XI
Recordé cómo esas creencias me habían repugnado y parecido desprovistas de sentido cuando eran profesadas por gente que vivía en contradicción con ellas, y recordé cómo esas mismas creencias me atrajeron y me parecieron sensatas cuando vi a la gente que vivía de acuerdo con ellas; comprendí por qué las había rechazado y por qué las había encontrado absurdas, mientras que ahora me parecían llenas de sentido. Comprendí que me había extraviado y cómo me había extraviado. Me había perdido no tanto por pensar erróneamente como por vivir mal. Comprendí que la verdad se me había ocultado, no tanto por el error de mis pensamientos como por el de mi propia vida, que había pasado satisfaciendo mis deseos y en las condiciones exclusivas del epicureísmo. Comprendí que, cuando preguntaba qué era mi vida y la respuesta era «un mal», ésta era completamente correcta. El error consistía en que había atribuido a la vida en general una respuesta dirigida sólo a mí. Me preguntaba qué era mi vida, y recibía por respuesta que era un mal y una absurdidad. Y ciertamente, mi existencia, consagrada a la complacencia de mis deseos, era absurda y mala, y la afirmación de que la vida es mala y absurda sólo se refería a la mía propia y no a la vida en general. Comprendí entonces la verdad que más tarde hallé en el Evangelio: los hombres prefieren las tinieblas a la luz porque sus acciones son malas. El que comete malas acciones detesta la luz y no va por la luz para que sus obras no sean vistas. Comprendí que para entender el sentido de la vida era preciso, ante todo, que ésta no fuese absurda ni mala, y luego uno podía utilizar la razón para entenderla. Comprendí por qué había dado vueltas tanto tiempo alrededor de una verdad tan evidente sin verla y que, para pensar y hablar acerca de la vida de la humanidad, debía pensar y hablar acerca de ésta y no acerca de la de algunos parásitos. Esa verdad ha sido siempre verdad, como 2 x 2 = 4, pero yo no la había reconocido porque, reconociendo que 2 x 2 = 4, debería reconocer que yo no era un buen hombre. Y para mí era más importante y necesario sentir que yo era un buen hombre que admitir que 2 x 2 = 4. Pero comencé a amar a la gente buena y a detestarme a mí mismo, y reconocí la verdad. Ahora todo estaba claro para mí.
Imaginemos a un verdugo que se ha pasado la vida torturando y cortando cabezas, o a un borracho empedernido, o a un loco que lleva toda su vida encerrado en una habitación oscura que detesta pero que supone que moriría si sale de ella; imaginemos lo que responderían si se les preguntara: «¿Qué es la vida?». Evidentemente, la única respuesta que podrían dar es que la vida es el mayor de los males; y la respuesta del loco sería completamente correcta, pero sólo para él. ¿Acaso no era yo como ese loco? Y todos nosotros, hombres ricos y sabios, ¿no éramos también unos locos?
Y comprendí que, en efecto, estábamos locos. Yo, con total seguridad, era como ese loco. La naturaleza del pájaro hace que pueda volar, buscar comida, construirse un nido, y cuando lo veo ocupado en estos quehaceres me alegro. El alimentarse, el reproducirse, el procurar comida a su familia está en la naturaleza de la cabra, de la liebre, del lobo, y, cuando lo hacen, estoy seguro de que son felices y de que su vida es razonable. ¿Qué debe hacer el hombre? Lo mismo que los animales, debe preocuparse de las necesidades materiales de la vida, pero con la única diferencia de que él morirá si lo hace solo: debe hacerlo no sólo para sí mismo, sino para todos. Y cuando lo hace, creo firmemente que es feliz y que su vida es razonable. ¿Qué había hecho durante los treinta años de mi existencia consciente? Lejos de trabajar para procurar los medios de vida para todos, ni siquiera lo había hecho para mí mismo. Vivía como un parásito y, cuando me preguntaba para qué vivía, obtenía como respuesta: «Para nada». Si el sentido de la existencia humana reside en trabajar para ganarse la vida, ¿cómo era posible que yo, que había pasado treinta años, no ganándomela, sino destruyéndola, la mía y la de otros, recibiese otra respuesta que no fuera que mi existencia es una absurdidad y un mal? De hecho, era una absurdidad y un mal.
La vida del mundo se desarrolla conforme a la voluntad de alguien; la vida del mundo y nuestras propias existencias están confiadas al cuidado de alguien. Para tener alguna esperanza de comprender el sentido de esa voluntad, es preciso ante todo ejecutarla; debemos hacer lo que requiere de nosotros. Y si no hago lo que de mí se espera, jamás comprenderé lo que se me pide, y menos aún lo que se quiere obtener de todos nosotros y de todo el mundo.
Si un mendigo desnudo y hambriento es recogido en una encrucijada y conducido a un maravilloso recinto donde, después de alimentarle y darle de beber, se le obliga a mover de arriba abajo una palanca, es evidente que, antes de averiguar por qué le han llevado allí para mover la palanca y si el recinto está razonablemente organizado, el mendigo debe mover primero aquella palanca. Cuando lo haga, comprenderá que con ese movimiento se pondrá en funcionamiento una bomba, que la bomba hará salir el agua y que el agua se extenderá por el jardín. Entonces será apartado de esa tarea para ocuparse de otra, y recolectará frutos y participará de la alegría de su señor. Pasando así de un trabajo poco elevado a otro más alto, comprenderá cada vez mejor la organización del establecimiento, y, al formar parte de ella, no se le ocurrirá preguntar por qué está allí y menos aún hacer un reproche a su patrón.
Así es como los que cumplen la voluntad de su patrón, no le acusan de nada, y ésos son los hombres sencillos, trabajadores, ignorantes, ésos a los que nosotros consideramos animales. En cambio, nosotros, los sabios, comemos todo lo que pertenece al señor sin hacer lo que se espera de nosotros; en lugar de trabajar, nos sentamos en corro y deliberamos: «¿Para qué accionar la palanca?». «Es estúpido». Y es ahí donde hemos llegado con nuestros razonamientos. Hemos decidido que el señor es estúpido, o que no existe, y que sólo nosotros somos inteligentes. Pero sentimos que no valemos para nada y que, de uno u otro modo, es preciso que nos libremos de nosotros mismos.