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«El optimismo es como una profecía que se cumple por sí misma. Las personas optimistas presagian que alcanzarán lo que desean, perseveran, y la gente responde bien a su entusiasmo. Esta actitud les da ventaja en el campo de la salud, del amor, del trabajo y del juego, lo que a su vez revalida su predicción optimista».
Susan C. Vaughan, Medio vacía, medio llena, 2000
Relaciones
«Con independencia de que sean jóvenes o viejos, hombres o mujeres, ricos o pobres, de Oriente o de Occidente, cuando se les pregunta ¿qué es lo que más les hace felices? Cuatro de cada cinco responden que sus relaciones con las personas que aman».
David Myers, La búsqueda de la felicidad, 1992
La vida ofrece incontables situaciones en las que encontrar la dicha, pero cientos de investigaciones en todo el mundo demuestran que los individuos emparejados, o que forman parte de un hogar familiar o de un grupo íntimo de amistades, expresan un nivel de satisfacción con la vida considerablemente superior que quienes viven solos, sean solteros, viudos, separados o divorciados. El psicólogo Erich Fromm ya nos lo advirtió hace medio siglo en su obra El arte de amar. «El ansia de relación es el deseo más poderoso de los seres humanos, la fuerza fundamental que aglutina a la especie. La solución definitiva del problema de la existencia es la unión entre personas, la fusión con otro ser, el amor».
La familia es la institución humana más básica y resistente. Se transforma pero nunca desaparece. La familia nuclear, reducida, autónoma y migratoria, compuesta solamente de la pareja y uno o dos hijos, es cada día más frecuente. Entre los nuevos hogares en auge también se encuentran los matrimonios sin hijos, las parejas que habitan juntas sin casarse, los segundos matrimonios de divorciados que agrupan a niños de orígenes distintos, los hogares monoparentales, y las uniones homosexuales. La sociedad se inclina cada día más a reconocer la legitimidad de estas relaciones diferentes, basadas en la elección libre, en el amor y en el compromiso sellado por sus protagonistas. Al margen de su composición, el hogar familiar forma también el ambiente social más pródigo en contrastes. Por un lado, es el epicentro de la seguridad, la generosidad y la comprensión y, por el otro, el escenario donde se libran los conflictos más amargos entre las personas.
Las relaciones estables de cariño no sólo constituyen una fuente de satisfacción en la vida, sino que son además un antídoto muy eficaz contra los efectos nocivos de todo tipo de calamidades. Quienes se sienten genuinamente parte de un grupo solidario superan los obstáculos que se cruzan en su camino mucho mejor que quienes se sienten aislados sin una red social de soporte emocional. Quizá estos beneficios sean la razón por la que a lo largo de la historia, en todas las culturas los seres humanos hayan buscado sin cesar amar y ser amados.
Aunque todos nacemos con la capacidad de amar, los rasgos concretos que nos atraen de los demás y nuestra disposición hacia los vínculos de amor e intimidad los aprendemos y moldeamos de acuerdo con nuestro temperamento y con las experiencias que tenemos con otras personas durante los primeros años de la vida. A medida que crecemos configuramos nuestro propio «mapa del amor», una especie de patrón mental que determina las características de la persona que nos va a cautivar, bien de forma repentina a través de un «flechazo», o después de conocernos y tanteamos durante algún tiempo. El mapa del amor incluye aspectos físicos y psicológicos de figuras importantes que ejercieron un vivo impacto sobre nosotros durante la infancia, y se conserva en nuestra memoria autobiográfica. Esta representación mental particular nos incita inconscientemente a sentimos atraídos por una persona determinada y no por otra. La variedad de gustos, además de minimizar las rivalidades por conseguir a una misma pareja, favorece la diversidad biológica y, por tanto, la conservación de la especie.
Como ocurre con el mapa del amor, el significado que le damos a las relaciones íntimas también se configura durante el desarrollo y está influido por las experiencias que tuvimos con nuestros padres y con otras personas importantes de nuestro medio social. Este significado particular se va a manifestar en nuestras expectativas y conductas ante la aproximación, el alejamiento o la pérdida de la pareja.
En general, las perspectivas optimistas facilitan la estabilidad mientras que las posturas derrotistas fomentan los conflictos. Como apuntan los investigadores de la Universidad de Cornell, Michael B. Sperling y William H. Berman, las personas optimistas suelen estar de acuerdo con afirmaciones como «Me resulta generalmente fácil acercarme a los demás y me siento cómodo dependiendo de ellos», o «No me incomodo cuando otros se acercan a mí, o dependen de mí». Por el contrario, cuanto más pesimista es la persona más trata de esquivar las relaciones íntimas. En este grupo los hay que usan la necesidad de independencia y autosuficiencia como ex- cusa para tratar a toda costa de no depender de nadie o de que nadie dependa de ellos. Otros eluden las relaciones porque les resulta difícil confiar en los demás, por temor a ser rechazados, o porque la intimidad les agobia. Guardan las distancias por «miedo a sufrir» o simplemente por «no complicarse la vida». Los hay también que se quejan de que los demás no se les acercan lo suficiente, pero en la práctica son ellos mismos quienes los ahuyentan, con su exagerada necesidad de control o su ansia irresistible y prematura de total seguridad.
Las uniones de amor entre las personas están continuamente en proceso de cambio. A través del tiempo, adoptan formas diversas, dependiendo de la evolución de la personalidad de cada uno, y de los avatares de sus vidas. De hecho, el cambio de talante en un miembro de una relación, aunque sea positivo, a menudo requiere el reajuste de todos los miembros del grupo. En mi trabajo he podido constatar muchas veces cómo cuando un individuo que ha sido normalmente depresivo se convierte en una persona alegre y vitalista se produce un desequilibrio importante en sus relaciones. Si sus compañeros no logran encajar y adaptarse al nuevo balance, las relaciones se ponen en peligro.
En el caso de parejas, la primera etapa de la relación se suele caracterizar por el romance. Este estado pasional sacude temporalmente a casi todas las personas por lo menos una vez en la vida. Recientemente se han identificado sustancias específicas, como la dopamina, que estimulan ciertas áreas cerebrales y forman parte de la química del amor, de los estados pasionales de enamoramiento. Estas parejas embelesadas quedan absortas o colgadas de la nube de la reciprocidad mágica, donde poseen y son poseídas en exclusiva e incondicionalmente. En estas condiciones, los enamorados no sólo no cuestionan las necesidades o los hábitos de su media naranja, por inconvenientes o irritantes que puedan parecer a un observador objetivo, sino que afirman sentirse totalmente en perfecta armonía.
Una vez amainada la tempestad del romance, en las parejas afortunadas el estado pasional se convierte en algo más sosegado y seguro. A medida que pasa el tiempo los vínculos se refuerzan con el cariño, la lealtad, los intereses comunes y la amistad. Con esto no quiero sugerir que no sea importante el atractivo sexual, sino que esta pasión disminuye su intensidad. No obstante, la expresión física de amor regular es casi una garantía de continuidad de cualquier relación de pareja.
A la hora de leer la suerte de unos enamorados es imposible predecir su destino. Cada historia de amor es diferente, pese a que las expectativas fundamentales de los amantes de nuestro tiempo sean muy parecidas. Casi todos reclaman el derecho a la «realización» personal y a la calidad de vida compartida. También reivindican una convivencia que esté imbuida de alegría, ilusiones, sinceridad, respeto, reciprocidad e igualdad. Esta última aspiración da por hecho la participación de la mujer en el mundo social, profesional o laboral y la colaboración activa del hombre en los quehaceres del hogar y, si viene al caso, en la crianza y educación de los niños.
Todas las relaciones amorosas requieren «alto mantenimiento». Necesitan ser afinadas y renovadas periódicamente para responder a las demandas de la convivencia a largo plazo, y para resolver las exigencias, tensiones y contrariedades que emergen. Estos ajustes permiten responder oportuna y saludablemente a las vicisitudes, esperadas e inesperadas, positivas y negativas: el nacimiento de un hijo, el éxito profesional, los agobios económicos, las enfermedades, las imposiciones de hijos adolescentes rebeldes, o el cuidado de padres ancianos. Por esto, las buenas relaciones están reñidas con la apatía y el pesimismo. Exigen entusiasmo para escucharse y comprenderse, motivación para perdonarse, flexibilidad para aceptar que cada uno es único e individual, esfuerzo para ponerse genuinamente en el lugar del otro, y habilidad para compaginar las necesidades contrapuestas de intimidad e iniciativa, dependencia y autonomía.
Las relaciones de pareja, familiares o de amistad, cuyos miembros utilizan un estilo optimista a la hora de interpretar los sucesos que les afectan, tienden a gozar de mayor estabilidad y perduran más que las uniones en las que predomina el modelo pesimista. Por ejemplo, un día Nuria llegó inesperadamente tarde a casa del trabajo. Aunque Felipe, su marido, estaba muy preocupado, no dudó en aceptar la razón que le dio su esposa: «Había más tráfico de lo normal» -un motivo que no culpaba a nadie por el retraso e implicaba que la causa fue circunstancial-. Como resultado, el revés tuvo un impacto mínimo y pasajero en la relación. Por el contrario, si Felipe hubiese optado por elaborar su propia interpretación del retraso «Nuria, sólo piensas en ti misma y lo único que te importa es tu trabajo», -una explicación que implicaba intencionalidad y una causa más permanente- lo más probable es que el contratiempo hubiese degenerado en una amarga discusión.
Cuando las parejas están convencidas de que las críticas del compañero son intencionadas y no cesarán porque están motivadas por sus necesidades emocionales egoístas o de poder, o por su personalidad, la relación tiene bajas probabilidades de perdurar. Naturalmente, esto no quiere decir que sea preferible negar o quitarle importancia a las causas reales de desacuerdos o enfrentamientos graves. Al contrario, en estos casos, reconocer y analizar sosegadamente la verdadera magnitud del problema a menudo es el primer paso para entenderlo, afrontarlo y resolverlo.
El optimismo no está reñido con la aceptación de los problemas reales o los aspectos negativos de una situación desafortunada. Pero sí lo está con la pasividad y el rechazo absoluto de cualquier estrategia que pueda ayudar a resolver los problemas o a mejorar la situación.
Frank D. Fincham, profesor de Psicología de la Universidad de Gales, ha seguido durante varios años a cientos de parejas con el fin de dilucidar si la tendencia a encontrar explicaciones optimistas a los reveses da lugar a relaciones más felices o, si por el contrario, las parejas que son felices tienen mayor tendencia a utilizar explicaciones optimistas. Su conclusión es que el estilo de explicar que usan las personas antes de emparejarse pronostica la suerte de sus relaciones: cuanto más optimista el estilo explicativo de los individuos que forman la pareja, mejores auspicios para la unión.
Otra cualidad muy útil a la hora de resolver los conflictos cotidianos en las relaciones es la capacidad de perdonar. Como ya apunté al describir los rasgos del carácter, aunque oponerse a disculpar traiciones y crueldades es una característica humana muy común, en general las personas optimistas perdonan con más facilidad que las pesimistas. El problema de quienes no perdonan las provocaciones, los rechazos o los errores cotidianos es que a menudo viven obsesionados con las pequeñas ofensas de la pareja, de familiares o de amigos, y terminan amargados, aislados y ofuscados con los ajustes de cuentas, lo que les impide reconciliarse y recuperar la paz interior.
La esperanza constituye otro ingrediente básico del optimismo y desempeña un papel fundamental en las relaciones entre las personas. A menudo, dos individuos se atraen porque comparten algún interés, actividad o deseo. A medida que se conocen mejor y se sienten* más compenetrados sentimentalmente, tratan de programar y compaginar sus prioridades y metas. Para las parejas que se concentran y sueñan con el futuro, la esperanza es el principal carburante que mueve la relación y la impulsa a superar los obstáculos que se interponen en el camino.
Aparte de las ilusiones globales que puedan alimentar sobre el futuro a largo plazo, las parejas también mantienen una esperanza específica que se basa en la fuerza de voluntad que invierten para conseguir objetivos concretos, desde resolver una desavenencia que surge en un momento dado, hasta comprarse un piso o tener un hijo. Las parejas que programan su proyecto de vida conjuntamente y se sienten capaces de enfrentarse y de luchar contra las circunstancias adversas perseveran con tesón ante los problemas. Desde un punto de vista práctico, es evidente que cuanto más se persiste en la búsqueda de una solución, más altas son las probabilidades de encontrarla, en caso de que ésta exista.
La esperanza más útil en las relaciones íntimas es la que no oculta o anestesia el dolor de las dificultades reales, no neutraliza la humildad que necesitamos para reconocer los propios fallos, ni tampoco hace superflua la motivación para cambiar. Es la esperanza también que no nos deja ante la posibilidad de que la relación esté afligida por una incurable enfermedad.
La inmensa mayoría de las personas se casan con los depósitos de amor, de confianza y de ilusión a tope. Con el paso del tiempo, sin embargo, no pocas relaciones de pareja se debilitan y se hacen anémicas. Su vitalidad se apaga y es sustituida por la indiferencia, el aburrimiento, la enemistad y el dolor. En los países industrializados, entre un 30 y un 50 por ciento de los matrimonios terminan en separación, divorcio o anulación.
Pese a que la mayoría de las personas considera una relación de amor como paso esencial para lograr la felicidad, esta misma creencia también sirve de justificación para que muchas parejas no soporten una relación enferma que se ha convertido en una fuente permanente de desdicha. Con todo, la decisión de romper no se suele tomar precipitadamente, en un brote repentino de desesperación, sino que es el resultado del resentimiento crónico que crean la competitividad, los pulsos de poder, las humillaciones y las acusaciones crueles y venenosas entre los cónyuges.
Romper una relación en la que nació, creció, habitó y murió el amor es siempre una prueba espinosa, un trance angustioso. Las rupturas tienen muchos de los componentes de una tragedia humana, pero gran parte del sufrimiento que ocasiona es un signo saludable de supervivencia y de desafío a la apatía y al fatalismo. Cuando observamos de cerca la resignación al sufrimiento que adoptan algunas parejas que son profundamente desdichadas, casi siempre detectamos en los protagonistas una perspectiva de la vida negativa y perdedora. Quienes ignoran o se resignan a soportar una unión varía, aburrida, seca, fingida y sin amor terminan pagando su derrotismo con su mejor capital, la felicidad.
Los efectos traumáticos de la separación son menos severos para las personas optimistas que para las pesimistas. Es razonable pensar que los hombres y mujeres separados o divorciados que tienden a no olvidar los buenos recuerdos de otras relaciones anteriores, que se fijan en los aspectos más favorables de sus circunstancias, y que deciden invertir esperanzados en un futuro mejor, superan mejor el miedo y la duda. Paralelamente, el optimismo refuerza el sistema inmunológico de estas personas en unos momentos bajos en los que tienen mayor predisposición a sufrir enfermedades físicas y emocionales, como hipertensión, trastornos digestivos, ansiedad y depresión.
Todas las parejas buscan explicaciones que les ayuden a entender la ruptura. Los beneficios de este proceso van a depender en gran parte de su interpretación de lo sucedido. Unas personas se condenan a sí mismas, otras culpan al cónyuge o a circunstancias externas irremediables. Pero todas construyen poco a poco su propio argumento. Tanto si la historia se ajusta a los hechos, como si se trata de meras racionalizaciones o de excusas, este trabajo es indispensable para poder superar los sentimientos normales de fracaso. Las personas que tienden a elaborar explicaciones que minimizan su culpa limitan el impacto de la ruptura en sus vidas y fomentan la ilusión en el futuro experimentan antes el deseo de volver a empezar y de explorar nuevas relaciones. Por el contrario, quienes explican el derrumbamiento de su matrimonio culpándose a sí mismos y anticipan que los efectos de la ruptura serán permanentes y devastadores en todas las esferas de sus vidas, acaban teniendo más dificultades para volver a empezar.
Por ejemplo, imaginemos a un hombre cuya prometida de varios años ha roto con él. Si este hombre atribuye la ruptura al miedo de su novia al compromiso matrimonial, y deduce que la separación no sólo le ha salvado de un emparejamiento desdichado con una mujer insegura, sino que le ha abierto las puertas para buscar una relación más feliz, probablemente se mantendrá esperanzado. Sin embargo, si piensa que la ruptura es culpa suya y deduce que la separación indica que él no vale como persona y, en consecuencia, nunca se casará ni tendrá hijos como desea, se sentirá profundamente desesperado.
No cabe duda de que la cualidad optimista de perdonar también ayuda a superar las secuelas de las rupturas. El odio enquistado mantiene a muchas personas prisioneras de por vida en el escenario del tormento pasado, amarradas al pesado lastre que supone la identidad de víctima, e incapaces de pasar página y comenzar un nuevo capítulo de su vida. Se acostumbra a pensar que el perdón requiere un intercambio cara a cara y sincero entre el ofendido dispuesto a perdonar y el ofensor que se arrepiente. Sin embargo para muchos separados o divorciados profundamente agraviados este careo no es posible. En estos casos el perdón se logra a solas, en silencio, en la intimidad. Perdonar no implica negar, justificar u olvidar las agresiones pasadas, pero sí implica explicarlas desde una perspectiva menos personal. Induce a aceptar que los fracasos, las incompatibilidades y las maldades son parte inevitable de la odisea de la vida.
Salud
«El anhelo de curarnos constituye la mitad de nuestra salud».
SÉNECA,
Hipolitus (Phaedra), 50 a.C.
Para entender el papel que desempeña el temperamento de las personas en su salud, es importante tener en cuenta la estrecha vinculación que existe entre la mente y el cuerpo. Desafortunadamente, en el siglo xvii el influyente filósofo francés René Descartes, quien enumeró las reglas para adquirir el conocimiento -observación, análisis y síntesis- y popularizó la frase «pienso, luego existo», propuso la existencia de una clara dicotomía o separación entre la mente intangible y abstracta, y el cuerpo de carne y hueso. Descartes afirmó en la sexta meditación de su obra Meditaciones (1641), que la mente y el cuerpo fueron creados por Dios como dos entes distintos e independientes. Esta idea peregrina retrasó más de dos siglos el estudio de la relación mente-cuerpo.
Hoy se piensa de forma muy distinta. Sabemos que la mente mantiene una conexión continua de ida y vuelta con el cuerpo, a través de los sistemas nervioso y endocrino. Una de las primeras ilustraciones de esta conexión fue la observación de que las contracciones de los músculos faciales afectaban el estado de ánimo. Aunque siempre se aceptó que la cara es el espejo del alma, hasta hace relativamente poco tiempo nadie se imaginaba que las expresiones del rostro típicas de ciertas emociones, como la risa o el llanto, aunque sean provocadas artificialmente, terminan por producir en la persona los sentimientos genuinos que representan. Esta conexión de doble dirección entre las emociones y sus manifestaciones corporales, que los actores y actrices conocen de sobra, fue ya intuida por el naturalista Charles Darwin y el psicólogo William James. Este último observó que silbar una melodía alegre en la oscuridad neutralizaba el miedo y estimulaba la confianza en el silbador. El médico español Gregorio Marañón también demostró, hace medio siglo, que las personas podían producir en ellas mismas una emoción simplemente ejecutando los gestos físicos que la caracterizaban.
Son muchos los estímulos que recibe el cerebro, tanto provocados por mensajes de nuestro cuerpo como por fuerzas del entorno que afectan al equilibrio de sustancias neurotransmisoras. Estas sirven de mensajeras entre las neuronas encargadas de modular nuestro estado emocional y las neuronas del sistema nervioso vegetativo, que controla, independientemente de nuestra conciencia, el ritmo del corazón, la presión arterial, la secreción de hormonas, la movilidad del aparato digestivo y el funcionamiento del sistema inmunológico y otras funciones vitales.
En los diagnósticos médicos hay una serie de trastornos físicos que sólo se pueden explicar desde el marco psicológico. Los síntomas de estas dolencias, llamadas psicosomáticas, incluyen dolores generalizados, alteraciones gastrointestinales y problemas neurológicos o del sistema reproductor. La gran mayoría de las situaciones estresantes cotidianas sólo nos afectan temporalmente. Pero ciertos sucesos, como la muerte de un ser querido o la ruptura de una relación importante, nos hacen vulnerables a las infecciones, a los trastornos digestivos y a las enfermedades del corazón. Una revisión reciente llevada a cabo por Redford Williams, profesor de Medicina de la Universidad de Duke, sobre los factores psicológicos que debilitan el sistema inmunológico y contribuyen a producir enfermedades cardiovasculares, concluyó que la hostilidad, la depresión, el miedo y el estrés persistentes producen en algunas personas hipertensión y oclusión de las arterias coronarias. La razón es que estas emociones alteran el funcionamiento de los centros cerebrales que regulan el sistema hormonal y los órganos más importantes del cuerpo.
Por otra parte, numerosas investigaciones muestran que situaciones que fomentan la tranquilidad, como el desahogo emocional que produce hablar y compartir con otros los problemas y dificultades, fortifican las defensas. Por ejemplo, la participación semanal en grupos terapéuticos de apoyo psicológico está relacionada con una mayor esperanza y calidad de vida en pacientes que sufren de enfermedades crónicas y algunos tumores malignos. Enfermos de soriasis que participan en sesiones de relajación o meditación se curan más rápidamente de sus lesiones. Incluso escribir sobre experiencias traumáticas pasadas causa una mejoría sintomática sustancial y a largo plazo en enfermos asmáticos y artríticos.
Cuando hablamos de buena salud nos referimos al sentimiento subjetivo de que nuestro cuerpo ejerce con normalidad todas sus funciones. La Organización Mundial de la Salud va incluso más allá y la define como «el estado de completo bienestar físico, mental y social». La forma de evaluar con objetividad el funcionamiento de nuestro cuerpo es a través de un examen médico. Sin embargo, la salud casi siempre pasa desapercibida y sólo la echamos de menos cuando nos sentimos mal. Por eso, la mayoría no visitamos al doctor a no ser que nos sintamos indispuestos.
Tres docenas de investigaciones sobre la percepción subjetiva de la propia salud, realizadas en Canadá, Europa y Estados Unidos por los investigadores Idler, Kaplan, Mossey y Veenhoven, demuestran que la respuesta a la simple pregunta de «¿Cómo describiría su salud en general: excelente, muy buena, buena, pasable o mala?», predice la longevidad mejor que un examen médico completo, especialmente en personas mayores de 60 años. Por ejemplo, según estudios realizados en Holanda y EE UU, las personas que evaluaron subjetivamente de «excelente» su forma física, vivían de promedio veinte meses más que quienes la catalogaban de «mala». Estos resultados eran independientes de su edad, sexo, y su estado físico objetivo, medido por las enfermedades que padecían y las medicinas que tomaban. Una explicación podría ser que las personas evalúan más correctamente su estado general de salud que los médicos o las pruebas diagnósticas. Otra, que una vez que catalogan su nivel de salud, adoptan el estilo de vida más apropiado para que su predicción se cumpla. Sea lo que fuere, lo que parece cierto es que la valoración positiva o negativa que hacemos de nuestra propia salud puede vaticinar los años que nos quedan de vida a partir de un momento dado.
La actitud optimista o pesimista del individuo también es un factor importante a la hora de predecir su longevidad. El psicólogo experimental Christopher Peterson estudió esta relación en mil y pico hombres y mujeres durante un periodo de casi cincuenta años. Los resultados, publicados en 1998, revelaron que los pesimistas morían prematuramente con más frecuencia que los optimistas, incluyendo accidentes y muertes violentas. La profesora de Psicología de la Universidad estadounidense de Wisconsin, Lyn Abramson, en otra serie de estudios publicados entre 1998 y 2000, confirmó que las personas pesimistas tienen el doble de probabilidades de suicidarse que los optimistas.
Posteriormente, investigadores de la prestigiosa clínica Mayo (Minnesota) liderados por el doctor Toshihiko Maruta, publicaron un estudio en el que habían medido el nivel de pesimismo de 839 voluntarios utilizando un test de personalidad, y treinta años más tarde averiguaron quién vivía y quién no. Los resultados indicaron claramente que, los individuos catalogados como más pesimistas tres décadas antes, tenían estadísticamente las más altas probabilidades de estar muertos. A la hora de explicar estos resultados, la mayoría de los investigadores baraja las mismas hipótesis: las personas derrotistas son más imprudentes y sufren más accidentes que las optimistas. Los devotos del fatalismo tienden a creer que «nada que yo haga importa» o están convencidos de que no es posible planificar la longevidad, así que no cumplen con el tratamiento médico, se agarran al derecho de escoger sus propios venenos y mueren prematuramente de dolencias evitables, como enfermedades cardiovasculares, cirrosis, enfisema, cáncer pulmonar o sida. También se sabe que los individuos optimistas se deprimen con menos frecuencia que los pesimistas y la depresión esta asociada a la mortalidad precoz. El psicólogo Charles Carver, de la Universidad de Miami, comprobó en 1987 que cuanto más alto era el nivel de optimismo de las mujeres embarazadas durante el tercer trimestre, menos probabilidades tenían de deprimirse después del parto.
Cada día más pruebas confirman los beneficios directos e indirectos de las emociones positivas sobre la salud. Una actitud esperanzada estimula los dispositivos curativos naturales del cuerpo y anima psicológicamente a la persona a adoptar hábitos de vida saludables. El temperamento optimista alarga la vida de dolientes crónicos, incluidos quienes padecen esclerosis múltiple, sida, personas que han sufrido ataques de corazón, enfermos de insuficiencia renal, hipertensión y herpes. Como demostró el psicólogo de la Universidad de Connecticut, Glenn Affleck, el temperamento optimista o pesimista es el factor que mejor predice la calidad de vida cotidiana de pacientes de asma y artritis.
Otro dato curioso y no menos relevante es que bastantes enfermos terminales ilusionados con aniversarios
significativos para ellos o acontecimientos de los que anhelan ser testigos, como la boda de una hija o el nacimiento de un nieto, alargan sus vidas hasta después de producirse estos eventos.
En un estudio sugerente llevado a cabo por el investigador estadounidense T. P. Hackett, pacientes optimistas que le quitaban importancia a haber sufrido un grave infarto de miocardio y minimizaban la seriedad de su condición, se recuperaban antes y tenían más probabilidades de sobrevivir que aquellos que reaccionaban con angustia y desesperanza. Aunque una respuesta de negación en estas circunstancias puede restarle motivación al paciente para seguir el tratamiento y tener consecuencias peligrosas, al parecer los pacientes que no reconocían el significado siniestro de los síntomas creaban una especie de «ilusión profética». Su optimismo les ayudaba a autorregular sus emociones negativas y a reducir su vulnerabilidad a las complicaciones. En el mismo sentido, Charles W. Given, de la Universidad de Michigan, ha demostrado que el talante positivo del enfermo no sólo es beneficioso para él sino que también tiene un efecto antidepresivo en los familiares y cuidadores.
En general las personas optimistas experimentan menos angustia que las pesimistas ante las averías del cuerpo. La razón es que quienes confían en el futuro piensan que la coyuntura en la que se encuentran será temporal, de impacto limitado, y además ponen más esfuerzo para superar los desarreglos.
Muchas veces se ha dicho y escrito que los humanos somos criaturas vinculadas al mañana. Nuestras suposiciones o expectativas acerca del futuro tienen un gran impacto en nuestro estado presente. Por eso, la esperanza ejerce un papel tan importante en la curación. El efecto placebo, que mencioné al referirme a los orígenes del pensamiento positivo, es el paradigma de la capacidad de los seres humanos para movilizar sus propias fuerzas naturales curativas. Un ejemplo típico y reciente de esta capacidad quedó claro en un estudio cuyo fin era comparar la eficacia de un nuevo medicamento para curar la úlcera de duodeno con otro anterior que ya llevaba varios años en el mercado. Los 300 enfermos de Texas que participaron voluntariamente en esta prueba dirigida por el equipo del doctor Frank Lanza habían sido diagnosticados todos ellos con úlcera, después de haberse visualizado dicha lesión a través de una endoscopia. Los participantes fueron separados al azar en tres grupos: el primero recibió el nuevo fármaco, el segundo la medicina antigua y el tercero recibió un placebo. Los tres tipos de cápsulas tenían una apariencia externa idéntica, y ni los enfermos ni los médicos que los evaluaban conocían su contenido, siguiendo un modelo de investigación que se conoce como «doble ciego». Después de cuatro semanas de tratamiento, los pacientes volvieron a ser sometidos a otra endoscopia para ver si la úlcera había sanado. Los resultados mostraron que el 88 por ciento de los pacientes tratados con la nueva medicina, el 66 por ciento de los que recibieron la medicina antigua, y el 49 por ciento de los que tomaron placebo se habían curado.
Los placebos no sólo pueden ayudar al enfermo a curar una avería del cuerpo, también pueden aliviar alteraciones del estado de ánimo, como se ha demostrado en un estudio reciente llevado a cabo por un grupo de investigadores de la Universidad del Sur de California, encabezado por el doctor Lon Schneider. La mitad de los 728 pacientes que participaron, todos mayores de 60 años y con un cuadro depresivo, recibió tratamiento con pastillas del probado antidepresivo sertralina; la otra mitad sólo tomó una sustancia inerte en forma de comprimidos de aspecto similar. A las ocho semanas habían mejorado el 45 por ciento de los enfermos en el grupo de tratamiento activo y el 35 por ciento de los pacientes que tomaron placebo. Especialmente llamativo fue el hecho de que tanto los pacientes que tomaron sertralina como los que ingirieron la sustancia inocua se quejaron, casi con la misma frecuencia, de efectos secundarios como mareos, sequedad de boca, somnolencia, dolor de cabeza y náuseas.
El efecto placebo no se limita a los fármacos. Por ejemplo, en la década de 1950 se puso de moda operar a los pacientes que sufrían dolor de angina de pecho ligándoles las arterias mamarias con el fin de aumentar el flujo de sangre al corazón. Diez años y miles de intervenciones más tarde, se llevaron a cabo dos estudios en los que los doctores Grey Dimond y Leonard Cobb compararon los efectos de esta popular intervención con operaciones simuladas en las que los cirujanos hacían simples incisiones superficiales en el pecho de pacientes que no sabían si se les había sometido al procedimiento real o a otro ficticio. El resultado de esta comparación fue apabullante, pues reveló que mientras el 67 por ciento de los 21 pacientes que fueron sometidos a la operación real mejoraron, el 83 por ciento de los que recibieron la intervención simulada ¡mejoraron igualmente!
Por muchas vueltas que le demos al fenómeno, el denominador común de los enfermos que sanan por sí mismos es su alto nivel de esperanza de cura. Si bien todavía se conoce muy poco sobre los mecanismos que intervienen en la conexión esperanza-cura, a principios de 2004 un grupo de investigadores encabezado por el neurólogo sueco Predrag Petrovic, del Instituto Karolinska
de Estocolmo, demostró que la esperanza de conseguir alivio del dolor como respuesta a un placebo produce cambios físicos cerebrales que son incluso visibles a través de resonancia magnética. Quizá este dato ayude a entender la respuesta positiva.
Como ya he dicho en otras ocasiones, todos nacemos con doble nacionalidad: la del país vitalista de la salud y la del estado doloroso de la invalidez. Aunque preferimos usar sólo el pasaporte bueno, tarde o temprano casi todos nos vemos obligados a declaramos ciudadanos del reino de la enfermedad. Pero ese lugar inseguro y doloroso se hace más llevadero si contamos con el aliento, el alivio y quizá la cura que nos proporciona la esperanza.
Trabajo
«Lo que los seres humanos realmente necesitan no es vivir sin tensiones. Lo que precisan es sentir y responder con energía a la llamada de ese algo que les está esperando para poder realizarse».
Víctor E. Frankl, El hombre en busca de sentido, 1946
La mayoría de los adultos dedicamos una gran parte del tiempo a trabajar para ganamos la vida. Según el Génesis, nuestros progenitores originales, después de desobedecer a Dios y comer la manzana prohibida, fueron arrojados del Paraíso y condenados, junto con sus descendientes, a buscarse el pan cotidiano con fatiga y sudor. Es verdad que abundan los hombres y las mujeres que consideran sus ocupaciones un duro deber y hasta una auténtica mortificación, pero también es cierto que no faltan personas para quienes el trabajo es una actividad atractiva, entretenida y hasta creativa. De hecho, bastante gente sostiene que su empleo no es sólo el medio que le permite obtener bienes para la subsistencia, sino algo que añade satisfacción y significado a sus vidas, y que forma una parte positiva de su identidad personal y social.
En la actualidad, no pocas madres que trabajan fuera del hogar se enfrentan al desafío de compaginar su misión doméstica con sus intereses y proyectos laborales o profesionales, dilema que a menudo refleja el enorme reto que supone la maternidad en nuestros días, especialmente si son cabeza de familia o no cuentan con el apoyo de un compañero. Con todo, muchos expertos, como las sociólogas Grace Baruch y Rosaline Bamett, han demostrado que las madres que trabajan y mantienen un buen equilibrio entre familia y ocupaciones, disfrutan más de sus hijos que cuando se sienten «atrapadas» en su domicilio o en el trabajo. Los pequeños que viven con madres y padres que trabajan fuera de casa crecen con completa normalidad, siempre que no les falte afecto y seguridad, y que estén bien atendidos por terceras personas.
Numerosos estudios revisados hace poco por el profesor de Psicología Edward C. Chang sugieren que para disfrutar y tener éxito en el trabajo, además de aptitud y motivación para desempeñar la tarea se requiere un nivel razonable de optimismo. La disposición optimista ayuda a confiar en la propia competencia, a poner empeño en la labor, a no rendirse ante las dificultades y a conservar una apariencia de seguridad.
En el ámbito del trabajo, el temperamento optimista se alimenta de tres fuentes: la conciencia que mantiene la persona de sus logros laborales del pasado, las explicaciones positivas que da a las vicisitudes que surgen, y la esperanza que alberga de conseguir sus objetivos. Los hombres y las mujeres que encuentran aspectos favorables en las vicisitudes de su empleo u ocupación se sienten por lo general más satisfechos que quienes enfocan predominantemente las facetas desfavorables. Este efecto del optimismo es importante, pues una obligación regular gratificante fomenta en nosotros la autoestima, y estimula el sentido de la propia competencia y autonomía.
La NASA, que elige con exquisito cuidado a los candidatos a astronautas, aparte de valorar su preparación científica y experiencia aeronáutica, considera entre las características personales más deseables el talante optimista. Esta disposición positiva debe reflejarse en una abundante dosis de confianza en sí mismos y en la mentalización de que su suerte está en sus manos; en un espíritu emprendedor y una actitud audaz y al mismo tiempo serena ante los desconocidos retos e imponderables; en una buena disposición para convivir y trabajar en equipo; en la habilidad para resistir el aburrimiento, la soledad y la incertidumbre; y en la aptitud para compartimentar la duda y el miedo.
LeRoy E. Cain, el veterano director de vuelos espaciales de la NASA y responsable de vuelo de la nave Columbia que se desintegró con sus tripulantes al entrar en la atmósfera en febrero de 2003, afirmaba en un artículo publicado días después en el diario The New York Times que, a pesar de los numerosos signos que apuntaban a problemas fatales de la nave, se mantuvo «totalmente esperanzado y seguro de que el Columbia aterrizaría sin consencuencias». Según los técnicos y controladores que trabajaban a sus órdenes, la actitud optimista de LeRoy alentó durante mucho tiempo la concentración y los esfuerzos del equipo por encontrar la fórmula de salvar a los astronautas.
En un interesante proyecto dirigido por Martin Seligmair a finales de la década de los ochenta, quince mil aspirantes a vendedores de pólizas de seguros de la empresa Metropolitan Life realizaron dos pruebas: la de aptitud para vendedores y otra de personalidad que medía el grado de optimismo y pesimismo de los candidatos. Como resultado, se contrató a unos mil doscientos individuos que se dividían en tres grupos. El primero, conocido por «los optimistas», consistía en quinientos candidatos que habían aprobado el examen de aptitud y, de acuerdo con el test de personalidad, eran moderadamente optimistas. El segundo grupo lo formaban «los pesimistas», otros quinientos aspirantes que igualmente habían pasado la prueba de aptitud, pero tenían una personalidad moderadamente pesimista. El tercer grupo, denominado «los comandos especiales», lo integraban unos doscientos candidatos que habían suspendido la prueba de aptitud para vendedores, pero que en el test de personalidad mostraban niveles muy altos de optimismo.
Dos años después, los directivos de Metropolitan Life compararon la productividad de los tres grupos. Los resultados revelaron que los más productivos fueron «los comandos especiales». Estos superoptimistas, cateados en el examen de aptitud, aventajaron en venta de pólizas al grupo de «los optimistas» en un 26 por ciento y al de «los pesimistas» en un 57 por ciento. Al parecer, el éxito de los vendedores de talante optimista obedecía principalmente a su más alta persistencia en la labor y mayor resistencia a rendirse ante los rechazos de los posibles compradores. Desde entonces el célebre optimismámetro Seligman forma parte del proceso de selección de vendedores de seguros de la compañía.
Las personas optimistas que hacen frente a los avatares del mundo laboral con una disposición abierta y confiada tienden a dar un «¡sí!» decidido y firme a las propuestas y oportunidades que se les presentan, y funcionan muy bien en ocupaciones que requieren relacionarse con los clientes o trabajar en equipo. Estas personas suelen atribuir sus éxitos a su propia competencia, por lo que se sienten más orgullosos de sus logros que quienes los atribuyen a la suerte o a la ayuda de otros. Por otra parte, cuando fracasan, se sienten menos avergonzados porque culpan a la mala suerte o a otros factores externos, y no a su incompetencia.
En la gran mayoría de las organizaciones las actitudes derrotistas no están bien vistas y se consideran hasta desleales. Nunca los portadores de malas noticias son bienvenidos por sus jefes. Por el contrario, los empleados considerados optimistas suelen ser favorecidos por sus superiores y compañeros en el trabajo. En general, los empleados optimistas son los más populares en las empresas, ocupan puestos de trabajo y cargos superiores y ganan más dinero que los pesimistas. Pese a estos claros beneficios, son pocas las personas que tratan activamente de estimular su talante optimista para mejorar sus posibilidades laborales.
Las personas que esperan conseguir aquello a que aspiran tienden a trabajar más intensamente y más tiempo que quienes no esperan alcanzar sus objetivos. Jonathan D. Brown, de la Universidad de Washington, en una serie de investigaciones sobre la confianza de las personas en su capacidad para solucionar problemas en el trabajo, demostró que quienes albergan expectativas positivas son más eficaces ante los problemas, especialmente en situaciones difíciles, porque se crecen ante las dificultades.
Las expectativas optimistas están asociadas a resultados superiores. Por el contrario, quienes esperan fracasar tienen más probabilidades de fracasar, ya que el pensamiento negativo ante tareas complicadas predispone a cometer errores. Además, la disposición optimista amortigua el impacto emocional del fracaso.
No se me escapa que hay críticos del optimismo que lo equiparan a la falta de realismo. Para ellos, en situaciones de emergencia lo que hace falta en la cabina del piloto no es una perspectiva exultante sino una visión pesimista y crudamente realista. Asimismo, insisten en que hay situaciones en las que es preferible retirarse a tiempo o cambiar de rumbo, a pesar de las pérdidas sufridas, que esperar o insistir en avanzar por el mismo camino, animados por vanas ilusiones. Es innegable que el director de finanzas de una compañía o el ingeniero encargado de la seguridad de una planta nuclear necesitan, respectivamente, tener una noción correcta de la inversión que la compañía puede permitirse, y conocer a fondo el nivel de peligrosidad del reactor atómico en un momento dado. La prudencia, la cautela, la objetividad y la precisión son cualidades importantes para su cometido. No obstante, la pregunta que cabe hacerse es si estos atributos son incompatibles con el optimismo.
Estudios sobre ejecutivos y empresarios indican que la gran mayoría de ellos sabe que el cálculo del riesgo es un reto que hay que superar, y la clave para conseguirlo depende de su «sabiduría y habilidad» para dirigir el negocio en la dirección acertada. En los directivos de las empresas se valora mucho el nivel de esperanza en el futuro de la compañía y las expectativas de éxito. Los ejecutivos de nivel medio se mueven por el poderoso incentivo de presentar cifras y datos optimistas a sus superiores. Las propuestas que tienen más probabilidades de sobrevivir a la competición interna de las empresas son aquellas que pronostican los resultados más favorables, aunque luego estos proyectos no alcancen los objetivos más ambiciosos.
Dado el peligroso precio del optimismo exagerado, que ignora o no calcula con ninguna precisión las probabilidades de riesgo, es razonable pensar en la conveniencia de mantener una cierta dosis de pesimismo que fomente decisiones realistas. No obstante, está demostrado que el realismo desmesurado, bajo condiciones adversas, tiene el precio de la desmoralización y la indolencia. Daniel Kahneman y Dan Lovallo, expertos en dirección de empresa de la Universidad de Princeton, han observado que incluso el optimismo mínimamente realista constituye una fuerza muy potente que contribuye a superar situaciones adversas en las empresas y alimenta la persistencia de los empleados ante las dificultades.
El profesor de Dinámica de las Organizaciones de la Universidad de Michigan, Karl Weick, ilustra la superioridad de la confianza y el entusiasmo frente a la evaluación realista de una situación en este interesante relato de un suceso verídico. Durante unas maniobras militares en Suiza, un joven teniente de un destacamento húngaro en los Alpes envió a un pelotón de soldados a explorar una montaña helada. Al poco rato comenzó a nevar intensamente y dos días más tarde la patrulla no había regresado. El teniente pensó angustiado que había enviado a sus hombres a la muerte. Al cuarto día, los soldados regresaron al campamento. «¿Qué os ha ocurrido? ¿Cómo lograsteis volver?», les preguntó el oficial, y le respondieron que se habían perdido totalmente y poco a poco se fueron descorazonando hasta que uno de ellos encontró un mapa en su bolsillo. Esto les tranquilizó.
Esperaron a que pasara la tormenta y valiéndose del mapa dieron con el camino. El teniente estudió con interés el mapa providencial y descubrió con asombro que era un mapa de los Pirineos. En realidad el mapa no había servido para guiar a los soldados, sino para avivar en ellos la esperanza, que fue lo que les hizo salir del trance y enfrentarse a la situación.
Cuando se analiza la relación entre optimismo y trabajo, el optimismo que mejor funciona no es el que alimenta la tendencia indiscriminada al pensamiento positivo, sino el que promueve la disposición esperanzada que se ajusta lo más posible a la realidad. Los soñadores idealistas que no distinguen entre las metas alcanzables y las imposibles, o no evalúan correctamente el riesgo de sus decisiones, pueden llegar a conclusiones equivocadas en sus juicios. En este sentido, quizá la estrategia a seguir en situaciones inciertas o peligrosas sea esperar lo mejor y prepararse para lo peor.
Independientemente de lo contentos que nos sintamos en el trabajo, la pérdida inesperada del empleo supone siempre un duro golpe para nuestro estado de ánimo. El despido es a menudo interpretado como un fracaso personal. Además del impacto que pueda tener en nuestra seguridad económica, el cese involuntario hiere la autoestima y plantea un reto a la confianza y al sentido de control que tenemos sobre la propia vida. Con el tiempo, la inactividad continuada se puede convertir en un motivo de amargura y desesperación.
Al igual que en las rupturas de relaciones importantes, las personas optimistas superan por lo general mucho mejor la crisis del despido que las pesimistas. Para empezar, suelen achacar su situación a causas ajenas o transitorias, lo que les protege de los sentimientos de humillación, incompetencia o desmoralización. Y al esperar encontrar un nuevo trabajo, lo buscan con más tesón, lo que a su vez aumenta las probabilidades de encontrarlo.
El talante optimista ayuda a superar la ansiedad que frecuentemente acompaña a la jubilación forzosa, sobre todo cuando el empleo constituyó la fuente principal de gratificación personal y de reconocimiento social. Para muchos jubilados acostumbrados a un trabajo cotidiano, sobre todo si viven solos o no tienen familia -situación cada día más común-, la jubilación supone un retiro involuntario de la vida. Las personas jubiladas optimistas buscan con más facilidad posibles actividades alternativas que les permitan participar en proyectos, ampliar su formación, potenciar sus habilidades o contribuir a causas relevantes. Esto es realmente una ventaja porque estas actividades tienen la virtud característica de ser una fuente importante de satisfacción.
A medida que se prolonga la duración de la vida, que la tecnología permite reducir el número de horas laborables y que se multiplican las personas desocupadas a causa del paro o de la jubilación anticipada, el significado del ocio se revaloriza. Las tareas recreativas que eligen las personas dependen de sus gustos, del ambiente ecológico y social en el que viven y de los medios a su alcance. No obstante, la capacidad de disfrutar del ocio está condicionada sobre todo por la disposición temperamental. Con independencia de que persigamos aventuras emocionantes que hagan saltar el corazón, o prefiramos situaciones tranquilas que conduzcan al reposo o la introspección, la satisfacción realmente depende de cómo valoremos nuestra actividad, del significado que le asignemos.
Política
«A los políticos de antes les bastaba con saber adular a los reyes; los de ahora tienen que aprender a fascinar, entretener, camelar e ilusionar a los votantes».
George Bernard Shaw, Guía del revolucionario, 1903
William Dember, sociólogo de la Universidad de Cincinnati, observó hace unos años que los individuos que dicen estar comprometidos con alguna ideología política son más optimistas que quienes se consideran apolíticos. Si bien es razonable pensar que los caracteres optimistas se pueden sentir atraídos con mayor frecuencia que los pesimistas por las intrigas y los retos que se plantean continuamente en el ajetreado mundo de la política, lo opuesto también es posible; es decir, que haya personas que extraigan energía positiva de su participación activa en causas de interés público.
Hace unos años, Harold Zullow, y un equipo de psicólogos de la Universidad de Pensilvania, diseñó una técnica para calcular el nivel de optimismo de las personas analizando literalmente el contenido de su lenguaje hablado y escrito. La originalidad de este método consistía en que permitía evaluar el nivel de optimismo estudiando las declaraciones de las personas sin tener que acudir, como se hacía antes, a pruebas psicológicas o entrevistas personales.
Utilizando este análisis de contenido se propusieron estudiar, entre otras cosas, la relación entre la disposición optimista o pesimista de los candidatos a presidente de Estados Unidos y el resultado de las elecciones. Según los resultados del proyecto, los políticos optimistas tienen varias ventajas. Una es que tienden a ser más activos, a participar en más actividades electorales y a reaccionar más rápidamente a las situaciones imprevistas. Además, son más accesibles y atractivos para los votantes. Finalmente, cuanto más optimista sean los candidatos más esperanza de victoria generan en los votantes. Las explicaciones positivas tienden a transmitir sentimientos de esperanza y seguridad ante las crisis y los retos sobre los que tienen que pronunciarse los electores. Por tanto, es razonable pensar que si los votantes quieren un líder que les permita creer que resolverá los problemas del país, tenderán a favorecer al candidato optimista.
Posteriormente, otro grupo de expertos en lenguaje analizó y puntuó el contenido optimista y pesimista de los discursos de candidatos a la presidencia de Estados Unidos desde 1900 a 1984, sin saber a priori la identidad de los oradores. Los resultados retrospectivos revelaron que los dieciocho candidatos considerados más optimistas por los investigadores en las veintidós elecciones que se realizaron durante este periodo fueron elegidos presidentes. Conclusión: el electorado prefirió en el 82 por ciento de los comicios al aspirante más optimista.
Por primera vez, el contenido de los discursos de los políticos había servido para predecir con gran fiabilidad el resultado en las urnas. El optimismo de los pretendientes a ocupar la Casa Blanca en Washington se reflejaba de varias maneras en el texto de sus intervenciones. Por ejemplo, ante problemas complejos decían ver claramente su causa y su solución. Al mismo tiempo, manifestaban un estilo positivo de interpretar los sucesos que les afectaban. Sus explicaciones se caracterizaban por considerar los graves reveses como ligeros inconvenientes pasajeros, sin impacto en el bienestar del país.
Las declaraciones de estos aspirantes optimistas también se distinguían porque en ellas no asumían responsabilidad personal por los fracasos de sus políticas, sino que los achacaban a circunstancias incontrolables, a fuerzas destructivas ajenas o a enemigos malévolos, como el célebre «eje del mal» del presidente George W. Bush. Sin embargo, ante los acontecimientos favorables, aunque fuesen fortuitos, tendían a afirmar que los beneficios serían perdurables y moldearían muchas facetas del bienestar económico y social de la nación. Tampoco dudaban en apuntarse casi todos los méritos cuando las cosas venían bien dadas. Les bastaba proclamar que esos hechos imprevistos eran fruto de un plan preconcebido por ellos, o su partido, lo que les hacía dignos de la recompensa de los votantes.
Animados por el descubrimiento, estos investigadores decidieron utilizar el mismo termómetro del optimismo para pronosticar los resultados de las elecciones a la Presidencia y al Senado de 1988. Sus predicciones, registradas dos semanas antes del sufragio, fueron sorprendentemente correctas. No sólo anunciaron de antemano los triunfos del republicano George Bush padre sobre el demócrata Michael Dukakis, y de veinticinco de los aspirantes que participaron en las veintinueve contiendas para el Senado ese mismo año, sino que también anticiparon con precisión la mayoría de los márgenes de las victorias.
Los triunfos electorales de Bill Clinton en 1992 y 1996 también fueron vaticinados acertadamente utilizando este mismo sistema. Por cierto, Clinton, durante su segunda campaña contra Bob Dole, repetía constantemente que era de «un pueblo llamado esperanza», a lo que Dole le contestaba que él era «el hombre más optimista de América». En los comicios celebrados en 2000, George W. Bush y Al Gore daban niveles de optimismo estadísticamente parecidos, lo cual coincidió con los resultados tan ajustados como polémicos de dichas elecciones.
Según Zullow y su equipo de expertos, las únicas excepciones de la regla general que da ventaja electoral al candidato más optimista fueron las tres elecciones presidenciales consecutivas (1932,1936 y 1940) del pesimista Franklin D. Roosevelt, quien gobernó durante la Gran Depresión económica y la Segunda Guerra Mundial, y la victoria de Richard Nixon en 1968, en el auge de la guerra de Vietnam.
En cuanto a los protagonistas de las elecciones estadounidenses de noviembre de 2004, casi todos los expertos coincidieron en que el presidente George W. Bush presentó una imagen más optimista que el senador demócrata John Kerry, a quien algunos cronistas llamaron «el caballero de la triste figura». Bush comunicó al electorado machaconamente que esperaba que en su segundo mandato ocurrieran cosas buenas y que él era el único que podía conseguir que ocurrieran. También optó por dar toda suerte de promesas y explicaciones positivas que le justificaban y le favorecían, aunque fueran tan simplistas como ficticias, como en el caso de las armas de destrucción masiva imputadas a Irak. Esta estrategia, consciente o inconsciente, le ayudó a mantener una imagen de confianza en público, especialmente en momentos de vulnerabilidad.
Bush esgrimía continuamente comparaciones favorables para evaluar las consecuencias negativas de sus decisiones. Es obvio que al contrastar una mala situación -el estado calamitoso de Irak, por ejemplo- con otra peor -la expansión del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva en el planeta-, el líder político estadounidense hacía llegar a los ciudadanos un mensaje más reconfortante sobre las consecuencias de su belicismo que si hubiese recurrido a comparaciones más relevantes, como la seguridad en el mundo antes y después de la invasión unilateral de Irak. Cuando Bush comparaba la pérdida de casi dos millones de puestos de trabajo, y el aumento espectacular del número de personas pobres y sin seguro médico que tuvieron lugar durante su primer mandato, con las tasas de indigencia de otros países menos afortunados, transmitía un mensaje más asimilable sobre su política económica que si hubiese contrastado las mismas cifras con las mejores condiciones que existían durante los gobiernos de sus predecesores. La realidad es que las comparaciones ventajosas que hizo Bush de las adversidades, con independencia de su objetividad o de su racionalidad, le valieron al final ante el electorado.
El discurso de John Kerry, por el contrario, era primordialmente pesimista. Se caracterizaba por resaltar y remachar la larga lista de disparates y excesos perpetrados durante los cuatro años precedentes de administración republicana. Sus explicaciones y comparaciones, aunque más elocuentes y reales, siempre resultaban en un balance negativo de la situación presente. El senador pasaba por alto o despreciaba con sarcasmo cualquier dato positivo que pudiera relacionarse remotamente con su contrincante. Para él las buenas noticias eran meras casualidades esporádicas, y las malas siempre las atribuía a decisiones desatinadas del presidente.
Es evidente que los líderes políticos optimistas tienen ventaja sobre los pesimistas, al menos en Estados Unidos. Aunque no me sorprendería si ocurriese lo mismo en otros países. Hoy no pocos expertos en campañas electorales saben que el optimismo importa. Por eso, en la arena de la rivalidad democrática, el optimismo y el pesimismo cada día se usan más como armas. Por ejemplo, durante la campaña electoral de las elecciones generales en España de marzo de 2004, según los medios de comunicación, mientras el candidato Mariano Rajoy acusó repetidamente a su principal adversario, José Luis Rodríguez Zapatero, de «arrastrar un fardo de pesimismo», éste alardeaba continuamente de poseer un talante más optimista que su rival.
Cada día resulta más difícil estar seguros de que la apariencia optimista de un político refleja verdaderamente su temperamento. Además, en la actualidad los especialistas en imagen pueden amañar con relativa facilidad la fachada de la personalidad de cualquier personaje que se lo proponga, por lo menos durante un periodo de tiempo. Como consecuencia, el optimismo ficticio, ilusorio y engañoso en gobernantes de sensatez cuestionable es una posibilidad real preocupante y hasta peligrosa.
Al final, sin embargo, en el espectáculo electoral de las democracias la última palabra la tienen los ciudadanos que votan. Esto es reconfortante. Pese a que en la historia de los pueblos encontramos líderes electos que resultaron ser pilotos desastrosos de sus seguidores, la realidad es que a la hora de tomar decisiones importantes que afectan el destino de un país todavía no se ha inventado nada más fiable que la sabiduría del pueblo. Este pensamiento me hace recordar una interesante anécdota del científico inglés Francis Galton publicada en 1907 en la revista Nature. Galton relata en este escrito la experiencia que tuvo en un concurso de peso de ganado en la Feria de Ganadería de Plymouth. Cuenta que un buey corpulento había sido seleccionado para la competición y estaba expuesto ante un numeroso grupo de asistentes ansiosos por adivinar en una pequeña apuesta el peso del animal. Unas 800 personas compraron por seis céntimos un boleto numerado en el que escribían su nombre y las libras que calculaban que pesaba la res. Unos eran expertos en ganado mientras que otros eran simples visitantes de la feria sin conocimiento del tema. Una vez recogidas las papeletas, el juez anunció que el peso del buey era 1.198 libras. Desafortunadamente no hubo premio, pues ninguno de los apostantes se había aproximado a esta cifra. Seguidamente Galton recogió todas las papeletas y sacó la media de los pesos que habían calculado todos los participantes. El resultado le impresionó: 1.197 libras. La opinión de la gente, en su conjunto, había sido la más acertada.
Deporte
«Un caballo nunca corre tan deprisa como cuando tiene otros caballos que alcanzar y adelantar».
Ovidio,
El arte del amor, 8 d.C.
Los hombres y mujeres que son entusiastas de algún deporte suelen ser más optimistas que pesimistas. Lo que todavía se desconoce es si esta relación es una coincidencia o se trata de una conexión causa-efecto. No sabemos si la afición al deporte estimula el pensamiento positivo en las personas, o es el talante positivo lo que predispone a las personas a seguir de cerca algún deporte.
Entender cómo influye el optimismo en el mundo de los deportes nos puede ayudar a moldear nuestra disposición a enfrentarnos con situaciones competitivas y exigentes en nuestro día a día, especialmente si requieren de nosotros una dosis generosa de tenacidad y motivación.
La confianza en sí mismos y en sus facultades abunda entre los deportistas. Si hacemos la prueba de sentarnos con un grupo de veinte deportistas igualmente cualificados y pedimos a cada uno que apunte en un papel su posición jerárquica, calificándola del uno al veinte con respecto a su clase y talento en comparación con sus colegas presentes, dieciocho se posicionan entre los diez primeros puestos, o sea el 90 por ciento se sitúa en la mitad superior. La mayoría no es consciente de que compiten con atletas que también se consideran los más capacitados. Esto explica el que en el mundo del deporte profesional sean muchos más los atletas que se consideran los mejores que los que verdaderamente lo son.
Con todo, los niveles de optimismo varían entre los atletas y entre los equipos. Después de leer y analizar metódicamente el contenido de varios cientos de noticias deportivas y de otros tantos resultados de partidos, Martin Seligman y sus colegas llegaron a tres conclusiones. La primera es que en las mismas condiciones físicas, el atleta de talante más optimista gana, porque pone más esfuerzo en vencer la competición, especialmente en circunstancias difíciles o de desventaja. La segunda es la misma idea aplicada al equipo. Es decir, si en preparación y capacidad los jugadores están muy igualados, el equipo más optimista gana, sobre todo en partidos muy reñidos. La tercera conclusión, o mejor dicho predicción, es que cuando un atleta aumenta su nivel de optimismo, también aumentan sus posibilidades de ganar.
Hay equipos compuestos de grandes figuras que por circunstancias diversas se infectan de pesimismo, lo que va minando la confianza y el entusiasmo para competir en pruebas difíciles. Esto es lo que los entrenadores llaman «un problema de actitud». Manifiestan el pesimismo en la tendencia a ignorar o minimizar la importancia de sus éxitos anteriores con frases como «El año pasado ganamos la Liga porque tuvimos suerte y el Barça nos lo puso en bandeja». También lo expresan en las explicaciones que los deportistas dan a sus fallos presentes: «Sé que debería haber metido ese gol, pero creo que estoy perdiendo reflejos, me cuesta concentrarme». Además, se hace evidente en la disposición derrotista que demuestran hacia el futuro: «Perdemos y seguiremos perdiendo porque no marcamos. Seamos realistas ¡qué demonios!».
El optimismo favorece la predisposición a arriesgarse. De hecho, las noticias de los diarios ofrecen muchos ejemplos de deportistas muy optimistas que minimizan las posibilidades de fracaso y se marcan expectativas casi inalcanzables. Aunque esta forma de actuar tiene sus peligros, no cabe duda de que nadie bate un récord sin grandes dosis de audacia y confianza. Con todo, la principal ventaja del optimismo se refleja en la resistencia al sufrimiento físico y al decaimiento mental, y la persistencia para conseguir el triunfo.
Aunque la confianza optimista anima a los atletas a aceptar competiciones que pueden ser demasiado fuertes para ellos, es una actitud muy útil una vez que comienza la prueba. La esperanza de victoria alimenta el esfuerzo, la seguridad y el tesón ante la amenaza de derrota y, por tanto, eleva las posibilidades de éxito. Los deportistas optimistas se crecen en la desventaja, como ilustra un experimento en la universidad californiana de Berkeley. Un grupo de nadadores fueron informados por sus entrenadores después de una competición de que sus tiempos habían sido peores de lo que realmente fueron. Ante este revés, los nadadores considerados optimistas mejoraron su marca en la siguiente carrera. Por el contrario, los atletas pesimistas empeoraron sus marcas.
Una característica de los deportes competitivos es que los jugadores no tienen la opción de abandonar, incluso cuando la derrota es casi segura. En estas circunstancias, la insistencia pertinaz contra todo pronóstico sólo puede ser beneficiosa. La situación es más complicada cuando abandonar el campo es una alternativa y continuar la lucha puede ser una opción muy costosa. En estas condiciones no resulta fácil distinguir la perseverancia justificada del empeño irracional.
Otra ventaja del optimismo en situaciones competitivas que se refleja externamente es la intimidación del contrincante. Es algo reconocido que la apariencia de total confianza en uno mismo suele ser rentable, tanto en los juegos como en las negociaciones y en los conflictos entre las personas.
Un hecho curioso es que el talante de los deportistas se contagia a sus hinchas. Numerosos estudios demuestran que los seguidores incondicionales se conectan psicológicamente a sus ídolos, hasta el punto de que viéndolos en acción experimentan cambios de estado de ánimo similares. Esto también ocurre fuera del deporte. En situaciones intensas, en las que formamos parte de un grupo solidario y nos jugamos el triunfo y el fracaso, la autoestima, el optimismo y la confianza en uno mismo se transmiten y sincronizan entre los miembros del grupo.
Medicina
«Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad».
Confucio, 500 a.C.
Los problemas de salud ponen a prueba nuestra visión favorable de la vida, pero también iluminan la utilidad del optimismo. Estoy convencido de que el pensamiento positivo es un requisito fundamental para cualquiera que esté interesado en la práctica de la medicina y sus diferentes ramas.
Si bien, personalmente, no creo que haya nada más fascinante que el funcionamiento del cuerpo humano, la tarea de los profesionales de la salud no es tanto admirar las maravillas del organismo lozano sino auxiliar a personas que sufren física y mentalmente los efectos de sus averías. Pocas condiciones provocan en las personas sentimientos tan profundos y desconcertantes de vulnerabilidad, indefensión y angustia como las enfermedades. Por ello, la natural compasión hacia el dolor ajeno y la empatia, o capacidad de ponerse en las circunstancias de los demás, hacen que los médicos y sus colegas sanitarios inevitablemente sean conmocionados por el contagioso estrés de sus pacientes. Bajo estas circunstancias, la perspectiva optimista se convierte en un protector muy útil.
Como he podido comprobar, todos o casi todos los hombres y mujeres que decidimos un día dedicamos a la medicina descubrimos muy pronto los beneficios del optimismo. Para empezar, durante los años de aprendices necesitamos una buena dosis de pensamiento positivo, pues somos angustiosamente conscientes del peaje penoso que, como consecuencia de nuestra impericia, los enfermos se ven obligados a pagar. Si bien los efectos secundarios de la inexperiencia de los médicos novatos atañen a todas las especialidades, quizá se hayan cuantificado más en cirugía. Por ejemplo, las estadísticas demuestran que cirujanos que se embarcan en una nueva técnica -como colecistectomía laparoscópica o extirpación de la vesícula biliar enferma mediante un instrumento que se introduce en el abdomen través de una pequeña abertura- necesitan operar por lo menos a treinta pacientes antes de alcanzar un nivel aceptable de competencia profesional y un mínimo de complicaciones. Ante este panorama, los mecanismos psicológicos de defensa y las racionalizaciones optimistas son imprescindibles para el cirujano principiante, y desde luego para el enfermo si es consciente de su riesgo.
Es preciso ponerse en guardia contra los doctores que exultan un optimismo ilusorio acerca de su verdadera competencia o una euforia imprudente en relación con remedios cuya eficacia no ha sido suficientemente probada, porque pueden ser peligrosos. No pasa mucho tiempo sin que se publique alguna noticia sobre las consecuencias desafortunadas de decisiones médicas tan triunfalistas como insensatas.
La premisa de que «la experiencia es la madre de la ciencia» no es sólo válida en el campo de la medicina, sino que también se aplica a muchas otras profesiones en las que la práctica es la base del dominio del oficio -por ejemplo, pilotos, bomberos, ingenieros, inversionistas, farmacéuticos, arquitectos, abogados, policías o conductores de vehículos-. En todas ellas, el necesario periodo de aprendizaje implica un riesgo para el propio profesional y sobre todo para sus confiados clientes. Bajo estas circunstancias, una buena receta es abundante pensamiento positivo junto con una generosa ración de prudencia.
para mantener la eficacia profesional es importante que el médico ponga en perspectiva el sufrimiento del paciente, con el fin de mantener la objetividad necesaria para evaluar con lucidez su condición. Igualmente importante es que esta perspectiva objetiva no obstaculice la capacidad del facultativo de transmitir al doliente su confianza y su solidaridad para derrotar juntos al enemigo común, la enfermedad.
Cuando la expectativa positiva del enfermo se complementa con la comunicación implícita de confianza por parte del médico, la posibilidad de que el paciente responda al tratamiento aumenta considerablemente. Esto se puso de manifiesto en un interesante experimento llevado a cabo hace unos años por el especialista estadounidense en dolor Richard Gracely. Este investigador seleccionó sesenta pacientes voluntarios a quienes se les iba a extraer una muela del juicio, y les advirtió de que para calmar el dolor después de la extracción unos recibirían al azar un placebo y otros un calmante. Los dentistas, sin embargo, fueron informados de que a los primeros treinta pacientes debían recetarles un calmante y a los otros treinta un placebo, aunque no deberían revelarlo. En realidad, sin que los dentistas ni los pacientes lo supieran, los sesenta pacientes recibieron placebo. Al final del experimento, los primeros treinta pacientes, a quienes los dentistas pensaban que habían recetado un analgésico, se sintieron mucho más aliviados del dolor que los otros treinta pacientes a quienes los doctores pensaban que habían dispensado un placebo. Cuando los médicos están convencidos de que sus técnicas son eficaces y comunican esperanza a los pacientes, se unen las expectativas positivas del médico y del paciente y aumentan las posibilidades de mejoría incluso en respuesta a una sustancia inerte.
En nuestra era de énfasis en la alta tecnología médica los factores emocionales son con demasiada frecuencia ignorados por los profesionales, a pesar de que su impacto puede ser de vida o muerte. No faltan médicos que miran la relación entre la mente y el cuerpo con escepticismo. Son doctores que opinan que animar y esperanzar al paciente es irrelevante para la eficacia de la intervención. Sostienen que, independientemente de estos apoyos emocionales, la mayoría de los enfermos consigue mejorar gracias a los adelantos de la ciencia médica. A estas actitudes hay que añadir la influencia derrotista del ambiente de trabajo en sistemas sanitarios saturados y agobiantes, materializado en la tiranía de los horarios apretados, en las onerosas regulaciones burocráticas, y en el antagonismo entre proveedores y clientes. Son demasiados los doctores que se sienten atrapados y maltratados por el sistema sanitario. Se consideran mal retribuidos, faltos de tiempo y de energía para hablar sosegadamente con los enfermos a su cargo y transmitirles tranquilidad y confianza.
Otro beneficio de la disposición optimista en medicina es que alimenta la motivación del médico para tratar esperanzadamente a enfermos incurables o muy graves. El talante optimista también ayuda a los especialistas en enfermedades de alta mortalidad, por ejemplo los oncólogos, a no caer en la desmoralización cuando los resultados de sus intervenciones son previsiblemente pobres. El optimismo de estos médicos los protege del reparo natural a involucrarse emocional y profesionalmente con enfermos de alto riesgo. Esto es positivo, pues la verdadera utilidad de los médicos se hace especialmente evidente cuando prestan sus servicios a pacientes, con independencia de sus posibilidades de cura.
De hecho, una de las situaciones en las que la actitud positiva del médico se pone más a prueba es ante los enfermos incurables. Por ejemplo, en la última década se ha generalizado la conciencia de que es importante evitar la conspiración de silencio, disimulo y engaño que a menudo rodea a estos pacientes. Como consecuencia, cada día es más común que el médico informe al enfermo del diagnóstico. En esta situación la información más beneficiosa es la que explica el problema de una forma clara, equilibrada y completa, además de incluir las opciones para tratar la dolencia e ir acompañada de una actitud comprensiva, compasiva y esperanzadora.
Esto me hace recordar a Manuel, un buen amigo de mi edad que durante varios meses estuvo aquejado de una tos muy rebelde. Un día me pidió que le acompañara a una cita con el especialista para informarse del resultado de una biopsia de pulmón que le habían hecho. Una vez en la consulta, el médico le invitó a sentarse y con voz tranquila y firme que transmitía afecto y certeza le dijo: «Manuel, es cáncer. Lo siento. Pero tenemos suerte porque el tumor es aún pequeño. Tengo un plan de tratamiento que da buenos resultados en el 50 por ciento de los casos como el tuyo. Si te parece bien, lucharemos juntos». Mi amigo, como era de esperar, tuvo que superar un doloroso periodo de aturdimiento, rabia, desesperanza y miedo, pero no tardó en recuperar las ansias de vivir, lo que le motivó a participar con optimismo en un duro régimen de quimioterapia y a perseguir durante cuatro años con tenacidad la curación. Aunque Manuel sucumbió finalmente ante el cáncer, días antes de morir me confesó que se sentía orgulloso de su lucha, y contento por haber logrado prolongar su vida. Sus últimos años, me dijo, le habían dado la oportunidad de cerrar viejas heridas y descubrir en él mismo fuerzas y cualidades que hasta entonces habían permanecido ocultas.
Desafortunadamente, no faltan médicos pesimistas que ante enfermos graves pasan por alto las probabilidades, aunque mínimas, de sanar -que casi siempre las hay- y se limitan a informarles del pronóstico descorazonados Unos justifican su derrotismo con su devoción a «la verdad», otros dicen «curarse en salud» decididos a no crear en el paciente expectativas de mejora que ellos consideran poco realistas, aunque en verdad construyeron su pronóstico seleccionando las bases más pesimistas.
Es evidente que el optimismo es un ingrediente esencial de la buena práctica de la medicina y demás disciplinas de la salud. Es un arte de palabras, sentimientos y actitudes. El profesional lo expresa con confianza, ánimo y solidaridad, lo que a su vez provoca en el paciente seguridad, esperanza y motivación para luchar contra la enfermedad.
Cuando el optimismo es noticia
«El verdadero optimismo sólo brilla en las tragedias».
Madeleine L’Engle, Una arruga en el tiempo, 1935
Los periodistas son profesionales de la información que se dedican a seleccionar y difundir lo que es noticia. Entre las características de personalidad más útiles para ejercer esta profesión -algunas de las cuales, por cierto, también se aplican a los psiquiatras- resaltan la curiosidad, el espíritu inquisitivo, la atracción por la novedad y la aventura, la energía, el sentido del humor, la capacidad de escuchar, la tendencia a disfrutar de los chismes o de ser cautivado por las conspiraciones, y el aguante ante las contrariedades y las derrotas. Dado lo que ya sabemos sobre el optimismo, creo que no hace falta ahondar en por qué el talante positivo es ventajoso a la hora de practicar con éxito este oficio. Sólo quiero resaltar que, en mi experiencia con miembros muy queridos de este gremio, he podido comprobar que los ingredientes del optimismo les son especialmente valiosos a la hora de protegerse de los efectos estresantes de las desgracias humanas que a menudo cubren.
Los expertos en comunicación son muy conscientes de la proverbial fascinación que sentimos los seres humanos por las calamidades y desventuras que acosan a nuestros compañeros de vida. Este conocimiento explica el hecho de que los medios estén recordándonos día y noche los percances más violentos y penosos que ocurren en el mundo. En consecuencia, parece que pasamos más tiempo amargados por las noticias de desastres aberrantes y puntuales que celebrando los buenos momentos que continuamente nos depara la vida.
Mientras pensaba sobre esta cuestión, se me ocurrió que sería interesante explorar el valor como noticia del optimismo. Con ayuda de un par de colegas, ambos expertos en explorar el mundo a través de internet, realizamos un análisis de artículos aparecidos en 2004, en una muestra de periódicos de varios países de Occidente. Para mi sorpresa, del 1 de enero al 31 de diciembre de ese año el término «optimismo» apareció en los diez diarios examinados un total de 6.619 ocasiones, y el término «pesimismo», 1.983, lo que supone un promedio tres veces mayor. En concreto, El País imprimió optimismo 736 veces y pesimismo sólo 218, en The New York Times el optimismo ganó al pesimismo por 834 a 132, en El Mundo por 1.576 a 609, en The Washington Post el resultado fue 618 a 100, en ABC 595 a 154, en El Universal de México 424 a 70, en Le Monde 441 a 401, en Corriere Della Sera 63 a 14, en La Vanguardia 752 a 212, y en La Nación de Argentina 580 a 73.
Mi primera reacción de extrañeza se debió a que, según las normas que parecen gobernar la información periodística, el optimismo, a simple vista, no cuenta como noticia. Que yo sepa, hay dos reglas generales. Una es cualitativa y se basa en la consabida premisa de que las buenas noticias no son noticia. La segunda es cuantitativa y se fundamenta en la simple fórmula de que a más alta la probabilidad de que algo ocurra, menos valor posee como noticia. Como hemos visto a lo largo de estas páginas, la disposición optimista es una cualidad positiva y frecuente del carácter de las personas, aunque a veces pase desapercibida, por lo que no cumple con los preceptos que dan prioridad en el noticiario a los eventos negativos o novedosos.
No hace mucho tropecé inesperadamente con la clave que explica que la visión optimista, pese a ser algo bueno y corriente, bajo ciertas condiciones, fascine a los periodistas y a sus lectores. Me encontraba explicando a un grupo de estudiantes la relación que existe entre el temperamento de las personas y la esperanza de vida. Para impresionarles, les enseñé varios estudios que demostraban que los jóvenes catalogados de pesimistas padecen mayor riesgo estadístico de muerte que los optimistas. Sin embargo, ante estos interesantes datos mis alumnos se mantuvieron impasibles. No veían nada insólito ni sugestivo en el hecho de que el pesimismo tuviese efectos tóxicos. Seguidamente les mostré otros artículos científicos en los que se revelaba que el temperamento optimista siempre mejora, y en muchos casos también alarga, la vida de enfermos graves de corazón, de cáncer, de esclerosis múltiple y de sida. Estos artículos, por el contrario, sí les llamaron mucho la atención. Después de dialogar un buen rato, llegamos a la conclusión de que el optimismo fascina especialmente y es noticia en circunstancias de adversidad.
Para verificar esta suposición, les pedí a mis amables colegas que habían explorado los diarios en busca del término «optimismo», que analizaran el contenido de las noticias, con el fin de dilucidar el contexto en el que aparecía. Su análisis reveló dos datos interesantes. El primero fue que los periodistas utilizan el concepto de optimismo mayoritariamente en las noticias de economía, de política y de deportes. Estas tres actividades son muy dinámicas y públicas, y tienen en común la acción, el rendimiento, el riesgo, la competitividad, la inseguridad, la vehemencia, la tenacidad, la ambición, los ganadores y los perdedores. Son escenarios de la vida en los que la disposición optimista de los protagonistas y sus seguidores juega un papel muy importante en la situación y en su desenlace. El segundo dato corroboró la sospecha de que el optimismo es más noticia en historias de contextos negativos. Concretamente, mientras el 60 por ciento de los artículos sobre temas negativos contenían el vocablo «optimismo», sólo el 40 por ciento de los que trataban eventos positivos lo incluían.
Quizá ésta fuese la idea que movió a Stephen Jay Gould, profesor de Antropología de la Universidad de Harvard, a considerar que el optimismo es un arma defensiva esencialmente «trágica». Según él, constituye un escudo eficaz pero de último recurso, pues solamente lo usamos cuando nos sentimos abrumados por situaciones calamitosas que fuimos incapaces de prevenir.
Es posible que en 2004 las actitudes optimistas fueran más noticia que las pesimistas porque resplandecían en un planeta ensombrecido por las desgracias. Para empezar, heredamos de 2003 una despiadada lista de calamidades: las mortíferas guerras revanchistas de Irak y Afganistán; los encarnizados ajustes de cuentas en Oriente Próximo; el hundimiento por corrupción de grandes empresas, como Enron, Parmalat o WorldCom, que pulverizaron los ahorros de toda una vida de miles de familias; las secuelas conmovedoras de los abusos sexuales perpetrados por cientos de curas desalmados contra más de 10.500 niños (sólo en EE UU); o los efectos devastadores del terremoto de Bam (Irán), en el que perecieron unas 30.000 personas. Y nada más comenzar 2004, el mundo fue convulsionado por nuevas atrocidades, como la masacre terrorista en los trenes de cercanías de Madrid; la matanza de cientos de almas inocentes por rebeldes en el sur de Tailandia y en Nigeria; las torturas a prisioneros iraquíes indefensos por soldados estadounidenses; los asesinatos y violaciones de cientos de miles de mujeres y niños por milicias en Sudán; los huracanes Iván y Charley, que desolaron los pueblos costeros de Cuba, Jamaica y Florida; los cientos de niños asesinados por terroristas chechenos en un colegio de Beslan; y el maremoto apocalíptico en el golfo de Bengala que cinco días antes de Nochevieja se cobró más de 200.000 vidas en once países del sureste de Asia.
Justamente en medio de esta abrumadora catástrofe, el 3 de enero de 2005, periodistas en todo el mundo consideraron noticia e imprimieron el comentario que había hecho el día anterior Jan Egeland, coordinador de Naciones Unidas para la ayuda a las víctimas del maremoto del océano Indico, en relación al progreso en los esfuerzos
de socorro a los países afectados: «Las buenas noticias llegan cada hora. Hoy soy más optimista que ayer y mucho más que anteayer respecto a que la comunidad global será capaz de enfrentarse a este enorme desafío».
Sospecho que las noticias de optimismo no sólo sirven para iluminamos en las tinieblas del dolor, la injusticia y la violencia, sino que constituyen el signo más seguro y esperanzador de que, una vez más, la humanidad logrará superar la desventura.
Optimismo y adversidad
Pregunta: «Con su extraordinaria erudición, ¿por qué se molesta en escribir libros tan inteligibles sobre los misterios del universo?».
Stephen Hawking: «Quiero que mis libros se vendan en los quioscos de los aeropuertos».
P: «¿Está usted siempre de tan buen humor?».
SH: «La vida sería trágica si no fuese divertida».
P: «Ahora en serio, ¿cómo se mantiene optimista?».
SH: «Mis expectativas se redujeron a cero cuando tenía 21 años. Desde entonces todo en mi vida han sido pluses».
Deborah Solomon, Entrevista a Stephen Hawking, The New York Times, 12 de diciembre de 2004
Nacido en Oxford, Inglaterra, en 1942, Stephen Hawking está considerado el físico teórico más importante de nuestro tiempo. A los 21 años se vio afectado por esclerosis lateral amiotrófíca, una enfermedad incurable que destruye gradualmente las neuronas motoras encargadas de controlar los músculos. Inmovilizado e incapaz de hablar, se desplaza en una silla de ruedas y se comunica a través de un ordenador especial que dirige apretando un solo botón con una mano. Con este método, Hawking ha logrado dictar vanos libros de astrofísica, de fácil lectura, en los que explica las principales leyes que gobiernan el cosmos.
La capacidad para resistir y superar calamidades se configura de atributos físicos y emocionales naturales. Los seres humanos tenemos una enorme aptitud para ajustamos a las circunstancias y recuperamos emocionalmente de las derrotas. Son muchas las víctimas de desastres que afirman que se conocen mejor como resultado de su infortunio, se consideran mejores personas y valoran más sus vidas. Con todo, hay golpes más fáciles de asimilar y de poner en perspectiva que otros. Por ejemplo, es más sencillo encontrar sentido y aceptar la muerte de un abuelo de 86 años que la de un hijo de nueve.
No todas las personas gozan de la misma capacidad de recuperación. Aparte del papel que desempeñan los genes que heredamos y de nuestra manera de ser, la aptitud para superar las desgracias depende también del significado que le demos a la situación que nos aflige y de nuestras expectativas. Por ejemplo, como consecuencia de los espectaculares avances científicos, tecnológicos, sociales y políticos que han experimentado muchos países, especialmente de Occidente, cada día más personas mantienen altas perspectivas de seguridad, de controlar su entorno, de dirigir su programa cotidiano y de vivir una vida completa y saludable. Pero precisamente por ello también acusamos tanto los azotes inesperados y los sentimientos de incertidumbre y vulnerabilidad.
Está ampliamente demostrado que las personas de temperamento optimista superan mejor las adversidades que las pesimistas, desde dolencias graves hasta cambios duros en sus vidas, como el divorcio, la bancarrota, el paro o la emigración a otro país. La ventaja del optimismo ante la adversidad es independiente de la edad, el sexo, la inteligencia, el nivel de formación o los recursos económicos. Los resultados de cientos de estudios llevados a cabo en diferentes países coinciden en que la confianza en uno mismo, la capacidad de interpretar los sucesos de una forma positiva y, sobre todo, la esperanza nos protegen de los efectos nocivos de los infortunios.
Los individuos optimistas confían más en su capacidad para encontrar una solución que los pesimistas, por lo que perseveran con más tesón. La sensación de que controlan las circunstancias también les ayuda a mantener el equilibrio emocional, aunque en realidad el control sea muy limitado o incluso ficticio. La experta psicóloga Lisa Aspinwall ha demostrado que los hombres y mujeres optimistas se muestran más abiertos a buscar información sobre sucesos que les preocupan, y antes de tomar decisiones importantes, sopesan tanto los aspectos positivos como los negativos, mientras que los pesimistas se limitan a ver únicamente los aspectos negativos. Esta tendencia es beneficiosa, porque el gran enemigo de muchas personas abrumadas por las circunstancias no es tanto la gravedad de su situación como sus temores aciagos imaginarios. Como escribió el autor estadounidense Elbert Hubbard en El cuaderno de notas (1927), «Si los mayores placeres son los que nos figuramos, acuérdense de que sucede lo mismo con los peores disgustos». Además, enterarse de qué es lo que realmente ocurre y cuál es la mejor forma de responder a la coyuntura ayuda a mantener los pies sobre la tierra. Los peores avatares de la vida se hacen más llevaderos si uno cuenta con la perspectiva que da conocer sus causas, sus efectos y sus remedios.
La extraversión es un rasgo ventajoso muy común en las personalidades optimistas. A través de la palabra validamos lo que sentimos y nos desahogamos. Conversar y expresar nuestras emociones es una forma saludable de organizar los pensamientos y de aliviar la angustia o el miedo. Ante los retos más penosos todos necesitamos escuchamos en voz alta, ser escuchados, y recibir aliento de otras personas. Las desdichas son para compartirlas. La unión y la conversación con otros estimulan el sentimiento de universalidad, la sensación de que «no soy el único», y animan a formular interpretaciones provechosas que alivian el estrés generado por las calamidades.
La compañía amistosa nos provee además de consuelo y seguridad y, con un poco de suerte, saca a flote el sentido del humor. Este componente protector nos ayuda a defendemos de la ansiedad y a resistir el abatimiento que producen las adversidades prolongadas. Fue durante su terrible experiencia en el campo de concentración cuando Viktor E. Frankl se dio cuenta del efecto reparador del buen humor. «El humor -escribió- es una de las armas con las que el alma lucha por su supervivencia. Yo mismo entrené a un amigo que trabajaba a mi lado en el campo de concentración a inventarse cada día una historia divertida sobre algún incidente que pudiera suceder al día siguiente de nuestra liberación…». Hoy está demostrado que el humor actúa de purgante con la fundón primordial de descargar la tensión emocional. Incluso el humor negro alegra nuestra vida y la de las personas que nos rodean. Y si además provoca en nosotros el reflejo fascinante de la risa, nos ayuda a oxigenarnos física y emocionalmente.
El ingrediente del optimismo más eficaz en los momentos difíciles es la esperanza. En medio de privaciones y sufrimientos todos buscamos promesas de alivio, de descanso y de curación. Nos mantenemos animados gracias a que esperamos que lo que nos aflige pasará. Hay personas que durante las crisis alimentan su confianza con espiritualidad. La fe en un «más allá» seguro y placentero ayuda a tolerar mejor el sufrimiento. Por eso, desde la antigüedad la creencia en algo superior, ya fuese divino, mágico, físico o humano, ha florecido en todas las culturas, particularmente en épocas penosas.
También es verdad que la conciencia de caducidad empuja a mucha gente a luchar por sobrevivir con una intensidad especial. En el mes de marzo de 2004, Eric Lemarque, el famoso jugador francés de jockey sobre hielo de 34 años, tuvo un accidente y estuvo perdido durante una semana, malherido y con escaso abrigo en la montaña helada Mammoth, en California. Al ser rescatado explicó a los sorprendidos socorristas: «Para no rendirme soñaba todas las noches que me rescataban, pensaba una y otra vez que mi situación era un simple juego de ordenador y en cualquier momento alguien apretaría el botón de reinicio y terminaría».
La esperanza también es un arma que los líderes sociales pueden usar eficazmente en coyunturas adversas. Un ejemplo es la lucha por la igualdad de derechos de la minoría de raza negra en Estados Unidos hace irnos cuarenta años. El espíritu esperanzador de este movimiento masivo y pacífico se personificó en su carismático líder Martin Luther King, Jr., y se propagó a través de sus conmovedoras palabras. Quizá el discurso más famoso fue el que pronunció el 28 de agosto de 1963, en la manifestación de protesta multitudinaria en Washington: «Yo tengo un sueño… Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo:
“Afirmamos que todos los hombres son creados iguales”. Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se sentarán juntos a la mesa de la hermandad. Sueño que un día mis cuatro hijos vivirán en un país donde no serán juzgados por el color de su piel, sino por su carácter… Esta es nuestra ilusión. Esta es la fe con la que esculpiremos la roca de la esperanza en la montaña de la desesperación. Con esta fe podremos trasformar el sonido discordante de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad…».
Cinco años más tarde, King fue asesinado por un francotirador en el balcón de un hotel de la ciudad de Memphis. Treinta años después, el apartheid, la política oficial de segregación racial en la República Sudafricana fue abolida, y hoy las prácticas discriminatorias racistas son universalmente condenadas y juzgadas inaceptables. Pese a este avance reparador, el racismo y sus secuelas sociales, económicas y de salud pública siguen siendo evidentes en Estados Unidos, en Europa y en la gran mayoría de los pueblos del mundo.
Otro aspecto positivo de la actitud optimista es que con el tiempo estimula a los damnificados de las calamidades más funestas a soltar amarras, a liberarse del rencor y del papel de víctima, a pasar la página dolorosa de su autobiografía, retomar el timón del barco de su vida, y perseguir con entusiasmo nuevas metas. Este proceso de liberación es además bueno para la salud. Como demuestran los estudios ya mencionados del psicólogo Fred Luskin y sus colegas, beneficia al corazón, a la presión arterial, al sistema inmunológico y reduce la tensión nerviosa.
Muchos adultos experimentan efectos beneficiosos a largo plazo después de sufrir traumas serios, desde enfermedades graves a desastres naturales, pasando por accidentes, combates militares, agresiones, y pérdida de seres queridos. Desde los albores de la civilización se ha propagado la idea de que a través de la adversidad se puede obtener la recompensa. Quizá esta creencia sea el origen de la sentencia popular de que «no hay mal que por bien no venga», o del viejo proverbio chino, «abundantes beneficios esperan a quienes descubren el secreto de encontrar la oportunidad en la crisis».
En una revisión de irnos cuarenta estudios científicos recientes sobre los cambios positivos que experimentan algunas personas después de vivir una situación traumática, los psicólogos de la Universidad de Warwick (Reino Unido), Alex Linley y Stephen Joseph, llegaron a la conclusión de que existe un «crecimiento postraumático». Igualmente, las investigaciones de Susan Nolen-Hoeksema, profesora de Psicología de la Universidad estadounidense de Michigan, y otros colegas, sobre los efectos de la muerte de seres queridos, demuestran consistentemente que alrededor del 75 por ciento de los familiares del difunto saca algo positivo de su dolorosa pérdida. Todos conocemos personas para quienes el proceso de duelo da lugar a algún cambio saludable en su personalidad. Entre los beneficios más frecuentes se encuentran el fortalecimiento de las relaciones con los demás y la capacidad de ponerse en las circunstancias de otros. Algunos descubren en ellos mismos facetas creativas o altruistas que desconocían. Otros afirman que disfrutan más que antes de las pequeñas cosas que ofrece el día a día.
En las décadas que llevo estudiando el comportamiento humano he podido comprobar que si uno observa y escucha con serenidad a sus compañeros de vida, es fácil llegar a la conclusión de que abundan los hombres y las mujeres de cualquier edad, estrato social y país, que se inclinan a captar el lado positivo de las experiencias pasadas y de las vicisitudes presentes, tienden a pensar que los problemas se solucionarán, e incluso cuando son víctimas de penosos reveses extraen de ellos algún provecho. Son personas que disfrutan del espectáculo y las alegrías que ofrece el universo, se sienten razonablemente satisfechas, y declaran con sinceridad que la vida, en su conjunto, merece la pena.
Este hecho no debería sorprender. Después de todo, desde el amanecer de la humanidad la fuerza del optimismo ha impulsado a los seres humanos a ejercer con ilusión el arte del emparejamiento, a resistir con firmeza la adversidad, y a promover el progreso y el bien común. Por todo esto, el optimismo es un atributo natural muy valioso, al que los genes encargados de la supervivencia de la especie no han tenido más remedio que proteger y conferir el tratamiento preferencial que se merece.
Entender el temperamento optimista, sus raíces, sus ingredientes y sus aplicaciones es una tarea verdaderamente relevante. Y aprender a sentir y a razonar en positivo es, con seguridad, una inversión rentable. Pienso así porque para desarrollar al máximo las posibilidades de vivir sanos y contentos no sólo hay que ganarle la batalla a las enfermedades, sino que también es importante nutrir los rasgos saludables de nuestra naturaleza y robustecer el sistema inmunológico, encargado de protegemos de las agresiones físicas y mentales que sufrimos durante nuestro paso por el mundo.
Jonás E. Salk, el biólogo neoyorquino que en 1952 descubrió la vacuna contra el mortífero virus de la poliomielitis, ensalzó personalmente la importancia de fortalecer las defensas naturales que nos amparan contra la desesperanza, la indolencia y el fatalismo cuando a sus 70 años afirmó: «Si hoy fuese yo un joven científico, seguiría trabajando en el campo de la microbiología. Pero en lugar de vacunar a las personas contra las infecciones, las inmunizaría psicológicamente para que resistan mejor los males de la mente». Si yo hubiera estado entonces en presencia del doctor Salk, le habría dicho que la vacuna más eficaz es la fuerza del optimismo.
Labor de muchos
«Nadie puede silbar solo una sinfonía. Es necesaria una orquesta».
Halford E. Luccock, 365 ventanas, 1943
De despedida, queridos lectores, quiero deciros que, a diferencia de algunos colegas que se inspiran en la soledad y eligen anotar sus pensamientos y emociones en un ambiente de tranquilidad y recogimiento, yo prefiero hacerlo en compañía, a poder ser en medio del bullicio de una comunidad curiosa e indulgente. Por eso, me complace dar las gracias a un grupo de personas muy queridas que me han ayudado con su estímulo y múltiples sugerencias en este proyecto. Sus nombres, siguiendo el abecedario, son Paula Eagle, Mercedes Hervás, Isabel Piquer y Gustavo Valverde. También quiero expresar mi agradecimiento a Rebeca González y a mi hijo Bruno por analizar cientos de noticias sobre optimismo y pesimismo en diarios de diversos países. Igualmente, mi sentimiento de gratitud a Santos López por sus consejos editoriales y a mis otros amigos de la editorial Aguilar,
especialmente a mi editora, Ana Rosa Semprún, por darme su confianza y apoyo.
A mis apreciados colegas de la Fundación La Caixa les agradezco la oportunidad que me han brindado de participar en el desarrollo de novedosos y eficaces proyectos sociales y de salud pública. Programas como Aprender a vivir, Familias canguro, Ciberaulas hospitalarias para niños internados, y La vida es cambio/ El cambio es vida han sido para mí una fuente muy rica de inspiración. La razón es que el denominador común de todos ellos es la impresionante e inagotable carga de entusiasmo, esperanza y optimismo que los mueve.
En un radio de influencia más amplio, debo decir que he sido afortunado por contar con las ondas refrescantes que emanan los neoyorquinos, un pueblo abierto y generoso que hace casi cuatro décadas me acogió sin conocerme -ni entenderme- y por el que sólo siento cariño y gratitud. No creo que existan muchos rincones en el mundo donde se pueda discurrir sobre el pensamiento positivo mejor que en Nueva York. Después de todo, esta urbe universal, apodada cariñosamente por los músicos de jazz del siglo pasado «La Gran Manzana» -por considerarla el escenario ideal para inspirarse y expresar su arte-, es el paraíso de las aspiraciones y las oportunidades, un lugar único donde la esperanza del buen futuro siempre entierra al mal pasado. A la hora de investigar el optimismo, ¿se puede pedir más?