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«Nada es demasiado maravilloso para ser verdad».
Michael Faraday, Historia de una vela, 1861
El significado de las cosas
«Cuando una pareja de enamorados se sientan juntos en el césped durante una hora les parece un minuto. Pero que se sienten en un homo caliente durante un minuto… les parecerá más de una hora. Esto es la relatividad».
Albert Einstein, cita en su obituario, The New York Times, 19 de abril de 1955
A principios del siglo pasado, Iván P. Pavlov, el científico ruso premio Nobel de Medicina en 1904, estudiaba en su laboratorio de la Universidad de San Petersburgo el papel de la saliva en la digestión de alimentos. Un día se sorprendió al observar que los perros a los que llevaba una semana dando de comer comenzaban a salivar cada vez que le veían entrar en la sala, aunque no les llevase comida. El intuitivo doctor dedujo que los animales salivaban porque relacionaban la comida con la bata blanca que él vestía. Para confirmar su sospecha, Pavlov diseñó un experimento en el que demostró que, tras alimentar a los canes durante varios días al mismo tiempo que hada sonar una campanilla, los animales producían jugos gástricos al oír la campanilla pese a no recibir alimento. Según Pavlov, los perros segregaban jugos digestivos porque habían aprendido a dar al sonido de la campana -como hicieran anteriormente con su bata blanca- el mismo significado que a la comida. Pavlov se pasó el resto de su vida estudiando esta forma de configurar significados por asociación, un fenómeno que en el campo de la psicología se conoce como «condicionamiento clásico».
En 1920, el psicólogo estadounidense John B. Watson demostró en su laboratorio de la Universidad de Johns Hopkins -por cierto, en un experimento bastante criticado por su crudeza- que las personas también dan significados a las cosas según las circunstancias en que las perciben. Este investigador condicionó a un niño pequeño llamado Albert a reaccionar con espanto a la vista de un inofensivo ratoncito blanco, después de hacer coincidir repetidamente la aparición del ratón con un ruido muy desagradable. Hoy nadie duda de que las personas asignan significados muy subjetivos a los mismos sucesos o situaciones, por lo que reaccionan ante ellos de formas diferentes: lo que para un niño es un simple ratoncito blanco amistoso y juguetón, para otro representa un animal peligroso y aterrador.
El hecho de que los seres humanos nos movamos principalmente por conceptos abstractos y figuras simbólicas da al tema del significado una relevancia especial. Basta con examinar las proezas o las atrocidades consumadas a través de la historia por defender unos trozos de telas de colores o banderas nacionales, o por insignias como la cruz o la media luna, para damos cuenta del potentísimo papel que juegan los símbolos en los asuntos humanos.
Los significados connotativos o añadidos que damos por asociación a las cosas casi siempre están más cerca de nuestras experiencias personales que de sus significados literales, objetivos o denotativos. Por ejemplo, a una herida no le damos el mismo sentido si ocurrió durante un accidente que si fue el resultado de una agresión. La cicatriz que deja una intervención quirúrgica no tiene el mismo significado que la cicatriz que deja una puñalada. Está ampliamente demostrado que la violencia humana intencional provoca en la persona daños psicológicos más graves y duraderos que los desastres naturales o los percances imprevistos, aunque estos últimos tengan peores consecuencias físicas.
Todos necesitamos darle significado a nuestras emociones, etiquetarlas y achacarlas a algo. Esta necesidad es tan potente que incluso cuando nuestro estado emocional es puramente fisiológico, es decir, está producido artificialmente por una sustancia como la adrenalina, que se limita a inducir palpitaciones, nerviosismo y un aumento de la presión arterial, la tendencia espontánea es atribuir nuestro estado de tensión física a alguna circunstancia externa. Esto es precisamente lo que demostró en un ingenioso experimento Stanley Schachter, psicólogo de la Universidad de Stanford. Los participantes en la investigación eran estudiantes voluntarios a quienes previamente se había informado -falsamente- de que el propósito del proyecto era estudiar los efectos de un nuevo fármaco para mejorar la vista. En realidad, el fármaco era adrenalina que, como he dicho, produce simplemente un estado físico de tensión emocional sin ningún tono o matiz positivo o negativo. Seguidamente, los investigadores advirtieron por separado a la mitad de los participantes -«los informados»- de que la medicación les iba a provocar tensión nerviosa y taquicardia. A la otra mitad -«los ingenuos»- les indicaron que el fármaco no les haría sentir nada especial.
Todos los participantes recibieron una inyección de adrenalina. Después de esperar irnos minutos, un grupo pasó a una sala en la que unos actores, representando a investigadores, creaban un ambiente simpático y jovial, y otro grupo entró en una sala en la que otros actores crearon un ambiente hostil y de irritación. Al terminar el experimento todos los sujetos completaron un cuestionario en el que describían su estado emocional. Los participantes que habían sido informados de antemano sobre los efectos reales de la inyección de adrenalina declararon que se habían sentido «tensos» pero no habían experimentado ninguna emoción positiva o negativa; sabían que el fármaco y no los actores les había producido el estado de tensión nerviosa. Sin embargo, los participantes «ingenuos» se consideraban alegres o enojados de acuerdo con la situación ficticia a la que habían sido expuestos. Así pues, la misma reacción fisiológica producida por la adrenalina fue interpretada como simples efectos de este fármaco por aquellos que ya los anticipaban, o como emociones de alegría o de enojo, según el ambiente social creado ficticiamente, por quienes no anticipaban los efectos de la adrenalina. En suma, todos los participantes necesitaron interpretar su estado emocional, y cada uno lo hizo a su manera.
La relatividad de los sentimientos que provocan las situaciones y de los conceptos que representan los objetos y los signos explica, en parte, nuestra actitud optimista o pesimista ante las mismas cosas. La subjetividad de nuestras percepciones forma la base de las pruebas psicológicas llamadas «proyectivas», que se utilizan para estudiar la personalidad. Quizá la más antigua y mejor conocida sea la prueba de Rorschach, inventada a principios del siglo XX por el joven psiquiatra suizo Hermann Rorschach (1884-1922). Desde pequeño, Rorschach estaba tan interesado en los efectos visuales de las manchas de tinta que en el colegio le apodaron «Kleck» -de ttntenklecky que en alemán significa «mancha de tinta». En uno de sus primeros experimentos, seleccionó diez manchas y se las mostró a cuatrocientos sujetos voluntarios con el fin de estimular sus pensamientos y fantasías. Unos veían -o sea, proyectaban- personas en estos perfiles ambiguos, otros identificaban animales, había quien percibía movimiento e intercambios, entre diferentes figuras, y muchos evocaban experiencias pasadas importantes. En la actualidad los psicólogos clínicos utilizan la clasificación de las respuestas obtenidas, en decenas de miles de pruebas acumuladas durante décadas, para identificar rasgos del carácter, esclarecer conflictos emocionales e incluso diagnosticar trastornos mentales.
La vieja prueba de la botella llena de agua hasta la mitad ilustra de una forma más simplista pero no menos reveladora cómo el temperamento de la persona moldea su perspectiva de las cosas. Ante «la botella de la vida» ocurre lo mismo. Unos la ven llena de posibilidades y se reconfortan, mientras que otros la perciben escasa en oportunidades y se entristecen. Aunque no fuese un científico en el sentido estricto de la palabra, el pensador jesuita Baltasar Gracián en su novela El criticón, escrita hace tres siglos y medio, representó de forma dramática la subjetividad de la percepción. Los personajes de esta historia son Andrenio, un joven salvaje que habitaba en solitario una isla remota, y Critilo, un hombre muy instruido que es rescatado por Andrenio al naufragar su barco. Seguidamente ambos emprenden juntos
un largo viaje que les obligará a superar múltiples retos. Al final del relato se encuentran con la muerte, «la suegra de la vida». Lo que sigue es la reacción textual de cada uno al verla:
Andrenio: ¡Qué cosa tan fea!
Critilo: ¡Qué cosa tan bella!
A.: ¡Qué monstruo!
C.: ¡Qué prodigio!
A.: ¡De negro viene vestida.
C.: ¡No, sino de verde esperanza.
A.: ¡Qué desapacible!
C.: ¡Qué agradable!
A.: ¡Qué pobre!
C.: ¡Qué rica!
A.: ¡Qué triste!
C.: ¡Qué risueña!
Es evidente que los seres humanos no se ajustan a la misma interpretación del mundo que les rodea. Cada persona ve las cosas que le importan a su manera o, como sugirió el asturiano Ramón de Campoamor, según el color del cristal con que las mira.
Resulta curioso que la subjetividad es algo que dentro del marco de la física moderna se da por hecho, desde que el científico alemán Albert Einstein formuló la teoría especial de la relatividad (1905). Esta teoría transformó conceptos hasta entonces considerados exactos o absolutos -como la velocidad de la luz, el espacio y el tiempo- en elementos cambiantes y relativos. Su base principal es el hecho de que el punto de vista o posicionamiento del observador condiciona inevitablemente su percepción del suceso que observa.
Desesperanza aprendida
«La esperanza tiene tantas vidas como un gato, pero no más».
Henry W. Longfellow, Hyperion, 1839
A mediados de la década de los ochenta unos experimentos con conejillos de Indias y perros hicieron otra aportación interesante al estudio del optimismo, al demostrar la relación entre el sentido de controlar la suerte en circunstancias adversas y la esperanza. Richard G. M. Morris, profesor de Neurociencia de la Universidad de Edimburgo, interesado en la memoria de los roedores, llevó a cabo en su laboratorio un experimento que constaba de dos pruebas consecutivas. Previamente había escogido al azar dos docenas de conejillos de Indias o cobayas. En la primera prueba introdujo la mitad en un estanque de agua enturbiada con un poco de leche, para que no vieran unos cuantos montículos que había colocado en el fondo. Estos eran los cobayas «con suerte», porque mientras braceaban para flotar se podían apoyar y descansar temporalmente en los promontorios ocultos antes de proseguir su marcha en busca de una salida. A la otra docena de cobayas los metió en un estanque de aspecto similar pero sin montículos. Estos conejillos «desafortunados» no tenían más remedio que nadar sin descanso para no ahogarse. Después de un buen rato, Morris sacó a todos los exhaustos animalitos del agua para que se recuperaran.
A continuación tuvo lugar la prueba definitiva: el investigador echó a los veinticuatro cobayas a un estanque de agua, también enturbiada con leche, sin isletas donde descansar. Mientras los cobayas del grupo «con suerte», a los que en el primer experimento les había tocado el estanque con montículos en los que apoyarse, nadaban a un ritmo tranquilo, el grupo de cobayas «desafortunados» chapoteaba desesperadamente sin rumbo. Justo en el momento en que las puntiagudas narices de los agotados conejillos de Indias desaparecían bajo el agua, Morris los rescató de uno en uno y, después de apuntar el tiempo que habían nadado, los devolvió a sus jaulas extenuados y probablemente sorprendidos de estar vivos.
Cuando Morris calculó los minutos que los cobayas se habían mantenido a flote, descubrió que los del grupo «con suerte» habían nadado más del doble de tiempo que los «desafortunados». Su conclusión fue que los conejillos «con suerte» nadaron más tranquilos y durante más tiempo porque recordaban las invisibles isletas salvadoras de la primera prueba, lo que los motivaba a buscarlas con la «esperanza» de encontrarlas. Por el contrario, los cobayas que durante la primera prueba no habían encontrado apoyo alguno, tenían menos motivación para nadar y hasta para sobrevivir.
Mientras tanto, en un laboratorio de la Universidad de Pensilvania, el profesor Martin Seligman estudiaba con un método parecido el comportamiento de perros que habían sido expuestos a diversas situaciones estresantes. En el experimento más conocido, Seligman formó dos grupos de canes elegidos al azar. Acto seguido, metió a un grupo en una jaula de metal en la que los animales recibían molestas descargas eléctricas cada pocos segundos. Estos pobres perros, hiciesen lo que hiciesen, no podían escapar. Al otro grupo lo introdujo en una caja metálica igualmente electrificada pero de la que los canes escapaban empujando con el morro un panel que tenían enfrente. En un segundo experimento, puso a todos los perros juntos en una jaula electrificada de la que podían salir saltando una pequeña pared. Mientras que el grupo de canes que en la primera prueba había logrado controlar los calambres se liberaba en pocos segundos, los perros que en la primera prueba fueron incapaces de escapar de los molestos choques eléctricos permanecieron inertes y no hacían esfuerzo alguno por huir de la tortura.
Seligman calificó de indefensión la reacción de estos perros pasivos sufridores, y pensó que los animales habían aprendido en el primer experimento a sentirse indefensos y, como consecuencia, en situaciones posteriores de adversidad no consideraban la posibilidad de controlar su suerte. En cierta manera, se habían convertido en perros desesperanzados, «recordaban lo ocurrido en la primera prueba y daban por hecho que sus respuestas no servirían para nada, por lo que ¿para qué intentarlo?», especuló. Seligman también observó que estos canes «pesimistas» con el tiempo sufrían más enfermedades físicas y morían antes que los perros que no habían experimentado la situación de indefensión.
En poco tiempo, diversos científicos en Europa y Estados Unidos lograron demostrar que el fenómeno de indefensión aprendida también se podía producir artificialmente en las personas. Por ejemplo, individuos sometidos a circunstancias desagradables -como un ruido muy molesto- que intentaban controlar sin éxito, tendían a mantenerse pasivos en situaciones incómodas posteriores, pese a que con un poco de esfuerzo habrían podido evadirlas. Igualmente, universitarios a quienes se les pedía que resolvieran problemas que, sin ellos saberlo, no tenían solución, mostraban en exámenes ulteriores menos interés en resolver problemas solubles que los compañeros que no habían participado en la frustrante prueba anterior.
Hoy está comprobado que las personas que disfrutan de un razonable sentido de control sobre sus circunstancias, y consideran que ocupan «el asiento del conductor», aunque esto sea fantasía, se enfrentan más positivamente a los problemas que quienes piensan que no controlan sus decisiones o que éstas no cuentan. La psiquiatra de la Universidad de Columbia Susan C. Vaughan, basándose en numerosos casos clínicos, concluyó que personas que se imaginan que tienen control atenúan mejor sus emociones negativas, incluso en situaciones de intensa ansiedad.
En un curioso experimento llevado a cabo por William Sanderson, psicólogo de la Universidad de Rutgers, veinte enfermos de ataques de pánico se prestaron voluntariamente a respirar aire contaminado de dióxido de carbono (un gas que provoca los síntomas de pánico). Antes de comenzar el experimento, a la mitad de los participantes Sanderson les hizo creer, falsamente, que activando una pequeña llave podrían controlar en todo momento la cantidad de gas tóxico que aspiraban, mientras que la otra mitad de voluntarios fue advertida de que no tendría control sobre la composición del aire. Al final de la prueba, aunque ambos grupos habían inhalado la misma proporción de dióxido de carbono, mientras sólo el 20 por ciento de los pacientes que imaginaban que tenían control sufrieron ataques de pánico, el 80 por ciento de los que pensaban que no controlaban el aire que respiraban experimentaron ataques.
Como explicaré en el capítulo sobre los venenos para el optimismo, el sentimiento persistente de indefensión en situaciones de adversidad socava la esperanza, ensombrece la perspectiva de la vida y daña el optimismo de las personas.
MECANISMOS DE DEFENSA
«Las personas que funcionan bien en este mundo son las que al levantarse por la mañana buscan las circunstancias que quieren, y si no las encuentran las inventan».
George Bernard Shaw, La profesión de la Sra. Warren, 1898.
La habilidad para camuflar la realidad con el fin de mejorar las posibilidades de sobrevivir abunda en el reino animal. Por ejemplo, algunas serpientes inofensivas exhiben la pigmentación de culebras venenosas y reciben un respeto inmerecido por parte de sus rivales. Los zorros en peligro simulan estar muertos para despistar al agresor, y los chimpancés cojean visiblemente en presencia de un macho dominante para salvar el pellejo. En el caso de los seres humanos, la habilidad para transformar la realidad y protegemos es especialmente útil a la hora de mantener nuestra autoestima y estabilidad emocional. Sigmund Freud, a pesar de su inclinación al fatalismo y de no hacer ni una sola mención al optimismo en su extensa obra, contribuyó al entendimiento de los trucos que inconscientemente utilizamos los seres humanos para escapar de la angustia y la desesperación. En una ocasión incluso interpretó las fantasías de poder y el humor negro que a menudo expresaban los atemorizados reos antes de ser ajusticiados en la horca como «una defensa victoriosa de su invulnerabilidad».
Freud tomó nota de la habilidad humana para echar mano de poderosos mecanismos de defensa con el fin de amortiguar los efectos dolorosos de las desilusiones y frustraciones que atentan contra nuestra dicha. Según él, cuando nos sentimos afligidos por deseos insatisfechos los reprimimos sin damos cuenta en esa parte nebulosa de la mente que llamamos inconsciente. Allí, o los enterramos y olvidamos, o los reciclamos en pensamientos más tolerables, o los sublimamos y manifestamos en alguna actividad socialmente aceptable. Si bien el padre del psicoanálisis advertía que la represión de ciertos impulsos sexuales o violentos puede ocasionar ansiedad, obsesiones o fobias, también entendía que la principal función de los mecanismos de defensa es ayudar a mantenemos emocionalmente tranquilos y esperanzados.
Una dosis razonable de amnesia selectiva nos ayuda a sobrevivir. En los últimos veinte años se han llevado a cabo muchos estudios sobre el uso de la memoria para protegemos de experiencias desafortunadas y mantener una perspectiva optimista. Después de revisar decenas de experimentos, David C. Rubin, profesor de Psicología Experimental de la Universidad estadounidense de Duke (Carolina del Norte), llegó a la conclusión de que, en general, los seres humanos nos acordamos de más experiencias positivas que negativas -naturalmente, siempre que no estemos deprimidos-. El psicólogo Charles P. Thompson, de la Universidad de Kansas, se propuso investigar a fondo esta hipótesis. Con este objetivo, identificó un amplio grupo de individuos que habían mantenido diarios personales durante un mínimo de quince años consecutivos, y seguidamente les pidió que, sin consultar sus apuntes, evocaran los acontecimientos que consideraban más importantes. Los resultados revelaron que la gran mayoría pasaba por alto o minimizaba el impacto de los fracasos y los rechazos que habían sufrido a lo largo de los años.
Las personas no sólo nos protegemos de las secuelas dolorosos de los desengaños a base de mecanismos de defensa, sino que también optamos por racionalizaciones favorables que nos permiten conservar vivo el entusiasmo. Por ejemplo, todos tendemos a responsabilizarnos más de nuestros triunfos que de nuestros fracasos. Lo habitual es que los deportistas se adjudiquen el mérito de la victoria y culpen al resto del equipo o al árbitro de la derrota. Los estudiantes que suspenden una asignatura tienden a recriminar al profesor o a las circunstancias del examen. Cuando se trata de perspectivas futuras, si preguntamos a universitarios de primer año de carrera sobre sus expectativas académicas, la mayoría predice que probablemente la acabará en los años asignados. Sin embargo, en el momento de la verdad sólo una minoría se gradúa sin tener que repetir por lo menos un año.
Estos resultados coinciden con la teoría formulada en 1957 por el genial psicólogo neoyorquino León Festinger sobre la disonancia mental, a la hora de explicar o justificar las cosas, las personas seleccionamos los argumentos que mejor respaldan nuestras creencias y conductas, con el fin de evitar los sentimientos discordantes y desagradables que nos producen las contradicciones. Por ejemplo, un fumador habitual que aprende que el tabaco es perjudicial para su salud experimenta la disonancia o el conflicto entre esta información y su hábito. Para eliminar el sentimiento desapacible que le produce este conflicto, el fumador podría dejar de fumar, decisión que sería consecuente con su conocimiento de que el cigarrillo es dañino. Otra alternativa sería que el fumador le quitase importancia o negara los efectos nocivos del tabaco, o que resaltase los beneficios de la nicotina para aliviar su estrés o evitar engordar. También podría racionalizar, para tranquilizarse, que a fin de cuentas el peligro del cigarrillo para la salud es mínimo comparado con el riesgo de los accidentes de tráfico; o por último podría convencerse a sí mismo de que fumar vale la pena porque constituye un placer esencial en su vida, del que no quiere prescindir. Este argumento fue el que utilizó el filósofo existencialista Jean-Paul Sartre cuando afirmaba: «Una vida sin fumar no vale la pena». En cualquier caso, el objetivo es elaborar un razonamiento que evite los sentimientos negativos que produce la discordancia o la falta de coherencia.
La disonancia mental y los mecanismos que utilizamos para neutralizarla son conceptos útiles para entender las estrategias a las que, más o menos conscientemente, recurrimos para defender nuestro talante optimista o pesimista. Por ejemplo, ante la discrepancia que crean en los optimistas los infortunios, es de esperar que traten de neutralizar su impacto enfocando las posibles consecuencias positivas indirectas de estos golpes, por ejemplo con un «podría haber sido peor». Por el contrario, ante los incómodos sentimientos de disonancia que crean las buenas noticias o los sucesos afortunados en los caracteres pesimistas, éstos tenderán a minimizar su importancia o a recurrir a máximas como «ningún buen acto se libra de ser castigado», «no hay almuerzo gratis» o «la excepción confirma la regla».
Una típica situación en la que a menudo se hacen evidentes los mecanismos de defensa es ante enfermedades graves. En mi experiencia, aunque en general los enfermos de una dolencia que pone en peligro su vida quieren saber su diagnóstico y las probabilidades que tienen de curarse, no todos quieren oír malas noticias. Por eso, si temen un mal pronóstico no piden información específica sobre su enfermedad, o cuando el médico se la da, no la oyen. De hecho, no es raro que después de la consulta con el oncólogo algunos enfermos de cáncer notifiquen a sus familiares y amigos que el doctor les ha informado de que están mejorando, pese a que éste les haya anunciado sin el menor atisbo de duda ni reparo que el tumor maligno se ha extendido y su esperanza de vida se ha acortado. Esta defensa es catalogada entre el personal sanitario como «falso optimismo».
Hay médicos que se sienten incómodos o incluso consideran perjudicial dar «esperanzas no realistas» a pacientes incurables. Opinan que la negación interfiere con su preparación y la de sus familiares para la salida de este mundo y que, en retrospectiva, se arrepentirán. Algunos doctores, especialmente insensibles, llegan a obstinarse, casi siempre sin resultado, en que el paciente reconozca abiertamente su condición terminal por su propio bien. La verdad, sin embargo, es que para ciertas personas que se enfrentan con la amenaza de la muerte, el triunfo de la esperanza sobre la dura realidad es precisamente lo que les hace la vida soportable o incluso agradable.
Bastantes trabajos académicos sobre los mecanismos de defensa se centran en calcular los beneficios y los perjuicios psicológicos que aporta a las personas construir una perspectiva positiva que no corresponde necesariamente a la verdad. Aunque en general la esperanza se considera un rasgo saludable del carácter y la desesperanza un síntoma de hipocondría o de depresión, hay quienes advierten de los peligros del excesivo optimismo y proponen el «pesimismo defensivo» como una alternativa mejor, sobre todo para quienes sufren ansiedad o convierten pequeños temores concretos en amenazas aterradoras intangibles. La idea la resume el dicho: «Los pesimistas sólo se llevan sorpresas agradables». El pesimismo defensivo consiste en esperar lo peor con el fin de prepararse para todas las posibilidades de fracaso. Para ello se crean expectativas muy bajas ante situaciones difíciles con el objetivo de acondicionarse para todo lo que pueda ir mal. A mi entender, en el fondo, el pesimismo defensivo es una táctica optimista, pues trata de estimular «la fuerza positiva del pensamiento negativo» y transformar el miedo en acción.
Los mecanismos de defensa, con independencia de la forma que tomen, tienen como objetivo principal preservar la autoestima, la integridad emocional y el perfil social. Se elaboran en el inconsciente y favorecen la adaptación y la supervivencia, especialmente en situaciones muy penosas. No hay duda de que ciertos golpes atentan contra nuestro entusiasmo vital. Las defensas psicológicas nos permiten neutralizarlos, disfrazarlos, minimizarlos o negarlos. La continua evolución del ser humano hace que cada día vivamos más, veamos más, conozcamos más, sintamos más y consideremos más opciones. Bajo estas condiciones una vida sin mecanismos de defensa sería insufrible.
En suma, la evidencia científica analizada sugiere que las personas damos nuestro propio significado a las cosas y a los sucesos que nos afectan. Cada uno de nosotros enfocamos, percibimos y catalogamos nuestras emociones y el mundo que nos rodea a nuestra manera. Nuestras experiencias pasadas en situaciones comprometidas y, en particular, nuestro sentido de control de las circunstancias moldean nuestra confianza y nuestra forma de pensar y de actuar ante los retos futuros. Paralelamente, todos utilizamos mecanismos psicológicos de defensa con el fin de mantener el equilibrio emocional ante las adversidades y resistir los efectos desagradables de las discordancias entre nuestras expectativas y los hechos. La enorme subjetividad que caracteriza al pensamiento humano explica, en gran medida, que a la hora de afrontar los mismos avatares de la vida unas personas se muestren optimistas y otras pesimistas.
El siguiente desafío es conseguir una fórmula fiable y sencilla que nos permita identificar y medir los ingredientes que forman la dimensión optimista-pesimista del temperamento. Después de analizar y experimentar con varios modelos, he llegado a la conclusión de que un buen método es examinar nuestra perspectiva de las cosas en los tres contextos del tiempo: el pasado, el presente y el futuro. Concretamente me refiero a la valoración retrospectiva que hacemos de las experiencias del ayer, a nuestro estilo habitual de explicar los sucesos que nos afectan en el día a día, y a la esperanza que albergamos de alcanzar lo que deseamos.