Arrieritos somos…
Ali se apoya junto a la figura del gran Buda dorado que hay en la puerta del restaurante chino mientras David se sienta en los escalones apoyando los antebrazos sobre las rodillas. Han quedado para cenar y tomar una copa con los demás. Ali entró un rato antes para reservar mesa, alucinada de que hubiera tanta demanda por cenar en un simple chino un sábado por la noche. Juan y Diego hacen entonces su aparición por la derecha. Se enredan en el habitual baile de saludos y justo después aparecen por el flanco izquierdo Pilar y Pitu cogidas de la mano y luciendo enormes sonrisas.
Ya los seis juntos entran en el restaurante y se apelotonan junto a la gente que también está esperando que le asignen mesa. Matan el tiempo hablando unos con otros de trivialidades. Son un grupo animado y risueño. Las carcajadas se suceden llamando la atención de las personas que esperan junto a ellos e incluso de los comensales de las mesas cercanas. Por fin, diez minutos después, les acomodan al fondo del local. Antes de retirarse, la camarera les deja sobre los platos la típica carta encuadernada en imitación de piel en la que encontrarán la extenuante enumeración de platos a elegir.
Pese a las sonrisas y el ánimo distendido hay algo en el ambiente que se antoja forzado. El grupo de amigos aparenta normalidad pero en su actitud subyace una motivación extraña. Como si algo faltara y como si, además, no quisieran mencionarlo sino dejarlo a un lado. Pero es justamente Diego, quizá el menos consciente de lo que todos quieren obviar, quien hace saltar la liebre.
—¿Alguien ha llamado a Ruth y Sara? —pregunta, sencillo y franco, al tiempo que se coloca la servilleta sobre las piernas.
Los demás se revuelven incómodos en sus sillas. Algunos se miran de reojo, otros ponen los ojos en blanco, pensando que Diego no se entera de nada. Como si él tuviera que saber que, pese a la reconciliación, Ruth y Sara son un tema incómodo. Puede que incluso mucho más que antes, cuando estaba claro quién era la víctima y quién el verdugo de esa historia y resultara más fácil tomar partido. En realidad lo que la mayoría siente es miedo. Miedo a algo intangible. Quizá a volver a asentarse en la cotidianeidad de contar con Ruth y Sara como antes, como una pareja más en esa pequeña familia horizontal que se ha ido creando entre ellos, y que la historia fracase de nuevo. En el interior de todos existe un recelo latente, el pensamiento lógico de que la relación de sus amigas es ahora más frágil y vulnerable que nunca y sienten que su obligación es no dar nada por sentado sino esperar a que todo vuelva a estabilizarse, confiando en que sus temores resulten infundados.
—Déjalas —ataja rápidamente Pilar—, tienen que recuperar los polvos perdidos…
Los demás ríen ante la ocurrencia, aliviados de no tener que manifestar su postura. Algunos encienden cigarrillos, otros picotean de las cortezas que hay en un par de recipientes colocados sobre la mesa. Ninguno añade nada esperando que la conversación siga por otros derroteros.
—Bueno —repone Diego, siguiendo en sus trece—, ya hace un mes que han vuelto, ¿no? Podían dejarse ver el pelo, digo yo… —y abre su carta con cierta resignación pero satisfecho de haber dejado claro su punto de vista.
—Que cuatro meses son muchos polvos perdidos, Dieguito. Y es de Ruth de quien estamos hablando… —dice Pilar, continuando con la broma e intentando ocultar su disgusto. Ella hace más de tres meses que no ve a Ruth. Ni siquiera la ha considerado lo suficientemente importante como para llamarla y darle la noticia. No importa cuánto tenga asumido que es poco probable que Ruth y ella vuelvan a tener la misma relación que antes. Sigue doliendo. Mucho.
Pitu, por debajo de la mesa, le aprieta la rodilla con la mano. Es consciente de lo que la sola mención de Ruth puede suponer en el ánimo de Pilar. Y no quiere que en una noche como esa, en la que por fin todos han podido quedar para verse y pasar tiempo juntos, la sombra de una amistad rota les agüe la fiesta. Pilar cubre la mano de su mujer y la aprieta brevemente, dándole a entender que esté tranquila, que no se preocupe. Luego la aparta y la pone sobre la mesa para juguetear con su cigarro, que humea en el cenicero barato colocado entre los platos.
Se deciden por un menú de cuatro personas sabiendo que incluso así sobrará comida. Piden también dos jarras de sangría que, por el contrario, intuyen que serán insuficientes. La camarera les toma nota repitiendo lo que dicen en ese castellano carente de erres tan peculiar de los orientales y les recoge las cartas antes de marcharse. Hay un momento de silencio entre ellos cuando se ven de nuevo a solas en la mesa. Ali mira a sus amigos y a su novio y piensa que forman un curioso conjunto. Aunque sea caer en uno de esos tópicos que tanto odia y contra los que sigue luchando, tiene que reconocer que ese tipo de vinculaciones rara vez se dan en entornos más convencionales. La mayoría de heterosexuales se mueven en grupos sociales de edad parecida y orígenes similares. Muchas personas llegan a la edad adulta con la misma pandilla que tenían en el instituto o en el barrio en el que crecieron. Gays y lesbianas, por una serie de circunstancias que resultaría muy aburrido de explicar, suelen tener una mayor facilidad para establecer amistades entre personas de toda edad y condición. Sólo así se explicaría que en esa mesa estén sentados dos hombres a punto de cumplir los cuarenta, un matrimonio de mujeres iniciando la treintena y ella y David, como los benjamines, a duras penas sobrepasando los veinte. Aunque no le gusta establecer diferencias sabe que esa combinación sería complicada de encontrar en un grupo de amigos en el que todos los integrantes fueran heterosexuales. Ali les mira y se siente orgullosa de formar parte de esa particular cuadrilla. Sabe que se rodea de personas extraordinarias, cada una a su manera, y que se enriquecen unos a otros sólo con su mera presencia. Los jóvenes aprenden de la experiencia de los más mayores sabiéndose protegidos por ellos. Y los más mayores no se anquilosan por dentro sintiéndose envejecer sino que se rejuvenecen al mantener vivas ciertas ilusiones.
Sin embargo a ella también le inquieta esa repentina reconciliación de Ruth y Sara. Después de cuatro meses en los que fue testigo del comportamiento esquivo de la primera y todo lo que ese comportamiento provocó en la segunda, su reacción al saber la noticia fue la de alzar una ceja con todo el escepticismo del que fue capaz y menear la cabeza negativamente. Está claro que ella no es quién para decidir qué está bien o mal en la vida de otras personas pero Ali también estuvo con Ruth. Un breve espacio de tiempo, cierto, pero eso, unido a que ha seguido tratándola y, en consecuencia, conociéndola ha hecho que algo la escame. No se fía de Ruth. Y menos después de ver su actuación tras la ruptura. Está convencida de que se ha convertido en una especie de paralítica emocional que no es capaz de entregarse completamente a una relación. Si Ruth volviera a dejar a Sara la destrozaría definitivamente. Y ella no soportaría verlo. Bastante difícil se le ha hecho asistir al progresivo deterioro de Sara durante los últimos meses.
Porque sí, Ali sigue albergando un extraño sentimiento hacia Sara. No sabe si de amor, de cariño o simplemente de compasión por lo que ha estado pasando. Se da cuenta, además, que ese sentimiento siempre ha estado ahí, desde que la conoció, haciéndose aún mayor cuando Sara supo ver sus dudas acerca de lo que le estaba pasando con David y fue la primera en apoyarla en la aceptación de su propia bisexualidad. Y lo que ahora más la confunde es darse cuenta de todo eso y, por otro lado, comprobar que su relación con David continúa en plena forma. Que le quiere. Que sigue queriendo estar con él. Y es esa ambivalencia de sentimientos la que consigue ofuscar su cabeza como nunca.
Nadie vuelve a mencionar a Ruth y Sara en el transcurso de la cena. Se entretienen soltando gracietas y gastando bromas, comentando cosas triviales y discutiendo temas de actualidad. Los platos se van vaciando y las dos jarras de sangría del principio son sustituidas por otras dos en cuanto se acaban. El alcohol les relaja y les suelta la lengua aún más. Hablan también de lo que van a hacer en cuanto salgan del restaurante, a qué bares irán, los bailes que se piensan pegar para desengrasar cuerpos que hace mucho que no ponen un pie en una discoteca.
Juan sonríe animado de haber podido reunir a todos pero sobre todo de poder compartirlo con Diego, con el que hace mucho que no tiene un rato de ocio fuera de las cuatro paredes de su piso. Pero tiene que reconocer que también echa de menos a Ruth. Él es el único que la ha visto, tanto a ella como a Sara, tras la reconciliación. Y sólo porque se plantó en su casa a los pocos días de enterarse de la noticia de labios de Sara. Las encontró a las dos calmadas y muy cariñosas la una con la otra. Parecía que nunca hubiera pasado nada, que nunca hubieran estado separadas, que nunca se hubieran hecho daño. En el tiempo que tardó en tomarse un café le ofrecieron tal estampa de felicidad y compenetración que le hizo conmoverse, alegrarse por sus dos amigas. Los ojos de Sara brillaban, totalmente exultantes, a la vez que esbozaba una amplia sonrisa, espontánea y sincera, y miraba a Ruth con complicidad. Y Ruth, por su parte, destilaba sosiego y tranquilidad, salvo para preparar el café, no se separó de Sara ni un solo momento. La cogía de la mano, le hacía carantoñas, dejaba caer algún beso por sorpresa cada poco rato… Formaban, de nuevo las dos juntas, una modélica postal de bienestar y placidez. Demasiado modélica, demasiado pretendida. La sombra de las sospecha se alojó en un pequeño rincón de la mente de Juan. Se alegraba de que las aguas volvieran a su cauce sin embargo algo le escamaba de todo aquello. No sabría decir por qué y esperaba equivocarse, que su impresión sólo estuviera provocada por el miedo a verlas sufrir de nuevo.
Acaban con los postres y al pedir la cuenta la camarera les pregunta si quieren algún licor. Todos aceptan y junto al platillo con el ticket les trae otro con seis vasos de chupito que llena a continuación del consabido licor de flores. Cada uno coge el que le corresponde y alzan los vasos para brindar.
—¡A los ojos! ¡A los ojos! ¡Hay que mirarse a los ojos! —recuerdan algunas voces.
Tras un rápido trago van depositando los vasos de nuevo en el plato o sobre la mesa. Se miran unos a otros con cara de circunstancias dando por acabada la cena. Sacan sus carteras y monederos y dejan la parte que les toca de la cuenta consiguiendo el importe casi exacto sin necesidad de pedir cambio. Luego recogen sus cosas y empiezan a levantarse. Juan le hace una seña a la camarera indicándole que ya se puede llevar el dinero. Se pone su abrigo y cierra la comitiva que sale del restaurante.
Ya en la calle, mientras algunos se acaban de poner chaquetas y de colocar bolsos y bandoleras al hombro, Pilar busca su móvil y se encuentra con una llamada perdida del teléfono de sus padres. Una punzada de nervios le atraviesa el estómago. No cree que haya pasado nada porque habrían insistido pero es raro que sus padres la llamen. Siempre suele ser ella quien lo hace. Y no muy a menudo, la verdad sea dicha.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu al ver la cara que se le ha puesto.
—Nada —Pilar menea la cabeza—, me han llamado mis padres. No he debido oírlo.
Al otro lado del grupo Diego también está mirando algo, en este caso, su busca. Frunce el ceño mientras lee el mensaje y luego lanza una mirada circunspecta a Juan que, a su lado, le mira a su vez con fastidio.
—¿Es una urgencia? —le pregunta con acritud.
—Sí —responde escueto Diego—. Voy a tener que irme… —se vuelve hacia los demás—. ¡Hey, pandilla! —les dice para llamar su atención—. Me temo que no vais a poder contar conmigo, tengo una urgencia…
El resto adopta gestos de fastidio. Diego empieza a repartir besos para hacer el momento menos incómodo de lo que ya es. Finalmente le da a Juan un breve beso en los labios.
—Lo siento —susurra al separarse de él. Su novio, molesto, esquiva su mirada de cejas alzadas y desvalidas que parecen decirle que no es culpa suya pero que tiene que hacerlo aunque no le guste—. Pásalo bien, ¿vale? —añade apretándole el brazo. Luego se da la vuelta y enfila la calle en dirección a Gran Vía, secretamente aliviado de marcharse porque no le apetecía demasiado pasar la noche de copas.
Juan, tras la partida de Diego, se arrima, cabizbajo, al resto del grupo que le recibe con miradas y gestos de compresión. Echan a andar en dirección a la plaza de Chueca.
Aunque finja normalidad, en el fondo Juan empieza a estar cansado de esa situación. En veinte años ha tenido momentos de hartazgo parecidos, por causas similares y también distintas. No obstante, en esas otras ocasiones no llegó a sentir tanto hastío como está acumulando en los últimos meses. Asume como lógico que la pasión y la energía de los primeros años de relación den paso a una calma chicha con breves conatos de la fogosidad de antaño. Cuando se llega a cierta edad se valora más la tranquilidad que produce lo cotidiano que la intensidad emocional que sobrecoge a las parejas cuando todo es nuevo. Lo que le cuesta más aceptar es que con el paso del tiempo y, más concretamente, durante los últimos dos años, su pareja se esté convirtiendo en un mero adorno en su vida.
Desde que se aprobó el matrimonio para parejas del mismo sexo han hablado en multitud de ocasiones de hacer uso de esa ley tan envidiada en otros países. Han buscado en Internet los requisitos que se piden, han hecho incluso ligeros planes acerca de su futura boda pero los meses han ido pasando sin que ninguno de los dos se decidiera a dar el siguiente paso. A efectos prácticos sólo se trataría de una mera formalidad, de constatar por escrito lo que durante dos décadas han mantenido en pie contra viento y marea. Y es en momentos como ese en los que Juan se pregunta si tendría algún sentido hacerlo.
Nunca se ha imaginado su vida sin Diego. Durante años han sido ese tipo pareja que va junta a todas partes, que hace todo a dúo, a la que todo el mundo pregunta extrañado dónde está el otro si uno de ellos no aparece. Pero hace ya mucho que empezó a acostumbrarse a que tenían que hacer las cosas por separado. Lo cual no debería ser malo si no fuera porque cada vez siente que la distancia es mayor, que no es una simple cuestión logística, que el abismo no es sólo físico y temporal sino también emocional. Diego se ha vuelto expeditivo y apático, centrado obsesivamente en su trabajo, arrepentido de haber perdido tantos años de su vida luchando por causa perdidas que le reportaban poco dinero y aún menos satisfacción. Porque en lo que Ruth siempre ha tenido razón es que, a partir de cierta edad, las ansias de cambiar el mundo se agotan y te conformas con cambiar tu propio mundo, si es que puedes. El trabajo en los colectivos quemó mucho a Diego y ahora Juan se da cuenta de que también ha quemado su relación con él.
Su amigo Nando, en las dos o tres veces que han quedado últimamente, le ha sugerido —casi afirmado con ese escepticismo vital que lleva por bandera desde siempre— que sería posible que Diego tuviera algún lío por ahí. Pero Juan ha negado esa posibilidad todo lo rotundamente que ha podido. El cambio producido en Diego no sugiere sino desidia y contrariedad. No ha notado tampoco ningún comportamiento sospechoso que le indujera a pensar que hay alguien tras las sombras. Juan sabe que no siempre es necesaria una tercera persona para que una pareja deje de funcionar aunque pueda parecer el motivo más obvio o recurrente.
Los cinco amigos llegan a la plaza de Chueca y deciden entrar al Soho aduciendo que no habrá mucha gente. Bajan las escaleras hasta la planta de abajo comprobando lo acertado de su suposición y se disponen a dejar los abrigos en los escalones del fondo. Tras hacerlo se van turnando para acercarse a la barra a pedir las primeras copas. Ali y David son los primeros en hacerlo. Juan se sienta en uno de los escalones, apoyando los riñones sobre los abrigos, esperando que Pilar y Pitu no perciban el abatimiento que lo empieza a conquistar.
Acodándose en la barra mientras espera que sirvan las copas que ha pedido, Ali se fija que en el otro extremo están unas conocidas del colectivo. Y en el mismo momento en que ella se da cuenta, las chicas se percatan de su presencia allí, sonríen sorprendidas y, copas en mano, acuden a su lado para saludarla. David, hábilmente, coge su copa recién servida y se escabulle para volver con Juan, Pilar y Pitu. Ya ha aguantado demasiadas miradas aviesas de las amigas de Ali que, incapaces de creer que alguien como ella pueda tener una relación con un hombre, le observan siempre de pies a cabeza con gesto incrédulo, como preguntándose qué ha visto Ali en él para abandonar el barco en cuya proa ella parecía estar tan perenne como el mascarón. Al llegar, Juan le hace un hueco en el escalón y David se acomoda junto a él. Pilar y Pitu aprovechan para ir a pedirse algo.
—¿No tomas nada? —le pregunta David a Juan.
—Sí. Luego —responde lacónico.
—¿Estás bien, tío?
Juan asiente enérgica pero lentamente con la cabeza. Sin embargo el movimiento acaba convirtiéndose en una negativa resignada.
—Me toca los cojones que Diego se haya tenido que ir así de repente pero… —se encoge de hombros—, ¿qué coño voy a hacer? ¿Ponerme a patalear?
David asiente y le da un sorbo a su copa sin saber qué más puede decirle. Aunque la noche sea momento de confidencias no cree que con el volumen desquiciante de la música pudieran mantener ninguna conversación con un mínimo de coherencia sin dejarse la voz. Y Juan, como si supiera lo que está pensando, tampoco insiste en seguir hablando.
Entretanto, en la barra, Ali agudiza el oído tratando de escuchar a sus amigas. A voces le cuentan novedades y cotilleos del colectivo. En sus frases subyace un tono de reproche por haber dejado de frecuentarlo que Ali no quiere relacionar con el hecho de que salga con David. Tras ponerla al día en lo referente a ese tema, pasan a relatarle sus últimas historias amorosas. La mayoría de ellas encadenan un ligue con otro con facilidad e indolencia, pareciendo que cuantas más muescas luzca el cabecero de sus camas, más felices son ellas. En ocasiones llegan a hablar con cierto desprecio de las chicas con las que han estado, ridiculizando sus reacciones al haberse encontrado con que ellas no querían continuar con algo que no fue más que un rollo pasajero. Y Ali se siente extraña al escucharlas hablar con tanto desprecio. No es algo que le sorprenda porque ella siempre se ha considerado bastante distinta de las chicas de su edad. Sin embargo ahora el abismo que las separa se le antoja más insalvable que nunca.
Desde pequeña se ha acostumbrado a que en su entorno más cercano y familiar la calificaran como una chica mucho más madura de lo que por edad tendría que ser. Con el tiempo ella acabó asumiendo esa sentencia como un rasgo definitorio de su carácter. Y, en consecuencia, se imponía a sí misma ser aún más madura de lo que hubiera debido. Dedicó su adolescencia a estudiar con ahínco para sacar siempre las mejores notas. Decidió vivir por su cuenta al empezar la universidad y se puso a trabajar porque no quería depender de sus madres sino continuar demostrando lo capaz e independiente que era. Y ahora, a punto de cumplir los veinte años, se encuentra con que más que madurar, ha envejecido interiormente. A veces bromea diciendo que su edad mental ya debe de estar rondando los treinta años por mucho que su DNI reste más de una década a esa cifra.
No obstante ahora se encuentra con un obstáculo con el que nunca había contado y es que, si bien en ese entorno cercano y familiar que tan madura la había considerado siempre no tenía necesidad de demostrar nada, al salir fuera de ese círculo ha descubierto que tiene que estar constantemente probando que no es una niñata inmadura sólo por su corta edad. Pero eso no es lo peor. Lo peor viene cuando se da cuenta de que no sólo la tratan con condescendencia porque se dé por sentada una inmadurez fruto de su juventud sino porque esa inmadurez es algo generalizado, independientemente de la edad.
Ali trata con mucha gente. Gente de edades diferentes y variadas y diversas formas de pensar y de ver la vida. Y cada vez le produce una mayor ansiedad advertir que no importa que una persona tenga veinte, treinta o cuarenta años porque todos o su gran mayoría siguen comportándose como adolescentes. Y es ese empeño en dilatar la adolescencia lo que Ali no termina de comprender. No sólo es que esas personas con las que se relaciona a diario padezcan un acusado síndrome de Peter Pan sino que, además, presumen orgullosas de él. Les parece muy divertido peinar canas y comportarse como si todavía estuvieran en el patio del instituto. Trabajar como respetables ciudadanitos de lunes a viernes con corbata y americana o traje de chaqueta y salir de viernes a domingo como salvajes a emborracharse hasta caer redondos. Eso les hace sentirse jóvenes, transgresores, rebeldes. Y a Ali sólo le parecen, simple y llanamente, gilipollas.
Hay personas que no sólo rozan la treintena sino que la sobrepasan cuya conducta resultaría infantil incluso a los propios adolescentes. Si bien comprende que esa infantilización masiva procede en gran medida de las circunstancias sociales que llevan a la gente joven a permanecer en casa de papá y mamá indefinidamente a causa de la precariedad laboral o lo imposible que resulta comprarse un piso, lo que no comparte es que eso les exima de madurar y asumir determinadas responsabilidades. Por mucho que se quejen de su situación, en el fondo sabe que es mera comodidad. Es más fácil quedarse con las ventajas de ser adulto sin las obligaciones que ello conlleva. Esos chicos y chicas con licenciaturas y masters, que se echaron la mochila al hombro para irse a alguna ciudad extranjera a estudiar, aprender un idioma o encontrarse a sí mismos y que luego, al acabar esa etapa, acceden a buenos puestos de trabajo y se consideran unos competentes profesionales totalmente volcados en sus carreras profesionales cuando entran por la puerta de la oficina, vuelven a ser unos crios en cuanto traspasan el umbral de la casa paterna. Abren el frigorífico y lo encuentran lleno a rebosar. Aunque es posible que antes de que hayan podido hacerlo ya tuvieran el plato de comida puesto en la mesa. Y las facturas pagadas. Y la casa recogida. Y la ropa limpia y planchada en el armario. Como mucho se ocupan de cubrir la cuota de Internet en caso de que los padres consideren que es sólo un capricho superfluo. Y puede que hasta la paguen a regañadientes porque no les queda más remedio. Pero luego se niegan a comprar un lector de dvd capaz de reproducir la ingente cantidad de películas y series que se descargan de la red por considerarlo un gasto que no les corresponde a ellos puesto que no van a ser los únicos que lo disfruten.
Sin embargo es en el plano emocional y de las relaciones personales donde Ali encuentra mayores motivos para sentirse un bicho raro. Y agradece infinitamente rodearse de personas como David, como Juan, como Pilar. Jóvenes adultos con defectos y virtudes pero, al fin y al cabo, dueños de sus propias vidas, capaces de afrontar sus miedos por mucho que les cueste y capaces también de ser coherentes entre lo que proclaman y lo que hacen. Lo agradece porque así lidia lo menos posible con esas personas que, como ve en algunas de sus conocidas, huyen con el rabo entre las piernas cuando se dan cuenta de que la gente espera algo de ellas y que luego legitiman su huida aduciendo que no están preparadas. Personas que se enredan en mil excusas, todas muy creíbles, para retardar lo máximo posible el paso a la madurez, que se aferran a sus muchos miedos y temores sin complejos ni el menor atisbo de culpa sólo porque creen que tienen derecho a hacerse caquita cuando las cosas no les gustan y no tienen valor para afrontarlas. Que se empeñan en convencer a los demás, mediante razonamientos aparentemente lógicos, que ya han salido del jardín de infancia por mucho que luego sus actos les contradigan. Que utilizan a los demás impunemente sólo para probarse a sí mismas pero que, por supuesto, no quieren que eso les acarree consecuencias ni que las personas a las que utilizan se quejen porque, de hacerlo, tratarán por todos los medios de hacerles ver que se equivocan para así quedarse con la conciencia tranquila ya que esas personas están convencidas de que siempre actúan correctamente cuando, en el fondo, lo único que quieren es seguir siendo unos adolescentes toda su vida disfrazándose de personas adultas porque convertirse en una de ellas les resulta demasiado duro y complicado…
Entonces Ali se acuerda de Ruth y se da cuenta de que tampoco es necesario seguir bajo las faldas de mamá para sufrir complejo de Peter Pan. Las personas como Ruth han sustituido la seguridad familiar por la seguridad que proporciona un trabajo estable y bien pagado que les permite suplir los cuidados de una madre con dinero. Dinero para comer fuera, para gastarlo en sus caprichos, para, incluso, pagar a alguien que les mantenga la casa limpia. Puede que Ruth no fuera tan distinta de Ali a su edad, yéndose de casa con diecinueve años, estudiando y trabajando, manteniendo una relación de pareja que convive bajo el mismo techo pero el tiempo la ha ido convirtiendo en algo muy distinto, haciéndola sufrir una peculiar regresión a la adolescencia más inmadura y pueril. Dejando a Sara porque se asustó, volviendo con ella porque, de repente, se da cuenta de que la echa de menos. O que la quiere. O cualquier otra razón, tanto da. Obedeciendo a sus caprichos, en definitiva. Y como ella, otros tantos. Personas que van cumpliendo años sin que eso les sirva para algo. Que quizá hagan bien manteniendo vivo al niño que llevan dentro pero quizá no tanto dejando que les controle. Que, a la hora de entablar una relación, como no les vale esa premisa de sus padres y abuelos de que una pareja es para siempre, pasan de la actitud de aguantarlo todo, pase lo que pase, a la de que no tienen porqué aguantar nada y al más mínimo problema, miedo o duda, salen corriendo porque son incapaces de esforzarse lo suficiente para que algo funcione. Y en la vida, cree Ali, si uno no se esfuerza no se consigue nada que merezca la pena.
Ella ya lo está notando. Su independencia le cuesta. Muchas veces se siente agotada, incluso derrotada. Estudia, trabaja, se ocupa del pequeño rincón propio de su piso. Abre el frigorífico y a veces encuentra el espacio que tiene asignado casi vacío. El dinero le llega justo casi siempre. Esa noche, probablemente, ella y David no puedan tomarse más que un par de copas cada uno. Porque David es también como ella. Un luchador. Alguien que quiso tener su propia vida y se fue a trabajar de camarero a Londres, no para encontrarse a sí mismo, sino para ganar experiencia aparte de dinero. Que regresó a su país y no quiso volver con sus padres sino comenzar una nueva etapa independizándose definitivamente gracias a lo que había estado ahorrando con gran esfuerzo. Ellos no son el tipo de personas que huyen por mucho que les domine el pánico. Aguantan los chaparrones y los golpes de frente. Y se joden y se aguantan e intentan aprender cuando les dicen que no han estado a la altura de las circunstancias. Los dos tratan de conocer sus miedos y sus culpas y sus complejos y sus traumas y se rompen los cuernos tratando de superarlos. Intentan explicarse siempre lo mejor que pueden para que la gente que les importa pueda entenderles aunque sepan que no siempre lo consiguen. Tratan de no utilizar a nadie porque tienen demasiado desarrollada la empatia y siempre se dejan la palabra justa —e hiriente— en la punta de la lengua. Aún así algunas personas acaban haciéndoles más daño del que les puedan hacer a ellos. Y sus conciencias no siempre están tranquilas porque siempre acaban poniéndose en todos los lugares opuestos al suyo y eso hace que entren a menudo en contradicción consigo mismos, entre lo que les gustaría hacer y lo que deberían hacer. Porque lo único que quieren es ser adultos responsables y coherentes entre lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen. No quieren dejar de ser jóvenes por ello. Pero ya no quieren ser un par de crios. Porque saben que pretender seguir ese camino prefijado que muchos tienen en la cabeza, ese que dicta que primero se acaba de estudiar, luego se encuentra un buen trabajo, a continuación llega una pareja y después, para rematar, la casa en las afueras, el perro, el niño y el monovolumen en la puerta, es absurdo. Los trabajos fallan, cuesta encontrar uno a la medida de cada cual. La pareja puede tardar en llegar. O no llegar nunca y pasar la vida manteniendo relaciones sin futuro. Y en cuanto a la casa, el perro, el niño y el coche… la vida no es como las teleseries americanas hacen creer.
Y quizá sea por todo eso, porque tienen la misma forma de ver la vida, porque se complementan y se apoyan el uno al otro, por lo que no pudieron evitar estar juntos, por lo que se quieren, por lo que lo suyo funciona. Y por muchas dudas que pueda tener Ali, por mucho que zozobre cuando ve a Sara o piense en ella, eso no son más que pensamientos. Ella sabe que, por ahora, su lugar está junto a David. Él ha sido la persona con la que ha conseguido entablar una relación más profunda y sólida pese al escaso año que llevan juntos. Él es su pareja. Aunque a algunas personas, como esas chicas con las que ahora está hablando, les cueste tanto comprenderlo.
David aparece a su espalda y le rodea la cintura desde atrás. Ese simple gesto basta para que las chicas cesen en su interminable verborrea y vayan frenando su lengua. Ali agradece el rescate, deja caer un «bueno, ya nos veremos» y, agarrada a David, regresa con sus amigos al rincón. Juan, Pilar y Pitu hablan entre ellos a gritos pero animadamente. Al verles aparecer, Pilar se les acerca y les comenta que estaban pensando en irse a otro sitio, que tanta música electrónica les está empezando a rayar. Ellos dos muestran sus copas, ya mediadas, dando a entender que en cuanto las terminen podrán irse todos. Luego Ali se gira para quedarse frente a David y le atrae hacia ella para besarle. En ese momento le desea de tal modo que casi siente ganas de decirles a los demás que ellos prefieren irse a casa. Pero decide aguantar. Sabe que si ellos se van, apagarán los ánimos y, probablemente, los demás también acaben por irse.
Así que acaban sus copas, hacen un gesto con la cabeza y comienzan a recoger sus abrigos. Emergen de las profundidades del local de nuevo a la plaza de Chueca y se miran unos a otros preguntándose a dónde ir.
—¿Truco?
—Demasiada gente.
—¿La Bohemia?
—Igual. Estará hasta la bandera.
—¿Escape?
—Es demasiado pronto. Además, lo tengo muy visto ya…
—¿Entonces…?
Todos miran a Juan, que es el único que no ha dicho nada, esperando que sugiera algo. Él abre mucho los ojos y se encoge de hombros.
—¿Y yo qué sé? —repone divertido—. Es la una, todo va a estar en hora punta…
—¿Y el sitio al que ibas cuando me encontré contigo? —le pregunta Pilar.
—¿El Rick’s? No sé, como queráis. Pero ahí sólo hay tíos, a lo mejor no os apetece…
—¡Bah! —exclama Ali desenvuelta—. Aquí ninguno va a ligar, sólo queremos tomarnos una copa…
Y los cinco cruzan la plaza hasta el extremo opuesto para encaminarse allí. Juan encabeza la comitiva guiándoles a través de las calles, cruzando la plaza de Vázquez de Mella y llegando hasta la puerta del Rick’s. El portero de la otra vez les abre la puerta y entran en el local que, aún siendo la hora que es, no está todavía muy concurrido. Se apalancan junto a la barra a pedir sus consumiciones. Ali y David deciden compartir una cerveza, Pitu se pide una sin alcohol porque luego tendrá que conducir de vuelta a casa, sólo Pilar y Juan se piden una copa para cada uno. Beefeater con limón para él, Ballantine’s con coca-cola para ella. Se miran con la confianza de los amigos que se conocen hace más tiempo del que recuerdan y hacen un pequeño brindis entre ellos, chocando tímidamente los dos vasos. Hay un punto de resignación en sus miradas, en sus gestos. Interiormente se sienten cansados. Y si hay algo más que tienen en común es que los dos echan de menos a Ruth. Su ausencia es casi más aplastante que su presencia. Ambos han notado en más de una ocasión a lo largo de la noche que, inconscientemente, acaban adoptando alguna de las actitudes que tendría ella de estar allí, hacen bromas más propias de Ruth que de ellos o piensan fugazmente que la canción que suena por los altavoces le gustaría a su amiga. Es sofocante y desolador sentir nostalgia por alguien que se ha apartado de sus amigos de esa forma. Tratan de acostumbrarse a la nueva rutina, a que Ruth, probablemente, ya no compartirá muchos momentos con ellos. Que aunque volviera a acompañarlos en noches como esa ya no podría ser igual que antes. La brecha abierta ha cicatrizado sin cerrarse del todo.
Se alejan de la barra y bajan el par de escalones que les conduce al centro del bar. Los demás hablan entre ellos acercando los labios al oído de su interlocutor. Juan no habla con nadie. Se mantiene en pie, sosteniendo su copa en la mano, mirando a su alrededor, oteando el panorama con cara de circunstancias. Algunos tíos cruzan la mirada con él y Juan puede adivinar en sus ojos lo que cruza por sus mentes. Se preguntan qué hace un cuarentón —porque es lo que Juan es, un cuarentón, por mucho que parezca más joven, por mucho que vista a la moda y siga saliendo de bares, aunque intente disimularlo sabe que su rostro deja entrever el paso del tiempo— acompañando a una parejita hetero y a un par de lesbianas visiblemente más jóvenes que él. Le preguntan con los ojos qué hace sosteniendo las velas a esas dos parejas que no parecen tener nada en común con él. Le retan con las miradas. ¿Por qué les ha traído aquí si no es para que él pueda estar en su terreno, para poder moverse entre otros hombres como él? Hombres que han salido con la intención de pasar una noche divertida, de conocer a alguien con quien poder follar. Quizá algunos alberguen todavía la esperanza de encontrar algo más que un simple polvo. Una buena conversación, tal vez, un cerebro escondido tras la pulcra y cuidada imagen del prototipo gay. Un tío que no desaparezca nada más quitarse el condón y que les invite a un café para desayunar… Juan sabe cómo funcionan las cosas en la noche más por haber sido espectador directo que protagonista absoluto. Él siempre ha tenido a Diego a su lado. Esa relación, que muchos han envidiado y otros pocos han mirado con recelo por creer que no podía ser tan perfecta en realidad, ha protegido a Juan de todos los avatares que supone la incesante búsqueda de una persona que quiera permanecer en la vida de otra más allá del intercambio de fluidos propiciado por el deseo insatisfecho y unas copas de más. Él nunca ha necesitado buscar nada fuera. Lo que tenía le bastaba. Y sabe que, pese a todo lo que ha visto, no sabría moverse con soltura de estar en el lugar de aquellos que llenan el local en ese momento.
Sin embargo esa noche se nota distinto. Dentro de él siente la necesidad de sentirse deseado por alguien desconocido y eso le lleva a sostener las miradas que le lanzan en lugar de apartar la cabeza divertido y desinteresado como ha hecho siempre. No es que quiera ligar, no es que quiera deambular por ningún cuarto oscuro buscando alivio rápido ni acabar en la casa de ningún desconocido. No se trata de eso sino de algo mucho más simple. Necesita alimentar su autoestima, sentirse deseado, notar que le desnudan con la mirada, pensar que todavía puede atraer a alguien, que aún tendría una oportunidad si se quedara solo. Pero lo único que consigue es atraer miradas cada vez más indescifrables, que tanto pueden denotar deseo como mofa. Eso hace que su inseguridad crezca aún más. Y junto a su inseguridad crece también la sensación de vértigo. De ver cómo su vida se precipita a un vacío en el que no quiere caer.
Pilar llama su atención pasando la mano por delante de sus ojos. Juan recupera la compostura y escucha a su amiga decirle que Pitu y ella están cansadas y que se van a ir a casa. Juan mira entonces a David y Ali intuyendo por sus caras que ellos secundarán la propuesta de dar por zanjada la noche. A él no le importa. Le da igual quedarse que marcharse. Va a sentirse igual de solo haga lo que haga. Así que dejan las copas vacías por donde pueden y se dirigen a la puerta del local.
Caminan unos metros juntos hasta Gran Vía. Ahí se paran los cinco, algo dubitativos, mirando a un lado y otro de la calle. Juan dice que cogerá un taxi. Ali y David dicen que se van a Cibeles a pillar el búho. Pilar y Pitu explican que han dejado el coche por detrás de Correos y que les acompañarán. Una vez expuestos los planes de huida empiezan a despedirse con cierto sentimiento de derrota. Juan se separa del grupo para cruzar la calle y poder coger el taxi en dirección contraria. Los demás le miran mientras espera que el semáforo se abra. Cuando el muñequito verde se ilumina, Juan les hace un gesto con la cabeza y alza la mano a modo de última despedida. Atraviesa la Gran Vía con rapidez y al llegar al otro lado se planta en el borde de la acera buscando con la mirada un taxi entre los coches que se acercan por su izquierda.
Los demás bajan la calle en dirección a Cibeles hablando ya sin ganas, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos de pantalones y chaquetas. Llegan hasta la esquina de Alcalá con Recoletos y cruzan la calle por el paso de cebra. Vuelven a esperar junto al semáforo de la esquina del Banco de España, uniéndose a la mucha gente que hay también esperando. Cruzan los dos tramos del Paseo del Prado y en la puerta del edificio de Correos las dos parejas se despiden. Ali y David se mezclan entre la gente que espera su búho y Pilar y Pitu empiezan a subir hacia la Puerta de Alcalá en busca de su coche.
No muy lejos todavía, ya montado en un taxi, Juan se recuesta en el respaldo tras decirle al conductor el destino del trayecto. Apoya la cabeza en la ventanilla y deja que su mirada se pierda a través de ella. Observa las calles iluminadas del Madrid nocturno, de una ciudad que gana mucho al ponerse el sol, un escenario irreal capaz de engañar al cauto y fascinar al escéptico, ese lugar onírico que cambia de forma según cómo incidan las luces sobre su irregular superficie. Juan siente que puede admirar su peculiar belleza pero que ya no forma parte de lo que sus ojos ven. Que una etapa está terminando y que tendrá que conformarse con arreglar todo lo que no funciona en su vida si no quiere dejar llevarse por la desesperación. Cierra los ojos y hace una profunda inspiración. Sólo quiere dejar la mente en blanco.
Mientras Juan se dirige a una casa a la que será el primero en llegar, Ali y David se apretujan en un autobús nocturno junto a demasiada gente que también, como ellos, ha dado por finalizada la juerga. O el turno laboral. O cualquiera de los otros motivos por los que andan todavía por la calle. Se agarran el uno al otro para no caerse, muertos de ganas, de impaciencia, de ansiedad por llegar a la casa de ella y desnudarse, meterse en la cama, tenerse cerca, devorarse mutuamente con el ansia de los que aún tienen mucho tiempo por delante para recorrer un mismo camino juntos. Ali ahora ni siquiera recuerda a Sara. Sólo puede pensar en el momento en que sienta a David dentro de ella, en la placidez de quedarse dormida a su lado, exhausta y satisfecha. En esa sensación de bienestar que le produce despertarse junto a él cuando la luz comienza a arañar la ventana de su habitación. Apoya la cabeza en el hombro de David y se deja mecer por el traqueteo del autobús.
Ya casi en la otra punta de la ciudad, a punto de traspasar las dos torres inclinadas de la Puerta de Europa y salir de Madrid, Pitu conduce el coche hacia su piso del extrarradio. Agarra la mano de Pilar tras cada cambio de marchas. No hablan, dejan que la música de la radio flote en el interior del auto, poniendo banda sonora a ese momento en que regresan a casa tras una noche con sus amigos. Ninguna de las dos está demasiado cansada pero les apetece dormir, quizá levantarse a la mañana siguiente a una hora tardía, pasar el domingo a solas, disfrutar del hecho de no tener nada que hacer. Al detenerse en el primer semáforo que encuentran al entrar en su ciudad, Pitu se inclina hacia Pilar, pidiéndole un beso sin palabras, sólo con su sonrisa. Se besan durante unos segundos, hasta que el claxon del coche que se ha colocado justo detrás las interrumpe. Pitu regresa a su posición inicial frente al volante, cambia la marcha y deja atrás el semáforo ya en verde.
Desde un mismo punto de partida los cinco amigos se han dispersado en distintas direcciones, cada uno hacia el lugar al que pertenecen cuando el cansancio y la necesidad de intimidad les vencen. Se cobijan en su pequeño rincón del mundo, su refugio, cada vez más ajenos a esas dos mujeres que en ese momento yacen en una misma cama. Una cama de un pequeño piso del centro de Madrid. Dos mujeres, Ruth y Sara, a las que han querido y continúan queriendo. Por las que se han preocupado. Por las que han sufrido. A las que han intentado ayudar, a cada una como les ha dejado y a las que ahora no les queda más remedio que esperar. Esperar que vuelvan a retomar la vida que antes llevaban, esa vida que también les incluía a ellos como una parte importante. Y esas mujeres, Ruth y Sara, duermen profundamente, también ajenas a lo que en ese momento están sintiendo sus amigos. Abrazadas en lo más profundo de su sueño, satisfechas de haber retomado su relación, su vida en común, tranquilas de volver a tenerse, incapaces todavía de pensar en nadie más que no sean ellas mismas. Con su atención totalmente centrada en lo que viven y sienten de nuevo. Soñando que tal vez sea posible hacer que la felicidad dure para siempre.