Labios compartidos

Según fueron pasando los días Lola llegó a creer que la desconocida no la llamaría. Por eso cuando vio en la pantalla de su móvil un número que no conocía no pensó que se tratara de ella aunque fuese poco habitual que la llamasen personas cuyo teléfono no tuviera almacenado en la agenda. Por eso también, al identificarse como Sara, no acabó de ubicarla en su memoria. «Claro, es que el otro día no te dije mi nombre», explicó justo en el momento en que los nervios tomaron por asalto su estómago al darse cuenta de quién la estaba llamando.

No creía que lo hiciera pero lo estaba haciendo. La estaba llamando para aceptar su proposición de quedar a tomar algo y charlar. De repente Lola se sintió como una adolescente ante su primera cita. Llegó hasta a balbucear mientas hablaba con Sara. Quedaron en verse esa misma tarde en la cafetería en donde se encontraron, la de siempre, en la que los camareros ya la saludan cuando entra de tanto que para por allí. Cuando colgó la llamada Lola sintió la tentación de darse cabezazos contra la pared. No comprendía por qué había reaccionado así, por qué esa chica y no otra la hacía ponerse tan nerviosa. Pensó que tal vez esta le gustara de un modo distinto a lo que en un principio había pensado. Pero ¿por qué?

Llamó a mediodía y Lola pasó las siguientes horas deseando que llegase cuanto antes la tarde. Justamente por eso el tiempo se le hizo más eterno de lo habitual. Habían quedado a las ocho y media pero a las seis ya estaba duchada y plantada frente al armario abierto pensando qué ponerse. Tardó una hora en decidirse. Luego se plantó frente al espejo y durante otro buen rato estuvo sopesando si debía maquillarse o no. Aunque pintarse los ojos sería lo más preciso puesto que es lo único que Lola se maquilla. Al final decidió que no, que iría a cara descubierta, recién lavada y sin pintar. Sin adornos innecesarios. Y a las ocho ya estaba en el Baires, sentada en la mesa junto al ventanal de la entreplanta, tomando un café solo y deseando ser fumadora porque así podría matar el tiempo haciendo algo.

Ahora son las ocho y cuarenta y Lola mira el reloj del móvil con impaciencia pensando que Sara no va a aparecer. Un minuto después la ve entrar por la puerta de la cafetería buscándola con la mirada. Lola alza una mano para llamar su atención. Sara la ve enseguida y se dirige hacia ella con paso rápido. Al encontrarse se miran un instante la una a la otra como si se dieran cuenta de lo raro de la situación. Lola se pone en pie para darle dos besos. Sara la corresponde en un rápido movimiento, se quita la cazadora vaquera que lleva puesta y se sienta justo enfrente de Lola.

—Bueno, pues… Aquí estoy —anuncia Sara alzando las cejas y cruzando las manos sobre la mesa, a la espera de una reacción por parte de ella.

—Ya veo… —es lo primero que se le ocurre decir a Lola—. Me alegro de que me llamaras…

El camarero aparece por detrás de Sara para preguntarle qué quiere tomar. Ella pide un café con leche y a continuación saca el tabaco de su bolso y enciende un cigarrillo. Luego parece recordar algo y también saca el móvil, dejándolo junto al paquete de tabaco. Lola piensa que tal vez dentro de un rato sonará ese teléfono y Sara le dirá que tiene que irse por alguna urgencia. No sería la primera en utilizar esa manida excusa. El camarero regresa con el café con leche. Sara le da las gracias, rasga el sobre del azúcar, lo vierte en la taza y lo remueve.

—Bueno, ahora es cuando se supone que tú y yo empezamos a hablar, ¿no? —le dice con una sonrisa sin dejar de remover el café. Una sonrisa que tiene algo que consigue tranquilizar a Lola. Algo que le dice que la tía que tiene enfrente es de fiar, que puede relajarse con ella.

Al principio les cuesta pero al cabo de quince minutos ya están enzarzadas en una animada conversación. Lola le cuenta que nació en el norte y que vino a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual, carrera que, de hecho, ha dejado colgada aunque sus padres aún no lo saben. Le cuenta que le atrae mucho más todo lo relacionado con Internet, el diseño de páginas web y ese tipo de cosas, que quizá haga algún curso aunque todavía no tenga claro a qué quiere dedicarse. Sara, por su parte, le explica que ella también dejó a la mitad la carrera de Derecho porque no lograba compaginar estudio y trabajo, que hasta el verano anterior vivía en Barcelona y trabajaba en una editorial jurídica pero que se trasladó a Madrid y ahora trabaja de recepcionista en una agencia de publicidad aunque quiere cambiarse porque el puesto no acaba de gustarle y el sueldo no le resulta suficiente.

—¿Y cómo es que te mudaste a Madrid? —le pregunta Lola con curiosidad.

La pregunta era inocente en la mente de Lola pero hace que el semblante de Sara cambie de súbito. Desvía la mirada y se pone visiblemente nerviosa. Lola también. Espera no haber dicho nada que la pueda haber molestado pero ¿qué podría molestarle de esa pregunta? Si le resulta incómoda puede obviar la respuesta y cambiar de tema. No pasaría nada. Lola lo entendería. No es asunto suyo.

—Perdona, ¿he dicho algo que te haya molestado? —le pregunta temerosa.

Sara menea la cabeza algo disgustada.

—No, no, tranquila. No es por algo que hayas dicho… Bueno, sí, pero no es por ti… —respira hondo—. Es que esa pregunta me ha recordado algo que no quería…

—Lo siento —se apresura en decir Lola un tanto apesadumbrada.

—Tranquila, no es culpa tuya… —la mira a los ojos y parece sopesar lo que decir a continuación—. La verdad es que me vine a Madrid para estar con mi novia… Bueno, evidentemente, por mi cara, te imaginarás que ya no es mi novia…

—Lo siento —vuelve a decir Lola maldiciéndose interiormente por haber metido la pata tan pronto—. ¿Llevabais mucho tiempo?

—Un año…

Tras decir eso Sara calla y apura su taza de café. Enciende un nuevo cigarrillo mirando a otra parte con ojos ausentes y algo vidriosos. Lola piensa que la ha cagado. Acaba de poner el dedo en la llaga y posiblemente al hacerlo haya conseguido que Sara refuerce sus defensas. Aunque también comprende ahora el por qué de ese aire triste y melancólico que le llamó tanto la atención desde la primera vez que la vio. Si se trasladó a Madrid el verano pasado para estar con su novia y ahora ya no está con ella, la historia debió terminar antes de lo que esperaba. Y cambiar toda tu vida por una persona que te acaba dejando al poco tiempo debe ser desolador.

Pero Sara recupera la actitud que mantenía antes de la fatídica pregunta, fuerza una sonrisa y mira de nuevo a Lola.

—Bueno, pero no hablemos de malos rollos. He venido a conocerte y hablar de mi ex no creo que sea la mejor forma de hacerlo, ¿no crees?

Lola sonríe abiertamente al oírla decir eso. Sus palabras sacuden la pesadumbre que había comenzado a inundarla y se deja llevar por el presentimiento de que esa mujer, por mucho que le saque más de una década, podría convertirse en alguien muy importante para ella.

Ternura. Eso es que lo que le inspira Lola a Sara. Una ternura infinita cada vez que la mira. Después del café decidieron ir a cenar algo. Y es que Sara se encuentra muy a gusto hablando con esa chica. A pesar de que Lola parezca querer recubrirse de una capa de contrariedad, de misterio, como si ocultara un pasado terrible (¿se puede tener un pasado terrible con veintidós años? Quizá sí pero entonces Sara se pregunta cómo será cuando esa chica llegue a tener su edad…), a pesar de que ella misma diga que está pasando por un mal momento, que algo ha cambiado en su interior, por mucho que se empeñe en pintarse como alguien atormentado, la ingenuidad permanece latente en ella. La ingenuidad y la inocencia. Porque Lola todavía está en ese momento de la vida en que, aunque se haya pasado por baches, no debería resultar del todo difícil seguir intentando que las cosas funcionen. Y se lo demuestra a cada palabra que pronuncia. Cuando habla de sus planes, de su vida, de su día a día. Cuando deja caer alguna insinuación sobre lo mucho que le gusta Sara, así, como quien no quiere la cosa, y le sostiene la mirada con esos ojos rasgados de un verde tan difícil de describir.

A los postres Sara descubre lo mucho que le encanta esa chica. Le encanta como un flautista hindú encantaría a una serpiente. Le basta escuchar su voz para sentirse bien. Es curioso cómo la simple presencia de una persona puede bastar para obviar los malos pensamientos. Una persona a la que apenas conoce pero que la hace olvidar, que la entretiene hablando de cosas que, por resultarle ajenas, le procuran el alivio de lo desconocido. Sara siente que se le acelera el pulso por la emoción de vivir un momento feliz. Puede que no sea más que una cena entre dos personas que se acaban de conocer pero, por primera vez en mucho tiempo, está hablando con alguien que no sabe nada de Ruth y que, afortunadamente, tras el comentario al principio de la conversación acerca de las razones por las que ella se trasladó a Madrid, ha sido lo suficientemente avispada como para darse cuenta de que a Sara no le apetece explayarse en más detalles. Sara ya ha hablado demasiado de Ruth a esas alturas y empieza a necesitar el crear nuevos recuerdos que no estén asociados a ella. Momentos en los que su fantasma no sobrevuele las palabras ni los gestos y que Sara pueda sentir que Ruth empieza a convertirse en algo ya lejano.

Piden la cuenta y mientras pagan se dedican fugaces miradas llenas de promesas por cumplir. Sara se está dejando llevar. Lo sabe y no le importa. No está buscando amor. Ni un futuro a largo plazo. Sólo quiere atender al momento presente. Ahora no le importa lo que pueda quedar atrás ni lo que pueda esperarle cuando este momento acabe. Tampoco le importa esa diferencia de edad que tanto lastre le suponía hasta hace unas horas. Hay algo en Lola que ha conseguido cautivarla. Algo visceral y, sobre todo, tierno, muy tierno.

Salen del restaurante con la sonrisa pintada en sus labios. Sus cuerpos se atraen involuntariamente mientras caminan por las aceras y se dirigen al bar que propuso Sara aún sentadas a la mesa. Nota como sus manos se tientan la una a la otra sin acabar de enlazarse. A cada paso se acercan, se rozan tímidamente, tonteando entre ellas, coqueteando pero sin atreverse a más. Entran en el bar. Lola se pide una copa, Sara una coca-cola light, dándose cuenta de que el vino de la cena se le ha subido a la cabeza. Sabe que no debería haber probado el alcohol para no mezclarlo con las pastillas pero estaba tan a gusto cenando con Lola que no le importó. Porque incluso ese pequeño mareo que ahora asola su cabeza le resulta agradable. Embriagador. Por momentos es como si ni siquiera fuera ella misma. Y eso le gusta.

Se sumergen entre la gente tras pedir sus bebidas. Amagan algunos bailes mientras continúan hablando de cosas sin importancia. El tiempo pasa y las sonrisas que esbozan no se borran de sus rostros. Una burbuja se ha creado entre las dos y nada del exterior puede romperla. Por primera vez en meses Sara siente que las cosas vuelven a la normalidad. Siente una atracción cada vez mayor por Lola. Y saber que Lola siente lo mismo le proporciona una satisfactoria seguridad. Se apoya en la pared para descansar y la observa mientras baila. Se mueve pausadamente, sin grandes aspavientos, marcando el ritmo con las caderas y moviendo el resto del cuerpo en un lento compás. Parece disfrutar de la música, del momento, de la compañía. No pierde de vista a Sara. No hace un contacto visual constante pero cada pocos minutos la mira y la sonríe. O se acerca a ella y le susurra al oído:

—No dejes de sonreír… —le pide con voz dulce.

Y Sara sonríe automáticamente al escucharla. Y Lola deja caer un beso en su mejilla al ver su sonrisa. Y la mira mientras vuelve a alejarse de ella para continuar bailando. Sara tiene claro que va a cometer una estupidez. Que va a dejar que pase algo entre ella y Lola. Sin embargo, ¿por qué se debería considerar una estupidez? Sólo son dos personas sintiendo atracción mutuamente. Lola podría borrar de su piel y de su recuerdo esos besos y esas caricias de Ruth que aún le escuecen. Sería dar un paso más hacia el olvido. Y eso no puede ser malo. Ni una estupidez. Ni siquiera un engaño. Incluso aunque lo fuera le da igual. Quiere dejarse llevar por ese engaño, por esa falsa sensación de felicidad. No cree que pueda ser peor que todo lo que ha tenido que aguantar desde que Ruth la dejó.

Lola baila cada vez más cerca de ella. Hasta casi pegarse a su cuerpo. Entonces cesa en sus movimientos. Se apoya con el costado en la pared, quedándose muy cerca la una de la otra. Lola la mira. Sara corresponde a su mirada. Es unos pocos centímetros más alta que ella y eso, unido a la postura que ha adoptado, hace que la vea en perspectiva, desde arriba. Lola se está ofreciendo. Está pidiendo sin palabras que la bese. Sara mira su boca, mira esa sonrisa que no se borra de ella. Y deja de pensar. Acepta el ofrecimiento y el reto que le propone. Acerca sus labios a los de Lola y al sentir su contacto cierra los ojos.

Se besan. Sara se concentra en sentir. Siente esos labios que no conoce, a los que se acostumbrará en los próximos instantes hasta que le empiecen a resultar familiares. Lola besa bien. No se apresura, juega con su lengua, con su boca. Se complementa bien con ella desde el principio. Pero no prolonga el placer demasiado. No se aferra a ella. Se separa con una leve sonrisa y continúa bailando. Aunque ahora la mirada que le dirige es mucho más cómplice. Sara se queda con ganas de más. El beso ha activado aún más su deseo. Pero tampoco quiere forzar la situación. Espera paciente a que llegue el próximo. Y ese llega pronto. Lola la busca con más decisión, acercándose a ella, volviendo a besarla, rodeando su cintura con los brazos, subiendo la mano por su espalda, atrayéndola hacia ella para tenerla más cerca.

Al rato le propone cambiar de bar. Sara acepta y coge su chaqueta y su bolso. Salen al exterior y, ahora sí, se cogen de la mano espontáneamente. Caminan con más lentitud que antes. Sara casi había olvidado lo electrizante que puede llegar a ser la primera vez que sientes el tacto de otra persona. Ese cosquilleo arrebatador al sentir en tu mano la mano de alguien nuevo. Entran en el siguiente bar. Se dirigen a la barra. Lola se pide otra copa. Esta vez Sara no se pide nada. Y hace bien. Porque cuando se apartan de la barra y toman posiciones en un rincón perdido en el que apenas hay gente vuelven a besarse. Ya con más ganas, con más pasión, dejándose conducir por algo visceral, por el puro deseo de devorarse la una a la otra. Se olvidan del mundo que las rodea. Sara deja de escuchar la música y las voces de las personas de su alrededor, concentrándose sólo en sentir a quien tiene entre sus brazos y que la está besando de un modo que ya creía olvidado. Tal es su enajenación que cuando por fin se separan y Lola va a coger su copa para darle un trago, se da cuenta de que alguien la ha robado. Ambas se ríen y el hurto sólo les supone un nuevo motivo para seguir besándose.

Todavía recalan en un bar más, ya bien entrada la madrugada. Pero Sara sabe que el deseo de Lola es otro que nada tiene que ver con gastar el tiempo entre copas y desconocidos sino más bien con apurarlo entre sabanas revueltas y piel desnuda.

Nota su deseo al mismo tiempo que su indecisión para proponérselo. Y Sara espera porque no será ella quien saque esa última carta sobre el tapete. No puede hacerlo. No cree que le corresponda dar ese paso. Ni tiene fuerzas para darlo. Prefiere ser la que se deje llevar por una proposición que ser ella quien la exprese. No quiere tomar demasiadas decisiones.

Pero los besos se tornan más ansiosos cada vez. A ninguna de las dos les parecen suficientes. Por el contrario, esos besos las consumen. Sara vuelve a sentirse mareada. Pero ya no es por la mezcla del vino con las pastillas. Es por el deseo. Y por el pánico que le provoca volver a sentir deseo. La respiración de ambas es entrecortada las escasas ocasiones en que separan sus labios. En una de esas ocasiones Lola le lanza una significativa mirada y susurra en su oído: «¿Nos vamos?». No es una simple pregunta. Es una pregunta ambigua. Podría estar refiriéndose a marcharse de ese bar y cambiarlo por otro. Podría ser que ya hubiese llegado el momento en que el cansancio hubiese hecho mella y tocase la despedida y la promesa de verse más adelante. Pero Sara sabe de sobra lo que quiere decir Lola, la cuestión implícita que se esconde en esas pocas sílabas. Le devuelve la mirada y asiente con la cabeza, dispuesta a tirarse al río de una vez por todas.

Cogen sus chaquetas y vuelven a salir a la calle. Y sus manos vuelven a entrelazarse, ahora más nerviosas que antes. Expectantes. Las dos sonríen al andar y se regalan nuevos besos. Caminan unos pocos minutos y Lola anuncia que han llegado a su calle. Unos metros más y se detienen frente a un portal. Entran en él y suben al primer piso. Lola mete una llave en la cerradura y, cuando se escucha el sonido que indica que ha sido abierta, mira a Sara y sonríe. Luego empuja la puerta. Su perro acude a recibirlas. Sara no puede por menos que reír al verlo. Se agacha a acariciarle mientras Lola cierra la puerta.

Ahí, en medio del recibidor del piso de Lola, iluminadas por una luz fuerte, directa, la magia parece haberse perdido. Sara no sabe qué hacer. Espera algún gesto, alguna señal por parte de Lola pero ella se limita a observar desde arriba cómo Sara acaricia al perro con una débil sonrisa y una mirada ausente.

—¿Cómo se llama? —pregunta Sara para romper el silencio.

—Paco —responde Lola.

—Paco… —repite—. Curioso nombre para un perro…

Lola agarra entonces la mano de Sara y la atrae hacia ella. Luego la va conduciendo a través de un pasillo hasta una puerta que hay al final. El perro las sigue. Pero antes de que pueda llegar a entrar tras ellas, Lola cierra la puerta. Quedan unos instantes a oscuras. Sara siente a Lola moverse y al momento una pequeña lamparita se enciende en la mesita de noche. Se miran desde un extremo a otro de la habitación. Lola vuelve a acercarse a Sara, lentamente, sin decir nada. Al llegar hasta ella se abalanza sobre su boca atropelladamente. Sus cuerpos chocan con violencia. A Sara le resulta inusitada y extraña esa vehemencia. Los besos en los bares fueron apasionados y prometían continuación en esa intimidad que ahora compartían pero no hubiera esperado que fueran así. Lola la coge por las muñecas con fuerza, haciéndola subir los brazos e inmovilizándolos contra la puerta. Sara no comprende ese súbito cambio de actitud. Lola le está besando el cuello totalmente fuera de sí. No encaja con el comportamiento que ha mantenido durante las horas anteriores. Antes ha sido apasionada pero tierna. Ahora está siendo brusca e insensible.

Lola busca nuevamente los labios de Sara pero esta, por primera vez, la esquiva. Pensando que es un simple lance del juego, Lola sigue intentando besarla de nuevo, hasta que se topa con la mirada inquisitiva de Sara.

—¿Por qué me sujetas así? —le pregunta—. No voy a escaparme.

Lola permanece quieta sosteniéndole la mirada. Tras unos segundos que se hacen eternos afloja la presión sobre las muñecas de Sara. Las dos dejan caer los brazos sobre los costados sin dejar de mirarse. Sara busca en el fondo de los ojos de Lola como si quisiera buscar el motivo de su comportamiento, por qué ha actuado de ese modo a partir de entrar en su casa. Como si hubiera querido ser otra persona, convertirse en alguien distinto a quien la había estado acompañando toda la noche de bar en bar. El rostro de Lola se va tiñendo de vergüenza, pillada en una falta que no creía estar cometiendo. Sara nota desasosiego en ella. Acerca su mano a la cara de la chica y la apoya contra su mejilla. Lola cierra los ojos adoptando un semblante pesaroso y confundido. En ese momento podría pasar por una adolescente asustada a la que se le ha ido de las manos aquello que pensaba que controlaría fácilmente. Y Sara vuelve a sentir cómo crece la ternura por ella en su interior. Esa ternura la impulsa a besarla de nuevo, sujetando su cabeza ahora con ambas manos. Al principio Lola parece sorprenderse. Después la corresponde de igual modo, abrazándose a Sara con fuerza. Con la fuerza del que teme caerse y se aferra a lo que considera más sólido.

Se tumban sobre la cama, todavía vestidas, sin dejar de abrazarse, sin dejar de besarse. Sara nota humedad en las mejillas de Lola. Le entristece pensar que a Lola se le puedan haber saltado las lágrimas y no saber por qué. Le acaricia la cabeza, las mejillas, los labios. Y eso consigue que Lola no sólo no se calme sino que empiece a llorar silenciosamente, como si sus lágrimas estuvieran tan adentro que cuando llegan a sus ojos sólo les quedara fuerza para deslizarse hacia fuera.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que haga algo? —le pregunta Sara con toda la delicadeza que puede.

Lola abre muchos los ojos. Busca los de Sara. La mira con tristeza.

—Quiero hacer el amor…

Pero Sara sabe que no sólo se refiere al acto para el que se supone que han venido a su casa. Lo que pide Lola obedece a un deseo mucho más profundo, más ancestral. La nota desamparada entre sus brazos. Permanecen largo rato abrazadas. Sara casi puede escuchar los latidos desbocados de esa niña perdida que yace junto a ella. Pareciera que el corazón quisiera salírsele del pecho. Entonces Lola se separa unos centímetros de su cuerpo, respira hondo y vuelve a acercarse para besarla. Y Sara se da cuenta de que, pese a todo, ella está tan perdida como Lola. Sólo quiere olvidar el dolor aunque sea lanzándose a los brazos de alguien herido. Y se deja caer entre los pliegues de su piel, refugiándose en ese olor tan particular de Lola, tan evocador y tranquilizador que parece albergar en él una promesa de felicidad.

A Lola no le hace falta girarse para saber que Sara sigue en la cama junto a ella. No le hace falta porque Sara esta ahí, abrazada a su cuerpo. Siente su calor y su piel desnuda pegada a la suya. Esa noche, después de hacer el amor con ella, ha dormido profundamente. Mucho más profundamente de lo que recuerda haber hecho en mucho tiempo. Se despierta reconfortada, descansada, liberada de ese peso que le estaba oprimiendo el pecho. En sueños Sara le rodea la cintura con el brazo. Lola se aferra a él apretándolo contra su vientre. Nota que Sara se despierta y que, a continuación, deposita un suave beso en su hombro.

—Buenos días —le susurra al oído.

—Buenos días —le responde ella dándose la vuelta para ver su cara.

Sara también parece haber descansado. De su expresión se ha borrado casi todo rastro de pesar. Al mirarla sus ojos sonríen tanto como sus labios. Por debajo de las sábanas Lola acaricia a Sara con suavidad, demorándose en cada trecho de piel, sólo por el simple hecho de sentirla cerca, a su lado.

—No sé qué hora será… ¿Te apetece desayunar? —Sara se encoge de hombros sin dejar de sonreír—. Te lo digo porque no tengo nada para desayunar en casa. Si quieres bajo en un momento al Starbucks y compro algo.

—No te molestes… —dice Sara débilmente.

—No me molesto. Pero a mí me apetece desayunar y seguro que a ti también —afirma incorporándose de la cama—. Venga, me visto y bajo en un momento.

De un brinco Lola se levanta de la cama y empieza a coger la ropa que anoche quedó desperdigada por el suelo de la habitación. Una vez vestida, apoya una rodilla sobre la cama y se inclina hasta Sara para darle un breve beso en los labios.

—Vuelvo enseguida —anuncia antes de salir de la habitación—. ¿Café con leche, sólo o…? —pregunta deteniéndose en el umbral.

—Con leche —responde Sara perezosamente desde la cama.

Una energía inusitada la domina mientras baja casi corriendo las escaleras del edificio. Enseguida llega al Starbucks y pide los cafés. También compra unos muffins. Con todo ello en una bolsa regresa al piso. Paco parece que la mira acusadoramente al entrar por no habérselo llevado con ella. Lola lo ignora y se dirige al dormitorio cuando repara en que la puerta del salón está abierta. Asoma la cabeza y ve que Sara está en el sofá, ya vestida, mirando a través de los balcones con actitud relajada. Al entrar Lola en el salón, gira la cabeza y le sonríe. Se sienta junto a ella, apoya la bolsa en la mesita y empieza a sacar el contenido. Le tiende a Sara su café y un muffin y luego coge lo suyo. Desayunan despacio, bromeando y riendo de las tonterías que se dicen la una a la otra. Lola no puede evitar tocar a Sara. Sus cuerpos se enredan en el sofá mientras comen. Se besan, deslizan sus manos bajo la ropa de la otra y sonríen picaras. Como dos niñas. Porque esa mañana Sara parece haber rejuvenecido hasta convertirse otra vez en una adolescente.

Vuelven a besarse. Lola se recuesta sobre Sara hasta quedar con la barbilla apoyada sobre su pecho. Ninguna de las dos puede evitar mirarse y sonreír como bobas. De repente Lola se pone seria. Alza la cabeza y adopta un aire de gravedad que Sara nota de inmediato porque su expresión también se tiñe de seriedad.

—Y esto… —comienza a decir Lola—, ¿se va a quedar aquí o… va a continuar?

La expresión de Sara se distiende al escuchar sus palabras. Se ríe y atrae a Lola hasta su boca para besarla.

—No lo sé —le dice al separarse—. Pero habrá que descubrirlo, ¿no?

Lola se muerde el labio inferior tratando de no sonreír demasiado ante la respuesta que ha recibido. La besa. La besa repetidas veces mientras las dos ríen, contagiándose la alegría la una a la otra.

Sara se incorpora y le da el último sorbo al café. Deja el vaso de cartón sobre la mesita y vuelve a recostarse en el sofá.

—Oye, ya sé que tú no fumas pero ¿te importa que lo haga yo? —le pregunta Sara con un tinte entre temeroso y suplicante en la voz—. Es que el cigarrito del café… —se disculpa.

A Lola no le gusta que fumen en su casa. Si alguien quiere hacerlo, sabe que tiene que salirse al balcón. Pero en ese momento le traen al fresco sus propias normas. No le importa en absoluto que Sara fume. Sólo quiere que se sienta cómoda allí.

—No te preocupes, me saldré al balcón para que no huela mucho a humo —le dice cogiendo su bolso del suelo y sacando de él un paquete de tabaco y un mechero.

Sara se levanta del sofá y se dirige al balcón más cercano para abrirlo. Al hacerlo Paco se dirige al trote hacia allí para salir y mirar hacia la calle. Lola observa la escena complacida e intuye que podría acostumbrarse fácilmente a la presencia de Sara en su casa. En su vida. Mira embelesada cómo saca el cigarrillo de la cajetilla y se lo lleva a los labios. Pero cuando se dispone a prenderlo el mechero no enciende. Lo intenta varias veces, lo agita y lo vuelve a intentar. Sara se quita el cigarrillo de los labios y mira a Lola con una mueca divertida.

—Imagino que no tendrás un mechero, ¿verdad? —le pregunta.

Lola se queda un momento pensativa, haciendo memoria. Su cocina es vitrocerámica. El calentador eléctrico. Y no tiene velas por lo que tampoco tiene cerillas. Pero recuerda en ese momento que la última vez que Ruth estuvo en el piso, aquella noche de ese polvo frío e impersonal, cuando Lola se levantó a la mañana siguiente se encontró un mechero sobre la repisa de la cocina porque Ruth, aún sabiendo desde el día de la fiesta que no le gusta que fumen en su casa, sí lo hizo, tal y como luego pudo comprobar al ver una colilla mojada en el cubo de la basura junto a un brick vacío de leche que ella no recordaba haber tirado.

—Creo que sí. Espera un momento —y se levanta rauda y solícita para ir a la cocina. Si no recuerda mal lo debió de meter en alguno de los cajones.

Y en uno de los cajones lo encuentra. Lo coge y regresa de nuevo al salón. Sara la espera sentada en el brazo del sofá. Le tiende el mechero y se sienta cerca de ella. Pero algo ocurre cuando Sara coge el mechero. Lo mira incrédula mientras su cara se pone blanca de repente. El tiempo parece detenerse. El cigarrillo le cuelga inerme de los labios un momento hasta que lo aparta de su boca con un gesto de rabia.

—¿De dónde lo has sacado? —le pregunta Sara totalmente lívida mostrándole el mechero.

—Se lo dejó aquí una chica el otro día… —se explica Lola asustada. No acaba de entender ese cambio repentino de actitud. No es más que un simple mechero con publicidad de una empresa. ¿Por qué ha hecho que a Sara le cambie el humor?

—¿Una chica? ¿Qué chica? ¿El otro día? ¿Cuándo? —Sara, cada vez más nerviosa, acribilla a preguntas a Lola que, a su vez, está cada vez más angustiada.

—No sé, hace unas semanas, una chica que conocí en una fiesta que di hace un tiempo y a la que luego me volví a encontrar.

—¿Es amiga tuya? —pregunta Sara acusadora.

—No exactamente… —responde Lola revolviéndose incómoda en el sofá.

—¿Te has acostado con ella? —inquiere casi al borde del histerismo.

—Sí —masculla Lola—. Sólo una vez. Fue una de esas noches tontas… —explica contrariada, temerosa también de que Sara piense que se acuesta con cualquiera y que ella es sólo una más.

Sara cierra los ojos. Deja caer la cabeza y la menea negativamente. Se levanta del brazo del sillón y camina un par de pasos sin rumbo por la estancia dándole la espalda a Lola. De improviso se da la vuelta y la mira. Los ojos se le han llenado de lágrimas.

—¿Cómo se llama esa chica? —pregunta con una mirada que es el vivo reflejo del dolor.

—Ruth —contesta Lola—. ¿Por qué? ¿La conoces? —pregunta a su vez Lola aunque en el mismo momento en que la pronuncia la considera una cuestión estúpida porque es obvio que Sara debe conocer a Ruth.

Al escuchar su respuesta Sara parece a punto de desvanecerse. Lola se levanta del sofá y acude a sostenerla. Le rodea la cintura y la lleva dando traspiés hasta el sofá. Las dos caen sobre él. Sara recuesta la cabeza sobre el respaldo con la cara desencajada. Lola tiene el corazón a mil por hora. No entiende qué está pasando aunque comienza a hacerse una ligera idea. Le pregunta a Sara qué es lo que ocurre pero sólo obtiene de ella un llanto contenido al tiempo que menea la cabeza negativamente. Respira con dificultad y muy deprisa, tratando de coger todo el aire posible aunque parece que le resulta insuficiente. Balbucea y masculla palabras inconexas, incomprensibles.

—Mi bolso… Dame el bolso… Dámelo —le ordena.

Lola hace lo que le pide. Sara agarra el bolso con furia repentina, lo abre y rebusca en su interior hasta sacar su móvil. Teclea frenéticamente a través de su agenda de teléfonos y termina pulsando el botón que inicia una llamada.

—¿Juan? Soy yo… Necesito que… que vengas a buscarme… Creo que me está dando un… un ataque de algo… —su voz suena cada vez más débil y lastimera—. Estoy… —mira desvalida a Lola—. ¿Dónde estoy?

Las fuerzas le fallan en ese instante. El móvil se desliza de su mano al sofá. Sara se recuesta otra vez totalmente ida. Lola coge el teléfono y se lo pone en la oreja para darle su dirección a quién quiera que sea ese Juan.

Con el miedo en el cuerpo Juan conduce el coche hasta la calle que le indicó esa voz desconocida. Al llegar a ella comprueba que no hay ningún sitio libre y que es demasiado estrecha para dejarlo en doble fila así que lo para justo frente al portal y deja el intermitente puesto mientras sube al piso. Aunque no tarda más de dos minutos en bajar con Sara y la chica con la que estaba, han resultado suficientes para que detrás de su coche se haya formado un pequeño embotellamiento formado por otros cuatro coches más que tocan el claxon insistentemente. Los tres montan todo lo rápido que pueden e inician el camino al hospital. Sara va sentada en el asiento del copiloto, consciente pero desorientada. Juan no sabe qué le pasa pero imagina que ha sufrido un ataque de ansiedad o de histeria o cualquier otro trastorno de esa índole. La cuestión es por qué.

Llegan al hospital. La chica se baja con Sara para ir entrando y que las atiendan cuanto antes. Juan se dedica a buscar un sitio en el que aparcar su coche. Tarea que le ocupa más de veinte minutos. En cuanto lo consigue, echa a correr las calles que le separan del hospital. Llega a la sala de espera casi sin resuello pero sólo encuentra a la desconocida en ella. Sara no está. La chica advierte enseguida su llegada y le mira con curiosidad. Juan se dirige a ella.

—¿Dónde está? —le pregunta casi a bocajarro.

—Les he contado lo que ha pasado y se la han llevado para que la vea un psiquiatra. En un rato nos dirán algo —le explica con gesto abatido. Juan cae en la cuenta entonces de que debe de ser esa jovencita de la que Sara le habló días atrás. La que la abordó en una cafetería dándole su teléfono y a la que Sara no sabía si llamar.

—Bueno, ahora cuéntame a mí con más calma qué es lo que ha pasado en tu casa —le pide Juan a la chica sentándose junto a ella.

—Pues más o menos lo que te he dicho en el coche. Le dio una especie de desmayo, de desvanecimiento. Estaba totalmente ida. No creo que llegará a perder la conciencia pero respiraba muy deprisa y tenía como un ataque de ansiedad o algo así…

—Ya. Pero ¿eso fue así de repente? ¿No pasó nada antes? ¿Estaba bien y de repente ¡zas!, le da un jamacuco? —inquiere Juan extrañado.

La chica se queda en silencio, pensando. Luego se mete la mano en el bolsillo y saca algo de él. Se lo tiende a Juan. Un escalofrío le recorre la espalda al ver un mechero con el logotipo de la agencia de publicidad de Ruth. Juan lo coge de la mano de la chica y se queda mirándolo, incrédulo.

—¿Qué coño significa? —le pregunta la chica. Juan no es capaz de decir nada. Empieza a comprender la reacción de Sara. Pero como no dice nada, la chica añade: ¿Quién es Ruth?

Juan mira a la chica a los ojos. En su rostro cree ver preocupación sincera por Sara. Sabe que es posible que la noche anterior pasara algo entre ellas dos. Posiblemente esa chica tenga algún tipo de interés en su amiga. Y no sabe cómo le podría afectar el que le dijera el motivo de lo que le ha pasado a Sara. Traga saliva, se humedece los labios y finalmente se lo explica.

—Ruth es la exnovia de Sara… —le dice alzando las cejas en un gesto de circunstancias—. ¿Tú la conoces?

La chica asiente y se le ensombrece la mirada. Agacha la cabeza en un gesto apesadumbrado, entendiendo lo que eso significa. Al tiempo que ella se da cuenta de que el pasado de Sara ha sido el culpable de su situación actual, a Juan le empieza a dominar la ira. Y siente crecer un extraño odio hacia Ruth que, incluso sin hacer acto de presencia, sigue dominando el ánimo de Sara y llevándola a sufrir del modo en que lo está haciendo. Se levanta decidido y se aleja de la sala de espera. Sale incluso fuera del hospital. Hace todo el trayecto con el móvil quemándole en la mano. Al llegar a la calle pulsa las teclas adecuadas rápidamente y el tono de llamada comienza a sucederse cuando se pone el teléfono en la oreja. En contra de lo que se esperaba, al tercer pitido descuelgan al otro lado.

—Juan, me pillas en mal momento. Estoy… —empieza a decir Ruth al otro lado.

—¡Me da igual como te pille! —le grita Juan—. ¡Eres una cabrona, tía! ¡Vas por la vida jodiendo a la gente y te da igual lo que les pase! ¡No te mereces ni la mitad de lo que las personas te dan…!

—Pero bueno, ¿a ti qué coño te pasa? —le espeta Ruth gritando también.

—¡Me pasa que incluso sin verla sigues jodiéndole la vida a Sara! ¡Me pasa que estoy harto de esa actitud de niñata que tienes! ¡Me pasa que soy yo el que ha traído a Sara al hospital porque tú y sólo tú le has jodido la vida y me da rabia que siga tan enamorada de alguien que no se lo merece…!

—¿Qué Sara está en el hospital? —chilla Ruth—. ¿Qué le ha pasado? ¿Qué…?

—¡Eso a ti no te importa! ¡Ya has hecho bastante! —Juan se da cuenta de que su tono es quizá demasiado duro pero es que ya está cansado de esa situación—. ¡Sólo te digo que ni se te ocurra acercarte a Sara en la vida! ¡Y empieza a tener cuidado con las tías a las que te follas!

Juan cuelga la llamada súbitamente. Y después desconecta el teléfono para que Ruth no le pueda llamar. Regresa a la sala de espera y se sienta junto a la chica todavía visiblemente alterado. Ella le mira confundida pero no dice nada.

—¿Han dicho algo? —pregunta al cabo de unos pocos segundos en los que ha tratado de calmarse.

—Todavía no. Seguirá hablando con el psiquiatra.

Juan se recuesta en el asiento sabiendo que si Sara tiene que contar toda la historia, la cosa irá para largo. Las sienes todavía le palpitan. Quizá se haya propasado con Ruth pero ya se ha cansado de ir de amigo comprensivo que deja todo pasar.

Ruth se queda mirando el móvil en su mano totalmente estupefacta. Jamás había escuchado a Juan dirigirse a ella en ese tono. Jamás. Si alguna vez ha tenido que llamarle la atención sobre su comportamiento ha tratado de hacerlo con tacto y diplomacia. Nunca se ha dejado llevar por un cabreo incipiente. El estómago se le convierte en un manojo de nervios y las piernas le tiemblan de tal modo que piensa que si tratara de ponerse en pie en ese momento le fallarían irremediablemente.

—¿Qué es lo que pasa? —le pregunta Pedro sentado frente a ella.

Ruth mira a su amigo. La llamó unos días atrás para ver cómo estaba. Se había enterado con bastante retraso de que ella y Sara lo habían dejado. Y es que en el último año y medio apenas se han visto. Ambos por las mismas razones. Ella porque estaba enredada en su trajín de viajes a Barcelona y él porque también empezó una relación y había dejado de salir tan habitualmente con Ruth y los demás por Chueca. Pero desde que hace un rato se habían vuelto a encontrar al fin, Ruth se daba cuenta de que no le estaba resultando tan fácil como creía retomar su amistad.

Pedro había sido su mejor amigo en la época de la facultad. Lograron mantener su relación tras acabar los estudios porque él también hizo piña en torno a ella junto a Juan, Diego y Pilar cuando Olga la dejó. El tiempo hizo el resto. Siguieron viéndose todos juntos para salir. Era fácil. Ni él ni Pilar ni la propia Ruth tenían pareja, si acaso historias fugaces que nunca les robaban demasiado tiempo. Y Juan y Diego ya estaban juntos desde hacía mucho y casi los contaban como una sola persona. Pero en cuanto los tres solteros de oro comenzaron sus respectivas relaciones por separado, los lazos que los unían se fueron disolviendo. Y quizá el que peor parado había salido era Pedro. Porque, al fin y al cabo, él salía con una chica, a la chica no le hacía gracia ir a Chueca y comenzaron a gastar su tiempo de ocio por otros bares y otras zonas. Se distanciaron de un modo gradual. Las llamadas se fueron espaciando y aunque siempre acababan prometiéndose buscar un hueco para verse nunca parecían capaces de encontrarlo. Ruth ni siquiera conoce a la novia de Pedro y si él ha visto a Sara es porque ambos estaban juntos en aquella fiesta de Ibiza en la que la conocieron.

Ahora mira a su amigo y le siente extraño. Ni siquiera sabe por qué ha aceptado a quedar a comer con él. ¿Qué podría decirle acerca de la ruptura? Él ni siquiera fue testigo de la relación. Y si ni con sus propios amigos ha sido capaz de hablar abiertamente de lo que ha pasado, ¿qué podría contarle a él? Nada. Absolutamente nada. ¿Qué podría decirle ahora de la llamada de Juan, del motivo de la misma?

El motivo de la llamada… Sara está en el hospital… En el hospital… ¿Por qué está Sara en el hospital…? ¿Por qué ella tiene la culpa de que esté allí…? ¿Qué ha hecho para que sea culpa suya…? Ella no ha vuelto a ver a Sara desde hace mucho. No la ha llamado. No le ha mandado un solo mensaje… ¿Qué ha podido hacer para que Sara esté en el hospital? ¿Qué le ha pasado a Sara?

—Ruth, ¿te encuentras bien? Estás como ida… —le dice su amigo pasándole la mano por delante de la cara.

—Era Juan… Algo le ha pasado a Sara. Está en el hospital —logra articular Ruth. Ve que Pedro abre mucho los ojos y que va a decir algo. Pero antes de que lo haga le interrumpe—. No me encuentro muy bien. Creo que me voy a ir a casa. ¿Te importa que dejemos la comida para otro día?

—No, claro que no —se apresura en decir Pedro—. ¿Qué le ha pasado a Sara?

—No lo sé —dice Ruth desfalleciendo a cada momento—. Juan no me lo ha querido decir. Sólo me ha dicho que no me acerque a ella. Que yo tengo la culpa…

Pedro no parece comprender lo que le explica Ruth. Pero es que tampoco lo comprende ella misma. Se levanta de la mesa desorientada. Luego se inclina hacia su amigo para darle dos besos justo cuando la camarera se acercaba a tomarles nota. Casi choca con ella al darse la vuelta. Sale del Vips como una autómata. Al llegar a la calle aprieta el paso y cruza Fuencarral con el semáforo en rojo, sorteando los coches que vienen en una y otra dirección. Sólo tiene una cosa en mente y es llegar a su casa cuanto antes. Y los escasos quinientos metros que le faltan por recorrer se le hacen eternos. Cada paso es como un golpe para ella. Un golpe en su estómago ya cerrado y encogido. Otro golpe en el pecho que le corta la respiración hasta casi ahogarla. Otro en la cabeza que hace que casi se le salten las lágrimas. Alcanza su portal cuando está a punto de derrumbarse. Las llaves se le caen al tratar de meter la que corresponde en la cerradura. Y se le vuelven a caer. Por fin, a la tercera vez, lo consigue y entra en el portal. La respiración se le acelera esperando el ascensor. Al entrar en la cabina y ver su reflejo en el espejo le da la espalda rápidamente. Pulsa el botón de su piso y cuenta con ansiedad los segundos que tarda en llegar hasta él.

Pero no encuentra alivio en su casa. Más bien al contrario. Las paredes se le caen encima. No sabe qué hacer. Algo se rompe en su interior. Se marea. Las piernas le fallan del todo. Se sienta en el sofá. Pero el mareo no remite sino que va a más. La imagen de Sara acude a su mente junto con la incertidumbre de no saber qué le ha pasado. Por qué tiene ella la culpa. Por qué Juan le ha hablado de ese modo. Se tumba en el sofá y acaba adoptando una posición fetal, doblándose sobre sí misma porque el dolor del estómago aumenta más a cada minuto. Y por fin, tarde, con retraso, casi cuatro meses después, una lágrima sale de uno de sus ojos. Luego otra. Y otra. Y Ruth rompe a llorar, viniéndose abajo por completo. Llora sin parar, sin encontrar consuelo. Llora todo lo que no lloró en su momento. Y se da cuenta, tarde, con retraso, de que las cosas no son tan fáciles como ella se ha empeñado en creer.