The wind hlew as ‘twad

blown its last

and rattling showers rose

on the blast.

El río estaba poblado de corsarios armados hasta las vergas, que iban o venían de América. Collum se entristeció a la vista de la rica ciudad, verdadero nido de traficantes. Collum ahogaba un odio maligno a los ingleses. Al fondear, y tras la descarga, buscó nuevamente a Pedro para hablarle.

—Son negreros —dijo Collum—; salen con destinación a las Barbadas o la Guayana y tornan a África; los ingleses suprimieron la trata, pero Liverpool sigue siendo negrera.

Esta era una ciudad burguesa como Nantes, pero más marinera y heroica. El Mersey apestaba también a la trata. Los barcos aparecían cubiertos de torres rubicundas del norte. Había aquí vikingos viejos y barcos nuevos, y de las cubiertas salían cantos nostálgicos y marineros, que ligeras rachas desplazaban contra las rampas de la ciudad. Era el fin de un invierno gris, lluvioso, triste. Collum decía que los ingleses no tenían sino niebla y barcos, y que siempre andaban a tientas en busca de algo.

El contrato en el Sir John terminaba allí. A los que quisiesen aguardar un mes les daban la comida para regresar. Pero Pedro tenía prisa por ir a alguna parte. Por entonces se aprestaban a salir los pesqueros de Terranova, y allí pagaban bien. Pedro fue a uno a buscar plaza. El y Collum se encontraron de noche, en una fonda, con un capitán negrero de un barco que decía transportar goma y cacao.

—No vayan ustedes a Terranova —les dijo el capitán Clarkson—; están débiles para esas tareas y se van a helar allá.

Pero Pedro no pensaba en la muerte y quería ganar algo.

En Liverpool permaneció tres semanas, espiando la vida del puerto, husmeando en los barcos. Los pesqueros se preparaban para la pesca de primavera. Pedro no tenía ya rumbo ni propósito fijo, pero su experiencia de pescador le valdría de algo. En la fonda se hizo amigo de otro irlandés llamado O’Neill. Pedro fue con él al barco y, tras un examen, el capitán lo admitió. El barco tenía que llegar antes de abril a Terranova. El contrato era hasta fines de verano, con la obligación de volver a Inglaterra —si había vida para ello—. Un mes por adelantado y el resto al regreso.

—¿Conformes? —dijo Rice, el capitán.

El Ulisses estaba listo con marineros ingleses e irlandeses. No pertenecía a ninguna compañía; era propiedad del capitán, Paul Rice. Iba a Terranova en verano con pescadores y marineros a sueldo y regresaba a principios de septiembre con el producto. El capitán había sido primero pescador, luego negrero y después otra vez pescador. En invierno se emborrachaba y gastaba todo cuanto ganaba en verano. Tenía el propósito de hundirse con su barco, porque cuando tuviera que vararlo por inútil no podría comprar otro, y todo el mundo le escupiría. Decía que prefería ser capitán en una gabarra que tener un título de Lord.

Montaba el Ulisses el cabo Clear cuando Pedro vio a Collum ante sí.

—¡Qué más da! —dijo Collum—; si siguiera en el Sir John un día u otro me tirarían por la borda.

Este barco también fue negrero. El segundo conocía a Collum y lo había admitido horas antes de largar las amarras.

Dijo que si moría lo enterraran en un bloque de hielo y que aquello era preferible al mar. O’Neill decía que la imaginación era la maldición de los irlandeses.

Ya en alta mar, en el Ulisses no quedaban más que dos grados: el capitán y todos los demás. El nostramo no era sino su látigo. Por los palos comenzaba a bajar un ácido frío y un viento de acero silbaba en la jarcia. Pedro iba mal vestido, y comenzó a temblar. El capitán no se ocupaba de la ropa de su gente. A nadie podía ocurrírsele ir desnudo al país de las nieves. Al aproximarse a la isla el cielo se algodonó y los rostros de los marineros criaron corteza. Desde el puente, el capitán daba órdenes que eran ucases. Collum instruía a Pedro. Al capitán, decía Collum, había que saber entenderlo. Con el frío, Collum se apretaba contra Pedro y le hablaba en una voz agorera. A veces despertaba gritando. Decía que las almas negras salían de noche de la cala y les echaban cubos de agua helada. «Son las almas de los negros que mató Rice», dijo Collum. El viento rezongaba en los palos y el mar hervía debajo. Pedro y Collum se apretaban más y temblaban de frío. Pedro mismo creía oír voces extrañas, y pensó que el irlandés lo volvería loco; pero cuando quería separarse de él tropezaba con el nostramo y los otros marineros, gentes rudas de mar, sin alma. Collum era poco más que alma.

El Ulisses fondeó en un pequeño puerto al sur de Saint John’s, en Terranova. El capitán improvisaba allí todos los años un campamento de tablas. A veces encontraba erguido el establecimiento del año anterior; otras lo habían barrido los temporales; otras quemado por los tozudos colonos irlandeses escandinavos empeñados en establecerse en la costa. El Gobierno inglés prohibía establecerse en la costa, guardada para los pesqueros. Toda la costa en derredor estaba ensartada de establecimientos pesqueros de todas las nacionalidades, que se mantenían hombro a hombro duran— te el verano, salando y secando el abadejo. En otoño partían borda a borda, proa a diferentes países. Los ingleses monopolizaban el Gran Banco y las principales bahías. Luego venían los yanquis, los franceses, los portugueses y los escandinavos. De España iban los vascos. Al sur de la península de Aralón había una península llamada de Vizcaya. A la hora en que a fines de abril el caplin invade los bancos y las bahías, sirviendo de cebo al bacalao, los pesqueros, arbolando distintas banderas, brotan de la periferia de la isla como rayos de sol a medio apagar, y se lanzan a red y anzuelo en persecución de los peces que hierven en las aguas tibias del golfo. Seis semanas después el caplin desaparece y lo sustituye el calamar, nuevo cebo que mantiene al abadejo en el blanco. Al final viene el arenque, último cebo, que dura hasta octubre. Los cebos surgen de las profundidades cálidas en busca de alimento, favorecidos por la primavera y la corriente tibia del golfo; los abadejos vienen con el mismo fin en su persecución, y con el mismo fin vienen luego los pescadores en persecución del abadejo. Collum dijo que aquélla era una lección de filosofía. Cada barco llevaba dentro un rey, pero los reyes, si se odian, se respetan. Los mismos monarcas aliados respetan allí a los individuales.

Pero los marineros a salario eran más que esclavos. El campamento de Rice estaba un tanto desvencijado, pero sólo hubo que repararlo. El capitán daba órdenes con un cabo en la mano y el cuchillo en la faja. Con él estaba una guardia de cuatro hombres armados de rifle. El capitán formó su estado mayor en el campamento y dio a Collum el encargo de anotar en un libro las faltas de los demás. Entre los marineros había un cuentista escocés que tenía el favor del capitán. Pedro tuvo una pelea con él, al terminar la reparación del campamento, y el capitán mandó anotarle la falta. Tenía la preocupación de no castigar a nadie fuera del barco. Collum hizo como que registraba y no registró.

—El capitán tiene mala memoria —dijo a la oreja de Pedro.

El Ulisses partía al amanecer para el Gran Banco. Se habían visto hervir ya los abadejos y las velas por la costa. Lo primero que vio el sol al salir fue un enorme témpano arrastrado por la corriente del golfo. Sobre las aguas arremolinadas danzaban infinidad de velas. Al llegar donde la corriente era más cálida el témpano se iba hundiendo, disolviéndose, levantando una humareda blanca lanceada por el sol. Sonaban los cuernos de los pescadores, los silbatos de niebla. El témpano venía coronado por unos puntos negros, como almenas de una torre mágica. Pedro y Collum miraban desde la cofa de trinquete. El capitán había mandado pairear, en espera de que pasase la mole. De pronto dio en gritar:

—¡Gavieros, al pie de la jarcia!

Era un truco para hacer aparecer a Pedro, a quien buscaba por el barco. Era la hora de ejecutar la sentencia. Collum no había registrado la falta y tendría que purgarla también.

Pedro contemplaba el milagro de una aurora boreal por encima del témpano, que se deslizaba a corta distancia, sumergiéndose —un alma pura que se hundía en el infierno, dijo Collum— en aquel mar hirviente del golfo. Los puntos negros eran renos, lobos y morsas que navegaban hacia la perdición, amigos ante la muerte. El escocés cogió el rifle y comenzó a matar aquellos animales que ya iban a morir. Le gustaba verlos caer sobre la nieve y teñirla de sangre. Allí venía también un invisible oso blanco, ese animal fantástico y glorioso. Al pasar cerca se vieron sus ojos. Paul Rice se encaramaba sobre una banqueta con un cabo en la mano y su guardia en guardia. Pedro y Collum comparecieron ante él, tiritando.

—Bonita vista, el témpano y hasta el oso, ¿eh? Bonita, sí. Pero vamos, pasó ya. —El escocés trataba de tumbar el oso, pero no tenía ojos para lo blanco—. Ahora comienza otra cosa, todavía más bonita. ¡La cala! —gritó Paul Rice.

La guardia había pasado un cabo desde el trinquete a la amura de estribor, por debajo del buque. Luego pasó otro, del mismo modo, desde el mayor. Tres marineros se agarraban a cada uno. El capitán gritó:

—¡Los dos a la vez!

Pedro y Collum, amarrados por la cintura, fueron lanzados por babor, pasados por debajo del buque y sacados por estribor.

—¿Cuántas veces? —preguntó el nostramo.

Los jóvenes iban a ser pasados dos veces más por la cala. Aquello les hubiera hecho estallar las venas y los pulmones.

Antes que el capitán contestara, O’Neill dio un grito:

—¡Ballena a babor!

Era mentira, pero la gente aprestó los arpones y los cabos, y los jóvenes se salvaron. El témpano se había hundido definitivamente, levantando montañas de vapor, en que navegaban envueltos. Pedro se quedó con sus ojos de oso blanco mirando al capitán.

—Ese condenado me da fiebre verlo —dijo Rice.

El Ulisses tenía un veterinario y un botiquín; pero sólo funcionaba cuando alguien estaba a punto de morir o cuando ya había muerto. Pedro y Collum fueron obligados a trabajar enseguida después del baño. El capitán mataba el gusanillo. La gente persiguió en vano la ballena imaginaria. Luego tornaron al Gran Banco, con el pabellón británico arbolado. Allí se toparon con otros del Canadá. Alrededor merodeaban los pesqueros de Francia, procedentes de Saint-Pierre y Miquelón. Más lejos, al disiparse el vapor, se vieron toda clase de velas y banderas. Pedro vio pasar rozando el Ulisses un barco con bandera inglesa, y arrimado a la borda reconoció a Ricardo Salaverry, el vasco a quien había dado la puñalada. Pedro comprendió que el bergantín era vasco y enarbolaba bandera inglesa para poder pescar en el Gran Banco.

—¡Adiós, malagueño! —gritó Salaverry en español.

Pedro sintió una gran alegría por dentro.

—¡Así se hace! —dijo.

Nadie lo entendió.

Pedro resultaba mal pescador. Tenía grandes alturas y grandes depresiones. Cuando no amenazaba temporal lo dejaban en la salazón. La fetidez del pescado hacía más penoso este trabajo que el de la pesca. Así que deseaba que le salieran rachas y árboles al mar. Collum le mandaba rogar a Dios. Su imaginación le ayudaba a trepar a los palos y maniobrar, y dentro tenía un alma que vibraba como el viento en la jarcia de babor. Además, en el Ulisses había cañones, y hachas y sables de abordajes, y a Pedro le gustaba ver y tocar aquellas cosas. Paul Rice le dijo un día que sería un gran pirata.

La vida de Terranova sólo tenía cuatro cosas bellas: los amaneceres, a veces con auroras boreales; las masas de hielos, arrastrados por la corriente del golfo; la sinfonía de los silbatos de niebla que formaban los pesqueros, y las noches en torno a la hoguera, en el campamento. Por la noche, las cosas blancas de la mañana bajaban a derretirse junto a la lumbre por los rosarios de los cuentos. Collum los hacía. Un día vio bajar un témpano donde bailaban negras desnudas, que al llegar al Gran Banco se convirtieron en palomas blancas, que volaron al cielo. Otro era un barco de marfil que bajaba del norte con velas rojas, tripulado por mujeres azules, también desnudas, armadas con astas de renos. Paul Rice se arrepintió de haberlo pasado por la cala y lo hizo su poeta de corte. Rice era descendiente de vikingos y amaba aquellas fantasías.

Los últimos témpanos bajaron a principios de verano, levantando un vapor inmenso, que envolvía la isla y hacía sonar constantemente las cornetas. Esta niebla la aprovechaban los piratas —cangrejos los llamaban los pescadores—, que se ocultaban en las grietas de la costa para abordar a los pesqueros, cogiéndolos aisladamente. En tiempo claro los pesqueros se unían contra los piratas, pero con la niebla éstos se deslizaban a caza de los barcos aislados. El Ulisses fue atacado un día por un pirata portugués al sur de la isla, pero sus colizas y rifles metieron en fuga al enemigo, derribándole el mesana. Pedro tomó parte en la defensa. Desde entonces lo respetaron.

Pedro y Collum dormían en una choza de tablas con otros marineros. El día había sido frescachón y el trabajo duro. Pedro tenía algo raro en su cabeza desde el día del abordaje del pirata.

—Estoy cansado de esta vida —dijo a Collum.

Este tenía frío y buscaba el calor de Pedro, y le hablaba con zumo en la voz.

—¡Collum! —dijo Pedro—. ¿Quieres venir?

Collum siguió a Pedro hacia la playa. Pedro estaba cansado de recibir patadas y seguir el rumbo del pirata. Robaron provisiones, montaron en un bote y remaron hacia el sur. Los remos halaban con ritmo. Pedro volvió la cabeza hacia atrás, a la hoguera a medio apagar que se veía en la noche.

—¡Volveremos! —dijo Pedro.

Pensaba encontrar al pirata portugués y volver con él a asaltar el campamento de Rice. Iban barajando la orilla, pasaban luces.

—¡Estamos perdidos! —gritó Collum.

El bote había saltado por encima de un cabezo y caía en un banco de arena. El grito de Collum nació en el aire y la brisa lo mandó tierra adentro. Enseguida aparecieron delante dos torres rubias, con calzones de pieles, sables corvos y barbas largas. Pedro y Collum estaban tirados en la playa, y comenzaban a recobrar el conocimiento. Collum tenía una mano sobre el pecho y se quejaba. Ninguno entendía el idioma que hablaban aquellos piratas de rostros tristes y duros. El embicazo había lanzado a Collum contra la punta de una roca, y algo se le había roto dentro.

Los piratas eran noruegos. Los llevaron a su campamento y arrojaron a Collum en una yacija, en un tinglado de tablas. Entre ellos había uno que hablaba inglés y servía de intérprete. Collum oyó que Pedro proponía a los piratas ir al asalto del campamento de Rice; se tapó la cabeza y rezó. Los sintió salir. Pedro pasó a su lado de puntillas. En el campamento no quedaban más que un viejo y una mujer. Collum dio la vuelta y se imaginó a los piratas atacando a Rice, saqueando el campamento y matando la gente.

Pero los de Rice habían descubierto la fuga de los jóvenes y estaban en guardia. El barco pirata fue rechazado con dos boquetes, y tuvo que huir.

En el campamento el capitán pirata miraba a estos jóvenes extraviados y no sabía qué hacer con ellos. Collum trató de divertir a los piratas con sus fábulas. Refirió el cuento de unos ladrones que habían ido a saquear el túmulo de un vikingo. Al entrar, el vaho que salía de dentro mató a uno. El otro se echó a un lado, aguardó a que pasara el vaho y entró. Dentro estaba el vikingo de pie en el puente de su barco, y al ver al ladrón lo atenazó por el cuello. Pero tan pronto como el vikingo tocó tierra se convirtió en polvo. Los piratas oyeron el cuento con admiración. Ellos mismos eran vikingos, y el cuento formaba parte de su tradición. Pero, al fin, Collum se llevó la mano al pecho y la última palabra le quedó en la boca. Sus ojos miraron amorosamente a Pedro. Sacó un escapulario del seno, se lo tendió y dijo adiós.

El cuerpo de Collum fue tendido sobre la piel de un oso blanco, junto a la hoguera. El capitán pirata reunió a su estado mayor y llamó a Pedro para decirle:

—Hay entre nosotros dos caminos hacia el otro mundo: el uno, por mar, y el otro, por tierra. Elija usted el de su compañero.

Pedro eligió el del mar.

Al día siguiente los piratas cogieron el bote en que habían llegado Pedro y Collum, le pusieron un mástil con vela blanca, hacinaron en él tablas secadas a la hoguera, tendieron encima el cuerpo y aguardaron en silencio en Ja playa. Al acercarse el poniente apareció por el este uno de los últimos témpanos de hielo. La brisa sopló favorable. El cuerpo de piratas formó en herradura en el parche de arena donde estaba varado el bote. El segundo capitán prendió las tablas secas donde yacía Collum. El primero se irguió entonces en el centro de la herradura y dio órdenes a Pedro de que largara la vela. Se largó la vela, la brisa avivó el fuego y Collum inició su marcha hacia el poniente. La brisa levantaba más alta la llama a medida que el bote se aproximaba al témpano, y cuando llegó a él la llama subió al cielo y el bote bajó al mar.

Solo ahora con los piratas, Pedro decidió marcharse. El capitán sacó una bolsa de cuero, le dio algunas monedas, puso un bote con provisiones a su disposición y lo despidió.

—¡Buena suerte! —le dijeron todos.

Pedro remó al oeste, a longo de costa, durante todo el día. Pasó campamentos de varias nacionalidades, con sus banderas en los barcos al ancla, y al cerrar la noche se encontró ante uno portugués. El bote se deslizó por una grieta, a palo seco, y fue a parar frente a un campamento formado en el fondo de una taza de roca, con tinglados para la cura y salazón, y gentes barbudas.

El agua entraba por la grieta hasta el pie de la casa del patrón, a la que se ascendía por escalones practicados en la roca. El sol no penetraba nunca allí, y el aire tibio de verano levantaba una pestilencia que trepaba roca arriba en nubes de vapor. Cuando hacía viento aullaba en lo alto, en el cañón de aquella chimenea en cuyo fondo estaba el campamento. Aquellas gentes parecían cadáveres a medio corromper, en medio de desechos de otros cadáveres. El patrón dijo a Pedro que allí no había cabida para más gente. Afuera, anclada y amarrada a un cabezo de roca, había una pobre goleta carcomida, con media docena de botes en derredor. Parte de los pescadores fue a bordo y parte a su trabajo de salazón sin hacer caso de Pedro. Ni siquiera le preguntaron quién ni de dónde era. Eran gentes pobres, tristes, que iban a pescar en verano y volvían a gastar en invierno, como Rice. En el campamento quedaba un viejo, que hacía la comida y curaba a los enfermos con hierbajos. Era el padre del patrón. La goleta y la empresa pertenecían a todos en común. Sólo había escala de funciones, no de mando. Casi todos eran marineros fracasados, melancólicos, aburridos, escépticos, sombríos, que habían juntado sus ahorros para vivir y aquélla era su vida, y casi no era vida.

—Somos pobres marineros, pequeño —dijo a Pedro el viejo.

Los demás estaban en torno a la hoguera, de noche, callados. Entre las palabras de unos y otros había largos silencios.

—¿Por qué no sigue usted su viaje?; ¿adónde va usted? —preguntó a Pedro el patrón.

—Estoy cansado, no hay ningún lugar por aquí adonde quiera ir —dijo Pedro.

El patrón sintió que aquellas palabras no sólo eran marineras, sino que parecían partir del fondo de su comunidad. Pedro encajaba en el engranaje. El patrón lo metió en el rosario de hombres en torno al fuego.

—Bien —dijo el patrón—, quédese con nosotros; pero aquí no hay sueldo.

La Ballena regresó a Lisboa a principios de septiembre. Antes hubo que embrearla, pintarla y dar mucho a la bomba durante la travesía, pues hacía agua. «Hace mucho que navega, y es un milagro que no se haya hundido con todos nosotros. Se nos hubieran acabado los trabajos», dijo el viejo. La pesca no había sido tan buena como otros años. El patrón era un hombre descarnado y tenía sentimientos podridos en su vida; mujeres, dijeron los otros. Todos aquellos hombres habían perdido los sentimientos y ahora parecían cuerpos flotantes a la deriva. Todo en esta comunidad tenía un sentido humano: los vientos eran amigos, enemigos, indiferentes, despechados, ambiciosos, enconados, resentidos, locos, y así todo. En cada fenómeno o cosa del mundo habitaban una o varias personas.

Pedro se dejó empapar del aire de aquellas gentes y por eso lo quisieron. Era un contrapunto. El capitán decía que siempre se moriría a tiempo, y como que predicaban la renunciación; pero por otro lado sus cuerpos trabajaban como galeotes. El patrón decía que los temporales no se dominaban por la labor, pero él mismo se daba a las maniobras como un loco. Sólo que calladamente.

Al final se trabajaba día y noche. De los tinglados, el bacalao pasó a la bodega, y había que darse prisa antes de que llegaran las rachas de otoño. El campamento fue quedando vacío. Las aves de rapiña volaban en nubes por encima, oscureciéndolo, y sus gritos se despedazaban contra la roca. Nadie más entraba allí. Las casas y tinglados seguían intactos de año a año. Sólo una vez, dijeron, había descendido una gran masa de nieve, aplastando el campamento y diez hombres en él. La comunidad había quedado reducida por eso a unos veinte hombres. Una noche, antes de la partida, el viejo llevó a Pedro a lo largo de un tubo formado en la roca, hacia una cavidad oscura que zumigaba agua y tenía carámbanos de hielo a la entrada. El viejo llevaba una antorcha y un hacha con gancho para agarrarse, y Pedro se agarraba a él. Por el tubo penetraba un reflejo de la hoguera, y las palabras espaciadas de los hombres en el campamento iban a morir allí. Pedro y el viejo iban descalzos y a tientas y, pasados los carámbanos, se encontraron en una cámara natural, medio anegada, donde el agua hablaba un silencioso idioma cavernario. En esta sacristía sagrada estaban los cuerpos y las almas de los diez hombres aplastados por el alud. Los pescadores habían abierto en la roca, todo en derredor, una serie de nichos a punta de pico, a flor de agua —había un desaguadero que en verano la mantenía siempre al mismo nivel—. En invierno el agua ascendía hasta dos metros sobre los nichos y al retirarse todos los años llevaba consigo sustancia de los esqueletos.

La carne de los esqueletos había ido engordando aquella agua sagrada.

El viejo llevó a Pedro a aquel sitio y le mandó mirar al agua estancada en el fondo, alumbrada por la antorcha. Luego apagó la antorcha y aguardó en silencio. Era el aguardar la pausa que mediaba siempre entre las palabras de los pescadores. Las gotas que zumigaban de la roca caían en el lecho abajo como gotas de sangre.

—Es la sangre de nuestros hermanos —dijo el viejo.

La roca sangraba oculta y eternamente su vida en el tazón, y en aquel silencio parecía aletear algo. Pedro quedó preso en aquel misterio. El viejo estaba ante él, sombra más negra en la sombra.

—Aquél —dijo el viejo— era el sueño de los muertos.

Luego cogió a Pedro por una mano y comenzó a hablarle.

—Acaso ninguno de nosotros vuelva nunca más a este sitio —dijo—; el barco está viejo y todos nosotros lo estamos; tú podrás volver algún día y recordarás: éste es el camposanto de nuestros hermanos.

Nadie más, fuera de la comunidad, conocía el secreto.

Al otro día largaron trapo a Lisboa. Apenas llevaban pesca para lastre, dijeron. El soplo ventolino del noroeste los empujaba. A la vista quedaban las alas abiertas de aquellos pájaros migratorios de todas las partes del mundo con las espinas de sus mástiles apuntando al cielo. El patrón dijo:

—No hay cielo; si lo hubiera, el mar se lo comería en los hombres.

Pedro tenía la sensación de navegar entre muertos por un mar de limo: ¡si se levantaran las rachas!

La Ballena había entrado en aguas de Portugal y ponía proa a la ría. Lisboa, arrebujada en sí misma, verde aún en otoño, aguardaba la vuelta del primer pescador que reconociera de lejos las Berlingas y el cabo de Roca. Pedro entró en ella oliente a bacalao. Los hombres de la comunidad lo despidieron en grupo sobre cubierta.

Lisboa era entonces trampolín de trata, pero no centro. Los negreros iban directamente de África al Brasil. Pero la trata se hallaba en su máxima actividad. Los portugueses acababan justamente de suprimirla al norte del Ecuador, pero eso no los afectaba a ellos, ya que casi todas sus factorías estaban al sur, y nada que no fuesen vientos tenían que ir a buscar al norte. En los astilleros se construían barcos especiales, marineros y armados de cañones contra los piratas, y hasta para piratear. De Lisboa salían constantemente barcos para el Brasil o África y en el río se veían siempre gallardetes en demanda de tripulación.

En Lisboa, Pedro no conocía a nadie. Pensaba enrolarse en algún barco, tal vez mercante, seguramente a América. Consigo llevaba las monedas del vikingo. En la rúa d'Ouro miró a las platerías y en la Augusta a los paños, pensando en que ya era hora de vestirse y adornarse. En la posada se encontró con gentes de mar que le sugirieron viajes. Entre estas gentes estaban los hermanos Poza —José y Jacinto—, unos marineros gallegos, en barcos portugueses. José mandaba un negrero, entonces en reparación; Jacinto era piloto. Nadie podía creer allí que aquel pino novo de Pedro hubiese estado en Terranova y corrido las aventuras que decía. La casa estaba llena de marineros. Pedro se había equipado en una casa de empeño: el traje le estaba ancho y los zapatos largos. La casa era, además, un misterio. En ella entraban mujeres con fachas de mendigas que llevaban trajes de seda por debajo de los harapos y se entrevistaban con capitanes de barcos. La posada estaba en el puerto, en el ángulo de una plaza, y se extendía hacia atrás en un laberinto de cámaras hasta un pasaje donde había montones de basura. Esta basura la quemaban de vez en cuando, y el humo entraba en la casa y en la del otro lado, donde siempre había ropa blanca a secar. Como todas las posadas destinadas a recibir marineros de altura, ésta tenía fonda, bebida, juego y zorras en distintos departamentos. Además, como en la de doña Noira, había un zaguán para los sin dinero. La casa se llamaba de Doña María.

Pero doña María rara vez iba allí.

Los marineros habían dado en mirar burlonamente a Pedro y los Poza le dijeron por qué. El traje que había comprado en la casa de empeño había pertenecido a un indiano negrero muerto días antes y alguien lo había ido a robar al nicho.

El nombre de María Cruz era ya famoso entre los negreros. Era una joven hija de un capitán negrero con el cual había hecho algunos viajes, y tenía dos hermanos que mandaban dos negreros propiedad de la familia. Su padre había muerto en una sublevación. En la pared de la taberna había un cromo representando un barco sin gobierno, hallado en alta mar por José Poza con la cubierta tapizada de esqueletos y las aves formando una nube encima. Era el barco del capitán Cruz. Los negros sublevados mataron a la tripulación, y luego, no sabiendo gobernar el barco, murieron de sed, pues los enjambres de tiburones que habían seguido y rodeaban el barco les impedían tirarse al agua. Este capitán dejaba tres barcos y aquella posada. Sus dos hijos se hicieron cargo de dos barcos y su hija de la posada. El tercer barco lo mandaba José Poza. Pero María tenía tenientes que gobernaban la casa y ella andaba siempre oculta. De ella se contaban leyendas. A los dieciocho años, navegando con su padre, éste se había enfermado y ella asumido el mando del negrero hasta Bahía. Se decía que era muy rica.

Los Poza ofrecieron a Pedro plaza en un negrero, pero él no la aceptó. Pensaba en ir a América. En la fonda los demás marineros se reían de él porque no bebía. En cambio, se iba a un departamento de la casa que se llamaba La Colmena. Había allí un panal de cortinas y mujeres perdidas por las celdas. Entre los cuchicheos —en Lisboa se hablaba siempre cuchicheando o, por el contrario, con voz de mando— que zumbaban en tomo a doña María se decía que ella misma regentaba La Colmena, pero que entraba velada y disfrazada. La posada se llamaba A Rainha dos Mares. Allí se encontró Pedro con un ratero llamado el Hurón. Éste le propuso asaltar a doña María.

—Es muy rica, y en su casa particular tiene un cofre lleno de monedas; yo sé dónde lo tiene, ven —le dijo el Hurón.

Lo llevó de noche por un callejón viejo y le dio pie para subir a una ventana. Entraron en una habitación oscura, oliente a patatas podridas, pasaron una puerta y llegaron a una sala donde el piso, lleno de roturas, crujía bajo sus pies. En otra habitación se dio la alarma y los ladrones fueron cogidos entre cuatro hombres armados y llevados a una cámara donde alumbraba un candil de aceite. Allí vio Pedro a doña María Cruz, joven de veinticinco años, envuelta en una gran túnica de seda, con el rostro velado. Luego se levantó el velo y miró de frente a Pedro, al Hurón lo conocía ya.

—¿Quién es ese con rostro de santo? —preguntó.

Los guardias lacayos se llevaron al Hurón a las autoridades, y doña María se hizo cargo de Pedro. Durante varios días lo tuvo encerrado en una alcoba y le hizo preguntas. Pedro le contó su vida, y esperó una ocasión para fugarse. La vida de encierro con una mujer por carcelera le aburrió pronto, y un día agarró a doña María, le metió un trapo en la boca, le quitó las llaves y el dinero y la dejó amarrada a la cama. Esto le costó mucho trabajo. María Cruz era una loba peleando. Pero en Pedro había como una carga eléctrica que lo ayudaba a sacar más fuerza de la que representaba.

Aquella misma noche salió Pedro en un barco mercante para el Brasil Dijo al capitán que lo perseguían por no haber podido pagar la fonda y que trabajaría de balde.

El Rei do Portugal llevaba destino a Recife. Era uno de los barcos complementarios de la trata. Iba con ron, pólvora, armas y otros artículos para la compra de negros y volvía con azúcar, café, goma, marfil, palo del Brasil y dinero. Iba y volvía excesivamente cargado y escaso de tripulación. Los marineros sólo dormían cinco horas. El capitán era hombre de rebenque, a quien sólo dominaba su mujer, que viajaba con él. El contramaestre, un hombre blando, decía que la mujer —gorda, peluda y chiquita— era la que hacía fiero al capitán. Ella lo dominaba y le gustaba que su hombre brutalizase a los demás. Pedro volvió a la brega. El encuentro con María Cruz lo había dejado atontado. Se había sentido atraído, retenido, envuelto; la había visto velada, la vio luego desnuda y al fin velada otra vez. Era una mujer extraña. Pedro preguntó discretamente a la marinería si la conocían y no descubrió nada. Parece que la fama le venía de su padre, negrero y pirata, y sus viajes con él tenían distintas versiones. Los del Rei do Portugal decían que la de María era una familia de criminales y vengativos. El capitán decía que el ser negrero era tan negro como el ser negro, pero él mismo había sido negrero.

Pedro entró en Recife pensando en hacerse negrero. Este pensamiento pareció dárselo el bautismo de la línea ecuatorial que le hicieron pasar los demás marineros. Al llegar al Ecuador aparecieron por proa unos fantasmas y llegaron hasta el capitán.

—¿Cómo se llama este barco? —preguntaron.

El capitán les presentó a Pedro, todavía teñido de espuma septentrional, que no podría pasar al sur sin permiso del rey de la línea. Los fantasmas, Neptuno y su corte, desaparecieron para volver de noche a bautizar al catecúmeno. Apareció seguido de su mujer. Después venía el sacerdote, el rasurador y el gran jabonero con brocha y lata de alquitrán. Después venía una policía de negros, que buscaron por todo el barco, sacando a cubierta a todo el mundo para que presenciaran el gran bautizo. Dos policías ataron a Pedro los pies, le pasaron un cabo por la cintura y lo subieron a la borda. Cuando al preguntarle Neptuno si hacía votos de bautismo contestó «sí», la policía negra tiró de un cabo y la pasada por la cala que le había hecho sufrir Rice se repitió. Aquél, le dijeron, era el bautismo de la línea ecuatorial.

El barco fondeó al sur de la península, donde se alineaban infinidad de barcos de cabotaje, jangadas y negreros. Recife era el primer puerto negrero del Brasil.2 Como todos los puertos negreros, hedía.

—Hiede porque la trata se está corrompiendo —dijo el capitán.

Los negreros mostraban sus cañones montados en colisas y se oían sonar los calderos. De las aguas remansadas de los ríos se levantaba un vapor luminoso, sofocante para las gentes del norte. Los marineros ingleses, enlazados a las bordas, chorreaban sudor. Grupos de hombres renegridos bañaban los negreros con mangueras. Descargados los esclavos, se le borraba así al barco la memoria del viaje. A proa y a popa había hombres pendientes de andamios pintando. Otros distendían la jarcia o cosían los toldos. Los marineros llamaban a aquello la confesión del negrero; luego podían volver a pecar.

De noche entró un negrero cargado y ancló al lado del Rei do Portugal Pedro seguía a bordo y ayudaba a la descarga. Con la amanecida vio sobre cubierta un ejército de negros totalmente desnudos; los marineros, bañándolos con mangueras. A proa estaban los muleques, en el centro de las piezas, y a popa las mujeres. Antes del baño les habían afeitado todos los pelos de la cabeza y del cuerpo. Por las veredas formadas por los grupos —atados de dos en dos por los brazos y con grillos en los pies— se movían los marineros chorreando agua sobre ellos. Los negros gritaban, hablaban, aullaban. En el centro, entre los palos, se sucedían los guardianes con el látigo en la mano, que restallaban al son de roncas voces. Entonces vino el sol a secarlos con sus toallas de luz y a ennegrecerlos más. Los guardianes volvieron a restallar el látigo y los negros comenzaron a moverse con ritmo en derredor. Un mulato encaramado en una tarima junto al guardián del centro marcaba la marcha en un tambor.

En Recife Pedro se encontró con un joven aventurero brasileño que había huido de su casa y volvía tras varios años. Al volver descubrió que su familia había muerto, salvo una hermana que tenía una hacienda cuarenta millas tierra adentro. El joven se llamaba Paulo Pedrão y conocía la vida de la Lengüeta y la trata. En la Lengüeta se ocultaban los maleantes del interior del país, así como los de la costa se refugiaban en la Sertâo. Por aquí pasaban de noche las armazones de negros hacia los depósitos de las afueras o al interior. El blanco del Brasil, indolente y rebajado, dejaba en esta plaza y sus alrededores un poso de gentes perdidas que formaban una extraña mezcolanza. Aquí se incubaban libertades, y entre los borrachos de las tabernas y los lupanares había varios curas de paisano. Ahora comenzaba a zumbar una interrogación.

El comerciante Domingo José Martins se filtraba entre las gentes ociosas y les tomaba el pulso. En la fonda donde se alojaron Pedro y Pedrão tenía Martins una tertulia. En torno a él había negros mahometanos con turbante y muchos hombres del puerto. Martins fumaba un veguero y guiñaba un ojo al patrón, que se movía con un delantal de cuero por el local. Martins era un grano sano entre aquellos elementos, pero conocía el valor de ellos. Pedrão pensaba unirse a él cuando estallase la revolución que preparaba. La noche siguiente se presentó a Martins en el mismo lugar. Pedro ayudó a formar el triángulo en un rincón de la fonda, pero permaneció callado. La idea de alistarse en una aventura apelaba a algo que había en él, pero aquello parecía muy remoto. Pedrão ensalzaba a Pedro, y entre las marinerías se decía que era hijo de un pirata español que merodeaba por las Antillas.

Pedro hizo amistad con un yanqui en una taberna. Era un marinero que había abandonado el mar y se dedicaba a escrutar y hablar mal de las gentes. Decía que el mundo estaba made out of rascals. Los tres iban a ver los desembarques y escuchar el tambor que marcaba las marchas a bordo. Pedro asomaba a veces a un ventano de su cuarto, en la noche, y veía pasar las negradas descalzas en silencio. El estallar del látigo las anunciaba a lo lejos. Al frente, a la espalda y a los lados marchaban los guardianes, también negros o mulatos, vestidos de claro y sombrero alón de paja. De vez en cuando emitían un grito largo. Luego seguía un silencio barajado por mil pies descalzos y se veía un mar de olas negras teñidas de dientes y ojos blancos. Pedro siguió estas procesiones varias veces.

En las posadas y lupanares se tocaba música negra. Si en Pedro no hubiera una imaginación pirática que le arrastraba siempre fuera de sí, con lo que en él había de andaluz hubiera terminado por rendirse al ambiente. Pedrão le dio ocasión para salir de él. Andando por la ciudad, se encontró a un inglés que vivía en una hacienda cercana y que Pedrão conocía, y se le ocurrió una cosa. El inglés le dijo a Pedrão que su hermana había venido a una feria de negros que se celebraba aquellos días, y Pedrão propuso a Pedro ir una noche a saquear su casa.

La feria se abría al rayar el sol, Pedro, Pedrão y el inglés se pusieron en camino hacia ella; Pedrão con la barba crecida para que nadie lo conociese. La feria se celebraba en un raso abierto, rodeado de barracones y dividido por empalizadas. Cada barracón tenía uno o varios corrales. Al llegar la hora sonaron los cuernos y los ciganos (gitanos portugueses, que eran los revendedores) restallaron los látigos y de cada boca de barracón manó una corriente de negros rapados, desnudos y untados de aceite. Al llegar un comprador, los ciganos sonaban el látigo y hacían trotar a los negros. Espiaban en sus ojos cuáles le llamaban la atención y los hacían parar frente al comprador. Sobre una plataforma de tablas se paraba otro cigano con una bocina y pregonaba las excelencias de los negros que se acercaban al comprador. Algunas negras iban preñadas y valían más. Los compradores llegaban por distintos caminos y en una esquina de la feria donde convergían todos los caminos estaba la forja del calimbador. Pedro admiró al cigano con sus botas de charol flojas, espuelas de plata, chaqueta azul y sombrero alón de paja con ancha cinta roja. Aquel hombre tocaba vivamente a la imaginación, rompía la chatez de la feria. Pedro lo veía capitaneando un barco pirata, tocando una guitarra o acaudillando una horda de vagabundos. Los ciganos miraban con recelo al inglés, aquel dandy que no iba más que a mirar. El inglés no compraba nunca negros, pero era entendido en ellos. Conocía sus castas, fortaleza y procedencia sólo con mirarlos.

—Los negros que entraban entonces en el Brasil —dijo a los otros— iban del Bajo Congo, Dahomey, Lagos, Bony y el Viejo Calabar. Los mandingos y los fulahs habían introducido la religión mahometana en el país. El mismo inglés había estado en África y conocía toda la organización de la costa.

Los compradores eran hacendados, con piedras de Minas Gerais y grandes vegueros en la boca, o damas de igual rango. Junto a Pedro y sus compañeros pasó una gran dama con una larga capa roja, sombrero de fieltro sobre un turbante blanco y zapatos bordados. Era la hermana de Pedrão. Al andar recogía la capa y mostraba la puntilla del refajo. Caminando era como un barco con galeno sobre un mar tranquilo. Aquel porte parecía pesar más que sus años. Había venido a la feria a caballo escoltada por una guardia de negros y mulatos. Se llamaba Modesta y manejaba su hacienda como una amazona. Al acercarse a ella el primer esclavo, brindado por un cigano, Modesta se desprendió de su altivez y comenzó a examinarlo minuciosamente, tentando sus músculos, Llevando a la lengua el dedo impregnado de su sudor —pues en el sabor del sudor se conocía la salud del negro— y llegando hasta lo más secreto. Aquello lo hacía todo comprador. El cigano sonaba el látigo y hacía bailar, hablar, cantar, correr y reír a los cautivos. Al fin de escoger mucho, Modesta se quedó con un hermoso muleque mandingo.

Los compradores sacaban sus piezas de los rebaños, guiados por los contramayorales negros, látigo en mano. Entre los compradores había frailes, curas y oficiales de uniforme. Al llegar ante el calimbador se detenían. Éste estaba con un babero de cuero ante un fuego en rescoldo. Al lado, pendiente de una tabla clavada verticalmente en la tierra, tenía un alfabeto de hierro. Al llegar un negro cogía la letra que pedía el comprador con unas pinzas largas y la ponía a calentar. Mientras tanto frotaba con sebo la tetilla izquierda del negro, cubría el lugar con un papel aceitado y le aplicaba suavemente el hierro rojo. La operación, decían, no era dolorosa. Queimado pelo ferro quente, el esclavo marchaba ante el contramayoral. Otro ocupaba su lugar. Los que quedaban despedían a gritos a los que se iban, sus carabelas —compañeros de viaje de África a América. El inglés dijo a Pedro que los portugueses eran amantes de los negros, que el palmatorio era el castigo sumo y que el esclavo que daba diez hijos era libre. A Pedro no le importaba aquello. Se había quedado mirando a la hermana de Pedrão, que marchaba a caballo al frente de su cortejo.

Pedro y Pedrão llevaban aquella intención en sus cabezas y aceptaron la invitación del caballero inglés de ir a pasar dos días a su hacienda. Éste vivía en una hermosa quinta, a veinte millas de Recife, con una serie de casas menores pintadas de azul en derredor. Estaba en un boscaje junto a un arroyo. La casa del Brumel se levantaba sobre una plataforma de albañilería, en forma de castillo, y era toda de caoba. Desde su terraza vigilaba a la gente que vivía en las casas pequeñas.

En la mesa les sirvió un grupo de jóvenes raras. El inglés las llamaba por nombres africanos y todas parecían gemelas y menores de veinte años, mulatas, de ojos azules y pelo color canela. Sus cuerpos, altos y flexibles, se movían con un cimbreo musical, y el inglés fruncía el labio inferior.

Al otro día comprendió Pedro —Pedrão lo sabía ya— de qué se trataba.3 De las casas en derredor salieron otras personas similares a las sirvientas, jóvenes de pelo rizado y ojos zarcos y jóvenes masculinos semejantes. Las jóvenes iban envueltas en túnicas holgadas. Detrás de ellas asomaron otras de color más oscuro, desnudas. En el césped donde aparecieron aguardaba un cuarteto de músicos y las jóvenes comenzaron a bailar una extraña danza, que comenzó con bolero y terminó en rumba. El cuarteto era de negras. El inglés mandó retirar a todo el mundo y se volvió a sus huéspedes con risita burlona:

—¿Bonito, eh? —dijo—. Esto no lo habrán visto ustedes en ninguna parte. Esto lo he descubierto yo, y con ello he añadido una virtud más a las cristianas.

En Recife había oído Pedro hablar del criadero de Mister Reeves, pero no había pensado que fuese éste. Reeves era un vagabundo que había caído un día en el Brasil y descubierto que sus hijos con buenos ejemplares africanos salían de una extraordinaria belleza y que los ricos brasileños se los disputaban. Desde entonces dio en tener cuantos hijos pudo con negras —especialmente de los grupos mahometanos— y en vender los hijos hasta que pudo fundar aquel establecimiento como criadero. Cuando lo hubo logrado dio en hacer experimentos de cruces, y sacaba especies rarísimas de las que salían mujeres que le pagaban a peso de oro. En su establecimiento tenia escuelas y preparaba la prole para distintos oficios. Criaba caleseros, doncellas, huríes, apolos, bailarinas, y todo lo que le pedían. Las grandes damas del Brasil iban allí a buscar favoritos. La gente decía, en burla, que también criaba monjas. Le llamaban el Patriarca.

Pedro había mirado fijamente a una de aquellas mulatas y el inglés lo advirtió. Este dijo que aquélla era una de las vírgenes de encargo. A la hora de irse los huéspedes, el inglés hizo que su guardia —seis venus mulatas— sacara los mastines a pasear ante ellos. Luego desfiló otra guardia de hombres armados.

—Espero verlos por aquí otra vez —dijo el inglés.

Pedro y Pedrão decidieron ir a asaltar la casa de Modesta, la hermana del último. Pero les salió mal. La casa de Modesta estaba cercada de alambres y fusiles. Los dos quisieron saltar la cerca, y Pedrão quedó colgado de los alambres con una bala en la cabeza. Los perros los habían sentido y dado la señal. Pedro huyó. Pero los contramayorales de la hacienda se echaron al monte con los perros de los cimarrones. Pedro se defendió a cuchillo, mató un perro y trepó a un árbol, que salpicó de sangre.

Aquella aventura llevó a Pedro a una experiencia más grave que las dentelladas de los perros. Huyendo de éstos, se refugió en la cabaña de una india, cerca de la casa del inglés. La india creyó que Pedro era el criado de Mister Reeves y corrió a delatarlo.

En Recife otra vez, con una pierna vendada y la cara y el cuerpo arañados por las zarzas, decidió embarcarse. Fue al muelle, pidió plaza en el primer barco, y al amanecer estaba rumbo al África en un negrero. Iba como en un sueño, con la imaginación apagada. Maniobraba automáticamente, sordo a las voces, casi ciego y mudo. El veterinario le hizo algunas curas de caballo. Era un mulato liberto, que compraba esclavos para otros libertos de Recife. Vestía una holgada chilaba roja y llevaba turbante. En el centro de la enfermería, en el entrepuente, había un caldero con agua verdosa, donde se mezclaban sal, vinagre, azufre, tabaco y orines. Con aquello curaban igualmente heridas blancas que negras. El mulato desnudó a Pedro y esgrimió la brocha empapada con delectación. Los ojos del mulato bañaron primero el cuerpo del blanco con un refinamiento cruel.

Pedro apretó los dientes, abrió más los ojos y se le enrojecieron los párpados por el ácido que resbalaba tras la brocha de esparto y se filtraba en su carne. A la vista estaba el capitán, con las piernas entreveradas y las cejas en sesgo. Pedro respiraba como un toro picado. El capitán era blanco, y el aguante de Pedro abrió su admiración.

El barco se llamaba El Cinturón de Venus. Era propiedad de una asociación de pequeños armadores negros y mulatos de Recife. El contramaestre y el sobrecargo eran mulatos descendientes de hausas mahometanos. El barco, acabado de salir de los astilleros, era un resistente bergantín-goleta con cuatro cañones montados en colisa. La tripulación, elegida por el capitán en la Lengüeta, iba formada por blancos y mulatos. Después de la cura el capitán llamó a Pedro:

—Si se presentara ocasión, el barco piratearía y, en caso de piratear, cada marinero tendría una comisión.

Pedro no sentía ya las heridas ni el cansancio que le había producido la estiba de provisiones, agua y artículos de trata. Jadeaba, el sueño abría escapes a su fuerza, pero la imaginación volvía a tirar hacia arriba. Detrás de las palabras del capitán había posibilidades heroicas. Todos los preparativos de la trata pasaban ahora a su memoria. Junto a las escotillas había visto agentes de la compañía anotando y cantando los artículos que pasaban a cargo del sobrecargo. Este tenía el cuerpo técnico —pañolero, carpintero, cocinero de los oficiales, cocinero de la negrada y los marineros, veterinario, barbero— a sus órdenes. Lo demás iba a cargo del capitán y su contramayoral el contramaestre. Pedro no podía por menos de admirar al capitán Vasconcellos, que mandaba en mar y tierra.

A la vez que El Cinturón de Venus, se hicieron a la mar otros negreros, que siguieron la misma derrota al principio. Luego se escindieron, unos más al sur, otros más al norte. Éste iba a Ajuda, reino del Dahomey. El viento sopló fresco. El sol había calmado las heridas de Pedro y el viento del mar despejado su cabeza. Arriba, en los palos, los vigías cantaban vela a cada paso y el capitán subía a inspeccionar.

—Ese va armado hasta los dientes; ése es un corsario yanqui; ése, un cúter inglés; ése, un piratica español, italiano, o escandinavo, o francés, o árabe —corría la palabra.

Pedro había ocupado su turno de vigía y cantó a babor vela, c^ue gustó al capitán.

—Ese los trae ahí mansitos —dijo.

Se hallaban a la altura del cabo Palmas. La vela era un bergantín que el capitán supuso español. Enseguida largó en el mayor el pabellón negro, mandó maniobrar al abordaje. Los artilleros se situaron en las colisas y los demás empuñaron los sables corvos. El contramaestre arrastró a la mitad de cubierta un balde de ron con cucharones y los marineros cayeron sobre él como moscas, y dieron en bailar la danza pirata. Pedro se aprestó al combate, pero no bebió. Sabía que el ron tenía agua y pólvora mezcladas.

El capitán ordenó con la bocina al bergantín que se rindiera, pero éste no contestó. Al acercarse a él vio que también llevaba cañones y que la tripulación rugía en cubierta como un solo tigre. Así y todo, siguió dándole caza. Pensó que sería un negrero o que llevaría oro y marfil. Pero de pronto el bergantín maniobró hacia El Cinturón de Venus. Cuando estuvo a su alcance, éste lo encañonó con la colisa de proa y le tumbó un mastelero.

—¡A él! —gritó el capitán.

En el palo mayor del bergantín apareció entonces el pabellón negro y abrió fuego contra el brasileño. El primer cañonazo le tronchó el mayor, y las balas del bergantín comenzaron a silbar sobre su agresor. Pedro recibió una en un brazo, y oyó que el capitán daba orden de virar al oeste. El bergantín había seguido hacia el norte, su pabellón flameante contra el horizonte, con una cola de gritos a popa. Era el pirata De Buen. Vasconcellos se había equivocado.

El negrero puso proa a la Ascensión con un boquete a popa y el palo tronchado. Sobre cubierta habían quedado algunos muertos y en derredor comenzaron a pulular los tiburones. En la enfermería, el veterinario ensanchaba los boquetes de las balas y extraía el plomo con unas pinzas de sacar muelas, oxidadas. Luego embadurnaba la herida con ungüento de azufre. Los ilesos achicaban el agua y maniobraban contra el viento, en busca de la bahía de Clarence, donde fondearon con dificultad para reparaciones, bajo la demora del monte Cruz. En la bahía había dos buques de guerra ingleses, y en el muelle se izó la bandera ajedrezada diciendo que no podían atracar a tierra.

La Ascensión había sido tomada poco antes por los ingleses como fortaleza avanzada para resguardo de Napoleón en Santa Elena, y en George’s Town había una guarnición de soldados. Hubo que reparar el buque fuera de la bahía, y con gran trabajo. Los hombres tupieron el boquete con estopa, brea y tablas, y sustituyeron el palo por otro de repuesto. El calor húmedo derretía la brea de las costuras. Constantemente había que estar bañando el barco con mangueras. Pedro trabajaba sin su brazo herido, agarrándose con dientes y piernas. A los dos días el viento roló del lado de tierra y a las pocas horas irrumpió la mar sorda con su restinga milagrosa irisada en las greñas de las olas, y al barco le costó gran trabajo aguantar al ancla. Luego cayó una lluvia densa que obligó a trabajar mucho a la marinería.

—No hay que hacerle, el diablo lo manda así —dijo el capitán.

A bordo vinieron ingleses a vender tortugas, golondrinas del trópico, gatos monteses y biblias. Aquellos gatos, dijeron, en vez de comerse a las ratas se comían los pájaros de mar. Eran animales eléctricos, de ojos grandes, pelo largo, color de tigre y bigotes de chino. Pedro no podía por menos de dejarse fascinar por los gatos. Ahora volvió a oír hablar de Napoleón, cogido en una jaula de roca un poco más al sur, y pensó que los ingleses eran grandes cazadores de gatos.

Ajuda —Whyda— está al norte de la línea, y los portugueses habían suprimido poco antes la trata en este hemisferio. Mientras reparaban, uno de los cruceros de la bahía se hizo a la mar, y Vasconcellos presintió algo malo. En Ajuda había una factoría inglesa al oeste, una francesa en el medio y una portuguesa al este. Vasconcellos dijo a los ingleses que iba a Angola, y les mostró los papeles, pero muy bien podían no haberlo creído. El jefe de la guarnición fue a bordo y dijo al capitán:

—Los marineros lo conocen a usted por aquí.

Al asomar al continente, dos canoas de krumen fueron a recibir al negrero y le entregaron un papel del factor, mandándole que se fuera por la vuelta de afuera y que volviera al día siguiente. Pero Vasconcellos desconfió del papel. Los ingleses solían enviar aquellos papeles falsos por los krumen que tenían de espías cuando no tenían cruceros para guardar la entrada. Tenían los cuños, las firmas y las contraseñas de los factores.

En toda la costa había canoas de estos krumen, nativos de la Costa de los Granos, que servían de intermediarios entre los barcos y los factores. Al mismo tiempo, los krumen —o sea, tripulantes o boteros— eran espías y ladrones empedernidos y los negreros expertos no los dejaban subir a bordo.

El Cinturón de Venus entró cautelosamente sobre el placer de sonda, guiado por otros krumen que sucedieron a los primeros —éstos huyeron a todo remo—. Un negrero de Nantes salía con el vientre hirviente de gritos. Al pasar cerca del brasileño, los franceses tiraron besos y pelotas de basura a los portugueses.

El negrero fondeó, según mandaba la carta, a una milla de tierra por once metros de arena parda, el fuerte inglés demorando al norte. En derredor se juntaron más de cincuenta canoas-tiburones. En el barco iba un piloto viejo llamado Jogo Contrapelo, y decía que los krumen, que viven entre tiburones, tenían algo de éstos. El capitán bajó a tierra y volvió decepcionado. El factor, Da Souza, no tenía negros por el momento. Algo había detenido las caravanas en el interior. Entonces llamó a dos marineros más y fletó con ellos una canoa a la aldea de Jakkin, diez millas al este, donde había factorías de mercaderes libres. Urgía cargar antes que regresara el crucero que había levado el ancla horas antes.4 La canoa se puso en marcha al anochecer, y una hora después llegó al barco la noticia de que la caravana había llegado. El contramaestre envió a Pedro con dos marineros en la canoa de un krumen a dar al capitán la noticia. Llevaban una luz de aceite en el fondo de una botella rota. De toda la costa emanaba un aire gordo y pestilente, y contra la canoa aleteaban los tiburones. Los remos tropezaban con ellos, y la canoa resbalaba a veces sobre ellos como sobre bancos de limo. Pedro veía ante sí los dientes blancos de los boteros, iluminados por aquella luz fatua, en la noche, y sentía su jadear. Pedro iba a popa, desnudo de la cintura para arriba, los rizos colgándole sobre la cara. El sudor le resbalaba por las cisuras de las heridas mal curadas, y estómago arriba le subía como una anguila blanca. Las estrellas se iban haciendo luz líquida a sus ojos. Antes de llegar a Jakkin les cayó una turbonada de agua caliente y el mal se le agravó.

En Jakkin había muchos negros. La orilla despedía una peste acidosa. En el agua flotaban cuerpos negros y las canoas y los tiburones se movían por enjambres. Los krumen contaron a Vasconcellos lo que pasaba. Un rey negro había hecho una gran cacería y tenía más de dos mil cautivos en barracones; pero como no acababan de llegar negreros y el rey no tenía con qué sostenerlos, todos los días iba matando a los enfermos. Vasconcellos sospechó que en Jakkin había peste y regresó a Ajuda a todo remo.

Las fiebres intermitentes de estos lugares habían caído sobre Pedro. Al volver al barco buscó en su cofre un espejo con marco de marfil que había robado a María Cruz —llevaba sus iniciales— y se puso a estudiar el rostro que encontró en él. Tenía la lengua negra y los párpados rojos. Quiso ayudar a la descarga, pero cayó sin sentido. El veterinario no sabía qué hacer con él y lo mandó a tierra. Entre dos marineros lo bajaron a una de las lanchas de descarga y lo tiraron sobre un fardo de géneros.

—Adiós, compañero —le dijo uno.

Lo daban ya por muerto. Luego volvieron la cara y la lancha se puso en marcha. El barco quedaba atrás con su ajetreo. Los colores y los sonidos se disolvían y mezclaban en la fiebre, y el espacio había desaparecido. En la lancha remaban negros empleados por el factor. Dos de éstos cogieron a Pedro en un pedazo de lona, a modo de parihuela, y lo pasaron, al través de una playa arenosa, a un barracón de tablas, en la isla de Gregoi, anidada entre zarzas, a pocos metros de la orilla. Esta barraca parecía abandonada. Era una pieza dividida por tarimas de madera y postes, entre los cuales colgaban hamacas sucias. Era una choza sin ventanas, piso de tierra y techo de embarrado. Los negros tiraron a Pedro en una de aquellas hamacas y salieron en silencio, desnudos como estaban, negros en la noche. Del puerto venían los ecos de la descarga y la carga, los aullidos de los cautivos llevados a bordo desde los barracones próximos a donde estaba Pedro. Del lado de tierra, de la laguna, venía un aire pestilente que se encontraba con el del mar y se arremolinaba sobre la barraca. Cuando el enfermo vino a recobrar un poco de claridad, el barco se había ido.

De la factoría de Da Souza —Cha-Cha, el príncipe de los negreros—5 le mandaron unos hierbajos, unas sopas y una mulata que lo asistiera. Pedro no sabía dónde estaba. Ante él estaba una joven cuarterona con palabras portuguesas y grillos en la boca. A poca distancia, contra el mar, se hallaban varias casas dentro de una empalizada, a espaldas de un fuerte. La choza donde estaba Pedro se hallaba fuera de la empalizada, entre la maleza, sobre una ligera plataforma natural. Desde allí se veía el mar con sus velas lánguidas y negreras y los vigías de la factoría encaramados en torres de madera. Por debajo pasaba el camino por donde desfilaban las negradas destinadas a los embarques, mandadas por pombeiros, mulatos traficantes que mediaban entre los factores y los reyes del interior.

Cuando pudo tenerse en pie, Pedro se dirigió a la factoría de Cha-Cha, guiado por la cuarterona. La fiebre se había ido, como un temporal que deja las aguas revueltas. En torno a la de Cha-Cha había otras factorías, portuguesas y brasileñas, como estados autónomos, con sus barracones, casas de vivienda, almacén, enfermería, oficina y casa del jefe.

Pedro encontró a Cha-Cha en la terraza de su palacio. Dos esclavas-octoronas, de unos trece años, desnudas, una a cada lado, lo abanicaban. Cha-Cha vestía un traje de dril claro, botas charoladas, y estaba tocado de un gran sombrero panamá. En el cinto llevaba una gran pistola y en la mano una caña de bambú. Era un mulato ancho, de ojos de lobo.

Cha-Cha era brasileño y analfabeto. Había desertado de la Armada Real y llegado a África como piloto de un negrero. Durante algún tiempo trabajó en factorías y aprendió el idioma del país. Su madre había sido esclava, y recobrado la libertad por dar muchos hijos. En África, Cha-Cha comenzó a progresar por su carácter de mulato, de hombre doble. Con los africanos se hacía africano y observaba todas las costumbres y supersticiones de los negros; con los blancos era blanco y trataba de hablar en civilizado. Pero Cha-Cha vendía igualmente a blancos que a negros.

Ahora se hallaba próximo al apogeo de su grandeza. Su factoría era una pequeña ciudad, con casino, casa de juego, taberna, harén, almacenes, barracones, enfermería y otras dependencias. Dominándolo todo, a la espalda de un fuerte portugués, estaba su palacio, vasta mansión de tablas. Cha-Cha tenía corte, ejército, iglesia, y, en pequeño, cuanto pueda tener un rey.

Pedro cayó en manos de Cha-Cha como contador. Éste era un oficio que sólo sabían desempeñar blancos, y constantemente estaba vacando. Los empleados blancos no podían resistir los abusos de Cha-Cha y sus hijos, que vivían para corromper a las gentes, prostituirlas y comerciar con ellas. Pedro dijo que sabía contabilidad, y Cha-Cha le dio una casa para sí solo y la cuarterona por sirvienta; pero el sueldo era nominal simplemente. Sin embargo, Pedro no podía esperar mejor puesto. Desde el principio se encontró por allí marineros parias que habían sido y volverían a ser negreros —algunos capitanes—, que lo pusieron en guardia contra Cha-Cha.

—Te hará trabajar, te inculcará vicios por medio de sus mujeres y al fin te echará veneno en la sopa —le dijeron.

La sequedad, reserva y resolución de Pedro lo escudaron desde el principio. Se decía que Cha-Cha hacía el mal, más que por interés, por refinamiento.

Pedro tenía para sí una mesa, un montón de libros grasosos con cuentas atrasadas en la oficina general, y las llaves del almacén. Los pisapapeles eran pistolas viejas. El administrador era igualmente una pistola vieja, y no hacía más que emborracharse. Era un portugués, antiguo capitán negrero, y luego factor, a quien Cha-Cha había arruinado. Una hija blanca del administrador era favorita de Cha-Cha.

Los capitanes negreros que tocaban allí se encontraban siempre con que no había negros; pero Cha-Cha les garantizaba que llegarían a los pocos días. Los capitanes descargaban y guardaban sus mercancías en unas casas destinadas a eso. Cha-Cha los recibía entonces en su palacio y los llevaba a su harén y casa de juego. Cuando llegaban los cautivos —es decir, cuando Cha-Cha decía que llegaban, porque sus barracones, un tanto retirados, estaban siempre bien nutridos—, los capitanes se encontraban con que habían perdido todos sus intereses, y sus barcos regresaban vacíos, mientras que ellos quedaban abandonados por la costa. Pedro trabó amistad con algunos de aquellos capitanes y descubrió las trampas de Cha-Cha. En la casa de juego tenía tahúres a sueldo, y en la bodega, envenenadores que mezclaban drogas con el vino. La mitad de su riqueza la había hecho así, robando a los blancos y arruinando sus cuerpos. Antes de hacerlo, colmaba a sus víctimas de atenciones, los festejaba en su palacio y les abría las puertas de su harén. Cuando aquello no surtía efecto, Cha-Cha mandaba sacar de noche las mercancías a un depósito y prender fuego al almacén. Nadie sabía luego quién lo había hecho, pero Cha-Cha, para cumplir con la justicia, hacía parecer culpable a cualquier negro matungo o medio enfermo y lo ejecutaba ante el capitán cuyo almacén —y, aparentemente, mercancías— se había quemado.

Pedro no tenía nada que quemar, a no ser su alma. En torno al almacén acampaba la guardia negra, con fusiles y cuchillos, y se ejercitaba en un campo estilo europeo. Los oficiales eran casi todos mulatos brasileños. Cha-Cha quitaba y ponía galones. Los grababa a hierro candente en los brazos de los mulatos y los negros y luego los mandaba pintar de blanco. A Pedro se le parecían aquellos galones a las llagas pintadas de los mendigos portugueses, que había visto en Lisboa. Pedro pasaba todos los días entre aquella policía, camino de su caseta, donde lo aguardaba la cuarterona, a quien llamaba Carmen. Por ella iba conociendo, además, los secretos de Cha-Cha. Este era también jefe de una congregación de sacerdotes, brujos y hechiceros, que imponían la ley por medio del espíritu a los negros empleados y libres de los alrededores, haciendo sacrificios y escarmientos. Estos sacerdotes eran escogidos en la selva del interior, traídos de Abomey, la capital del reino, o de Lagos, al sureste de Ajuda. Todos actuaban dirigidos por Cha-Cha. Anualmente se hacía el sacrificio de una virgen, tomada de las poblaciones vecinas, para compensar todas las que durante el año se hubiesen casado sin serlo. Al llegar octubre presenció Pedro este rito, copiado por Cha-Cha de los negros de Lagos, muy celosos de la virginidad. Nadie sabía dónde habitaban los sacerdotes. Un buen día se reunieron en un recinto sagrado, entre la maleza, a deliberar acerca de la virgen que habrían de elegir. Sería la más bella del país. Luego pasaron aviso a todas las casas para que nadie saliera de ellas y dejaran las puertas abiertas. Al anochecer, vestidos de pieles y enmascarados, los sacerdotes recorrieron las casas danzando y aullando y matando. Cha-Cha aguardaba en una alcoba de su palacio, forrada también de pieles de tigre, recostado sobre un diván. A medianoche, los sacerdotes se pararon ante la casa de la víctima y una banda de músicos surgió de alguna parte y comenzó a redoblar los tambores, danzando en torno a ella. Los sacerdotes sacaron entonces a la virgen y la llevaron al bosque sagrado. Sus familiares tenían prohibido llorar o gritar. Uno de los sacerdotes se presentó entonces secretamente ante Cha-Cha y lo condujo al mismo bosque, dejándolo solo con la virgen hasta el amanecer. A aquella hora, Cha-Cha había poseído ya a la virgen y estaba en su palacio. Los sacerdotes se presentaron con la víctima en la plaza que había enfrente, y Cha-Cha, con sueño en los ojos, como un dios inocente, avanzó a recibirla. Los sacerdotes acostaron a la joven en un banco, la ataron a él, y el mayor permaneció con la espada en alto aguardando a que Cha-Cha bajara el índice desde la escalinata del palacio. En ese momento bajó también la espada y separó la cabeza de la joven. A aquello llamaban el sacrificio anual de la virgen.

Carmen había pertenecido al harén de Cha-Cha, pero había cometido una infidelidad sin su permiso y desde entonces estaba condenada a servir de mujer a tal o cual empleado blanco. La infidelidad había sido también con un blanco. La guardiana del harén —la nostrama la llamaban los marineros— era quien más secretos sabía de Cha-Cha, y por ella se había enterado Carmen de un contrato secreto que éste tenía con el rey del Dahomey. Este rey se comprometía a surtir a Cha-Cha de cuantos esclavos necesitase durante toda su vida a condición de heredarlo —o de que lo heredaran sus hijos— a su muerte. Cha-Cha se reía del contrato. Recibía los esclavos de balde, derrochaba más lujo que cualquier rey europeo de antes de la Revolución y compraba haciendas en el Brasil. A cuantos grandes personajes blancos recibía en su palacio les refería el truco y reía a carcajadas.

Como Pedro no tenía nada que corromper y le era útil a Cha-Cha, éste comenzó a quererlo. A fines de la estación lluviosa lo llamó a su palacio para que le contara las aventuras que había corrido, y que algunos marineros difundieran por allí. El palacio de Cha-Cha era de tabla y ladrillos, y tenía jardines, terrazas, paseos y muralla en derredor.

Detrás, con una plaza por medio, estaba el harén, serie de casetas unidas en torno a un patio, al cual se pasaba desde el palacio por una larga franja alfombrada de pieles que cruzaba la plaza. Las caravanas negreras pasaban al sur desde los barracones al muelle y no manchaban estas cortes sino con su olor. En el patio central del harén ardía toda la noche un fuego cuidado por eunucos. Una noche que Cha-Cha estaba borracho llevó a Pedro al harén y mandó salir a todas las huríes, negras, mulatas y blancas, y danzar, desnudas, en torno a la hoguera, mientras que los eunucos marcaban sus movimientos con batir de palmas. Cha-Cha reía a carcajadas.

—¿Le gustan mis blancas? —preguntó a Pedro.

En realidad, no eran sino zorras compradas en Londres, París y Lisboa; pero entre las cuarteronas había una procedente del criadero de Mister Reeves.

Al acercarse la estación seca, Cha-Cha tenía que mandar anualmente una embajada al rey del Dahomey, a la capital, setenta millas tierra adentro. Eran las solemnidades en honor de los muertos, en las cuales se les enviaban varios cientos más a hacerles compañía. Cha-Cha designó a Pedro entre los que debían ir con ricos presentes a presenciar las fiestas. La ocasión de ver a uno de los dos grandes emperadores de África —el otro era el de los achantis— era un gran privilegio. El rey mandó sus manfucas, intérpretes y esclavos para llevar la carga. De la factoría de Cha-Cha partieron algunos de sus tenientes blancos en su representación. Pedro iba sin objeto, como en vacaciones, antes de que llegara la estación de la brega. Carmen no quería que fuese.

—Vas a ver cosas que te harán odiarnos a todos —le dijo.

Al través de la selva, por un camino serpeante, la caravana formaba una sierpe extraña. Delante iban los intérpretes y manfucas del rey, éstos con taparrabos encarnados, fusil y gorro de plumas; luego los esclavos con las balas de presentes en la cabeza, y detrás los embajadores blancos con traje claro. El camino de la selva era un túnel. Después de algunas horas de viaje tornaba al oeste y seguía al margen de Gran Popo, al través de una selva tan tupida que no dejaba pasar el aire, con algunos claros de aldeas ajudas, tributarias del Dahomey. Junto con Pedro iba el jefe de la policía de Cha-Cha, un portugués. De vez en cuando acampaban para descansar y comer galleta y beber agua, que cargaban los esclavos. De noche prendían fuego y se formaban tres campamentos. Desde la selva, rompiendo su zumbido perpetuo, partían sonidos raros: arrastrarse de sierpes, lamentos de fieras, aletear de aves y rasguños en los árboles. Los monos tiraban cáscaras y pedazos de ramas a las caravanas. El jefe de la policía temblaba ante aquellas señales y se arrimaba a Pedro. Decía que no eran cosas de este mundo. Constantemente había que ir en guardia contra los chacales, el leopardo y la pantera negra, que acechaban a cada lado. Así, durante cuatro días.

La gente de Cha-Cha llegó a Abomey horas antes que la familia real.6 Esta se pasaba el verano en Kana, algunas millas al sudeste. El rey Andazu III llegó por una vereda de la selva sentado en una silla de madera con una calavera en cada pie, que sostenían varios esclavos sobre pértigas. Al frente marchaban la orquesta real con tambores y flautas, y detrás venían otras sillas con su mujer e hijos. Al final y a cada lado marchaba una guardia de mil soldados femeninos, armados de fusil, con taparrabos encarnados y las piernas y los brazos cubiertos de argollas de lata. El rey venía tocado de un tricornio con muchas plumas, llevaba pantalones bombachos, el busto adornado de cuentas en colores y se apoyaba en una lanza. Al llegar frente al palacio la comitiva se detuvo, hubo un silencio y las amazonas dispararon al aire sus fusiles.

Las solemnidades se celebraron en una vasta plaza frente al palacio —casa de ladrillo, techo cónico de embarrado—. El trono fue sacado a la puerta y en él apareció el monarca con el mismo tricornio y una larga sotana roja. El trono estaba en un gran estuche de madera. Entre el trono —especie de sillón— y el estuche había una masa de calaveras pertenecientes a otros tantos reyes conquistados por la dinastía. Clavadas en pértigas en cada ángulo de la plaza, había también calaveras.

La plaza terminaba por el frente en una barricada o terraplén coronado de zarzas espinosas, más allá del cual estaba el depósito de las víctimas.

Al aparecer el rey, salieron de cada flanco del palacio las guardias de amazonas, armadas de cuchillos, marchando y marcando con la cadera el redoble de los tambores. Al llegar ante el rey levantaron el brazo con el cuchillo sobre sus cabezas y dieron varios hurras o gritos de guerra, bajando y subiendo el brazo. Luego desfilaron con la punta de los cuchillos a la altura de las cabezas, sonando las argollas de lata, y pasaron varias veces frente al rey y frente a un escanciador que les daba ron al pasar. Al fin el rey se puso de pie y cien amazonas se destacaron de las demás y se lanzaron rugiendo al asalto de la fortaleza de espinas, cruzándolas como un ciclón, rechinando los dientes. Al minuto aparecieron de nuevo en la plaza, trayendo cincuenta esclavos por encima de la barrera de espinas, con el cuerpo sangrante. Los tambores las recibieron a redoble.

Las amazonas presentaron sus presas al rey, y éste señaló a la más valiente para hacerle la distinción de sacrificar primero a su cautivo. La amazona se adelantó, llevando por el brazo a un hércules negro, que miró al rey con adoración. El rey blandió en el aire su espada toledana, y se la pasó a la víctima por el cuello. La amazona corrió entonces en derredor de la plaza, aullando y brindando la cabeza a los espectadores blancos. Tras una pausa, los tambores volvieron a sonar, haciendo hueco a un nuevo silencio. Al callar, se adelantó otra amazona con otra víctima. Todas aquellas amazonas vírgenes pasaban por queridas del rey. La solemnidad duró cinco días sin interrupción y al final de ellos había cuatrocientas cabezas amontonadas ante el palacio de Andazu III, emperador del Dahomey, al que, sin embargo, le quedaban todavía reservas suficientes para llenar los barracones de Cha-Cha.

El camino seguido por los embajadores de Cha-Cha era el camino de las caravanas de cautivos que el rey mandaba a Ajuda. Estaba alfombrado de esqueletos de esclavos enfermos o rendidos en el viaje o que se habían rebelado. Una de aquellas caravanas gobernadas por pombeiros salió de Abomey al mismo tiempo que los embajadores. Los cautivos marchaban con cangas en el cuello y atados por los brazos en parejas. Con el brazo libre sujetaban sacos de arroz que llevaban a la factoría. Los pombeiros llevaban látigo, pistola y cuchillo. Un tambor marcaba el paso de la caravana, y de las aldeas por donde pasaban salían gentes a verlos pasar. A veces eran familiares de los mismos cautivos que pasaban.

Pedro volvió con un fuerte deseo de abandonar Ajuda.

—Quiero irme —le dijo a Cha-Cha—; déme mi sueldo.

Carmen lo recibió llorando de alegría. La pobre mulata lo creía perdido, y ahora, con un nuevo descubrimiento, lo creía más suyo: Carmen estaba preñada. Cha-Cha no supo esto hasta que Pedro estaba ya en altamar con su sueldo de cinco meses en el cofre. Caso raro, Cha-Cha le pagó a razón de veinte pesos. Además, para despedirlo, lo llevó a una especie de mansión sagrada que tenía en un ala de su palacio, donde entraban muy contadas personas. Cha-Cha era viudo de una mulata brasileña. Del matrimonio le habían quedado dos hijas muy bellas, que guardaba allí muy reservadamente, escoltadas por un cuerpo de sirvientas negras. Cha-Cha no tenía con quién casar aquellas hijas, pues “dijo— sólo las daría a algún príncipe blanco. La menor, llamada Elvira, tenía entonces trece años y, salvo los ojos, se parecía a las del criadero de Reeves.

Carmen supo que Pedro se iba, por una de las celadoras de las hijas de Cha-Cha —se lo había oído decir a éste—, y calló. Pedro la vio llorosa, pero no hizo caso. Lo atribuyó a su estado.

Uno de los primeros barcos que tocaron allí aquella estación fue el Veloz, de La Habana, que fue a completar su cargazón a la factoría de Cha-Cha. En el entrepuente llevaba ya unos cuatrocientos negros comprados a lo largo de la costa, desde el Congo hasta Ajuda, a los boteros negros, que los salían a vender mar afuera y los vendían más baratos. Había barcos que cargaban así sin tocar en ninguna factoría. Estos boteros negros, o krumen, robaban los esclavos en las factorías o en la selva, los escondían en matorrales atados a los árboles y salían a venderlos a los negreros que asomaban a la costa. Sobre ser más baratos, los negros arrebañados de distintos lugares, tribus y razas, no se unían nunca a bordo para fomentar sublevaciones. Pedro se embarcó en el Veloz como marinero. El barco era muy marinero y llevaba cañones. A veces pirateaba y a veces compraba, según las ocasiones.

El capitán del Veloz, un gaditano alto y seco, miró con curiosidad al joven que había sido empleado de Cha-Cha y cobrado su sueldo. Da Souza le había dicho al capitán que Pedro no sería nunca sino un pirata y que le daba fiebre tenerlo en su factoría. Era demasiado seco y brusco, demasiado misterioso para no desazonar a un supersticioso como Cha-Cha. Con Pedro embarcó un marinero holandés llamado Noodt, que había servido como organizador en la policía de Cha-Cha y seguía su carrera de vagabundo de mar. Noodt tenía un alma dura y fría. Consigo llevaba siempre el Antiguo Testamento y llamaba canaanitas a los negros. Durante algún tiempo había vivido en la Colonia del Cabo con sus paisanos los bóers, aquella ruda raza de montaraces hugonotes escogidos de Dios que formaron en el sur una nueva raza. Noodt se hizo amigo de Pedro y los dos trabajaron unidos durante el viaje.

El Veloz iba bien, pero escasamente tripulado. Todos los negreros de su clase tenían que ir así. El capitán paseaba por el puente con dos pistolas en el cinto. A veces se paraba ante Pedro, lo miraba desde lo alto y escupía al agua, demasiado próxima a la borda.

—¿Llevamos buen lastre, eh? —dijo García, el capitán.

El Veloz cargaba ochocientos esclavos y navegaba como un cisne al noroeste con galeno favorable. La costa de África había desaparecido y con ella tal vez el peligro de tratar al norte de la línea. Del vientre del buque salía un ruido sordo, como si las voces no tuvieran salida, como si alguien hablara detrás de un cristal. Pedro hacía de timonel por turno y lo envolvía el sueño. Aquel bramido lo despertaba, Pedro movía la caña y el barco se balanceaba. Noodt venía a hablar con él. A los dos días de navegación Pedro sintió abrir las escotillas de noche —primer cuarto, hora en que ocupaba su puesto al timón— y el choque de varios cuerpos al agua. Cada vez que se abría una escotilla manaba una bocanada del aire del interior y se oían lamentos. A Pedro se le antojó que el barco perdía lastre. Durante la noche se movió con pereza y con el día el viento cesó completamente. Pedro vio pasar al capitán con los ojos hinchados y a los marineros trepar a los palos y escudriñar el horizonte. Algo raro se daba allí, algo fatal que enmudece y llena de tierra por dentro. Era como si aquellos hombres se movieran en un fangal, con los ojos en blanco y los rostros azules. Un marinero joven y delgado, de grandes ojos tristes, fue a la cámara del gobernalle a hablar con Pedro. Era un grumete, llamado Popo en el barco, que ayudaba en la cocina. Al llegar junto a Pedro le dijo:

—Estamos mal.

Luego se quedó callado. Tenía un acento débil y labriego en la voz. Pedro vio brotar entonces de las escotillas un mar negro y cansado. Los negros iban saliendo con esfuerzo, la boca abierta, la lengua negra, las bembas blancas, jadeantes. La cubierta se cubrió de ellos. Muchos no podían tenerse en pie y los marineros los arrastraban a un montón de obra muerta. Cuando los vivos hubieron estado fuera, los guardianes dieron en sacar los muertos que quedaban en el fondo. Una jauría de tiburones había seguido al barco, ahora parado, el alma caída, y sacaban las cabezotas de batea fuera del agua. Al echar un muerto lo pescaban a flor de agua. El capitán paseaba por el puente con los ojos desorbitados.

—¡A bañarlos! —gritó García.

Los marineros dieron en arrojar baldes de agua salada sobre el rebaño desnudo. Al sentir el chorro, los negros abrían la boca como pájaros sofocados, sedientos, y la cerraban luego tosiendo, vomitando agua, ronquidos y sangre. Algunos se retorcían en el suelo y gritaban «¡Agua!» en portugués, inglés y francés —según de la factoría de que procedían—. Querían decir agua dulce. El tonelero del Veloz, envuelto en las atenciones que Cha-Cha les había hecho, se había olvidado de reponerla en Ajuda, y la que llevaban se había corrompido.

Cuando esto ocurre, los marineros se convierten en sombras vagarosas, desorientadas por el barco, como soldados de un ejército desbaratado. Las órdenes del capitán son nulas, y el mismo capitán no sabe qué ordenan Pedro se movió atontado como los demás, mirando aquella masa agonizante de hombres, niños y mujeres mezclados. Entonces vino a hacer otro descubrimiento. Todavía los guardianes no habían acabado de sacar los muertos. Uno de ellos apareció por la escotilla arrastrando a una mujer con un último lampo de vida en los ojos; creyéndola muerta, el guardián le había clavado el gancho en el costado y la arrastraba con él. La sangre que manaba estaba aún caliente, y sus ojos miraron a Pedro antes de cuajarse. Pedro la vio caer al agua, con todo lo que iba en su cuerpo, y flotar un momento boca abajo y hundirse luego a solicitud de una tenaza que tiraba hacia abajo.

La oftalmía estaba a bordo. Las islas de Cabo Verde eran la tierra más próxima; pero los cruceros andaban ya por allí y el capitán no quería caer en sus garras.

—¡Más vale morir abrasados! —gritó García—. ¡Para atrás, no!

Todo aquello era delirio. No había aire que los llevara hacia atrás ni hacia adelante. Los negros, que no se habían amotinado al principio porque venían de tribus distintas, estaban demasiado débiles para hacerlo. No se oían sino sus lamentos, el chasquido de los látigos y los gritos del capitán. El tonelero había preparado un bebedizo extraño para engañar la sed, compuesto de agua salada, agua dulce corrompida, ron y sangre extraída a algún negro sano. Los marineros se chupaban los brazos llamando la saliva. Todas las horas moría algún blanco y algún negro. El capitán seguía bramando. De noche levantaba un poco la brisa, pero con el sol todo quedaba desmayado. García mandaba rascar los mástiles para llamar el aire; un marinero tiró un zapato y una chaqueta al agua para despertarla; el contramaestre mandó a un marinero al mastelero de gavia con una escoba a barrer el cielo. El capitán prohibió escupir al mar, pues ello enojaría a la brisa que se escondía en las aguas, pero ningún marinero tenía ya saliva que escupir.

Cuando soplaba un poco, el Veloz navegaba al noroeste, alejándose más de tierra.

Los guardianes sacaron el tambor para despertar el alma de la negrada. El látigo era el complemento. Los negros comenzaron a danzar pesadamente. El veterinario no se cuidaba ya de darles brebajes. Había que estirar las raciones, y los más enfermos iban al agua antes de morir. La escasez de víveres y la inseguridad del viaje obligó al cocinero a... sacrificar a algún sano para obtener carne para el resto. La historia de la trata está llena de estos casos. Los cautivos miraban a la luna.

Pedro se encontró a Popo arrumbado sobre un montón de jarcia.

—Me muero —dijo Popo—, me muero. Pero antes quiero decirte lo que vi ayer. Nunca creí que pudieran existir esas cosas. Ahora lo creo. Yo mismo lo vi. Era de noche. Era un negrero tripulado por mujeres blancas, desnudas, rubias como soles, con cabelleras tendidas hasta la cintura, moviéndose por cubierta, agarradas a los cabos, desplegadas por el aparejo, como peras en un peral y tan espesas. Y ver— las luego a pleno sol de Dios, cantando una alborada, y debajo los negros, danzando y martillando en su maldito tambor, carbones de infierno. Y luego levantarse la brisa y el barco navegando tranquilo y las mujeres danzando por las velas como si fueran mariposas y salirles alas de seda a ellas mismas. ¡Palabra! Estos ojos no mienten. Estos ojos las vieron alejarse en su barco de plata, porque era de plata, con un viento que le salió al mar para ellas solas, y nosotros aquí, como ves, muriendo. Pues así fue. Bueno, hermano, creo que mi viaje ha terminado.

Al irse Popo vino la brisa y el Veloz siguió su marcha, pero los negros iban a menos y las raciones también. Varios marineros habían ido con ellos al agua, y los que quedaban se mostraban la lengua negra. El capitán se había vuelto loco y seguía dando órdenes extrañas. Durante varias horas hizo describir al barco una serie de rumbos en zigzag, y cuando al fin asomó una vela a babor se negó a pedir auxilio. El segundo reunió a los oficiales, encerraron al capitán en su cámara y asumió el mando.

La vela era un negrero de Charleston que les facilitó agua y galleta, cobrando en esclavos. Pedro miró aquel hermoso barco yanqui armado como un crucero y el alma se le alegró. Era uno de los corsarios de la guerra de 1812 que luego se dedicaron a la trata, manteniendo en jaque a los cruceros ingleses. El capitán era un hombre flaco y alto, como García, con barba rubia de pirata y melena hasta los hombros sujeta al cráneo por un pañuelo rojo. Tras él asomaron dos negreros más, todos iguales. Iban en flotilla, unidos para la defensa, dispuestos a todo, y eran muy veleros. Pedro los vio alejarse luego, formados en ángulo, proa al sureste. García seguía gritando órdenes en su encierro.

El viaje del Veloz fue uno de los más trágicos de la trata. Mermada la carga y la tripulación, vencida al fin la sed, la calma y la oftalmía, sólo le faltaba vencer los ciclones errabundos de las Antillas. Pero éstos vencieron al Veloz. Navegando al norte de Santo Domingo, el mar comenzó a cabrillear, y algunas rachas negras procedentes de aquella isla pasaron silbando en los estayes. Esto dio a Pedro una ocasión de recordar sus estudios de náutica, y llamó la atención del segundo, ahora capitán. Éste era inexperto en el mando, y el piloto desconocía el derrotero. La decisión con que Pedro advirtió el peligro dominó la indecisión de los oficiales, y enseguida metieron vela a escape, cerrando la capa, arriando las gavias y preparando la trinquetilla. El Veloz abatió hacia el norte, pasó rozando al oeste del cayo Ambergris y fue a recalar a la Gran Caicos.

Ninguno de los que tripulaban el barco conocía estas islas, a no ser Noodt. El holandés había llegado una vez a la Isla Barbada en un pesquero de Terranova y sabía por referencias lo que pasaba en todas aquellas islas. Pedro y Noodt hablaron del peligro; pero, visto que no tenía remedio, no quisieron asustar a los demás. El barco llevaba los palos rendidos, hacía agua por alguna costura y algunas velas habían echado a volar. Las últimas tres millas las habían corrido a palo seco y, finalmente, lograron echar el ancla sin más tropiezo junto a un cayo coralino al sur de la isla.

Las Caicos, dijo Noodt a Pedro, eran nidos de piratas. Estaban pobladas por colonos emigrados de las Bermudas y leales de Georgia que habían ido allí con sus esclavos, mezclándose con ellos y creando una población de mulatos libres. Estos mulatos pescaban esponjas, evaporaban el agua del mar para hacer sal y cazaban a los negreros que pasaban a Jamaica y Cuba. Todo negro que tocara aquella tierra se convertía automáticamente en esclavo, lo mismo, dijo Noodt, que mandaban en un tiempo las leyes de Barbadas.7

En torno al Veloz aparecieron enseguida varias lanchas tripuladas por hombres armados, negros y mulatos. Tras ellas vino un hermoso cúter de cedro procedente de la isla y apuntó al Veloz con sus cañones. En el cúter venía un capitán blanco, que anunció al del Veloz con las bocinas: «¡Entréguese usted prisionero!». Pedro tradujo las palabras. Del cúter se destacaron entonces dos botes, mandados por blancos, que sacaron la tripulación al barco, y otro con los que iban a encargarse del Veloz. Al anochecer, toda la tripulación, menos el capitán loco, estaba en un campamento rodeado de chozas, guardado por un cuerpo de negros y mulatos desnudos de la cintura para arriba y armados de cuchillos y fusiles. Aquella gente tenía por jefe a un irlandés que mandó prender fuego en el campamento y preparar un rancho para los náufragos. Entretanto, el Veloz navegaba malamente hacia la isla.

Las Caicos estaban gobernadas por un comisario dependiente del Gobierno de Nassau, pero no tenía ningún dominio sobre aquellas gentes. Todo dependía para los náufragos de la conciencia del jefe de cuadrilla. ¿Qué harán ahora con nosotros?, se preguntaban. Noodt se había acuclillado junto a la hoguera y miraba fijamente a la llama. Pedro, a su lado, miraba al irlandés que se había acercado al grupo con la montaña de su cuerpo sobre sí.

—¿Mala suerte, eh, compañeros? —dijo el jefe—, ¡No hay que afligirse, otra vez será mejor!

Aquella gente vivía en el cayo. Abría canales al agua del mar, hacía unos depósitos naturales enclavados en la roca, donde la evaporaba al sol, convirtiéndola en sal. A aquella industria llamaban ellos saltraking. Aquella sal la exportaban luego a Terranova y las Grandes Antillas.

—Mañana —dijo el irlandés— podrán ustedes seguir viaje.

En el cayo no había ninguna mujer.

El jefe irlandés era un descendiente de los cuáqueros, y su alma repudiaba el crimen. El caer en manos de un cuáquero fue lo que salvó a los tripulantes del Veloz. La noche la pasaron sobre unas lonas al aire libre. La guardia había desaparecido. Los náufragos quedaron sin armas ni más equipaje que los harapos que llevaban encima. Entre todos sumaban ahora doce hombres, de veinte que había sacado el Veloz de África. A medianoche Pedro despertó para preguntar a Noodt:

—¿Qué harán con el capitán?

El Veloz había partido sin que sus aprehensores se dieran cuenta de que en la cámara del capitán había un loco encerrado.

—¡Lo matarán! —dijo Noodt.

La gente del cayo tenía su metrópoli en la isla donde desembarcarían los negros.

Al día siguiente partía para la isla de la Tortuga una barca cargada de sal y el irlandés dio a los náufragos pasaje para allí.

—De la isla de la Tortuga —les dijo— les será fácil pasar a Santo Domingo o a Cuba.

El jefe los despidió con apretones de manos, deseando vivamente verlos alguna otra vez por su país.

La barca iba mandada por mulatos. Durante la travesía mataron de hambre y llenaron de insultos a los náufragos. Los llamaban don Dagos (los don Diegos, algo así como damned devils) y cochinos negreros, cobardes y mendigos. La última palabra la sintió mucho Noodt. Pero los náufragos permanecieron constantemente en guardia, y su aspecto de lobos heridos, la figura gigante de Noodt y los movimientos de gato de Pedro infundían respeto.

La isla de la Tortuga, al noroeste de Haití, había sido, y era aún, un nido de filibusteros —vrijbuiters— y bucaneros. La barca de Caicos fondeó al norte, frente a uno de aquellos establecimientos dedicados a curar carne. En otro tiempo los bucaneros se dedicaban a cazar el ganado cimarrón que habían introducido los españoles en La Española; ahora lo criaban allí o lo robaban a los barcos que iban de la América del Sur. Este establecimiento estaba formado por nativos descendientes de ingleses, franceses y holandeses, y teman barcos para el transporte y la piratería. Los náufragos que cayeran en aquellos establecimientos solían quedar como esclavos, pero a veces necesitaban tripulantes para llevar su tasajo a Cuba y otros lugares. Esto vino a salvar a los del Veloz. La barca los entregó «de parte del jefe», sin añadir nada, y durante una semana fueron empleados en la cura de la carne. La sal importada de la Gran Caicos era para esto. Los bucaneros tenían una armazón de madera, especie de enorme parrilla, llamado boucan., donde secaban y ahumaban la carne ya salada. El campamento se componía de hombres y mujeres secos y acartonados como la carne que curaban. El sol eterno, la hoguera del boucan, el humo, la soledad y la brisa los habían hecho gentes vidriosas y crueles. Durante aquella semana los bucaneros hicieron trabajar a los náufragos a zurriagazos y no les dieron más que pan y tasajo. Todos los días tumbaban a uno boca abajo, con la espalda y las nalgas al aire, y le aplicaban el «gato de nueve colas», látigo hecho de cuero de vaca crudo, con una pajuela en la punta de cada «cola». Luego les untaban sal y vinagre y los ponían a trabajar. Fueron los primeros bocabajos que vio Pedro.

La liberación vino, ante todo, porque se acercaba la estación de las tormentas y los bucaneros prefirieron utilizar a los náufragos en aquel viaje a Cuba que matarlos. El viaje duró día y medio en una balandra hasta Jaraguá, fondeadero próximo a Santiago, por donde metían el tasajo de contrabando. Allí pasaron la carga a tierra, donde aguardaban los consignatarios, guajiros con bueyes y carretas, que se pusieron en marcha tierra adentro a la vez que la balandra largaba el trapo mar afuera. Los del Veloz quedaron abandonados en la orilla, pues los guajiros, armados, se negaron a admitirlos. Pero uno se acercó a Pedro para decirle: «Aguarden por aquí, suelen tocar barcos de La Habana». Aquella noche durmieron en la manigua, cazaron a palos una jutía y la comieron asada, empujándola abajo con agua de coco.

Como tantos otros portillos de la isla, Jaraguá era un lugar propicio para el contrabando de negros. La trata era aún lícita, pero los desembarques clandestinos ahorraban pagar derechos de entrada. Al amanecer, los náufragos despertaron con el rumor de voces que venía de tierra y vieron ante sí otra partida de guajiros en caballos, guayabera, guano y machete. Al horizonte asomaba una vela, que vino a clavarse recta al fondeadero. No había duda de que era un negrero. Los guajiros prendieron una candelada de señal. A las pocas horas había en la plaza una masa de más de ochocientos negros minas —fantis y achantis— musculosos que se pusieron en camino hacia el interior, guiados por guardianes, negros también, que habían traído los guajiros.

—Esos tuvieron más suerte que nosotros —dijo el segundo del Veloz.

La Jacinta, mandada por el capitán V. Morales, largó trapo a La Habana aquel mismo día con los náufragos a bordo. Morales era aquel que más tarde mandaba el bergantín Jesús María, apresado por los ingleses, en el cual aparecieron noventa y siete mulecas de catorce años violadas, no se sabe si a bordo o en sus propias tribus. Morales era un hombre callado, a quien sus marineros obedecían y querían mucho. Los náufragos encontraron en él un protector. Les dio ropas, buena comida y cama. Morales conocía a García, el capitán del Veloz, y los náufragos dijeron que había muerto en la tempestad. No dijeron que habían sido apresados por piratas, sino que los piratas los habían recogido y que los negros se habían ahogado. Morales se quedó mirando a Pedro, como si viera en él algo raro. Dijo que parecía un fraile ermitaño con sus ojos brillantes y quietos y su barba rala colgándole de la cara. Un marinero tiembla siempre ante una llama fría como aquel joven, a quien se le veía siempre con la misma expresión hermética, soplara el viento que soplase. El mismo Noodt, alma de piedra, que había recibido los zurriagazos de los bucaneros sin un solo lamento, se sintió dominado por el misterio de su compañero y lo comparó a un hindú.

El temple que el malagueño iba adquiriendo en su fricción con la vida lo vino a comprobar él mismo en La Habana. La Jacinta fondeó en el muelle de Luz con alguna carga de pretexto como procedente de Puerto Rico y una vez en tierra los náufragos se dispersaron. El segundo y el piloto tenían amistades en la capital. Los marineros, incluso Noodt, fueron a buscar plaza y comida en los negreros fondeados. Pedro tomó la alameda de Paula y caminó al azar, pensando. La idea de enrolarse en otro negrero no le gustaba. Morales le ofreció plaza en el suyo para la siguiente estación, pero él calló. «Ya veré», dijo. Por la calle de los Oficios trompicaban marineros borrachos, y de las tabernas salían distintos cantos regionales. Pedro llevaba en el bolsillo tres pesos que le había dado Morales y se recostó a un mostrador, borracho antes de estarlo. Aquel estado de fiebre mansa que lo había envuelto en África, de la cual salía con arrebatos, parecía dominarlo desde entonces. Así lo vio su tío Fernando en aquella taberna después de la aventura.

Fernando vio en Pedro un hombre extraño. El joven lo saludó como si lo viera a diario y siguió tomando. Por primera vez tomaba. Fernando vio que no era ya el hombre con quien pudiera intimarse, sino un cimarrón de la sociedad. Fernando escribió a su hermana, refiriéndole el encuentro y diciendo: «Da miedo hablar con él; tiene la mirada de un animal salvaje y el acento de un desalmado». Fernando estaba entonces sediento de afectos familiares, y se encontró con que en Pedro no los había. Seguía de capitán de un barco mercante; pero, dijo, pensaba volver al cabotaje del Mediterráneo. Se había casado en Cuba con poca fortuna. Pedro no supo más ni quiso averiguarlo. Fernando llevó a Pedro a la casa donde solía parar, la casa de un bodeguero, y le preguntó qué camino pensaba seguir. Pedro dijo secamente: «Negrero». La forma en que lo dijo no dejó a Fernando fuerzas para intentar siquiera disuadirlo. Por otro lado, el oficio era por entonces lucrativo. Y, puesto que no podría disuadirlo, trató de ayudarlo.

Fernando conocía en Regla al señor Carlo, un detallista de víveres que tenía negocios en la trata, y llevó a Pedro a su casa. Carlo era un italiano azucarado y aplatanado en Cuba. Su casa tenía al fondo un vasto zaguán, adonde iban a tomar los marineros, y daba posada en el piso superior. La casa era al mismo tiempo un lugar de cita para las gentes de la trata y una oficina de información de cuanto se relacionase con el negocio. Carlo recibía periódicos de Inglaterra y Francia y Estados Unidos, y todo lo que afectase a la trata —movimiento de abolición, medios represivos, situación de las factorías, quiénes las regían, escasez o sobra de brazos en las distintas regiones de América, accidentes de viaje, naufragios...— lo iba registrando en libros diarios. Las noticias las adquiría por marineros y por cartas de sus corresponsales similares en distintos países. Al mismo tiempo mediaba entre marineros y capitanes, entre capitanes y armadores, entre armadores y corredores. Él mismo era corredor, y en los barracones de Regla tenía siempre algún esclavo a la venta.

Pedro fue a ver estos barracones, los más vastos y numerosos de la isla, a un kilómetro de la villa. Además de la feria periódica, se abría el mercado cada vez que llegaba una armazón o bajaba del interior algún ingenio en liquidación. La feria que se abría ahora era debido a la llegada a salvamento de varios negreros bien cargados. La trata, suprimida por la ley al norte del Ecuador, se movía con fiebre. El puerto estaba lleno de negreros que iban y venían. Los barracones, en número de treinta o cuarenta, estaban atiborrados de cuerpos. Se desplegaban irregularmente en torno a una vasta planicie central, el campo de feria, sin ninguna división. Cada dueño, auxiliado por contramayorales negros, sacaba al campo su rebaño y lo hacía correr, brincar y cantar al son del látigo. Del interior de la isla llegaban guajiros en monturas plateadas, estrellas por espuelas, guayabera impecable, polainas charoladas y panamá alón en la cabeza. Se apeaban del caballo y avanzaban a paso largo, pero pausado, al centro de la feria con la fusta en la mano. Pasaban entre los grupos, ojeándolos de pasada, con aire de connaisseur, y volvían a situarse en un espacio abierto a cierta distancia de los grupos. Los vendedores hacían sonar el látigo y los cautivos se destacaban solicitados por el ojo del probable comprador, parándose ante él. Éste examinaba la pieza. Le mandaba moverse, saltar, jugar los miembros. Le palpaba las pantorrillas, le miraba la dentadura, abriéndole las bembas como a los caballos, le metía la mano por entre las piernas y, como doña Modesta en Recife, le probaba el sudor. El comprador necesitaba de intérprete para examinar a la pieza, y para esto servía la cáscara de vaca, que manejaba un contramayoral —guardián, contramaestre, domador, o como diablos se llame—. Fuera de los barracones ordinarios había otros más seguros y custodiados, donde guardaban a los cimarrones, los hombres de la cima, y se oían sus quejas.

Fernando pasaba con Pedro ante las puertas y miraba a los ojos del sobrino y no encontraba nada en ellos.

Fernando quiso tocar todas las fibras del sobrino a ver en cuál, si en alguna, se encontraba él —porque, para el tío, Pedro había dejado de ser él para ser un alma maldita; se había cambiado la sangre por acero líquido y los ojos por pedernales—. Le habló de Clara. Fernando la había visto dos veces desde la fuga de Pedro. Unos marineros habían llevado a Málaga la noticia de su escala en Lisboa. Cuando el padrastro oyó que el joven había ambulado por el Mediterráneo, estado en Terranova y embarcado de negrero, dio un puñetazo en la mesa de alegría.

Aquél, dijo, sería un verdadero hombre; no importaba lo que antes hubiese hecho.

Clara estaba algo enferma y había envejecido mucho. Rosa era una criatura como un ángel, triste, reservada, tímida y abatida. Fernando había tratado de animarla.

Al terminar el discurso y durante él, Fernando escudriñó el rostro de Pedro. Pedro se contrajo como para ahogar algo que no había muerto en su alma, pero nada reflejó.

—¡No me hable de la familia! —dijo secamente.

—¡Cómo has degenerado! —le dijo el tío.

Pedro hablaba poco y sus palabras tenían sentido directo para el que las oía. La crueldad con que presenciaba la venta de los esclavos y oía los lamentos de los cimarrones dio miedo a Fernando. A la puesta del sol sacaron cuatro cimarrones al tumbadero, próximo a los barracones, y los obligaron a echarse en tierra. Uno de ellos era una mujer preñada. Para no hacer daño a lo que tenía dentro, los encargados de ejecutar el castigo habían excavado un hoyo en el suelo en el cual encajaba el vientre. Los ejecutores eran dos negrazos achantis, de ojos reventones. Los cuatro cimarrones quedaron desnudos boca abajo, los ejecutores levantaron el látigo y una especie de timekeeper o director de orquesta mulato marcó con el brazo las veces que el cuero cayó sobre las espaldas. El lamento de los cimarrones —«Tá bueno, mi amo; ti bueno, niño; ti bueno, mi amo; ti bueno»— seguía como un rezongo de los latigazos, cada vez más débiles, hacia la noche.

Al oscurecer, las bocas de los barracones despedían un fuego fatuo y los gritos de los domadores seguían aún más huecos. Fernando y Pedro descendieron al muelle por una calle empinada, en silencio. Fernando miraba a los lados con recelo. La villa tenía mala fama. En sus madrigueras de tablas se ocultaban ladrones, rameras, salteadores, tahúres, vagos, cimarrones, asesinos, chulos, vagabundos, negreros, piratas, decía la fama. Pedro iba indiferente.

Ya del otro lado de la bahía, en La Habana, todavía se oían los gritos. Pedro siguió con Fernando algunas horas, tomando por las tabernas, y luego lo acompañó al barco, que salía al día siguiente. Fernando no se atrevió a darle más consejos. Le dio una carta de presentación para el teniente Marchena, un pariente que mandaba en Matanzas el pelotón de la costa, y otra para un amigo hacendado que vivía en La Habana, llamado Cosme Martinón.

—Puede que te sirvan de algo —le dijo.

Luego le dio algunos pesos, lo vio alejarse en la lancha proa al muelle de Caballería y se retiró a su cámara.

Pedro se pasó dos semanas en La Habana con la cabeza envuelta en niebla. No sabía qué hacer. Las experiencias del mar y de la costa estaban demasiado recientes y eran demasiado graves para volver a ellas. Su cerebro jugaba con las ideas sin saber con cuál quedarse. Abría y cerraba las cartas de presentación, se hacía un propósito y se arrepentía. Vivía en una posada de la calle de San Ignacio, próxima a la plaza Vieja. De día trompicaba por la ciudad, miraba a los balcones, iba al campo de la Punta y regresaba con las manos en los bolsillos y la mirada en el vacío. En la Punta vio ejecutar a dos negros que habían asesinado a sus amos. Algunas veces entró por la calle Habana, subió por los Cuarteles y pasó ante la iglesia del Ángel, mirando hacia dentro. En estos días de vacilación, solo consigo, con la tragedia de la mulata detrás de los párpados y los recuerdos de la familia traídos por Fernando, Pedro debió de pensar en salir del mar y buscar en tierra alguna topera pacífica. Sus anteriores correrías debió de mirarlas como un viaje a la deriva llevado por un temporal.

Pedro se presentó en casa de don Cosme Martinón con la carta de Fernando. El hacendado vivía en una «villa» en Guanabacoa. Para llegar allá Pedro cruzó Regla, los barracones y siguió por un camino de herradura durante una hora. Don Cosme lo recibió en una sala echado en un sillón de mimbre, con una ancha leontina sobre la botarga. Vestía guayabera, llevaba panamá y tiraba de un veguero cuyo humo le tenía amarillo el mostacho.

—Vengo a que me dé usted trabajo en su hacienda —dijo Pedro—; yo sé contabilidad y quiero retirarme del mar.

Don Cosme era un admirador de la gente de mar, y atribuyó la insolencia y brusquedad de Pedro al oficio.

—Pues no faltaba más, a un sobrino de mi amigo el capitán Fernando —dijo el hacendado—. Queda usted colocado. Casualmente yo mismo tengo que ir a echar a andar el ingenio. Partiremos mañana.

La zafra comenzaba dentro de quince días. Pedro montó en un alazán y siguió a don Cosme campo adentro por un camino de herradura. A poco se encontraron en el mismo camino una caravana de esclavos destinados a varios ingenios de Matanzas. Los negros marchaban con un paso musical al son de un tambor lento que ya no se oía, pero que ellos llevaban en la sangre. La sangre de los negros había aprendido el ritmo de los cueros, transmitiéndolo a los nervios y a los pies y ese ritmo reinaba de muerte en ellos. Los caballos se habían contagiado por aquel ritmo y marchaban igual. La caravana avanzaba sobre la tierra colorada, que manchaba de su sangre los pies de los negros, pasando bohíos y palmares al través de pequeñas vegas con sus casas de tabaco cerradas. De cuando en vez don Cosme hacía preguntas a Pedro entre las notas de los látigos y los gritos de los domadores. Al anochecer entraron en Matanzas.

El ingenio Julieta estaba situado cerca de Loma Cantel, Camarioca, a veinticinco kilómetros de Matanzas. Pedro aprovechó la etapa en esta ciudad para visitar a aquel pariente Marchena, a quien no conocía. Lo encontró instalado en una casa nueva, en un extremo de la ciudad, con su madre y una hermana menor. Marchena recibió a Pedro con gran hipocresía, pues pertenecía a aquella rama puntillosa de la familia. Pero aquí, en el destierro, se disolvían mágicamente los dogmas. Aquí se venía como a una sala de juego, donde el príncipe podía chocar la copa con el tahúr. Marchena era joven y tenía una gran ambición de hacer dinero, y esto sólo sería posible relacionándose con bandidos y aventureros como, por referencias, lo era ya Pedro. La hermana del teniente, Magda, era una criatura de miraguano, acento picante de andaluz y movimientos de gata. Tenía unos ojos amorosos y un pelo crespito y denso como un manigual en el que sus ojos tendían emboscadas. Pedro dijo a los Marchena que pensaba dejar el mar, y esto no les gustó.

—No seas tonto —le dijo el teniente—; la trata es una mina, y tú tienes ya los conocimientos y el valor.

Al fin lo despidió con palabras envolventes de afecto.

—Esta es tu casa y éste tu amigo —le dijo.

Continuando el viaje al Julieta, don Cosme preguntó a Pedro si sabía lo que era un ingenio.

—La tierra es toda igual —dijo Pedro.

El amo creyó que el joven iba dormido sobre la silla.

—¡Animo, arriba! —gritó el hacendado.

Y en su voz había la de mando a los negros.8

El Julieta era un ingenio y plantación recogido en la manigua, amurallado por la misma. Pedro siguió al amo a lo largo de su camino real, de tierra blanda. El guardiero, un matungo con los ojos adormilados de años, les abrió la cancela y siguió a Pedro con la vista. Don Cosme se desmontó de su alazán rodeado de la gente del batey y se quedó aguardando. El batey lo formaban la casa de vivienda, el trapiche, la casa de calderas, la casa de purga, la casa de administración y la tienda. En el centro se abría una gran plaza. A espalda del batey estaban los barracones, la enfermería y los bohíos de los carreteros y demás empleados. Al llegar allí, a la puesta del sol, el ingenio dormía. Don Cosme dio unos pasos, impaciente. El mayoral apareció, montado, a galope, y se acercó a él con un saludo servil. Era un guanche corpulento y de porte militar, con un largo machete pendiente del cinto. Don Cosme no había anunciado su llegada y la negrada no estaba preparada para recibirlo. Lo estuvo en diez minutos. El mayoral volvió a montar y partió a galope. El amo esperó. La dotación apareció en fila a filo de la casa de la administración, al son del látigo del contramayoral, un negrazo enorme, esquifado de blusa y calzón corto. Las mujeres venían detrás, esquifadas en holgadas batas de listado. A la voz del contramayoral los esclavos desfilaron uno a uno ante el amo, arrodillándose y pidiéndole la bendición.

—¡Hala, arriba! —ordenaba don Cosme.

Los negros iban pasando y formando rebaño aparte. Una vez benditos todos, el contramayoral chasqueó el látigo y la negrada partió en retirada.

—¡Arreen ligeros! ¡Que no les vea las patas! —tronó el contramayoral.

Antes de remitirlo a su trabajo, don Cosme llevó a Pedro a su casa, privilegio que pocos tenían, debido a su amistad con Fernando. Esta casa era un chalet rojo, emboscado en arbustos, sobre los cuales asomaba como una brasa irregular. Estaba en una plataforma natural, dominando el batey. Dentro estaba el ama, una mujer gorda y blanda con cara de santa; el niño y la niña, de dieciocho y dieciséis años, hijos mimados y crueles. El niño miró a Pedro con odio; la niña, no. Pedro era, seguramente, un rufián que tenía tras de sí hechos que humillaban, pues eran los hechos heroicos. Don Cosme lo sentó a la mesa, servida por cuarteronas, y le mandó que contara sus aventuras. Pero Pedro era un mal narrador de aventuras.

—¡No parece usted andaluz! —le dijo el amo.

El puesto de Pedro estaba en la administración, a las órdenes del mayordomo, y su alcoba al fondo de la misma, en una perrera de tablas junto al tinglado de las herramientas. Al través de la ventana veía la torre del ingenio y un trozo de la casa del amo. Pedro no se ocupó más de la casa, y el amo no le dio más órdenes. A veces veía salir una volanta y dentro alguna figura de fiesta que se dirigía por la guardarraya a un sitio vecino. El niño pasaba a veces ante la puerta montando un potro brioso, con el reluciente machete pendiente del arzón. El trapiche comenzó a roer, y las carretas a rechinar, y los carreteros a cantar a los bueyes, Perlafina y Granodioro. A la oración, tocada en la campana del ingenio, el mayoral reunía en el campo del batey, bajo los ojos del amo, a toda la dotación, que rezongaba como un enjambre las palabras del rezo. Los bozales emitían unos sonidos tardíos que no llegaban a acomodarse en palabras. En días de tabla los ladinos iban a pescar cangrejos y cultivar sus conucos, concesión del amo; pero al comenzar la zafra no había días de tabla. Los negros trabajaban dieciocho horas, repartidas entre el día, el cuarto de prima y el cuarto de madrugada. Había sonado la hora de la fajina. Pedro quedó encerrado en una cáscara de nuez, sólo con una pila de libros grasientos. Al terminar el trabajo del día se iba al cuarto de calderas, donde los negros, desnudos, metían leña al horno, a ver girar el trapiche movido por bueyes lentos, o se echaba al campo, a ver tumbar la caña. La agitación de la molienda era lo único que espantaba la monotonía y el aburrimiento. Salvo el cuarto de calderas, con su semejanza al infierno, lo más estimulante era ver tumbar la caña. Aquí el contramayoral disponía los cortadores, colocando mujeres fuertes al lado de hombres débiles, a fin de tocar su amor propio, y los machetes cazaban por el aire las cañas, partiéndolas en trozos, al son de un canto de trabajo. En noches de luna se veía el cañaveral amarillo y ondulante tendido hasta el cielo.

Pedro encontró un amigo en el sereno, un canario amante de las armas. Este sereno daba a veces alarmas falsas por el gusto de disparar la pistola, y toda la gente se echaba afuera a perseguir a algún bandido imaginario. Luego terminaba por creer él mismo que había sentido ladrones, arrastrándose en torno a la tienda, y que habían huido. Cuando supo que Pedro había navegado, dio en ir a la oficina a hablar con él.

—No me lo explico —le decía—; ésta no es vida para un hombre como tú.

Pedro sentía ya lo mismo. A los dos meses se volvió a despertar en él el alma pirata que llevaba dentro, y daba vueltas a una nueva idea. Para madurarla, un domingo pidió permiso para ir a Matanzas y se entrevistó con Marchena. Quería saber si éste le ayudaría en la empresa. Pedro le preguntó si conocía a algún corredor que se encargara de una armazón robada, y el teniente le presentó con mucha confidencia a un sitiero que tenía su sitio próximo a Camarioca y que se hallaba entonces en Matanzas. Pedro sabía que por Camarioca desembarcaban armazones que luego marchaban tierra adentro custodiadas sólo por unos pocos guajiros. A Marchena y al sitiero les dijo que se trataba de una cuadrilla ya formada de la cual él era el jefe. Marchena miró a aquel primo degenerado con gran admiración. De vuelta, Pedro acompañó al sitiero hasta su sitio, establecido en un lugar próximo al camino seguido generalmente por las caravanas, y exploró el terreno. El sitiero se encargaría de dar curso a los esclavos que se le entregaran con ayuda del teniente. Este respondería a Pedro de su importe, menos el tanto por ciento que cobrarían él y el sitiero. Pedro avisaría a éste oportunamente.

Con este plan volvió Pedro al batey al amanecer. Pero en el batey nada había aún preparado. Sólo sabía que el sereno seguiría sus órdenes incondicionalmente.

Los negros que huían, huían durante la zafra, cuando el trabajo era duro, y menudeaban los bocabajos llevando cuenta; pero como los negros no sabían contar, ésta aumentaba a voluntad del mayoral, aquel hombre extraño mitad león y mitad gato, que era el rey de los campos. Todas las noches cundían por sobre el techo de la administración los lamentos que venían del tumbadero. De esto había nacido la idea de Pedro. La mayoría de los esclavos que componían la dotación procedía de las costas de Oro y de los Esclavos, gentes vigorosas, pero rebeldes. El año anterior, dijo a Pedro el sereno, habían huido a la manigua doce cimarrones, seis de los cuales habían vuelto a someterse, a razón de quinientos zurriagazos a cada uno, y seis habían muerto adentellados por los perros. Estos animales, de raza muy parecida a la del mayoral, infundían pánico a las negradas sólo con mirarlas, y todos los años al comenzar la zafra los hacían visibles una vez a la dotación. La negrada se le presentó a Pedro como una carga propicia, comprimida más por el nuevo mayoral, que trataba de hacerse méritos cargando la mano.

El proyecto, consultado con el sereno, era sublevar una docena de negros de los más fuertes y rebeldes y formar con ellos una cuadrilla para asaltar las cargazones y venderlas por medio de corredores cómplices. Un proyecto así hallaba entonces buena acogida en cualquier parte. El sereno se encargaría de coger armas de la armería del batey y, una vez echados al monte, cazarían para comer, o asaltarían a algún sitiero. El sereno conocía al dedillo toda la región y era diestro en la estrategia de tierra. Además, tenía la confianza de uno de los cimarrones del año anterior, llamado Marcos Mina, que podía ganar la voluntad de los demás. El plazo de partida lo fijaron Pedro y el sereno para dos meses después, a mediados de la zafra. Sólo quedaba ir mirando lentamente. Pedro aplicó la oreja al ingenio.

Para no ahogarse, Pedro necesitaba gerundios: todos los días, al sonar la campana rajada del avemaria, salía al raso a ver llegar la negrada. Enfrente, en la escalinata de la casa del amo, veía al ama y la niña abanicándose en un sillón. En este campo aguardaban el niño y el amo a caballo, y junto a ellos, de pie, aguardaba el mayoral. Los negros y las negras, muleconas y mulecones, aparecían en sus esquifaciones de listado, abarcas de cuero ajustadas por ariques de yagua, entonando una nota al trote, y el contramayoral detrás con el foete. Los barracones estaban todos hacia occidente, y los negros parecían venir a buscar la luz, lo blanco del amanecer. El batey estaba en un llano —luego se canalizó un arroyo y el trapiche trabajó a agua—, y entre él y los barracones se tendía un tendón de tierra, a modo de terraplén. Lo primero que se veía de aquel lado al amanecer eran las cabezas rapadas de los negros por encima del terraplén, como huestes de asalto. Escenas así enloquecían a Pedro. El mayordomo decía al amo que el joven era muy listo, que trabajaba, pero que parecía faltarle lastre. Aquellas cabezas rapadas surgiendo como soles negros del horizonte occidental eran un gran espectáculo. El amo se apeaba entonces del caballo y avanzaba al encuentro de la dotación hasta unos pasos del jefe de campo, a un lado, y el mayoral al otro. Estos hacían hablar sus látigos y los negros se detenían para arrodillarse. De allí pasaban a recoger las herramientas, que el sereno custodiaba, junto al almacén, y partían para el corte o a relevar a los del cuarto de madrugada, que venían entonces a rezar también el avemaria.

Pedro trabajaba como un negro. Se levantaba con el día y se acostaba, en un catre, con los del cuarto de prima. Desde la oficina veía pasar al niño, al través de la ventana sin ventana, a caballo, con el machete y la pistola de aquel lado. Lo veía sólo de la cintura a la montura. Sabía que este niño era un mala sangre, que azuzaba al mayoral para que cargase la mano, que se fornicaba todas las esclavas mulatas y que le tenía inquina a él. Pero el hombre más interesante era el mayoral. La mayorala era una rellolla o blanqueada, y el mismo mayoral la creía blanca. La había encontrado en La Habana, en casa de una viuda, y ésta se la vendió por blanca huérfana. El guanche vio sus ojos claros, y su pelo liso, y su cintura matona, y la llevó consigo. Parece que la mayo— rala había tenido algo que ver con un hijo de la viuda, muerto en España peleando al lado del cura Merino. Que hubiera muerto contra Napoleón le pareció bien a Pedro, no que hubiera vivido. El sereno era quien lo contaba. La mayorala tenía así resabios muláticos y se le antojaban cangrejitos de río y tomeguines del pinar y patos silvestres y otras cosas. El mayoral sacaba negros del corte y los ponía a su servicio, y luego los reventaba para levantar tarea. La casa del mayoral era hermana bastarda de la del amo. El mayoral era el general supremo de las fuerzas de acción y el amo poco más que un pobre rey en su corte, con reina, lacayos, concubinas y príncipes anémicos. El mismo jefe de campo, embajador técnico del rey, temblaba ante el mayoral.

Cuando el mayoral montaba a caballo todo el ingenio se estremecía, pero cuando volvía frente al amo, venía mansito y falso como un gato. Le daba cuenta de las cosas en palabras aterciopeladas, bajo las cuales había hojas con sangre, que parecían lamer las botas del amo por vueltas.

En el corte, el mayoral permanecía a distancia, y el contramayoral, negro, era el que se acercaba a la negrada. El contramayoral iba detrás de las cuadrillas, con el látigo siempre cerca de las ancas de las mujeres. Las mujeres habían aprendido a rivalizar con los hombres, levantando más que ellos en la tumba. Los hombres no querían dejarse avergonzar y echaban para adelante. Mandaban el machete al pie de la caña, la tiraban por el aire y en el aire la partían. Los cortes de los machetes en el aire, contra el cielo, parecían partir el cielo. Detrás venían las muleconas y mulecones agavillando, y el cañaveral se iba rindiendo así a los pies del mayoral, que permanecía a caballo, con su sombrero de pelo, ceñidor encarnado, manatí con cabos y anillos de plata y pañuelo al descuido.

El sereno preparó a Pedro el terreno para conquistar a los doce negros. El trabajo fue fácil. A media zafra sólo el terror podía someterlos a la disciplina. Pedro se daba escapadas a los barracones y hablaba con el matungo o guardiero,, que era el más viejo de la dotación. Este le contaba de capiangos, y meri-meri, y el fon-fon del contramayoral.

—Pobre clavos, niño; pobre clavos —decía el guardiero.

Pedro se había ganado la confianza del viejo y de los doce jóvenes que irían con él. Marcos Mina le prometió sacar a los otros once cuando Pedro diese la orden. Esto se convino para un día de tabla, que dividía la zafra en dos mitades.

Durante la zafra se daba un día entero de descanso a los negros y se les permitía bailar y tocar el tambor. Antes de llegar este día Pedro llevó a Mina a un lugar de la manigua y convinieron reunirse allí después de la fiesta. El hecho de elegir este día era debido a que en él se aflojaba la vigilancia y los negros estaban mejor predispuestos a la rebeldía tras unas cuantas danzas. Pedro y el sereno aguardarían emboscados con armas y algunas provisiones, y luego partirían todos juntos, guiados por el sereno, hacia la manigua.

Y aquel día, de noche, antes del amanecer, Pedro estaba en pie y dio en recorrer el batey. Pasó al cuarto de calderas, donde trabajaban negros macuencos, metiendo cogollo en las fornallas. Desde arriba les gritaban: ¡Templadito! ¡Apriétale! ¡Mete para adentro! ¡Que se duerme! Los metedores estaban desnudos a una luz de grasa, más negros en la sombra, salpicados de guarapo. Allí supo que un negro se había tirado aquella noche a un tacho y que el azúcar hirviendo se había comido hasta sus huesos. Al avemaria, la dotación apareció en la plaza, y los doce señalados miraron a Pedro y al sereno con amor en los ojos. El contramayoral traía a los castigados con mazas y cadenas, y los macuencos se movían con lentitud. Entonces el mayoral dio orden de retirarse de parte del amo y les dio permiso para descansar. A la oración aparecieron de nuevo y el amo les dio permiso para bailar tambor.

El amo, el ama, los niños, el mayoral, la mayorala y otra gente del batey fueron a ver comenzar la danza, pero se retiraron pronto. Las danzas de los negros podían verse al principio, pero luego se hacían ofensivas a la moral y la nariz. Pedro fue también a ver. Aquel momento lo aprovechó el sereno para sacar armas y víveres a la manigua. La consigna era cjue los doce saldrían a la manigua al terminar la fiesta.

Esta se inició en un raso junto a los barracones, junto a una pequeña hoguera. La negrada se reunió en derredor. El sereno había mandado secretamente un barrilete de ron para tomar cuando los jefes se hubiesen ido. Los negros quedarían entonces sólo al cuidado del contramayoral y los guardianes, todos negros. La fiesta comenzó por cantos y batir de palmas. A un lado de la hoguera un negro calentaba un tamtan., y al otro, otro calentaba un bongó. Al llegar los amos el bongó comenzó a retumbar y una pareja salió al corro. Un matungo hacía de bastonero. La pareja dio en perseguirse en síncopes, tratando de abrazarse con los cuerpos, pero las notas del bongó venían siempre a estorbar el entronque. La niña abría mucho los ojos y miraba a Pedro con disimulo. El ama sonreía por el colmillo y el amo reía a carcajadas. Todo el afán de los danzantes estaba en enlazar alguna parte de su cuerpo menos los brazos. Para esto disparaban los muslos, se jugaban las cinturas, se encañonaban los bustos, arremolmaban las nalgas. Todo como en efigie, en intención. Las percusiones del cuero saltaban entre ellos, haciéndoles retroceder y avanzar sin permitirles jamás lograr su objeto. Al comenzar, los movimientos eran moderados y las percusiones lentas; pero luego los bailadores se emborrachaban de música y perdían el control. En este punto los amos se retiraron y Pedro tomó el camino de su habitación. Luego pasó al cuarto de herramientas y reapareció detrás de un barracón, desde donde presenciaba la fiesta. El caudillo Marcos Mina estaba a un lado mirando. Él no debía participar en la danza ni tomar, a fin de no perder la serenidad. En esto apareció el guardiero con el barrilete de ron, diciendo que el amo lo mandaba. El guardiero actuaba mandado por Pedro para borrar sospechas en el contramayoral.

—Ya soy viejo, que me maten no me importa —decía el guardiero.

El mismo contramayoral comenzó a beber.

Entonces comenzó la verdadera danza. El tamtan, rabioso por el contacto con el fuego, comenzó a retumbar, dominando al bongó. Los negros comenzaron a danzar en torno a la hoguera, deteniéndose ante el guardiero, que les mojaba las bembas. Los tambores emitían ya un aullido largo y cavernario, y todos —hombres, mujeres, muleconas y mulecones— se habían incorporado a la danza. Sólo Mina permanecía erguido, pero sus ojos se iban enconando por la música, y las cosas iban cobrando en derredor de la manigua el color de la hoguera. Pedro tuvo la sensación de que allí ocurría algo anormal. Mina terminó por unirse al baile. Los tambores iban cobrando un eco bélico, y los negros, incluso el contramayoral, iban como torbellinos sobre las percusiones. Pero los doce conjurados se veían cabalgando más alto en las notas. La rebeldía conjurada que tenían en sí comenzaba a hablarles dentro, y el tamtan respondía cada vez más violentamente a aquel fluido magnético que embargaba a la negrada. Pedro sintió ya el resultado y corrió hacia el lugar donde aguardaba el sereno. No sería posible ya destacar a los conjurados de los demás. La música los había fundido y el ron les había dado un temple guerrero. Pedro no pudo llegar a donde estaba el sereno. Los conjurados eran ya cimarrones por dentro, y se echaron a la manigua aullando y arrastrando a los demás tras de sí. El recuerdo de la conjuración había ahondado en ellos y los llevó instintivamente en la dirección convenida, pero ya en guerra contra los blancos. Pedro apenas tuvo tiempo de guardarse en un matorral. Su única preocupación fue huir también, alejarse del ingenio. La conjuración se descubriría por el guardiero. Los negros avanzaron por la manigua, los tambores detrás, y barrieron al sereno, apoderándose de las armas y los víveres. Pedro oyó débilmente los gritos del sereno, y siguió corriendo también en dirección opuesta, orientándose por el monte hacia Matanzas. Lo último que oyó fueron los aullidos de los perros echados a la manigua.

Pedro pensó siempre en aquella intentona como la más ridicula de su vida; pero le enseñó una gran lección: le enseñó a comprender que había fuerzas secretas y traidoras capaces de transformar y desviar las acciones. En Matanzas, Marchena lo acogió lleno de arañazos y le facilitó un potro para llegar pronto a La Habana. Una vez allí seria difícil de encontrar entre las marinerías dispersas por las posadas y tabernas. El señor Carlo le dio unos cuantos pesos para que aguardara la salida de algún negrero, y lo recomendó a casa de don Justo, un posadero de la calle Oficios.

La posada de don Justo tenía al fondo un recinto ancho, piso de lajas con banquetas y mesas en derredor. Allí iban muchos marineros a tomar y cantar. Por el puerto se comentaba entonces el Tratado de abolición con Inglaterra.

Era a fines de 1818. El 20 de mayo de aquel año9 la trata había quedado suprimida para España al norte del Ecuador, y el 30 de octubre de 1820 cesaría también al sur.

—¿Abolición? —dijo un piloto negrero—. Abolición. ¡Mentira! Seguiremos acarreando negros hasta que no quepa uno más en la isla. Los meteremos por todos los costados y los pagarán bien y todos ganaremos. ¡Ja, ja!

El piloto que hablaba lo era de un negrero listo a hacerse a la vela, y el capitán solía ir también por allí.

Don Justo presentó a Pedro al piloto como el timonel del Veloz.

—Eh, tú, ¿qué dice usted a eso? —preguntó el piloto.

Pedro estaba de acuerdo.

—Ganaremos más y se irán al... Las señoritas de la trata, esas mariposas del mar, y los que quedemos sabremos quedar, ¿eh, compañero? —dijo el piloto, empinando el codo.

La trastienda de la casa de don Justo era una caja de resonancia de todas las cosas de La Habana y de aun algunas fuera de ella. Allí llegaron a Pedro los ecos del caso del ingenio Julieta. El sereno había sido muerto por los negros, y los negros cazados luego en la manigua a tiros y con perros. Algunos habían vuelto voluntariamente. Se buscaba a Pedro, pero se tenía la impresión de que los negros lo habían matado. En la posada de don Justo, Pedro dio el nombre de Paulo Teixeira, y hablaba con acento portugués.

En la trastienda, los marineros quejosos de algún barco aguardaban ocasión de denunciar las atrocidades del capitán y otros oficiales para que nadie se enrolara en él. Los patriotas pegaban a la pared décimas contra la metrópoli o el capitán general y anunciaban hecatombes. Las mujeres que entraban allí escribían en las mesas las señas de sus accesorias. Se anunciaba la venida de algún decimero o guitarrista del interior, algún garganta de oro de Italia, la venta de algún esclavo, una lidia de gallos en Guanabacoa, y se entablaban polémicas sobre religión y gramática. Todo lo que pasaba y no pasaba, pero que se chismeaba, iba allí a hacerse letras y palabras con vino, y los marineros iban a leerlo. A veces se veían desafíos y retos a cuchillo sobre un adverbio o una declinación. De allí partían los marineros los domingos para las jiras de Marianao y Puentes Grandes, con sus glorietas de baile, billares y vallas. Pero ahora las letras más grandes anunciaban cuidado contra el carnaval de los negros, que se celebraría dentro de unos días, día de Reyes. Se decía que los ñáñigos eran muy fuertes y que tenían varios iniciados para aquel día. Pedro no pensó en buscar barco por lo pronto. Tenía aún lacerado el cuerpo y la cabeza llena de niebla. La gente que entraba en la trastienda lo veía al fondo, inclinado sobre un vaso de vino, pan y jamón, que no parecía tomar nunca. Luego se levantaba con las manos en los bolsillos y echaba a andar por las calles, mirando a los balcones y parándose ante las iglesias, y saliendo a veces a extramuros, hasta la Quinta de los Molinos, la casa de campo del capitán general. No parecía buscar ni querer nada, y no miraba a las gentes.

El día del carnaval de los negros cayó accidentalmente en la plaza de las Ursulinas y caminó al azar Ejido abajo. Por allí venían grupos de negros con banderas españolas inscritas con el nombre de la nación del grupo —macúas, carabalís, lucumís, minas, ajudas, koromantis...—, cantando y tocando tambores. A cada grupo lo precedía un rey y una reina negros. Estos eran los negros de nación. El vestido consistía en un taparrabos y un aro en la cintura, del que pendían cuerdas blancas. Iban danzando, virando rápidamente hacia atrás y hacia adelante, y armados con espadas de madera. Las gentes blancas asomaban a los balcones y algunas los seguían hacia la casa del capitán general. Allí entraban en el patio y cada tango ejecutaba una danza loca, guerrera y amorosa. Pedro los siguió como llevado por el tambor. Al balcón de la casa asomó entonces la figura achacosa de don Juan Manuel de Cajigal y tiró monedas y tabaco a los tangos. Estos interrumpieron el baile y gritaron: —¡Viva Fernando VII! ¡Viva España!

Pedro cogió otra vez la calle y entonces preguntó a un hombre:

—¿Dónde están los ñáñigos?

—Por ahí andan —dijo el hombre.

Los ñáñigos eran asociados ladinos. Tenían sociedades secretas y mágicas y se curaban los embrujamientos con corazones de niños. El hombre siguió a Pedro. Era un mendigo que tocaba un caramillo por las puertas. Aquel día los ñáñigos sacaban a la calle sus iniciados novicios. Estos tenían que someterse antes a varias pruebas. Los maestros y venerables de la asociación les imponían el secreto y el valor, y les enseñaban un idioma esotérico, especie de latín negro. Los metían en cámaras oscuras, donde había esqueletos a los que se les apagaban y encendían los ojos y les daban golpes hasta hacerlos caer. Cuando se recobraban comenzaban unas danzas guerreras en torno a una fogata, frente a un altar donde había gallos muertos. Luego se tatuaban el cuerpo con hierros candentes y pinturas hechas por ellos, y se metían en sacos pintados con yeso en forma de esqueletos. Los maestros daban a los novicios sangre de gallo sagrado y los mandaban a la calle a probar el hierro. El hierro era un cuchillo. Los ñáñigos salían con el cuchillo emboscado en el saco y tenían el deber de probarlo en el primer blanco que encontraran.

Pedro y el pobre se habían parado en la calle Oficios y sintieron de lejos que las puertas y ventanas de las casas se cerraban de golpe, con un son de matraca, como si viniera un ciclón. Los dos se refugiaron en una saquería, donde había otros dos hombres magros, y miraron pasar los ñáñigos al través del mechinal. Luego siguieron. En la plaza Vieja el mendigo preguntó a Pedro al separarse:

—¿No va usted mañana a la valla?

—Compañeros —dijo aquel piloto en casa de don Justo—, el ser negrero es un destino.

—Voy diez a uno al azul —dijo un hombre al lado. —Pierde usted —dijo otro—; el punzó gana.

La pared estaba llena de anuncios, retos y apuestas para los bandos galleros que se celebrarían en Guanabacoa. Luego se leían largos poemas en alabanza de la reina azul y la reina punzó, y entre unos y otros había letrillas de patriotas españoles denunciando aquellas fiestas. Estas eran lidias de gallos. Los aficionados se dividían en dos bandos y éstos elegían sus reinas, y éstas elegían su corte. Cuando las reinas salían a la calle, con sus respectivos colores, se les tocaba la Marcha Real, y en todo aquello, decían las letrillas, había una farsa. Las bandas —decían las letrillas— tocaban la Marcha Real a los bandos de la bandera norteamericana. En las lidias, el gallo azul y el gallo punzó decidían con sus espolones cuál de las reinas era la más bella.

—¡Es el único modo de decidir sobre la belleza! —dijo el piloto.

Pedro se unió a este hombre sentimental.

—¿Quieres venir con nosotros, compañero? —le preguntó el piloto.

Pedro estaba cansado de las rencillas de tierra. El barco en que navegaba aquel piloto estaba para largar el gallardete blanco en demanda de tripulación, y el timonel había desertado. El piloto y el capitán eran de Cádiz. El último se hallaba entonces en una casa de la calle de la Muralla, donde había una junta de armadores y corredores negreros. Pedro prometió al piloto ir a bordo al día siguiente a hablar con el capitán.

Don Justo recomendaba a Pedro que no siguiera de negrero.

—Es peligroso, querido, y cuando se cumpla el plazo del Tratado son diez años en Filipinas —dijo don Justo.

—Entonces hay que seguir, merece la pena —dijo Pedro.

El posadero se pasmó y admiró más al joven.

—Con muchos hombres como usted, España... Pues, ya sabe, aquí está don Justo siempre —dijo don Justo.

En derredor otros seguían disputando sobre lo rojo y lo azul y algunos marineros cantaban y echaban copas adentro. Pedro se quedó dormido sobre la mesa.

—¿No dijo que lo llamaran, señor? —dijo una voz a su oído—. Son las siete de la mañana.

Era Roso, el rubio piojo, sobrino del dueño y «cañonero» de la casa. Era un joven flaco. Vestía chamarreta listada y alpargatas, y los dientes se le salían de la boca. Don Justo lo tenía allí sin sueldo y le daba cinco horas para dormir. El rubio robaba leyendas a los marineros y con ellas hacía versos. Las letrillas eran suyas.

—Me dan odio los negros —dijo a Pedro—; si no ya me hubiera enrolado en uno de esos barcos.

Los viajes que hubiera querido hacer los escribía en libros de contabilidad a medio usar.

El capitán del Segundo Campeador pidió a Pedro certificado de algún otro, pero Pedro no tenía ninguno. Le contó su vida en el mar y le habló de su viaje en El Cinturón de Venus.

El capitán del Segundo Campeador miró a Pedro con simpatía.

—Conque iba usted en él cuando trató de piratearme, ¿eh? —dijo el capitán—. Hombres así son los que nos hacen falta.

Pedro recordó lo que había dicho el capitán Vasconcellos: «Nos hemos equivocado; es el bergantín de De Buen».

Este De Buen era el capitán del Segundo Campeador.

De Buen era un andaluz bragado, y Juan, el piloto, era su hermano. Antes de la partida fueron a bordo algunos armadores y consignatarios, o corredores. Del puerto habían salido la última semana muchos negreros. Era como si América temiera quedarse blanca de brazos. El piloto reía.

—A ésos se les ha metido el gusano del miedo en el cuerpo y les vamos a traer carne negra hasta que la isla se hunda con su peso —decía Juan.

De Buen era consocio de la compañía de consignatarios de Regla, que compraba y vendía esclavos. Esta compañía había comenzado cazando cimarrones por la manigua, había continuado comprando macuencos y curándolos, y al fin comprando armazones a ojo de cubero, y antes de arribar, en camino y a crédito. Así se había enriquecido, comprando plantaciones e ingenios, dotándolos con negros en comisión, cediendo temporalmente negros en alquiler a otros azucareros y cafeteros. Todos estos consignatarios tenían en Guanabacoa casitas blancas con jardines y servidumbre de cuarteronas, que aparecían ante ellos desnudas, untadas de aceite, con los ombligos húmedos. En Regla y otros pueblos, como Güines, tenían granjas de belleza, que vendían a los ricos y altos oficiales.

El Segundo Campeador se hizo a la vela al atardecer con todos los consignatarios a bordo y una lancha detrás. Ya fuera del Morro, el sol caído detrás de dos tetas de tierra con pezones de palmas, el capitán mandó ponerse al pairo y las velas se tiñeron del rojo del poniente. Los tiburones habían seguido al barco y miraban a las velas desde debajo del agua como si fueran grandes tajadas sangrantes. En el barco iban música y mujeres. Los consignatarios decían que sus mujeres, pero nadie sabe. El capitán mandó improvisar un campamento en cubierta, con toldo contra el rocío, y puso mulatas, envueltas en gasas transparentes, de coperas. Las mujeres y los consignatarios bailaron habaneras, danzas amulatadas, y los marineros la danza de las mareas, y las mujeres se iban tras ellos con la cabeza engallada y la garganta llena de risas. Después nadie sabe. Todos los marineros de piloto para abajo eran enviados al entrepuente, y la fiesta seguía hasta el amanecer. Sobre estas fiestas corrían leyendas. La brisa y el champán se filtraban en los cuerpos y éstos tenían en sí amor que darse. Hasta que venía el día por el mar y los invitados volvían a tierra en la lancha, y el negrero partía con sol en las velas. Pedro iba al timón.

Por entonces, los negreros españoles se surtían principalmente de las factorías portuguesas de Guinea y del río Pongo. Las posesiones de la Costa de los Camarones resultaron inútiles; los bubis eran novillos falsos y malos esclavos, y se habían aliado con las fiebres para desbaratar las guarniciones. La malaria iba primero a ver a los blancos de la costa; tendía hacia ellos una alfombra amarilla por donde pasaban los negros del bosque con armas inglesas. Los bubis sangraban la palmera para emborracharse, eran débiles y muchos morían en la travesía. Así, los armadores de Cuba tenían allá factores portugueses y brasileños, y algunos españoles entre ellos, y, según el cálculo de los capitanes —en esta fecha habrá negros en tal lado; es el tiempo en que llegan las caravanas; en esta otra puede haber estallado la guerra entre aquellas tribus, que preparaban los factores y los sacerdotes—, iban más arriba o más abajo.

El Segundo Campeador llevaba destinación a Loanda, donde casi siempre había cautivos. Otros negreros españoles habían salido con el mismo rumbo, y a la vista de Puerto Rico vieron una flotilla negrera que partía de allí arbolando bandera española. Pedro tenía turno de día, y de noche hablaba con el piloto. El barco navegaba con viento favorable y puso proa al sur. Un crucero inglés lo siguió de cerca desde la altura de Cabo Verde para ver qué rumbo tomaba. Pasada la isla de Santo Tomás lo dejó, puesto que iba dentro de la ley. De Buen vio quedarse al crucero y sospechó: a la vuelta nos tendrá el camino. Siguieron navegando al sureste, cruzándose con otros negreros de bandera portuguesa, yanqui y española. Junto al Segundo Campeador pasó uno con todos los negros en cubierta, formando batahola, y Juan miró a los marineros de las cofas y escuchó sus gritos. El barco arbolaba bandera portuguesa; pero, dijo el piloto, era francés. Contra los yanquis nadie tenía derecho de visitación, ni al sur ni al norte, y así muchos usaban bandera yanqui; pero, dijo Juan, los mismos negreros yanquis perseguían a los que usaban su bandera indebidamente. Iban bien armados y casi todos habían sido corsarios. La tripulación, dijo el piloto, estimulaba la trata. Los tripulantes ganaban más. En algunos barcos permitían pacotillas hasta a los marineros. En los fuertes ingleses seguían cargando los negreros contrabandistas de Liverpool, que fingían comerciar en productos vegetales, tenían negocios con las guarniciones de los fuertes y, a veces, contraseñas especiales con algunos capitanes de cruceros, que los dejaban pasar tranquilamente hacia las Barbadas, la Guayana, Jamaica, Virginia o las Carolinas. Otras tenían que vérselas también con los cruceros, huirles, burlarlos, batirse con ellos o entregarse, dijo Juan.

—Yo nunca me entregaría sin pelear; creo que esos cúters valen poco —dijo Pedro.

La marinería hormigueaba por cubierta a la vista de tierra, allá difusa y oscura al amanecer. El viento había favorecido el viaje. El capitán mandó disparar un cañonazo y enseguida vinieron canoas tripuladas por negros dos millas afuera. Estos subieron a bordo con certificados de conducta de otros capitanes, que —pensaban ellos— los acreditaban para servir de intermediarios entre el barco y la costa. Pero estos krumen eran ladrones y falsos, y no sabían leer, y sus certificados los denunciaban como cascabeles. De Buen examinó dos de sus certificados y mandó echarlos del barco a rebencazos. Por ambos costados habían enlazado cabos y caído sobre cubierta por docenas y comenzado a echar mano a las mercancías de trata que había bajo lonas. Entonces la marinería se repartió por los lados, y a la voz del capitán cayó sobre ellos con cabos y garrotes, y los negros se echaron a sus canoas aullando. Algunos cayeron al agua, donde los aguardaban los tiburones. Estos bichos seguían a las canoas en rebaños y pululaban en torno al barco. En la carga, De Buen vio a Pedro manejando un garrote, cogiendo a negros y tirándolos por la borda. El mismo De Buen tuvo que ir a contenerlo.

—¡Es temible pegando! —dijo Juan.

Los marineros vascos, que antes lo miraban con desdén, comenzaron a estimarlo. Los vascos decían que los andaluces sólo servían para mandar.

Los krumen corrieron a tierra y dijeron que era un barco pirata; pero De Buen había largado en el mayor un gallardete de contraseña al factor, y éste mandó una lancha tripulada por dependientes suyos, mulatos. Éstos subieron a bordo y dijeron que los portugueses y brasileños se habían llevado cuanto había en los barracones, hasta los viejos y macuencos, pero que se esperaban nuevas partidas para dentro de unos días. Los pombeiros, dijeron los mulatos, habían salido con gente al monte.

El Segundo Campeador puso proa al puerto y ancló a una milla de tierra, al sur de la isla, donde antes estaba São Paulo de Loanda. Esta ciudad, el primer centro de trata de los portugueses, se asentó luego en tierra firme. De Buen dispuso la gente por guardias armadas en el barco —la mercancía sólo se descargaba después de haber visto los negros y cerrado el trato—, y dejó bajar a los marineros por turno.

En São Paulo había varios factores y varios cuerpos de pombeiros, pero éstos se unían a veces para ayudar a los reyes del interior cuando éstos no hacían bastantes prisioneros. Unas veces ayudaban a unas tribus y otras a otras, según convenía, y fomentaban las guerras entre ellas, y les daban armas. A veces esas armas se volvían contra ellos. Los reyes del interior mandaban también a São Paulo esclavos de sus dominios. Desde la trata, estos reyes no sacrificaban a sus reos, sino que los vendían. Con frecuencia inventaban delitos a sus siervos, muchos tan ricos como los reyes, por medio de la brujería o sus mujeres. El factor a que iba consignado el Segundo Campeador tenía una residencia lujosa y barracones al sur de la ciudad, y empleaba blancos y mulatos. Por éstos supo Pedro de la trata allí. Entre ellos había un músico portugués que cuidaba los caballos, tocaba el violín y leía Os Lusiadas. Pedro y otros marineros iban con él campo afuera a oírlo tocar. El factor, dijo el músico, tenía un harén de mulatas y otro de princesas negras, compradas o robadas a los reyes. Su palacio, dijo, estaba forrado por dentro de tapicería árabe y persa, en los colores crema, miel y rojo. En el harén tenía eunucos, que él mismo castraba, y guardianas blancas portuguesas. La casa del harén tenía una fuente en medio del patio, y muchas de sus mujeres eran vírgenes. Mientras lo eran tenían que cuidar constantemente un fuego sagrado, en el patio, y cuando una dejaba de serlo las demás recorrían la casa enarbolando un paño sangrado y cantando un himno fálico. El músico tocaba este himno y los marineros reían y preguntaban si no se podría asaltar aquel harén.

El músico contaba luego cosas más reales.

—Una semana antes —dijo— llegaba a São Paulo una tribu de los ba-bueros, gentes de tierra baja, que no tenían qué comer en sus casas y se habían vendido como esclavos. Otras tribus se habían vendido por hambre, y los jefes solían jugar y perder con los pombeiros toda su prole. Por eso se veían a veces por São Paulo negros locos, que vagaban extraviados diciendo que eran reyes. Cuando podían sangraban la palmera, se emborrachaban y volvían a la ciudad, y algunos no comían nada durante un año, a no ser hierbas y algún bicho de tierra. Los reyes vendían también a su gente para comprar aguardiente. Desde la trata, todas las tribus habían ampliado y retorcido sus leyes religiosas y políticas, a fin de coger más gente en ellas. Había más hechiceros y más reos. Los jefes tentaban a sus súbditos con bebida y mujeres y luego los castigaban vendiéndolos. Tenían cuerpos de concubinas para provocar a los hombres, que luego delataban a sus amantes ante el jefe, y éste los mandaba a los barracones de Sao. Paulo. Ayer mismo embarcamos dos princesas para el Brasil. En aquella fecha —continuó el músico— había una guerra entre los quisamas y los libolos. Los pombeiros querían apresar negros quisamas y ayudaban a los libolos a saquear sus aldeas, y pronto llegaban con prisioneros de guerra. Estos no les costaban sino las armas y la pólvora dadas a los libolos y el trabajo de echar mano a los quisamas.