Despertando
Ruth despierta. Abre los ojos. Intenta adaptarlos a la penumbra de la habitación en la que se encuentra. Durante un segundo su mente no registra ningún pensamiento. Tan solo es un despertar más. Una resaca más. Una sensación de desconcierto ya conocida. Al instante siguiente una oleada de imágenes inunda su cabeza en una incesante moviola. Y cierra los ojos tratando de recordar.
Al hacerlo se ve a sí misma saliendo sola la noche anterior. Entrando en bares y yéndose de ellos una y otra vez. Encontrando en su interior un puñado de caras conocidas que la acompañaban en su peregrinaje nocturno, que le ponían una nueva copa en la mano y le encendían un cigarro cada vez que pensaba en voz alta que tal vez sería mejor que se marchara a casa. Luces y focos de colores. Bolas de espejos escupiendo mil destellos. Besos furtivos robados a mirada armada. Labios que no conocía y que no le importó conocer en ese momento. Ese momento de brumas etílicas y emociones confundidas. Una sugerencia a mitad de la noche. «Hay una fiesta en un piso cerca de aquí. Por Halloween, ya sabes. Pero a estas horas ya poco quedará de los disfraces. ¿Te animas?». Ruth se ve a sí misma en su recuerdo asintiendo por inercia. Luego se ve esperando turno en el guardarropa junto a su acompañante sintiéndose más borracha de lo que había pensado. Los párpados le pesaban. Se mareó un instante. Se dio la vuelta para abrir el grifo del lavabo que tenía a su espalda y refrescarse la cara, las muñecas, la nuca. Aún con la cabeza inclinada sobre el chorro de agua atisbo por el rabillo del ojo a un paki portando un ramo de rosas que iba ofreciendo a las chicas que guardaban cola para ir al baño o recoger sus abrigos. Todas declinaban su oferta con más o menos decisión. El paki se encogió de hombros y adoptó una sonrisa beatífica. «¿No hay amor, chicas?», preguntó en voz alta. La acompañante de Ruth le espetó en tono divertido: «No, paki, ya no se lleva el amor, sólo hay sexo». Aprovechando que Ruth se había retirado del lavabo y volvía a su lado, la muchacha la agarró por la cintura y le dio un lascivo beso para regocijo del personal. Mientras se dejaba besar Ruth pensó en esas frases y en que no era la primera vez que las escuchaba de labios de un vendedor de rosas. Ya no hay amor. Sólo sexo.
Ruth no recuerda cómo salieron del garito. La siguiente imagen que acude a su mente es la de sí misma llegando a la fiesta junto a la otra chica. Recuerda haber entrado en un salón obscenamente grande. Más de cuarenta metros cuadrados divididos en dos espacios. En una de las paredes se proyectaban vídeos musicales que no coincidían con las canciones que se iban desgranando en el ambiente. En otro rincón había una mesa con platos de comida a medio vaciar. El resto del espacio, salvo por un par de sofás y unas estanterías repletas de películas en DVD, era casi por completo diáfano y las más de veinticinco mujeres que por allí pululaban apenas conseguían llenarlo. Muchas de ellas ya habían desistido de unos disfraces de los cuales tan sólo quedaban algunos vestigios. Si acaso restos de pintura por la cara o algunos complementos comprados en tiendas de chinos como espadas y pistolas de juguete con los que bromeaban entre ellas. «Voy a la cocina a por unas copas», le susurró al oído su acompañante. Ruth se quedó quieta junto a la puerta del salón, observando a las chicas que bailaban en medio de la estancia o se besaban las unas a las otras visiblemente borrachas. Incluso se fijó en que la fiesta ya había dejado víctimas. Una de las chicas, con un disfraz de monja aún puesto, dormitaba profundamente en uno de los sofás, totalmente ajena a la algarabía reinante. Ruth se preguntó cómo podría dormir con todo el jaleo que había pero en ese instante ella misma sintió un sueño arrebatador y supo que aquella chica probablemente estaría demasiado borracha como para tenerse en pie. Su acompañante regresó portando dos copas. Ruth cogió la que le ofrecía con gesto mecánico y se la llevó a los labios. No era lo que solía beber pero a esas alturas de la noche ya le daba igual lo que le cayera en el estómago. Sacó el paquete de tabaco pensando que un cigarrillo la despejaría. «Sólo se puede fumar en los balcones», dijo una voz frente a ella. Ruth alzó la mirada y se encontró con una chica morena de ojos rasgados —¿verdes, quizá?— algo más joven que ella, vestida con un traje masculino de corte clásico y un sombrero de fieltro. Lo dijo en tono afable pero con la suficiente autoridad como para que Ruth pudiera adivinar que era la anfitriona. A continuación ella y su acompañante se abrazaron y se la presentaron, confirmando así sus suposiciones. «Ruth, esta es Lola, la que ha montado la fiesta». Ruth asintió y le dio la enhorabuena a falta de algo mejor que decir. Luego la observó con más atención y se percató de que probablemente fuera más joven de lo que pensó un momento antes. Mucho más joven. A duras penas sobrepasaría los veinte. «¿De qué vas disfrazada?», le preguntó Ruth con una ironía que no creyó que su interlocutora pudiera captar. Lola se lanzó a sí misma un satisfecho vistazo y a continuación la miró retadora. «¿A que no lo adivinas? Y no me digas que de gangster…». Ruth, a su vez, la miró de arriba abajo, como si necesitara hacerlo cuando desde que la vio tuvo muy claro cuál era su disfraz. «De Clyde», sentenció. «De Clyde de “Bonnie & Clyde”, por supuesto». Lola trató de ocultar su sorpresa. Hizo un mohín con la boca y ladeó la cabeza en un gesto entre coqueto y ofendido. «Hace un par de años yo también me disfracé de Clyde», le explicó Ruth. «Veo que no soy la única mitómana por aquí», añadió lanzando una mirada a unos retratos de Audrey Hepburn y Marilyn Monroe que colgaban de una de las paredes. Lola contestó algo pero Ruth ya había desconectado. Al recordar cuando ella misma se disfrazó como uno de los fugitivos más perseguidos de los años treinta se le vino encima el pasado. Aquel momento pretérito en que su vida todavía estaba bajo control, cuando todo lo que hacía era desenfadado e informal, cuando no arrastraba la constante sensación de estar herida. Cuando todo le resultaba mucho más fácil de lo que le estaba resultando ahora.
No supo en qué momento Lola se alejó de ellas en pos de la charla o el coqueteo con cualquiera de las otras asistentes a la fiesta. Los recuerdos de Ruth empezaron a difuminarse definitivamente entonces. Su acompañante, aquella chica de la que no recordaba el nombre o, siquiera, si en algún momento lo había sabido, se entretuvo en acorralarla contra la pared para besarla. Los siguientes minutos o, quizá, horas pasaron en una sucesión de besos y magreos contra las paredes, en el sofá que quedaba libre, en uno y otro balcón, en atisbos fugaces del resto de chicas que, poco a poco, iban desapareciendo, en vistazos a la pared en la que se proyectaban los vídeos, en miradas perdidas a una bola de espejos que había en un rincón del techo iluminada por un foco. Ruth cree que todavía no había amanecido cuando la chica con la que llevaba gran parte de la noche la fue arrastrando, sin dejar de besarla, a través de la casa hasta una puerta cerrada situada en el otro extremo del piso. Ruth intuyó que sería el dormitorio y se dejó conducir hasta él sin oponer resistencia porque tampoco sabía qué otra cosa podría hacer.
Lo que Ruth no esperaba al traspasar el umbral de la puerta e introducirse en la oscuridad de la habitación era que no iban a estar solas allí dentro. La chica la empujó suavemente sobre la cama y la espalda de Ruth topó con cuerpos ajenos que se revolvían los unos sobre los otros. Por encima del rumor sordo de la música que sonaba en el salón y que perdía fuerza a medida que avanzaba por el pasillo, Ruth empezó a distinguir con claridad el chasquido inconfundible de los besos, el murmullo de los gemidos, las respiraciones agitadas de quienes compartían cama en ese momento. Aunque sus ojos comenzaron a acostumbrarse a la oscuridad gracias a la velada luz que se filtraba por la ventana, Ruth no supo cuántas mujeres habría en aquella habitación. Lo que estaba claro es que a ninguna parecía haberle molestado la intrusión de ella y su acompañante. Más bien al contrario, con una coreografía que casi parecía ensayada, fueron haciendo hueco en la cama para esos dos nuevos cuerpos que se unían a la improvisada orgía. La chica sin nombre comenzó a desnudarla pero pronto sintió que no sólo eran sus manos las que lo hacían ni sus labios los únicos que rozaban su piel. Vislumbró rostros desconocidos con los que tal vez se hubiera cruzado un rato antes en el salón. El único que fue capaz de reconocer fue el de Lola. Sus miradas se cruzaron un breve instante. La de Ruth totalmente perdida, la de Lola inquisitiva y satisfecha, magnética y misteriosa, pueril y experimentada a la vez. Incluso cuando Lola desvió su mirada para besar a una chica salida de entre las tinieblas de la habitación, Ruth aún sintió esos ojos rasgados, lánguidos e indolentes, clavándose en ella durante varios segundos más. Luego cerró los suyos y decidió entregarse a la inconsciencia.
Ahora Ruth vuelve a abrir los ojos. Se pregunta cuáles de esas instantáneas que reproduce su recuerdo pertenecen a la realidad y cuáles a su imaginación. Al escaso tiempo de sueño que ha tenido. Sacude la cabeza como si así pudiera conseguir expulsarlas de su pensamiento. Se incorpora. Al hacerlo oye un gemido. Se gira para descubrir en la otra punta de la cama, una cama que ahora parece mucho más grande de lo que recordaba, un bulto que se revuelve agitadamente entre sueños y Ruth se pregunta si esa chica fue con la que llegó a la fiesta o es otra que ahora mismo no recuerda. Como un ladrón que quiere escapar del lugar del crimen cuanto antes, se levanta, va recogiendo su ropa desperdigada por el suelo y comienza a vestirse. Sale de la habitación y, sin hacer ruido, cierra la puerta tras de sí.
Aún junto a la puerta acaba de vestirse. Se está agachando para atarse las zapatillas cuando escucha un tímido repiqueteo sobre la tarima del suelo. Alza la cabeza y su mirada se encuentra con la de un perro, uno de esos bulldogs franceses que tan de moda están, de color blanco con manchas y antifaz negro, que la observa con curiosidad ladeando la cabeza. Por el tamaño no debe ser más que un cachorro. Ruth le dedica una sonrisa cansina y le rasca detrás de las orejas. Justo cuando está a punto de levantarse escucha una voz femenina en el otro extremo de la casa:
—¡Paaaacoooo! —grita la voz y, por un momento, Ruth se pregunta si habrá un hombre en la casa. No recuerda haber visto más puertas que pudieran pertenecer a otras habitaciones. Y aquel no parecía ser el típico piso compartido—. ¡¡¡Paaaacoooo!!! ¡Ven aquí! ¡No enredes! —añade la voz y Ruth se percata entonces de que el tal Paco no es otro sino el cachorro.
Paco acude raudo a la llamada y retrocede sobre sus pasos, trotando alegremente a través del pasillo en pos de su dueña. Ruth, guiada por la inercia, le sigue. En el gran salón que acogió la fiesta unas horas antes apenas queda rastro alguno del desfase del que Ruth fue testigo. La mesa ha sido recogida y el suelo barrido y fregado. Lo único que no ha cambiado ha sido la chica disfrazada de monja que sigue dormitando en el mismo sofá, aunque algún alma caritativa le ha echado una liviana manta de color naranja por encima. Tumbada en el otro sofá, ataviada con un pantalón de deporte gris y una sudadera, está Lola tecleando frenéticamente en un Mac blanco. Paco llega hasta ella y Lola, agarrándolo por la piel del cuello, lo sube al sofá acomodándolo junto a sus piernas. En el momento en que Ruth divisa su bolso sobre una mesa en la que hay otro ordenador y un proyector de vídeo, Lola parece percatarse de su presencia allí. Gira la cabeza, la ve y, al reconocerla, sus labios dibujan una sonrisa franca pero no por ello menos enigmática.
—¡Hola! Veo que ya has conocido a Paco… —dice acariciando el lomo del perro.
—Sí… —contesta Ruth dubitativa—. ¿Anoche también estaba por aquí con el jaleo que había?
—No —Lola menea la cabeza—. Le dejé encerrado en el cuarto de baño de la habitación. No lo hubiera pasado muy bien en la fiesta… —dice lanzando una mirada dulce al animal. Luego, en un segundo, sus ojos cambian, se tornan picaros y los dirige a Ruth—. ¿Y tú? ¿Lo pasaste bien? —pregunta frunciendo los labios en una mueca irónica.
—¿Yo? —Ruth fuerza media sonrisa—. Bien, bien,… —y añade en tono esquivo—: No estuvo mal.
—Me alegro —dice Lola complacida.
Un móvil comienza a sonar sobre la mesa del ordenador. Lola y Ruth lo miran extrañadas sin hacer nada. Lo miran y se miran entre ellas.
—¿Es tuyo? —pregunta Lola.
—¿No es tuyo? —pregunta a su vez Ruth.
La chica disfrazada de monja se revuelve en el sofá, pareciendo despertar —o más bien resucitar— al fin. Ruth y Lola la miran conteniendo la risa a duras penas.
—¡Jooodeeer! Ese es mi móvil… ¿Alguien me lo puede acercar? —Ruth toma el móvil y se lo lleva a la chica que lo descuelga sin ni siquiera mirar la pantalla—. ¿Sí?… ¿Y cómo coño sabéis que sigo aquí?… —mira a Lola aguzando los ojos—. ¡Serás cabrona! ¿Ya lo has colgado en Internet? —Ruth mira a Lola encogerse de hombros con actitud inocente—. No sé… Cuando se me pase la resaca… Sí, me quedé dormida en mitad de la fiesta… Vale, luego hablamos. Adiós —la chica cuelga la llamada, aferra el móvil contra su pecho y parece dispuesta a seguir durmiendo pero con los ojos ya cerrados murmura—: Lola, cariño, cuando vuelva a ser persona te vas a enterar. Al menos espero que no hayas colgado ninguna foto mía…
Lola se ríe, maliciosa, y echa un vistazo a la pantalla de su portátil. Ruth suspira, se acerca a la mesa y recoge su bolso.
—Bueno, yo me voy —anuncia.
—Bien. Ya nos veremos por ahí —le dice Lola sin mirarla—. En la próxima fiesta, quizá.
—Sí, en la próxima fiesta… —corrobora Ruth en voz muy baja, deseando salir cuanto antes de allí.
Llega hasta la puerta del piso y, tras un par de intentos infructuosos, consigue abrirla y salir. Mientras baja las escaleras hasta la planta baja, su móvil comienza a berrear dentro del bolso. Comprueba la pantalla antes de contestar. Es Juan.
—Hola —contesta lacónicamente Ruth parándose en medio del portal, sin salir a la calle.
—¿Dónde coño estabas? Llevo llamándote toda la mañana…
—Por ahí —responde ella en tono esquivo.
—¿Y adónde vas ahora?
—A casa.
—A casa… —repite Juan—. ¿Y qué vas a hacer hoy? ¿Comes conmigo? Conmigo y con Diego, quiero decir…
—No sé… —dice en tono como de fastidio—. Mejor no, Juan. Me apetece estar en casa. Sola.
—¿Ni siquiera un café? —le inquiere su amigo—. Tú y yo, si lo prefieres.
—No, de verdad —dice Ruth meneando la cabeza aunque Juan no pueda verla.
—¿Estás bien? —pregunta en tono preocupado.
—Estoy como tengo que estar. No hay más —abre la puerta del portal y sale a la calle—. Mira, ahora me voy a casa, voy a ver si duermo, como o hago algo útil. Ya te llamaré, ¿vale?
—Bueno, si es lo que tú…
—Pues eso —le corta—, ya te llamo yo en otro momento, ¿vale? Venga, un besito. Hablamos.
Ruth cuelga la llamada y cierra los ojos. No se siente con fuerzas de enfrentarse a la mirada de Juan. Ni a de la de nadie, en realidad. Durante las últimas semanas ha escuchado demasiadas voces ajenas. Y en todas ellas subyacía, aunque no llegaran a formularla, esa insidiosa pregunta de cómo ha sido capaz de dejar a Sara del modo en que lo ha hecho. Y a Ruth se le acaban las excusas y las justificaciones. Por eso prefiere esquivar las preguntas antes de que se produzcan. No espera que nadie la entienda porque tampoco ella misma se entiende. Pero ha sido su decisión y ahora le toca cargar con las consecuencias. No necesita que nadie le recuerde lo mal que lo ha hecho.
A diez metros del portal de Lola está la calle Fuencarral, cerca del mercado del mismo nombre. Decide ir caminando a casa. Quince o veinte minutos andando sin prisa para despejarse y pensar en qué puede gastar lo que queda de ese día festivo. Como quedar con alguien queda descartado por los mismos motivos por los que no ha querido ver a Juan, Ruth piensa que pasará el rato haciendo limpieza en el piso. Dicen que cuando organizas lo material también se organiza tu interior. Pues eso hará. Un poco de limpieza, otro poco de poner orden y otro poco de tirar lo que de inservible pueda haber en su casa (que, sin duda, será mucho). Y quizá después, cuando caiga la noche, se ponga una película para evadirse y dejar de pensar durante el par de horas que la ficción dure.
Cuando llega a la altura del Vips de Fuencarral se detiene y entra en su interior. Su instinto consumista la obliga a comprar algo. Algo de comer, algo que leer, algo con lo que llenar su tiempo durante lo que quede de día. Coge un pack de seis Coronitas mientras se pregunta mentalmente si en casa tendrá limones. Cierra la puerta de la cámara frigorífica y está a punto de darse la vuelta para dirigirse a pagar a caja cuando se da de bruces con ellos. Ali y David. David y Ali. Tanto monta, monta tanto. Esa pareja inseparable e impensable hasta hace tan sólo unos meses cuando Ali se definía como una lesbiana con pedigrí y un tanto hostil con todo aquel que perteneciera al género masculino. Ambos la miran con la misma sorpresa con la que Ruth les mira a ellos. Y también con cierta incomodidad. Como todo el mundo a raíz de su ruptura con Sara. Incómodos, dubitativos y de maneras forzadas.
—Hola —les dice Ruth en tono quedo.
—Hola —replican ellos casi a la vez—. ¿Qué tal? ¿Qué haces por aquí? —pregunta Ali mirando a Ruth y luego a David con algo de nerviosismo.
Ruth se encoge de hombros.
—Ya veis —alza el pack de Coronitas—. Haciendo acopio de reservas para la tarde. ¿Y vosotros? ¿Vais a comer a casa de tus madres? —pregunta al acordarse de que las madres de Ali viven por la zona.
—¿Eh? —Ali se muestra repentinamente nerviosa—. Sí, sí, vamos a comer con ellas ahora…
Ruth mira a Ali como si dudara de lo que acaba de decir. Pero en el fondo poco le importa lo que vaya a hacer ahora ni si le está mintiendo o diciendo la verdad. Ella, como otros muchos, ya ha demostrado de qué parte está en esta historia. Y no es de la suya, por supuesto.
—Bueno, chicos, yo os dejo. Que hace mucho que no voy por mi casa y tendré que comprobar que sigue en el mismo sitio… Nos vemos.
Se despide con un gesto y se dirige a la caja. Paga, coge la bolsa en la que le han metido las cervezas y sale del establecimiento sin mirar atrás. Dejando a Ali y David plantados en el mismo sitio en que los encontró.
Ali y David se miran el uno al otro. Ali suspira cerrando los ojos. Se siente como si Ruth la hubiera pillado traicionándola. Aunque Ruth no tenga por qué saber que con quien realmente van a comer David y ella es con Sara. Y sabe que no debería sentirse así. Que no está traicionando a nadie. Que sólo está ofreciendo su apoyo a quien más parece necesitarlo. Porque Ruth lo ha rechazado. Ha rechazado el apoyo de todos. En el último mes se ha negado a ver a aquellos que la rodean, a los que se suponía que consideraba sus amigos. Y Ali sabe que, con el tiempo, Ruth convertirá eso en un arma arrojadiza. Les dirá que la traicionaron, que no estuvieron a su lado cuando lo necesitaba. Pero Ali está cansada de recibir negativas cada vez que llama a Ruth y le propone quedar a tomar algo. Ruth siempre argumenta que no puede, que no es el momento, que tiene muchas cosas que hacer. Y Ali se siente impotente sabiendo que no puede hacer nada, que Ruth ya ha cerrado la puerta y que no piensa dejar pasar a nadie. Y eso no sería del todo malo (al fin y al cabo es su decisión y contra eso no se podría hacer nada) si Ali no supiera que es sólo un mecanismo de Ruth para quedar como la auténtica víctima de la historia. A la que todo el mundo abandona y nadie comprende. A la que dan la espalda por los errores cometidos. La que no obtiene el perdón.
—Nena… —le dice David rodeándole los hombros con su brazo. Ali aparta sus pensamientos y le mira.
—Ya, ya. Venga, vamos a pillar el periódico de una vez…
Cogen un ejemplar de El País, la excusa por la que habían entrado en el Vips y que les había llevado a dirigirse al fondo del local cuando Ali creyó ver a Ruth junto a las cámaras de las bebidas. Salen de la tienda con el ánimo torcido. Al menos Ali. Sobre todo Ali. Caminan calle abajo sin cruzar palabra y casi sin tocarse. Al llegar a la plazuela que hay junto al Mercado de Fuencarral avistan en la puerta del restaurante a Sara, que les ve aparecer y les hace un gesto con la cabeza mientras espera que lleguen hasta ella.
—Hola, chiqui. ¿Cómo estás? —pregunta Ali al darle dos besos. La pregunta, obviamente, es retórica. Salta a la vista cuál es el estado de Sara. Ha perdido bastante peso durante el último mes, tiene la cara demacrada y luce unas ojeras que ya las quisiera para sí un oso panda.
—Bien, bien. ¿Cómo voy a estar? —contesta Sara encogiéndose de hombros antes de dar dos besos también a David—. ¿Entramos? He llegado un poco antes y he reservado mesa porque me olía que iba a haber jaleo…
Los tres penetran en el interior del restaurante. Uno de esos de diseño en los que la cantidad de comida servida es inversamente proporcional a su precio. Mientras echan un vistazo a la carta Ali se pregunta si deberían contarle el encuentro de un rato antes. Sabe que desde que Sara sacó sus cosas de la casa de Ruth no han tenido más contacto que un par de llamadas telefónicas y algunos e-mails. No sabe cómo podría reaccionar Sara al saber que la acaban de ver. Podría no importarle o podría hundirla más. Sobre todo si le dijeran que Ruth debía de volver, a esas horas y a tenor de lo poco que les ha dicho, de una noche de juerga. Como si a Ruth le resbalara lo que hubiera pasado con Sara y se dedicara a salir de marcha sin percatarse de que ha destrozado a una persona a la que decía querer.
Pero Sara se lo pone fácil y sin levantar la vista de la carta le pregunta directamente por Ruth.
—Bueno… ¿Ruth sigue sin dar señales de vida?
Ali abre mucho los ojos ante la pregunta. Mira a David que se remueve incómodo en su asiento y que la mira a su vez.
—Más o menos. De vez en cuando la llamo a ver si quiere quedar a tomar algo y siempre dice que no pero…
—¿Pero qué? —inquiere Sara levantando la mirada de la carta y clavándola en los ojos de Ali cuando nota que tarda en contestar.
—Pero nos la acabamos de encontrar cuando veníamos para acá… —explica Ali incapaz de mentir. Luego traga saliva esperando la reacción de su amiga.
Sara, por su parte, asiente y retorna la vista a la carta. Pasan varios segundos en un completo silencio que sólo es roto con la aparición del camarero para tomarles nota. Sara le hace su pedido con decisión. Ali y David la imitan. El camarero recoge las cartas y les deja de nuevo a solas con su silencio.
—Seguramente volvería de juerga —afirma Sara rompiendo la mudez al fin—. O de casa de alguna. No creo que un día de fiesta se levante a mediodía para dar una vuelta…
—No sé —se apresura a decir Ali—. No ha dicho de donde venía —explica aunque omita la parte en la que Ruth les ha dicho que se iba a su casa dando a entender que llevaba mucho tiempo fuera de ella.
—Conozco a Ruth, Ali. Quizá no tanto como pensaba pero sé cómo funciona su cabeza. Probablemente haya vuelto a su tónica de salidas y juergas como si nada pasara. Y seguro que se estará tirando a todas las que pueda para olvidarse cuanto antes de lo que ha pasado.
—No creo que sea tan fría, Sara… —apunta David, atreviéndose a hablar por primera vez desde que se sentara.
—¡No seas ingenuo, David! —exclama Sara en un conato de violencia—. Ruth puede ser muy fría cuando quiere. Y esta es una de esas situaciones en las que Ruth sólo sabe reaccionar con frialdad. Haciendo ver que nada le importa. O a lo mejor es que nada le importa realmente. Salvo ella misma, claro…
—Yo creo que David tiene razón. No creo que lo esté pasando bien —interviene Ali.
—Y si no lo está, ¿por qué no se apoya en sus amigos? ¿Eh? ¿Por qué? —les mira inquisitivamente y le da una calada al cigarrillo—. Primero porque sabe que ha actuado mal y como es una puta cobarde no quiere ver cómo sus propios amigos le echan la culpa. Y segundo porque es mucho más cómodo volver a su vida de despreocupación que reflexionar acerca de lo que ha hecho y por qué.
Sara enciende un cigarro al ver que les traen las bebidas, agua para ellas dos, cerveza para David. Su ira es palpable y Ali lamenta haber mencionado el encuentro con Ruth. Le resulta dolorosa esa situación. Porque Sara lleva su parte de razón y no puede negársela. Pero Ali sabe que también Ruth lo está pasando mal. Aunque su reacción lleve a pensar otra cosa. Pero es que Ruth reacciona así ante el dolor. Huyendo. Escondiéndose. Y sí, creyendo que por irse de copas con simples conocidos va a sentirse mejor y las cosas se solucionarán solas.
El camarero comienza a traer lo que han pedido. No son platos normales sino pequeñas bandejitas de cerámica y cristal sobre las que hay unas supuestas tapas de diseño. Comen casi sin hablar, apenas unas pocas trivialidades. Ali se siente más y más impotente a cada minuto. Como cada vez que queda con Sara. Como cada vez que intenta hablar con Ruth. Si bien es más fácil apoyar a la primera porque es la única que accede a verla, no deja de ser descorazonador para Ali no poder hacer nada, no poder aliviar ni paliar el dolor que está sintiendo Sara desde que Ruth la abandonó.
A Ali todavía le sorprende que Sara no se haya vuelto a Barcelona. Al fin y al cabo se había trasladado a Madrid por Ruth. Lo lógico sería que, puesto que Ruth ya no es el motivo de permanecer allí, se hubiera marchado al lugar en donde tenía su vida montada antes de conocerla. Donde estaban sus amigos, la gente que la conocía desde hacía mucho más tiempo que ellos. Los que estarían de su lado de un modo natural puesto que no conocerían a la otra parte implicada. Los que le darían la razón simplemente porque son sus amigos y no le deben nada a la persona que le ha hecho daño. Ali intuye que si Sara no se ha ido es porque en el fondo, en algún lugar recóndito de su cabeza o de su corazón, aún confía en que lo de Ruth sólo sea una mala racha pasajera, que es algo que todavía puede arreglarse. Por mucho que Sara se empeñe en decir que no quiere verla, ni hablar con ella ni saber qué puede estar haciendo. La esperanza es lo último que se pierde. Y tras las rupturas la esperanza en lo imposible es casi lo único a lo que las personas se agarran desesperadamente.
—¿Qué tal te va en el trabajo? —se atreve a preguntarle Ali a Sara.
La aludida se está llevando el tenedor a la boca en ese momento. Mastica la comida deprisa para contestar. Antes de hacerlo da un sorbo a su vaso de agua.
—Bien. Normal. Ya sabes que no es gran cosa. Sólo es un trabajo para cobrar a fin de mes. Es básicamente lo mismo que tenía en Barcelona.
—Ya… —dice Ali llevándose también comida a la boca.
—¿Y tus clases? ¿Las compaginas bien con el curro? —pregunta a su vez Sara, quizá por corresponder.
—Sí. Bueno, ya sabes, ahora no hay mucho ajetreo. En febrero ya veremos…
—¿Y tú, David? ¿Todo bien?
David asiente contundentemente con la cabeza.
—Todo como siempre. Mi trabajo es bastante tranquilo…
Ali sabe que cada vez que Ruth sale en alguna conversación consigue que los ánimos se tensen hasta extremos insospechados. Le gustaría servir de más ayuda, decirle algo que ayudase a Sara a empezar a superar la historia. Porque Ali no tiene mucha confianza en que Ruth recule. Ruth nunca intenta algo dos veces. Para ella no existen las segundas oportunidades. Si algo falla a la primera es que no tenía visos de funcionar desde el principio. Ali lo sabe. Se lo ha escuchado decir a Ruth en muchas ocasiones. Y no quisiera ver que Sara se aferra a una difusa expectativa de reconciliación. Porque intuye que, de ocurrir, Ruth acabaría destrozándola por completo. Porque las segundas partes son posibles si las dos personas quieren y ponen todo su empeño. Pero Ruth nunca pondría empeño en ello. Se dejaría llevar y la volvería a fastidiar. Decir después que el problema vino por volverlo a intentar es una forma de lavarse las manos porque, en el fondo, no se ha intentado de verdad hacer que las cosas funcionen.
Terminan de comer con el silencio instaurado de nuevo entre los tres. Tras dar el último bocado es Sara la que lo rompe de nuevo.
—¿Nos tomamos un café en otro sitio? —pregunta en tono despreocupado. Fingidamente despreocupado.
Ali y David asienten y los tres comienzan a preparar el dinero para pagar la comida.
Sara camina por delante de Ali y David hundida en sus pensamientos. Desde hace un mes su cabeza se ha convertido en una olla a presión que no para de bullir. Cada día, cuando se despierta, durante el primer nanosegundo de conciencia, su mente está completamente en blanco. Como si no pasara nada, como si nada la preocupara. Pero tras ese breve instante —siempre demasiado breve— la realidad la golpea sin piedad. Entonces todo acude en cascadas descontroladas. Una punzada de dolor le atraviesa el estómago. Y el pecho. Un dolor sordo alojado en las entrañas que le impide hasta respirar con normalidad. A menudo siente que se ahoga. Y a menudo piensa que no podrá soportarlo. Pero lo soporta. A duras penas pero lo hace. Día tras día, semana tras semana. Se acostumbra al dolor hasta el punto de no recordar cómo era la vida sin él. Como si siempre hubiera estado ahí, punzando, desgarrando, palpitando dentro de ella.
Cada día es un suplicio mayor que el anterior. No hay momento en que no piense en Ruth y en lo que ha pasado, analizando hasta el último detalle en un vano intento de comprender y racionalizar, de buscar una explicación lógica, algo que haga que duela menos. Pero cuanto más lo piensa más se da cuenta de lo mucho que le duele, de que no puede comprenderlo, de que no lo superará fácilmente, de que pasará mucho tiempo antes de que pueda decir que está bien.
Le cuesta un mundo ir a trabajar. Muchas mañanas está tentada de quedarse en la cama y no levantarse en todo el día. Es algo que le apetece mucho. Permanecer tumbada en la cama y revolverse en su propia mierda sería mucho más fácil que salir de casa y enfrentarse a la rutina cotidiana porque esa misma rutina la hastía y le recuerda inevitablemente lo sucedido. Porque, además, su trabajo lo consiguió gracias a los contactos de Ruth y, de vez en cuando, su jefa le pregunta por ella. Sara no sabe si está al corriente de qué tipo de relación la unía con Ruth pero, conociendo el carácter indiscreto de su exnovia, no le extrañaría nada que esa mujer estuviera al cabo de la calle en lo concerniente a Ruth y ella. Y eso le hace sentirse todavía más incómoda en la oficina. Porque el carácter de Sara a ese respecto es totalmente opuesto. En el trabajo, en ninguno de los trabajos por los que ha pasado, nunca ha hablado de su vida privada. Ni de sus relaciones con hombres ni de sus relaciones con mujeres. Al trabajo siempre ha ido a trabajar, no a hacer amigos ni confidencias. Por mucho tiempo que pase con sus compañeros y compañeras. Su vida privada es algo que empieza cuando sale por la puerta de la oficina y termina cuando vuelve a entrar por ella.
Sin embargo, en esta ocasión le está resultando más complicado que nunca mantener oculto lo que le sucede. Han sido varias las personas que le han preguntando si le pasa algo. Y es que no es sólo su apariencia física en continuo declive o el brillo de sus ojos totalmente apagado. Cada vez más se da cuenta de que no rinde lo que debiera, que se le olvidan cosas, que no está a lo que tiene que estar. Y eso le provoca aún más inquietud y ansiedad. Ya tiene suficientes cosas en la cabeza como para encima preocuparse de que la despidan. Aunque, ¿qué podría importar un golpe más?
Se detiene en la puerta del Baires. Mira hacia atrás y les pregunta a Ali y David con la mirada si les parece bien entrar ahí. Ambos asienten con la cabeza sin decir nada. Sara entra en la cafetería seguida por la pareja. Una mesa queda libre junto a uno de los ventanales y Sara se apresura a sentarse. El camarero acude cuando Ali y David aún no se han sentado. Sara y Ali piden café con leche, David un café bombón. Y de nuevo el silencio.
Sara sabe que para sus amigos la situación es incómoda.
Sobre todo porque se supone que eran amigos de Ruth antes de ser también los suyos. Y agradece que no hayan tomado la postura fácil de ponerse de parte de Ruth por comodidad, porque es a la que conocen desde hace más tiempo y ella el elemento desconocido que entró en sus vidas a través de su amiga. Sara supone que si han hecho todo lo contrario es porque han visto que la que se lo ha montado mal ha sido Ruth y no ella. Pero tampoco eso le supone un gran alivio. No quiere que le den la razón. Lo que quiere es dejar de sentirse como una mierda. Dividir a la gente en bandos es lo último que le apetece y lo último que le interesa.
Si no habla mucho no es porque no tenga nada que decir. Es que ya está cansada de tener la misma conversación una y otra vez. Nunca llegan a ningún sitio. Es dar vueltas una y otra vez sobre el mismo eje, como los ponis de las ferias. Y el eje es Ruth. Siempre Ruth. ¿Y de qué sirve seguir hablando de Ruth a esas alturas? De nada. No sirve de nada. Pero aún así…
Aún así no puede evitarlo. Y que Ali y David le acaben de decir que se han encontrado con ella mientras venían hacia el restaurante no mejora las cosas. Al contrario. Le da a Sara más razones para seguir martirizándose. Porque sabe que si Ruth, un día de fiesta, estaba en la calle a mediodía es porque aún no se había acostado. O, al menos, que no lo ha hecho en su casa. Y eso a Sara tan sólo le trae la dolorosa certeza de lo poco que le ha importado siempre a Ruth. De que ahora le importa aún menos. Que ella se ha pasado la noche de juerga sin importarle que Sara no pudiera dormir por su culpa. Que ella ya estará acostándose con otras como si el último año a su lado no hubiera existido. Y no es que eso duela. La palabra dolor se queda pequeña para lo que siente Sara al tomar conciencia de la actitud de Ruth. Es algo más lacerante. Es su dignidad, su autoestima diluyéndose en el lodo. Es ella misma desvaneciéndose poco a poco y sin remedio.
Le da un sorbo a su café y mira a Ali y David. Los dos la miran expectantes, como si quisieran decir algo pero no supieran el qué. Sara sonríe sin ganas sólo para aliviar la tensión. Agarra su paquete de tabaco y saca un cigarrillo. Tras encenderlo les pregunta qué van a hacer esa tarde.
—Pues no sé, poca cosa —responde Ali mirando a David. El muchacho se encoge de hombros—. ¿Qué vas a hacer tú? —le pregunta a su vez Ali mirándola de nuevo.
—Creo que me voy a ir casa. No me apetece mucho pasarme la tarde danzando por ahí…
Ali asiente pareciendo comprender. Sara apura su café de un trago. La afirmación que acaba de hacer ha hecho que le entrara prisa por cumplirla. Siente un deseo incontrolable de estar ya sola en casa, en su habitación, el único lugar en el que ahora mismo se puede sentir segura aunque sus fantasmas la acechen desde cada rincón. Se levanta del asiento. Ali y David la imitan. Se dirigen a la barra para pagar sin tener que esperar que el camarero les haga caso. En la puerta de la cafetería se despiden. Sus amigos van otra vez hacia la calle Fuencarral, Sara prefiere ir a coger el metro en la plaza de Chueca. Le da dos besos a David y cuando le va a dar otros dos a Ali, esta la abraza por sorpresa.
—Ya te lo he dicho pero te lo vuelvo a decir. Sabes que puedes contar conmigo, ¿verdad? —le susurra al oído.
Sara asiente con la cabeza cuando se separa de ella. Se miran a los ojos. Sara esboza una tímida sonrisa. Comienza a alejarse de ellos sin dejar de mirarlos y sin acabar de darse la vuelta. Ellos la sonríen con algo que ella interpreta como compasión. Y es esa mirada la que, por alguna razón que ni ella misma comprende, consigue que su ánimo se venga abajo definitivamente. Por fin se gira y les deja atrás, encaminándose Gravina abajo hasta la plaza.
Un primero de noviembre a media tarde no es de esperar que haya mucha gente por la calle. Y eso es lo que Sara se encuentra al llegar a la plaza de Chueca, apenas unas pocas personas que van y vienen. Mientras se encamina a la boca de metro Sara se fija en una chica que juega con un perro en la mitad misma de la plaza. En realidad lo de que está jugando es una forma de hablar porque el animal, que no debe ser más que un cachorro, está despanzurrado en el suelo y se niega a moverse mientras su dueña trata de hacerle caminar. Al llegar junto a ellos, Sara no puede evitar agacharse junto al perro y acariciarle. Le resulta gracioso. Y también tierno.
—No se quiere mover, ¿eh? —le dice Sara a la desconocida.
—No, no le da la gana —rezonga ella—. Prefiere ir limpiando el suelo con la panza…
La chica se agacha también, de modo que ambas quedan a la misma altura. Una vaharada de su olor llega hasta Sara. Una mezcla de perfume y crema hidratante quizá, no es capaz de describirlo con exactitud. Pero con los sentidos agudizados por el dolor Sara lo percibe con una intensidad inusitada. Le resulta evocador, tal vez tranquilizador. Dan ganas de refugiarse en el hueco de su cuello y llorar todas esas amargas lágrimas que se esconden tras sus ojos y que día tras día empapan sus mejillas. Pero no está bien visto tirarse a los brazos de las desconocidas por lo que Sara continúa acariciando al animal. El perro saca la lengua con satisfacción al notarse protagonista del momento y recibir caricias por partida doble. Sara se atreve a observar a la chica con más atención. Es joven, probablemente no más de veintiuno o veintidós. Y también guapa. Cabello moreno y unos bonitos ojos verdes. Pero su mirada perdida no denota juventud sino hastío. Y ver que alguien tan joven parece tan cansado de todo merma todavía más su ánimo. La vida no sólo es una mierda para ella. Lo es para todos.
Se pone en pie. La chica la imita y vuelve a tirar del perro para que camine. Sara murmura una despedida a la que la chica responde cuando ella ya está bajando las escaleras hacia el metro. Con prisa. Sólo tiene ganas de llegar a casa y refugiarse entre las cuatro paredes de su habitación. Para llorar. Para hacerse preguntas. Para sentir a solas ese inmenso dolor que la acompaña incansablemente.
A duras penas Lola consigue que Paco camine. A sus tres meses el perro está en la fase cabezota de no obedecer a las órdenes de su dueña. Si a eso se le une el hecho de que un cachorro siempre llama la atención de los viandantes que se paran a hacerle cucamonas y de que él, en cuanto oye un «Ooooh» por parte de cualquiera que se encuentre cerca, se planta, encantadísimo de haberse conocido, para ser adulado, halagado y acariciado, cualquier paseo de no más de trescientos metros se convierte en un calvario de una hora con continuas paradas cada diez pasos.
Y hoy Lola no está de humor para aguantar a desconocidos haciéndole las preguntas de rigor. —«¿Y cómo se llama?», «¿Cuánto tiempo tiene?», «¿Dónde lo has conseguido?»—. Su ánimo ciclotímico, que esa mañana la había hecho estar animada y risueña, satisfecha del éxito de la fiesta de la noche anterior, ha conseguido que en unas pocas horas sea incapaz de contemplar su reflejo en ventanales y escaparates por temor a enzarzarse en una agria discusión consigo misma. Así que, tras mucho intentarlo, decide coger a Paco en brazos para recorrer el trecho que la separa de su casa con mayor rapidez. Sabe que no debería hacerlo porque es mal acostumbrar al perro pero en ese momento poco le importa.
Al llegar al piso siente un momentáneo alivio. Suelta al perro y cierra la puerta. El animal se pierde por el pasillo, en dirección a la cocina, para beber agua. Lola le sigue por inercia. Aunque las últimas en marcharse se empeñaron en recoger el salón, barriéndolo y fregándolo, todavía quedan restos de la fiesta. Sobre todo allí, en la cocina. Botellas vacías o medio vacías, el barreño aún con sangría, vasos de plástico desperdigados por todas partes, manchas inclasificables en cualquier superficie… Sabe que debería limpiarlo pero sólo con verlo se le quitan las ganas y una gran apatía comienza a invadirla. Y piensa lo mismo que siempre tras hacer una fiesta. Que no volverá a hacer otra. Que no le compensa el esfuerzo previo y posterior por tan solo unas pocas horas de satisfacción. Pero sabe que siempre habrá otra fiesta cuando menos se lo espere, cuando ya se le haya olvidado lo que siente en momentos como ese, cuando le vuelva a parecer buena idea llenar su casa de gente, ser la anfitriona, sentirse querida por las que afirman ser sus amigas. No obstante ese momento aún no ha llegado y ahora mismo sólo siente rabia contenida al ver los restos del naufragio recordándole lo fugaz de los buenos momentos.
Observa cómo bebe Paco. Con esa fruición que tienen los perros que resulta hasta placentera de ver. Sintiéndose vigilado, Paco deja de beber y alza la cabeza mirándola con ojos interrogantes, quizá buscando su aprobación. Lola deja entonces de mirarle y se aleja de la cocina, volviendo a atravesar el pasillo en dirección al salón mientras se quita la cazadora. La deja caer sobre una silla. Se sienta en uno de los sofás y coge el portátil que descansa entre los cojines. Lo enciende y abre su correo electrónico.
Algunas de sus amigas ya le han enviado fotos de la fiesta. Las descarga en el disco duro para después ir mirándolas una por una con atención. Lleva ya como un par de docenas cuando su mirada se detiene en una de las chicas que aparece en las imágenes. Esa chica que trajo Laura ya de madrugada, la que se fue del piso a mediodía. Ruth se llamaba si Lola ahora no recuerda mal. Notando la misma punzada de interés que sintió la noche anterior al llamar su atención cuando la vio sacando su paquete de tabaco, dispuesta a encender un cigarrillo, Lola comienza a mirar las fotos desde el principio buscándola en ellas. Apenas sí aparece por casualidad en dos o tres. Al fondo, en una esquina u otra de la foto, siempre en segundo plano, como si no se hubiera dado cuenta de que alguien estaba disparando la cámara. Hace zoom varias veces sobre su figura para ampliarla. La imagen se distorsiona, se desdibuja pero sigue siendo reconocible. Lola se fija en el semblante de Ruth. Perdido, fuera de lugar, angustiado. Quizá desolado. Se fija también en sus ojos, en la tristeza y el desamparo que destilan. Lola reconoce esos ojos sin dudarlo. Esa mirada le resulta demasiado familiar. Todos los días se encuentra con ella cuando se mira en el espejo.