración o el menor margen de esperanza.

Paul Watzlawick, profesor de Psicología de la Universidad de Stanford, describe con ironía en El arte de amargarse la vida las consecuencias negativas de esta forma pesimista de pensar que practican inconscientemente algunas personas. En este ejemplo, Watzlawick aborda la perspectiva del pasado: «Casi todos podemos conseguir ver el ayer a través de un filtro que sólo deje pasar la luz de lo bueno y lo bello. Y si este truco no funciona, podemos recordar nuestra niñez como una época de la que no echamos de menos ni un solo día. En cambio, los aspirantes a la vida amarga ven únicamente lo penoso del pasado, o valoran su juventud como una edad de oro perdida para siempre, lo que se convierte en una fuente inagotable de nostalgia y de aflicción».

Otra faceta de nuestra forma de pensar es el estilo que utilizamos para explicar los sucesos que nos afectan. El modelo desarrollado por Martin Seligman que describí en el capítulo sobre los ingredientes del optimismo es muy útil. Seligman analizaba la permanencia o duración del impacto de los sucesos, la penetrabilidad o extensión que le asignamos a sus efectos, y la personalización o grado de responsabilidad personal que estamos dispuestos a asumir por lo ocurrido. Ahora, a modo de ilustración, consideremos la explicación que Antonio da a la explosión de enfado de la esposa porque al llegar a casa cansada del trabajo debe afrontar un disgusto de poca importancia: «Isabel es la persona de peor humor del mundo». Tal valoración es ciertamente más pesimista y demoledora que una explicación menos global como por ejemplo: «Isabel está hoy más enfadada que nunca». Si por el contrario es el marido quien pierde los papeles y hace un comentario hostil sobre ella, la explicación de Isabel «todos los hombres son abusones y en el fondo odian a las mujeres» es menos útil a la hora de tratar de entender, abordar y zanjar una agresión verbal por parte de Antonio, un hombre concreto, que «Antonio está actuando de una forma injusta y machista».

Ante situaciones afortunadas, ciertas explicaciones estimulan la autoestima más que otras. Por ejemplo, «me seleccionaron para el equipo de rugby porque soy un buen atleta», es más reconfortante que «me eligieron para jugar porque soy muy corpulento». Por la misma razón, la explicación de «nos salvamos del accidente porque soy un buen conductor y tengo buenos reflejos» es más positiva que «¡no nos matamos de milagro!».

A la hora de juzgar las circunstancias que nos afectan, son preferibles las explicaciones que minimizan el impacto de los infortunios o facilitan comparaciones ventajosas entre lo sucedido a nosotros y a los demás. En otoño de 2004, por ejemplo, los vecinos de la ciudad de Pensacola, en la costa de Florida, retomaron a sus casas desde los refugios después de que amainara el devastador huracán Iván, y se encontraron con sótanos inundados, tejados destrozados, árboles arrancados de cuajo, y postes de la luz por los suelos. Pese a este panorama de desolación, muchos se consolaban con el antiguo axioma de «podría haber sido peor». El diario The New York Times citaba incluso las palabras de una niña de diez años a su madre al ver su casa convertida en una gran pila de escombros: «Mamá, lo hemos perdido todo, pero ¡tenemos la suerte de estar vivas!». Meses más tarde ejemplos como éste se multiplicaban entre los supervivientes del apocalíptico maremoto que arrasó las costas de una docena de países del sur de Asia, en las Navidades de 2004.

En un sentido parecido, el psiquiatra Viktor E. Frankl, nacido en Viena en 1905, sugirió que para superar la adversidad es muy útil encontrarle algún aspecto positivo. Para ilustrar su consejo relató la siguiente anécdota: «En una ocasión, un viejo médico me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. No podía sobreponerse a la pérdida de su esposa que había muerto hacía dos años y a quien él había amado por encima de todas las cosas. En vez de decirle nada le hice la siguiente pregunta: «¿Qué habría sucedido, doctor, si usted hubiese muerto primero y su esposa le hubiese sobrevivido?». «Oh», respondió, «Para ella hubiera sido terrible, habría sufrido muchísimo». A lo que le repliqué: «Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a su esposa todo ese sufrimiento, pero ahora tiene que pagar por ello sobreviviendo y llorando su muerte». En otro ejemplo, Frankl, quien estuvo internado un par de años en varios campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial, nos cuenta su experiencia cuando fue transportado a la estación de Auschwitz, donde se realizaba la primera selección de los detenidos que irían a trabajar y los que serían eliminados inmediatamente en los hornos crematorios: «Como el hombre que se ahoga y se agarra a una paja, mi innato optimismo, que tantas veces me había ayudado a controlar mis sentimientos en las situaciones más desesperadas, se aferró a este pensamiento positivo: algunos prisioneros tienen buen aspecto, parecen estar de buen humor, incluso se ríen, ¿quién sabe? Tal vez consiga compartir su favorable posición, y viva para contarlo».

Hay posturas antioptimistas generales que, en el fondo, reflejan miedo a las consecuencias de una visión positiva. Basta citar estas frases muy comunes: «Si me dejo llevar por el optimismo seguro que me desilusiono», «Pensar positivo es engañarse a uno mismo», o «El optimismo es peligroso porque te ciega y no te deja ver la realidad». Quienes las adoptan tienen tendencia a distorsionar negativamente los hechos para evitar que éstos apoyen la premisa de que el optimismo es bueno. Son individuos que se centran prioritariamente en los fallos o los defectos de las cosas, y pasan por alto los aspectos positivos de cualquier situación. Por ejemplo, cuando son evaluados en el trabajo sólo se fijan en los comentarios negativos del jefe e ignoran o niegan los positivos. Algo similar ocurre cuando se empeñan en menoscabar una situación favorable con una coletilla desfavorable: «Pues sí, soy competente en mi trabajo, pero de qué me sirve si a mi familia no le interesa». Las lecturas negativas del pensamiento de otros, tanto si son imaginarias como equivocadas, también fomentan la amargura y el desaliento: «Yo sé que estará pensando que soy una idiota», o «Mi novia me va a dejar, lo sé», a pesar de que la otra persona no dio indicación alguna de lo que pensaba. Otra distorsión frecuente consiste en ver las cosas en categorías drásticas de «buenas» y «malas», «siempre» y «nunca», «todos» y «ninguno», sin términos medios, o en creer que todo lo que no es perfecto es un fracaso.

Un grupo de pensamientos negativos que minan la autoestima obedecen a lo que podemos llamar la tiranía del debería. Esto ocurre cuando la persona piensa que está absolutamente obligada a ser, a sentir o a comportarse de forma utópica, incongruente con su personalidad, incompatible con la situación o simplemente imposible de realizar para cualquier ser humano. Los ejemplos abundan: «Debería estar siempre de buen humor», «Nunca debería impacientarme», «Debería tener quince o veinte amigos íntimos», «A mis 60 años y con un triple bypass debería subir corriendo por las escaleras al noveno piso sin ahogarme». Estas expectativas irracionales e inalcanzables suelen nutrir sentimientos de fracaso, de culpa, de desmoralización e, incluso, de odio hacia uno mismo. Atención: el optimismo no se escapa de la tiranta del debería. No son pocos los pacientes profundamente deprimidos que se han recriminado sin piedad en mi presencia tras lamentarse de esta forma: «Debería estar sonriente cuando me levanto por las mañanas y le doy los buenos días a mi mujer», «Debería organizar un baile en mi casa para celebrar la promoción de mi hijo», o cosas por el estilo.

Si entramos en un contexto más general, hay tres supuestos pesimistas, tan antiguos como populares, que a menudo sirven de base justificativa de esa visión deprimente y fatalista del mundo y sus ocupantes. Ya he tratado este punto en obras anteriores. No obstante, confieso que no pasan muchos días sin que me encuentre a alguna persona estancada en el derrotismo a causa de estas nefastas e irreales quimeras.

Una es la creencia de que los mortales somos seres malévolos por naturaleza. Esta idea explica el que tanta gente se asombre o exprese incredulidad ante noticias de gestos abnegados o altruistas. También explica los intentos que hacen tantos críticos sociales para buscar motivos interesados o en estas conductas bondadosas. El siguiente comentario de Paul Watzlawick viene al caso: «Para atizar la duda sobre el desinterés y la pureza de intenciones de quien ayuda a un semejante basta preguntarse ¿lo hace para impresionar?, ¿para causar admiración?, ¿para obligar al otro a estar agradecido?, ¿para acallar sus propios remordimientos de conciencia?… el poder del pensamiento negativo casi no tiene fronteras, pues el que busca encuentra. El pesimista busca por todos lados el talón de Aquiles y descubre que el honrado bombero es de hecho un piró- mano inhibido; que el valiente soldado da rienda suelta a sus impulsos suicidas inconscientes o a sus instintos homicidas; que el policía se dedica a perseguir criminales para no volverse él mismo un criminal; que todo cirujano es un sádico disfrazado; que el ginecólogo es un voyeur; y que el psiquiatra quiere jugar a ser Dios. Ahí tienen, así de sencillo es desenmascarar la podredumbre de las personas».

Pese a la popularidad del «piensa mal y acertarás», cada día se acumulan más datos científicos que demuestran que los seres humanos heredamos y transmitimos la bondad a través de nuestro equipaje genético. Por otra parte, cualquiera que observe sosegadamente a sus allegados y a los miembros de la comunidad en la que vive, no tendrá más remedio que reconocer que la gran mayoría es gente pacífica, generosa y solidaria.

Una segunda generalización pesimista, igualmente descaminada, es la que afirma que la humanidad nunca ha vivido en tan pésimas condiciones y el futuro se vislumbra aún peor. Todos conocemos personas para quienes las continuas y espectaculares mejoras experimentadas en mortalidad infantil, esperanza de vida, educación, libertades individuales, derechos de las mujeres y de los niños, no hacen la más mínima mella en su visión implacable del negro destino del género humano. La realidad, sin embargo, es que si repasamos nuestra historia, resulta muy difícil negar que a pesar de sus muchos altibajos, el progreso del mundo ha sido evidente. Y en cuanto al futuro de nuestra especie, quizá con la excepción de la célebre Casandra que, dotada por Apolo del don de la profecía vaticinó acertadamente la masacre de los troyanos a manos de los griegos, todos los profetas agoreros y demás visionarios que han profetizado un final apocalíptico han desbarrado escandalosamente, desde Jeremías a Herbert Wells, pasando por san Juan, Zoroastro, Nostradamus y Thomas Malthus, por citar a un pequeño mosaico de pesimistas empecinados a quienes la historia ha puesto en evidencia.

La tercera declaración pesimista sin base científica alguna es que la humanidad es irremediablemente desdichada. Esta idea se sustenta día a día de las desgracias y calamidades que arrojan continuamente los medios de comunicación, y captan nuestra atención. En el fondo no podemos evitar sentimos atraídos e incluso fascinados por las tragedias. Sin embargo, cientos de estudios internacionales demuestran que, en circunstancias normales y en términos globales, los hombres y las mujeres se sienten razonablemente dichosos. En los últimos quince años un grupo de especialistas europeos y estadounidenses -como Michael Argyle, Ed Diener, Ronald Inglehart, David Lykken, David Myers y Ruut Veenhoven- han examinado metódicamente el grado de dicha de las personas. Sus investigaciones han confirmado una y otra vez que entre el 70 y el 80 por ciento de los habitantes del planeta se considera contento con su vida. Su nivel de dicha es independiente de la edad, el sexo, la posición económica, la apariencia física, la ocupación, el cociente de inteligencia o la raza. Por cierto, en los últimos años -quizá como resultado de mi inolvidable experiencia con Robert en el hospital Coler Memorial- suelo concluir mis conferencias sobre la salud o el bienestar de las personas haciendo al público la siguiente propuesta. En primer lugar, les animo a que se concentren y evalúen interiormente su «satisfacción con la vida en general». Lo de «en general» es importante, pues quiero evitar que se dejen influir por alguna molestia o preocupación que les esté afligiendo en ese momento. A continuación, les pido que se imaginen una escala graduada del 0 (muy insatisfechos) al 10 (muy satisfechos). Acto seguido, les ruego que todos aquellos que se den un 5 o más alcen el brazo. Sin excepción, la levantada de brazos es contundente. Pero no menos masiva es la sorpresa que se llevan los presentes. Ya sé que no se puede descartar la posibilidad de que algunos exterioricen un nivel de satisfacción que realmente no sienten. Pese a esto, la deducción más razonable es que si una persona declara estar satisfecha es porque lo está. No he conocido a nadie feliz que no piense que lo es.

El poder seductor de estas tres generalizaciones pesimistas y erradas se basa en que sirven de justificación a mucha gente a la hora de plantarse en su opinión fatalista y de aferrarse a una visión resignada del mundo y sus residentes. Yo diría, sin embargo, que la perspectiva más provechosa y sensata de la vida no les pertenece a quienes se lamentan de la humanidad sin considerar sus atributos positivos, sino a quienes la celebran después de haber sopesado los aspectos negativos.

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Gracias a la gran capacidad humana de razonar, de aprender y de cambiar, las personas que se lo proponen y están dispuestas a invertir su tiempo y esfuerzo en el empeño tienen la posibilidad de aumentar su predisposición natural al optimismo. Todo ello -aclarémoslo- sin perder la aptitud para distinguir entre fantasía y realidad. Ejercer de optimista realista, por un lado, consiste en promover con regularidad estados de ánimo positivos mediante estrategias destinadas a aumentar la satisfacción que extraemos de las diversas parcelas de la vida. Por otro lado, implica moldear nuestra forma de pensar con el fin de maximizar las percepciones, explicaciones y perspectivas favorables de las cosas, incluyendo la valoración del esfuerzo que uno invierte en este ejercicio.

La estrecha vinculación que existe entre nuestro estado emocional y nuestros pensamientos nos ofrece la oportunidad de fomentar la disposición optimista trabajando simultáneamente en el estado de ánimo y en la forma de pensar. De esta manera, al mismo tiempo que plasmamos nuestros sentimientos positivos en nuestras explicaciones de las cosas, también podemos modular nuestras emociones con pensamientos positivos.

El capítulo que sigue está dedicado al optimismo aplicado. Me refiero al papel que juega el talante optimista en los escenarios más importantes de la vida -las relaciones, la salud, el trabajo- y sus efectos en las actitudes y comportamientos de las personas que participan en ellos. También esbozo el impacto del optimismo en la práctica de algunas profesiones y concluyo analizando su función beneficiosa cuando nos enfrentamos a circunstancias adversas.