XII

Tomar conciencia de los errores del conocimiento racional me ayudó a liberarme de la tentación de las especulaciones ociosas. El convencimiento de que el conocimiento de la verdad sólo se podía encontrar en la vida me llevó a dudar de si mí modo de vivir era el correcto. Lo único que me salvó fue zafarme de esa situación exclusiva en la que me hallaba, ver la existencia auténtica del sencillo pueblo trabajador, y comprender que sólo aquélla era la verdadera vida. Me di cuenta de que si quería comprender la existencia y su sentido tenía que vivir la vida genuina y no la de un parásito; y habiendo aceptado el sentido que atribuía a la vida la verdadera humanidad que formaba parte de esa existencia genuina, tenía que comprobarlo.

En ese momento me ocurrió lo siguiente: en el transcurso de todo aquel año, cuando casi a cada minuto me preguntaba cómo poner fin a mi vida, si con una soga o con una bala, cuando estaba ocupado con los pensamientos y las observaciones que he descrito, un sentimiento tormentoso me atenazaba el corazón. A ese sentimiento no lo puedo llamar de otra manera que búsqueda de Dios.

Digo que esa búsqueda de Dios no era un razonamiento, sino un sentimiento, porque esa búsqueda no procedía del curso de mis pensamientos —de hecho se oponía a ellos—, sino que procedía del corazón. Era una sensación de miedo, de abandono, de soledad en medio de todo lo que era extraño para mí y, a la vez, una sensación de esperanza en encontrar la ayuda de alguien.

Pese a estar plenamente convencido de la imposibilidad de probar la existencia de Dios (Kant me lo había demostrado y yo había comprendido cabalmente que no podía existir tal prueba), yo seguía buscando a Dios con la esperanza de encontrarle y, según una vieja costumbre, dirigía mis plegarias a Aquél a quien buscaba y no encontraba. Ahora comprobaba mentalmente las conclusiones de Kant y Schopenhauer sobre la imposibilidad de probar la existencia de Dios, ahora refutaba sus argumentos. La causalidad, me decía yo, no es una categoría de pensamiento como el espacio y el tiempo. Si existo, también existe la causa de que yo exista, así como la causa de las causas. Y la causa de todo lo que existe es lo que llamamos Dios. Me detuve en este pensamiento y me esforcé, con todo mi ser, en reconocer la presencia de esa causa. Y tan pronto comprendí que había una fuerza bajo cuyo poder yo me encontraba, sentí que había una posibilidad de vivir. Pero continuaba preguntándome: «¿Qué es esa causa, esa fuerza? ¿Cómo voy a pensar en ello? ¿Qué actitud debo adoptar respecto a Aquél al que llamo Dios?». Y sólo me venía a la cabeza la respuesta que me era familiar: «Él es el Creador, dador de todas las cosas». Esa respuesta no me satisfacía, y sentía que todavía faltaba algo que era necesario para vivir. Horrorizado, comencé a rezar a Aquél a quien yo buscaba, implorando su auxilio. Y cuanto más rezaba, más evidente era para mí que Él no me escuchaba y que no había nadie a quien pudiera dirigirme. Con el corazón lleno de desesperanza por el temor de que no hubiera nadie, de que no hubiera Dios, decía: «¡Señor, perdóname, sálvame! Señor, muéstrame el camino, Dios mío». Pero nadie se apiadaba de mí y sentía que mi vida se detenía.

Pero una y otra vez, desde diferentes aproximaciones, llegaba a la conclusión de que yo no podía estar en el mundo sin una razón, sin un sentido o sin una causa; que no podía ser el pajarito caído del nido que sentía ser. Admitamos que yo, pajarito caído del nido, estoy echado boca arriba y pío entre la maleza, pero si pío es porque sé que mi madre me llevó en su seno, me empolló, me mantuvo caliente, me alimentó, me amó. ¿Dónde está esa madre? Y si me han abandonado, ¿quién me ha abandonado? No puedo ocultarme a mí mismo que, amándome, me trajo al mundo. ¿Quién es ese alguien? De nuevo, Dios.

«Él conoce y ve mi búsqueda, mi desesperación, mi lucha. Existe», me decía yo. Y bastaba con que lo admitiera un instante para que se alzara en mí la vida y yo sintiera la posibilidad y el goce de la existencia. Pero, de nuevo, de la admisión de la existencia de Dios, pasaba a la pregunta por mi relación con Él, y de nuevo se me presentaba ese Dios, nuestro creador, el que nos envió a su Hijo, el Redentor, en tres personas y, de nuevo, ese Dios, separado de mí y del mundo, se derretía como un bloque de hielo, se derretía ante mis ojos, y una vez más no quedaba nada, y de nuevo la fuente de la vida se secaba; caía en la desesperación y comprendía que no podía hacer otra cosa que matarme. Y lo peor era que sentía que no era capaz de llevarlo a cabo.

No dos ni tres, sino decenas, cientos de veces mi ánimo cambiaba de repente de la felicidad y la animación a la desesperación y a una consciencia de la imposibilidad de vivir.

Recuerdo una vez, al inicio de la primavera, que estaba solo en el bosque y aguzaba el oído a sus sonidos. Escuchaba, y mi pensamiento estaba absorto en lo que no había dejado de preocuparme durante los tres últimos años. De nuevo estaba buscando a Dios.

«Muy bien», me decía. «No existe Dios, no existe otro Dios salvo el que imagino y la única realidad es mi vida. No hay Dios. Y no hay nada, ningún milagro que pueda probar su existencia, puesto que un milagro sólo sería producto de mi imaginación irracional».

«Pero ¿y mi noción de Dios, de ese Dios que estoy buscando?», me preguntaba. «¿De dónde ha salido esa noción?». Y de nuevo, ante ese pensamiento, sentí las olas gozosas de la vida alzarse en mí. Todo revivió a mi alrededor, cobró sentido. Pero mi felicidad no duró mucho. Mi mente proseguía su trabajo. «El concepto de Dios no es Dios», me decía. «El concepto de Dios es algo que está en mí, que puedo evocar o no. Eso no es lo que estoy buscando. Yo busco aquello sin lo cual no puede haber vida». Y otra vez todo alrededor de mí y en mí comenzó a morir, y de nuevo sentí el deseo de matarme.

Pero entonces miré hacia mí mismo y hacia lo que acontecía en mi interior, y recordé las agonías y renacimientos vividos cientos de veces. Recordé que sólo vivía en los momentos en que creía en Dios. Ahora, exactamente igual que antes, me decía: para que yo viva me basta con saber que Él existe; me bastaría olvidarlo, dejar de creer en Él para morir. ¿Qué son esos renacimientos y esas agonías? Está claro que no vivo cuando pierdo la fe en Su existencia; y que me habría matado hace mucho tiempo si no tuviera la vaga esperanza de encontrarle. Sólo vivo verdaderamente cuando le siento y le busco. «Entonces, ¿qué sigo buscando todavía?», gritaba una voz dentro de mí. A Él, a Aquel sin el cual es imposible vivir. Conocer a Dios y vivir son la misma cosa: Él es la vida.

«Vive buscando a Dios y ya no habrá vida sin Él». Y con más fuerza que nunca una luz brilló dentro de mí y alrededor de mí, y esa luz no me ha abandonado desde entonces.

Y de ese modo me salvé del suicidio. Sería incapaz de decir cuándo y cómo se produjo esa transformación en mí. De la misma manera gradual e imperceptible que la fuerza de la vida se había ido destruyendo en mí, conduciéndome a la imposibilidad de vivir, a la necesidad del suicidio, recuperé la fuerza de la vida. Y lo extraño es que la fuerza de la vida que volvía a mí no era nueva, sino la más antigua; era la misma fuerza que me había guiado al principio de mi existencia. En esencia volví a las cosas que habían formado parte de mi infancia y de mi juventud. Volví a la fe en aquella voluntad que me había engendrado y que quería algo de mí; volví a la idea de que el principal y único objetivo de mi vida era ser mejor, es decir, vivir conforme a esa voluntad. Volví a la convicción de que podía encontrar la expresión de esa voluntad en lo que la humanidad había elaborado hacía mucho tiempo para su propia guía. En otras palabras, volví a la fe en Dios, en el perfeccionamiento moral, y a aquella tradición que le había dado un sentido a la existencia. La única diferencia era que antes había aceptado todo eso inconscientemente, mientras que ahora sabía que no podía vivir sin ello.

Me pasó algo así: sin saber cómo había ido a parar allí, me encontré en una barca, me empujaron desde una orilla desconocida, me indicaron la dirección hacia otra orilla; después depositaron unos remos en mis manos inexpertas y me dejaron solo. Manejé los remos como pude y navegué; pero cuanto más me acercaba al centro, más rápida se volvía la corriente que me alejaba de mi meta, y cada vez con más frecuencia me encontraba a otros navegantes que, como yo, se veían arrastrados. Había navegantes solitarios que continuaban remando; otros habían tirado los remos; había barcas grandes y naves enormes atestadas de gente; unos luchaban, otros se abandonaban a aquel caudal. Y cuanto más avanzaba, a fuerza de mirar hacia todos aquéllos que eran arrastrados corriente abajo, más olvidaba la dirección indicada. En mitad del agua, apretujado entre las barcas y las naves arrastradas por la corriente, perdí por completo el rumbo y tiré los remos. Todas las personas a mi alrededor, que, con júbilo y alborozo, eran llevadas río abajo con sus barcas y naves, me aseguraban y aseguraban entre sí que no podía haber otra dirección. Y yo les creí y navegué con ellas. Y fui llevado lejos, tan lejos que oí el ruido de los rápidos en los que ineludiblemente iba a perecer, y vi las barcas que ya se habían hecho añicos en ellos. Y volví en mí. Durante largo rato no pude comprender lo que me había pasado. Ante mí no veía más que la perdición, hacia la que era arrastrado y a la que temía, en ninguna parte veía salvación, y no sabía qué hacer. Pero, volviendo la vista atrás, vi infinidad de barcas que luchaban sin cesar, y recordé la orilla, los remos y la dirección, y me puse a remar con todas mis fuerzas hacia atrás, a contracorriente, hacia la orilla.

La orilla era Dios, la dirección era la tradición, los remos eran la libertad dada para remar hacia la orilla y unirme con Dios. Así, la fuerza de la vida se restauró en mí, y de nuevo empecé a vivir.