Cuántas vueltas
El timbre del horno suena indicándole a Juan que el soufflé está listo. Protegiendo sus manos con sendas manoplas acolchadas, saca la bandeja y la coloca sobre una tabla de madera. Mientras lleva a cabo toda la operación su hombro izquierdo sostiene contra su oreja el teléfono inalámbrico. Está hablando con Sara. Como casi todas las noches. Aunque nunca digan nada nuevo. Aunque sigan dando vueltas a lo mismo, como quien se empeña en resolver un cubo de Rubik al que le han cambiado las pegatinas de sitio convirtiéndolo en algo imposible de solucionar. Lo mejor que a Juan se le ocurre decir a estas alturas es que deje pasar el tiempo. No es que quiera darle esperanzas a Sara en el sentido de que Ruth pueda recapacitar y tratar de volver con ella —la verdad es que Juan no lo cree en absoluto, sabe que su amiga es muy tajante con sus decisiones— pero piensa que lo peor que puede hacer Sara es seguir dándole vueltas a algo que ni comprende ni, posiblemente, llegue a comprender algún día.
Mientras lleva la ensalada a la mesa del salón, ya cogiendo el teléfono con la mano, ve que Diego sale del baño duchado y vestido y se encamina directo a la mesa.
—Nena, te dejo, que Diego acaba de salir de la ducha y vamos a cenar, que se tiene que ir a currar en un rato. Mañana hablamos, ¿vale? —le exhorta volviendo sobre sus pasos para coger el resto de las cosas de la cena.
—Vale, vale —responde Sara un tanto apurada—. Dale un beso de mi parte.
—¡Un beso de parte de Sara! —grita a Diego desde la cocina.
—¡Otro para ella! —responde el interpelado también alzando la voz.
—Ya lo has oído, ¿no?
—Sí, sí. Bueno, no te entretengo más. Ya hablaremos.
—Cuídate, haz el favor. Y no le des muchas más vueltas de las imprescindibles.
—Como si fuera tan fácil… —Sara suspira al otro lado de la línea—. En fin… Venga, que te dejo. Un beso. Ciao.
Y cuelga súbitamente. Juan mira el teléfono con aire circunspecto. Luego lo deja sobre la encimera de la cocina, coge los platos en los que ha servido la cena y los lleva al salón donde Diego le espera ya sentado a la mesa haciendo zapping con el mando a distancia del televisor.
—¿Cómo anda? —le pregunta sin desviar la mirada de la pantalla.
—Jodida. Y cada vez peor —responde Juan sentándose—. ¿No podrías intentar hablar con ella? —le inquiere Juan mirándole directamente a los ojos en cuanto Diego posa su mirada en él—. En calidad de psicólogo, quiero decir…
Diego se encoge de hombros.
—Puedo intentarlo. Siempre que saque un hueco, claro… Pero no deberías preocuparte tanto. Es normal que esté así. Está en plena fase de duelo. Es posible, incluso, que aún no haya aceptado la ruptura… Acuérdate de Ruth cuando pasó lo de Olga. Su duelo fue mucho peor y lo acabó superando. Aunque para ello tuviera que quemar Madrid y beberse hasta el agua de los floreros…
Juan frunce el ceño al mirar a su novio.
—No creo que sea apropiado poner como ejemplo de superación a la misma persona que le ha provocado todo esto. Las circunstancias son distintas, además. Por no hablar de que Sara es muy diferente a Ruth. Sara al menos dice lo que siente. Ruth no debe de hablar ni con su almohada…
—Las mujeres son más emocionales que los hombres. Para bien y para mal… Y ellas dos son las dos caras de la misma moneda. Ruth se lo traga y Sara lo expulsa hacia fuera pero el origen es el mismo, un conflicto emocional que ninguna de las dos es capaz de resolver…
Juan mira a Diego estupefacto. A menudo le sorprende la frialdad científica con la que su novio encara las emociones. Siempre acaba reduciendo los sentimientos a meras sustancias químicas segregadas por el cerebro. Como si el amor y todo lo que conlleva no fuera más que un chute combinado de serotonina, dopamina y oxitocina que todo el mundo pudiese controlar a voluntad y dejarlo a un lado cuando lo desee. Y puede que esa sea su explicación racional pero Juan nunca ha sido capaz de adoptar semejante grado de displicencia a la hora de encarar esas cuestiones. Y Diego tampoco. Al menos no en su vida personal. Él siempre ha sido tan emocional como ahora acusa a Sara de ser. Y todas las crisis por las que han pasado en sus casi dos décadas de relación las ha vivido con la misma angustia que domina ahora a su común amiga.
—Cuando te pones en plan analítico me alucinas… —murmura empezando a comer.
—Será que me hago viejo… Con el tiempo aprendes a priorizar lo realmente importante y no preocuparte por cosas que no tienen solución —sentencia Diego sin mirarle.
Juan se pregunta si sería capaz de reaccionar con la misma frialdad si algún día él decidiera dejarle. Pero no dice nada. No está muy seguro de recibir una respuesta agradable en ese momento. Ni de ser capaz de encajarla. Acaban de cenar en silencio mientras miran el telediario. Diego recoge la mesa y deja los platos en el fregadero.
—No friegues. Ya lo haré yo mañana —le insta preparándose un café.
—Ajá —murmura Juan todavía acabando con los restos de un yogur.
Diego se toma el café sólo y sin azúcar casi de un trago. Deja el vaso en el fregadero junto a los platos de la cena. Luego se acerca a Juan y le da un beso a modo de despedida dejándole el regusto amargo del café en los labios. Coge su chaqueta, su bolsa bandolera y sale por la puerta del piso lanzando al aire un lánguido «Hasta luego». Durante varios minutos Juan permanece sentado en la silla, con el envase vacío de yogur aún en la mano y la cucharilla en la otra. La quietud del piso sólo es rota por el presentador del informativo que, impasible, sigue desgranando las noticias del día para un espectador que no le presta atención. Juan sacude la cabeza para quitarse de encima el sopor y se levanta de la silla. Lleva el envase del yogur a la cocina. Tras tirarlo al cubo de reciclado y dejar la cucharilla en el fregadero piensa en que lavará él mismo los platos sucios sin esperar a que lo haga Diego a la mañana siguiente. O cuando se levante. Porque duda mucho que su novio a primera hora de la mañana, después de pasar toda la noche trabajando, tenga muchas ganas o mucho humor de fregar. Además, a él le relaja poner las cosas en orden. Así que empieza a llenar uno de los senos del fregadero con agua jabonosa, se remanga y comienza a fregar.
Al principio no piensa en nada. Tiene la mente casi en blanco, sólo concentrada en el plato o cubierto que tiene entre las manos. Más tarde su mente comienza a divagar y se da cuenta de que es viernes noche y no tiene nada que hacer. Absolutamente nada. Por no tener no tiene ni planes para el fin de semana. Claro que puede contar con que Sara le llame y le proponga quedar para seguir charlando de lo incomprensible. O con volver a hacerle a Ruth una visita en su mazmorra. Pero no tiene planes propios. Ya ni con Diego puede contar. Desde que aceptó el puesto de psicólogo en el Samur Social se ha vuelto a acostumbrar a que pase las noches fuera. Cuando se destaparon todos los chanchullos del GYLA y el GYLIS y Diego abandonó su puesto de trabajador social aceptando un puesto similar en la asociación de rehabilitación de toxicómanos Juan llegó a pensar que podrían empezar a llevar una vida más normal y no ese descontrol horario que hasta entonces estaban llevando. No es que le hiciera mucha gracia que su novio pasara el día entre drogadictos pero al menos era un trabajo de día y lo hacía en un entorno seguro. Un trabajo en el que regresaba a casa a media tarde en lugar de estar como antes, pasando la mitad de las noches en las zonas de chaperas dando información sobre el VIH, haciendo seguimientos y tentando a la suerte de que algún día se viera envuelto en un lío. Durante aquella época trató de no manifestarlo pero en el fondo vivía con el alma en vilo cada noche que salía por la puerta. Y no lograba descansar hasta que le oía llegar de madrugada y tumbarse a su lado con el frío metido en el cuerpo.
Pero a Diego le propusieron el puesto de psicólogo en el Samur Social y ni siquiera se lo planteó. Para él resulta mucho más fascinante que pasar el día con drogodependientes. Con ese trabajo puede atender a todo tipo de personas que se encuentren en los márgenes de la sociedad. Desde un punto de vista profesional es mucho más enriquecedor, qué duda cabe, pero para Juan es multiplicar por mil el peligro que puede correr. Por no hablar de que vuelve a sufrir la misma inquietud de antaño cada vez que Diego tiene turno de noche. Y que de nuevo están sufriendo un distanciamiento paulatino.
No es que Juan piense que su relación esté en la cuerda floja. Aunque ellos sean tan susceptibles como cualquier otra pareja de sufrir una ruptura están demasiado acostumbrados el uno al otro. Como también están acostumbrados a pasar por etapas como esa. Juan siempre ha sido optimista y prefiere pensar que las crisis se superan con diálogo y buena voluntad. Y hasta la fecha ha comprobado que ninguno de los dos carece de esas virtudes. Aún así se le hace duro seguir pasando por una cada cierto tiempo.
Acaba de fregar los platos y de recoger la cocina y de nuevo se da de bruces con su ausencia de actividad. Regresa al salón para encontrarse con la televisión encendida. La apaga directamente en el frontal del aparato. Al hacerse el silencio una claustrofóbica sensación se apodera de él. Desde donde está plantado puede ver el espejo de la entrada ofreciéndole un distorsionado reflejo que le cuesta reconocer como suyo. Es entonces cuando siente la apremiante necesidad de salir del piso. Animado repentinamente con esa idea se encamina al baño donde permanece los minutos necesarios para darse una rápida ducha. Cuando sale, ya en plena desaceleración de ánimo, se da cuenta de que lo que no quiere es salir en solitario, como quien busca un ligue rápido y anónimo aprovechando la circunstancia de un novio ausente. Odiaría dar esa impresión porque, entre otras cosas, es completamente errónea. Entonces se acuerda de su amigo Nando y de que sigue siendo un noctámbulo de pro que continúa recorriendo cada fin de semana el vía crucis de los bares con el mismo fervor de cuando tenía veinte años, aunque ya doble esa edad.
Agarra el móvil con premura y busca su nombre en la agenda confiando en que esté en algún lugar con cobertura. Por suerte para él, Nando descuelga al tercer tono adoptando un tono de exagerada sorpresa en su tono de voz.
—¡Dichosos los oídos! —exclama al otro lado de la línea—. ¡Juanita in person llamándome un viernes por la noche! ¿A qué debo este honor?
—Pues a que estaba acordándome de ti y preguntándome qué estarías haciendo…
—¿Todavía no me conoces lo suficiente como para imaginarte qué estoy haciendo un viernes por la noche? —le pregunta Nando medio guasón, medio escéptico.
—Me lo imagino. Por eso te llamo. Porque me muero por una ginebra con limón y un poco de tu apasionante conversación. ¿Dónde estás?
—Pues ahora voy al LL pero a eso de la medianoche estaré en el Rick’s, ¿quieres que nos veamos allí?
—Por mí perfecto. ¿Te espero dentro?
—Claro que sí, rey. No querrás congelarte fuera con el frío que hace, ¿verdad?
—Bien. Pues nos vemos a las doce en el Rick’s.
Finaliza la llamada con una boba sonrisa de satisfacción dibujándose en sus labios y se dispone a vestirse. Con la toalla aún anudada a la cintura comienza a abrir cajones y pasar perchas en el armario. Hay ropa que hace meses, incluso años, que no se pone. La ropa que llevaba antes cuando Diego y él salían más habitualmente. Comienza a desinflarse cuando cae en la cuenta de que ponerse esos pantalones que tan bien le sentaban y tan buen culo le hacían puede convertirse en misión imposible debido a que hace meses que no pone un pie en el gimnasio y es posible que ahora lo único que le marquen sea una impresentable lorza sobresaliendo por encima de la cintura. Sintiendo desfallecer su ánimo se decide por uno de los vaqueros discretitos que suele ponerse para ir a trabajar y un suéter no demasiado ceñido. Se mira en el espejo. Después de todo, pese a las incipientes lorzas, el resultado final no está del todo mal. Se da un último y satisfecho vistazo, coge su chaqueta de cuero y sale del piso.
Son las once cuando llega a Chueca. Sabe que llega antes de su hora pero no habría podido quedarse en casa esperando a que llegase el momento de salir para llegar justo a medianoche al Rick’s. De todas formas, Nando le dijo que estaría en el LL y hacía allí dirige sus pasos. El local anda ya medio lleno y hay un espectáculo de drag-queens en el pequeño escenario. Da una vuelta por el reducido local buscando a su amigo sin resultado. Ha debido de irse ya. O a lo mejor no llegó a entrar. Sale de allí y piensa que lo mejor será meterse en el Rick’s y hacer tiempo tomándose la primera, aunque sea solo.
Camina Pelayo abajo, gira una esquina y llega hasta Vázquez de Mella. Cruza la plaza en diagonal sorteando a algunos adolescentes que, pese a la persecución policial, se empeñan en seguir haciendo botellón en lugares tan poco discretos como ese. A la altura de la entrada del parking distingue, entre un nutrido grupo de chicas, a Pilar. Se detiene y llama su atención. La chica también se detiene y busca la voz que acaba de pronunciar su nombre. Al verle esboza una gran sonrisa y se acerca a él.
—¡Coño, Juan! ¿Qué haces tú por aquí? —le pregunta a sabiendas de que es muy poco habitual verle un viernes a esas horas en pleno territorio comanche.
—Pues nada, que a Diego le tocaba otra vez turno de noche, no tenía nada que hacer en casa y me apetecía tomarme una copa con un amigo al que hace mucho que no veo —explica Juan con sonrisa de circunstancias—. ¿Y Pitu? ¿No ha venido contigo? —le pregunta mirando por encima de su hombro y comprobando que ninguna de sus acompañantes es su mujer.
—También tiene turno de noche —le dice Pilar con un mohín de tristeza encogiéndose de hombros—. Y a mí también me apetecía tomarme una copa con algunas amigas…
Ambos se miran fijamente a los ojos un instante. Comprendiéndose el uno al otro sin necesidad de dar más explicaciones. Sabiéndose en la misma situación. Empatizando sin esfuerzo porque lo que puede sentir uno es lo mismo que siente el otro.
—En fin, qué te voy a contar que tú no sepas, ¿no? —sentencia Pilar volviendo a encogerse de hombros. Juan se ríe abiertamente y asiente con la cabeza—. ¿Has sabido algo de estas dos? —pregunta ya con un tono más contenido.
—No, no. Vamos, nada nuevo —Juan menea la cabeza con hastío—. Por favor, démonos un respiro, que ya hasta parece que somos nosotros los que estamos atravesando una ruptura. Y quiero pasar una noche sin tener que escuchar los nombres de Ruth y Sara, para variar… —Juan vuelve a mirar por encima del hombro de Pilar. Sus amigas cuchichean entre sí visiblemente inquietas mientras ella se ríe de lo que él acaba de decir.
—¡Mari Pili, chata, abrevia! —le grita a Pilar una de sus amigas.
—Bueno, me voy antes de que sigan lanzándome improperios —anuncia la aludida.
—Sí, yo también me voy, que he quedado en el Rick’s —explica Juan señalando con el pulgar por encima de su hombro en dirección al citado local—. Hablamos la semana que viene, ¿vale?
—Vale. Pásalo bien. Hasta luego —se despide Pilar ya alejándose de él.
—Hasta luego —dice él también antes de darse la vuelta.
Apenas diez metros le separan de la puerta del local. Al plantarse frente a ella, el portero la abre cediéndole el paso. Por un momento se siente raro acudiendo solo a un bar de copas. Sensación que se acentúa al encontrarse dentro rodeado de las decenas de hombres que ya comienzan a llenar el lugar. Con el primer vistazo no parece que Nando haya llegado así que se dirige a pedirse la primera copa.
—Un Beefeater con limón —le pide al jovencito que atiende tras la barra.
Lo que Pilar no acaba de entender de sus amigas es el empeño por entrar a Long Play tan pronto un viernes por la noche cuando apenas hay gente en la discoteca. En la entrada no hay cola y cuando llegan a la planta de abajo, la de house, apenas sí hay una docena de personas pululando por allí. Dejan los abrigos sobre unos sillones y se quedan plantadas en medio de la pista con cara de desorientación. Algunas, Pilar entre ellas, aprovechan para encender cigarrillos y fumar puesto que esa es la única planta en la que se permite. En la otra planta, la de funky y pachangueo, no está permitido aunque todo el mundo sabe que se hace la vista gorda, sobre todo cuando hay mucha gente (y, ciertamente, en la planta de arriba puede llegar a haber mucha, mucha gente). Pero de momento no se atreven a aventurarse a ir allí ya que intuyen que el panorama no será muy distinto del de esa planta y no podrían fumar con la misma libertad.
Abandonan el centro de la pista de baile para cambiarlo por la barra. Se apelotonan junto a ella mientras deciden qué van a tomar. A Pilar, de momento, no le apetece beber nada, así que contesta con un ligero meneo de cabeza cuando le preguntan. Se aparta a un lado instintivamente cuando sus amigas se dirigen a la camarera para pedirle sus copas. Mientras las sirven, ella se dedica a observar a su alrededor. Al igual que a Juan, a ella tampoco es muy habitual, en los últimos tiempos, verla en ese tipo de lugares de ocio nocturno. Ya desde antes de casarse dejó de salir para no gastar tanto y ahorrar para lo que se le avecinaba. Después de casarse lo ha hecho en contadas ocasiones porque Pitu y ella a duras penas consiguen llegar a final de mes. Y también porque ya ha dejado de atraerle tanto como antes lo de salir por las noches. Todo lo que puede apetecerle lo tiene en casa.
Hasta conocer a Pitu, Pilar nunca había tenido suerte con las mujeres. Desde que con dieciocho años comenzara a salir y tontear con unas y otras hasta casi los treinta, cuando se había casado, su vida sentimental se podía definir con un único pero suficientemente esclarecedor calificativo: nefasta. No sabe si es que justo a ella le había tocado la china de topar con todas las sinvergüenzas que pululaban por el ambiente o es que directamente a todas las mujeres lesbianas les faltaba un tornillo. Demasiado a menudo tuvo la sensación de que se reían de ella o de que la tomaban por el pito del sereno. O, simplemente, que había supuesto la transición, el punto de sutura o el divertimento en la vida de las mujeres con las que se relacionaba. Durante todos esos años Pilar procuró tomárselo con la mayor dosis de humor posible. Era eso o ir encadenando depresión tras depresión al comprobar que cada nueva mujer que se acercaba a su vida se largaba antes de haber llegado siquiera a entrar.
Durante más de una década no tuvo una relación que durase más de tres o cuatro meses. Todas terminaban cuando Pilar aún estaba en pleno subidón, cuando creía que todo marchaba bien, cuando más enamorada se sentía. Pero de Pilar nunca se enamoraba nadie. A ninguna de sus eventuales parejas parecía suponerle un problema dejarla atrás. Es más, casi puede decir, ahora, en la distancia, que si acaso lo que les producía era alivio al sacarla de sus vidas. Y eso, en más de una ocasión, estuvo a punto de mermar su autoestima hasta límites devastadores. Ella nunca ha sido una persona demasiado segura de sí misma. A menudo, durante esas rachas de aversión a sí misma que la asolaban con cada nueva ruptura, se miraba al espejo y pensaba que era lógico que nadie quisiera permanecer a su lado. Ella no era ni de esas andróginas medio anoréxicas que tanto éxito tenían ni una de esas otras niñas bien tan hiperfemeninas que hacían preguntarse a todo el mundo si realmente entendían pero que aún así arrancaban suspiros a su paso. No, Pilar era tan normal que rozaba lo anodino. Su rostro, de rasgos demasiado comunes, no tenía nada de especial, era perfectamente confundible con otros tantos rostros anodinos que podían moverse en la noche madrileña. Su aspecto de mujerona, con grandes pechos y caderas, su larga melena que recortó con el tiempo y los consejos de Ruth, su forma convencional de vestir y tantas otras cosas mediocres y aburridas de ella misma no la convertían en alguien especialmente atractivo. En el ambiente se llevaba el uniforme, el pertenecer a un estilo determinado, adoptar una pose. Y eso Pilar nunca había sabido ni podido hacerlo.
Al principio, cuando llegó a Madrid, vivió una especie de segunda adolescencia. Se dejaba llevar por los juegos y cortejos de seducción con las chicas que iba conociendo. Todo era demasiado lento y ambiguo. Pilar ahora mira a las chicas de diecisiete y dieciocho años, tan experimentadas y desenvueltas, comentando en voz alta y sin pudor alguno que están hartas de polvos de una noche, de hacer tríos y orgías y no puede por menos que alucinar al darse cuenta de lo mucho que han cambiado las cosas. Cuando ella tenía esa edad no era muy habitual ver gente tan joven en los bares de Chueca. Y no es que las chicas no follasen pero, cuanto menos, a Pilar le daba la impresión de que no se hacía tanto alarde de ello. Por entonces las chicas se perdían en el viejo cortejo de conocer a otra chica, conseguir su teléfono (algo complicado puesto que lo de tener móvil era un privilegio que muy poca gente tenía y dar el número de casa de papá y mamá a una completa desconocida se tornaba arriesgado), quedar a tomar un café para charlar, robar algún que otro beso, comenzar a salir y, una vez completada esa extenuante gincana, acabar en la cama. Y es que en la conciencia femenina todavía estaba anclada la premisa de que la mujer nunca debía dar el primer paso así que, aunque en una relación entre dos mujeres esa premisa no resultara práctica en absoluto, la realidad era que se cumplía más a menudo de lo que se pensaba. O esa era la sensación que Pilar tenía.
Durante los primeros dos años se sucedieron en su vida chicas que tonteaban con ella, con las que se enrollaba en los bares, que la mareaban, que la hacían creer cosas que no eran ciertas y que se alejaban sin dar explicaciones. Otras decían que no estaban preparadas para dar ese último paso que era acabar en la cama. Curiosamente eran las mismas que, poco después, acababan acostándose con la mitad de las mujeres que salían por Chueca. Pero cuando se había tratado de Pilar, nunca estaban preparadas.
Pilar sonríe con ironía para sí misma apoyada en una de las columnas de la discoteca mientras fuma un cigarrillo. Dos años fue lo que tardó ella en acostarse con otra mujer. Y fue del modo más frío que pudiera haber imaginado. Una chica de fuera de Madrid que conoció una noche, una chica que buscaba lo que buscaba y que le daba igual encontrarlo en ella que en cualquiera de las que estaban en aquel bar. Una chica que de madrugada la llevó a su hostal sólo para tener sexo. Pilar se cuidó de no decirle que era la primera vez que se acostaba con alguien. Si la desconocida se dio cuenta, no hizo comentario alguno, y si Pilar accedió a sus requerimientos fue más por hartazgo que por verdadero deseo. Había sido mucho tiempo de que le pusieran el caramelo en los labios para quitárselo antes de haber podido saborearlo.
A partir de entonces sus relaciones se dividieron en dos grupos. Se enamoraba de chicas con las que nunca llegaba a acostarse y se acostaba con chicas de las que nunca llegaría a enamorarse porque, salvo raras excepciones, no volvía a verlas tras levantarse de las camas en las que habían tenido una sesión de sexo frío e impersonal. De ese modo Pilar llegó a disociar por completo el amor de las relaciones sexuales. No se consideraba promiscua porque esos polvos anónimos tampoco eran muy habituales sino que ocurrían muy de cuando en cuando. En todo caso a su promiscuidad se la podría calificar de circunstancial. Ella quería enamorarse, quería tener una relación normal, quería poder querer a alguien pero nadie le daba una oportunidad. Si continuaba haciéndolo era porque, en contra de lo que mucha gente pensaba, ella sí creía que fuera posible encontrar pareja en el ambiente. Y lo creía por una mera cuestión lógica. Si ella, al igual que sus amigos y amigas, salía y frecuentaba los bares buscando algo más que un simple revolcón, por fuerza debía haber otras personas con las mismas intenciones. Sólo era cuestión de encontrarlas y de darse cuenta de que buscaban lo mismo. El problema estribaba en que —algo en lo que Pilar no solía caer— cuando la gente salía se recubría de un poderoso escudo protector creado a fuerza de decepciones. Y era ese escudo el responsable de que resultara tan difícil llegar a conectar con otra persona.
No fue hasta los veinticinco cuando Pilar descubrió lo que significaba hacer el amor con alguien. Por una vez la casualidad quiso que coincidieran en el mismo espacio y tiempo una persona por la que sentía algo con la voluntad de ambas para estar juntas. Y fue como si realmente descubriera el sexo entonces. Lo que sentía con esa chica en la cama no tenía nada que ver con lo que había sentido hasta entonces. Si bien antes el sexo para ella era una serie de acrobacias y ejercicios mecánicos que solo llevaba a cabo con la vana esperanza de sentir algo más que el hastío habitual, cuando comenzó a acostarse con la que fue su primera novia más o menos formal comprobó que el sexo era mucho más que un simple acción física acometida para conseguir el placer en forma de orgasmo. Era un acto de comunicación, de cercanía, de un contacto mucho más íntimo y, a todas luces, necesario para conocer aún más a la persona de la que empezabas a enamorarte. Una caricia era un mundo en sí mismo que la hacía estremecerse, un beso era una puerta abierta a la conexión de dos universos diferentes que confluían a la vez. Comprendió entonces por qué la gente perdía la cabeza cuando se enamoraba. Por desgracia, esa novia con la que descubrió tantas cosas en tan poco tiempo la dejó, como tantas otras mujeres, sin explicaciones al cabo de un par de meses.
Comenzó así una nueva etapa en la vida de Pilar. Una etapa en la que ya sabía con exactitud y claridad qué era lo que quería y qué buscaba en otra persona. Quería volver a sentir lo que había sentido, quería alcanzar esa conexión íntima con alguien de quien estuviera enamorada. No era una cuestión sólo de sexo. Era mucho más que eso. Pero a partir de los veinticinco se daba una nueva circunstancia que ya se había dejado vislumbrar tiempo atrás pero que era ahora cuando se manifestaba en todo su esplendor: las secuelas, los miedos y las expectativas.
Hasta los veinticinco años las personas son como un lienzo en blanco. Están aprendiendo a vivir pero al tener, en la mayoría de los casos, poca experiencia vital, van resolviendo los problemas según aparecen. Las rupturas y las decepciones duelen y molestan pero no impiden continuar. Nadie da ni pide explicaciones pero no es un gran problema. Todo se hace sin pensar demasiado. A partir de los veinticinco se da una curiosa concatenación de factores. Por un lado las personas, al llegar al cuarto de siglo, ven cómo su vida académica termina para dar paso, con suerte, a la vida laboral. Al mismo tiempo una adolescencia dilatada por esa misma circunstancia se acerca a su extinción. La gente se da cuenta de que tiene que comenzar a tomar más en serio su vida y se convierten en individuos que tienen que llevar una existencia adulta y madura pero que se resisten a asumir según qué responsabilidades. Aceptan introducirse en el engranaje laboral por necesidades varias pero como, al fin y al cabo, es algo articulado que no resulta tan distinto de la dinámica académica que hasta entonces han seguido, se suelen adaptar con facilidad. Pero en su vida emocional siguen siendo los mismos adolescentes egoístas y caprichosos que hasta entonces han sido.
Por otro lado, el asumir responsabilidades adultas a un nivel laboral y económico les hace desear que su vida sentimental esté a la misma altura. Ya no se buscan relaciones superficiales con las que pasar el rato sino que comienza una búsqueda más seria de la persona con la que se quiere compartir la vida. Por desgracia el lienzo ya no luce ese blanco inmaculado de antaño sino que alberga en su superficie multitud de garabatos, esbozos y tachones. Y parece que es entonces cuando las personas se dan cuenta de ello por lo que la búsqueda de esa persona especial se ve entorpecida por las secuelas de las que antes estuvieron y por el miedo a volver a sufrir, lo que hace que las expectativas sean cada vez más altas y lo que se exige y se espera de esa hipotética persona sea mucho más difícil de conseguir.
A partir de los veinticinco Pilar volvió a encontrarse como a los dieciocho años. Salía con mujeres y pasaban varias semanas tanteándose mutuamente, como púgiles al comienzo del combate, bailando alrededor del cuadrilátero con miedo pero sin acabar de entrar en la pelea. A veces llegaba a acostarse con ellas pero en la mayoría de ocasiones no pasaba de algunos besos impersonales y por completo ausentes. A Pilar le volvía a asaltar la inseguridad. ¿Qué tenía ella para que le resultase tan complicado entablar una relación? A su alrededor veía que, si bien la gente tenía problemas parecidos a los suyos a la hora de empezar con alguien, tarde o temprano lo conseguían. Que la relación fuese bien o mal ya era otra cuestión. Pero al menos tenían una relación. Pilar no. A ella siempre la acababan frenando con las más variopintas excusas. O no estaban preparadas para salir con alguien o tenían una ex a la que no podían olvidar (o que la había hecho mucho daño o que seguía intentando volver con ella o cualquier otra cosa, no olvidemos que detrás de una lesbiana siempre hay una exnovia jodiendo la marrana) o estaban centradas en su carrera profesional o le decían que no había surgido la «chispa» necesaria o todo a la vez. En otras ocasiones llegaban a decirle a Pilar que las había malinterpretado, que ellas no buscaban una relación, que se había precipitado, que las cosas no eran como creía porque ella se había montado una película en su cabeza que no existía en la realidad.
Cuando sus amigas se encontraban en situaciones parecidas Pilar las veía quejarse a la persona en cuestión, decir lo que no les gustaba, reclamar más interés, poner los puntos sobre las íes, enzarzarse en relaciones yo-yo que iban y venían según los ciclos lunares. Pero pobre de ella si se le ocurría decir esta boca es mía con alguna de esas mujeres que le ponían tales excusas. Porque lo que estaba permitido para sus amigas no lo estaba para Pilar. Si ella preguntaba por qué habían intentado algo con ella y después habían demostrado tanto desinterés, las interpeladas lo negaban y decían que sí estaban interesadas, argumentando mil y una razones que no se sostenían por ningún lado. Si Pilar contraatacaba diciendo que verse una vez cada quince días y no hacer ademán de besarla o de tocarla o de cogerle de la mano, señales bastante claras de su falta de interés, la otra se descolgaba aduciendo que para ella el sexo no era importante. Y Pilar se quedaba a cuadros escoceses porque ella no estaba hablando de sexo sino de cercanía, de intimidad, de demostrar que había un deseo de una persona por otra en lugar de un intento frío y mecánico de tener una relación planificándola como si de un proyecto laboral se tratara. Y esa alusión tan directa al sexo como si no fuera importante le mosqueaba mucho. Primero porque ella no se había referido a él, segundo porque el sexo, sobre todo en una pareja que empieza, es muy importante para conocerse y tercero porque al pronunciar semejante sentencia le hacían sentirse como una obsesa, como si fuera una de esas que sólo buscan sexo, retomando la vieja creencia popular, menos en desuso de lo que cabría esperar, de que está mal visto que las mujeres manifiesten deseo sexual. Y mucho menos las mujeres lesbianas que se supone —¡ja!— que son mucho más emocionales que las demás. Pilar no entendía qué había de malo en querer acostarse con la persona con la que estaba saliendo, sabiendo como sabía, porque lo había comprobado, porque lo había vivido y sentido, que era la forma más directa y efectiva de averiguar si una pareja funciona. Y también el acto más claro para demostrar que había un verdadero interés por otra persona. Si ella sólo quisiera sexo, se limitaría a irse de bares, como hacía Ruth a menudo, a buscarlo, sin más complicaciones y sin tener que pasar por esa incertidumbre de quedar, conocerse y buscar cosas en común. Si ella sólo buscara sexo no pasaría las largas etapas de abstinencia que pasaba. Si para ella el sexo, sólo el sexo, fuera lo único importante, no se molestaría en conocer a nadie. Además, le hacía mucha gracia escuchar esa frase. Porque la experiencia le había enseñado que las mismas que pretendían dotarse de un halo más espiritual y maduro esgrimiendo tal sentencia eran justamente las mismas que luego en la cama se retorcían como perras en celo pidiendo más. Pero ya se sabe que el sexo es esa fundamental parte de la vida que genera una doble moral tan contradictoria.
Así que, con una excusa o con otra, todas las «futuribles» que se acercaban a Pilar acababan saliendo de su vida con la misma rapidez con la que habían entrado. No sin antes, por supuesto, soltar esa frase tan políticamente correcta y que tanto repateaba a Pilar que era: «De todas formas, quiero que seamos amigas». Y le repateaba por lo hipócrita que resultaba. Porque ninguna de las que la pronunciaban llegaba a hacer el más mínimo esfuerzo por cumplirla. Se limitaban a soltarla, a darle a Pilar un supuestamente emotivo abrazo y a despedirse de ella prometiendo verse en poco tiempo. Cosa que, por supuesto, nunca, jamás, ocurría.
A Pilar esa frase le provocaba un sentimiento ambivalente. Por un lado tenía ganas de perder de vista a la farsante de turno que, si no había demostrado interés mientras salía con ella, era poco probable que lo demostrase después (y es que, se preguntaba muy a menudo Pilar, ¿tan difícil les resultaba admitir que no tenían interés, o al menos no tanto como creían, que preferían negar lo evidente y quedar todavía peor de lo que ya habían quedado?). Pero por otro lado, Pilar ya había creado un vínculo emocional con la chica en cuestión. Y, por eso mismo, a una pequeña parte de ella le costaba sacarla de su vida. Aunque la frase de «Pese a todo, seguiremos siendo amigas» le resultara algo tan propio de la adolescencia y aunque ella ya tuviese suficientes amigas sin necesidad de incluir entre ellas a alguien cuya sola presencia haría que le escociese la herida de una incipiente relación truncada por la mentira, la cobardía o la inmadurez. Pero Pilar nunca llegaba a saber por cuál de las dos opciones se acabaría decidiendo puesto que la otra ya decidía por ella. Y la decisión era, invariablemente, la de no volver a dar señales de vida.
Ruth siempre le decía que diera las gracias por no tener que pasar por una fase posterior de ahora te cojo, ahora te dejo, de ni contigo ni sin ti, de un constante mareo que mermara su ánimo y su aguante. Y ella siempre le decía a Ruth que por muy molesto que resultase eso que decía, le gustaría vivirlo al menos una vez. Porque ese mareo (que tampoco era muy distinto al que había habido antes de dejar la pseudorelación) significaría un interés, quizá un tipo distinto, pero interés al fin y al cabo, una necesidad imperiosa de no prescindir de su persona tan fácilmente como lo hacían todas las tías con las que se cruzaba. Podría ser desquiciante pero, tal y como estaba su autoestima, lo único que acababa teniendo claro era que ella nunca sería importante para nadie. Que se la podía borrar sin esfuerzo. Que lo que para ella era algo simple (alguien te gusta y lo intentas hasta el final) para los demás era algo que se complicaba hasta el infinito aduciendo un sinfín de excusas y razones de dudoso peso. Y no creía que fuese del todo malo pasar por cosas como esas porque la opción contraria, lo que pasaba cuando la dejaban era que, con el tiempo, acababa descubriendo que la que no estaba preparada para una relación se enamoraba hasta las trancas de otra al poco de dejarla a ella, la que no le daba importancia al sexo presumía de no salir de la cama con su siguiente novia, la que no quería relaciones se convertía en incansable perseguidora de otras tantas chicas a las que intentaba convencer para emparejarse con ella. Y todo eso, para Pilar, sólo tenía un significado. Y era que no, ella nunca sería suficiente para nadie.
En ocasiones ha llegado a envidiar a Ruth. Ella tiene una seguridad en sí misma y una autoestima realmente apabullantes. Hasta conocer a Sara, cuando salía, lo hacía con la experimentada actitud de cazadora que ya conocía el terreno y los reclamos que debía de utilizar para conseguir lo que quería. Pilar, en cambio, nunca ha sido más que una presa fácil para todo tipo de depredadoras, incluso las que, a priori, parecían más inofensivas. Por eso nunca podría dejar de agradecer a la casualidad, a la suerte o al destino que apareciera Pitu en su vida. Porque ella le demostró que no siempre tenía por qué ser un cero a la izquierda en la vida de los demás.
Siente la boca seca de llevar tanto rato fumando sin parar. Se separa de la columna con esfuerzo. Sus amigas parlotean al lado suyo sin prestarle mucha atención. Se acerca a la barra a pedir una cerveza. Tras coger el tercio no demasiado frío que le han servido, se da la vuelta y, todavía apoyándose en la barra, echa un vistazo alrededor tomando el primer trago. Su mirada se detiene en una chica solitaria que bebe una copa apoyada en la pared y mira también alrededor, aunque ella lo hace con cara de pocos amigos. Cuando se percata de quién es, Pilar se sorprende por no haberla reconocido en cuanto la ha visto. Un raro escalofrío le baja por la nuca al descubrirse a sí misma sin saber qué hacer. Los nervios le cosquillean en el estómago pero finalmente se separa de la barra y se dirige a ella.
—¡Hola, Ruth! —saluda jovial al llegar hasta donde está su amiga.
Ruth, súbitamente arrancada de sus pensamientos, la mira durante un instante como si no supiera quién la ha saludado. Luego alza las cejas en señal de reconocimiento.
—¡Coño, Pilar! ¿Cómo tú por aquí? —es lo único que le dice tras dar un trago a su copa.
Pilar mira a su amiga esperando que diga algo más pero lo único que siente es un gran abismo entre ambas. Ruth no parece demasiado dispuesta a hablar. Y Pilar tampoco sabe muy bien qué decirle. Aún así permanece frente a ella, esperando quizá que Ruth se dé cuenta de que sigue siendo su amiga.
Ahí está. Una noche más. Sola. De bares. Con la confianza de que se encontrará con conocidos en cualquier parte. Aunque con lo que no había contado era con encontrarse a Pilar. La mira sin saber qué decirle porque diga lo que diga en el aire seguirá flotando la certeza de que hay algo de lo que evita hablar. Ruth sabe que Pilar sigue sin entenderla. Por eso cada vez la evita con más ahínco. Porque esta harta de ser juzgada.
—¡Feliz año! —le dice de repente.
—Ya recibí tu mensaje, gracias —contesta Ruth lacónica.
—Bueno, siempre es mejor decirlo en persona —se justifica su amiga.
Ruth mira su copa vacía y la deja sobre una mesita cercana. Luego mira a Pilar, enarcando las cejas, como si estuviera preocupada.
—Creo que me voy a ir a la planta de arriba. Tanto bumbum me está aturdiendo —y antes de que Pilar pueda disuadirla añade—, nos vemos, ¿vale?
Deja atrás a la que fuera su invariable acompañante durante las noches de juerga y se encamina con paso firme hacia las escaleras. Arriba ya empieza a haber bastante gente. Los altavoces escupen una canción de Beyoncé mientras algunos adolescentes se suben a la tarima a bailar con ritmo desenfrenado. Menea la cabeza. Esa discoteca cada vez se parece más al patio de un instituto.
Ruth se abre paso entre la gente en dirección a la barra. Se escurre entre las personas con la facilidad que otorgan años y años de práctica. Apenas le quedan unos metros para alcanzarla cuando alguien la agarra del brazo. Se detiene para ver quién es y sus ojos se encuentran con esa mirada lánguida e indolente que se le quedó grabada aquella noche en aquel dormitorio ajeno. Lola, la jovencita de la fiesta de disfraces. La niña de papá inquilina de un piso que sería la envidia de cualquiera.
—¿Vas a por una copa? —le pregunta acercándose a su oído.
—Eso intento —responde ella escuetamente.
—Voy contigo. Yo también quiero una —explica Lola.
Recorren juntas el trecho que falta y se apalancan en la barra. Piden sus consumiciones por separado y se mantienen en silencio mientras se las sirven. Pero después siguen junto a la barra sólo que dándole la espalda. Lola bebe de su copa con una pajita y mira hacia el gentío. Ruth piensa en encenderse un cigarro pero hacerlo cerca de los camareros no sería una buena idea dada la prohibición de fumar en esa planta.
—¿Has venido sola? —le pregunta Ruth a Lola con la esperanza de que le diga que no y pueda ser ella la que se quede sola.
—No, he venido con unas amigas —repone ella con indiferencia sorbiendo de su pajita.
—¿Y no vuelves con ellas?
—¡Bah! Todavía no me habrán echado de menos. Luego las busco.
Ruth se encoge de hombros y da un nuevo trago a su copa. En su mente busca una excusa con la que desembarazarse de esa niñata. Pero la mejor que se le ocurre es la de ir al baño y ahora no le apetece mucho volver a cruzar toda la sala. Por suerte, tampoco a Lola se la ve muy interesada en darle conversación. Ignora a Ruth tanto como Ruth la ignora a ella. Aunque ve que, de vez en cuando, Lola la observa por el rabillo del ojo, no parece esperar más de ella que una muda presencia a su lado. Se pregunta por qué la habrá abordado. También se pregunta por qué no vuelve con sus amigas. Tal vez esas amigas ni siquiera existan pero a algunas personas no les gusta hacer ver que han salido solas. Siempre parece mejor la excusa de que sus acompañantes los han dejado colgados o los han perdido o que, simplemente, están dando una vuelta —curioso eufemismo de la vida nocturna, llamar «dar una vuelta» a echar un ojo al ganado humano por si hay algo interesante—. A nadie le gusta que se piense de ellos que están solos. Alguien que parezca solitario puede ser interesante. Pero si realmente no tiene a nadie sólo provoca tristeza y compasión.
Lola acaba su copa y se gira para dejarla sobre la barra. Ruth la mira asombrada de la rapidez con la que se la ha acabado. Entonces mira su propia copa, con más de dos tercios de su contenido, y por eso no ve venir a Lola. La chica la agarra por la cintura de sus vaqueros y la atrae hacía su cuerpo con una fuerza impropia de la situación. Sus bocas quedan a escasos centímetros de distancia y Lola la mira a los ojos como dándole la última oportunidad de negarse a lo que va a hacer. A Ruth le pilla tan de sorpresa que es incapaz de reaccionar. Creyendo tener su consentimiento, Lola la besa con la misma impropia fuerza con la que ha atraído su cuerpo al suyo, tal vez pensando que así imprimirá más decisión a sus actos. Ruth se deja besar por ella por las mismas razones por las que se dejó conducir aquella noche a un dormitorio extraño, porque no sabe qué otra cosa puede hacer.
Lola se separa de ella un instante y sonríe satisfecha, más para ella misma que para Ruth. La mira a los ojos esperando algo, una palabra, un gesto, un movimiento involuntario que le indique qué hacer a continuación pero Ruth no se mueve, no hace nada, sólo mira a Lola con expresión estática. Viendo que así no consigue nada, Lola acerca la boca a su oído.
—¿Quieres que nos vayamos a mi casa? —le pregunta en un tono que pretende ser sugerente.
—¿Y tus amigas? —es lo único que Ruth es capaz de articular.
—¿Qué amigas? —dice Lola respondiendo más a la duda que Ruth tenía hace un rato que haciendo la pregunta que parece estar formulando.
Ruth no acaba de contestar pero Lola vuelve a besarla, esta vez con mucha más lascivia que antes, como si quisiera adelantarle algo de lo que podría tener si accede a su petición. Al volver a separarse no espera ya contestación sino que coge de la mano a Ruth y tira sutilmente de ella. Y Ruth la sigue mansamente. Llegan hasta el guardarropa donde ambas recogen sus abrigos sin decir nada. Y luego salen a la calle. Ya no van cogidas de la mano pero caminan a paso ligero, callejeando acompañadas de un incómodo silencio. Lola mira de vez en cuando a Ruth y se sonríe con malicia. Ruth, por su parte, nota crecer en su interior un poso de deseo hacia aquella jovencita tan decidida. No le importa acostarse con ella. No le importa en absoluto. Sólo es sexo. Nada más que eso. Una forma como otra cualquiera de ocupar su tiempo.
Al entrar en el piso las recibe el perro de Lola. Pero ninguna de las dos le hace mucho caso. Ruth ya empieza a reaccionar y empuja con premura a Lola hasta la habitación. A ella le pilla por sorpresa la repentina urgencia de Ruth y a duras penas puede llegar a cerrar la puerta para que el perro, que las había seguido hasta allí, no pueda entrar. Al cerrarse la puerta, Ruth empuja a Lola contra ella con violencia mientras la besa, casi mordiendo, en el cuello. Lola trata de empujarla hasta la cama pero Ruth se resiste. La coge por las muñecas y la obliga a alzar los brazos por encima de su cabeza para poder retenerlos con una sola mano. Con la otra comienza a desabrocharle a Lola los pantalones. Se los baja, junto con las bragas, no sin esfuerzo, hasta medio muslo. Con una de sus piernas la obliga a abrir las suyas y desliza la mano hacia su sexo. No se sorprende al encontrarla tan húmeda como está. Tanto que los dedos le resbalan. Lola no puede reprimir un profundo gemido al sentir la mano de Ruth entre sus piernas. Animada por ello, Ruth comienza a hacer presión sobre el clítoris, con movimientos cada vez más rápidos y rítmicos.
Ya no se besan. Sólo se miran a los ojos, retándose. Ruth mantiene los brazos de Lola aprisionados sobre su cabeza mientras su mano sigue agitándose entre sus piernas. El rostro de la chica se contrae, su garganta jadea de un modo sincopado, su cuerpo empieza a temblar. Ruth mueve sus dedos aún más rápido y nota que Lola se ha corrido cuando la chica cierra involuntariamente sus muslos en torno a su mano. Entonces se detiene. Lola cierra los ojos extenuada. Lentamente su respiración va recuperando la normalidad. Ruth suelta por fin sus brazos y estos caen inermes a ambos lados del cuerpo.
Ruth se acerca de nuevo para besarla. Luego la agarra por el abrigo que aún tiene puesto y la empuja sobre la cama. Ella se quita la cazadora y la tira sobre una silla. Continúa desnudándose al tiempo que se acerca de nuevo a Lola. Ruth piensa que si lo que esa chica quería sólo era follar con ella, es lo que va a conseguir. Hasta que no pueda más.
El día comienza a despuntar cuando Lola abre por fin los ojos. Y en cuanto recupera la conciencia y recuerda todo lo ocurrido la noche anterior, sabe, sin necesidad de darse la vuelta para comprobarlo, que Ruth no estará con ella en la cama.
Siente todo el cuerpo dolorido. Ruth no le dio tregua durante la noche anterior. En muchos momentos le dio la sensación de que follaba como si quisiera luchar contra algo. O como si quisiera borrarlo. Pero también como si no estuviera realmente allí con ella. Fue violento y demoledor. Caliente y morboso. Sin embargo había algo de vengativo en su actitud. No hablaron en ningún momento. Nada en absoluto. Se comunicaron sólo con los ojos. Desafiándose con ellos la una a la otra. Si en algún momento Lola buscaba averiguar qué era lo que le intrigaba de Ruth no tuvo oportunidad de descubrirlo sino de avivar aún más su intriga.
Por fin se decide a girar sobre sí misma hacia el otro lado de la cama. Y lo único que encuentra es la huella de un cuerpo que estuvo junto a ella un breve espacio de tiempo y que luego se marchó sin hacer ruido. Un suspiro ahogado y triste se escapa de su pecho y le hace preguntarse qué esperaba encontrar cuando se dio la vuelta aparte del vacío.