Un coche de la policía de color blanco y negro se detuvo en el aparcamiento delantero con las balizas encendidas exactamente cuatro minutos y veintisiete segundos más tarde. Lo sé por qué los cronometré. Si le digo a una operadora del 911 que alguien me está disparando espero una actuación rápida del departamento de policía que mis impuestos ayudan a pagar, y había decidido que cualquier tiempo por debajo de cinco minutos era razonable. Hay algo de la diva que hay en mí que intento mantener sometida y entre cuatro paredes, porque es verdad que la gente se muestra más colaboradora si una no está dispuesta a arrancarles la cabeza (¿os lo imagináis?), y siempre me propongo ser lo más simpática que puedo con las personas —excluyendo a mi ex marido—, pero nada se puede asegurar cuando temo por mi propia vida.
Tampoco me había puesto histérica ni nada de eso. No salí corriendo por la puerta ni me lancé a los brazos de los chicos de uniforme azul. Lo habría hecho, pero ellos salieron del coche empuñando sus armas reglamentarías, y sospeché que también me dispararían a mí si salía corriendo en su dirección. Ya tenía lo suficiente de disparos por esa noche, así que aunque encendí las luces y quité la llave de la puerta principal, me quedé justo en el interior, donde pudieran verme, pero donde estaba protegida de cualquier zorra descerebrada. Además, la llovizna se había convertido en lluvia, y no quería mojarme.
Estaba tranquila. No me puse a dar saltos ni a chillar. Eso sí, la adrenalina se me había ido a la cabeza, y empecé a temblar de los pies a la cabeza. Lo que quería era llamar a Mamá, pero hice de tripas corazón y ni siquiera me eché a llorar.
—Tenemos una llamada que nos dice que aquí se han producido unos disparos, señorita —dijo uno de los polis cuando me aparté y los dejé entrar. Con la mirada alerta, el tipo ya estudiaba hasta el último detalle del área vacía de la recepción. Tendría unos treinta años, el pelo cortado casi al cero y un cuello grueso, por lo cual deduje que iba al gimnasio. Pero no era cliente mío, porque los conocía a todos. Quizá le mostraría las instalaciones aprovechando que estaba ahí, después de que hubieran detenido a Nicole y hubieran dado con su culo en un centro psiquiátrico. Hombre, nunca hay que perder una ocasión para aumentar la clientela, ¿no?
—Sólo un disparo —dije. Le tendí la mano—. Me llamo Blair Mallory y soy la dueña de Cuerpos Colosales.
Creo que no hay mucha gente que se presente correctamente ante los policías, porque estos dos, al parecer, se quedaron sorprendidos. El segundo poli era todavía más joven, un crío de poli, pero fue el primero que reaccionó y hasta me estrechó la mano.
—Señorita —dijo, muy educadamente, y sacó una pequeña libreta de su bolsillo y escribió mi nombre—. Soy el agente Barstow y aquí, mi colega, el agente Spangler.
—Gracias por venir —dije, con mi mejor sonrisa. Sí, es verdad que seguía temblando, pero la buena educación es la buena educación.
Se mostraron sutilmente menos cautelosos porque era evidente que yo no iba armada. Llevaba puesta una camiseta corta rosa sin mangas y pantalones de yoga negros, así que ni siquiera tenía bolsillos donde ocultar algo. El agente Spangler guardó su arma.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó.
—Esta tarde he tenido problemas con una de mis clientes, Nicole Goodwin —el nombre quedó debidamente anotado en la pequeña libreta del agente Barstow— porque me negué a prorrogar su inscripción en el club debido a numerosas quejas presentadas por otras clientes. Se puso violenta, tiró al suelo las cosas de una mesa, me insultó… ese tipo de cosas.
—¿La golpeó? —me preguntó Spangler.
—No, pero esta noche cuando he cerrado me estaba esperando afuera. Su coche estaba en el aparcamiento de atrás, donde aparca el personal. Todavía estaba ahí cuando llamé al 911, aunque es probable que ya se haya largado. La vi a ella y a otra persona, un hombre, creo, junto a su coche. Oí un disparo, me lancé al suelo detrás de mi coche, y luego alguien, creo que era el hombre, arrancó con su coche, pero Nicole se quedó, o al menos el Mustang seguía ahí. Volví al edificio a rastras, entré y llamé al 911.
—¿Está segura de que lo que oyó era un disparo?
—Sí, desde luego. —Por favor. Estábamos en el sur, Carolina del Norte, para más señas. Desde luego que sabía cómo sonaba un disparo. Yo misma había disparado con un rifle del 22. El abuelo, el padre de mi madre solía llevarme con él a cazar ardillas cuando íbamos a visitarlo a su casa en el campo. Murió de un infarto cuando yo tenía diez años, y nadie volvió a llevarme a cazar ardillas. Aún así, no es un ruido del que una se olvide, aunque no tuviéramos la televisión para recordarnos cómo suena cada pocos segundos.
Ahora bien, los polis no van y se acercan tan alegres a un coche donde, supuestamente, los espera una zorra loca. Después de confirmar que el Mustang blanco seguía aparcado atrás, los agentes Spangler y Barstow hablaron por sus primorosos aparatos de radio, que llevaban prendidos en un hombro no sé cómo —quizá fuera con velcro— y al cabo de unos minutos llegó otro coche de policía, del cual salieron los agentes Washington y Vyskosigh. Yo había ido a la escuela con DeMarius Washington, y me lanzó una breve sonrisa antes de que su rostro oscuro y de fuertes rasgos recuperara su talante profesional. Vyskosigh era más bien bajito y ancho, casi calvo, y no era de Por Aquí, que es como los habitantes del sur se refieren a los yankis. Para un habitante del sur, esa frase lo dice todo, desde lo que se refiere a los gustos en la alimentación y el vestir hasta los modales.
Me dijeron que me quedara en el interior, ningún problema, mientras los cuatro salían a la oscuridad de la noche y la lluvia a preguntarle a Nicole qué diablos estaba haciendo.
Yo me porté muy obediente, lo que demuestra lo nerviosa que me había puesto, tanto, que seguía exactamente en el mismo lugar cuando el agente Vyskosigh volvió al interior a echarme un vistazo. Me quedé un poco desconcertada. No era el momento para ir lanzando miraditas, ¿no?
—Señorita —dijo—, ¿quiere sentarse?
—Sí, me gustaría —respondí, con el mismo tono de cortesía y me senté en uno de los asientos de la sala de recepción. Me pregunté qué estaba ocurriendo allá afuera. ¿Cuánto más podía tardar todo aquello?
Al cabo de unos minutos, llegaron más coches, y sus luces se sumaron a las que ya estaban. El aparcamiento de mi local comenzaba a parecer una convención de la policía. Dios mío, ¿acaso cuatro polis no podían con Nicole? ¿Acaso habían tenido que pedir refuerzos? La tía debería estar más loca de lo que yo me pensaba. He oído que cuando alguien se vuelve loco, puede tener una fuerza sobrehumana. Nicole decididamente había perdido la chaveta. Me la imaginé lanzando polis a diestro y siniestro mientras avanzaba hacia mí, y me pregunté si no debía refugiarme en mi despacho.
El agente Vyskosigh no tenía pinta de dejar que me refugiara. De hecho, comenzaba a pensar que el agente Vyskosigh no estaba ahí tanto para protegerme, como había pensado al comienzo, como para vigilarme. Como para asegurarse de que no hiciera… algo.
Ay, ay, ay.
Empezaron a discurrir por mi imaginación diversos escenarios. Si él estaba ahí para impedir que hiciera algo, ¿qué podía ser ese algo? ¿Ir al baño? ¿Revisar papeles? En realidad, tenía que hacer las dos cosas y, por eso, fue lo primero en que pensé, aunque dudo que a la policía le interesara cualquiera de las dos. Al menos esperaba que el agente Vyskosigh no estuviera interesado, especialmente, en la primera de las dos.
No quería dejarme llevar hasta ahí, así que me obligué a cambiar mentalmente de rumbo.
Tampoco les preocupaba que de repente saliera como una enajenada y atacara a Nicole antes de que pudieran impedírmelo. No soy del tipo violento, a menos que me provoquen hasta un extremo. Además, si cualquiera de ellos hubiera prestado la menor atención a mi persona, se habrían dado cuenta de que llevaba las uñas recién pintadas, de color amapola brillante, que era mi color preferido más reciente. Mis manos tenían un aspecto inmejorable, si se me permite decirlo. Nicole no se merecía que me rompiera una uña, de modo que sin duda estaba a salvo de mí.
A estas alturas habrá quedado bastante claro que puedo darle vueltas a un tema durante casi una eternidad si hay algo en lo que realmente no quiero pensar.
En realidad, no quería pensar en la razón por la que el agente Vyskosigh me estaba vigilando. Lo digo de verdad.
Por desgracia, ciertas cosas son decididamente demasiado evidentes como para ignorarlas, y la verdad acabó por penetrar en mi carrusel mental. El impacto fue casi como un golpe y, de hecho, di un respingo en mi silla.
—Dios mío. El blanco de ese disparo no era yo, ¿no es eso? —murmuré—. Ese hombre le disparó a ella, ¿no? Le disparó… —Iba a decir a ella, pero, en su lugar, sentí unas náuseas calientes que me llegaron hasta la garganta, y tuve que tragar, aunque con dificultad. Me empezó a sonar un silbido en los oídos y supe que estaba a punto de hacer algo poco decoroso, como desplomarme de la silla y caer de bruces, así que incliné rápidamente la cabeza entre las piernas y empecé a respirar hondo.
—¿Se encuentra bien? —me preguntó el agente Vyskosigh. Apenas oía su voz por encima del silbido. Le hice un gesto con la mano para hacerle saber que estaba consciente y me concentré en la respiración. Dentro, fuera. Dentro, fuera, como si estuviera en una clase de yoga.
El silbido empezó a desvanecerse. Oí que se abría la puerta de la entrada y, luego, muchos pasos.
—¿Está bien? —me preguntó alguien.
Yo volví a hacer un gesto con la mano.
—Sólo déme un minuto —alcancé a decir, aunque las palabras iban dirigidas al suelo. Otros treinta segundos de respiración controlada acabaron con las náuseas y, poco a poco, volví a incorporarme.
Los recién llegados, dos hombres, iban de paisano y los dos se estaban quitando sus guantes de plástico. Tenían la ropa mojada por la lluvia y con sus zapatos sucios habían manchado mi precioso suelo brillante. Tuve un atisbo de algo rojo y húmedo en uno de esos guantes, y la habitación dio mil vueltas. No tardé en volver a inclinarme.
Vale, es verdad que normalmente no soy tan delicada, pero no había comido nada desde el mediodía, y ahora serían por lo menos las diez, incluso más tarde, así que era probable que tuviera el azúcar bajo.
—¿Necesita atención médica? —me preguntó uno de los hombres.
Negué con la cabeza.
—Me pondré bien, pero les agradecería si alguien me trajera algo de beber de la nevera que hay en la sala de descanso —dije, señalando hacia dónde quedaba—. Está allí, después de mi despacho. Debería haber una gaseosa, o una botella de té con azúcar.
El agente Vyskosigh partió en esa dirección, pero uno de los hombres dijo:
—Espera. Quiero revisar esa entrada.
El hombre se alejó y el agente Vyskosigh se quedó donde estaba. El otro recién llegado se sentó a mi lado. No me gustaron sus zapatos. Los veía con toda claridad porque seguía doblada hacia delante. Eran unos zapatos negros en punta, el equivalente en zapatos a un vestido de poliéster. Estoy segura de que hay zapatos negros en punta muy buenos en el mercado, pero tienen un estilo horrible. No sé por qué a los hombres les gustan. En cualquier caso, los de este tipo estaban mojados y tenían gotitas de agua en la superficie. La bastilla de los pantalones también estaba húmeda.
—Soy el inspector Forester —me dijo, para empezar.
Levanté la cabeza con gesto cauto, sólo un poco, y le tendí la mano derecha.
—Soy Blair Mallory. —Estuve a punto de decir: «Es un placer conocerlo», lo cual, al menos en esas circunstancias, no venía al caso.
Al igual que el agente Barstow, me la estrechó con un movimiento breve y seco. Puede que no me gustaran sus zapatos, pero me gustó su manera de estrechar la mano, ni muy fuerte ni muy floja. Se pueden decir muchas cosas acerca de un hombre por su manera de dar la mano.
—Señorita, ¿puede contarme qué ha ocurrido aquí esta noche?
También tenía buenos modales. Me incorporé del todo. Los guantes manchados de rojo no se veían por ninguna parte y suspiré con alivio. Hice una recapitulación de lo que le había contado a los agentes Barstow y Spangler. El otro hombre volvió con una botella de té azucarado, incluso desenroscó la tapa por mí antes de entregármela. Me interrumpí el tiempo necesario para darle las gracias, tomé un largo trago de té frío y volví a mi relato.
Cuando acabé, el inspector Forester me presentó al otro hombre, el inspector MacInnes, y repetimos el protocolo social. El inspector MacInnes giró una de las sillas de la sala de visitas de modo que quedó sentado frente a mí. Era apenas un poco mayor que el inspector Forester y más grueso, pelo entrecano y una barba sin afeitar de varios días. Pero aunque pareciera un poco achaparrado, tuve la impresión de que era más bien fuerte que débil.
—Cuando abrió la puerta de atrás y salió, ¿por qué no la vio la persona que estaba con la señora Goodwin? —me preguntó.
—Al abrir la puerta, apagué la luz del pasillo.
—¿Cómo puede ver lo que hace cuando apaga la luz?
—Es como un gesto automático —expliqué—. Supongo que, a veces, la luz se queda encendida una fracción de segundo cuando abro la puerta, y a veces, no. Esta noche, puse el cerrojo después de que salió mi último empleado, porque trabajé hasta tarde y no quería que nadie entrara de repente, sin más. Así que tengo las llaves en la mano derecha, mientras con la izquierda quito el cerrojo y abro la puerta, a la vez que apago la luz con el canto de la mano. —Hice un movimiento hacia abajo con mi mano derecha para enseñarle cómo lo hacía. Si una tiene algo en la mano, así es como lo haces. Cualquiera lo hace de esa manera. Si tienes manos, claro está, y la mayoría de las personas tienen manos, ¿no? Hay gente que no las tiene, y supongo que usan lo que pueden, pero yo, desde luego, tenía manos… Qué mas da, era otra vez el desvarío. Respiré hondo y puse orden en mi cerebro—. Depende de cómo se calcule el tiempo, pero lo más probable es que la mitad de las veces las luces no estén encendidas cuando abro la puerta. ¿Quiere que se lo enseñe?
—Puede que más tarde —dijo el inspector MacInnes—. ¿Qué ocurrió después de que abrió la puerta?
—Salí, la cerré y me di la vuelta. Fue en ese momento cuando vi el Mustang.
—¿No lo había visto antes?
—No. Mi coche está justo frente a la puerta y, además, cuando salgo, ya me estoy dando la vuelta para cerrarla.
Siguió haciéndome preguntas, con detalles muy minuciosos, y yo contesté pacientemente. Le conté que me había lanzado al suelo al escuchar el disparo, y le mostré las manchas de suciedad en mi ropa. Sólo entonces me di cuenta de que me había raspado la palma de la mano izquierda. Me gustaría que alguien me explicara cómo es posible que algo de lo que ni siquiera me había percatado empezara a escocerme despiadadamente en cuanto lo vi. Fruncí el ceño al verla y me arranqué la piel suelta.
—Tengo que lavarme las manos —dije, para hacer una pausa en las interminables preguntas.
Los dos inspectores me miraron con cara de polis.
—Todavía no —dijo finalmente MacInnes—. Me gustaría acabar con estas preguntas.
De acuerdo. Ya entendía. Nicole había muerto, habíamos tenido un altercado esa tarde, y yo era la única testigo. Tenían que cubrir todas las posibilidades y, considerando como estaban las cosas, yo era la posibilidad número uno, de modo que me estaban cubriendo.
De pronto me acordé de mi teléfono móvil.
—Ah, se lo iba a decir. Estaba marcando el 911 cuando oí el disparo y me lancé al suelo y se me cayó el móvil. Lo busqué a ciegas, pero no lo encontré. ¿Podría pedirle a alguien que mire alrededor de mi coche? Tiene que estar ahí.
Con un gesto de la cabeza, MacInnes envió al agente Vyskosigh, que desapareció con una linterna en la mano. Volvió al cabo de sólo un momento con mi móvil, y se lo entregó al inspector MacInnes.
—Estaba tirado boca abajo debajo del coche —informó.
El inspector miró la pequeña pantalla del teléfono. Cuando uno empieza a hacer una llamada, la pantalla se enciende, pero no se queda encendida. Al cabo de unos treinta segundos, más o menos (algo que sólo suponía porque, si bien puedo cronometrar cuánto tarda la poli, todavía no he cronometrado cuánto dura encendida la luz de mi móvil), la pantalla se apaga, pero si una ha pulsado un número, se queda escrito. Ahí en la sala de recepción bien iluminada, los números serían visibles sin siquiera tener que encender la pantalla.
Estaba cansada, sacudida, y me sentía enferma con sólo pensar que a Nicole le habían disparado prácticamente delante de mis narices. Quería que aquellos tipos se dieran prisa, que cubrieran la posibilidad número uno, que era yo, y siguieran adelante para que yo pudiera retirarme a algún lugar privado y llorar. Así que les dije:
—Ya sé que soy la única que estaba aquí y que lo único que tienen es mi palabra de que las cosas sucedieron como lo he contado, pero ¿no pueden hacer algo para acelerar un poco las cosas? ¿Una prueba con un detector de mentiras, por ejemplo? —Aquella no era la mejor idea, porque sentía que el corazón se me había acelerado como si fuera a correr el Kentucky Derby, lo cual sin duda estropearía la prueba del polígrafo. Intentaba pensar en alguna otra cosa para distraer a los inspectores en caso de que decidieran que sí, que una prueba de polígrafo realizada ahí mismo podría ser la respuesta. No sé si se hacen ese tipo de cosas, pero no quería correr el riesgo. Además, he visto series de polis en la tele y sé que tienen métodos para comprobar si una persona ha disparado o no un arma—. ¿O qué les parece una de esas pruebas con la cosa ésa?
El inspector MacInnes se succionó una mejilla hacia dentro, con lo cual daba la impresión de que tuviera la cara desequilibrada.
—¿La prueba con la cosa ésa? —me preguntó, con un tono de voz muy correcto.
—Ya saben. En las manos. Para que puedan saber si he disparado un arma.
—Ahh —dijo, cayendo en la cuenta, asintiendo con la cabeza y lanzando una mirada rápida y contenida a su compañero, que había emitido un ruido como apagado—. Esa prueba con la cosa. ¿Quiere decir buscar residuos de pólvora?
—Eso —dije. Sí, ya sé que hacían todo lo posible por no reírse de mí, pero a veces el estereotipo de la rubia tonta tiene sus ventajas. Cuanto menos amenazadora les pareciera, mejor.
Hasta que el inspector MacInnes me tomó al pie de la letra. Entró uno de esos técnicos que trabajan en la escena del crimen con una caja llena de chismes y llevó a cabo una prueba de identificación con un equipo portátil. Me frotó las manos con un algodón de fibra de vidrio, y luego puso los algodones en una solución que debía cambiar de color si tenía pólvora en las manos. No tenía pólvora. Yo creía que iban a ponerme un spray y luego examinarme las manos bajo una luz negra, pero cuando le pregunté al técnico me dijo que aquello era una prueba antigua. Una aprende cosas nuevas todos los días.
Aquello no impidió que MacInnes y Forester pusieran fin a los procedimientos habituales. Me siguieron haciendo preguntas (si me había fijado en los rasgos del hombre, o reconocido la marca del coche, ese tipo de cosas). Entretanto, mi coche, todo el edificio y los lugares colindantes fueron inspeccionados exhaustivamente, y sólo cuando no encontraron ninguna prenda de ropa mojada pusieron fin al interrogatorio, sin ni siquiera advertirme que no abandonara la ciudad.
Yo sabía que a Nicole le habían disparado de cerca, porque había visto al hombre a su lado. Como estaba tendida junto a su coche al otro lado del aparcamiento, bajo la lluvia, y yo era la única persona completamente seca (razón por la que habían buscado prendas mojadas, para asegurarse de que no me había cambiado de ropa), se podía deducir que yo no había estado en el exterior mientras llovía y, por lo tanto, que no podía haber sido la autora de los hechos. En la entrada no había más huellas de pisadas que las que habían dejado los agentes, y la salida de atrás estaba seca. Mis zapatos estaban secos. Tenía las manos sucias, señal de que no me las había lavado, y la ropa manchada. Mi móvil había quedado debajo del coche con el 9 y el 1 claramente visibles en la pantalla, lo cual demostraba que había comenzado a marcar el 911. En resumen, lo que ellos vieron coincidía con lo que yo había dicho, lo cual es siempre conveniente.
Me escapé al lavabo, donde me ocupé de un problema acuciante, y luego me lavé las manos. La herida que me había hecho en la piel me escocía, así que me dirigí a mi despacho, saqué mi maletín de primeros auxilios, me puse un poco de pomada antibiótica y luego cubrí la herida con una enorme tirita.
Pensé en llamar a Mamá, en caso de que alguien hubiera captado alguna transmisión por radio de la policía y la hubiera llamado, lo cual le habría dado a ella y a Papá un susto de muerte. Pero luego pensé que sería preferible preguntar a los inspectores si no había problemas con hacer una llamada. Me asomé a la puerta de mi despacho para echar una mirada, pero estaban ocupados y decidí no interrumpir.
Para ser franca, no podía más. Estaba completamente agotada. Seguía lloviendo y el ruido me hacía sentirme aún más cansada, además de las luces de las balizas que me daban dolor de cabeza. Los polis también parecían cansados y, a pesar de sus impermeables, estaban mojados hasta el tuétano. Decidí que lo mejor que podía hacer era preparar café. ¿Hay algún policía al que no le guste el café?
A mí me gustaba el café con diferentes sabores, y en mi despacho tenía una variedad para mi consumo personal. En cualquier caso, he observado que los hombres (al menos los hombres del sur) no son demasiado aventureros cuando se trata del café. Puede que un hombre de Seattle no diga ni pío si le sirven un café con sabores de chocolate y almendras, o un café con reminiscencias de frambuesa, pero a los hombres del sur normalmente les gusta el café con sabor a café y nada más. Siempre tengo a mano un café agradable y suave para los portadores del cromosoma Y, así que lo saqué del armario y comencé a llenar el filtro de papel. Luego añadí una pizca de sal, que sirve para contrarrestar el natural sabor amargo del café y, para completar la medida, añadí una cucharada de la mezcla de chocolate-almendra. Ellos no lo notarían pero le daría a la mezcla una suavidad añadida.
Mi cafetera es una de esas máquinas Bunn con dos platos que prepara toda una cafetera en unos dos minutos. No, no lo he cronometrado, pero alcanzo a ir a hacer pis mientras se prepara y siempre acabamos a la vez, lo cual significa que es bastante rápida.
Puse una jarra bajo el surtidor de la cafetera y llené la otra con agua. Mientras se preparaba el café, saqué unos cuantos vasos de plástico, la jarrita de la leche y cucharas rojas de plástico y las dejé junto a la cafetera.
El inspector Forester no tardó en asomar la nariz por mi despacho y su aguda mirada se posó sobre la cafetera nada más entrar.
—Acabo de preparar café —dije, sorbiendo de mi propia taza, que es de un alegre color amarillo y tiene una leyenda: «PERDONA A TUS ENEMIGOS: LOS CONFUNDIRÁS» inscrita en letras púrpuras en la parte inferior. Los vasos de plástico son un atentado contra los labios pintados, y por eso uso siempre una taza de cerámica. En ese momento no llevaba los labios pintados, pero eso es cuento aparte—. ¿Quiere un poco?
—¿Acaso los gatos tienen cola? —me preguntó él retóricamente, y se dirigió a la cafetera.
—Depende de si es un gato rabón o no.
—No lo es.
—Entonces, sí, los gatos tienen cola.
Sonrió mientras se servía. Seguro que los polis recurren a la telepatía para que corra la noticia de que hay café en las cercanías, porque al cabo de unos minutos había un flujo sostenido de agentes uniformados y de paisano que se acercaban a mi puerta. Dejé la primera cafetera sobre el calentador de arriba y empecé a preparar una segunda. Al cabo de nada ya volvía a cambiar las cafeteras y dejé haciéndose la tercera ronda.
Preparar el café me mantuvo ocupada y le hizo la noche más llevadera a los polis. Yo también me tomé una segunda taza. Lo más probable era que tampoco durmiera esa noche, así que, ¿por qué no?
Le pregunté al inspector MacInnes si podía llamar a mi madre, y él no dijo que no, sólo dijo que me agradecería si esperaba un momento porque, sabiendo cómo eran las madres, vendría corriendo a verme y él prefería acabar antes con el trámite de inspeccionar la escena del crimen. Ante eso —por lo visto, MacInnes era un hombre que entendía a las madres— no me quedó más remedio que quedarme sentada ante mi mesa, tomar mi café a sorbos e intentar poner fin a los temblores que no paraba de tener en los momentos más inesperados.
Debería haber llamado a Mamá de todas maneras para que viniera corriendo a cuidar de mí. La noche ya había sido bastante desastrosa, ¿no? Pues bien, resulta que, además, empeoró.