—La verdad es que nunca he entendido a esas tías que te comen el coño todas las noches y que luego no son capaces de compartir una cerveza contigo porque tendrían que beber del mismo orificio que tú…
El camarero que en este momento nos esta sirviendo las consumiciones finge no haberme oído aunque a duras penas puede contener una imperceptible sonrisita que, casi seguro, se convertirá en sonora carcajada en cuanto desaparezca de nuestro campo de visión. Carmen, por su parte, se sonroja como una adolescente que descubre que su madre ha estado leyendo su diario a escondidas. No entiendo muy bien su reacción. Desde que nos conocemos hemos compartido muchas cervezas.
—No, si ya conoces el dicho: «No hay guarra que no sea escrupulosa» —dice una.
—Pero mira que eres bruta, Ruth —dice otra.
—Joder, tía, que comer el coño no es de guarras —replica una tercera.
—Claro que no —apostillo—. Pero cuando le coges el tranquillo… Mmmm —adopto expresión de éxtasis—. ¡Qué vicio!
Mientras digo esto último mi mano, entidad independiente y siempre caprichosa, se desliza lentamente por el muslo de Carmen con una dirección inequívoca. Ella da un respingo, temerosa, tal vez, de que las demás se den cuenta. Pero la mesa y mi postura, algo echada hacia delante, ha resultado suficiente para ocultar mi gesto.
Y es que a Carmen aún le faltan un par de hervores. Tiene treinta y dos años y no hace ni dos meses que ha llegado al colectivo. No es que llegase, como otras muchas, porque tuviese inquietudes políticas o reivindicativas ni porque fuese nueva en la ciudad y quisiera conocer gente. Ni siquiera era por ese típico hastío que produce el ambiente al cabo de cierto tiempo de pulular por él y que te lleva a buscar nuevas formas de socialización que te permitan relacionarte con otras lesbianas sin necesidad de pasar por el interminable (y a menudo extenuante) vía crucis de los bares de copas.
No, Carmen esta en trámites de divorcio. Aunque su historia dista mucho de ser la del típico matrimonio forzado por la necesidad de ocultarse a sí misma un lesbianismo latente. Se casó medio enamorada del que luego fuera su marido durante casi seis años, un funcionario de medio pelo en la Administración Pública, y la convivencia durante ese tiempo resultó rutinaria pero pacífica. Desde muy jovencita Carmen sintió que siempre había una u otra amiga a la que profesaba un sentimiento que iba más allá de lo puramente fraternal, incluso tuvo pequeños escarceos con algunas de ellas que nunca pasaron de unos cuantos besos y unas pocas caricias (nada realmente importante, lo que los freudianos denominarían como la típica fase homosexual adolescente, etapa pasajera y no determinante, un mero aprendizaje erótico-festivo encaminado a una madurez sexual y emocionalmente hetero, of course).
En la primera reunión a la que asistió dijo que en su fuero interno siempre supo que la atraían las mujeres. Sin embargo esa certeza que se alojaba en lo más hondo de su mente nunca fue tan acuciante como para hacer algo al respecto. Los días de su primera juventud se repartieron entre sus amigas de toda la vida, sus clases en la facultad y breves y esporádicas aventurillas con muchachos de su edad; chicos que la asediaban en los bares de copas porque su costumbre era hacerlo con cualquier espécimen femenino que se encontrara en tres kilómetros a la redonda. Al poco de cumplir los veinticinco, cuando su estatus de mujer adulta era total, puesto que ya llevaba más de un año en el mercado laboral, accedió a que uno de esos muchachos de camisitas de cuadros y Levi’s 501 se convirtiera en su novio formal.
Quince meses después se vio a sí misma como mujer casada y con doble jornada laboral (por un lado el pago de la hipoteca requería el sueldo de ambos y por otro su madre ya se había encargado durante los veintiséis años anteriores de convertirla en una perfecta ama de casa). Carmen aceptó su nueva vida con naturalidad. Al fin y al cabo, era la evolución lógica que todo el mundo esperaba, la que ella misma asumía como la más acertada. Y no es que no supiera de la existencia de gays y lesbianas, al contrario, desde la facultad su mejor amigo, aquel con quien siempre contaba (muy por encima, incluso, de sus encorsetadas y heterosexualísimas amigas del alma), a quien le relataba sus penas, cuando las tenía, y sus alegrías, que tampoco eran pocas, era un gay confeso y desarmarizado, amén de un dispensador de plumas que dejaba tras de sí un reguero con el que se podrían haber hecho edredones para todas las camas de una familia numerosa (de las de antes). Entonces, ¿por qué Carmen no dio el primer paso hasta ya iniciada la treintena si no habría tenido problemas para transitar el camino? Pues sobre todo, como dijo ella el día que la conocí en la reunión, por comodidad y por la costumbre de una vida ya dispuesta ante la sociedad. A pesar de la fascinación que le habían producido algunas de sus amigas, nunca había encontrado a una mujer que la atrajera lo suficiente como para replantearse su sexualidad y darle otro enfoque, más acorde con sus verdaderos sentimientos.
—¡Oh, sí, claro que encontraba atractivas a algunas mujeres! —nos contaba a las diez o doce reunidas allí el día de su primera visita—. Incluso mi marido me pedía opinión cuando nos cruzábamos con alguna chica guapa. «¿Qué te parece esa?», me preguntaba —y Carmen se reía al contarlo—. Y yo le respondía lo que me parecía la chica en cuestión. «Pues es guapa de cara pero tiene el culo escurrido» o «Tiene unos pechos bonitos». Cosas así… Hasta a veces era yo quien le llamaba la atención para que mirase a tal o cual chica.
Alicia, tan descreída y escéptica como siempre, la miraba de soslayo esbozando una mueca de incredulidad.
—Pero ¿a él no le parecía raro? Quiero decir, por muy liberal que sea un tío no le puede resultar indiferente que su mujer haga comentarios de ese tipo, sobre todo si la supone heterosexual. Si yo hubiera sido él me habría dado cuenta enseguida de que me había casado con una lesbiana en potencia… Aunque, bueno, claro, ya se sabe que los tíos no suelen ser muy listos —añadió casi para sí misma con ese tono de menosprecio que suele utilizar para referirse a los hombres.
—No, a él no le preocupaba. Supongo que pensaría que estaba casado con una mujer muy enrollada y comprensiva —explicó ella con una sonrisa inocente.
—Vamos, que era como el de Friends —apostillé yo, que no me había perdido una sola palabra de su relato y era incapaz de no buscarle un símil audiovisual a su historia.
—¿Cómo quién? —preguntó Alicia con cara de no tener ni la menor idea de lo que yo acababa de decir. En cambio Carmen la cazó al vuelo, lo cual me gustó.
—Sí, justo —afirmó riéndose con ganas—. Además, a los dos nos encantaba esa serie. Y, curiosamente, el personaje que mejor le caía era el de Ross. Pero, por lo que se ve, nunca se le ocurrió que iba a tener algo en común con él…
La verdad es que a todas nos pareció una historia bastante divertida. Al menos distaba de otras que ya habíamos oído y que supuraban tristeza por los cuatro costados. Convivencias conyugales impuestas por la familia, por la incapacidad de autoaceptarse, por el miedo a ser distinta a las demás. Historias de odios y engaños, infidelidades y ocultamientos, hostilidades y malos tratos. Protagonistas que llegaban al colectivo cuando ya no podían más, buscando refugio, apoyo, consejo, consuelo. Carmen poco tenía que ver con ellas.
Su marido no era un déspota ni se comportó jamás de un modo agresivo con su mujer. Ella lo definía como un buenazo, quizá algo soso, quizá poco interesante, con unas expectativas poco ambiciosas con respecto a su vida. Se conformaba con su trabajo de lunes a viernes, su mesecito de vacaciones durante el verano y su plato de comida en la mesa. Su casa, su mujercita y el hijo que esperaban.
Porque Carmen tenía un hijo, Robertito, una monada de cabello ensortijado y enormes ojos marrones que observaban el mundo con una perenne expresión de sorpresa y que ya tenía quince mesecitos.
En cierto modo el nacimiento del niño marcó el declive del matrimonio. Carmen se concentró en Robertito dejando a su marido de lado. Pero mientras se concentraba en sus nuevas tareas maternas, comenzó también a pensar en sí misma. El suyo había sido un embarazo deseado y buscado, sin embargo no podría decirse lo mismo de su matrimonio. Aunque Roberto, su marido, se deshiciese en atenciones para con ella y el niño, Carmen se sentía inmersa en una situación de vacuidad absoluta. Robertito crecería, comenzaría a ir al colegio, luego al instituto y a la facultad, un día encontraría a alguna chica guapa y se casaría con ella. Tendría su vida. Y si ella ya comenzaba a estar harta de la existencia que llevaba, ¿cómo estaría para entonces? Un escalofrío de pánico le recorría la espalda cada vez que lo pensaba. El bebé la llenaba, la colmaba de sentimientos, despertaba un instinto maternal que hasta hacía poco ni creía poseer ni echaba de menos. Pero en el fondo de su ser sabía que no podía dar sentido a su vida solamente con su hijo. Hay muchos tipos de amor pero no se pueden sustituir unos con otros. Puedes tener uno o puedes tener varios pero no suplir la carencia de uno intentando ser llenada con otro. Quería a su hijo. Pero no estaba enamorada de su marido.
Ya desde el sexto mes de embarazo habían dejado de hacer el amor. Y desde que dio a luz al niño ella no había sentido el más mínimo atisbo de deseo hacia Roberto. Muy al contrario, cada vez miraba con más ahínco a las mujeres. Las miraba con lujuria, lascivamente, sintiendo que una pulsión sexual más poderosa que ella misma la dominaba.
A través de Internet intentó buscar una mujer con la que comprobar que lo que sentía no era una confusión momentánea (hay que ver cómo las personas nos ponemos obstáculos incluso cuando en nuestro fuero interno sabemos perfectamente lo que ocurre). Probó en los chats y tras hablar con unas y con otras, decidió conocer a una de ellas en persona.
Se citaron en el Café Central, muy cerca de donde vivía Carmen entonces. La otra mujer había llegado antes y la estaba esperando en una mesa. Se sentó junto a ella. Ninguna de las dos estaba nerviosa. La otra porque no era la primera vez ni sería la última que conocería a una mujer de ese modo, Carmen porque empezaba a tener la convicción de que era así como quería comportarse. La conversación surgió sin problemas. A la media hora Carmen supo que esa sería la primera mujer con la que se acostaría. Antes de que hubiera pasado una hora, la otra le propuso ir a su casa a continuar la charla. A Carmen no le hizo falta pensar. El niño estaba oportunamente exiliado en casa de su madre, su marido estaba trabajando y el deseo apremiaba. Pagaron sus consumiciones y salieron a paso rápido del local. En la calle Atocha pararon un taxi que veinte minutos después las estaba dejando en casa de la mujer.
Aquella mujer no era nada excepcional, ni más bonita ni más vulgar que cualquier otra, con una lista de virtudes y otra de defectos igual a la de la propia Carmen. Continuaron viéndose durante un par de meses. No porque Carmen no tuviese aún clara su orientación (que la tenía y mucho) ni porque se hubiesen enamorado la una de la otra (porque nunca pasaron de sentir un mero encariñamiento) sino porque se encontraban cómodas cuando estaban juntas. Para cuando la relación se rompió Carmen aún no había hablado con su marido. Es más, lo evitaba. No tenía muy claro cómo afrontarlo, qué razón darle para explicarle su deseo de tirar su matrimonio por la borda. ¿Le diría solamente que ya no estaba enamorada de él, que, de hecho, nunca había llegado a estarlo realmente? ¿O a eso le añadiría la confesión de que le gustaban las mujeres? Que ella recordara, Roberto nunca había hecho comentarios ofensivos hacia gays y lesbianas y a Miguel Ángel, el amigo homosexual de Carmen, siempre lo había tratado con toda normalidad. Sin embargo una cosa es que puedas tomarte una copa con el amigo mariquita de tu mujer y otra muy distinta es que sea tu propia mujer la que te diga que te deja porque acaba de reconocerse a sí misma como lesbiana. Ante eso incluso el más tranquilo de los hombres podría enfurecerse. El lesbianismo todavía es, para muchos, algo que atenta terriblemente contra la propia virilidad.
Fue dejando pasar los meses mientras buscaba la forma más adecuada de decírselo. Pero incluso alguien como Roberto tenía que darse cuenta de que algo raro ocurría. Desde que nació el niño el sexo entre ellos dos había sido tan esporádico que casi parecía inexistente. Habían convertido su convivencia en una relación fraternal de dos amigos que compartían piso. Y gastos. Y un hijo que, casualmente, era de los dos.
Una noche, al acostarse, Roberto comenzó a ponerse meloso con Carmen, intentando que hicieran el amor. Ante la negativa de esta, Roberto no pudo más.
—¿Me vas a contar qué es lo que te pasa? —le preguntó encendiendo la luz.
—Nada —respondió Carmen girada sobre su lado de la cama.
—No me digas que nada, Carmen. Te pasa algo. Y la única forma de que pueda ayudarte es que me lo cuentes.
—No hay nada que contar. Estoy muy cansada. Anda, duérmete —le dijo todavía dándole la espalda, aparentando tranquilidad.
Roberto, quizá ya cansado de la situación que se venía prolongando desde hacia tantos meses, debió de decidir que era el momento de poner las cartas sobre la mesa. Puso la mano sobre el hombro de Carmen y la giró suavemente para poder mirarla a los ojos. Ella no opuso resistencia, quizá también porque ya estaba harta de la misma situación.
—¿Qué pasa?
Carmen miró los ojos de su marido. Esa mirada tierna, noble. No quería ensombrecerla ni entristecerla pero le parecía aún más triste seguir mintiéndole y fingiendo que todo estaba bien, que eran el matrimonio perfecto y modélico que siempre habían pretendido ser.
—Roberto —dijo casi en un susurro—. Creo que… —tragó saliva—. Creo que ya no estoy enamorada de ti.
Su primera reacción fue abrir más los ojos. Un ligero escalofrío de pánico pareció sacudirle. Él también tragó saliva antes de preguntar.
—¿Hay otro hombre?
Carmen casi puso los ojos en blanco ante la cuestión. Claro que él aún no podía saber lo absurda que le resultaba a ella esa pregunta.
—¡Por Dios, Roberto, claro que no! No creo que pudiese estar con otro hombre…
Aunque la frase, en principio, no parecía en absoluto reveladora de nada, a Roberto le debió encajar algo en su cabeza. En una milésima de segundo se le agolparon en la mente cientos de imágenes, situaciones, miradas, frases pronunciadas por su mujer. Cientos de cosas que se quedaron enganchadas en el subconsciente porque en su momento no creyó necesario prestarles atención. «No creo que pudiera estar con otro hombre» fueron las palabras que le faltaban para descifrar años de contraseñas.
—¿Hay una mujer, entonces? —preguntó casi afirmando luego de tomar aire. Era una conclusión lógica para él. Si no había otro hombre, tenía, por fuerza, que haber una mujer. Tenía que haber alguien detrás de todo.
Carmen sintió cómo le temblaba todo el cuerpo. Por un momento sintió miedo, un miedo que la paralizó.
—No, no hay otra mujer —respondió con gravedad. Pero no añadió nada después. No le dijo: «¿Pero qué tonterías dices? ¿Cómo va a haber una mujer? A mí no me gustan las mujeres». No dijo nada, con lo que le estaba dejando claro que «otra mujer» era tan válido como «otro hombre». Una posibilidad más a tener en cuenta.
—Pero podría haberla, ¿verdad? —le dijo con un extraño brillo en los ojos, Carmen casi juraría que estaba a punto de llorar.
No tenía sentido mentir. Él lo sabía. Ella sabía que él lo sabía. Los dos sabían finalmente qué era lo que estaba ocurriendo.
—Sí, Roberto, podría haberla. Ahora no la hay pero podría haberla algún día.
Roberto agachó la cabeza y apartó la mirada de ella por primera vez en toda la conversación. Lentamente fue apartando las sábanas y mantas que cubrían su cuerpo y se levantó de la cama.
—Está bien, no necesito saber más ahora —dijo apretando los dientes—. Me voy a dormir al otro cuarto. Mañana ya hablaremos con más calma.
Carmen no dijo nada. Roberto salió del dormitorio. Lo escuchó entrar en la habitación de invitados. La estrecha cama que allí había crujió levemente bajo su peso. Luego reinó el silencio. Cualquiera podría pensar que aquella noche ninguno de los dos pudo pegar ojo. Pero Carmen sí lo hizo. A los pocos minutos se quedó profundamente dormida. Y durmió a pierna suelta el resto de la noche hasta que al amanecer el llanto de su hijo la despertó para que pudiese dar comienzo su nueva vida.
Que Roberto se tomó bien la noticia sería mentir pero tampoco hizo de ella el drama que Carmen hubiera esperado. Hubo conversaciones, claro. Y discusiones, algunas incluso acaloradas. Pero Roberto tampoco podía engañarse a sí mismo y negar la evidencia de que él tampoco estaba enamorado ya de Carmen, aunque, a diferencia de esta, sí lo estuvo en otro momento.
La separación fue tranquila. Todo a medias y la custodia compartida, aunque resolvieron que Robertito se quedase con su madre. Vendieron el piso y cada uno comenzó a reconstruir su vida.
Y así fue como Carmen acabó visitando el colectivo. Tenía su piso, su vida, su trabajo y su hijo, y con todo eso en su sitio lo que le pedía el cuerpo era conocer a otras mujeres con las que entablar relación. No buscaba otro «matrimonio», sólo conocer gente y vivir acorde con lo que sentía.
Y ahí es donde aparezco yo.
Al poco de dejarse caer por el grupo, tras muchos coqueteos e insinuaciones, acabamos enrollándonos en uno de los bares de la Plaza de Chueca un par de semanas antes de Nochebuena.
—Bueno, chicas —anuncio de repente tras mirar la hora en mi reloj—. Nosotras nos vamos.
—¿Mañana curras? —me pregunta Alicia.
—No, hago puente. Pero tengo que ser una niña buena para que los Reyes Magos me traigan cositas —le digo con una sonrisita mientras me pongo en pie y cojo mi abrigo. Veo que Carmen me imita.
—Pues nada, nada —nos dice Sandra—. Sed buenas. Ya sabéis, nada de sexo después de medianoche, que si no os van a traer mucho carbón.
—Entonces a ti te traerán dos o tres toneladas —le espeto riendo—. Venga, ya nos vemos.
Acabamos de despedirnos y salimos del local. Nos quedamos un momento paradas en la acera mientras Carmen se coloca la bufanda en torno al cuello.
—Te quedas a dormir en mi casa, ¿no? —me pregunta.
—Claro —respondo yo sugerente acercándome a besarla.
—Pues venga, vamos a buscar al niño para llegar cuanto antes —dice resuelta acercándose al borde de la acera para parar un taxi.
Tardo un momento en reaccionar. ¡Coño! Me había olvidado por completo del crío. Ya se lo podía quedar el papá hasta que pase Reyes. Robertito es una monada, bien es cierto, pero en mis planes para esta noche sólo entraba la monada que lo trajo al mundo.
Carmen me llama desde la puerta de un taxi parado frente a nosotras. El conductor me mira con desdén. Le debe faltar el canto de un céntimo para gritarme que mueva el culo hasta el coche.
—Venga, Ruth —me apremia Carmen.
Nos metemos en el auto. Carmen le da al taxista una dirección del barrio de La Elipa, donde vive ahora Roberto. Mientras avanzamos entre el tráfico de una tarde de domingo, me voy convenciendo a mí misma de que no será demasiado grave tener al niño con nosotras esta noche. Al fin y al cabo, a esas edades duermen como lirones, ¿no? Pues eso, un bañito, la cena y a dormir como un angelito. Así mamá y su amiguita Ruth podrán hacer cosas de niñas mayores.
Llegamos a casa de Roberto. Un poco extrañada, veo cómo Carmen paga la carrera y me insta para que me baje del coche.
—¿Para qué has pagado? Te podía haber esperado mientras tú subes a por el niño. Luego nos va a costar un montón encontrar otro.
—Es que quiero que conozcas a Roberto —me dice encaminándose ya al portal.
—¿Qué? —pregunto casi al borde del alarido.
Carmen se detiene hasta que me pongo a su altura.
—Le he hablado de ti. Y dice que tiene muchas ganas de conocerte —me explica.
Mi estómago acusa enseguida la sensación de vértigo. Que ese tío quiera conocer a la tía que se tira a su exmujer no me parece ni medianamente lógico, por muy buena relación que mantengan.
—¿Y qué le has contado tú de mí? —pregunto sin poder ocultar una incipiente expresión de pánico.
—No mucho, tranquila. Que nos conocimos en el colectivo y poco más —dice pulsando un botón en el tablero del portero automático.
Un ruido sordo nos indica que podemos abrir la puerta. Yo, por mi parte, no puedo ni abrir la boca mientras esperamos el ascensor. ¡Joder, que no llevamos ni tres semanas viéndonos! Mis padres estuvieron cuatro años pensando que Olga era mi simpática compañera de piso y Carmen me quiere presentar al padre de su hijo cuando nos acabamos de conocer, como quien dice. ¿Es que acaso espera recibir la bendición por su nueva vida bollo?
El ascensor se detiene en la quinta planta. Al salir de él veo que la puerta de un piso está abierta. A través de ella sale un enjambre de voces irreconocibles en un primer momento, una barahúnda de televisión, niño chillando y adultos tratando de poner orden.
—¡Ya está aquí mamá, Robertito! —dice una voz femenina.
Al entrar en la casa tras Carmen una bofetada de calor, provocada por una calefacción demasiado alta, me recibe. En el salón nos encontramos con Robertito, que camina torpemente en pos de su madre, un hombre y una mujer a la que automáticamente supongo la novia de Roberto.
—Hola, Roberto —dice Carmen dando un casto y fraternal beso en la mejilla a su exmarido—. Hola, Maribel —añade con una amplia sonrisa acercándose a darle dos besos a la mujer.
A pesar del saludo de Carmen, las miradas de ambos se clavan indefectiblemente en mí.
—Tú debes de ser Ruth —me dice Roberto alcanzando mi posición en dos zancadas, cogiéndome por los hombros y plantándome dos (¿afectuosos, quizá?), besos en las mejillas—. Ya tenía yo ganas de conocerte. Mira —me dice señalándome a la mujer—, esta es Maribel, mi novia.
Me acerco para darle también a ella dos besos. Luego regreso a mi posición y observo la escena. Los tres se ponen a hablar del niño, lo que ha hecho y lo que no ha hecho, precauciones a tomar y toda clase de frases hechas para la ocasión. Me fijo en Roberto durante unos instantes. Es un tipo alto y atlético, fibroso. Y bastante guapo también. Se le ve tranquilo y natural ante la situación. A su novia también. Habla con Carmen como si fueran viejas amigas. No tengo mucha experiencia en este tipo de situaciones pero me resulta inaudita tanta normalidad. Hubiera esperado alguna mirada aviesa, quizá alguna indirecta y que nos despacharan rápidamente. Pero no. Bueno, la verdad es que también es preferible que sea así y no de la otra manera.
Carmen me tiende un bolso enorme de color azul pastel con montones de amorosos ositos estampados en la tela.
—Ten, sujétame esto un momento —me dice cogiendo ella misma dos bolsas más, igualmente enormes, y al propio niño en brazos.
Sujeto la bolsa como una autómata y espero por si hay alguna orden más que ejecutar.
—Bueno, nosotras nos vamos ya —anuncia Carmen—. Que no le quiero acostar muy tarde. El día de Reyes nos vemos en casa de mis padres, ¿vale? —le dice a Roberto dándole un nuevo beso en la mejilla.
Luego Roberto se vuelve a dirigir a mí.
—Bueno, Ruth —más besos—. Encantado de conocerte. Supongo que ya nos veremos otro día con más calma.
—Sí, claro —contesto yo con una bonita sonrisa de circunstancias—. Cuando queráis.
—Podríais veniros una noche las dos a cenar aquí —salta la tal Maribel.
Yo ya tengo los ovarios a la altura de la faringe.
—¡Oh, sí! Bueno, ya veremos. Yo suelo salir bastante tarde de currar muchos días —le digo intentando escapar como sea de cualquier tipo de compromiso.
—Ah, bueno, vale, tú tranquila. Estás en publicidad, ¿verdad? Ya nos ha contado Carmen que trabajas mucho.
Miro a Carmen que luce una sonrisa de orgullo que no asomó ni en la cara de mi padre el día que acabé la carrera.
—Yo soy agente de seguros —salta de nuevo la tal Maribel. Yo la miro con cara de preguntarle: ¿Y qué coño tendrá eso que ver con la publicidad salvo que las dos vendemos promesas que nunca cumplimos? Pero creo que no lo nota.
Cuando salgo, lo hago con la sensación de haber permanecido dentro del piso cinco horas en lugar de cinco escasos minutos.
—Joder, cielo, podías haberme avisado antes, por lo menos —es lo único que le digo mientras bajamos en el ascensor.
Pero luego en casa no todo es tan sencillo como niño-bañera, niño-cena y niño-cama a dormir y callar para que Ruth y su mami puedan jugar. No, qué va. La mamá entra en casa apurada seguida de su chica. El niño se ha cagado en el trayecto en taxi y despide una peste que ni la mofeta de los Looney Toones. La chica de mamá suelta una de las bolsas, se quita el abrigo y luego sujeta al niño por los sobacos, manteniéndolo a una prudente distancia de seguridad, mientras la mamá se quita el abrigo también y se remanga el jersey para ponerse manos a la obra. Se va hacia el baño, mete una bañerita azul dentro de la bañera y comienza a llenarla de agua. Coge al niño de las manos de su chica justo cuando a esta ya se le estaban cargando los brazos de sostenerlo. Le quita la ropa y la chica, previendo el espectáculo, se vuelve hacia el salón porque no tiene estómago suficiente para ver defecaciones infantiles. Pero tiene que volver porque la mamá le pide que compruebe si el agua está caliente. La chica mete la mano en la bañera y está diciendo que el agua está bien justo cuando la mamá entra en el baño y la ve. «Con la mano, no, tonta. Tienes que meter el codo». La hace a un lado y lo comprueba ella misma. Mete al niño dentro de la bañera y comienza a lavarle. La chica se va al salón a encenderse un cigarrillo. Vuelve al baño y observa desde el quicio de la puerta los avances de la madre sobre el cuerpo del niño, cómo este chapotea en el agua salpicando todo, cómo la mamá, casi empapada, juega con el niño y con el montón de juguetitos que flotan alrededor de él entre la espuma. «No fumes delante del niño, por favor, Ruth», le dice la mamá descubriendo por el rabillo del ojo el cigarrillo humeante que sostiene entre sus dedos. Avergonzada, se va a la cocina a disfrutar de su adicción. Allí descubre unos folletos de comida rápida y los estudia detenidamente al tiempo que termina su dosis de nicotina y alquitrán. Vuelve al salón, coge su móvil —no hay llamadas perdidas ni mensajes— y pide una pizza. Cuando lo hace ve que la mamá sale del baño con el niño en brazos envuelto en una inmensa toalla y se lo lleva al dormitorio. La chica se levanta del sofá y encamina sus pasos hacia allí. «He pedido una pizza», le informa. «Ah, vale, bien», le contesta la mamá sin mirarla. La chica observa cómo el niño es embadurnado de crema y espolvoreado con talco a partes iguales. La mamá le pone un pañal limpio y lo enfunda en un pijama de una sola pieza. Luego le peina el fino cabello de su cabeza con un cepillo de cerdas suaves. El niño mira a la chica metiéndose los dedos en la boca. Las pestañas largas enmarcando unos ojos acuosos, brillantes tras el baño.
«Anda, cielo, quédate con él mientras le preparo la cena», le dice la madre depositando al bebé en los brazos de la chica que, esta vez sí, lo sostiene contra su pecho. Se sienta con él en el sofá del salón. Desde allí oye trajinar a la mamá en la cocina. Le hace algunas monerías al niño que responde con una risa gutural primero y estallando en llanto después. «Ya voy, mi niño. Ya va mamá con la cena». El niño sigue llorando cuando la mamá regresa al salón. Lo coge del regazo de la chica, lo sienta en una sillita alta y se pone a darle cucharaditas de papilla. Un cuarto de papilla cae en chorretones por la cara del niño hasta llegar al babero, otro cuarto acaba en la cara y la ropa de la mamá. La mitad de otro cuarto se desparrama por la bandeja de la sillita. Incluso algunos grumos de papilla alcanzan a la chica —sentada a más de dos metros de distancia—, lo que la lleva a pensar cuánto habrá acabado en el estómago del crío y si tal cantidad será suficiente para alimentarlo.
Una vez le ha dado de cenar, la mamá le quita el babero, lo limpia, se quita su propio jersey manchado de papilla, coge al niño en brazos y lo arrulla hasta que se oye un sonoro eructo más propio de un experimentado bebedor de cerveza que de un niño que no levanta una cuarta el culo del suelo. El timbre suena. La chica se levanta sabiendo que es la pizza. Mientras el repartidor sube, la chica rebusca en su bolso, saca la cartera, coge un billete de veinte euros. La mamá sigue con el niño en brazos tratando, sin éxito, de dormirlo. El timbre de la puerta hace brotar de su garganta un nuevo llanto. La chica paga la pizza y penetra de nuevo en el salón con ella en las manos. La deposita sobre la mesita baja que hay frente al sofá junto con la bolsa que contiene las bebidas. Va a la cocina por un cuchillo y servilletas. La mamá sigue acunando al niño en sus brazos pero ya se dirige a la habitación. Ella se sienta en el sofá a esperarla. Pero tarda. La chica no se atreve a encender el televisor, no se atreve a encender un cigarro aunque se muera de ganas. Por no atreverse, no se atreve ni a abrir la lata de refresco por temor a que el ruido perturbe el incipiente sueño del niño…
Son más de las once y media de la noche cuando veo a Carmen salir de la habitación de Robertito, apagar la luz, entornar la puerta y caminar casi de puntillas hasta mí. Se deja caer pesadamente a mi lado.
—¡Puuufff! —suspira profundamente, luego me da un beso—. Ya se ha quedado dormido.
Yo me incorporo y me inclino hacia la mesita para abrir la caja de la pizza.
—Venga, vamos a comer antes de que se enfríe del todo —le digo cortando la pizza y tendiéndole un trozo.
Carmen también se inclina y coge la porción que le ofrezco. Con la mano libre alcanza el mando a distancia y enciende el televisor. Zapea unos segundos mientras mastica el primer bocado para acabar dejando una película cualquiera de un canal cualquiera.
—¿Sabes? —me dice—. Estoy pensando en llevar mañana a Robertito a la cabalgata. ¿Quieres venir?
A mí casi se me sale la Pepsi por la nariz.
—¿A la cabalgata, Carmen? Todavía es muy pequeño, no se va a enterar de nada. Además, con la gente que hay es un agobio, no lo íbamos a pasar bien ni el niño ni nosotras…
Carmen se queda con la mirada perdida, como si sopesara las palabras que acabo de pronunciar.
—Sí, tienes razón. Todavía es muy pequeño…
Y coge otro trozo de pizza.
Comemos en silencio mirando la película. Yo soy la primera en dejar de comer. Me recuesto de nuevo en el sofá, deseando encender un cigarro. No lo hago. Unos minutos después, Carmen también deja de comer. Se apoya en mi hombro y me rodea la cintura con los brazos.
—Qué cansada estoy… —murmura.
—Es que ha sido un fin de semana muy intenso —le digo yo divertida y picara a la vez, estrechándola contra mí. Ella se ríe escondiendo la cabeza en mi jersey.
Para cuando vuelvo a mirar a Carmen veo que se ha quedado dormida sobre mi pecho. Veo la hora en el reloj del vídeo. Más de medianoche. Bueno, al menos este año los Reyes no me dejarán carbón…