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«Mi vida no tiene propósito, ni dirección, ni finalidad, ni significado, y a pesar de todo soy feliz. No lo puedo comprender. ¿Qué estaré haciendo bien?».
Charles M. Schulz, Charlie Brown, 1999
Memoria autobiográfica
«Somos criaturas forjadoras de historias que no podemos repetir, ni dejar atrás».
Wystan H. Auden, La mano del tintorero, 1962
El estudio de la memoria humana ha aportado importante información al entendimiento del optimismo. Las personas poseemos dos tipos de memoria: la memoria verbal y la memoria emocional. La memoria verbal es donde almacenamos, por separado, los sucesos recientes y las experiencias del pasado remoto. Esto explica que nos olvidemos de dónde pusimos ayer las llaves de casa o el paraguas, pero nos acordemos con lucidez de sucesos que ocurrieron en la infancia. La memoria verbal es la que utilizamos normalmente en el día a día y la que contiene nuestra autobiografía.
La memoria emocional, por el contrario, está reservada para experiencias que nos conmocionan. En la memoria emocional se conservan, con toda su intensidad y sin palabras, las escenas que presenciamos durante situaciones abrumadoras, los sonidos y los olores que nos impactaron, y las sensaciones corporales -palpitaciones, sudores fríos, sequedad de boca, ahogo en el pecho- que nos invadieron. Esta es la razón por la cual es tan importante que las víctimas de trauma emocional pongan en palabras y relaten la experiencia vivida, porque les permite disminuir su intensidad y transformarlas en recuerdos más manejables bajo el control de la memoria verbal. De esta forma, un fragmento muy penoso de la vida puede incorporarse al resto de nuestra historia personal.
En la memoria verbal autobiográfica, además de guardar y ordenar múltiples nombres, cifras y hechos, también anotamos las interpretaciones personales que hacemos de los acontecimientos que nos afectan, sus connotaciones y los sentimientos que los acompañan. Por eso, los recuerdos que evocamos tienen el poder de alegramos y apenamos, de hacemos reír y llorar. Excepto aquellas personas que hayan cuidado o conocido de cerca alguna víctima de atrofia cerebral avanzada -como demencia de Alzheimer- resulta casi imposible imaginar un ser humano sin conciencia de sí mismo, sin autobiografía.
Hoy sabemos que las personas que no sufren trastornos graves de la memoria mantienen el pasado relativamente vivo y lo reflejan en mucho de lo que sienten, piensan, dicen y hacen en el día a día. La autobiografía no espera a ser recordada sino que influye constantemente en las decisiones presentes y en las perspectivas del futuro. Como escribió Oscar Wilde, la memoria «es el diario que llevamos con nosotros a todas partes». Nos sirve para reconstruir nuestra historia, para definimos, identificamos, valoramos, relacionamos con los demás y para percibir y evaluar el mañana. De hecho, tanto si estamos con amigos íntimos como si nos encontramos ante personas que acabamos de conocer, todos hablamos continuamente sobre nuestro pasado. Varios investigadores que han grabado y analizado las conversaciones espontáneas que se producen entre las personas han concluido que rememorar algún aspecto del ayer es un tema de conversación favorito universal que sale a colación un promedio de seis veces por cada hora de conversación.
La memoria autobiográfica tiene dos funciones, una personal y otra social. En el terreno personal, la selección que hacemos de los recuerdos modula nuestro estado de ánimo, estimulando emociones agradables o desagradables. Además, la forma positiva o negativa de sopesar nuestra historia y de reconciliar lo que fue y lo que pudo haber sido moldean el concepto que tenemos de nosotros mismos. En cuanto al aspecto social, el significado que damos a las reminiscencias determina una parte importante de nuestra disposición hacia los demás. Por otra parte, contar historias autobiográficas nos ayuda a dar significado a nuestra vida en el contexto del mundo que nos rodea, y contribuye a formar nuestra identidad social. El intercambio de experiencias con otras personas también nos conecta con ellas, fomenta la participación, la confianza, las relaciones íntimas y la amistad.
Las imágenes que elegimos de las vicisitudes pasadas son cápsulas de tiempo, documentos de un ayer irrepetible que pueden ser usados para explicar nuestra infancia, entender el aquí y el ahora, y aprender lecciones para el mañana. Por eso, los recuerdos que guardamos revelan mucho sobre nuestro nivel de optimismo. Una visión favorable del pasado alimenta la autoestima y nos predispone a confiar en el presente y en el futuro. Por el contrario, una perspectiva desfavorable de nuestras experiencias pasadas puede impregnar de lamentos y pesares nuestro día a día y bañar de inseguridad y desconfianza el mañana.
Las personas de talante optimista hacen gala de su sentido pragmático al guardar y evocar preferentemente los buenos recuerdos, los éxitos del pasado, las relaciones enriquecedoras, los acontecimientos gratificantes. Suelen pensar: «En general, las cosas me han salido bien en la vida», o «Mi experiencia me ha preparado muy bien para superar los contratiempos de ahora», o «Pienso que mis luchas del pasado me ayudarán a resolver los problemas futuros». Estos pensamientos, a su vez, favorecen la perspectiva positiva del presente y del futuro y sirven de protección contra las desilusiones.
El filósofo español Femando Savater ha resaltado la importancia de nuestra percepción del ayer. En su obra El contenido de la felicidad (1986) afirmó: «Todos somos optimistas, no por creer que vayamos a ser felices, sino por creer que lo hemos sido». Este autor observó la tendencia natural de los niños a decir «Lo estamos pasando bien, pero ¿te acuerdas cuánto nos divertimos el año pasado?». Para Savater la dicha está en los recuerdos que «están a salvo». Su conclusión es que «la felicidad es una de las formas de la memoria».
La memoria autobiográfica es selectiva y subjetiva. El reconocimiento de la inexactitud de los recuerdos es muy antiguo. A menudo es difícil distinguir entre historia y mito. La memoria nos permite mantener muy vivas y reales unas experiencias, distorsionar inconscientemente otras para adaptarlas al argumento que más nos conviene, u olvidar sucesos pasados con el fin
de preservar nuestra armonía mental. En sus Memorias del subsuelo (1864), Fiódor Dostoievski escribió: «Todas las personas decentes mantenemos ocultas ciertas cosas en alguna parte recóndita de nuestra mente porque tenemos miedo de revelarlas incluso a nosotros mismos».
La verdad es que el olvido cura muchas heridas de la vida. Es fácil entender que olvidar alivia la tristeza de la pérdida de un ser querido. También nos ayuda a perdonar los agravios y a recuperar el entusiasmo después de sufrir alguna calamidad. Distanciarse de un ayer penoso facilita el restablecimiento de la paz interior, y anima a «pasar página» y abrirse de nuevo al mundo. Para las personas marcadas por fracasos o infortunios inolvidables, el desafío es explicarlos y entenderlos desde una perspectiva más lejana, menos personal, más amplia. Por ejemplo, aceptar que el sufrimiento y la humillación son elementos inevitables de la vida.
El físico y escritor estadounidense Alan Lightman, en su relato de ficción Los sueños de Einstein comenta con sutileza: «Con el tiempo, el Libro de la Vida de cada persona se va espesando hasta que no se puede leer completamente. Entonces viene la elección. Unos leen las primeras páginas para conocerse de niños, otros prefieren leer el final para conocerse de mayores. Algunos, sin embargo, dejan de leer del todo. Abandonan el pasado. Deciden que da igual si ayer fueron ricos o pobres, instruidos o ignorantes, orgullosos o sencillos, amorosos o de corazón frío. Estos hombres y mujeres caminan con el paso ágil de su juventud. Han aprendido a vivir sin rencor en un mundo sin memoria».
El problema de quienes permanecen estancados en el ayer doloroso de su autobiografía es que viven prisioneros del miedo o del rencor, obsesionados con los malvados que quebrantaron su vida, lo que les impide cerrar la herida. La mezcla de culpa y resentimiento les amarra al pesado lastre que supone mantener la identidad de víctima, un papel que debilita y paraliza. Quienes hacen las paces con el pasado, por fatal que éste sea, se liberan, se reponen y controlan mejor su destino. Además, mejoran su salud física al fortificar su sistema inmunológico, como demuestran los estudios realizados hace una década por el psicólogo Fred Luskin y otros investigadores de la Universidad de Stanford, California.
Al reflexionar sobre su vida pasada, los optimistas emplean una mayor dosis de comprensión que los pesimistas, se consideran con mayor frecuencia exentos de culpa por sus errores y tienden a pensar que bajo las circunstancias de entonces, hicieron lo mejor que pudieron. En este sentido, una persona optimista demuestra realismo cuando reconoce que no es justo juzgar el pasado con la ventaja que da saber los resultados de las decisiones que se tomaron. Por el contrario, los inclinados al pesimismo tienden a atesorar lo negativo de los recuerdos y a resentirse, sin tener en cuenta el hecho de que ahora están evaluando el pasado con una visión retrospectiva ventajosa.
La importancia de la memoria autobiográfica crece con los años. Con el paso del tiempo, el futuro se contrae y el presente se transforma rápidamente en pasado. Las personas mayores optimistas se caracterizan por repasar con benevolencia el ayer, por aceptar sin resentimiento la inalterabilidad de la vida ya vivida y por reconciliarse pacíficamente con los conflictos que no pudieron resolver, con los errores que no rectificaron y con las oportunidades perdidas.
Estilos de explicar
«No hay nada que la gente no pueda ingeniárselas para elogiar, reprobar o encontrar una justificación acorde con sus inclinaciones, prejuicios y creencias».
Moliere, El misántropo, 1666
Los seres humanos sentimos una irresistible necesidad de explicar las cosas que nos pasan. Sólo en raras ocasiones nos agarramos a la incómoda noción de la ignorancia o del misterio.
Según el psicólogo Martin Seligman, nuestra forma habitual de explicar las situaciones, tanto adversas como favorables, refleja nuestro talante optimista o pesimista. Seligman analizó las explicaciones de acuerdo con tres valoraciones: la permanencia o la duración que le damos al impacto de los sucesos que nos afectan; la penetrabilidad o la extensión que asignamos a los efectos de estos acontecimientos sobre nosotros; y la personalización o el grado de responsabilidad personal que hacemos recaer sobre nosotros por lo ocurrido.
Lo normal es que los infortunios nos hagan a todos sentimos desilusionados o frustrados, al menos temporalmente. Sin embargo, las personas optimistas, cuando son golpeadas por alguna adversidad, suelen pensar que se trata de una desventura pasajera o de un contratiempo transitorio del que se recuperarán. Por el contrario, las personas pesimistas tienden a considerar que los efectos de las calamidades son irreversibles y los daños permanentes.
Por ejemplo, una mujer optimista limita su explicación de la discusión que tuvo con su pareja después de que él llegase malhumorado e irritable a casa del trabajo a una circunstancia concreta y eventual: «Algo le ha debido de ocurrir a Luis en la oficina para que esté hoy de tan mal humor». Una interpretación pesimista de la misma situación hubiera tenido un matiz más permanente: «Esta discusión con Luis es una prueba más de su mal carácter y de que nunca cambiará».
Ante las situaciones dichosas ocurre justamente lo opuesto. Los optimistas son propensos a creer que la «buena fortuna» es la regla y perdura, mientras que los pesimistas tienden a considerarla una casualidad fugaz. Después de tener una buena entrevista con el jefe y de recibir un aumento de sueldo, el empleado optimista se dice: «No me extraña la decisión, pues estoy bien preparado, soy maduro, creativo, y me lo merezco». El pesimista piensa: «En esta ocasión tuve suerte y no me fue mal, aunque dudo de que esto me vuelva a suceder».
En relación a la extensión o penetrabilidad del impacto de los sucesos, cuanto más optimista es la persona más tiende a restringir o a encapsular los efectos de los fracasos, y a evitar establecer generalizaciones o fatalismos que no permiten ninguna salida. Para los pesimistas, en cambio, los golpes alteran la totalidad de su persona, por lo que piensan que sus consecuencias serán generales e insuperables. Por ejemplo, después de que su propuesta de un nuevo proyecto fuese rechazada por la encargada del departamento, el subordinado optimista concluye: «La jefa no ha sido objetiva en esta ocasión, no ha sabido captar todas las ventajas del proyecto». Una explicación pesimista hubiera sido: «La jefa es totalmente incompetente, carece de la más mínima objetividad para poder dirigir cualquier operación, así que mi única alternativa es dimitir». Ante las situaciones afortunadas es a la inversa. Los optimistas anticipan que sus efectos positivos moldearán muchas facetas de su vida, mientras que los pesimistas tienden a pensar que el beneficio será muy limitado.
En lo que concierne a lo que Seligman llama la «personalización» ante circunstancias adversas, los individuos optimistas no se sobrecargan de culpa por lo ocurrido, sino que sopesan su grado de responsabilidad así como los posibles fallos de otros. Catalogan los tropiezos como frutos de algún error subsanable que, a la vez, les sirve de aprendizaje. Las personas de temperamento pesimista, por el contrario, se acusan totalmente de lo sucedido, no ven la posibilidad de reparar los desaciertos ni la oportunidad de aprender de la situación.
Por ejemplo, el joven universitario que explica el suspenso en un examen pensando que «verdaderamente no estudié lo suficiente en las últimas semanas, y don José es un sieso que no deja pasar ni una» es más optimista que el que reacciona al fracaso escolar diciéndose: «Soy incapaz, no sirvo para nada, nunca llegaré a ningún sitio». En este caso, el optimista admite que su acción concreta y la actitud del profesor han provocado el resultado, pero la solución está en su mano. El estudiante pesimista, sin embargo, entra en un círculo vicioso sin salida en el que el fracaso es culpa suya y no tiene solución.
Ante circunstancias favorables, los individuos optimistas juzgan que se merecen o son dignos de la recompensa, porque piensan que ellos mismos contribuyen a que se produzcan los buenos momentos. Los pesimistas no se sienten merecedores de algo positivo, no valoran sus propias capacidades. Por ejemplo, el enamorado correspondido que se dice: «Comprendo que esté prendada de mí, tengo mucho que aportar a la relación», es más optimista que quien se explica su dicha amorosa en términos de «menudo golpe de suerte».
Además de estos tipos de explicaciones esbozados originalmente por Seligman, los seres humanos utilizamos la comparación para evaluar las cosas que nos pasan. Está demostrado que si contrastamos una mala situación con una experiencia pasada peor, nos sentimos mejor que si recurrimos a nuestros recuerdos más dichosos del ayer para medir nuestros contratiempos o fracasos de hoy. Igualmente, si contrastamos nuestras circunstancias penosas con las de otros perjudicados, nos sentiremos mejor o peor según la peor o mejor suerte de aquellos con quienes elegimos equiparamos. Después de un desastre natural, los individuos de talante optimista se sienten afortunados si se comparan con damnificados que han sufrido daños mayores que ellos. Expresiones como «miro a mi alrededor y reconozco que me podía haber ido mucho peor» o «por lo menos no soy el único», ayudan a soportar el descorazonamiento que producen los accidentes inesperados. En un estudio de mujeres con cáncer de mama que se reunían semanalmente en grupos de autoayuda, la psicóloga estadounidense Shelley Taylor demostró que las pacientes que habían perdido un pecho se sentían reconfortadas al compararse con enfermas que a causa del cáncer habían sufrido una mastectomía bilateral. Estas mujeres, a su vez, se reconfortaban al contrastar su mal con otras cuyo tumor maligno tenía metástasis o se había extendido a otras partes del cuerpo.
Al margen del juicio moral que se quiera hacer de estas comparaciones, la realidad es que la tendencia a comparamos ventajosamente con nuestros semejantes nos ampara y fortifica nuestra capacidad para mantenernos contentos a pesar de los infortunios. Precisamente, los resultados de varios estudios multinacionales efectuados bajo la dirección del sociólogo holandés Ruut Veenhoven demuestran que grupos socialmente marginados, como minorías inmigrantes, no se diferencian de la población mayoritaria acomodada en el nivel subjetivo de satisfacción con la vida, porque tienden a compararse con los miembros más desafortunados de su propio grupo.
El estilo optimista de explicar las cosas nos estimula a buscar el lado positivo de los contratiempos y nos ayuda a minimizar el impacto de las desgracias, alimenta en nosotros la sensación de que controlamos nuestra vida, nos protege de la infravaloración de nosotros mismos, del desánimo y del sentimiento de indefensión. Y ante circunstancias favorables, nos mueve a aceptar con confianza la buena fortuna y a apropiamos de nuestros éxitos como algo que nos merecemos.
Expectativas
«Ya sé yo que cada vez que bebo cualquier cosa me ocurre algo interesante -se dijo Alicia a sí misma-, vamos a ver lo que me pasa con este frasco. Ojalá vuelva a crecer, porque estoy harta de ser tan chiquita.
¡Vaya si la hizo crecer! No había apurado ni la mitad del frasco cuando Alicia notó que su cabeza tocaba el techo y tuvo que inclinarla para no romperse el cuello».
Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, 1865
Hace un par de años, en una tarde muy tormentosa del otoño neoyorquino, caminando a casa desde la universidad me encontré con una larga cola de esperanzados jugadores que aguardaban en la calle su tumo para comprar un billete de lotería de la multimillonaria megaloto. Soportaban una lluvia torrencial salpicada de rayos y truenos delante de la pequeña tienda de la calle 35. Por curiosidad, me acerqué a una pareja que esperaba al final de la cola, divertidos y empapados bajo un diminuto paraguas, y les pregunté amablemente si sabían que la probabilidad estadística de que les tocara el gordo era menor que la de que les cayera un rayo. Aunque un tanto sorprendidos por mi pregunta, los dos me respondieron al unísono sonrientes que «en teoría, sí», pero no les preocupaba porque se sentían mucho más cerca del golpe de buena suerte que de la chispa eléctrica. Imagino que el antropólogo Lionel Tiger captó este comportamiento cuando dijo aquello de que «calcular con optimismo las probabilidades es una tendencia humana tan básica como buscar comida cuando se tiene hambre».
Los optimistas son personas que esperan que les vayan bien las cosas y se predisponen a ello. Los pesimistas son personas que esperan que les vayan mal e, igualmente, se predisponen a ello. Por ejemplo, si una persona confía en que conseguirá lo que se propone, probablemente lo intentará. Por el contrario, si sospecha el fracaso, lo más probable es que no lo intente. La duda puede incapacitamos para llevar a cabo cualquier tarea que nos hayamos propuesto.
El filósofo español Julián Marías considera que la esperanza de felicidad futura es mucho más importante que la dicha en el presente. En su libro La felicidad humana (1987) señala que llevamos bien el estar mal hoy si pensamos que mañana vamos a estar bien. Por el contrario, aunque nos sintamos bien, si creemos que mañana nos vamos a sentir mal, dejamos de sentimos bien. Según él, cuando decimos «soy feliz», lo que realmente queremos decir es «voy a ser feliz». Para Marías nuestra dicha es más que nada una espera, una ilusión. La felicidad está conectada a la expectativa de que nuestros proyectos -la relación con una persona, un trabajo o un viaje- nos van a causar alegría o dicha. Este pensador ahonda en la importancia de la esperanza cuando sugiere que las personas no sólo son lo que reflejan los hechos de sus biografías sino lo que reflejan sus expectativas y sus sueños.
Existen dos categorías de esperanza, una es general y la otra específica. La primera abarca las expectativas globales que albergamos del futuro, las cuales están basadas en creencias o valores que tenemos sobre la vida.
Por ejemplo, el significado que le damos a la existencia, el destino que prevemos para la humanidad, o el grado de fe que tenemos en que la maldad, las injusticias o las enfermedades que nos afligen no tendrán la última palabra.
Esta visión esperanzadora general es con frecuencia el resultado de genuinas convicciones positivas. Unas veces se trata de creencias pertenecientes al reino de la religión o de la filosofía, otras brotan de la ciencia o del mundo tangible puramente humano. Por ejemplo, la creencia en un «más allá», independientemente de su lógica, es una forma de esperanza general que ayuda a mucha gente a tolerar situaciones penosas. No obstante, la esperanza también puede nutrirse de la fe en valores humanos como la paz, la justicia, la libertad o la bondad; o configurarse de ideas o fantasías pertenecientes a nuestro propio mundo interior. También es verdad que la esperanza no está reñida con la aceptación de nuestra irremediable caducidad. De hecho, la creencia en que la vida supone una única oportunidad empuja a muchas personas a luchar con un tesón especial con el fin de superar los inconvenientes que se cruzan en su camino, y las estimula a apreciar con satisfacción y agradecimiento los deleites cotidianos.
Las expectativas positivas del futuro nos ayudan a mantenemos seguros y confiados en nuestro ir y venir. Casi todos nos emparejamos con la ilusión de que la relación feliz perdurará, elegimos una ocupación con la esperanza de que nos gratificará, y viajamos porque pensamos que llegaremos seguros a nuestros destinos.
La esperanza específica tiene que ver con la ilusión por alcanzar un determinado objetivo, o de conseguir metas concretas. Por ejemplo, la expectativa de lograr un trabajo para el que nos hemos preparado, o de solucionar un conflicto con la pareja gracias a una intervención que nos proponemos llevar a cabo, o de dejar de fumar una vez que hemos tomado la decisión. Esta esperanza fomenta la disposición a creer que las metas que uno se fija se pueden alcanzar si invertimos la energía necesaria. Naturalmente, las personas que en el pasado han alcanzado sus objetivos con esfuerzo y planificación tienden a ser más optimistas cuando se plantean metas nuevas.
La capacidad para planificar el camino a recorrer hasta lograr lo que nos proponemos requiere identificar la meta y los pasos para conseguirla. Exige también cierta flexibilidad: «Si no lo puedo hacer de esta forma, buscaré otra alternativa». Los optimistas transforman, sus anhelos en desafíos y confían en su capacidad para superar las barreras que se interponen en su camino. Esta forma concreta de esperanza se alimenta de la seguridad en uno mismo.
Investigadores como Albert Bandura, profesor de la Universidad de Stanford, y su colega de la Universidad de Kansas, C. R. Snyder, han relacionado los pensamientos esperanzadores con la inclinación a creer que
encontraremos el camino que nos lleva a nuestros objetivos, y contaremos con la motivación para alcanzarlos. En 1986 Bandura bautizó con el nombre de autoeficacia la convicción de que poseemos la capacidad para ejecutar las acciones necesarias para lograr lo que deseamos. Diez años más tarde, C. R. Snyder demostró en varios experimentos que el nivel de esperanza de las personas para lograr metas concretas consistía en la suma de la confianza en su fuerza de voluntad y la certidumbre de que poseían la habilidad suficiente para identificar los pasos necesarios. Según Snyder, la fuerza de voluntad y las expectativas favorables configuran la determinación que nos impulsa a perseguir lo que deseamos y a mantener nuestro esfuerzo para conseguirlo. Esta determinación fomenta pensamientos como «yo puedo», «lo intentaré», «estoy preparado para hacerlo» o «tengo todo lo que necesito para lograrlo».
Se podría decir que una buena ración de propósito, diligencia y motivación nos ayuda a resolver situaciones difíciles. Como nos advierten los refranes universales «cada gusto cuesta un susto» o «lo que mucho vale, mucho cuesta». Porque lo realmente valioso rara vez se consigue sin esfuerzo o riesgo. El ensayista estadounidense Henry Thoreau apuntó en este sentido al afirmar: «Si construyes castillos en el aire, tu trabajo no es en balde, es ahí donde deben construirse los castillos. Ahora, trabaja y construye los cimientos para que se sostengan».
Los individuos de talante optimista mantienen una visión positiva del futuro de la humanidad, tienden a considerar posible lo que desean, y esperan lograr las metas que se proponen. Suelen coincidir en afirmaciones como «en tiempos de incertidumbre, por lo general espero lo mejor», «casi siempre me ilusiono cuando pienso en lo que me depara el porvenir», «en general anticipo que me ocurrirán más cosas buenas que malas». Los pesimistas, sin embargo, son propensos a comulgar con declaraciones como «si puedo follar en algo, estoy seguro de que fallaré», «casi nunca creo en buenos finales» o «nunca cuento con que las cosas me salgan como yo quiero». Otros derrotistas adoptan posturas más despegadas como «la mejor forma de no defraudarse es no esperar nada bueno».
La perspectiva optimista del mañana amortigua nuestros desengaños en el presente y hace más llevaderas las decepciones que nos impone la vida. Un estudio realizado por el profesor Mark D. Litt, de la Universidad de Connecticut, sobre la infertilidad ilustra este punto. Como saben, la infertilidad es un problema que causa profunda desdicha a muchas parejas que anhelan tener hijos. En este estudio los investigadores midieron el grado de esperanza de un amplio grupo de parejas infértiles ocho semanas antes de un intento de fecundación in vitro (uniendo los espermatozoides con el óvulo en un tubo de ensayo en el laboratorio). Dos semanas después de que estas parejas fuesen informadas del resultado negativo de la prueba, analizaron el grado de angustia y desmoralización que sentían. Los resultados demostraron que cuanto más esperanzados eran los participantes antes de la prueba, menos deprimidos y desalentados se sentían después de la mala noticia. La actitud esperanza- dora nos ayuda a desdramatizar las adversidades sin quitarles su verdadera importancia, y al mismo tiempo nos impulsa a probar de nuevo y a luchar por superarlas.
La esperanza más útil es la que nos mantiene conscientes de los riesgos reales, y motivados para vencerlos. Porque ante circunstancias peligrosas que requieren una acción por nuestra parte, las expectativas vanas pueden
inmovilizamos e impedir que busquemos las soluciones. En este sentido, la perspectiva optimista más provechosa en situaciones de riesgo es la que nos induce a esperar lo mejor y a preparamos para lo peor.
Como vemos, el optimismo no es un simple rasgo temperamental, sino que consiste en un conglomerado de elementos que forman nuestra personalidad y configuran nuestra forma de vemos a nosotros mismos y de valorar los sucesos que vivimos. Estos ingredientes colorean nuestra visión del mundo y de nuestro destino. El termómetro del optimismo analiza las reminiscencias del pasado o nuestra autobiografía, nuestro estilo de explicar o interpretar los sucesos positivos y negativos que nos afectan en el presente, y nuestra perspectiva del futuro en general y de las probabilidades de conseguir los objetivos específicos que nos proponemos. Con esto no quiero decir que estas tres áreas basadas en el tiempo estén compartimentadas y no se conecten en nuestra mente. Todos somos conscientes de la íntima relación que existe entre nuestra visión del pasado, nuestro estado de ánimo presente y nuestra perspectiva del mañana.
En el capítulo que sigue analizaré las semillas biológicas, psicológicas y sociales que determinan nuestro grado de inclinación al optimismo. Concretamente, examinaré el impacto de los genes, el desarrollo de la personalidad y la influencia de los valores culturales de la sociedad en que vivimos sobre nuestra forma de ver e interpretar las vicisitudes de la vida.