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Josie Lloyd & Emlyn Rees
EL CHICO DE AL LADO
para nuestros papas, por las gafas de sol...
Nuestra gratitud a Vivienne, Jonny, Euan, Doug, Carol, Kate, Diana, Emma, Sarah, Gilí y Karen, de Curtis Brown; a Lynne, Andy, Thomas (¡te echaremos de menos!), Ron, Dave, Simón, Grainne, Mark, Glenn, Susan y Karen, de Random House; a Di por su apoyo; a Dawn Fozard por la palabra «drama»; a David y Gwenda y los Savage por las escapadas; a Gina Ford por el libro; y a Tallulah por aguantarnos.
ÍNDICE
RESEÑA BIBLIOGRÁFICA .................................................................. 155
1. Fred
—¡Acción! —grita Eddie desde fuera, y yo salgo a la soleada terraza por la puerta del salón. Pese a que estamos en el último piso de un edificio de cuatro plantas, no sopla ni pizca de viento. Recorro con la vista el ondulante paisaje urbano: sombreretes de chimenea, tejas y rascacielos. Reluciendo a lo lejos, el tráfico que serpentea calmoso por la mole elevada del Westway suena extrañamente amortiguado, como si lo observara desde detrás de una mampara gigante de metacrilato. Mi Londres: una ciudad donde puedes ser quien a ti te dé la gana, una ciudad donde a diario empiezan y terminan millares de vidas. Con cuidado de no mirar a Eddie (ya me ha dicho dos veces que no lo haga), me siento de cara al objetivo de la videocámara que sostiene.
—Hola —digo—, me llamo Fred Wilson y soy. .
—Corten.
Esta vez sí lo miro. Como yo, Eddie está instalado en una butaca de jardín de plástico blanco y va desnudo de cintura para arriba. Una delgada franja de sombra proyectada por un cable de teléfonos le rodea el bíceps del brazo izquierdo como un tatuaje. Eddie es unos años más joven que yo y su piel brilla por la crema solar de factor alto (no quiere ponerse moreno; pegaría mal con su cazadora de cuero negro).
Un murmullo de frustración me nace en la garganta y se traduce en un gruñido. Es el quinto corte que he tenido que aguantar en otros tantos minutos. Uno más, y temo hacer una locura.
—¿Y ahora qué pasa? —exploto, lamentando haber accedido a ayudarlo en este su primer (y por consiguiente bastante horrendo) proyecto para la escuela de cine. Eddie pone cara de desconcierto, procurando no reírse. Es una expresión que le he visto usar con chicas en los bares; de ese modo consigue derrumbar sus defensas y que lo miren con impotente adoración.
Los ojos de Eddie son azules, aunque su esplendor permanece casi siempre oculto detrás de unos párpados fruncidos. Esto se debe a su negativa a ponerse las gafas salvo para mirar la tele, y esto, a su vez, se debe a su convicción de que sin gafas resulta más atractivo.
«Sólo si a la chica le gustan bizcos y tirando a raros», le dije hace unos meses, una acusación que Eddie (bien pensado, no me sorprende) se apresuró a negar. Y estaba en su derecho. «Tranqui» y «tirado» son palabras que le cuadran muy bien. (Hasta Rebecca, mi prometida, lo ha reconocido.) Su vida amorosa es espectacularmente variada (sobre todo comparada con la mía), lo cual ha hecho que me pregunte en más de una ocasión si mi falta de bizquera será la causa de esta vida tan estable que llevo.
—Perdona —dice al fin—. Es que. .
—¿Es que qué? —lo corto, mientras este nuevo Lou Reed se aparta de la cara unos mechones oscuros—. No, no —continúo sin darle tiempo a hablar—. A ver si lo adivino. Son mis uñas, ¿verdad? —Las examino de cerca—. ¿Demasiado largas? —aventuro—. ¿Demasiado sucias, quizá? —Eddie niega con la cabeza ambas posibilidades—. ¿Demasiado uñas para ser uñas? —sugiero.
Eddie esboza una sonrisa sesgada.
—A tus uñas no les pasa nada.
—Entonces, ¿qué? ¿Es mi manera de andar? ¿La postura? ¿La sonrisa? ¿La forma de cruzar las piernas? —Veo que arruga la frente—. Vamos, Scorsese —bufo, retrepándome en la silla—, dímelo a la cara. Sabré encajarlo.
Él suspira.
—Se te ve muy estirado. Como.. como si estuvieras actuando. Y no se trata de eso. Su crítica no me sorprende: odio que me examinen demasiado, me pasa desde que era un adolescente.
—Ya te advertí que no valía para esto —digo, encogiéndome de hombros.
—No, si no es que.. no valgas. Sólo que. . —Se queda sin palabras—. Verás, es que eso de
«Hola, me llamo Fred Wilson y soy. .» suena medio mal.
—¿Por qué?
—Porque la gente no habla así.
—¿Qué gente?
—La gente como nosotros.
—¿Como nosotros?
—Sí, hombre. La gente real, la gente de la calle.
—Pero si estamos en una azotea —observo.
—Hablaba metafóricamente.
—Ya.
—Procura no hacerlo como si estuvieras leyendo noticias en la tele y más como eres tú en realidad —me aconseja—. Menos ampuloso, más fluido, ¿entiendes? Tienes que relajarte. Sólo es un corto para la escuela, nada más. Nadie va a verlo, aparte de mi grupo de trabajo.
—¿Que me relaje? Para ti es fácil decirlo. Tú fuiste a la escuela de interpretación.
—Y mi representante no me llama desde hace seis meses —me recuerda. Y a mi vez yo me recuerdo que por eso trabaja de noche en un club de King's Road llamado Nitrogene, y por eso sacar algo positivo de este cursillo de cine significa tanto para él, y por eso precisamente accedí a ayudarlo.
—Está bien —digo—. Probaré otra vez.
Murmura algo sobre ajustar la mezcla de audio de la video-cámara, y yo vuelvo al salón y espero a que me avise apoyado contra la pared, junto a la puerta. Unos visillos verde lima cubren las dos ventanas de guillotina que dan a la calle. A mi derecha, estantes para libros desde el suelo de parquet hasta el techo enyesado. Además de libros, hay muchos CDs y revistas. Entre las dos estanterías están el televisor de pantalla grande, el vídeo, el DVD, los aparatos de la televisión por cable y por satélite, así como los últimos juguetes de Sony, Microsoft, Nintendo y Sega. Entre un lío de cables se ven videojuegos, dentro y fuera de sus cajas. El mobiliario, por lo demás escaso, es básicamente funcional. Hay una pequeña mesa y sillas de pino junto a la cocina, y en medio de la sala, un sofá de tres plazas ladeado adrede hacia el televisor.
A Rebecca no le gusta el piso. Su aire de provisionalidad le molesta.
—Dime dónde vives y te diré quién eres —comentó una vez con cierto misterio, dejándome a dos velas sobre si se refería a que yo olía un poco a moho y me iría bien un toque de aspirador, o simplemente a que vivía en una zona de la ciudad menos que salubre. Como no quería arrostrar ninguna de las dos posibilidades, hice lo que suelo hacer cuando discutimos y veo que puedo salir mal parado: quedarme callado.
El piso 3 del número 9 de St. Thomas's Gardens es la única propiedad que he tenido jamás. Llevo cuatro años viviendo aquí y, de no ser por Rebecca, no me importaría seguir cuarenta más. Es lo bastante grande para dos (Eddie y yo), pero demasiado pequeño para tres (Eddie, Rebecca y yo). No sé por qué nunca me he esforzado en decorarlo un poco, tal vez me
basta con poder llamarlo mi casa, sin darle importancia a su aspecto general. Me mudé unos meses antes de empezar a salir con Rebecca, y hasta hace muy poco ella ha tolerado este piso de la misma manera que uno toleraría a los amigos más pelmas de su pareja. En otras palabras, es lo que hay, pero tarde o temprano habrá que dejarlo por el bien de nuestra relación.
Sigo durmiendo solo en el piso un par de noches a la semana (el resto lo paso en la mucho más coqueta vivienda que Rebecca tiene en Maida Vale). Este pacto es un remanente de la primera época de nuestra relación, una pauta que yo no he llegado a cuestionar, y que, hasta hace muy poco, Rebecca no había considerado oportuno impugnar. A decir verdad, creo que al principio nos iba bien a los dos, ya que disponíamos de tiempo y espacio propios hasta que decidiéramos nuestro estatus de pareja. Una situación que, naturalmente, terminó al hacerse oficial nuestro compromiso. Desde entonces, quién duerme en qué sitio y por qué ha sido tema constante de conversación. Y yo me encuentro practicando casi continuas acciones de retaguardia para defenderme de las repetidas ofensivas de Rebecca, que quiere convencerme de que venda mi casa y me traslade a la suya. Sin embargo, y a pesar de lo inevitable, una parte de mí todavía pone reparos a la idea de fundir nuestros dos universos. Me digo que este piso no será gran cosa, pero es mío y me costó
mucho trabajo conseguirlo. Es mi zona de seguridad, y de independencia también. Rebecca no lo ve así. Ella lo ve como un activo, un medio (sumado a la venta de su propio piso) para un futuro mejor juntos. Está decidida, y si alguna cosa he aprendido en estos últimos años, es que cuando Rebecca quiere algo, por lo general lo logra.
Me miro un momento en el espejo de la pared. Mis ojos son grises y mi pelo, que llevo muy corto, castaño oscuro. Que tenga mala pinta no es de extrañar. Me he levantado tempranísimo (hoy era mi primer día libre en varios meses) para llevar a Rebecca al aeropuerto de Heathrow.
—¡Acción! —grita Eddie otra vez.
Salgo a la terraza y ocupo mi asiento.
—Hola, qué tal —digo a la cámara, no menos tímido que antes—, me llamo Fred Wilson y. . y aquí el amigo Eddie quiere que hable un poco de mí, lo cual es una auténtica novedad. Bien.. pues allá voy.
Sólo que no voy a ninguna parte. De repente empiezo a dudar, ponderando mis cimientos existenciales. La introspección (explicar los cómos y los porqués de quién soy y lo que me ha hecho ser así) no es mi especialidad. Se me da mal mirarme el ombligo, me van más los horizontes. Yo siempre prefiero el futuro al pasado.
Mi mirada se posa en mis rodillas y aparto una avispa que se pasea por allí.
—Soy director de márketing de news as it breaks.com —digo, con una ancha sonrisa de márketing y un poco de acento americano por añadidura, y acto seguido suelto el rollo (bastante soso, por cierto) que acompañaba nuestro último anuncio de televisión—. Habrán oído hablar de nosotros. Si no, les conviene hacerlo. Somos un equipo online que trabaja veinticuatro horas diarias, siete días a la semana, para llevar a su casa, o a donde se encuentren, las últimas noticias, junto con otros muchos servicios de la mayor calidad. —
Sonrío y tomo aire antes de concluir—: No volverán a leer un periódico en su vida, se lo aseguro.
Mi sonrisa se desvanece. Me inclino y cojo el Times de hoy, que había dejado antes debajo del asiento. Lo despliego y miro a la cámara con aire conspirativo.
—Esa última frase era mentira, claro. Pero lo demás es bastante cierto, para ser un anuncio. Y mi trabajo tampoco mola tanto como parece —reconozco—. Los horarios pueden ser demenciales, y siempre dependemos de inversores norteamericanos que en cualquier momento pueden echarse atrás.. Pero no está mal, la verdad. No es como para dar saltos de
alegría ni para escribir a casa contando tus triunfos, pero es un empleo, qué caramba. De hecho, es bastante mejor que eso, pero no quiero alardear delante de Eddie, cuya carrera parece haber topado literalmente con una pared de ladrillo. Para ser francos, yo disfruto con lo que me da de comer. Bueno, claro está, ni los productos ni los servicios que ofrecemos son perfectos, pero por eso es un reto trabajar allí: para mejorar, para hacer que pasen cosas. Y ése es ni más ni menos mi cometido: expandir el mercado al sector juvenil mediante el acceso a juegos online y compras a través de nuestra página web, aparte de las noticias y asuntos de actualidad que nos salen ya bastante bien. Dejo el periódico en mi regazo.
—Estooo, ¿qué más? —dudo, tamborileando distraídamente sobre el diario mientras pienso algo que decir.
Segundos más tarde, todavía en blanco, le lanzo una mirada de auxilio a Eddie, que forma con la boca la palabra «Rebecca».
—Ah, sí —digo, sonrojándome ante tamaño descuido—. Rebecca. Es la chica con la que voy a casarme dentro de un mes. A propósito, Eddie será mi padrino. Ahora está en Oslo, Rebecca, en viaje de negocios. También trabaja en márketing. . una empresa de publicidad para revistas.. así fue como nos conocimos... y. . es maravillosa.. mi mejor amiga y, bueno, mi media naranja.. ¿Media naranja? Santo Dios, qué cursilada.. ¿Eddie? —Noto las mejillas al rojo—. Eddie, ¿podemos cortar eso?
No me hace caso.
—Muchas gracias, tío —mascullo—. Bueno, ¿por dónde iba? El trabajo.. Rebecca.. cursiladas.. ¿qué más?
—Corten.
—¿Ahora qué pasa? —pregunto, al ver que levanta el dedo del botoncito rojo de grabar—. Creía que estaba saliendo muy bien.
Pero ahora Eddie sonríe.
—No está mal —dice con frialdad, y oprime otro botoncito que desliza una pantalla sobre el objetivo de la videocámara—, pero tengo que ir a mear. —Deja el aparato en el suelo y se pone en pie—. Vuelvo enseguida.
Lo veo entrar en el salón, y el umbral en sombras se lo traga en un santiamén. Me reclino en la silla y cierro los ojos para que el sol no me deslumbre. Rebecca..
Rebecca proviene de una familia muy estable, muy afectuosa y muy segura, es decir, todo lo contrario que yo. Para ella es lo más normal del mundo, por supuesto, pero a mí me atrae con una mezcla de envidia y deseo.
Thorn House, la casa de campo de sus padres, está en la cumbre de una colina chata que mira al pequeño pueblo de Shotbury, en Oxfordshire. Es una enorme mansión de estilo georgiano, con ocho dormitorios, pista de tenis de tierra batida y unas caballerizas rehabilitadas. Aparte de todo eso tiene veinte hectáreas de terreno, la mayoría de las cuales arrienda un granjero de la localidad para que pasten sus vacas, pero hay una parte ocupada por los diversos jardines vallados que rodean el edificio principal. No hace mucho estuve en el mayor de esos jardines. Es una zona llana de una hectárea, rodeada por altos muros de piedra gris, y en aquella ocasión el aire olía mucho a lavan-da. Desde donde yo me encontraba (en la parte de atrás, tumbado sobre las frescas losas del sendero) podía ver manzanos y ciruelos, habichuelas, el centelleo de los cristales del invernadero y, cosa no muy habitual en esa época del año, los pechitos desnudos de Rebecca (que estaba a horcajadas encima de mí), pálidos al sol de la tarde y moviéndose arriba y abajo.
—Dios, cuántas ganas tenía —dijo ella, apartándose el flequillo de la cara con una mano—
. Creía que la comida no iba a acabar nunca.
—Dímelo a mí —musité.
—¿Has visto? —preguntó, empezando a brincar—. El vicario no dejaba de mirarme el escote. Incluso —añadió, moviéndose cada vez más rápido— cuando ha comenzado a tararear los primeros compases de Jerusalem. Me-ha-pues-to-su-per-ca-chon-da —gruñó.
—Pero si tiene casi setenta años —dije, imaginándome a aquel viejo afable de pelo gris mordisqueando galletas y sorbiendo té.
—No-me-re-fe-rí-a-a-que-me-pu-sie-ra-ca-chon-da-él-si-no-a-la-i-de-a-de-fo-llar-con-uncu-ra. —Ah, entiendo —mentí. De pronto, Rebecca aflojó el ritmo y se inclinó hasta quedar a unos centímetros de mi cara. Recibí en los labios unas gotas de sudor de su frente.
—Oye, si te compro un alzacuello de cura, te lo pondrías para darme ese gusto, ¿no?
—Pues claro —contesté, deseoso de no desbaratar sus impulsos. Una sonrisa la iluminó, acentuando un momento sus pómulos. Sumada al brillo esmeralda de sus ojos, confería a su cara ovalada toda su felinidad, lo que me dejaba extrañamente a su merced.
—Lo sabía —dijo.
Cerró los ojos y yo continué debajo de ella, viendo cómo disfrutaba. No quiero decir con eso que yo no disfrutase. Por supuesto que sí. Pero dejando a un lado por ahora mi placer personal, así era (y todavía es) como yo veía a Rebecca cuando hacíamos el amor: pasándoselo en grande.. ella. Yo no estaba invitado (ni se requería mi presencia) a ese lugar donde sus ojos cerrados parecían transportarla.
Tardé bastante en comprenderlo. Las primeras veces que nos acostamos (ahora lo veo, ingenuamente), suponía que era yo el catalizador, fuese por puro magnetismo animal o por una afortunada combinación de feromonas, del insaciable apetito sexual de Rebecca y los subsiguientes placeres amorosos. Hasta varios meses después no me di cuenta de que yo jugaba un papel bastante superfluo en ese proceso. Era un simple testigo de sus fantasías, un accesorio de su libido, un ayuda de cámara, pero nada más fundamental que eso.
—Oh, Dios —gimió de repente—. Creo.. que. . voy. . a. .
Pero no pudo terminar, porque una voz masculina y estentórea gritó su nombre desde el otro lado del huerto.
—¡Hostia! —gruñó con los dientes apretados, separándose enseguida de mí—. Papá. Un minuto después estábamos pacíficamente sentados, y vestidos, en un banco de hierro forjado, justo cuando su padre apareció.
George Dickenson es un hombre delgado, mide al menos un metro ochenta y siete y tiene un porte juvenil, erguido, y una mandíbula grande y cuadrada. Siempre se ha portado bien conmigo, desde que nos presentaron. Me trata como a un hijo, sabiendo que soy huérfano, y yo, a mi vez, siempre procuro mostrarle el respeto que todo padre merece.
—Ah —dijo, pasando un brazo por los hombros de su hija y estrechándola—, estabais aquí. Os he buscado por todas partes.
Rebecca tiró de unos hilos que colgaban de su camisa a rayas de manga corta. Al igual que George, es delgada y bien proporcionada, y mide un metro setenta y tres, es decir, unos centímetros menos que yo.
—Le estaba enseñando los huertos a Fred. Están preciosos en esta época del año.
—¿Habéis ido ya al estanque? —me preguntó George.
—Aún no.
—Lo he llenado de truchas desde la última vez que viniste. —Levantó la vista al cielo con ojos expertos y se pasó la mano para alisarse el pelo ralo—. Todavía hay mucha luz —
dictaminó, sonriéndonos, primero a su hija y después a mí—. Mike les da de comer a las seis y media. Podemos acercarnos a echar un vistazo, si queréis.
—De acuerdo —acepté.
George miró a Rebecca y le preguntó:
—¿Qué dices?
—Peces —respondió ella con una mueca—. Qué asco. No, gracias, iré a darme una ducha.
—Como quieras. —La besó en la frente y echamos a andar por el sendero. Un murete de piedra separaba el estanque del campo de tenis y, siguiendo el ejemplo de George, me senté en él. Observamos juntos cómo Mike, un cuarentón del pueblo que ayuda a George en la finca, lanzaba puñados de comida al amplio estanque circular. Al instante asomaron truchas asalmonadas y la superficie del agua hirvió como un cazo al fuego. George acababa de explicarme que él y su hermana Julia (que se había partido el cuello a los dieciséis años al caer de un caballo) siempre iban a ese lugar a refrescarse en verano cuando eran pequeños.
—La infancia es algo mágico —dijo—. Todo lo que uno aprende de la vida empieza ahí. Es como si te dieran una hoja en blanco y te dijesen que puedes dibujar lo que te plazca. Todo depende de uno. —Me miró—. Tú y Becky. . Dime, ¿habéis pensado en tener hijos?
—¿Hijos en plural? —respondí en broma—. ¿No deberíamos comenzar por uno solo?
—Claro, tienes razón —concedió de buen talante, sacándose del bolsillo de la camisa un puro y un encendedor—. No es asunto mío. —Pero siguió mirándome mientras encendía el puro. —No hemos hablado de eso —dije, en consideración a su mirada inquisitiva—. La verdad es que hemos estado muy ocupados desde que nos conocimos, entre el trabajo y ahora la boda. Asintió, pero supe que no se daba por satisfecho.
—Todavía somos jóvenes —añadí tímidamente, viendo lo importante que era para él.
—Sí —dijo, dando unas caladas con aire pensativo—, y tenéis todo un futuro común que construir. ¿Qué prisa hay?
Nos quedamos un rato callados y yo dirigí la vista más allá de los árboles que había entre el estanque y la casa.
—Estaba pensando —dijo George— en montar un entoldado en el jardín, para el día de la boda, si el tiempo acompaña.
—Sería estupendo.
Mike echó un último puñado al estanque y dijo:
—Hasta mañana, George.
—De acuerdo, Mike —respondió, y se volvió hacia mí—. Seis semanas. No es mucho. Será
un gran día, ¿eh? Nuestra Becky, convertida en la señora Wilson. Incluso después de tantos años, el apellido Wilson seguía sonándome como notas de un piano desafinado.
—Sí —dije, imaginándome bajo el entoldado, bailando con Rebecca—. Soy un hombre con suerte.
—Y yo también. No podría haber encontrado mejor marido para mi hija. Moví la cabeza agradeciendo su comentario, y George apartó la vista.
—Deberíamos volver —dijo, mirando su reloj.
Me levanté después que él y miré hacia la casa. Los jardines estaban en plena floración y unas golondrinas revoloteaban alrededor de las chimeneas. El sol estaba bajo y el suelo empezaba a cubrirse de sombras. Era un momento ideal e hice un esfuerzo consciente por congelarlo en mi memoria, conservándolo para la posteridad, temeroso, como me ocurre siempre que algo me parece demasiado bonito, de que pudiera durar poco y que a partir de ahí
todo comenzara a ir cuesta abajo.
Oí suspirar a George.
—Espero que Becky y tú seáis tan felices aquí como lo somos ahora Mary y yo —dijo, echando a andar—. Estoy muy orgulloso, ¿sabes?, muy orgulloso de vosotros dos, y muy contento también.
Lo seguí sin decir nada, aspirando el aroma de su cigarro y escuchando el sonido de los zapatos en el sendero de grava. Tal vez George tenía razón y algún día Rebecca y yo ocuparíamos los puestos dejados por Mary y él. Me dije que, tal vez, yo encontraría allí la paz. Eso fue hace dos semanas. Ahora (en esta azotea, mientras espero a que vuelva Eddie) es la una de un viernes por la tarde de mediados de junio del célebre año 2000, tanto si te interesa como si no el proclamado milenio.
Yo no me creía nada de toda esa propaganda. Reconozco que, en parte, se debía a mi aversión a la comercialización de cualquier tipo de aniversario; una psicosis que procede principalmente del hecho de estar rodeado de esas cosas en mi trabajo. Pero, sobre todo, mi falta de afición al rollo milenario puede achacarse a un terror innato al hecho en sí. No me refiero a lo de emborracharse y ver cómo la pirotecnia ilumina el recién remozado horizonte urbano de Londres, no. Yo estuve allí, fui uno más de los dos millones de sardinas que se apretujaban en la estrecha lata de las riberas del Támesis gritando a voz en cuello. Me mojé con la lluvia igual que casi todo el mundo. Comí sobaco e intercambié transpiraciones. Lo hice y disfruté todos los segundos del evento, no me lo habría perdido por nada del mundo. Cuando digo que le tenía pánico al hecho en sí, me refiero sólo a eso, al momento exacto en que el siglo XX pasó inexorablemente a ser historia.
Desde el otro lado del río vi cómo el Big Ben, cual arbitro de combate de boxeo, le hacía la cuenta atrás al viejo milenio entre los vítores de la multitud y presentaba al nuevo. Y fue entonces, sólo entonces (al verlo con mis propios ojos y oírlo con mis propios oídos), cuando acepté por fin la horrorosa verdad: el futuro, mi futuro (esa parte de mi vida que hasta el momento me había parecido siempre muy lejana), había llegado de repente.
—Te quiero, cariño —me dijo Rebecca.
—Y yo a ti —respondí.
La estreché medio ebrio, besando su cara mojada por la lluvia, y levanté la vista hacia la miríada de fuegos artificiales que estallaban en la negrura de tinta de la noche inglesa. Pero dentro de mí todo seguía oscuro. Noté el dedo de la muerte hurgando en los tendones de mi corazón con sus uñas melladas.
Me repetía para mis adentros que eso no era posible. El año 2000 no podía haber llegado ya, ¿eh? Pero, allá donde miraba, la respuesta era «sí». En las pequeñísimas, apenas perceptibles, arrugas que Rebecca tenía en el rabillo de los ojos cuando me decía que ése era el cuarto año que veíamos nacer juntos: sí. En su melenita corta que yo aún consideraba nueva pese a que, me di cuenta entonces, hacía dos años que se había cortado sus antiguos rizos: sí. En el contacto familiar de sus manos en las mías, nuestros dedos perfectamente entrelazados, como si hubieran crecido juntos igual que enredaderas: sí. Y allí, en la diminuta foto Kodak Instamatic que Eddie me enseñó: la piel de mi cara un poco más gris de lo que yo recordaba, la frente un poco más ancha debido a la paulatina retirada del cabello, y en el aspecto del cigarrillo en mis labios, menos James Dean de lo que yo habría deseado. Sí, sí y otra vez sí. Fue entonces cuando, con el corazón en un puño, Rebecca, Eddie, el resto de la pandilla y yo nos dirigimos lentamente a casa por el puente de Westminster. «Dos mil años de civilización
—pensé—, ¿y qué he aportado yo de importante al mundo?» ¿Había inventado la rueda? No.
¿Había formulado la teoría de la relatividad? Tampoco. ¿Había tenido la idea de una World Wide Web? Ni por ésas. Entonces ¿cuál había sido mi aportación? ¿Qué había conseguido yo?
¿Un empleo que se me daba muy bien? Sí, en eso había sido afortunado. ¿Una mujer de la que me había enamorado y a quien amaba todavía? Sí, ahí también me había sonreído la suerte. Pero en todo eso no había nada seguro. Podían despedirme. Rebecca podía darme calabazas. Yo bebía más de la cuenta y fumaba demasiado y por tanto era susceptible de morirme. En ese mismo instante, mis vasos sanguíneos podían estar dilatándose, formando bolsas.. Podía estar a un paso de un aneurisma. Y si ése tenía que ser mi destino, ¿quién se acordaría de mí después? ¿Qué epitafio convendría a mi tumba? ¿«Aquí yace Fred Wilson, que nunca hizo gran cosa»? ¿Qué más se podía escribir? Yo no era religioso. Ni político. No había engendrado hijos. Heme aquí, envejeciendo a marchas forzadas, acercándome a la muerte con cada inspiración de aire, ¿y qué esfuerzos había hecho para dejar impronta? La respuesta era: ninguno. Nada en absoluto. Había ganduleado. Había ganado tiempo. Había dejado la vida para más adelante.
Pues bien, ya era hora de hacer algo al respecto. Había que tomar decisiones de Año Nuevo. Sólo que aquél no era un Año Nuevo cualquiera y las decisiones no serían corrientes. Serían propias del Nuevo Milenio, pensadas para que duraran mil años más y capaces de cambiar el rumbo de una vida (la mía) para siempre.
El tabaco fue lo primero. Di una postrera calada al Marlboro Light que estaba fumando y de un capirotazo lo mandé por los aires como una rueda catalina en miniatura, despidiendo chispas y destellos. Luego saqué la cajetilla, la estrujé y me aparté unos pasos de Rebecca y los demás. Con dificultad logré salir de la melé humana, salté una valla policial que no estaba vigilada y caí en un yermo a oscuras junto a la orilla.
El ruido de la multitud disminuyó al instante, y, sin dejar de andar, lancé el paquete de tabaco a las revueltas aguas negras del Támesis. Allí de pie, frente al austero telón de fondo del Parlamento, juré solemnemente no volver a fumar. No quería pasar otra bronquitis como la del noviembre anterior, que me dejó la garganta de la anchura de un limpiador de pipas. Ya me había fumado bastantes años de mi futuro.
—¿Qué haces? —Era la voz de Rebecca.
Giré en redondo y vi que me miraba desde la valla. Llevaba el cuello de la chaqueta subido, y el gorro de esquiar le tapaba hasta las cejas. No me di tiempo a pensar. Era el momento de pasar a la acción. Si el tabaco había sido mi primera decisión, Rebecca sería la segunda.
—¡Ven! —le grité.
Arrugó la cara en un gesto de asco.
—Eso está muy sucio.
Me acerqué a la valla, le tendí los brazos y dije:
—Lánzate. Yo te agarro. No pasa nada.
—Pero ¿por qué? —preguntó, mirándome con recelo.
—Porque sí.
—Porque sí ¿qué?
—Porque tengo que decirte algo y quiero hacerlo en privado.
Se inclinó, ebria, hacia la izquierda.
—¿No puedes esperar a que lleguemos a casa? Me estoy helando.
—No. Confía en mí. Valdrá la pena. Ya lo verás.
Entornó los ojos.
—Más te vale —aceptó sin sonreír, y luego, de mala gana, se subió a la valla y se dejó caer en mis brazos.
La deposité suavemente en el suelo.
—No te muevas —le dije, retrocediendo un par de pasos.
Sus ojos escrutaron las cercanías en busca de algún peligro.
—Date prisa. Este lugar me pone nerviosa.
—Lo que quiero saber es.. —Pero mi voz se perdió como la radio de un coche dentro de un túnel. Abrí la boca para continuar, pero nada, era como si me hubiera quedado sin saliva, y mi lengua estaba tan áspera y silenciosa como la de un gato.
Rebecca me miró como miraría a un borracho desplomado ante la puerta de su tienda de ropa favorita.
—Si se trata de una broma.. —me advirtió. Negué con la cabeza, pero seguía sin poder articular palabra. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Por qué me había quedado seco? ¿Era yo?
Había tomado una decisión, ¿no? Eso era lo que deseaba, ¿verdad? Rebecca era mi novia desde hacía cuatro años. Era muy guapa e inteligente. Nos reíamos mucho juntos y el sexo iba de maravilla. Y yo la quería. Claro que sí.
¿Era por pensar en una familia propia, en abandonar por fin la debilitante sombra de mis padres? No, yo buscaba la seguridad ante todo. ¿O es que me daba miedo que Rebecca pudiera decir que no? ¿Por eso la lengua se me había declarado en rebeldía? Ése era un tema sobre el que había meditado anteriormente, por supuesto. Dios sabía que yo no era perfecto, y si lo sabía Dios, entonces dudaba de que Rebecca le fuera a la zaga. Pero si rechazaba mi proposición... Yo no podría hacer nada, y no tenía ningún sentido renunciar a preguntárselo. Me agaché e hinqué las rodillas en el suelo.
Rebecca me miró a través de la penumbra urbana.
—Oye, no irás a vomitar, ¿verdad?
Aturdido, negué con la cabeza y vi que ella suspiraba aliviada. Di unas palmadas al suelo instándola a acercarse.
—¿Qué? —inquirió, ladeando la cabeza mientras se quitaba una pizca de suciedad de los pantalones—. No esperarás que me agaché ahí contigo, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
Se cruzó de brazos.
—Vas listo. Estás borracho. Haz el favor de levantarte, antes de que te muerda una rata. Inspiré hondo.
—Por favor —acerté a decir—. Vamos.. hazlo... por mí.
—Debo de estar loca —gruñó, hurgando en su bolso y sacando un ejemplar arrollado del Time Out. Se inclinó para extenderlo delante de mí y dijo—: Más vale que sea por algo bueno.
—Y se arrodilló encima.
—Lo es —repuse entre dientes y tomando sus manos en las mías. Creo que nunca había visto una chica tan guapa en mi vida—. Creo que nunca he visto una chica tan guapa en mi vida
—le dije, al borde de las lágrimas.
—¿Ya está? ¿Era eso? —preguntó, sin disimular su decepción—. ¿Es todo lo que querías decirme?
Negando solemnemente con la cabeza, inspiré hondo y dije con la voz rota:
—Quiero.. —Bajé las manos hasta sus muslos, tomé aire de nuevo y balbucí—: A ti, Rebecca. Te quiero a ti..
Me miró, cada vez más incrédula, y luego observó mis manos en sus muslos.
—¿Aquí mismo? ¿Ahora?
—Sí —resollé—. Aquí mismo. Ahora mismo. —Santo cielo, era lo más gordo que había dicho en toda mi vida.
Esperé angustiado su respuesta y, bueno, algo en mi expresión debió de conmoverla, porque de repente su rostro se ablandó.
—No sé —dijo, con un brillo en los ojos—, es que.. con tanta gente cerca..
—¿Cómo?
—. .y los policías montados en esos sementales negros.. podrían sorprendernos en
cualquier momento.
—¿Cómo dices?
Pero no me escuchaba.
—Sin contar con que puedan mandarnos a la comisaría o la cárcel.. —Puso los ojos en blanco—. Hum. . esposados y todo..
Sin entender nada, vi cómo se mordía el labio reflexionando.
—Está bien —dijo al fin—. Tú ganas.
—¿Está bien? —repetí para asegurarme. No era la reacción claramente positiva o negativa que yo esperaba a mi declaración.
—Pero tendrá que ser rápido —añadió.
—¿Rápido? —Yo le estaba planteando un futuro en común.
Entonces se incorporó.
—Suerte que no llevo bragas —dijo guiñándome el ojo, antes de mirar alrededor, nerviosa y excitada—. ¿Dónde me pongo? —susurró—. ¿Junto a la valla? ¿O prefieres ahí, en ese amarre? —Entonces, al ver mi cara, me reprendió—: No me digas que ahora vas a echarte atrás..
Ahí me di cuenta de lo que pasaba y, rápidamente, hice que se agachara de nuevo.
—No —balbuceé—, no lo has entendido. Yo.. yo no te quiero. . Noté que se ponía tensa.
—Pero..
—No, claro que sí, pero es más que eso.. Me refiero a que te quiero. . —expliqué—. Es decir, ahora.. para siempre.. —Dudé, desesperado—. ¿Entiendes?
—Pensaba que.. —Acercó su cara a la mía y me miró de hito en hito, comenzando por fin a comprender mis palabras—. ¿No estarás diciendo que.. ?
—Sí —susurré—. Eso mismo. Quiero que te cases conmigo. —¡Por fin! Lo había soltado. La miré fijamente y esperé a ver qué respondía.
Guardó silencio unos instantes y me miró boquiabierta, sin más. Luego, despacio pero con firmeza, una sonrisa se dibujó en sus labios.
—¡Dios mío! —exclamó, mirando alrededor y empezando a reír—. Pensaba que querías..
—Su voz subió varias notas—. ¡Oh, Dios mío! —chilló, echándome los brazos al cuello. Me apretó con tal fuerza que pensé que me partía las costillas—. Pues claro que quiero, Fred. —
Suspiró, exhalando su cálido aliento sobre mi mejilla—. Naturalmente que me caso contigo. Ahora, al abrir los ojos, lo primero que veo es el paquete de Marlboro de Eddie en el alféizar, al lado de su silla vacía. Una punzada de envidia me corroe mientras, allá arriba, el sol continúa apretando. Es la marca que yo fumaba cuando empecé de adolescente, y hoy, en este día perfecto, recuerdo otros días perfectos de mi juventud, horas perdidas charlando y fumando en el bosque cercano al pueblo donde crecí, ajeno al paso del tiempo.
—Bueno —me dice Eddie, volviendo a la azotea. Se sienta, agarra la cámara y apunta hacia mí. La tapa del objetivo se desliza silenciosamente—. Háblame un poco de ti, y luego lo dejamos.
—¿De qué, por ejemplo? —pregunto, confiando en que la cosa sea breve.
—No sé. —Lo medita un poco—. De tu familia. Háblame de ella.
Por supuesto, él ya conoce la historia, pero la repito por el bien del proyecto.
—Mi padre murió —digo—. Y mi madre vive en Escocia.
Eddie me hace señas con la mano, indicando, supongo, que con eso no basta.
—Mamá no ha vuelto a casarse, pero tiene novio.
Me imagino a Alan, el maestro de cincuenta y cinco años con el que vive actualmente. Es
bastante simpático, aunque un poco reservado, pero de hecho no lo conozco bien. Tiene hijos mayores.
Pienso en mi madre y en cómo nos fuimos separando a partir de la muerte de papá, y cómo esa pérdida, en lugar de acercarnos, nos alejó cada vez más. Y pienso en lo mucho que me alegré cuando ella se lió con Alan, porque así dejaba de ser exclusiva responsabilidad mía.
—No la veo tanto como debiera. Uno se hace mayor y se va distanciando, ya sabes. Eddie no dice nada; le consta que mi madre apenas me llama.
—Yo creo que es feliz —concluyo—, y eso es lo que importa.
Eddie parece seguir esperando más, de modo que, un poco remiso, continúo:
—Mi padre murió de un ataque de corazón cuando yo tenía quince años. Otra señal de Eddie. Me encojo de hombros y sigo:
—Procuro no pensar en él. Es mejor así.
No tengo intención de decir nada más, pero de repente me acuerdo de cuando mi padre se sentaba en el borde de mi cama y me cantaba para que me durmiese.
—Antes deseaba que volviera —reconozco—. Sí, deseaba.. —Busco las palabras mirando al cielo, luego bajo la vista—. Deseaba que dejara de estar muerto, algo así. Ya sé que suena muy raro, pero bueno, lo que quiero decir es que tenía muchas preguntas que hacerle, sobre él, y claro, él ya no estaba allí para responder y un día me di cuenta de que nunca obtendría las respuestas. Imagino que a todo el mundo le pasa —añado, pensando que ojalá no hubiera tocado el tema, decidido acortar por lo sano—. Siempre hay tristezas de algún tipo.. Silencio durante un par de segundos. Eddie apaga la cámara y la deposita sobre sus piernas.
—Gracias —dice—, tengo material suficiente para continuar. —Se inclina hacia delante y me mira—. ¿Estás bien?
—Sí. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Tu cara. Estás un poco colorado. Creo que te ha dado demasiado el sol. Me toco la frente con la yema de los dedos y me los miro: brillantes de sudor.
—Estoy bien —digo, acertando a sonreír—. Un poco deshidratado, nada más. En la cocina me bebo dos vasos de agua del grifo, pero el calor que me brota de dentro sigue sin remitir. Lleno otra vez el vaso, voy a mi cuarto y cierro la puerta. Me tumbo en la cama y miro el techo, deseando que hubiera un ventilador.
Cierro los ojos y trato de dormir. No puedo. Los recuerdos se agolpan en mi cabeza. Demasiado cansado para desecharlos, sucumbo a ellos y empiezo a ver escenas de mi infancia y adolescencia que parpadean como una película muda. Primero es toda una cadena de hechos y escenas: mis amigos y yo jugando a la hora de comer, las lupas que utilizábamos para escribir nuestros nombres en la suela de los zapatos en verano, y las bolas de nieve que nos tirábamos unos a otros en invierno. Luego vienen otros días, anteriores a ésos, días en los que no había vuelto a pensar en mucho tiempo.
El nombre de pila de mi padre era Miles, y no recuerdo haberlo llamado nunca de otra manera. De pequeño, Miles era una fuente inagotable de misterios para mí. Medía un metro ochenta y dos, mi estatura actual, y tenía los ojos pequeños y muy hundidos, como los de un lobo. Aparte de eso, su aspecto era muy cambiante. Bigotes, barbas y patillas iban y venían caprichosamente. Las perneras de los pantalones se ensanchaban o se estrechaban. Una semana iba de lunares y la siguiente de rayas. Y a mí se me antojaba, a medida que me hacía mayor, que siempre que creía llegar a conocerlo, de repente se convertía en otra persona. La única constante eran sus ausencias. Trabajaba en el West End londinense, a veces
durante semanas seguidas sin interrupción (o eso me parecía a mí), tal como sucedía desde que mi madre me tuvo. Soy hijo único.
Louisa, mi madre, solía contarme la anécdota de que mi padre fue a darme un beso de buenas noches el día que cumplí siete años. Yo lo recuerdo casi todo con detalle. Me descubrió
en mi armario, hecho un ovillo bajo una pila de jerséis y con una expresión de pánico absoluto. Miles vestía una chaqueta azul cielo y una camisa rosa subido con solapas puntiagudas que le llegaban más abajo de las clavículas. Le faltaba uno de los botones nacarados, y por la abertura le asomaba un vello rizado.
Cuando me preguntó qué hacía y por qué lo apuntaba con una pistola (siguiendo el ejemplo del enorme cinturón de cowboy con hebillas de latón que él llevaba puesto), le disparé
entre ceja y ceja. El dardo de caucho negro quedó temblando sobre el puente de su nariz, y Miles lo miró bizqueando mientras yo me escurría entre sus piernas y huía de la habitación. Hasta diez minutos más tarde, cuando los gritos preocupados de mi madre lograron sacarme una cauta respuesta desde mi nuevo escondite cerca de la lavadora y las fregonas en el cuarto de la caldera, no tuve plena conciencia del origen de mi temor. Recuerdo sus afables ojos castaños mientras yo hablaba.
El Miles que había ido a darme las buenas noches (en voz baja) no era mi padre. El Miles que había ido a darme las buenas noches no podía ser mi padre, porque mi padre (el verdadero Miles) no se habría saltado mi fiesta de cumpleaños.
Por lo tanto, había una única explicación posible: el Miles que estaba en casa era un impostor que se había cargado al verdadero y ahora pensaba hacer lo mismo conmigo. Le aconsejé a mi madre que llamara a la policía o que se escondiera junto a mí y cerrara la puerta con sigilo.
Media hora después, consentí por fin en hablar con el falso Miles. Me senté a la mesa redonda de la cocina donde comíamos. La lluvia golpeteaba suavemente en las ventanas. Era noche cerrada y la única luz en la cocina provenía de una lámpara metálica con pantalla de dibujos de dragones chinos, en la mesita contigua a la puerta. Mamá estaba apoyada en la encimera y Miles, sentado delante de mí a la mesa.
—Si eres el Miles de verdad —dije, según la versión de mi madre—, ¿cuántos años tengo?
Él se rebulló impaciente en el taburete giratorio, que crujió bajo su peso. Sorbió un poco de café y me miró por encima del tazón con ojos inyectados en sangre.
—Siete —respondió.
Su voz sonó desagradable, impostada. Dejó el tazón, y sus dedos produjeron un ruido como si descorriera una tira de velero al rascarse la barba de tres días.
—Ayer tenías seis. Y hoy ya tienes siete.
Lo medité un momento, y probé otra táctica para desenmascararlo.
—¿Cuál es la contraseña? —le pregunté.
Achicó los ojos y las cejas se le juntaron sobre la nariz.
—¿Qué contraseña? —inquirió, pasándose la mano por la nariz con un ruido molesto. Apunté con la pistola directamente al punto rojo que tenía en la cara, donde le había disparado antes.
—Si fueras el Miles auténtico —dije con un tonillo de advertencia—, lo sabrías.
—Ah —repuso, asintiendo con la cabeza—, quieres decir esa contraseña. —Tamborileó
en la mesa con sus uñas desparejas. Ahogando un bostezo, me miró impasible. Entonces sus ojos brillaron—. ¿Por qué quieres que te diga cuál es? ¿Es que no la recuerdas?
—Claro que sí.
—Demuéstralo —me retó, cruzándose de brazos.
Abrí la boca para hablar, pero no lo hice. No iba a pillarme tan fácilmente.
—No.
Se inclinó hacia delante y su frente se arrugó.
—¿Por qué no?
Yo también fruncí el entrecejo.
—Porque es un secreto. Ahí está la gracia.
Miles me apuntó con un dedo.
—Pero si no me dices cuál es, ¿cómo sé yo que tú eres el verdadero Fred?
—Porque yo si lo soy —balbuceé, con la pistola temblando en mi mano—. ¿Quién voy a ser si no?
—Que yo sepa, podrías ser un impostor..
—¡No! —exclamé—. Eso no es justo. El impostor eres tú. —Amartillé el arma y rechiné
los dientes—. Y si no me dices la contraseña, voy a..
Rápidamente Miles sonrió, y su sonrisa encajó en mis recuerdos del verdadero Miles: alegre pero sesgada, desarmante y peligrosa.
—Sergeant Pepper —dijo.
Me quedé boquiabierto de asombro; había acertado.
Bajé la pistola y, luchando contra un infinito cansancio repentino, estiré las piernas bajo la mesa pasando los dedos de los pies por la gruesa moqueta color crema que parecía haber sido arrancada de un cordero gigante. Alargando un poco más el pie izquierdo y doblando los dedos hasta agarrarme a la lana, pregunté:
—¿Por qué no has estado en mi fiesta?
Miles miró a mi madre y luego otra vez a mí.
—Tenía que verme con unas personas importantes.
Levanté la vista. No pude evitarlo.
—¿Gente del Gobierno?
Miles miró de nuevo a mi madre, se cubrió la boca para que sólo yo pudiera verlo y susurró:
—Sí.
Mamá murmuró algo en voz baja, se acercó a la vitrina de la cristalería y cogió un cigarrillo de la pitillera que guardaba dentro.
—¿De qué habéis hablado? —pregunté, levantando las rodillas hasta el mentón. Miles bajó la cabeza con aire conspiratorio hasta sólo unos centímetros de la mesa.
—¿Puedo confiar en ti? Es que se trata de algo muy secreto..
Asentí muy serio con la cabeza.
—Pues claro...
Miró nervioso alrededor, como si aparte de mi madre pudiera haber alguien más escuchando. Luego, aparentemente satisfecho, se llevó el índice a los labios y me dijo:
—Han visto al capitán Carnage en Londres.
Giré en redondo y miré hacia los rincones oscuros de la cocina. El capitán Carnage era el hombre más perverso del mundo, capaz de matar de miedo a alguien con una sola mirada. Como agente especial supersecreto del Gobierno, Miles era su peor enemigo. Era el único no espía del mundo que conocía la existencia del capitán Carnage. Miles pestañeó varias veces y su expresión se suavizó.
—Mira, Fred —dijo, estirando el brazo para tomarme la mano sobre la mesa—, siento no haber estado en tu fiesta.
Di un respingo, asustado por una rama de árbol surgida de pronto en la oscuridad del otro lado de la ventana.
—¿Y si el capitán Carnage te ha seguido hasta aquí? ¿Y si entra mientras estamos durmiendo?
Miles me tomó en brazos y dijo:
—Mientras estemos metidos en la cama, no pasará nada.
—¿Y eso por qué? —pregunté mientras me llevaba hacia la escalera.
—Porque cuando dormimos —respondió, empezando a subir y haciendo caso omiso del rechinar de mis dedos sobre el pasamanos—, cerramos los ojos y no vemos nada. Y ese nada incluye a los malos. Y los malos no pueden asustarnos si no podemos verlos. Pues con el capitán Carnage, igual. Mientras tengas los ojos cerrados, no puede hacerte ningún daño.
—Pero ¿y si te atrapa a ti, y luego va y me despierta? Entonces ¿qué?
—Entonces usamos esto —dijo Miles, sacándose unas gafas de sol del bolsillo de la camisa—. Son propiedad del Estado —me explicó—. Cien por cien a prueba de Carnage. Nada malo puede pasarte cuando las llevas puestas.
Abracé a Miles y cerré los ojos. Lo quería. Lo quería con toda mi alma y sabía que lo que estaba diciendo era verdad.
La infancia de Miles no había sido tan desahogada como la mía. A los quince años dejó de asistir a un colegio de Warminster tras escaparse de casa de su familia (a la que no llegué a conocer). La madre de Miles había muerto al dar a luz y el padre era tendero, un veterano de la Armada aficionado a la bebida que solía castigar a su hijo a puñetazos por el crimen que había cometido sin saberlo al venir a este mundo.
Cuando Miles aún vivía y yo tuve edad suficiente para escuchar, nunca trató de ocultarme la verdad sobre su adolescencia.
Se consideraba un aventurero, un espíritu corsario que había surcado los mares de la vida trazando sus propias reglas sobre la marcha. Estaba orgulloso de haber llegado tan lejos; y si por el camino había quebrantado alguna ley, era culpa de las leyes mismas, no suya. Cuando conoció a mi madre a finales de los años sesenta, vivía en una casa destartalada a las afueras de Oxford y se había hecho un huequecito en el mercado, suministrando hachís de la mejor calidad a la comunidad estudiantil.
Frederick, el padre de mamá, era un próspero abogado que vivía cerca de Aberdeen. Al igual que mi abuela, era presbiteriano estricto. Murió de un cáncer de colon cuando yo tenía once años, y era un hombre afable y generoso que no soportaba estar en la misma habitación con Miles. Mi abuela vive todavía, pero padece el mal de Alzheimer. Mamá vive en el mismo pueblecito escocés y cuida de ella.
Cuando conoció a Miles, mamá estudiaba Historia en la Universidad de Oxford. En los dos años que llevaba fuera de casa había ligado con más tipos curiosos de los que había encontrado a lo largo de su protegida adolescencia. Cambió cristianismo por espiritualidad, con el aditamento de los ideales hippies (años después daría vuelta atrás de la manera más radical). En Miles, un chico a todas luces poco recomendable, vio un antídoto a lo que entonces consideraba su agobiante y aburrida juventud. Él, a su vez, vio a una chica muy guapa y consiguió que perdiera la cabeza.
No le costó mucho convencerla de que dejara Oxford sin pasar los exámenes finales, pero fue una decisión que lo enemistaría con mis abuelos hasta el fin de su vida. Armados con el dinero de Miles, su alijo y sus balanzas, recorrieron el país de punta a punta entre pisos okupados, campamentos y festivales de música. Fue un viaje de autodescubrimiento que ambos confiaban en que duraría siempre. Pero llegó febrero de 1969, y el mismo mes en que unos científicos de Cambridge lograban fertilizar un óvulo humano en una probeta, Miles consiguió
hacer lo propio en el útero de mi madre.
El embarazo acabó de inmediato con la temeridad juvenil de mamá. De repente se transformó en una mujer responsable.
Seis meses después se casaban en un registro civil de Aberdeen. (Los padres de mamá se
negaron a asistir, pese a que una de las razones de que ella quisiese casarse era la esperanza de una reconciliación familiar.) Yo nací unos meses más tarde en el hospital de Charing Cross. Pesé tres kilos y seiscientos gramos y salí con los ojos azules que luego se volverían grises. Mamá dice ahora que el momento en que redescubrió su fe en Jesucristo fue precisamente al dar a luz.
Anticipando mi llegada, Miles y ella alquilaron un piso miserable en Islington. Mamá
había insistido, además, en que Miles buscara un empleo, y eso hizo él, trabajando de barman en un local de moda en Soho. Sin embargo, no desaprovechó la oportunidad de sacarse un sobresueldo con sus trapícheos, y fue allí donde entró en contacto con gente dedicada también al tráfico de poca monta y que, con el tiempo, se convertirían en sus socios. Por lo visto, mi madre nunca tuvo nada que ver con ese mundo. Decidió ponerse una venda en los ojos y, pensando en su recién nacido, se empeñó en que se mudaran fuera de Londres. Por alguna razón, mi padre accedió y compraron una casa en Rushton, un pequeño pueblo de Hertfordshire donde yo pasaría casi quince años de mi vida. Miles, mientras tanto, seguía trabajando en Soho y un tiempo después, mediada la década de los setenta, montó un club nocturno llamado Clan. En aquel entonces el trayecto entre el pueblo y la ciudad era largo, y paulatinamente mi madre y yo empezamos a verle muy poco el pelo. Rushton está situado en un valle a poca distancia en coche del Safan Park Woburn, el zoo de Whipsnade y el canal Grand Union, y hace más de diez años que no voy por allí. No tiene una calle mayor propiamente dicha, aunque la carretera de Hemel Hempstead lo atraviesa de punta a punta, paralela al brioso curso del río Elo, al que cruza en el extremo norte del pueblo. Un chico mayor que yo me dijo un día que debajo del puente vivía un trasgo de afilados dientes, y durante años yo solía cruzarlo a la carrera cuando volvía de Cubs, temeroso de que el trasgo pudiera arrastrarme a las húmedas profundidades y devorarme. Hay unas setenta casas en todo el pueblo, la mayoría de ellas construidas en los años cincuenta y situadas en la colina que hay al oeste del río. El lado este está dominado por casas más antiguas, varios chalets y una austera iglesia gótica. La lápida más antigua que llegué a ver en su cementerio, oscurecida por una maraña de zarzas, era de 1568. Pertenecía a un hombre llamado David Jeremiah Johnson, que durante semanas enteras envenenó mis pesadillas. Contiguo a la iglesia hay un pub que lleva por nombre Duck & Swan. Mamá solía frecuentarlo al principio, pero más adelante, cuando yo casi tenía diez años y su relación con Miles empezaba a desintegrarse, se decantó por el otro edificio, a cuyos cimientos se fue agarrando cada vez más en un esfuerzo por no pensar en su propio mundo, que comenzaba a desmoronarse de manera inexorable.
Detrás de la iglesia y el pub se encuentra el Memorial Hall, construido en honor de los jóvenes de Rushton y las granjas fronterizas que sacrificaron su vida por el rey y la patria durante la Primera Guerra Mundial. Un poco más lejos está el pequeño campo de golf, el Gordon Arms y la Rushton Primary, la escuela primaria donde aprendí los colores del arco iris, así como a leer, escribir, sumar y restar.
Por la colina que hay al oeste del Elo pasa lo que llaman la Avenida, una calle larga y empinada, flanqueada por unos robles imponentes cuya robustez es aterradora. Un día, de chaval, me lancé cuesta abajo en un kart para sortear los veintidós robles del lado izquierdo de la Avenida como en un eslalon gigante. Conseguí ir zigzagueando hasta el veintiuno, pero luego perdí el equilibrio y di contra el último árbol. Choqué estrepitosamente con su nudosa corteza y me hice una brecha de casi ocho centímetros en el codo. El kart quedó desparramado como yesca por la cuneta, y yo todavía conservo la cicatriz.
Vivíamos en Orchard View, una casa situada en lo alto de la Avenida, en una bocacalle llamada Hill Drive. La casa databa de 1947, el mismo año en que nació Miles (cosa que a mí de
niño me fascinaba), y debía su nombre a un huerto de manzanos que en tiempos hubo allí. La casa, al igual que su propietario, estaba sometida a cambios constantes. Recuerdo que las tejas variaban según la estación, lo mismo que las paredes, que podían estar encaladas o pintadas de amarillo y azul, y luego otra vez de blanco. Anexos y cobertizos surgían y desaparecían en función de los coches nuevos y las modas arquitectónicas. Dentro de la casa, lo mismo. Papeles pintados y electrodomésticos se renovaban a veces casi mensualmente. Lo único que en mi memoria permanece inalterable son los muebles de anticuario que tanto gustaban a mamá.
Cuando yo era pequeño, Miles encargó que arreglaran el desván para que fuese mi habitación. La primera noche que dormí allí lo hice en la cama de abajo de la litera, protegido por sábanas con estampado de soldados y una colcha morada de chenilla que en verano se utilizaba como tienda de campaña india. Mis juguetes se guardaban en un armario profundo preparado a tal efecto, y en el techo había pegatinas luminosas de estrellas y planetas. La noche real entraba por dos ventanas. Desde una se veía el patio de atrás y, más allá, la casa del árbol de Mickey, la vecina de al lado. Mickey tenía la misma edad que yo y era mi mejor amiga. Algunos días, muy temprano y si hacía sol, oteaba entre las ramas más altas tratando de ver el Jesucristo que Mickey había pintado y que le había merecido un premio en el colegio. La otra ventana de mi cuarto daba justo a la habitación de Mickey, a una distancia de dos metros escasos.
En verano, Mickey y yo solíamos dejar las ventanas abiertas por la noche para conversar en voz baja, o tirarnos aviones de papel de un lado al otro. En otras ocasiones intentábamos meternos miedo mutuamente: la cosa consistía en birlar trozos de caña de bambú del huerto que el padre de Mickey tenía al final de la avenida, unirlos con unas gomas y lanzarlos a la ventana del otro en mitad de la noche.
Una vez, durante las vacaciones de Navidad, cuando teníamos quince años y sin que Mickey me viera, observé cómo se desnudaba. Cuando se quitó el sostén y empezó a cepillarse el pelo delante del espejo, supe que entre ella y yo nada volvería a ser igual. Por la parte de atrás, nuestros jardines daban a un arroyo ancho y poco profundo que descendía colina abajo hasta el río Elo. Los campos y el bosque que había al otro lado pertenecían a Jimmy Dughead, un granjero gruñón que fumaba cigarrillos liados a mano y ataba ratas y cuervos muertos a su cercado de alambre de espino. Todos los niños del pueblo le teníamos pánico, sobre todo por la historia que contaba Tommy Wilmot, un chico varios años mayor que Mickey y yo. Según la leyenda, Dughead había pillado una vez a Tommy poniendo trampas para conejos en su bosque. En vez de entregarlo a la policía, Dughead le apuntó con su escopeta del calibre 12 directamente al pecho y le dijo que le daba veinte segundos de ventaja, y que luego le enseñaría una lección sobre cazar bichos que no olvidaría jamás. Tras una carrera donde el pavor dio alas a sus piernas, Tommy consiguió
escapar sin que el trasero le quedara marcado de por vida. No había vuelto a poner el pie en las tierras de Jimmy Dughead, y decía que sólo un loco se atrevería a hacerlo. Yo estaba con Tommy Wilmot en eso, pero Mickey opinaba distinto. Ella no temía a nadie, ni siquiera a Jimmy Dughead. Decidió que las tierras de Dughead, precisamente porque todos (incluido su hermano mayor, Scott) tenían miedo de entrar en ellas, eran el sitio más seguro para esconder algo. Y Mickey y yo teníamos algo que esconder: un tesoro. Así fue como yo, a mis nueve años, y Mickey, recién cumplidos los diez, nos colamos hasta la mitad del campo que había detrás de nuestras casas y enterramos allí una vieja caja de bombones, de aquellas de lata, sirviéndonos de cuatro árboles lejanos para recordar el emplazamiento exacto del escondite. Nuestro plan era dejar la lata allí hasta el día de Halloween. Pero, como otros muchos de nuestros planes, ése tuvo un fallo.
Dos semanas después de haber enterrado el tesoro, Jimmy Dughead llevó su célebre toro
negro a ese campo. Con más de seiscientos kilos, Hércules era un monstruo de ojos penetrantes capaz de atravesar el cercado al galope en cuestión de segundos. Estaba siempre en la parte donde habíamos ocultado nuestro tesoro y odiaba a los niños más que su amo. Mickey y yo intentamos nada menos que ocho veces recuperar lo que era nuestro, pero no hubo forma de distraer o engañar al toro, como si el bicho presintiera que así nos fastidiaba. La misma tarde de Halloween a Mickey se le ocurrió un nuevo plan para rescatar el botín. Dijo que esa vez seguro que funcionaba. Aquél iba a ser el gran día, el día en que le daríamos su merecido a Dughead y su maldito toro.
A la postre, también acabó siendo el día en que Mickey Maloney me salvó la vida.
Estoy sentado en el borde de la cama, indolente y desorientado, como cuando te quedas dormido en una playa. Me paso la mano por la nuca y la encuentro empapada de sudor. Me levanto, cruzo la habitación y me asomo a la ventana, rezando para que sople un poco de brisa, pero lo único que respiro son emanaciones de tubo de escape.
Suspiro, enfadado conmigo mismo. No me gusta pensar en Miles ni en las cosas de entonces. No quiero echarlo de menos. No puedo pasar por eso otra vez. Lograr que mi mente esté libre de esos recuerdos es un hábito que me costó mucho adquirir. La idea fue de mamá, lo de no pensar en él, como también lo fue mudarnos a Escocia, cambiar de apellido y empezar de cero. Autoprotección: supongo que se trataba de eso. En cualquier caso, no había nada que comentar al respecto. Sucedió así. Fue la vida, el destino. Un día me acosté siendo Fred Roper, hijo de Miles Roper, y a la mañana siguiente me había convertido en Fred Wilson (el apellido de soltera de mi madre), hijo de Louisa Wilson.
La verdad sobre Miles se desvaneció también aquella noche, y él fue reemplazado por una versión nueva y aséptica. Miles se convirtió en un hombre corriente que había muerto de un infarto normal y corriente. A esa historia me ceñí yo a partir de entonces, y es la que Eddie, Rebecca y su familia han aceptado sin ponerla en duda. Ni mi madre ni yo hablamos nunca con nadie de lo que le pasó en realidad a Miles, del mismo modo que ya no hablamos de quién era en realidad.
Y en cuanto a aquel muchacho de quince años llamado Fred Roper que se crió en Rushton.. pues bien, simplemente dejó de existir.
Oigo un rumor de truenos en la distancia y al levantar la vista veo pasar un jumbo que deja una estela blanca en el cielo azul grisáceo. Luego miro hacia abajo, a la calle; hay un atasco importante, me llegan bocinazos y gritos airados. Desde luego, no le desearía a nadie estar metido dentro de un coche en un día bochornoso y sofocante como éste.
2. Mickey
Joe odia que llegue tarde. También odia mi manera de conducir.
—Tendríamos que comprarnos un cuatro por cuatro —murmura ceñudo cuando subimos al bordillo.
—¿Y para qué? —replico, volviendo a la calzada con un estrépito de chasis y colándome en un huequecito entre el lento tráfico—. Esto no es el campo, cariño. Joe se hunde en el desgarrado asiento del copiloto de mi cochambrosa furgoneta blanca y no dice nada, pero no hay que olvidar que él considera la bici de montaña algo absolutamente indispensable para vivir en el Londres actual. Yo seré un bicho raro, pero hace tiempo que no veo ninguna montaña en nuestro distrito, el NW10.
Miro al cielo por mi ventanilla. ¡Uf, qué calor! Es uno de esos días excepcionales en que Londres adquiere visos mediterráneos y todo el mundo se da de bofetadas por no haber instalado aire acondicionado y se pasa el día fantaseando sobre unas vacaciones en la costa. Las toberas de la furgo despiden un aire caliente y polvoriento que se pega a la fina película de sudor que perla mi frente. Cojo una lata tibia de Coca-Cola light del salpicadero y bebo un trago. Se la ofrezco a Joe, que me lanza una mirada asesina. Tiene la piel pálida y tersa, el pelo oscuro, y una peca sobre el pómulo izquierdo que hace que parezca guapo, casi bello.
—Alegra esa cara —digo con un suspiro—, no creo que dure mucho. Joe se cruza de brazos y mira la cola interminable de coches que tenemos delante. Yo estiro el brazo para tocarle el pelo, pero desde que se lo cortó al dos se ha vuelto muy melindroso, y se aparta.
—Siempre dices lo mismo. Pero estamos atascados.
Empiezan las noticias y muevo el dial en busca de algo un poco más animado. Por lo general me atengo al principio de que uno siempre se entera si ocurre alguna cosa grave. Entretanto, procuro evitar el anestésico aturdimiento que producen los noticiarios anodinos no escuchando las noticias cada media hora. Cosa nada fácil, en realidad. En todas las cadenas los últimos titulares te abofetean como números atrasados de una revista del corazón leídos en una cinta sin fin. Si no es la estrella pop que acaba de ponerle a su bebé el nombre más ridículo posible, o el político corrupto al que han diagnosticado cáncer de próstata, son sueltos sobre los prolegómenos del apocalipsis en distintas partes del planeta, correctamente servidos con un fondo de hip hop. «Miles de muertos en un terremoto. Centenares de víctimas en un atentado terrorista. El calentamiento de la Tierra fuera de control.» Sigo moviendo el dial hasta que sintonizo mi emisora de country favorita y empiezo a tamborilear con los dedos en el volante al compás de la guitarra de Hank Williams.
Delante de nosotros, entre el espejismo creado por los capós recalentados y el humo de motores al ralentí, aparecen dos limpiaparabrisas humanos. Caminan despacio entre los vehículos, blandiendo chorreantes artilugios de goma y trapos mugrientos como si de armas se tratara mientras intimidan a sus cautivos espectadores. De repente, sé que vienen hacia nosotros.
Llegan a mi furgo justo cuando el colapso circulatorio empieza a despejar. Niego con un gesto y formo con la boca las palabras «No, gracias» detrás del parabrisas, pero he cometido el grave error de establecer contacto visual. El chaval, no tendrá aún veinte años, lleva un pañuelo
sucio anudado a la frente. Se inclina y estampa el limpiador enjabonado en el cristal. Acciono la rígida manivela de mi puerta y la ventanilla del conductor desciende dos centímetros; cambio de táctica, asomándome al hueco para que me oiga.
—Lo siento —digo con cara de disculpa—. No llevo dinero.
Haciendo caso omiso de mi educada negativa, el tipo me levanta los limpiaparabrisas y pasa su goma por el cristal, dejando una franja líquida de un desagradable marrón. Acto seguido tiende la palma de la mano. Joe rebusca entre envoltorios de caramelo y horquillas de pelo en la bandeja que hay entre la palanca de cambio y el ventilador. Le pongo la mano en el brazo.
—No —digo, pero el tipo ya ha visto que Joe acaba de encontrar la moneda de una libra que guardo para el parquímetro.
—No tenemos nada más.
—Es demasiado —le susurro.
Tenemos que avanzar y se me acaba el tiempo. Los dos tipos se ciernen amenazadores desde el exterior, casi babeando ante la reluciente pieza de oro que atesoramos. Le cojo la moneda a Joe y se la paso rápidamente al tipo por la ventanilla. Es un viejo truco: debía de tener otra moneda en la mano porque se pone a gritar, devolviéndome muy indignado un penique, fingiendo que es lo que yo le he dado. Presa del pánico, subo rápidamente el cristal y por poco le pillo los dedos. El chaval chilla y escupe con violencia sobre el parabrisas.
—¡Déjala en paz! —le grita Joe, cabreado, inclinándose en el asiento para mirar con furia al tipo, que nos amenaza con el puño cuando por fin nos ponemos en marcha. Presiono varias veces el limpiaparabrisas y un chorlito de agua salpica el cristal. El escupitajo queda diluido en una mancha delgada hasta que desaparece por completo, pero no así su efecto. Joe se vuelve sobre el asiento, yo le toco el hombro y digo:
—Déjalo, cariño. Da igual.
—Pero ¿por qué ha hecho eso? —Está muy enfadado. Le acaricio la mejilla, orgullosa de él por apoyarme—. Le has dado una libra.
—Ya lo sé —respondo, mirando su dulce cara mientras pienso cómo explicarle a un niño de nueve años que el mundo puede ser muy cruel y desagradable—. Sólo están probando —
digo, en plan apaciguador. Miro por el retrovisor lateral y veo que los dos tipos están buscando nuevas víctimas. Me noto el pulso acelerado y sólo quiero alejarme lo más rápido posible.
—Pero ¿por qué?
—Supongo que porque son pobres —contesto, tratando de aparentar calma—. La gente hace cosas raras para conseguir dinero.
Joe guarda silencio mientras yo tuerzo al llegar al cruce y paso sobre las bandas sonoras del atajo que conduce a nuestra calle.
—Venga. Vamos a meter la compra —digo, sonriendo para animarlo un poco. Estoy muy orgullosa de mi floristería. Pedí que la pintaran de color lila, y el rótulo «Las Flores de Mickey» en letras plateadas y blancas sobre el escaparate ha quedado muy bien. Destaca mucho entre los otros comercios: la tienda de muebles de segunda mano de la esquina y la anticuada fachada en rojo y gris de la inmobiliaria James Peters, contigua a la floristería. Veo a Kevin, el engominado gerente de la agencia, hablando por teléfono, y lo saludo con la mano, pero no hace caso. Parece que se está derritiendo en su traje a rayas y se afloja el gran nudo de su corbata mientras sigue charla que te charla.
Fue Kevin quien gestionó la compra de la floristería, y creo que no ha superado aún el hecho de que yo consiguiera una rebaja sustancial en el precio. Se lo ha tomado como un desaire por mi parte, sobre todo teniendo en cuenta que fue él quien nos mostró la zona cuando llegamos a este barrio.
—Si se mira bien —dijo, dando una calada a su cigarrillo mientras Joe y yo patinábamos en los asientos de imitación piel de su coche—, Londres es, ¿verdad?, como una serie de pueblos, todos juntos. Y esto, ¿verdad? —gritó entre el follón de camiones mientras lanzaba la colilla de un capirotazo a un trozo de terreno (el parque)—, no es una excepción. Si quiere vida de pueblo, la tendrá. Esos presumidos del centro de la ciudad están viniendo a docenas.. —Se volvió para mirarme, lanzó un silbido impresionado y me dijo—: Entre usted y yo, querida, esto es un auténtico boom.
Naturalmente, Kevin estaba diciendo chorradas, y así se lo manifesté sin poder evitarlo, razón por la cual ahora finge que no me ve. No fue antipatía por mi parte, sino que, según mi experiencia, «vida de pueblo» no incluía a millares de desconocidos apretujados en un montón de casas victorianas reformadas y bloques de hormigón, siempre con miedo a los ladrones, los vándalos o, para el caso, los chismorreos de los vecinos. Como tampoco incluía carriles para autobús, cámaras de vigilancia o zonas de aparcamiento para residentes. Si este sitio fuera remotamente «pueblerino», Joe podría dejar su bici frente a la tienda sin que se la robaran a los cinco minutos y yo podría dejar el coche en marcha mientras voy al cajero automático. También podría descargar la compra con tranquilidad.
Pero no, conecto las luces de emergencia y dejo a Joe montando guardia junto a la furgo. Lisa abre la puerta de la tienda, y el anticuado timbre que he instalado suena cuando ella pisa el felpudo. Un coche pasa tocando el claxon, y Joe y yo miramos inmediatamente a Lisa, pero ella no se entera. Tiene veintitrés años y es a todas luces una «tía buena», sólo que nunca se le ocurriría pensar que sus largas y torneadas piernas, su melena de apretados rizos o su tersa piel olivácea pueden interesar a nadie.
—El tráfico estaba espantoso —gruño, mientras jadeo bajo el peso de las bolsas.
—Deja que te eche una mano —dice Lisa—. Tienes que tomarte un respiro, Mickey. Acabarás agotada.
Lisa es mi salvavidas. A veces me parece un regalo divino, pues llegó como un ángel cuando inauguré la tienda y desde entonces trabaja para mí. También le alquilo una habitación en el piso que tenemos encima de la tienda, y sin ella no podría llegar a fin de mes ni apañármelas con Joe, a quien cuida cuando he de ausentarme. Pero para ser alguien con tan buen corazón, tiene una increíble capacidad para preocuparse por todo. Lo que la pone de los nervios son las cosas intangibles de la vida. Está muy bien cuando se trata de elaborar el ramo más extravagante que hayas visto jamás y preparar todos los pedidos de la semana, cosa que hace con los ojos cerrados. Pero es capaz de comerse las uñas hasta la raíz, inquieta por un buen karma o por cómo combinar de la mejor manera los aceites esenciales de su baño. Le tomo el pelo cuando le dan esos ataques de equilibrio ying-yang, pero siempre me sale el tiro por la culata porque cuando se le acaban los motivos de preocupación, entonces se preocupa por mi persona.
—Tienes que descansar un poco, en serio —repite mirándome mientras subo de dos en dos la escalera del piso con la compra.
—Así ahorro en gimnasio —digo, sin resuello, cuando vuelvo abajar—. ¿Alguna novedad?—pregunto, pasando por alto su expresión atribulada.
—Hemos tenido nuestra primera defunción —responde, ahuecando los manojos de claveles del Japón que hay en el cubo, junto a la puerta—. Marge ha tomado el pedido. Miro detrás de Lisa y veo a Marge, mi otra ayudante, derrumbada en el taburete al lado del mostrador del fondo. Se lame el dedo gordo y el índice y pasa una página de un periódico sensacionalista, absorta como siempre en su lectura. Delante de ella hay un paquete de galletas de chocolate a medio consumir.
—Fantástico. ¿Para cuándo?
—El martes. Han encargado todo lo encargable para el funeral. Marge los ha convencido.
—Lo dice en tono crítico, claro que Lisa sería capaz de hacer cualquier cosa gratis, si de ella dependiera.
—Estupendo. Con eso tendremos al banco a raya al menos una semana. Lisa arruga la frente al oír mis palabras.
—No te preocupes —la tranquilizo—. Le haremos una despedida de gala al pobre muerto. Joe se saca un yoyó del bolsillo y se pone a jugar con aire desconsolado, arrastrando los pies por la acera mientras vigila la furgo. Lleva bermudas y una camiseta holgada, y tiene pinta de estar esperando a crecer más. Me acerco a él.
—No digas nada raro —murmura.
—¡Oh! Entonces no merece la pena ir —replico en broma.
Me observa con cara de malicia.
—Oye —digo, más cariñosa—, recuerda que estoy de tu parte, ¿vale?
—Vale —contesta, antes de apartarme—. Vete, que llegarás tarde. Miro a Lisa y disimulo las ganas de reír.
Se supone que St. Luke es la mejor escuela primaria de la zona y que tuve suerte de encontrar plaza para Joe. Hay montones de mamas con peinados como montañas, que conducen enormes monovolúmenes con lustrosos capós como narices respingonas a través de barrios y más barrios para depositar a sus hijos en la doble franja amarilla que hay frente al colegio. Yo tardo sólo cinco minutos.
Cuando llego, encuentro el vestíbulo atestado de gente, y no sé si es el sol de la tarde que reverbera en la batería de ventanas del colegio o mi natural reacción al estar en un entorno escolar, pero de inmediato me entra sueño y tengo que resistir las ganas de esconderme detrás del primer cobertizo para bicis y fumarme un pitillo. Sin embargo, sonrío a la señora que reparte tazas de té en la cafetería y sostengo a la altura del pecho mi taza verde de reglamento con su correspondiente platillo, sorbiendo cautamente y poniendo cara de persona responsable, respetable y todas las otras cosas que empiezan por R que se supone que debo ser. Haciendo caso omiso del ruidoso tropel de padres, maestros rendidos de cansancio y el incesante arrastrar de sillas de colegio enanas sobre el suelo de parquet, me acerco a la pared y leo el texto que hay al pie de un mural donde se describe la muerte del ecosistema en tonos verdes, papel de aluminio y rotulador. Como todo esto acabará sin duda en la papelera tras la visita de los padres, se me antoja la cosa más tonta del mundo, pero reconozco que siempre me ha costado asimilar los beneficios de la educación. No puedo decir que la mía me sirviera de mucho, y dudo que algo de lo que Joe aprende en St. Luke vaya a prepararlo para la vida. No parece que les interese enseñar a los crios cosas útiles, como enlosar un cuarto de baño, rellenar la declaración de la renta o cambiar un neumático; claro que, bien pensado, Joe sólo tiene nueve años.
Joe está muy impresionado con su maestro, el señor Sastry, tanto que casi espero encontrarme a un Mick Jagger, de modo que me llevo una sorpresa al ver que es guapísimo. Tampoco estoy preparada para el hecho de que sea mucho más joven que yo. Lleva barba de chivo, tiene la piel color chocolate y unos ojos verdosos. Me mira cuando por fin tomo asiento. Se produce un breve silencio.
—Siento llegar tarde —me disculpo, sujetándome el pelo detrás de las orejas. Él hace un gesto como si no importara y procede a hojear un dossier, antes de sacar los libros de Joe del montón que tiene bajo su mesa. Me resulta extraño, es como si estuviera espiando a Joe sin que él me viera. Recelo de los maestros en general, sobre todo cuando están al final de una reunión de padres. Mientras el señor Sastry habla de temas diversos y explica en
tono tranquilizador que Joe lleva bien el curso, empiezo a pensar que no sabe de qué está
hablando. Lo pienso hasta que, poco después de Arte y antes de Mates, hace una pausa y junta las yemas de los dedos.
—El caso es que.. Joe. . ¿cómo lo diría?
—¿Qué? —pregunto, alarmada.
—Es muy solitario. Como si.. bueno, se le ve muy solo. ¿Va todo bien en casa?
No sé qué decirle. Me acude a la mente una imagen de Joe a solas en un rincón del aula y noto que me entra pánico. Joe es un chico fabuloso. ¿Por qué no es el chaval más popular de la clase? —Cuando se le conoce bien —tartamudeo—, es un chico muy bullicioso. La alegría de la casa, para serle franca. —Sonrío al señor Sastry, quien me mira con escepticismo.
—Entiéndame, no lo estoy criticando. Sólo era una observación, nada más. Me enseña el libro de Mates de Joe y empiezo a rebullir en el asiento al ver todos los errores.
—Son los genes —digo, patética—. Creo que no vale para contable. Gracias a Dios —
añado, tratando de ser jovial.
El profesor sonríe desmayadamente y cierra los libros.
—No se preocupe. Yo creo que Joe saldrá adelante. Entre todos lo conseguiremos. De vuelta en la furgo, una oleada de autocompasión se apodera de mí. Ese «entre todos»
no va conmigo. Por primera vez en muchos años desearía tener una pareja que me respaldara y me diera ánimos. Quiero alguien que me diga que soy una buena madre, que no he perjudicado a mi hijo cambiándolo de colegio y a un barrio totalmente nuevo. Quiero que me digan que si Joe es callado, no pasa nada. Quiero que esté bien que Joe no tenga demasiadas amistades. Pero, por encima de todo, quiero sentir que me basto sola. Y algo me dice que no es así. A veces detesto esa gran responsabilidad de cuidar yo sola de mi hijo. Es duro saber que cualquier decisión que tome afecta a Joe. Desde que nació, es como si toda palabra que he dicho, todo paso que he dado, hubieran dejado en él una huella imborrable. Y cuando pienso en todos los fallos que he cometido y cuan imperfecta soy como madre, me dan ganas de rebobinar y empezar de nuevo.
Hablando en voz alta, me miro con dureza por el retrovisor. La verdad es que Joe será una persona con problemas por más que yo me esfuerce. Se abrirá paso en la vida a su manera con sus propios errores, y yo no puedo ser responsable de ellos. Lo único que puedo hacer es quererlo, y si crece pensando que yo no he servido como madre, supongo que me tocará
pasarle dinero para el terapeuta. Me he fumado dos cigarrillos para cuando consigo quitarme el pánico a base de hablar sola, y voy por el tercero cuando se me ocurre un plan. ToyZone está entre un enorme almacén de bricolaje y otro de muebles de piel en la carretera de circunvalación al norte de la ciudad. Lo llaman «el paraíso de los niños»; yo lo llamo «el infierno de los padres». Casi renuncio a mi misión cuando veo lo lejos que tengo que aparcar, y cuando por fin entro en la tienda, apenas me queda tiempo. Debería estar ya en casa, pero estoy decidida a perseverar.
Quiero comprarle a Joe una cometa. Una especie de gesto solidario, en compensación por ser un niño y tener que aguantar el colegio. Es para demostrarle que me preocupo por él y que no soy de esos padres que van a las reuniones del colé y luego vuelven a casa y les echan la bronca a sus hijos.
En teoría es un plan sencillo e impulsivo, pero he necesitado tres empleados con sudadera verde para llegar a donde quería. Ninguno de ellos parece saber qué es una cometa y entiendo por qué. Está claro que aquí las actividades al aire libre no son la moda. En cuestión de segundos, me extravío en un laberinto de pasillos, todos repletos de juegos de ordenador, consolas y cosas por el estilo. Los hay a millares, por lo visto, de todas clases y variedades. Me
detengo a examinar uno que se me antoja especialmente violento. Sacudo la cabeza al ver las imágenes de extraterrestres destripados que ilustran la caja. Me suena que es éste el que Joe ha insistido en que le comprara y miro el precio en el reverso.
Unos pasos más allá hay un hombre vestido con vaqueros oscuros y una camisa informal. Me mira, o más bien mira la caja que tengo en la mano, y ya me dispongo a hacer un comentario airado sobre lo carísimo que es el jueguecito de marras cuando reparo en su perfil y el corazón me da un vuelco.
Me acerco nerviosa a él.
—Usted perdone. .
El hombre gira en redondo, devuelve al estante el videojuego que estaba examinando y se aleja de mí.
Inspiro hondo y lo sigo. Le doy alcance con unas cuantas zancadas.
—¿Fred? ¿Eres tú? —pregunto, aunque apostaría cualquier cosa a que es él. Se detiene cuando le toco el brazo por detrás. Lentamente se da la vuelta, y al cruzarse nuestras miradas siento un vacío en el estómago.
Me ocurre la cosa más rara del mundo: es como si en una fracción de segundo hubiera regresado al pasado.
—Fred Roper. Dios mío.. ¡eres tú! —exclamo con un nudo en la garganta. Por un momento su cara refleja pánico.
—Soy yo: Mickey —le digo, poniéndome la mano sobre el pecho.
Él mira nervioso alrededor y se rasca la nuca. Finalmente me mira y su boca dibuja una media sonrisa tan familiar, pero tan olvidada, que me quedo sin aliento.
—Hola, Mickey —dice, parpadeando. Como si nos hubiéramos visto la semana pasada. Pero yo sigo moviendo la cabeza, atónita. Su voz suena más grave de lo que yo recordaba, pero imagino que es normal.
—Fred —repito, sin acabar de creerme que sea él.
Nos miramos unos instantes. Tiene arruguitas alrededor de los ojos y la cara más chupada, con barba de uno o dos días, pero no se puede negar que es guapo. Le sienta bien ser un hombre adulto, y cuanto más lo miro, más obvio me parece que este hombre con corte de pelo a la moda tenía que salir por fuerza de aquel adolescente tímido y desgreñado que vi por última vez hace tanto. Con todo, no puedo evitar buscar en su rostro los rasgos que conocía tan bien. Están todos ahí, sí, pero mejorados, y el efecto me conmueve de tal manera que noto cómo la sangre me sube a las mejillas.
—Casi no te reconozco. Estás.. estás muy cambiado —digo como una tonta. Fred sacude la cabeza, como si pensara otro tanto de mí.
—¿Cómo.. cómo te va? —pregunta.
—Muy bien, gracias —acierto a decir, pero las piernas me tiemblan y mis manos han empezado a sudar. Fred asiente despacio, como si analizara mi ridicula e inadecuada respuesta—. ¿Y a ti?
—Bien. —Medio se ríe de sorpresa—. Sí, me va bien.
Los altavoces de la tienda anuncian a todo volumen las ofertas especiales en la sección de Sony, pero Fred continúa mirándome y yo no sé dónde meterme.
Me doy cuenta de que, en el fondo, hacía mucho tiempo que esperaba este momento, pero ahora que ha ocurrido me parece estar en un sueño. Todo tan mundano y tan tranquilo, cuando yo siempre imaginaba que ver a Fred de nuevo sería una experiencia tumultuosa y dramática. Pero supongo que nada podría ser tan dramático como la última vez que nos vimos. Me estremezco al recordarlo y bajo la vista. Soy consciente de las poco halagadoras luces de la tienda, de cómo deben de resaltar las raíces sin reflejos de mi cabello. No es propio de mí
ser presumida, pero ahora me gustaría haberme esforzado un poquito más para no tener esta
pinta. Estoy segura de que me sentiría mucho mejor con los labios pintados. En realidad, no estoy convencida de que eso sea verdad. No creo que un maquillaje en toda regla pudiera hacer más fácil este momento.
—Estoy buscando un regalo para mi hijo Joe —digo de sopetón, y añado—: Tiene nueve años. —Esto le encantará —asegura Fred, indicando la caja que tengo en la mano—. El diseño gráfico es increíble.
—No —me apresuro a decir, dejando el juego en su sitio—. Iba a comprarle una cometa. Sólo estaba mirando.
—Oh.
—Esto de los videojuegos no me gusta —confieso—. Si le dejara, Joe se pasaría todo el santo día sentado al ordenador. Bueno, seguro que ya sabes a qué me refiero. Fred asiente con la cabeza, pero no da explicaciones sobre sus propios hijos.
—Supongo que lo que quiero es que Joe salga por ahí a correr. Como hacíamos nosotros. Ante la mención del pasado común, Fred se muerde el labio. En la pausa subsiguiente noto la gran burbuja que nos separa. Preguntas y más preguntas se me agolpan en la punta de la lengua, pero no soy capaz de hacer ninguna. Nos sumimos en un silencio ruidoso.
—Tengo una floristería —digo al fin, rompiendo la tensión—. Está en Kensal Rise. Toma.
—Saco una tarjeta de la tienda del bolsillo de mi cazadora tejana y se la doy. Fred la examina con atención. La sostiene con cuidado, con respeto casi, y yo le señalo la dirección—. Vivo en el piso de arriba.
Fred me mira, y sé que me he sonrojado. Casi espero, y casi deseo, que me devuelva la tarjeta, pero no lo hace.
—Bueno, pásate cuando quieras. —Me pregunto qué hacer con las manos, que parecen dotadas de vida y decisiones propias más allá de mis muñecas. Junto los dedos—. A tomar un café o algo.
Se guarda la tarjeta en el bolsillo.
La vibración de mi teléfono móvil me da un susto. Lo saco del bolso sonriendo a Fred a modo de disculpa, y me giro para contestar. Es Joe.
—Hola, cariño, llegaré un poquito tarde —digo, tapándome la otra oreja para oír mejor.
—Tengo hambre —dice Joe—. ¿Podemos comer palitos de pescado?
—Como quieras —respondo, pero se nota que estoy por otra cosa—. Estaré ahí dentro de unos quince minutos, ¿vale? Besos.
Pulso el botón rojo y sonrío de nuevo en dirección a Fred. Pero ha desaparecido. El pasillo está vacío. Sorprendida, miro alrededor sin dar crédito a mis ojos. Me giro de nuevo y noto una sensación desagradable en el estómago al comprobar que, efectivamente, Fred se ha marchado. Durante un momento me dan ganas de echarme a llorar.
Mientras voy a la sección de cometas, trato de localizarlo con la mirada, pero no hay rastro de él. Estoy tan aturdida que no puedo concentrarme. Las cometas son todas mucho más caras de lo que suponía, y dudo un rato hasta decidirme por una muy pequeña. Cuando llego por fin a la furgoneta, no he dejado de temblar, confusa ante la enormidad y la normalidad de mi encuentro fortuito. Nada menos que toparme con él. El cabrón de Fred Roper. Cómo no, Joe está en su cuarto jugando con el ordenador cuando llego a casa. Las cortinas están abiertas y la ventana, cerrada. Hace un calor sofocante y la cama y la exigua extensión de suelo están cubiertas de ropa, libros y patines en línea. Joe se ha arrodillado en la silla y el mando da sacudidas en sus manos cuando acciona los botones. Me quedo mirándolo desde el umbral mientras el ruido electrónico llega al tope de su volumen y Joe lanza un puño al aire.
—¡Viva!
—Hola, ojos cuadrados —le digo, sonriente.
Joe me mira contrito, sonríe y se baja de la silla. Inmediatamente se pone a dar saltos de dolor. —Ay, ay —chilla—. Me pincha por todas partes.
—Para que aprendas —río, y doy media vuelta—. Vamos.
Nuestra cocina-comedor-saloncito al final del pasillo es una habitación con grandes ventanales a un lado que dan a un balconcito con balaustrada de hierro fundido. Nunca abrimos los ventanales, sobre todo porque la calle es muy ruidosa, pero también porque el balcón es inseguro hasta para unas macetas con plantas. Lisa y yo hemos colgado largas tiras de muselina de colores para que parezca todo más espacioso, pese a que sólo hay sitio para un sofá, el mueble de la tele y el vídeo, y una desvencijada mesa de contrachapado negro con todo el papeleo que genera la floristería.
La cocina está incrustada en el extremo de la habitación. Para entrar tienes que pasar entre la nevera y una barra larga que usamos para desayunar. El piso es blanco y negro, linóleo que imita baldosas. Está repleto de arañados módulos de madera, la mayoría de los cuales se caen a poco que los toques. Me he jurado que en cuanto tenga dinero suficiente, voy a hacer una reforma a fondo. Joe dice que deberíamos escribir a uno de los programas de bricolaje de la tele, pero dudo que aquí quepa un equipo de televisión con sus cámaras y focos; además, sería demasiado humillante que viniera gente desconocida a meter la nariz. Joe me mira y se frota el pie mientras abro la nevera y saco una lata de Coca-Cola light.
—¿Cómo ha ido? —pregunta.
—Fatal —digo en broma—. Me he enterado de que eres muy malo. Alborotador, gritón..
—Mamá.
Le pellizco la mejilla.
—Les pareces un encanto, pero eso ya podía habérselo dicho yo. Joe sonríe tímidamente.
—Te he traído algo —digo—. Mira.
Le paso la bolsa con la cometa y apoyo la barbilla en la lata de refresco a la espera de su reacción.
—¿Te gusta?
—¿Qué es? —pregunta Joe, sacando el largo paquete.
—Pues una cometa, claro —tartamudeo.
—Ah —dice, pero como si no acabara de creérselo—. Gracias.
—Puedes ir al parque a volarla —lo animo.
—¿Con quién?
Tardo un segundo en responder, con el corazón en un puño.
—Conmigo, si quieres.
Joe deja la cometa sobre la encimera. Trago saliva.
—¿Has hablado con el señor Sastry? —pregunta, hundiendo las manos en los bolsillos.
—Claro.
—¿Y qué te ha dicho? —Parece receloso.
Mi intención es repetir una por una las palabras del señor Sastry. Y también suplicarle que me diga si es infeliz y preguntarle por qué está tan callado en el colé, pero no me decido; pienso que sólo le causaría más problemas.
—Pues.. —empiezo, extremando las precauciones—. ¿Tú qué crees que me ha dicho?
—Que iba mal en Mates, ¿no es eso?
—No ha dicho «mal» exactamente. Que no eres el mejor de la clase, nada más —
respondo—. Pero eso no importa. No tienes que ser el mejor en todo.
Joe se muestra abatido y me doy cuenta de que he metido la pata. Me conoce demasiado bien y adivina por mi tono de voz que no estoy siendo sincera. Se ha tomado el asunto como una crítica, como algo personal. Igual que yo.
—Joe —le suplico—. Joe. No importa. Yo iba fatal en Mates. .
—Sabía que el profe hablaría mal de mí. Lo odio.
Se da la vuelta sin mirarme, pasa la pierna sobre el respaldo del sofá y se hunde en los cojines. Voy hacia él, y cuando ya me dispongo a darle explicaciones, Lisa sale de su cuarto.
—¿Habéis visto mi esterilla de hacer yoga? —pregunta, metiendo una botella de agua y una toalla en su mochila pequeña. Se ha cambiado para ir a clase y tiene un aspecto estupendo con su sudadera holgada y el pantalón de chándal nuevo.
—Pues no —murmuro.
—¿Y tú, Joe? —dice, dejando la bolsa en el sofá mientras empieza a buscar por el saloncito, levantando cojines y mirando debajo del escritorio—. ¿No has visto mi estera? Ayer estaba aquí.
Joe se encoge de hombros y enciende el televisor, y yo me retiro a la cocina al advertir que he perdido mi oportunidad.
Cuando por fin me acuesto, no puedo conciliar el sueño. Estoy rodeada de ruidos por todas partes. Debajo del suelo las cañerías resuenan y al otro lado de la pared oigo las risas amortiguadas de nuestros desconocidos vecinos, que están mirando la tele. Fuera, a pocos metros de distancia, el motor de un autobús hace que vibre la ventana, y un poco más allá las motocicletas de los repartidores de pizza pasan zumbando por la calle como mosquitos gigantes.
Me levanto, me pongo el mugriento albornoz y voy a la cocina. La cometa está donde Joe la ha dejado y el paquete dibuja una sombra alargada en la pared. Sé que el regalo no ha funcionado. Debería haber seguido el consejo de Fred y comprado un juego de ordenador, o quizá no debería haberle hecho ningún regalo.
Me agacho hasta el cajón inferior, que está roto y es mi cajón de sastre, un batiburrillo de peines viejos, imanes para la nevera, cupones de regalo que nunca he llegado a enviar, sobres manchados de café y otros muchos artículos útiles que no me decido a tirar. Busco y rebusco tratando de encontrar el neceser de regalo de las líneas aéreas que Scott, mi hermano, le dio a Joe cuando estuvo en casa la última vez. Es lo más cerca que Joe va a estar nunca de unas vacaciones y le encantó el regalo. En el compartimento con cremallera hay unos discos de limpieza facial, un cepillo con dentífrico en miniatura, un peine, una máscara para dormir y lo que estoy buscando: tapones para los oídos.
Pese al cartel con la calavera y las tibias cruzadas que dice «NO ENTRAR» en la puerta del cuarto de Joe, me asomo y lo miro. Está tumbado boca arriba bajo el edredón con funda de camuflaje, durmiendo profundamente y sin ruido, como una momia. Su cara está iluminada por el fulgor verde de la pantalla del ordenador. Entro en la habitación y lo apago. Joe no se mueve cuando me agacho para darle un beso furtivo y tierno en la frente. Está tan serio que durante un momento me entra pánico.
Le paso los dedos por el pelo reprimiendo las ganas de inclinarme para ver si respira, como me ocurre desde que era pequeño. Tengo ganas de llorar, pero me aguanto. Me arrodillo junto a la cama y me quedo allí un rato contemplando su cara, fijándome en todos los detalles, memorizando sus largas pestañas y la forma de sus párpados, deseando que el tiempo se detenga unos segundos con la esperanza de conservarlo tal como es ahora. Vuelvo de puntillas a mi cuarto, aunque sé que Joe no despertará, y me introduzco los tapones en los oídos. Mientras me acurruco de costado y escucho el sonido de mi propia
respiración dentro de la cabeza, una franja diagonal de luz anaranjada barre el armario años cincuenta de color marrón, se pasea por la desconchada pintura beige del techo y baja por la tabla de planchar plegada junto a una pila de ropa limpia mientras otro autobús pasa frente a la ventana.
No hay manera, no consigo dormir pese a que estoy rendida. Me quedo mirando la esquina de mi almohada. Siento como si hubiera tropezado y, al caer, el mundo hubiera quedado torcido. He pasado tanto tiempo corriendo en dirección opuesta a mi pasado y haciendo promesas sobre el futuro, que me siento mareada y un tanto perdida. He borrado todo lo que sucedió, lo he maldecido y he fingido que las cosas ocurrieron de otra manera, pero las cosas que dejé por resolver siguen allí. Es duro reconocerlo, pero no tengo la sensación de ser una madre soltera que camina resueltamente hacia un futuro mejor, sino de ser una cobarde y nada más.
Y todo esto se debe al encuentro con Fred. El nuevo Fred, con su cara de adulto, oscurece y a la vez reaviva mis recuerdos con la realidad de su presencia. Como si todos estos últimos años no hubieran transcurrido, la angustia y la sensación de ser traicionada vuelven a imponerse y amenazan con estrangularme. Trago saliva y reproduzco mentalmente nuestra conversación, una y otra vez, pero ahora le planto cara en la juguetería, tiro el videojuego como quien arroja el guante y le pregunto por qué. Es todo lo que necesito saber. Por qué se marchó
tan de repente. Por qué no me llamó ni escribió. Por qué, después de todo lo que había habido entre los dos, perdió el interés.
Me doy la vuelta e intento ponerme cómoda boca arriba, pero noto como si tuviera un gato maullando encima del pecho. No sé con quién estoy más enfadada, si con Fred o conmigo misma, por haber permitido un encuentro patético de tan educado, cuando en realidad debería haberle dado dos buenos bofetones. En vez de eso, me he puesto a hablar como una tonta, sin darle siquiera la oportunidad de meter baza.
Pero, aunque me topara con él otra vez, dudo que tuviera el valor suficiente para plantarle cara. ¿Qué iba a decirle? ¿Que lo culpo de lo que pasó? ¿Que mi vida cambió para siempre a partir de ese acto decisivo de nuestra juventud? ¿Es realmente cierto que cuanto me ha ocurrido desde que lo vi por última vez es de alguna forma culpa suya? ¿No será que estoy rabiosa porque nuestra infancia debería haber durado un poquito más?
Me he pasado tanto tiempo lamentando que aquello acabara de manera tan brusca, que he olvidado lo que era ser joven. Porque si, como hago ahora, me permito pensar en ello, lo echo de menos, echo de menos ser joven. Por mí, pero sobre todo por Joe, porque érase una vez cuando no hacían falta los juegos de ordenador ni las noches de verano a solas en una habitación. . porque yo tenía a Fred. Y donde estábamos Fred y yo, siempre había aventuras.
Grises nubes bajas recorrían veloces el cielo de octubre mientras yo me ponía en tensión, dispuesta a actuar. Pese a que no lucía el sol formé una visera con la mano mirando hacia el repecho, esperando a que Fred se colocara.
De repente lo vi en la diagonal opuesta, justo al otro lado del trecho cubierto de barro, destacándose de los campos marrón oscuro gracias a su corto impermeable color naranja. Fred no había querido quitárselo, aduciendo que, pese a la opinión generalizada, Miles le había dicho que los toros eran ciegos a los colores, y yo conocía de sobra el gesto tozudo de Fred para saber que toda discusión estaba fuera de lugar.
Yo estaba sudando, de modo que me bajé la cremallera de la parka e hice la señal convenida, levantando el brazo como Olga Korbut a punto de ejecutar una triple voltereta hacia atrás, pero sintiendo un cosquilleo de miedo por todo el espinazo mientras una urraca solitaria se cernía desde el imponente roble y aterrizaba con un graznido sobre un poste de la cerca,
delante de mí.
Con una sensación de mal agüero, dejé de buscar a la pareja de la urraca y me concentré
en lo que iba a hacer. Bueno, por fin había llegado el momento. La guerra había estallado.
—Muy bien —murmuré, frotándome las palmas de las manos.
Me puse de rodillas y tiré del alambre que estaba flojo en la parte baja de la cerca. Tuve que retorcerme de lo lindo, pero al final logré pasar. Pegada contra la cerca, con el corazón a cien, levanté los ojos y vi que Fred se había subido a la tapia de piedra al otro extremo del campo, sosteniendo el arma en alto contra el cielo encapotado. Y entre él y yo, enorme, brutal y peludo, estaba nuestro enemigo: el toro de Jimmy Dughead.
Por momentos, la quietud lo invadió todo, nuestro temor flotó en el aire húmedo. Yo sólo oía los latidos de mi corazón y un perro que ladraba a lo lejos. En unas horas todos los chavales del pueblo estarían disfrazándose para la fiesta de Halloween. Era nuestra última oportunidad y tenía que salir bien.
La víspera, Fred y yo habíamos estado en mi habitación devanándonos los sesos para hallar un plan, mientras escuchábamos discos y buscábamos palabrotas en el diccionario.
—Ya sé —exclamó Fred, con la cara iluminada al dar con una idea, pero, tal como se le había ocurrido, la desechó con su característica caída de hombros—. No, no —murmuró.
—¿Qué? —pregunté yo, dejando a un lado el diccionario.
—Nada. Nada. No importa.
—Fred —insistí, bajando las piernas de la cama—. Tenemos que recuperar la caja del tesoro. Todo nuestro dinero está dentro. Y si no lo conseguimos, no podremos comprar entradas para la rifa.
Estábamos los dos obsesionados desde hacía semanas con el premio de la rifa, unas entradas para el circo. Corría el rumor de que el único famoso de Rushton, Andy Buckley, el solitario mago que vivía en la casa grande, se las había regalado a la mujer que le hacía la limpieza, la cual a su vez las había puesto en la rifa de Halloween como primer premio.
—Pero.. —empezó. Luego suspiró ruidosamente—. No. Imposible. Claro que..
—Vamos, habla —lo apremié.
—Miles tiene una..
Pero no pudo continuar porque mi madre abrió de repente la puerta de mi cuarto. Era obvio que llevaba rulos gigantes en el pelo, puesto que el pañuelo que le cubría la cabeza mostraba unas protuberancias en la parte superior. Tenía los ojos vidriosos, como solía pasarle por la noche. Vestía la bata de color azul con lanilla en la parte de abajo y se agarró del cuello de la prenda mientras nos miraba alternativamente con una expresión vacía.
—¿Tenéis hambre? —preguntó sin el menor entusiasmo.
Yo negué con la cabeza.
—Hemos comido un bocadillo, ¿verdad, Fred?
Lo miré de forma significativa. Lo que menos queríamos era que mamá se pusiera a cocinar.
—Oh, sí —tartamudeó él—. Pero gracias, señora Maloney.
Ella torció el gesto, asintió a medias y, sin decir palabra, cerró de un portazo.
—Miles tiene una.. —repetí muy emocionada, instando a Fred a terminar la frase.
—Una pistola de salida.
—¿Una qué?
—Como en el colé, ya sabes. Esas que utilizan en las carreras para dar la salida. Hacen un ruido de mil demonios, pero sólo llevan cartuchos de fogueo.
—¿Y por qué tiene Miles una pistola de ésas? —pregunté muy sorprendida.
—De joven fue atleta —respondió orgulloso—. Me lo explicó todo el otro día, cuando vi que la guardaba.
El disco se había terminado y la aguja crepitaba al pasar por los surcos en blanco. Me puse a pensar y luego crucé las piernas a lo indio y empecé a juguetear con mi cubo de Rubik mientras tramaba un plan.
—Ya lo tengo —dije—. Uno de nosotros podría ir a la parte baja del campo y distraer al toro mientras el otro salta la tapia y va corriendo a desenterrar el tesoro. Si el toro se pone pesado, podemos disparar la pistola y darle un buen susto..
—No puede ser, Mickey —me interrumpió Fred, inclinándose para levantar la aguja del disco. —¿Por qué?
—Miles se enfadaría muchísimo.
—No tiene por qué enterarse. Sólo la cogeríamos prestada hasta que recuperemos el tesoro. Si hemos de utilizarla, diremos a todo el mundo que eran los fuegos artificiales. Muy sencillo.
Pero luego, viendo cómo el toro de Jimmy Dughead expulsaba un aliento condensado por su espantoso morro, el plan ya no se me antojaba tan sencillo ni mucho menos. Era demasiado tarde para volverse atrás, de modo que empecé a caminar desde la parte baja del embarrado campo como un torero, gritándole fragmentos de letras de todas las canciones de Abba que recordaba, a fin de distraerlo, pero él no parecía compartir mi entusiasmo.
—Vamos, vamos —mascullé entre dientes, antes de continuar, gritando ya a pleno pulmón—. Atrévete conmigo —le dije, moviendo los brazos como aspas de molino y bailando el cancán calzada con mis katiuskas rojas.
Esa vez sí capté la atención del animal, que resopló y arañó el suelo con sus pezuñas mientras yo daba saltos cantando Dancing Queen. Pero no hizo falta que me esforzara mucho. Hércules, como una versión de sí mismo en dibujos animados, pareció empinarse para darse impulso, y luego salió disparado hacia mí por el campo.
Al fondo, Fred saltó de la tapia y echó a correr en busca del lugar donde estaba enterrada la lata del tesoro, tratando de no desviarse del punto central entre los cuatro robles.
—¡ Dancing Queeeeeeeeeen! —medio canté medio chillé, mientras el toro de Jimmy Dughead se me acercaba peligrosamente, y yo, perdida toda confianza, corrí hacia la parte baja del campo y me lancé por la brecha que había en la cerca.
Al toro no le gustó y resopló enfadado, empujando con el hocico un fragmento de mi capucha de piel que había quedado enganchado en la valla. Salté hacia atrás tratando de mantener a Hércules ocupado, pero éste se aburrió enseguida con mis tímidas bravatas y dio media vuelta, momento en que reparó en Fred, que estaba en el centro del campo, caminando por el suelo pegajoso de barro y mirando al suelo.
—¡Fred! —le grité, formando una bocina con las manos—. ¡Fred, cuidado!
Sobresaltado, levantó la cabeza y descubrió que el toro iba hacia él. Entonces vi que Fred intentaba sacar la pistola de salida del bolsillo delantero de su impermeable.
—¡Fred! ¡Rápido! —grité, abalanzándome contra la cerca y viendo horrorizada cómo el animal embestía hacia él.
Presa del pánico, Fred consiguió por fin sacar la pistola. Sosteniéndola con las manos temblorosas, apuntó hacia Hércules, crispó el gesto, apartó la cara y disparó. El estruendo fue enorme, ensordecedor.
Con la boca abierta y sin aire en las pulmones, vi cómo el toro vacilaba unos segundos y luego doblaba las patas y se derrumbaba. Fred soltó la pistola y se quedó con los brazos colgando a los costados, mirando el trecho espantosamente corto que lo separaba de la bestia. Al momento pasé por debajo de la cerca y corrí hacia él chapoteando en el fango, con el eco del disparo todavía zumbando en los oídos.
—Fred, Fred, ¿estás bien? —dije al llegar a su altura.
El pecho le subía y le bajaba cuando asintió con la cabeza vigorosamente, y acto seguido hizo un gesto de negativa.
Miré al toro tendido en el suelo y me acerqué despacio. Visto de cerca era imponente, y su piel púrpura y moteada estaba cubierta de grueso pelaje, todo salpicado de barro. Despedía un hedor acre que me produjo picor de garganta. Tuve que subirme la parka hasta la nariz mientras probaba a empujarlo con la punta del pie. La piel se arrugó un poco sobre la masa sólida de los músculos y di un salto de miedo, agarrándome a Fred. Nos quedamos mirándolo un momento en silencio, parpadeando bajo la llovizna que había empezado a caer. Nuestros pies se iban hundiendo en el lodo.
—Debe de haber tenido un infarto —dije—. Jolín. Como el doctor Lawson. Éramos expertos en infartos y demás, después de la muerte del médico de Rushton en la oficina de correos hacía sólo unas semanas y a renglón seguido la de la señora Turnball, que se había derrumbado sobre el expositor de revistas en el quiosco del pueblo. En el colé, todos habíamos perfeccionado la secuencia del ataque (manos al pecho, rodillas dobladas) de aquellos dos habitantes de Rushton que parecían tan saludables, y ahora, por lo visto, habíamos hecho el pleno: habíamos matado de un susto al toro de Jimmy Dughead.
—Démonos prisa—dije—. Vamos a buscar el tesoro. Quién sabe, igual se despierta. Fred no se movió. Mudo todavía de asombro, alargó la mano hacia el animal, y yo, confusa, seguí la dirección de su dedo tembloroso. Sólo entonces vi lo que Fred estaba mirando. De la cabeza del toro, por un boquete chamuscado, pequeño pero a la postre mortal, manaba sangre de un rojo oscuro.
Vi mi expresión de susto reflejada en el globo convexo y negro del ojo del animal al agacharme para recoger la pistola. Pero lo supe antes incluso de notar el cañón caliente en la mano.
—Oh, Fred —dije con la voz quebrada, mirando su cara pálida—. Es un arma de verdad. Lo has matado.
Pero no tuvimos tiempo de meditar sobre la atrocidad que habíamos cometido, pues el suelo empezó a vibrar como si hubiera un terremoto. Volví la cabeza y vi que Jimmy Dughead coronaba la loma montado en su enorme tractor. Cuando nos vio allí de pie, junto a su querido toro exánime, el hombre se irguió en el asiento y comenzó a esgrimir el puño en alto como un vikingo iracundo.
—¡Corre, corre! —grité, agarrando a Fred y metiéndome la pistola en el bolsillo. Echamos a correr, atravesamos la cerca y volamos hasta el arroyo que la separaba de nuestras casas.
—¡Malditos cabrones! ¡Os atraparé! —chillaba Jimmy Dughead una y otra vez, y su voz reverberaba colina abajo.
Empujé a Fred entre las zarzas y corrí detrás de él, vadeando el arroyo con el agua por las rodillas sin pensar en las piedras colocadas para cruzar. Al llegar al otro lado, Fred tiró de mí
por la ribera fangosa y entramos en el jardín de nuestra casa. Nos detuvimos jadeando en el trecho de tierra que había junto a la pila de abono de papá.
Sabíamos que Jimmy Dughead nos había reconocido y que no teníamos mucho tiempo. Si nos encontraba, nos haría picadillo. Me quité una bota y la vacié de agua.
—Vayamos al pueblo, allí no podrá encontrarnos —dije, y Fred asintió. Mientras volvía a ponerme la bota a la pata coja, vi que Fred se adelantaba hacia mi bici Raleigh, que estaba tumbada, y la levantaba.
—Rápido. Venga, Fred —lo apremié, montando detrás en el largo asiento y agarrándome a él. Pero Jimmy Dughead debía de haber previsto nuestra estratagema, porque la verja de la granja, en la parte alta de la calle, estaba ya abierta cuando pasamos bamboleándonos junto al
coche de papá. Y al salir derrapando por el camino de grava, pudimos oír que el tractor salía por la verja para el ganado.
—Va a alcanzarnos —gritó Fred, recuperando por fin la voz.
Aceleramos por el centro de la Avenida dejando atrás las casas y tragándonos todos los baches que normalmente sorteábamos, con los dientes castañeteando a medida que ganábamos velocidad por la cuesta más pronunciada del mundo; la voz nos vibraba en el pecho mientras el tractor iba ganando terreno.
Al entrar en el pueblo a toda pastilla, los pies de Fred no pudieron mantenerse en los pedales y los dos gritamos a una cuando empezaron a girar sin nosotros. Como un coche de montaña rusa que hubiera descarrilado, la bici corrió por el puente de piedra dejándonos a los dos con un vacío en el estómago. Pero cada vez íbamos más aprisa, incapaces de parar y teniendo que decidir entre muerte inminente y Jimmy Dughead. Fuera de control, recorrimos la calle Mayor zigzagueando entre coches aparcados, pasamos a todo gas el cruce de la escuela, saltamos al lindero de hierba y luego, volando por los aires, aterrizamos en el aparcamiento del Memorial Hall y chocamos de frente con los cubos de la basura, donde, por fin, nos detuvimos en medio de un gran estruendo.
Doloridos, nos quedamos allí sentados. Fred apartó unos huesos de pollo que se le habían enganchado en el impermeable y se frotó la espalda, pero aparte de algún chichón, parecíamos estar milagrosamente intactos. Después de quitarnos de encima las tapas de cubo de basura, recuperamos la bici y la dejamos apoyada contra la pared, antes de asomarnos a la esquina para ver si venía Jimmy Dughead. No había señales de él, debía de haber dado un rodeo para evitar el puente, pero nuestros corazones seguían desbocados.
—Vamos al pub —susurró Fred, todavía sin resuello—. Fingiremos que no ha pasado nada. Allí habrá montones de gente.
Asentí con la cabeza y, sin distanciarnos apenas, seguimos el edificio del Memorial Hall y salimos al parque. Luego, pegados al yeso pintado de rosa del Gordon Arms, avanzamos furtivamente junto a la pared, le dirigimos un «chist» a Elsie, la perra coja del pub, y cruzamos la puerta de madera oscura para entrar en el bar.
Dentro hacía calor y estaba lleno de humo, apenas se oía el crepitar del fuego entre el ajetreo de muebles, pues las señoras del Memorial Hall se ocupaban en reorganizar las mesas para la fiesta de la noche y poner largos manteles de papel y platos de plástico. Fred y yo estábamos pasando disimuladamente bajo la diana de los dardos cuando la puerta de atrás se abrió y notamos una corriente de aire frío.
—¿Dónde están esos malditos crios? —bramó Jimmy Dughead.
A la velocidad del rayo, Fred hizo que me agachara tirándome de la manga y nos escondimos bajo la última mesa. Por una abertura entre los manteles de papel vimos cómo el patrón del Gordon Arms, Eric, hinchaba su imponente tórax.
—Aquí no hay ningún niño, Jim.
—¡Se han cargado a Hércules! —rugió Jimmy Dughead—. Mi mejor toro —añadió, entrando en el pub—. Voy a desollarlos vivos —declaró, y hasta las caras de las jarras de cerveza colgadas de la viga sobre la barra parecieron contorsionarse de miedo—. Le han pegado un tiro.
La atmósfera se congeló durante un segundo al cesar de repente el alegre murmullo de voces. Estábamos atrapados. No podíamos escapar por donde habíamos entrado. La única vía era hacia delante.
—¿Un tiro? ¿Con una escopeta? —preguntó la patrona, Sue, saliendo de detrás de la barra. —¡Ahora! —me dijo Fred entre dientes, y yo lo seguí gateando bajo la larga hilera de mesas.
—No digas tonterías, Jimmy.
Oí la risa de Miles justo encima de mí. En efecto, a mi lado tenía sus zapatos, con aquellas borlas a la moda. Me quedé helada, pero enseguida le tiré de la pernera del pantalón y él levantó el mantel. En silencio, alcé la pistola para que Miles pudiera verla. Durante una fracción de segundo creí que iba a sacarme de allí debajo tirándome de la oreja y exponerme a la ira de Jimmy Dughead, pero su rostro permaneció inalterable mientras, sin decir palabra, cogía el arma y se la guardaba dentro de la chaqueta como si nada hubiera pasado. El gesto que hizo con la cabeza ordenándome que me marchara fue casi imperceptible, y cuando empecé a gatear hacia Fred, sentí en el trasero la firmeza de la suela de su zapato. Vi que las gruesas piernas de Jimmy Dughead se acercaban a la mesa.
—Ha sido su rapaz, Roper. Se lo juro. Y su amiga la vecina.
—Vamos, Jim, ¿de dónde quiere que saquen una pistola un par de crios? —oí que decía Miles sin inmutarse, mientras me escabullía detrás de Fred arañándome las manos y las rodillas en las juntas que había entre la moqueta marrón y las baldosas rojo oscuro, hasta llegar al final de las mesas, donde me di de cabeza con el trasero de Fred. Viendo una oportunidad en el momento en que Teresa la Gorda, la cocinera del colegio, cruzaba la puerta de la cocina con una bandeja de perritos calientes, le dije a Fred que se levantara y en un segundo nos metimos en la cocina del pub. Agachados por detrás de la encimera de acero inoxidable, salimos disparados al jardín por la puerta trasera, corriendo bajo una hilera de paños de cocina colgados en la cuerda de tender. Hasta que llegamos al puente, no nos detuvimos para respirar, doblándonos por la cintura.
Fred me miró con las manos en las rodillas y dijo:
—¿Qué hacemos con la pistola?
—Se la he devuelto a Miles, en el pub —jadeé, sintiendo que mi corazón palpitaba de temor y júbilo a la vez.
Eso sorprendió mucho a Fred.
—Oh, Mickey. Vamos a meternos en un buen lío. Miles me hizo prometer que nunca la tocaría.
Me incorporé, inspiré hondo y me aparté el pelo con las dos manos.
—Para empezar, él no debería tener un arma en casa. Eso es ilegal.
—¿Crees que tendrá problemas con la policía? —preguntó Fred.
Me encogí de hombros.
Fred sorbió por la nariz y se la frotó con la manga del impermeable. En sus pálidas mejillas habían aparecido sendas manchas rojas.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo
—Tendremos que huir de aquí.
La idea de huir no era nueva para mí, sólo que, cada vez que pensaba en ello, tardaba tanto en meditar la nota de despedida y planear las cosas que me llevaría, que para cuando me ponía a mirar la pequeña maleta que guardaba encima del armario, normalmente ya había descartado la idea. O me había entrado hambre.
Lo que nunca había considerado era la posibilidad de huir así como así, improvisadamente. Pero ahora, sin nuestro tesoro, buscados por el asesinato de Hércules, y ante el lío que íbamos a tener con Miles y con mis padres (que me castigarían a no salir de mi cuarto durante un año en cuanto se enteraran), largarme del pueblo me pareció la idea más brillante.
—Algún coche pasará —dije, moviendo mis empapados dedos de los pies dentro de las botas. —Pero igual tarda años —objetó Fred, con gesto solemne al ver que yo hablaba muy en
serio. —Pues tendremos que esperar —repuse, y de un salto me subí a la tapia, notando cómo la piedra fría me presionaba la cara posterior de los muslos. Me rodeé la cintura con los brazos, abrazándome, pero no dejaba de tiritar.
Guardamos silencio un buen rato.
Balanceando las piernas, aburridos, contemplamos el río. Yo nunca lo había visto tan crecido. Normalmente, en verano, un agua transparente cubría apenas las piedras revestidas de musgo que había en el lecho, y podías ver pececitos negros bregando contra la corriente. Ese día, en cambio, había casi un metro y medio de agua y la corriente era rápida, con hojas y ramitas dando vueltas en remolinos oscuros que me recordaron a un batido de chocolate.
—¡Salvado! —dijo Fred, agarrándome bruscamente el brazo mientras saltaba la tapia, pero apenas pudimos sonreímos el uno al otro.
Fred había cogido un palo de alguna parte y se puso a golpear las piedras relucientes. Luego, dándome un codazo, lanzó el palo hacia atrás, al río.
—Te echo una carrera —dijo, saltando de la tapia y corriendo por el puente para ver pasar el palo por debajo.
—No vale —dije, y corrí tras él hasta alcanzarlo, contenta de tener algo que hacer, mientras mirábamos al agua estirados sobre el amplio pretil. Un segundo después la ramita de Fred apareció allá abajo, girando en las minúsculas olas.
—¡Más! —exigí, dejándome animar con aquel viejo juego de nuestra infancia compartida. Fuimos corriendo por más palos. Luego regresamos al lugar exacto del puente y nos quedamos allí, cada cual con una ramita en la mano.
—Preparados.. listos.. —empezó Fred—. ¡Ya! —añadió de pronto, y ambos lanzamos la rama al agua y cruzamos rápidamente para ir al otro lado del puente—. No las veo —dijo, asomándose mucho al pretil. Sus pies ya no tocaban la calzada mientras miraba hacia abajo. También yo miré, pero sin alcanzar a ver, de modo que él se asomó todavía más y hubo un ruido raro que resonó en la parte inferior.
—¡Salvada! —exclamé riendo mientras lo empujaba en plan de broma. Sin embargo, esta vez no lo agarré. Quise hacerlo, pero quizá lo había empujado con demasiada fuerza. Quizá no fui lo bastante rápida, después de un día agotador, o quizá Fred no pudo sujetarse bien, el caso es que perdió el equilibrio y, como un saco de patatas, cayó al agua y desapareció en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Fred! —grité, asomándome todavía más al pretil—. ¡Fred!
Pero la corriente ya lo arrastraba. Su cabeza daba saltitos en el agua, y de vez en cuando se veía un brazo tratando de agarrarse a algo en medio del torrente, con el impermeable naranja que se le hinchaba en los hombros.
Miré alrededor, presa ahora de otro tipo de pánico.
—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Que alguien me ayude! —grité, pero no se veía a nadie. Estaba anocheciendo y todo el mundo debía de haber regresado al pueblo. Corrí al otro lado del puente y volví, completamente aterrorizada.
Bajé corriendo por el talud y escruté el agua, consciente de que a cada segundo que pasaba, Fred corría más peligro. Nadando era malísimo. Había quedado el último en la competición de braza del colé, mientras que yo ya había conseguido el bronce en supervivencia.
—¡Socorro! —gritó Fred con un gorgoteo ahogado.
—¡Aguanta! Ya voy, ya voy —chillé al verlo, procurando no perderlo de vista, pues su cabeza aparecía y desaparecía en el agua.
Me quité las botas y la parka y me lancé desde la ribera al río marrón. Al momento me sentí pesada mientras el agua me calaba la ropa y me helaba la piel. Grité al notar que la
corriente me levantaba en vilo y me alejaba de la ribera. Pestañeando y tiritando de frío, intenté quitarme el agua de los ojos y llamar a Fred.
Mucho después, o eso me pareció a mí, divisé un destello naranja de la prenda de Fred. Nadé en aquella dirección y aferré su ropa mientras tiraba de él hacia mí. Por suerte, el peso de los dos frenó un poco nuestro avance en la rápida corriente. Tosiendo y escupiendo agua, esquivé una rama de árbol, y rápidamente, agarrando a Fred de la barbilla y nadando como una loca, conseguí hacer pie.
—Fred. . No.. —grité, subiéndolo como pude a la orilla y viendo horrorizada cómo le colgaba la cabeza hacia un lado.
Trepé a la hierba del margen, me puse de rodillas y empecé a izarlo cogiéndolo por las axilas. Casi no podía con él, la ropa empapada lo convertía en una pesada carga. Mientras tanto, yo lloraba, jadeaba, resbalaba por el talud, tiritando de frío y miedo. Por fin conseguí sacarlo completamente del agua y lo acuné en mis brazos.
—Fred —dije entre sollozo y sollozo, dándole palmadas en la cara con mis dedos amoratados. Entonces me acordé de lo que nos habían enseñado en el cursillo de socorrismo. Junté las manos en un solo puño, las apoyé en su estómago, y comencé a subir hacia sus costillas—. Vamos, Fred. . Tranquilo. . Todo irá bien..
Súbitamente, él se puso de costado y vomitó medio río antes de empezar a toser entre convulsiones. Pero a mí no me importó, aliviada al ver que estaba vivo y que no lo había matado.
—Oh, Fred, oh, Fred —exclamé, frotándole la espalda mientras él seguía tosiendo. Por fin, extenuado, se derrumbó sobre mi regazo con el pelo pegado a la pálida cara, mirándome.
—¿Ha ganado mi palo? —preguntó con la voz apagada.
Entonces me dejé caer a su lado, riendo a carcajadas mientras nos agarrábamos el uno al otro. —Sí, esta vez has ganado tú —le dije—. Has ganado, sí. —Y en el firmamento, sobre el pueblo, los fuegos articiales despidieron una cascada de chispas verdes. Los hombres de la basura me despiertan. Joe está sentado junto a mí en la cama, con las piernas estiradas, vestido y mirando una baraja. Me quito los tapones de los oídos.
—Te reías en sueños —dice.
—¿Ah, sí? —Me incorporo y me froto los ojos—. ¿Qué hora es?
—Las siete y media. No has oído el despertador. ¿Puedo desayunar algo?
Asiento con la cabeza y le doy una palmadita en la pierna. Joe se baja de la cama, absorto todavía en la baraja, y va hacia la cocina. Lo oigo abrir la nevera, bostezo y me levanto. El edredón está en el suelo y vuelvo a ponerlo sobre la cama antes de ir al cuarto de baño. Desde que estoy sola duermo como una posesa, agitando los brazos, dando patadas y (según Joe) mascullando frases incoherentes. Cuando estaba casada con Martin, no me movía por la noche, claro que tampoco es que durmiera mucho. Me quedaba tumbada en mi lado de la cama y miraba el despertador.
Todavía me parece un misterio haber estado casada, pero también es verdad que estuve muy cerca de la muerte clínica sin que nadie se diera cuenta. A los veintiún años había tomado ya un cúmulo de decisiones basadas en una lógica defectuosa, que no en sentimientos lógicos, pero hasta yo tuve que admitir que una de las peores fue unirme a un hombre del que no estaba enamorada a cambio de su promesa de ser un padre para Joe y proporcionarme un hogar lejos del sofocante Rushton. No obstante, pese a mis presentimientos, me zambullí en el matrimonio antes de comprender que ni todas las moquetas nuevas ni todos los muebles tipo
«móntelo usted mismo» podían compensar el hecho de que la espalda superpeluda de Martin me diera escalofríos. Aprendí también que no hay peor sensación de soledad que dormir al lado de alguien a quien no quieres.
Me ducho a toda prisa, me cepillo los dientes y me reúno con Joe en la cocina. Está
mirando las instrucciones de la cometa. Creo que se siente culpable por lo de ayer. Yo, en cambio, me siento culpable por lo de hoy. Es sábado y tendré que ayudar a Lisa, puesto que Marge tiene hora en el hospital. No sé qué de unas venas varicosas, de hecho empezó a explicármelo, pero preferí no saber nada. Marge se enciende cuando habla de temas médicos y si pudiera operarse de más cosas, sin duda lo haría. Cuanta más sangre, cuanta más viscera, mejor.
Lo malo es que Joe se quedará solo, al menos hasta media tarde. No parece tan contrariado como lo estoy yo y prometo llevarlo al parque más tarde, pero creo que se alegra de poder jugar en su ordenador sin que lo molesten.
La mañana pasa volando, y es una suerte que haya tanto ajetreo en la floristería. A eso de la una aparece Fred.
—Hola —dice tímidamente, señalando la puerta—. Pasaba por aquí y. . Lleva pantalón corto y gafas de sol sujetas por una correa de goma alrededor del cuello. Me doy cuenta de que lo estoy mirando como una boba.
—Hola —respondo, totalmente desprevenida, sin saber cómo reaccionar. Y avergonzada también. Después de pensar en él anoche, siento como si me hubiera pillado en falta. Lisa nos observa, pero yo no me atrevo a mirarla. Estoy demasiado turbada para dar explicaciones.
—Es muy bonita, la tienda —dice Fred.
—Gracias —murmuro.
—Si estás ocupada, puedo venir en otro momento. .
—No, no. En absoluto —tartamudeo, recordando mis buenos modales—. Sube al apartamento y tomamos un café. No te importa, ¿verdad? —le pregunto a Lisa con los ojos muy abiertos.
Ella responde arqueando maliciosamente las cejas:
—Tranquila.
Hecha un manojo de nervios, voy hacia la escalera seguida de Fred. Me fijo en la moqueta raída, la pintura desconchada y las cañerías a la vista. No sé por qué, quisiera causar buena impresión. Quiero demostrar que me he abierto camino en la vida. Entramos en la sala de estar y, no sin esfuerzo, abro la ventana para que entre un poco de aire. En la cocina, el fregadero está lleno de platos por lavar y la encimera, cubierta de restos de mantequilla, extracto de levadura y pedazos de corteza de pan, seguramente dejados por Joe al prepararse un bocadillo.
—Perdona el desorden, no estoy acostumbrada a tener visita. De hecho, eres la primera persona que viene —digo cohibida mientras lleno de agua el hervidor—. Los hijos, ¿no? —
bromeo, arrancando un trozo del papel de cocina que utilizo para limpiar la encimera—. ¿Los tuyos son tan malos como el mío?
—No tengo hijos —contesta Fred, que parece confuso.
—Creía que.. Bueno, como te vi en el ToyZone. Estabas comprando juegos.. Se rasca el cogote.
—Eran para mí. Bien, para mí y mi compañero de piso, Eddie. .
—Oh —digo, sin acabar de entenderlo. Habla como si fuera una cosa tan normal que sólo se me ocurre que Fred se me ha vuelto gay.
Veo que estira el cuello para mirar entre la cocina y la sala. De repente, al verlo reflejado en sus ojos, me parece un sitio increíblemente pequeño y miserable.
—Es bonito —dice—. ¿Vives sola?
—No. Lisa también vive aquí, pero aparte de ella somos sólo Joe y yo. Me casé, ¿sabes?, pero. . bien, la cosa no funcionó. Creo que lo mío no era estar casada. ¿Y tú.. ?
—Estoy prometido.
—Ah —digo, cruzándome de brazos. Está visto que no paro de meter la pata. Menos mal que sólo tengo dos, de lo contrario quién sabe la que podría armar—. Vaya, enhorabuena.
—Gracias.
—¿Y cuándo es el gran día?
—Dentro de un mes.
—Oh. —Asiento con la cabeza—. Tan pronto..
Fred se queda mirándome y noto que me pongo colorada. Los dos reímos nerviosamente.
—¿Mamá? —Es Joe, que me llama desde su cuarto.
—Ven a conocer a Joe —propongo, tratando de parecer animada y natural, aunque por dentro no lo estoy en absoluto.
Detesto tener que presentarle hombres a Joe. Las pocas veces que he salido con alguno ha sido un desastre. El último fue Tom, hace cosa de un año. Era muy simpático, un poco a lo machote, pero no pudo aceptar que yo tuviera un hijo. En lugar de eso hizo lo posible por pasar de Joe y luego se enfadaba cuando teníamos que incluirlo en los planes del fin de semana. Como es natural, Joe y Tom se odiaron desde el primer momento, y hube de poner fin a la relación casi cuando empezaba.
—Joe, éste es Fred —le digo cuando llegamos a su cuarto—. Un viejo amigo mío. —La frase me suena cursi y victoriana incluso a mí—. Nos conocemos de la época de Rushton.. Ellos no me hacen caso, se saludan con un gesto de la cabeza y dicen: «Ah, muy bien», en el mismo tono. Serán cosas de chicos, pienso, pero parece que la situación no los mueve ni los conmueve. Ambos desvían su atención al ordenador.
—¿A qué juegas? —le pregunta Fred, sin darme tiempo a explicar nada más. Joe murmura el nombre del juego y Fred asiente con la cabeza.
—Lo tengo —dice, entrando por fin en la habitación como si conociera a Joe de toda la vida—. ¿En qué nivel estás?
—No paso del tres —responde, indiferente, como si fuera tan normal que un desconocido mancillase la sagrada moqueta de su espacio privado, como si eso ocurriera a diario. A mí casi me pide una dispensa papal por pasar el aspirador—. Me cargo a los imitantes, pero luego los del monopatín me liquidan a mí —explica como si tal cosa.
No puedo creerlo. Joe lleva una semana tirándose de los pelos porque no puede avanzar en el juego. ¿Cómo es que ahora se lo toma con tanta calma?
—Te entiendo —afirma Fred—. Es chungo, ¿verdad? A mí me costó una barbaridad, pero cuando le coges el truco, resulta fácil. ¿Quieres que te enseñe cómo?
Joe asiente.
—Pues hazme sitio —dice Fred, mientras Joe le deja espacio en el extremo de la cama, donde está sentado, y le pasa el mando. Al momento se ponen a mirar la pantalla mientras Fred le explica lo que tiene que hacer.
Me retiro, perpleja y con la sensación de que allí sobro. Me dedico a ordenar la cocina, haciendo el mínimo ruido posible, con las antenas puestas para saber qué pasa en el cuarto de Joe. Es raro tener a Fred en el apartamento. Parece la cosa más natural del mundo, pero al mismo tiempo soy consciente de que apenas sé nada de él. Igual resulta que ha dedicado los últimos quince años a la pedofilia. Podría ser cualquiera salvo el Fred Roper que yo conocí. El agua hierve.
—¿Fred? —llamo, mirando al techo. Es como si llamara a Joe, pero al no obtener respuesta voy a espiar qué hacen.
Mi hijo está casi en trance.
—Mola un montón —exclama. Vuelve la cabeza y añade—: Mamá, estamos en el siguiente nivel. Es muy fácil.
Fred se pone en pie y le pasa el mando a Joe. Éste le sonríe.
—Gracias —dice, con los ojos brillantes de gratitud—. ¿Puedo bajar a buscar unas patatas fritas a la tienda? —me pregunta.
—Vale. Pero no tardes, recuerda que luego iremos al parque.
Pone la pausa, se desliza entre Fred y yo, y sale del cuarto más entusiasmado que nunca desde hace meses.
—Es un gran chaval —dice Fred, siguiéndome a la cocina.
—Desde luego, le has hecho el favor del año.
Veo marcharse a Joe y me pongo a preparar café instantáneo.
—¿Cómo lo tomas? —pregunto.
—Solo, sin azúcar. Gracias.
—Bien.
Le doy la espalda, con la sensación de que no debería haber preguntado. Es extraño no saber cómo toma el café este desconocido y sí cuáles son sus golosinas preferidas. Ahora que lo pienso, creo que soy de las pocas personas en este planeta que podría identificar a Fred en un desfile de sospechosos por la cicatriz en forma de puñal que tiene encima del codo izquierdo de cuando se cayó de un kart y, sin embargo, no tengo ni remota idea de dónde vive ni cómo se gana la vida. Al romper el precinto de un tarro nuevo de café instantáneo, los granos de café
saltan, y debo reconocer que me siento un poco así, revuelta, como si Fred hubiera roto el precinto de mi vida.
—Bueno —dice, cuando le paso la taza—, ¿por dónde empezamos?
Soplo nerviosa sobre el vapor que desprende mi tazón.
—No estoy segura.
Charlamos un rato e intercambiamos información. Es como si estuviéramos leyendo fragmentos de nuestros respectivos currículos, pero como si nada de todo eso tuviese gran importancia. Me habla de su empleo en informática y yo, de cuando me fui de Kent.
—Después del divorcio, Joe y yo estuvimos allí un tiempo, pero no me gustaba. Siempre tenía que evitar a los amigos de Martin. Yo había estudiado floristería, pero decidí hacer un curso de Administración de Empresas. Siempre había soñado con instalarme en Londres, y cuando salió la oportunidad, pedí un crédito al banco y pensé, qué diablos... —Hago un gesto con ligereza.
—Muy propio de ti, Mickey. Siempre fuiste muy valiente.
—¿Valiente? Yo, de valiente, nada.
—Sí que lo eres.
—Vamos, anda. Tú no me conoces. La última vez que nos vimos era una adolescente. Desde entonces me he vuelto una cobardica de campeonato.
—No te creo. Las cosas nuevas no te daban miedo. Las nuevas aventuras. Yo tenía celos de ti.
—Pues ahora soy diferente.
—¿De veras?
—Sí —afirmo—. Por supuesto. Completamente distinta.
Fred me mira y baja la vista. Guardamos silencio. Esta conversación tenía que agotarse tarde o temprano. Es como si hubiera un salto gigantesco lleno de chatarra del pasado y no pudiéramos ver más allá hasta haber limpiado toda la basura. Fred toquetea el asa de su taza y suspira.
Decido romper la burbuja.
—¿Por qué no me escribiste? —pregunto, dejando el tazón sobre la mesa. Me llevo las manos a las caderas y lo miro, pero él sigue mirando hacia otra parte—. ¿Por qué no telefoneaste ni nada? —Aunque intento que suene como si no me importara, advierto en mi voz un tono de crítica.
Fred levanta la vista.
—Te escribí —asegura, pero yo niego con la cabeza y lo hago callar.
—No me mientas —pido, mordiéndome los labios—. Ahórratelo. Quiero decir que.. ahora ya da igual, pero. . —Carraspeo—. No sabes cómo me afectó tu marcha. De acuerdo, recibí una postal con tu dirección, pero después.. nada de nada. No podía creer que no quisieras seguir en contacto conmigo —confieso, sintiendo un escozor en los ojos, el escozor de la cruda verdad—. Fue un modo muy puerco de acabar lo nuestro. Me sentó fatal. Bueno, algo más que eso. Me puso furiosa.
—¿Tú? ¿Tú te pusiste furiosa? —Fred parece indignado—. Te escribí un montón de veces. Estaba hecho mierda. Joder, Mickey, tú no te imaginas..
—A mí no me llegó ninguna carta. Y yo en cambio te escribí casi a diario. Durante meses.
—De repente me pongo a reír recordando mis tonterías, tratando de conservar a Fred cerca de mí pese a que estaba a muchos kilómetros de distancia—. Pero supongo que es mejor así. Lo que te ponía era un tanto embarazoso.
—Dudo que fuese tan malo como mis poesías.
—¿Me enviaste poemas?
Asiente con la cabeza.
—Bueno, llamarlos así es excesivo. No eran más que una sarta de chorradas —
reconoce—. Las rosas son rojas, las violetas, azules.. Ese tipo de verso.
—Las violetas no son azules, como su propio nombre indica.
—Sabía que no entenderías mis poemas.
—Eso no es nada —confieso—. Yo te envié un aftershave de marca. Fred se ríe:
—Qué vulgar.
Ahora, mirándolo, no puedo evitar una sonrisa:
—Nunca me diste las gracias.
—Me temo que mi madre interceptó tus cartas. Estaba desesperada por evitar cualquier tipo de contacto entre tú y yo. Ya sabes, que nada pudiera recordarme.. —Suspira—. Lo siento mucho.
—La mía debió de hacer lo mismo. La muy fisgona. Yo sería incapaz —digo rabiosa, pasmada ante la magnitud de la intervención de nuestros padres, pero notando que las palabras «Lo siento mucho» han disipado parte de mi ira.
—Ahora no haría falta. Tendríamos correo electrónico y teléfono móvil. Sería fácil seguir comunicados. Pese a los padres. Pese a todo.
—Supongo que sí.
Fred estira el brazo y pone su mano sobre la mía.
—Aunque sea tarde —dice—: te eché de menos.
Me recorre un escalofrío y durante un momento me siento como paralizada. Bajo la vista, alarmada por el calor de su contacto. Tiene vello rubio en los dedos y me fijo en que sus manos son fuertes y morenas.
—Yo también —digo con una sonrisa, y retiro la mano.
Lisa está atendiendo a un cliente y hay otro esperando, de modo que cuando bajamos a la tienda, estoy un rato ocupada. Miro a Fred por el rabillo del ojo. Se ha quedado en un rincón,
observando en derredor.
—Bueno, háblame de esa novia tuya —le digo cuando acabo—. Imagino que tendrá un nombre, ¿no?
—Rebecca.
—Rebecca —repito—. ¿Y cómo es?
Fred sopla con los carrillos hinchados y pone cara de perplejidad.
—Pues..
—Vamos, seguro que puedes describir a la afortunada mujer que va a casarse contigo —
bromeo.
Se mete las manos en los bolsillos y encoge los hombros hasta las orejas.
—No sé cómo describírtela. Trabaja en cosas de márketing. Acaba de volver de Oslo. Ahora iba a verla..