El chillido que lancé hizo callar el murmullo que venía desde el otro lado de la puerta cerrada de su despacho.

—¡Retira lo que acabas de decir!

—Vale, de acuerdo. Cálmate —murmuró él—. Mierda. Retiro lo dicho.

—Es mentira. ¡Lo has dicho en serio! —Como regla, nunca hay que dejar a un hombre retirar lo dicho al primer intento. El artículo tres, párrafo diez del Código de las Mujeres Sureñas establece que si uno, es decir, un hombre, se va a portar como un gilipollas, pagará por ello.

—No lo he dicho en serio. Lo que pasa es que me siento frustrado —dijo, y se inclinó hacia mí.

Yo me aparté antes de que él pudiera tocarme, abrí la puerta de un tirón y salí a grandes zancadas. Tal como pensaba, todos los que estaban en la enorme y ruidosa sala nos estaban mirando, algunos abiertamente, otros fingiendo que no miraban. Fui en silencio hacia el ascensor, y la verdad es que empecé a sentir todo tipo de dolores y magulladuras, así que salir a grandes zancadas me dolió. Habría sido mejor arrastrarse, pero no hay manera de arrastrarse dignamente. Wyatt había herido mis sentimientos, y quería que lo supiera.

Se abrieron las puertas del ascensor y salieron dos agentes uniformados. Wyatt y yo entramos sin decir nada en el ascensor, y él pulsó el botón.

—No lo he dicho en serio —repitió en cuanto se cerraron las puertas.

Le lancé una mirada de desprecio pero guardé silencio.

—He visto cómo han estado a punto de matarte dos veces en cuatro días —dijo, rastreramente—. Si no ha sido Bailey, tienes un enemigo en alguna parte. Tiene que haber una razón. Sabes algo, pero puede que no sepas que lo sabes. Intento encontrar alguna información que me oriente en la dirección correcta.

—¿No crees que deberías comprobar la coartada de Bailey —dije—, antes de llegar a la conclusión de que hay cientos de personas que quieren matarme?

—Puede que haya exagerado.

¿Puede que? ¿Exagerado?

—Ah. ¿Y cuánta gente crees, exactamente, que intenta de verdad matarme?

—Yo mismo he querido estrangularte en un par de ocasiones —dijo, mirándome con ojos encendidos.

El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas y los dos salimos. No respondí a su último comentario porque entendí que pretendía hacerme enfadar lo suficiente como para que yo también dijera algo grosero, como, por ejemplo, acusarlo de manipular los frenos de mi coche, ya que había reconocido que había deseado matarme, y luego tendría que disculparme porque, en realidad, esa frase tampoco la habría dicho en serio, y yo lo sabía. En lugar de sacrificar mi ventaja, jugué sucio y me quedé callada.

Cuando salimos al aparcamiento, Wyatt me cogió por la cintura y me hizo girarme para encararse conmigo.

—Lo siento de verdad —dijo, y me besó en la frente—. Has vivido unos episodios muy difíciles estos últimos días, sobre todo hoy, y yo no debería haberte provocado, por muy frustrado que me sienta. —Volvió a besarme y su voz se hizo más dura—. Cuando empezaste a dar vueltas en ese cruce, creí que me iba a dar un infarto.

No tenía sentido ser mezquina, la verdad sea dicha. Apoyé la cabeza en su hombro y traté de no pensar en el terror que había experimentado esa mañana. Si para mí había sido traumático, ¿cómo lo habría sido para él? Sé cómo me habría sentido yo si hubiera ido justo detrás y de pronto asistiera, impotente, a su muerte, que fue lo que seguramente pensó él.

—Pobrecita —murmuró, y me acarició el pelo mientras me miraba.

Yo no me había pasado todo el día en la comisaría de policía esperando que se me hinchara la cara y que me quedaran los ojos ensangrentados. Uno de los polis me había dado una bolsa de plástico para bocadillos y yo la había llenado de hielo para ponérmela en la cara, así que por muy desastroso que fuera mi aspecto, no era tan malo como podría haber sido. También me había puesto una tirita en el caballete de la nariz. Parecía un boxeador que acaba de terminar una pelea.

—J.W. —dijo alguien, y los dos nos giramos al ver acercarse a un hombre de pelo canoso vestido con un traje gris. Por el color del pelo, pensé que debería haber llevado un traje con un color más vistoso, o al menos una bonita camisa azul, y así no habría dado tan mala impresión. Me pregunté si su mujer tenía alguna idea de lo que era la moda. Era un hombre bajito y robusto y tenía aspecto de ejecutivo, pero cuando se acercó, vi que tenía esa mirada penetrante e inconfundible.

—Jefe —dijo Wyatt, por lo cual deduje que se trataba del jefe de policía, el jefe de Wyatt (no tengo ni un pelo de tonta). Si alguna vez lo había visto antes, no lo recordaba. De hecho, en ese momento, ni siquiera recordaba su nombre.

—¿Es ésta la joven de la que habla todo el mundo? —preguntó el jefe, estudiándome con una curiosidad no disimulada.

—Me temo que sí —dijo Wyatt—. Jefe, le presento a mi prometida, Blair Mallory. Blair, éste es William Gray, jefe de policía.

Me resistí a las ganas de darle una patada (a Wyatt, no al jefe), y estreché la mano de Gray. Es decir, quise saludarlo de esa manera, pero el jefe Gray se limitó a sostenerme la mano como si temiera hacerme daño. Yo pensé que mi aspecto era bastante peor que la última vez que me había mirado al espejo, pensando en el «pobrecita» de Wyatt, y ahora venía el jefe de policía y me trataba como una especie de cristal delicado.

—Ha sido horrible lo de esta mañana —dijo solemnemente el jefe—. No se suelen producir homicidios en esta ciudad y queremos que las cosas sigan así. Resolveremos este asunto, señorita Mallory, se lo prometo.

—Gracias —dije. ¿Qué otra cosa podía decir? ¿Hágalo de prisa? Los inspectores sabían lo que hacían y yo confiaba en su eficiencia, así como yo era eficiente en otras cosas—. El color de su pelo es fascinante —dije—. Seguro que se ve fabuloso cuando se pone una camisa azul, ¿no?

Me miró desconcertado, y Wyatt me pinchó disimuladamente en la cintura. No le hice caso.

—Pues, eso no lo sé —dijo Gray, riendo de esa manera que tienen los hombres cuando se sienten halagados y, al mismo tiempo, un poco incómodos—. ¿Azul claro? —murmuró—. Yo no…

—Ya lo sé —dije, y reí—. Para un hombre, el azul es el azul y para qué molestarse con esos nombres de fantasía, ¿no?

—Así es —convino él. Carraspeó y dio un paso atrás—. J.W., mantenme informado sobre el curso de la investigación. El alcalde me ha preguntado si hay novedades.

—Eso haré —dijo Wyatt, y me llevó rápidamente hasta su coche mientras el jefe seguía hacia el edificio—. ¿Cómo es posible que se te ocurra darle consejos sobre moda al jefe de policía?

—Alguien tiene que hacerlo —dije, para defenderme—. Pobre hombre.

—Tú espera y verás cómo habla la gente cuando se entere —dijo, por lo bajo. Abrió la puerta del pasajero y me ayudó a sentarme. Me sentía cada vez más adolorida y rígida.

—¿Y eso por qué?

—Eres prácticamente la única persona de la que se habla en el departamento de policía desde la noche del pasado jueves. Y todos piensan que me lo tengo bien merecido o que soy el hombre más valiente del mundo.

Pues, yo no sabía qué pensar de eso.

Cerré los ojos cuando llegamos al cruce donde se había producido el choque. No sabía si algún día sería capaz de detenerme ante la señal de Stop sin volver a revivirlo todo. Wyatt giró hacia la calle que llevaba a mi casa y dijo:

—Ya puedes abrir los ojos.

Me sacudí los recuerdos de los neumáticos chirriando. Después de dejar atrás el cruce, todo me parecía normal, familiar y seguro. Mi edificio se alzaba a la derecha y Wyatt se detuvo bajo el pórtico. Yo miré alrededor y recordé que la puerta de la verja había quedado sin cerrar cuando el agente de policía vino a dejar mi coche. ¿Era posible que el hombre que me había saboteado los frenos (yo seguía pensando en Dwayne Bailey como el sospechoso número uno) hubiera estado merodeando? ¿Acaso había visto que me traían el coche y pensó que si no lo podía conseguir de una manera, lo intentaría por otros medios?

—Creo que me voy a mudar —dije—. Ya no me siento segura aquí.

Wyatt bajó, rodeó el coche y se acercó a abrirme la puerta. Me ayudó a bajar.

—Es una buena idea —dijo—. Mientras te recuperas, guardaremos todas tus cosas y las llevaremos a mi casa. ¿Qué quieres hacer con tus muebles?

Lo miré como si fuera un extraterrestre.

—¿Qué quieres decir con lo de qué quiero hacer con mis muebles? Necesito mis muebles donde quiera que me mude.

—Ya tengo muebles en mi casa. No necesitamos más.

Sí, es verdad que estaba un poco lenta de reflejos porque sólo en ese momento me di cuenta de lo que estaba diciendo.

—No he querido decir que me mudo a tu casa. Sólo que… me mudo. Vendo la mía y compro algo en otra parte. No creo estar preparada para una casa, porque no tengo tiempo para ocuparme de jardines ni de parterres de flores ni de nada de eso.

—¿Para qué hacer dos mudanzas si con una sola basta?

Ahora que sabía por dónde iba encaminado, podía seguirlo.

—El que le hayas dicho al jefe Gray que soy tu prometida no significa que sea verdad. No sólo estás poniendo la carreta delante de los bueyes sino que, además, te has olvidado de sacar a las pobres bestias de su establo. Todavía ni siquiera hemos salido en una cita. ¿No lo recuerdas?

—Apenas nos hemos separado en cinco días. Ya queda atrás eso de las citas.

—Eso quisieras tú. —Me detuve frente a la puerta y en ese momento me di cuenta de sopetón de que no podía entrar en mi propia casa. No tenía mi bolso, no tenía mis llaves ni controlaba mi propia vida. Le lancé una mirada, horrorizada, y rompí a llorar.

—Blair… cariño —dijo él, pero no me preguntó qué pasaba. Creo que si me hubiera preguntado le habría pegado. Al contrario, se sentó a mi lado y me cogió por el hombro y me atrajo hacia él.

—No puedo entrar —sollocé—. No tengo las llaves.

—Siana tiene un juego, ¿no? La llamaré.

—Quiero mis propias llaves. Quiero mi bolso. —Después de todo lo ocurrido durante ese día, no tener mi bolso era como el tiro de gracia, lo que me terminaba de quebrar. Al darse cuenta de que mi actitud no era demasiado razonable, Wyatt simplemente me abrazó y me meció mientras yo lloraba.

Mientras lo hacía, sacó su móvil y llamó a Siana. Por cuestiones de la investigación, nadie en mi familia se había enterado de lo ocurrido esa mañana, y Wyatt le dio a Siana una breve explicación. Le contó que yo había tenido un accidente de coche, que se había abierto el airbag y que yo había salido ilesa. Ni siquiera había ido al hospital, pero como no habían recuperado el bolso de mi coche, no podía entrar en mi casa. ¿Podía hacer el favor de venir a abrirme? Si no podía, Wyatt le dijo que mandaría a un agente a buscar las llaves.

Yo oía la voz de Siana, su tono de alarma, pero no conseguía entender lo que decía. Las respuestas de Wyatt la calmaron, y cuando colgó, me dijo:

—Llegará en unos veinte minutos. ¿Quieres volver al coche y ponemos el aire acondicionado?

Dije que sí. Me limpié la cara, con mucho cuidado, y le pregunté si tenía un pañuelo de papel. No tenía. Los hombres nunca van preparados.

—Pero tengo un rollo de papel higiénico en el maletero, si eso te sirve —avisó.

No quise saber por qué tendría un rollo de papel higiénico en el maletero, pero cambié de opinión en cuanto a lo de no ir preparado. Me distraje de mis lágrimas y lo acompañé hasta el coche y me quedé a su lado cuando abrió. Quería ver qué otras cosas tenía ahí dentro.

Lo más grande era una caja de cartón donde estaba el papel higiénico, un botiquín bastante grande de primeros auxilios, una caja de guantes de plástico, varios rollos de cinta adhesiva, fundas de plástico dobladas, una lupa, una cinta métrica, bolsas de papel y de plástico, unas pinzas, tijeras y varias cosas más. También había una pala, un pico y una sierra.

—¿Para qué son las pinzas? —le pregunté—. Las tienes a mano por si alguien quiere depilarse las cejas.

—Es para recoger pruebas —dijo, mientras desenrollaba un poco de papel y me lo pasaba—. Tenía que tenerlas cuando era inspector.

—Pero ahora ya no eres inspector —señalé. Plegué el papel higiénico, me limpié los ojos y me soné.

—Es una cuestión de costumbre. Siempre pienso que quizá las necesite.

—¿Y la pala?

—Nunca se sabe cuándo uno tendrá que cavar un hoyo.

—Ya. —Eso al menos lo entendía—. Yo siempre llevó un ladrillo en el coche —confesé, y luego sentí que algo me dolía al recordar el estado en que había quedado mi Mercedes.

Él cerró el maletero. Tenía el ceño fruncido.

—¿Un ladrillo? ¿Para qué necesitas un ladrillo?

—En caso de que tenga que romper una ventana.

Él guardó silencio y luego se dijo a sí mismo.

—No quiero saberlo.

Esperamos sentados en su coche hasta que llegó Siana, conduciendo un modelo Camry nuevo. Bajó, toda elegante con su traje color marrón claro y una blusa de encaje rojo. Llevaba unos zapatos marrón claro con tacones estilo Lucite de siete centímetros. Su pelo rubio dorado tenía un corte hasta los hombros, y la sencillez de sus líneas le sentaba muy bien a su cara con forma de corazón. A pesar de sus enormes hoyuelos, Siana tenía una mirada que decía «Tened miedo. Tened mucho miedo». Entre mis hermanas y yo teníamos el terreno bien cubierto. Yo era bastante guapa, pero sobre todo tenía un cuerpo atlético y pinta de ejecutiva. Siana quizá tenía rasgos menos finos, pero su inteligencia brillaba en su rostro como un faro. Además, tenía unas tetas muy bonitas. Jenni era más alta que nosotras dos, con el pelo un poco más oscuro, y guapa como para dejar a los hombres atontados. No se decidía por una carrera pero, entre tanto, ganaba mucho dinero trabajando de modelo. Podría haber ido a Nueva York a probar suerte, pero no estaba lo bastante interesada.

Wyatt y yo bajamos del coche. Siana me miró, dejó escapar un breve grito y se le llenaron los ojos de lágrimas al venir hacia mí.

Era como si tuviera ganas de abrazarme, pero se detuvo, empezó a darme palmaditas y luego retiró la mano. Las lágrimas le bañaban el rostro. Yo me giré hacia Wyatt.

—¿Tan mal aspecto tengo? —le pregunté, insegura.

—Sí —dijo él, lo cual fue como una perversa confirmación de lo contrario, porque si mi aspecto hubiera sido realmente horrible, él me habría mimado mucho más.

—No es verdad —dije, queriendo tranquilizar a Siana con una palmadita.

—¿Qué pasó? —me preguntó, secándose las lágrimas.

—Me fallaron los frenos. —La explicación en toda regla podía esperar hasta más tarde.

—¿Contra qué chocaste? ¿Un poste de la luz?

—Me dio otro coche. Del lado del pasajero.

—¿Dónde está tu coche? ¿Tiene arreglo?

—No —dijo Wyatt—. Siniestro total.

Siana volvió a poner cara de horrorizada.

Intenté despistarla con un comentario.

—Mamá nos ha invitado a cenar esta noche, y tengo que arreglarme antes de salir.

Ella asintió con la cabeza.

—Seguro. Se espantaría si te viera en este estado, con toda la ropa manchada de sangre. Espero que tengas un buen maquillaje para disimularlo. Tienes como unas manchas en la cara.

—El airbag —expliqué.

Siana tenía la llave de mi casa en su llavero, mezclada con todas las demás. La separó, abrió la puerta y se apartó para dejarme pasar y desactivar la alarma. Luego entró con Wyatt.

—Mamá también me ha invitado esta noche. Supuse que cuando llegara aquí y volviera al despacho, ya sería la hora de salir, así que mi jornada ha acabado. ¿Me necesitas para algo? Estoy disponible.

—No, creo que todo está bajo control.

—¿Tu seguro te deja un coche de alquiler hasta que se haya fallado la reclamación?

—Sí, por suerte. Mi agente me ha dicho que arreglaría todo para que tuviera el coche de alquiler mañana.

Como abogado que era, Siana ya estaba pensando en lo que vendría.

—¿Tienes un mecánico autorizado para que revise tu coche y te dé un certificado de siniestro total? Necesitarás una declaración notarial.

—No, no ha sido un fallo mecánico —dijo Wyatt.

—Blair acaba de decir que le fallaron los frenos.

—Le fallaron sí, pero con ayuda. Alguien cortó el cable del freno.

Siana pestañeó y luego palideció. Se me quedó mirando.

—Alguien ha intentado matarte —murmuró—. Otra vez.

Yo solté un suspiro.

—Lo sé. Wyatt dice que es porque fui animadora deportiva. —Le lancé una mirada de «ahí tienes» y subí a ducharme, sonriendo al ver que Siana acudía en mi defensa. Pero dejé de sonreír mientras subía las escaleras. Dos atentados contra mi vida eran suficientes. Aquella situación empezaba a afectarme los nervios. Más les valdría a MacInnes y Forester explicar el tiempo que Dwayne Bailey no había acabado de explicar. Unas cuantas huellas dactilares en mi pobre coche también se revelarían como una ayuda nada desdeñable.

Me quité la ropa tiesa y ensangrentada y dejé caer todas las prendas al suelo. En cualquier caso, estaban arruinadas. Me impresionaba que la sangre de la nariz pudiera causar tal desastre. Finalmente entré en el cuarto de baño y me miré entera y desnuda en el gran espejo. Empezaban a aparecer los hematomas en mis pómulos y en la nariz. Y en las dos rodillas, en los hombros, en el interior del brazo derecho y en la cadera derecha. Me dolían todos los músculos; me dolían hasta los pies. Me miré el pie derecho y vi que en el empeine había aparecido otra magulladura grande.

Wyatt entró en el cuarto de baño mientras yo inspeccionaba los daños. Sin decir nada, me miró de arriba abajo y luego me abrazó suavemente y me meció durante un rato. Por primera vez, no había nada de sexual en su abrazo, aunque tendría que haber estado bastante ciego para sentirse excitado por esa colección de moretones.

—Necesitas ponerte hielo. Mucho hielo.

—Lo que necesito —dije— es una rosquilla. Unas dos docenas. Tengo que ponerme a cocinar.

—¿Cocinar qué?

—Rosquillas. Tengo que parar en Krispy Kreme y comprar dos docenas de rosquillas.

—¿No te conformarías con una galleta?

Me aparté de él y abrí el agua de la ducha.

—Hoy, todos se han portado muy bien conmigo. Voy a hacer un pudín de pan para llevárselo mañana. Tengo una receta que se hace con rosquillas en lugar de pan.

Él se quedó quieto, mientras sus papilas gustativas empezaron a imaginarse el sabor.

—Quizá deberíamos comprar cuatro docenas para que puedas hacer dos. Así tendremos uno en casa.

—Lo siento. Por el momento, no puedo hacer cosas así, ya que tengo que tener mucho cuidado con lo que como. Sería una tentación demasiado grande si tuviera delante un pudín de pan, ahí, pidiéndome que me lo coma.

—Yo soy poli. Te puedo proteger. Ordenaré que lo pongan bajo custodia.

—No tengo ganas de hornear dos —dije, y me metí en la ducha.

Él alzó la voz para que le oyera por encima del agua de la ducha.

—Yo te ayudaré.

Volví a sonreír al oír esa voz que imploraba. No debería haberme revelado su debilidad por los dulces. Ahora ya lo tenía. Pensé en torturarlo y no dejarle probar el pudín hasta el día siguiente en la comisaría de policía, como todo el mundo, y con eso dejé de pensar en el problema de que alguien intentaba matarme. Es una especie de desvarío mental, pero a mí me funciona.

Oí que sonaba su móvil mientras me aclaraba el champú del pelo. Era un proceso lento porque me costaba mover el brazo izquierdo, pero me las arreglaba. Oí que hablaba, pero no escuché lo que decía. Acabé, cerré el agua y cogí la toalla que colgaba en la puerta de la ducha. Empecé a secarme lo mejor que podía.

—Ven aquí y yo acabaré de secarte —me dijo él, cuando salí del baño. Lo primero que vi es que volvía a tener una expresión seria.

—¿Qué ha pasado?

—Era MacInnes —dijo. Cogió la toalla de mis manos y empezó a secarme con movimientos suaves—. La coartada de Bailey es firme. En todos sus detalles. Estaba en casa con su mujer, o en el trabajo, y sólo habría tenido tiempo para ir y volver del trabajo. Según MacInnes, la mujer de Bailey ha pedido el divorcio, así que no tendría por qué mentir a su favor. Seguirán investigando, pero, al parecer, está limpio. El que intenta matarte es otro.