XIV

Por aquel entonces, para vivir, se me había hecho tan indispensable creer que, sin darme cuenta, me ocultaba las contradicciones y los puntos oscuros de la doctrina de la fe. Pero ese esfuerzo por comprender el ritual tenía sus límites. Aunque las palabras más importantes de la liturgia cada vez eran más claras para mí, aunque bien o mal me explicaba las palabras «después de invocar a nuestra Soberana, la Santísima Virgen María, así como a todos los santos, confiemos todos y cada uno de nosotros nuestras vidas a Cristo, nuestro Dios», aunque me explicara la frecuente repetición de plegarias por el zar y su familia porque, al estar más expuestos a la tentación que el resto, necesitaban más oraciones, aunque me explicara las oraciones en las que se pedía el sometimiento de nuestros enemigos, aplastados bajo nuestros pies, diciéndome que el enemigo era el mal, esas oraciones y otras, como el himno de los querubines y todo el misterio del proskomide (la preparación de las ofrendas), etcétera, casi dos tercios del oficio no tenían explicación para mí, o yo sentía que mentía tratando de darles un sentido, lo cual significaba que estaba destruyendo mi relación con Dios y que perdería toda posibilidad de creer.

Lo mismo experimentaba durante la celebración de las fiestas principales. Que era preciso observar el sabbath[6], es decir, consagrar un día a la relación con Dios, lo comprendía. Pero la fiesta principal era la conmemoración de la resurrección, cuya realidad no podía ni imaginar ni aceptar. Y la fiesta semanal, el domingo, fue llamada por ese motivo «resurrección». Y ese día se celebraba el sacramento de la eucaristía, que me era incomprensible del todo. En cuanto a las doce fiestas restantes, salvo la Navidad, eran conmemoraciones de milagros en los que trataba de no pensar para no verme obligado a negarlos: la Ascensión, el Pentecostés, la Epifanía, la Intercesión, etc. Durante la celebración de esas fiestas, sentía que se le daba una gran importancia a lo que yo consideraba menos significativo, así que o bien inventaba explicaciones tranquilizadoras, o bien cerraba los ojos para no ver lo que me escandalizaba.

Experimentaba eso de una manera aún más intensa cuando asistía a los sacramentos más ordinarios, considerados los más importantes: el bautismo y la comunión. Aquí me enfrentaba a actos que no eran incomprensibles, bien al contrario, su sentido era claro; me parecían tentaciones, y me veía en el dilema de mentir o rechazarlos. Nunca olvidaré el doloroso sentimiento que tuve el día que comulgué por primera vez después de muchos años. Los oficios, la confesión, los mandamientos eran comprensibles para mí, me daban la gozosa conciencia de descubrir el sentido de la vida. Explicaba la comunión como un acto realizado en memoria de Cristo, un acto que significaba la purificación de todo pecado y la aceptación total de la doctrina de Cristo. Si esa explicación era artificiosa, yo no me daba cuenta. Era tan feliz al humillarme y al arrodillarme ante mi confesor, un sacerdote tímido y sencillo, al arrancar de mi alma toda la suciedad, confesando mis vicios, tan feliz al unirme en pensamiento a las aspiraciones de los Padres que escribieron las oraciones de devoción, tan feliz por la unión con todos los creyentes, los de otro tiempo y los de hoy, que no reparé en el artificio de mi explicación. Pero cuando me acerqué a las Puertas Reales y el sacerdote me obligó a repetir que yo creía que lo que estaba a punto de tomar era el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo sentí un dolor en el corazón. No era sólo una nota discordante; esa exigencia cruel no podía más que emanar de alguien que nunca hubiera sabido qué era la fe. Si ahora me permito decir que era una cruel exigencia, entonces ni siquiera lo había pensado, sólo sentía un dolor indescriptible. Ya no me encontraba en la situación en la que me hallaba cuando era joven, cuando creía que todo estaba claro en la vida; llegué a la fe porque, con excepción de ésta, no había encontrado nada, absolutamente nada, sino la muerte, por eso me era imposible rechazar esa fe, y me sometí. Hallé en mi alma un sentimiento que me ayudó a soportarlo. Era un sentimiento de autohumillación y de resignación. Me sometí, tomé ese cuerpo y esa sangre sin ningún sentimiento de blasfemia, con el deseo de creer, pero el golpe ya había sido asestado. Y sabiendo por anticipado lo que me aguardaba, ya no pude volver a hacerlo una segunda vez.

Sin embargo, continué observando el ritual de la Iglesia, convencido todavía de que en esa fe que profesaba estaba la verdad; y entonces me ocurrió algo que ahora está claro para mí, pero que en ese momento me pareció extraño.

Escuchaba la conversación de un peregrino, un campesino ignorante, sobre Dios, la fe, la vida, la salud, y el conocimiento de la fe se abrió ante mí. Me acercaba al pueblo, escuchaba sus juicios sobre la vida, sobre la fe, y cada vez comprendía mejor la verdad. Lo mismo me pasaba durante la lectura de Cheti Minei (Martirologio) y los Prólogos, que se convirtieron en mi lectura preferida. A excepción de los milagros, a los que consideraba fábulas que expresaban un pensamiento, esas lecturas me descubrían el sentido de la vida. Allí estaban las vidas de Macario el Grande, del príncipe Iosaf (la historia de Buda), los escritos de Juan Crisóstomo, las historias del viajero en el pozo, del monje que descubrió oro y de Pedro el Publicano; allí se encontraban las historias de los mártires, y todas proclamaban que la vida no acaba con la muerte. Eran historias de hombres analfabetos y estúpidos que habían hallado la salvación aunque no supieran nada de las enseñanzas de la Iglesia.

Pero en cuanto me mezclaba con creyentes instruidos o leía sus libros, surgían en mí ciertas dudas, insatisfacción y amargura respecto a sus argumentos, y sentía que cuanto más ahondaba en sus discursos, más me alejaba de la verdad y más me acercaba al abismo.