IV

Mi vida se detuvo. Podía respirar, comer, beber y dormir; de hecho, no podía no respirar, no comer, no beber y no dormir. Pero no había vida en mí porque no tenía deseos cuya satisfacción me pareciera razonable. Si deseaba algo, sabía de antemano que de ello no resultaría nada, tanto si se realizara como si no.

Si un hada se me hubiera aparecido y me hubiera ofrecido hacer realidad mis deseos, no habría sabido qué pedir. Si en los momentos de embriaguez tenía, no digo deseos, sino la costumbre de antiguos deseos, en los momentos de lucidez sabía que éstos no eran más que un embuste, que no había nada que desear. Ni siquiera podía desear conocer la verdad, pues adivinaba ya en qué consistía. La verdad era que la vida es un absurdo. Era como si hubiera vivido mucho tiempo y, poco a poco, hubiera llegado a un abismo y ahora viera claramente que delante de mí no había nada excepto mi ruina. Y, sin embargo, no podía detenerme, ni dar vuelta atrás, ni cerrar los ojos para no ver que delante no había más que el engaño de la vida y de la felicidad, y los sufrimientos verdaderos y la muerte verdadera: el aniquilamiento completo.

La vida me aborrecía, y una fuerza irresistible me arrastraba a despojarme de ella. No se puede decir que quisiera matarme. La fuerza que me arrastraba fuera de la existencia era más poderosa, más absoluta, más general que cualquier deseo. Era una fuerza parecida a mi antigua aspiración a la vida, sólo que se producía en sentido inverso. Aspiraba con todas mis fuerzas a desembarazarme de la existencia. La idea del suicidio se me ocurrió con tanta naturalidad como antes las ideas de mejorar mi vida. Esa idea era tan tentadora que tenía que emplear ardides conmigo mismo para no llevarla a cabo demasiado apresuradamente. No quería precipitarme únicamente porque quisiera desenmarañar mis pensamientos; si no lo conseguía, siempre estaría a tiempo. Y he aquí que yo, un hombre feliz, saqué una cuerda de mi habitación, donde me desvestía solo cada noche, para no colgarme de un travesaño que había entre los armarios. Y dejé de ir de caza con la escopeta para que no me tentase ese medio demasiado fácil de quitarme la vida. Yo mismo no sabía lo que quería: me daba miedo la vida y luchaba por desembarazarme de ella y, al mismo tiempo, esperaba algo de ella.

Y esto aconteció en un momento en que estaba rodeado de lo que se considera la felicidad completa; eso fue cuando aún no cumplía cincuenta años. Tenía una buena esposa, amante y amada, buenos hijos, una gran hacienda que, sin esfuerzo por mi parte, aumentaba y prosperaba. Era respetado más que nunca por amigos y conocidos, los extraños me colmaban de elogios, y podía considerar, sin temor a exagerar, que había alcanzado la celebridad. Además, no estaba enfermo ni física ni mentalmente; al contrario, gozaba de un vigor mental y físico que rara vez he encontrado en las personas de mi edad. Físicamente, podía segar al mismo ritmo que los campesinos. Intelectualmente, podía trabajar ocho o diez horas seguidas sin resentirme por el esfuerzo. Y a tal estado llegué que ya no podía vivir; y, temiendo la muerte, debía emplear ardides conmigo mismo para no quitarme la vida.

Ese estado de ánimo podía expresarse de la siguiente manera: «Mi vida es una broma estúpida y cruel que alguien me ha gastado». Aunque yo no reconociera la existencia de ningún alguien que me hubiera creado, esa noción según la cual alguien se habría burlado de mí de manera cruel y estúpida trayéndome al mundo era, para mí, la más natural.

Me imaginaba sin querer que allí, en alguna parte, estaba ese alguien que se divertía al ver que yo, después de pasar treinta o cuarenta años aprendiendo, desarrollándome, creciendo en cuerpo y espíritu, había alcanzado ahora la madurez de mi intelecto, había llegado ahora a esa cima de la vida desde la cual ésta se revela por completo, sólo para permanecer allí plantado como un estúpido, comprendiendo con claridad que no hay nada en la vida, que nunca lo había habido y que nunca lo habrá. «Y ese alguien se ríe…».

Pero tanto si hay alguien que se ríe de mí como si no, eso no me hace las cosas más fáciles. No podía dar un sentido racional a ningún acto de mi vida por separado ni a mi vida en conjunto. Lo único que me sorprendía era cómo no lo había comprendido desde el principio. Hacía tanto tiempo que era de dominio público. Si no es hoy será mañana cuando lleguen las enfermedades y la muerte (de hecho ya se están aproximando) para los seres queridos, para mí, y no quedará nada, salvo pestilencia y gusanos. Mis acciones, sean las que sean, tarde o temprano caerán en el olvido, y yo ya no existiré. ¿A qué viene afanarse, pues? ¿Cómo puede una persona vivir y no darse cuenta? ¡Eso es lo sorprendente! Sólo se puede vivir mientras dura la embriaguez de la vida, pero cuando uno se quita la borrachera es imposible no ver que todo es un engaño, ¡un engaño estúpido! Lo cierto es que no hay en ello nada gracioso ni ingenioso; sólo es cruel y estúpido.

Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de un viajero sorprendido en la estepa por una bestia furiosa. Para escapar de la bestia, el viajero salta al interior de un pozo sin agua, pero en el fondo del pozo ve un dragón con las fauces abiertas, dispuesto a devorarle. Y el infeliz, sin atreverse a salir por temor a convertirse en presa de la bestia feroz, ni a saltar al fondo del pozo para no ser devorado por el dragón, se agarra a las ramas de un arbusto salvaje que crece en las grietas del pozo, y así queda colgado. Los brazos se le debilitan y siente que pronto tendrá que abandonarse a la muerte, que le espera a ambos lados, pero sigue aferrándose, y, mientras se aferra, mira alrededor y ve que dos ratones, negro uno y blanco el otro, giran regularmente en torno al tronco del arbusto del cual está colgado, y lo roen. De un momento a otro el arbusto se quebrará, y él caerá en las fauces del dragón. El viajero lo ve y sabe que su muerte es inevitable; pero, mientras continúa suspendido, busca a su alrededor, y halla sobre las hojas del arbusto algunas gotas de miel; las alcanza con la lengua y las lame. Así me aferro a las ramas de la vida, sabiendo que el dragón de la muerte me espera inevitablemente, preparado para despedazarme, y no puedo comprender por qué soy sometido a este tormento. E intento chupar esa miel que antes me consolaba; pero esa miel ahora no me da placer, y, entretanto, el ratón blanco y el negro roen noche y día la rama de la que cuelgo. Veo claramente el dragón, y la miel ya no me parece dulce. No veo más que una cosa: el ineludible dragón y los ratones, y no puedo apartar la vista de ellos. Y esto no es una fábula, sino la auténtica, la incontestable, la inteligible verdad para todos.

La antigua ilusión de la felicidad de la vida, que había ahogado mi miedo al dragón, ya no me engañaba. Por mucho que me dijeran: «Tú no puedes comprender el sentido de la vida, no pienses, vive», yo no podía hacerlo, porque ya lo había hecho durante mucho tiempo. Ahora no puedo dejar de ver los días y las noches que pasan volando y me conducen a la muerte. Sólo veo eso porque es la única verdad. Todo el resto es mentira.

Esas dos gotas de miel que más que ninguna otra cosa me hicieron desviar la mirada de la cruel verdad —el amor a mi familia y el amor a la escritura, que yo llamaba arte— ya no me parecían dulces.

«La familia…», me decía yo, pero mi familia, esposa e hijos, también son seres humanos. Se encuentran en las mismas condiciones que yo: tienen que vivir en la mentira o ver la terrible verdad. ¿Para qué viven? ¿De qué me sirve amarlos, protegerlos, educarlos y velar por ellos? ¿Para que se suman en la misma desesperación que yo o para que caigan en la estupidez? Amándolos, no puedo ocultarles la verdad. Cada paso dado hacia el conocimiento los conduce a la verdad. Y esa verdad es la muerte.

«¿El arte, la poesía…?». Bajo la influencia del éxito y de los elogios de los hombres, me convencí durante mucho tiempo de que eso era algo que se podía hacer, a pesar de que la muerte vendría a aniquilarlo todo: a mí, a mis hechos, y hasta el recuerdo de esos hechos; pero pronto comprendí que aquello también era un engaño. Veía claro que el arte era un adorno de la vida, una atracción. Pero habiendo perdido la vida su atractivo para mí, ¿cómo podía atraer a los demás hacia ella? Mientras no viviera la mía propia, mientras viviera una vida ajena que me transportaba sobre sus olas, mientras creyera que la existencia tenía un significado aunque yo no pudiera expresarlo, el reflejo de cualquier tipo de vida en la poesía y las artes me proporcionaba placer; me divertía mirar la existencia en el espejito del arte. Pero cuando comencé a buscar el sentido de la vida, cuando sentí la necesidad de vivir mi propia existencia, ese espejito se volvió inútil, superfluo, ridículo, penoso. Me era imposible consolarme viendo en el espejito que mi situación era estúpida y desesperada. Había podido regocijarme cuando creía en el fondo del alma que mi existencia tenía sentido. Entonces ese juego de luces y sombras, el juego de elementos cómicos, trágicos, conmovedores, bellos, terribles de la vida me consolaba. Pero cuando supe que ésta era absurda y terrible, ya no podía divertirme el juego del espejito. El dulzor de la miel ya no me parecía dulce, porque veía el dragón, así como los ratones que roían mi sostén.

Pero no acabó ahí. Si hubiera comprendido simplemente que la vida no tenía sentido, habría podido aceptarlo con tranquilidad, habría podido saber que aquél era mi destino. Pero no conseguía contentarme con eso. Si hubiera sido como un hombre que habita en un bosque del que sabe que no hay salida, habría podido vivir; pero era como un hombre perdido en un bosque, presa del terror por haberse extraviado, que corre en todas direcciones en busca de salida, y que, aun sabiendo que con cada paso que da se pierde más, no puede dejar de correr.

Eso era lo terrible. Y, para liberarme de ese espanto, quería matarme. Sentía horror por lo que me aguardaba; sabía que ese horror era aún más terrible que la misma situación, pero no podía ahuyentarlo ni esperar el fin con paciencia.

No importa cuán convincente fuera el argumento de que, de todas maneras, un vaso sanguíneo del corazón se rompería, o de que estallaría alguna cosa, y todo acabaría, yo no podía esperar el fin con paciencia. El terror de las tinieblas era demasiado grande, y yo quería librarme de él pronto, lo más pronto posible, con ayuda de una cuerda o de una bala. Ése era el sentimiento que me empujaba, cada vez con más fuerza, hacia el suicidio.