Capítulo VIII
VOLVER A EMPEZAR

El CDS se inscribió en el Registro el 31 de julio de 1982, en medio de un ambiente político aún muy convulso. El 2 de octubre los servicios de inteligencia descubrieron la trama de un nuevo golpe militar. Tres jefes del Ejército tenían planeado bombardear el Palacio de la Zarzuela, el de La Moncloa y la sede de la Junta de Jefes de Estado Mayor el día antes de las elecciones generales, previstas para el 28 de ese mismo mes. El PSOE no se lo tomó en serio y dijo que todo había sido una exageración del Gobierno para estimular el voto del miedo. Las encuestas, incluidas las del CIS, vaticinaban un éxito clamoroso de los socialistas y una debacle catastrófica para UCD. Y los pronósticos, por una vez y sin que sirva de precedente, se cumplieron al milímetro. Felipe González conquistó la mayoría absoluta más amplia de la historia democrática española; el entonces presidente del Gobierno no obtuvo acta de diputado; UCD pasó de 167 escaños a 12;y el CDS, recién llegado a la contienda electoral, obtuvo un acta por Madrid, la de Adolfo, y otra por Ávila, la de Agustín Rodríguez Sahagún. No fueron unos resultados tan malos si se tiene en cuenta el poco tiempo que tuvo el nuevo partido para ponerse en marcha. Es verdad que Adolfo había calculado una cosecha de diputados ligeramente superior (él esperaba 3 escaños), pero después de todo el CDS consiguió el milagro de presentar candidaturas en las cincuenta y dos provincias españolas. Y de que eso fue un milagro doy fe porque me tocó vivirlo de cerca. Una tarde, estando yo en la redacción de Antena 3 Radio, me llamó Agustín Rodríguez Sahagún: «Me ha pedido Adolfo que te llame porque tenemos un problema muy serio en Castellón. Faltan setenta y dos horas para que finalice el plazo para la presentación de las candidaturas y no conseguimos que nadie nos ayude».

Y, luego, claro, lo que marca el guión cuando alguien le está pidiendo un favor a otro: lisonjas, carantoñas, vaporosas promesas de recompensas futuras y palabras de amistad eterna. La llamada de Agustín me produjo emociones encontradas. Por una parte me tocaba las narices que Adolfo, para pedirme un favor, tuviera el desparpajo de mandarme a su sobresaliente de espadas en lugar de hacerlo él en persona. Era evidente que estábamos a un paso de devolvernos el rosario de nuestras madres, pero la liturgia es la liturgia, y según el canon ortodoxo le tocaba a él rendir pleitesía. Por otro lado, sin embargo, el hecho de que por vez primera fuera él quien me necesitara a mí, y no a la inversa, me hacía sentir importante y, por lo tanto, pagado de mí mismo. Es decir, crecidito. Así que cogí mi plumaje de pavo real, lo metí en el primer avión disponible y me lancé a buscar candidatos castellonenses para el CDS. Sabía que entre los restos del naufragio de UCD había candidatos formidables. Algunos de ellos —la mayoría— me dieron portazo con buenas palabras y otros se mostraron dispuestos a integrarse en el partido, pero no en las listas electorales. Traté de convencer a Manolo Cerdá, un senador que se había movido cerca de la demarcación socialdemócrata de Fernández Ordóñez; a Pedro Gozalbo, que se convertiría de hecho en el puntal del partido poco tiempo después; y a Hipólito Beltrán. Sin embargo, el único que se mostró dispuesto a hacer el ridículo en las elecciones dando la cara en el primer puesto de la lista fue Carlos Laguna, que había trabajado conmigo en el diario Mediterráneo. Se portó como un buen amigo y como un tipo valeroso. Aupado a las muletas donde le había colocado la polio cuando aún era un niño, demostró que el coraje no depende de lo fuerte que pisan las suelas de los zapatos. Sólo unas horas antes de que acabara el plazo legal para la formalización de candidaturas llamé a Rodríguez Sahagún para decirle que la misión estaba cumplida.

No sé si fue en ese momento, un poco antes o un poco después, pero a la llamada de las deudas bancarias acumuladas durante la campaña acudieron, se supone que en socorro de Adolfo, algunos de los buitres carroñeros de la política española de más ringorrango. El primero en llegar fue Antonio Navalón, un periodista que había reorientado su vida profesional por los canales oscuros del tráfago de las influencias, las comisiones opacas, las relaciones públicas y las amistades turbias. Cuando supo que las compañías eléctricas andaban buscando los servicios profesionales de Adolfo para que defendiera los intereses del sector, antes de la fundación del CDS, Navalón acudió al olor del dinero, desplegó sus artes de embaucador —que todo el mundo pondera como mejor que buenas— y se hizo amigo de Aurelio Delgado. Lo que hicieran juntos ni lo sé ni me interesa. De la mano de Navalón llegó enseguida Mario Conde, presidente de Banesto, la chequera más rápida y activa del país, y de la mano de Conde vinieron conspiraciones y negocios —para él, sinónimos— de amplio espectro. Por otro conducto también llegó José María Ruiz-Mateos, el empresario de moda de la época, dueño del consorcio Rumasa, injustamente expropiado por los socialistas sólo cuatro meses después de su acceso al poder.

Ruiz-Mateos trató de defenderse de la fechoría socialista por distintos caminos. Uno de ellos fue la intermediación de Adolfo ante Felipe González. No sirvió de nada. Cada una de estas apariciones en escena trajo consigo rumores de maletines sospechosos, sórdidas especies sobre pagos irregulares y noticias lejanas de mangancias diversas. Nunca me preocupé de averiguar si eran verdad o mentira, entre otras razones porque nadie me había dado vela en ese entierro. Pero estoy seguro de que Adolfo nunca hizo nada mal a sabiendas. Sin embargo, he aquí una de las grandes paradojas de su biografía: colaba un mosquito cuando se trataba de sí mismo, pero se tragaba un camello cuando se trataba del partido. Fue honrado a carta cabal, pero se rodeó de un puñado de ilustres mangantes. Sinceramente, nunca he entendido por qué.

La suerte política del CDS tardó en dar síntomas de fortaleza. En la primavera de 1983, durante las elecciones municipales, apenas obtuvo algo más de 300 000 votos en toda España. En las autonómicas del País Vasco, en 1984, se quedó fuera del Parlamento. Sus colaboradores no daban un duro por el proyecto. Tanto es así que en el otoño de 1984 un grupo de dirigentes de UCD, a los que se sumaron algunos efectivos del CDS, constituyeron un foro de debate con el único propósito de colaborar en la reconstrucción del centro político. Su sueño era que Adolfo se sumara, con el CDS, a la Operación Roca, una alquimia de laboratorio que pretendía mezclar en la misma probeta a los liberales de Antonio Garrigues, a los partidos nacionalistas catalán y gallego y a algunos excedentes sin filiación específica de la extinta UCD. Primero el político catalán que daba nombre al invento, Miguel Roca, y después Jordi Pujol en persona le ofrecieron el liderazgo de la aventura, que estaba siendo muy publicitada en la prensa, contaba con financiación sobreabundante y cotizaba estupendamente en algunas encuestas. Pero Adolfo dijo que no.

En noviembre de 1985, el CDS se pegó otro tortazo monumental en las urnas. Esta vez, en Galicia. Volvió a quedarse compuesto y sin escaño autonómico, con un raquítico respaldo del 3 por ciento de los electores. En vista de que los hechos parecían darles la razón a propósito de la inviabilidad del CDS, los promotores de la Operación Reformista arreciaron en su ofensiva para que Adolfo se subiera al pescante del carro. Sin embargo, Adolfo volvió a decir que no. Estaba convencido de que las encuestas se equivocaban respecto al futuro de Roca y que antes o después los electores colocarían a cada uno en su sitio. Y mantuvo su criterio a pesar de que todos sus compañeros de partido le aconsejaron lo contrario. Fernando Fernández, un neurólogo de primera revirado a la actividad política con tanto éxito que llegó a ser presidente de Canarias, me contó con detalle durante una tarde primaveral en Estrasburgo —donde los dos compartimos escaño en el Parlamento Europeo— la siguiente escena: «Tras un duro debate celebrado en un Comité Nacional en marzo de 1986, uno a uno, todos sus miembros fuimos manifestándonos favorables a un acuerdo con el grupo Roca-Garrigues. Sólo José Ramón Caso y Chus Viana —que guardó silencio— opinaron en contra. Suárez dijo: “Si ésa es la opinión mayoritaria, yo abandono en este momento la presidencia del partido para no ser un obstáculo para ese proyecto, pero yo no puedo realizar algo con lo que no estoy en absoluto de acuerdo”». No hace falta aclarar cuál de los dos criterios se impuso. Tiendo a pensar que la política es bastante así: el que manda, manda. Y los demás, que arreen.

Mis relaciones con Adolfo fueron gélidas desde noviembre de 1981 a la primavera de 1985. El episodio de La Hoja del Lunes provocó en mí un cabreo sordo que se prolongó durante todo ese tiempo. Yo no hice nada por verle a él y él no necesitaba en absoluto verme a mí, así que nuestro trato quedó reducido al trámite inevitable del circuito profesional: ruedas de prensa, almuerzos off the record con otros colegas, encuentros fugaces en los pasillos del Congreso y breves entrevistas radiofónicas. Yo trabajaba en Antena 3 de Radio desde su fundación, en mayo de 1982, gracias a la ayuda que me prestó Aurelio Delgado. La cadena se había constituido con las frecuencias que aportaron el conde de Godó, el Grupo Zeta, Prensa Española y los llamados azules, a quienes se suponía testaferros de Adolfo. Adolfo provenía del sector azul del régimen anterior. De ahí el rótulo. El hecho de que el grupo estuviera liderado por Aurelio Delgado —aunque su nombre no figuraba en ninguna parte— era razón suficiente para que todos sobreentendieran que actuaba en representación de su cuñado. Los azules eran la minoría mayoritaria de la sociedad y eso les daba derecho a tres puestos en el Consejo de Administración, a designar al director general adjunto y, naturalmente, a apadrinar a periodistas amigos. «Vete a ver a Martín Ferrand. Te está esperando», me dijo Aurelio un buen día. Y fui.

—¿Quieres trabajar con nosotros? —me preguntó Martín Ferrand sin dar mayores rodeos.

—Eso depende —le respondí parapetado en mi orgullo.

—¿De qué?

—De que me lo ofrezcas por convencimiento, y no por imposición de los azules —le respondí mirando de reojo al portavoz de los azules, que estaba sentado a mi lado.

—Antes o después —mintió Manolo— tu nombre habría salido a relucir. No hay muchos periodistas jóvenes que tengan tu experiencia profesional. La experiencia es un bien escaso y no nos podemos permitir el lujo de prescindir de él.

El portavoz de los azules, al oírlo, respiró aliviado. Era granadino, abogado y simpático. Se llamaba Juan Belda. Y, a la sazón, tenía instrucciones de dejarme a buen recaudo.

—¿Qué me ofreces? —le pregunté.

—Galones en la bocamanga, por supuesto. Te ofrezco el puesto de redactor-jefe —respondió Martín Ferrand.

Y nos dimos la mano.

Por mucho que me devano los sesos, sólo recuerdo haber tenido una conversación privada con Adolfo durante el periodo 1982-1985. Y tampoco fue privada del todo porque, si no me falla la memoria, estaba delante mi hermano Fernando. Fue en su casa de La Florida, a las afueras de Madrid. Duró poco y deduzco que debió de celebrarse a finales de 1982, porque los dos únicos comentarios suyos que recuerdo trataron de explicar el fracaso electoral de su partido recién creado. En la estantería de su despacho, repleta de fotografías suyas con algunos de los dirigentes más importantes del mundo, había un cartel electoral en pequeño, una especie de maqueta sobre cartón, en la que se le veía a él sentado en la cabecera del banco azul. El resto de los escaños estaban vacíos. Era una fotografía muy expresiva que inmediatamente traía a la memoria el recuerdo del 23-F y su valeroso y digno comportamiento durante el golpe. Ponderé mucho la fotografía cuando la vi. Adolfo nos dijo: «Los creativos de la campaña querían utilizarla en las vallas publicitarias, pero les prohibí que lo hicieran. No quería que dijeran que instrumentalizaba el 23-F o que me escudaba en el voto del miedo. Podría haberlo hecho si hubiera querido. Tenía derecho a hacerlo. Pero no he querido. No habría sido bueno para España».

Entonces le preguntamos si estaba decepcionado con los resultados. Nos dijo que no, que se los esperaba. «En cuanto me dijeron que no había dinero para hacer el mailing en los buzones supe que no teníamos nada que hacer», explicó. Se explayó mucho en esa idea y nos dijo que el buzoneo garantizaba un tanto por ciento de votos. Nos dijo cuál, pero no lo recuerdo. En realidad, casi no recuerdo nada de aquel encuentro. Eso me hace pensar que no fue precisamente cálido.

El deshielo de la relación comenzó cuando fui a verle a su despacho de Antonio Maura para decirle que me casaba y, naturalmente, para invitarle a la boda. Me dijo que por supuesto asistiría y trató de darme algunos buenos consejos: «Yo he hecho sufrir mucho a Amparo —me dijo— porque la política me ha quitado muchas horas de estar con ella y con mi familia. Ha sido ella la que ha sacado adelante a mis hijos, casi sin mi ayuda. No cometas tú ese error».

Cuando Adolfo se humanizaba era irresistible. Debo de haberlo escrito ya decenas de veces. No se trataba de lo que decía, sino de su manera de hacerlo. Te singularizaba de tal modo que llegabas a creerte por unos instantes que eras el único ser sobre la Tierra que de verdad le importaba. En aquel momento, después de una frustrante escala profesional en el diario Marca, yo acababa de fichar como redactor jefe de la revista Época, fundada unos días antes por Jaime Campmany. Como es inevitable que los periodistas llevemos marcado sobre la piel el hierro de la ganadería donde trabajamos, a mí me preocupaba que la revista se escorara demasiado a la derecha y que eso acabara por arruinar mis credenciales de equidistancia. Por eso me di de alta en el CDS. Quería poder esgrimir, si llegaba el caso, algún salvoconducto centrista. A Adolfo no le di toda la explicación completa, pero sí le dije que me había afiliado a su partido. «Bienvenido —me dijo—. Ahora sabrás lo que es la disciplina interna».

Gracias a Dios no tuve la oportunidad de saberlo. Jamás participé en un solo acto ni fui convocado a una sola reunión. Me limité, eso sí, a pagar religiosamente mi cuota de afiliado.

El de 1986 fue, por antonomasia, el año de la OTAN. Felipe González, cuando aún era jefe de la oposición, prometió que sacaría a España de la Alianza Atlántica por el mismo procedimiento que había utilizado Calvo-Sotelo para incorporarla: una votación en el Congreso de los Diputados. Más tarde prometió la convocatoria de un referéndum. La idea inicial era que los socialistas harían campaña en favor del «no» a la permanencia, pero con el tiempo, vistas las cosas desde la sala de máquinas del poder, la idea inicial dio un giro de 180 grados. Felipe González se volvió atlantista y tuvo que decir digo donde antes había dicho Diego. Cuando ya había convencido a toda su militancia de las maldades que entrañaba formar parte de una alianza militar tutelada por los estadounidenses, tuvo que convencerles de lo contrario. Lo malo pasaba a ser bueno. Tan arriesgada era la cabriola en el aire, que Adolfo me comentó, textualmente: «Felipe no tiene cojones a convocar el referéndum».

Sin embargo, los tuvo. Aún es más: el propio González tomó la decisión en su fuero interno de que si el «sí» en el referéndum no prosperaba, él dimitiría como presidente del Gobierno y se iría a su casa. No le quedaba más salida que echar toda la carne en el asador y poner a prueba su liderazgo. Por eso necesitaba toda la ayuda que las fuerzas políticas quisieran prestarle. Adolfo me dijo: «El otro día me llamó Felipe para que fuera a verle a su despacho. Fui y me contó que los servicios de inteligencia habían detectado un complot de terroristas libios, financiados por Gadafi, para asesinarme. Me dijo que tuviera cuidado y que extremara la vigilancia. Le agradecí la información. Luego quiso que habláramos de la OTAN y me pidió que le ayudara a ganar el referéndum. Le dije que no. ¿Y sabes qué? A los pocos días dio la orden de que me retiraran a los escoltas».

De todas las confidencias que me hizo a lo largo de nuestra relación, ésa fue la que más impacto me produjo. Es la que pone de manifiesto que el poder carece de escrúpulos y que hasta la vida vale muy poco si lo que está en juego es aquello tan rimbombante del interés del Estado. Con el transcurso del tiempo la piel se me hizo más dura y la idea de que el fin pudiera justificar los medios —a la vista, por ejemplo, de los horrores del GAL— empezó a parecerme tan abominable como siempre, pero desgraciadamente habitual. No me extraña que, después de lo que Adolfo me contó, sus relaciones con Felipe González entraran en una prolongada fase de distanciamiento. González salió airoso del referéndum, el 12 de marzo de 1986, y su liderazgo quedó reforzado a los ojos del mundo entero. Adolfo le llamó para felicitarle, pero Felipe no quiso ponerse al teléfono. Estuvieron mucho tiempo sin dirigirse la palabra. «Cada vez que me piden una entrevista en la prensa internacional —me dijo Adolfo por aquellas fechas— aprovecho la oportunidad para criticar duramente a Felipe González. Lo hago porque sé que es lo que más le duele de todo. No soporta que mine su prestigio exterior».

Así estaban las cosas cuando llegaron, el 22 de junio, las siguientes elecciones generales. El PSOE revalidó la mayoría absoluta, aunque perdió 18 escaños y más de un millón de votos; Alianza Popular se quedó más o menos como estaba, lo cual era terrible porque ponía de manifiesto que Fraga tenía un techo electoral claramente insuficiente para soñar con piruetas de altos vuelos; la Operación Reformista se pegó el tortazo terminal: fuera de Cataluña y Galicia, donde las marcas electorales eran Convergéncia i Unió y Coalición Galega, no sacó un solo diputado; Adolfo se convirtió, por contraste, en el triunfador moral de la jornada, no sólo porque se cumplió su profecía agorera respecto al futuro de Roca como líder nacional, sino también —y sobre todo— por los excelentes resultados del CDS, que conquistó 19 escaños y casi el 10 por ciento de los votos. Fueron, para la historia política de Adolfo, días de vino y rosas.

No recuerdo el momento exacto en que le escuché a Adolfo el análisis de los resultados electorales, y lo más probable es que la idea que tengo de él se forjara por acumulación de conversaciones diversas y sucesivas y no sólo por el influjo de una sola conversación aislada. Lo primero que me hizo ver es que en la batalla electoral habían competido, además de la izquierda de González y la derecha de Fraga, dos concepciones distintas de lo que debía ser la gobernabilidad de España. Por una parte estaba la de aquellos que habían creído que la alternancia sólo podía conseguirse pactando con los nacionalistas. De ahí que el alma del partido reformista hubieran sido Convergencia y Coalición Galega. «Ellos creían que podían subirse a la grupa de los nacionalistas, aprovechar su tirón electoral y moderar su tendencia centrífuga —me dijo—, sin darse cuenta de que las cosas habrían sido exactamente al revés: al aportar los partidos nacionalistas la mayor parte de los activos —escaños y votos— habrían sido ellos los que impusieran las reglas del juego de la coalición, fagocitando las posturas centralistas de Garrigues y compañía. Al final no habrían sido los nacionalistas los que hubieran moderado su discurso particularista, sino que habrían sido los demás los que habrían terminado por disimular su discurso integrador».

Frente a esa postura, Adolfo defendió otra bien distinta, que no pasaba por aliarse con los partidos nacionalistas, sino por buscar su derrota. Ése era el objetivo del CDS, según me dijo decenas de veces: convertirse en el partido que garantizara la gobernabilidad del Estado, promoviendo alternancias a derecha e izquierda sin hacerlas depender de la voracidad mercantil de los nacionalismos catalán y vasco. Con ese análisis Adolfo estaba planteando —creo yo— su gran preocupación de fondo, más allá de cuestiones ideológicas concretas: el problema nacional, su idea de España. Se equivocaría del todo, en mi humilde opinión, quien perdiera de vista que el patriotismo era el primer mandamiento de su decálogo político particular. Muchas veces me dijo sin ambages que no estaba satisfecho con el Título Octavo de la Constitución. No le gustaba. Fue el fruto de un amplio consenso, insatisfactorio para todos, y se dio por bueno —a mí me parece que con carácter provisional— para que no se paralizara la construcción del edificio democrático del Estado. Estoy absolutamente convencido de que en el ánimo de Adolfo anidaba la idea —aunque nunca se lo oí decir negro sobre blanco, las cosas como son— de revisar más adelante el debate de la organización territorial del Estado, no para desbaratar el Estado de las Autonomías, pero sí para ponerle límites. Claro que el proceso exigía, previamente, hurtarle a los partidos nacionalistas la capacidad de decidir en cada momento el color del Gobierno de turno. Tenía claro que mientras eso ocurriera sería imposible la reforma. Los resultados electorales del 22 de junio le acercaron mucho a su objetivo. De hecho, lo habría conseguido de no ser por el pequeño detalle, nada baladí, de que los socialistas, a pesar de los pesares, revalidaron la mayoría absoluta.

Las mieles del éxito se prolongaron durante tres o cuatro años más. Llamaron a su puerta algunos políticos procedentes del PCE —Ramón Tamames—, del PSOE —Carlos Revilla—, o del PSP —Raúl Morodo—, y en las elecciones municipales de junio de 1987 el CDS superó la barrera del 10 por ciento de los votos, convirtiéndose en la clave de centenares de ayuntamientos de toda España. Entre ellos el de Madrid. Todo su plan iba sobre ruedas. El calendario que había explicado a sus compañeros de partido contemplaba, en una primera fase, el reto de implantar el partido en todo el territorio nacional para hacer posible el salto en las elecciones generales de 1986 y en las autonómicas de 1987. Cumplida la misión, faltaba lo más difícil: preparar el asalto al poder en las elecciones de 1990.

Es más o menos entonces cuando entra en escena un personaje que va a desempeñar un papel fundamental en el tramo final de la biografía de Adolfo. Se llama Luis García Cereceda. Antes de dar a conocer su ocupación profesional advertiré al lector tres o cuatro cosas con carácter preventivo: primero, que es un tipo estupendo, muy amigo de sus amigos, entre los cuales me encuentro. Segundo, que se trata de una de las cabezas menos convencionales que yo haya tenido el honor de tratar a lo largo de mi vida: es innovador y tiene vista de largo alcance, así que va siempre un poco por delante de su época. Y la tercera, y la que más viene a cuento al efecto que nos ocupa, es que se trata de la persona, que yo sepa, que más ayuda contante y sonante le prestó a Adolfo de forma desinteresada. Dicho todo esto ya puedo descubrir que Luis García Cereceda es —lagarto, lagarto— promotor inmobiliario. Conozco las reglas básicas de la literatura y sé que bastaría dejar aquí este punto del relato para que los malpensados llegaran a sus propias conclusiones: Adolfo se convierte en la clave del Ayuntamiento de Madrid y justo entonces aparece en su vida, con ánimo de socorrerle, un promotor inmobiliario. ¿Raro, no? Y sugestivo, desde luego.

El primer favor que García Cereceda le hizo a Adolfo guarda relación con la operación de compra de todo el edificio de la calle de Antonio Maura, número 4. Una sociedad anónima con ese nombre, de la que Adolfo era administrador único, compró el edificio a un precio de ganga, 240 000 000 de pesetas, con un crédito de La Caixa a un interés del 10 por ciento durante el primer año y variable durante los años siguientes. Los administradores con carácter solidario de la sociedad fueron el hermano de Luis García Cereceda, Eduardo, y uno de sus socios, Francisco Peñalver. El inmueble, una vez remozado, se puso en alquiler para uso de oficinas. Uno de los arrendatarios que se instaló en la planta baja fue la Fundación Banesto. Ni que decir tiene que el presidente del banco, en aquella época, era Mario Conde.

Conde sintió admiración por Adolfo desde el principio. Una fotografía en la que ambos aparecen juntos durante una recepción en el palacio de El Pardo siempre ocupó un lugar destacado en el despacho del banquero. «Suárez y yo somos del mismo biotipo», solía decir a sus amigos. A mí —que no soy su amigo— me lo dijo con esas palabras en abril de 1992. Naturalmente, yo discrepo de esa afirmación. Es verdad que Conde incorporó, por mimetismo, muchos de los gestos y de las actitudes de Adolfo, pero entre los dos existían diferencias abismales. La ambición de Conde no tenía límites; la de Adolfo, sí. Adolfo pecaba de presunción, pero Conde pecaba de egolatría. Y, por añadidura, tenía además una visión bastante triste de la condición humana. Me lo hizo ver una vez, con su agudeza característica, Fernando Abril: «Mario creyó, al final, que todas las mujeres eran putas y todos los hombres comprables».

Que Conde ayudó en la financiación del CDS es un hecho cierto. Y que su ayuda dio lugar a la leyenda de un misterioso maletín con 300 000 000 de pesetas, también. Doy por hecho, por tanto, que Adolfo tenía con él deudas de gratitud. A partir de esa premisa no tengo ninguna duda de que Conde trató de cobrarlas en beneficio propio. Es decir, a mayor gloria de su proyecto político personal. En abril de 1988 algunas encuestas encargadas por el banquero le daban más popularidad a él que a muchos líderes del centro derecha. En esa fecha se reunió con Adolfo y le hizo esta propuesta: «Antonio Hernández Mancha ha estado hablando con Pujol de la posibilidad de apoyar tu candidatura a la Presidencia del Gobierno con los respaldos de Alianza Popular y de Convergencia. Me dice que Pujol está dispuesto a estudiar la operación. ¿No crees que sería una oportunidad fantástica para hacer una gran coalición de partidos de centro derecha? Las elecciones ya no están muy lejos y tú sabes mejor que yo que Felipe González no tendrá nada fácil la reválida de la mayoría absoluta».

Todos los acercamientos de Conde a Adolfo tuvieron siempre el mismo denominador común: conseguir el acercamiento de las dos formaciones políticas, AP y CDS, para construir lo que él denominaba la «casa común» del centro derecha. José María Aznar vio venir el peligro y en julio de 1988 le dijo a Fraga: «Don Manuel, si usted no vuelve, Adolfo Suárez se hace con el partido».

En lo único que Aznar se equivocaba, a mi juicio, fue en creer que era Adolfo quien tenía ganas de hacerse con el control de AP. El que de verdad lo quería era Conde. Sabía que si lo pedía directamente para él le darían con la puerta en las narices, pero si conseguía dárselo a Adolfo, intercambiar luego el título de propiedad era sólo cuestión de trámite. Bastaba un pacto entre dos. En esa estrategia se inscribe, sin duda, la operación promovida por Conde para desalojar a los socialistas Juan Barranco y Joaquín Leguina del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid mediante sendas mociones de censura. La idea se la vendió Conde a Adolfo durante un largo paseo que ambos dieron por los jardines del palacio de El Pardo con ocasión de la recepción oficial a la reina de Inglaterra, en octubre de 1988. Adolfo, para sorpresa de casi todos, se dejó querer. Y después de muchos meses de darle vueltas, cedió. La moción de censura contra Barranco prosperó y, gracias a ella, Agustín Rodríguez Sahagún se convirtió, en junio de 1989, en alcalde de Madrid. Sin embargo, la que debería haber colocado a Alberto Ruiz-Gallardón al frente de la Comunidad, en sustitución de Joaquín Leguina, fracasó porque un tránsfuga del PP llamado Nicolás Piñeiro, que meses antes había constituido un Partido Regionalista —el PRIM—, se abstuvo en la votación. Y, naturalmente, no lo hizo a cambio de nada.

—Te van a madrugar la presidencia, Alberto —le dije a Ruiz-Gallardón en su despacho de la Asamblea unos días antes del voto de censura.

—¿Por qué dices eso?

—Porque es el CDS quien controla al tránsfuga Piñeiro y al CDS no le interesa que triunfe la moción en la Comunidad. Sólo quiere que salga adelante la del Ayuntamiento.

—Creo que te equivocas —me dijo con cierto tono de superioridad.

—Mira, Alberto —le dije—, he visto en el Telediario que el hombre fuerte del PRIM, aparte de Piñeiro, es Juan Figueroa. Juan Figueroa es íntimo amigo de Luis García Cereceda y Luis García Cereceda es íntimo amigo de Adolfo.

Y todo era verdad. Ya he contado que, desde un año antes, García Cereceda y Adolfo tenían intereses comunes en la sociedad Antonio Maura Cuatro. Que eran íntimos amigos lo sabía hasta el apuntador. Lo que no todo el mundo sabía —pero yo sí— es que Juan Figueroa era un estrecho colaborador de Cereceda. Luis ordenaba y Juan ejecutaba: ésa era la regla básica de su modelo de relación. Yo lo sabía porque comía con frecuencia con ambos, jugábamos al mus y hacíamos apuestas electorales durante las sobremesas. Pero Alberto ni me escuchó. Como todos los políticos que conozco —y en esto no cabe invocar excepción alguna—, desdeñó la posibilidad de que un ciudadano del común, por muy periodista que fuera, pudiera manejar mejor información que él. Así que se descolgó con este escueto comentario: «Tu información está trasnochada. La relación entre Juan Figueroa y García Cereceda está rota desde hace tiempo».

Me encogí de hombros, musitando un dicho al que le tengo mucho aprecio, «Para ti la perra gorda», y me fui por donde había venido. Alberto Ruiz-Gallardón y yo éramos —y somos— amigos de media distancia. Nunca hemos sido íntimos pero siempre nos hemos llevado bien. Fuimos vecinos y compartimos viejas y queridas amistades. Yo había cumplido con mi obligación de prevenirle, y él con la suya de comportarse como un político al uso.

Naturalmente, al tránsfuga Piñeiro no hubo forma de moverle de la abstención, lo que salvaba a Leguina de la censura, y Alberto Ruiz-Gallardón se quedó con tres palmos de narices. La jugada a quien le salió redonda fue a Luis García Cereceda, que volvió a demostrar que era el más listo del grupo: supo venderle a Leguina —con quien se llevaba muy bien— que se había salvado gracias a su ayuda y, además, convenció al CDS, beneficiario de la moción de censura en el Ayuntamiento, para que nombrara concejal de Urbanismo a otro íntimo amigo suyo: José Luis Garro, que fue curiosamente —oh, sorpresa— quien le había presentado a Adolfo tiempo atrás. Y por si éramos pocos en este culebrón político-inmobiliario, anoten que el tal José Luis Garro era —abracadabra— hermano de Fernando Garro, por entonces brazo derecho de Mario Conde, el otro gran benefactor económico de Adolfo.

Ha pasado ya mucho tiempo de todo aquello pero aún me maravilla la habilidad que demostró Luis García Cereceda en aquella jugada a tres bandas. Su capacidad para llevarse bien con casi todo el mundo es proverbial. Cuando Alberto Ruiz-Gallardón ganó las elecciones y se convirtió en presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid por mayoría absoluta, Cereceda no sólo se hizo perdonar la faena de junio de 1989, sino que se ganó su amistad con mayúsculas. La relación entre ambos —todavía hoy— sigue siendo inmejorable. Me consta.

Por otra parte, bien mirado, que un promotor inmobiliario trate de llevarse bien con casi todo el mundo no deja de ser la cosa más natural del mundo. Le va en el sueldo. Lo contrario sería suicida. A Luis le conozco amigos de todo pelaje ideológico: desde Felipe González a Manuel Fraga. Y no todos son poderosos. Yo mismo —eso ya lo he dicho antes— me honro con su amistad desde hace bastantes años, a pesar de que bien poco puedo hacer por la buena marcha de su negocio. De hecho, le salgo carísimo, porque cada vez que me invita a comer en Casa Tere, un gozoso restaurante de Pozuelo de Alarcón, Amancio le arrea en la cuenta unos estacazos escandalosos. El gozo y el dolor, en Casa Tere, siempre van de la mano. Digo esto como público tributo a su generosidad —a la generosidad de Luis, no a la de Amancio—, que por si antes no ha quedado claro, suele prodigarla a cambio de nada. Con Adolfo, insisto, lo viene haciendo desde hace mucho tiempo.

No obstante, volvamos donde estábamos. La moción de censura que Mario Conde había trajinado haciendo de Celestina entre AP y CDS sirvió para retirar a Juan Barranco de la alcaldía de Madrid y colocar en su sitio a Agustín Rodríguez Sahagún. El nuevo alcalde, nada más serlo, me llamó por teléfono, me hizo ir a verle y, sin anestesia, me dijo:

—Necesito que dejes la radio y te vengas conmigo al Ayuntamiento. Necesito que seas mi jefe de Prensa.

—Y yo necesito que me dejes pensarlo —le contesté.

—Vale, pero date prisa.

Y me la di. Sólo hice dos consultas. La primera, por teléfono, a mi amigo Antonio Herrero.

—A cualquier otro —me dijo— le diría que no aceptara ni de coña. Ya sabes lo que yo pienso del tipo de periodismo que se hace en los gabinetes de Prensa. Pero en tu caso es distinto. Ya has demostrado que puedes ser un gran periodista y a ti lo que de verdad te gusta es la política, así que antes o después te dedicarás a ella. Por mi parte tienes todas mis bendiciones.

La segunda consulta, en persona, se la hice a Adolfo.

—Ni se te ocurra decirle que sí —me dijo sin titubear, rotundo como un mazazo.

—¿Por qué?

—Porque eso no es ni carne ni pescado. Como periodista sólo te puede perjudicar porque empaña tu independencia. Llevas muy buena trayectoria, tienes prestigio y convertirte ahora en el jefe de Prensa del alcalde de Madrid sólo te puede perjudicar. Por otra parte, si lo que quieres es dedicarte a la política, mereces algo mejor.

Luego me habló de Rodríguez Sahagún con gran cariño, es verdad, aunque con la reticencia entreverada que sugieren los adversativos: «Sí, pero». «Pero es muy suyo». «Pero a veces va por libre». «Pero le falla la vanidad». Tuve la impresión de que en el fondo estaba un poco molesto por el hecho de que Agustín no le hubiera dicho nada de la oferta profesional que me iba a hacer. Y, yendo más a lo hondo, estoy convencido de que trataba de decirme que el proyecto del CDS, a pesar de las halagüeñas apariencias, no terminaba de cuajar como él quería. No puedo decir que lo explicitara, pero ésa fue la impresión que me trasmitieron sus palabras. O, más que sus palabras, el tono general de su discurso. También puede ser que yo le haya atribuido esa carga de escepticismo a toro pasado, una vez que sé todo lo que ocurrió más tarde.

El declive del CDS, en efecto, ya había comenzado en el momento en que mantuvimos aquella conversación, y se hizo patente cuatro meses después, el 29 de octubre, en las elecciones generales, Adolfo perdió 5 de los 19 escaños que tenía en el Parlamento. Y lo que es peor: ni la derecha ni la izquierda daban muestras de debilidad electoral. El PSOE revalidó por tercera vez consecutiva la mayoría absoluta, y el PP, que estrenaba siglas y candidato después de la refundación capitaneada por Fraga, volvió a los 107 escaños. Aznar superó con buena nota la primera prueba de su liderazgo.

Forzado por las circunstancias, Adolfo cambió de estrategia. Después de tres años de distanciamiento, y sólo cuatro meses después de haberse aliado con la derecha en Madrid, apoyó la investidura de Felipe González. Mi impresión es que el electorado no entendió el bandazo. El CDS entró en barrena a una velocidad inversamente proporcional a la del fortalecimiento del nuevo PP de José María Aznar, que se vio favorecido por un espectáculo orgiástico de corrupción socialista a granel en todo el país. En las elecciones municipales celebradas el 26 de mayo de 1991, el CDS perdió los 8 concejales que tenía en el Ayuntamiento de Madrid y los 18 diputados de la Asamblea. Fue una hecatombe. También en el resto de España. Así que aquella misma noche, sin aguardar a ningún otro trámite, con la brevedad que ha hecho célebre el gesto de Castilla, Adolfo dimitió de todos sus cargos en el partido y se retiró para siempre de la actividad política.

La historia personal de Adolfo, a partir de ese instante, transitó por tres etapas muy distintas. La primera duró desde mayo de 1991 hasta enero de 1993: el adviento de la pasión. La segunda, desde enero de 1993 —cuando a su hija Mariam le diagnosticaron un cáncer de mama— hasta marzo de 2004: la vía dolorosa. Y la tercera, a continuación, se prolonga hasta nuestros días: la «otra vida», la del eclipse y la desmemoria.

De regreso a su cuartel general de Antonio Maura, lo primero que hizo fue poner orden en la intendencia. La sociedad propietaria del inmueble se transformó de anónima en limitada y Adolfo se hizo con el control absoluto de la empresa gracias al generoso desprendimiento de Luis García Cereceda. Sólo la Fundación Banesto, por el alquiler de la planta baja, pagaba al año 60 000 000 de pesetas. Con las necesidades básicas cubiertas, Adolfo no desplegaba más actividad conocida que recibir a los amigos que se interesaban por él en su despacho y viajar de vez en cuando por Hispanoamérica para dar conferencias muy bien pagadas. También aprovechó la quietud de aquellos días para ordenar los papeles que aún guardaba en cajas desde su salida del Palacio de La Moncloa con la ayuda de su hija mayor. José Manuel Lara, propietario de Planeta, le ofreció un cheque en blanco por sus memorias, pero Adolfo declinó la oferta. Fui a verle con bastante frecuencia en ese tramo de su vida. La mayor parte de las conversaciones retrospectivas sobre hechos históricos que he vertido en estas páginas se produjeron durante esa época. Era fácil hablar con él. Estaba relajado y seguía con mucho interés toda la actualidad diaria. No sólo la española. Su preocupación más acusada era el terrorismo.

—Nosotros pudimos detener varias veces a la cúpula de ETA —me dijo en una ocasión—, pero no lo hicimos.

—¿Por qué? —le pregunté extrañado.

—Porque si controlas la cabeza, controlas los movimientos de la organización. Si la descabezas, la banda se convierte en el rabo de una lagartija: sigue moviéndose, pero sin ningún control.

—¿Y tuviste alguna vez la tentación de negociar con ETA? —quise saber una vez que ya habíamos entrado en materia.

—Era algo impensable —me dijo—. Imposible de hacer si no era con el consenso de todas las fuerzas políticas. Nunca lo intentamos. Además, antes de acabar con el terrorismo debemos tener muy claro qué es lo que vamos a hacer al día siguiente. ¿Qué pasa el día después? ¿Qué clase de política hacemos?

Como la transcripción de mis notas no garantiza la literalidad de sus palabras diré, para aclarar posibles equívocos, que se refería a la dificultad de encarar la actitud de los partidos nacionalistas. Adolfo estaba convencido de que la escalada de sus reivindicaciones no tenía más límite que la independencia. El futuro de España, de su integridad territorial, era, creo yo, su preocupación política dominante. Claro que también le preocupaba el futuro de la monarquía. Un día me dijo:

—Yo creo que la monarquía es útil, pero también creo que corre grave peligro de desaparecer. Está seriamente amenazada. El príncipe Felipe lo haría mejor. Está más preparado. Y, sobre todo, tiene algunos límites morales. El Rey, no. Sólo dice que guarda algunas lealtades.

—¿Y la Reina? —le pregunté.

—La Reina es otra cosa. La Reina es formidable. El Rey está celoso de mi relación con ella y no quiere que me cuente cosas.

Sobre política internacional sólo hablábamos de vez en cuando. En su época presidencial se llegó a decir que Adolfo se había aficionado tanto a ella que durante largas temporadas no hablaba de otra cosa que del cuello de botella del estrecho de Ormuz. Durante sus años de retiro dorado me dijo en una ocasión: «Estuve a punto de ser el secretario general de la ONU antes que Boutros Ghali. Menos mal que al final se torció la cosa, porque estoy seguro de que me habrían echado a mitad de mandato».

Creo ambas cosas. Lo primero, lo de su nombramiento frustrado, porque no tenía ninguna necesidad de mentirme cuando me lo dijo. Y lo segundo, que le habrían echado a mitad de mandato, porque conozco su propensión a plantarle cara a los poderosos. Sus ideas, además, no siempre eran las más ortodoxas.

—Los países occidentales —me explicó en aquellos días con todo lujo de detalles— nos hemos equivocado en la manera de gestionar la caída del Muro. Hemos tratado de imponer la economía de mercado en los antiguos países del Este de golpe, a lo bestia. Por nuestra torpeza estamos provocando el regreso de los viejos comunistas. Teníamos que haber hecho las cosas gradualmente, protegiendo primero los derechos humanos, introduciendo poco a poco el pluralismo político y acostumbrando a los ciudadanos paulatinamente a la idea —para ellos desconocida— de la libertad. El país que lo está haciendo menos mal es China, aunque reconozco que allí no se respetan los derechos humanos.

—¿Entonces eres pesimista por lo que pueda pasar en los países del Este?

—Gorbachov es un robacorbatas sin ningún proyecto. He estado hablando con los ministros de Yeltsin. Tienen montones de misiles nucleares pero no tienen dinero para tratarlos adecuadamente, con lo que cualquier día de estos, ¡ríete tú de lo de Chernobil! En Occidente somos tan brutos que les pedimos que los destruyan, pero no les damos dinero para ayudarles en los procesos de desarrollo económico. Los países asiáticos, entre tanto, les están haciendo ofertas multimillonarias por el arsenal nuclear.

Lo mejor de aquellos encuentros a tumba abierta en su despacho de Antonio Maura es que me devolvieron la imagen del Adolfo que yo había conocido de niño y de adolescente, como si el paso por el poder no le hubiera robado esa parte del alma que, como les ocurre a los indios ante los espejos, se cobra el dios de la vanidad. Le gustaba la competición dialéctica, la respuesta rápida y el ingenio. Hablaba sobre todo de política, sí, pero de vez en cuando descubría un pliegue oculto de su intimidad: «Sonsoles se ha empeñado en casarse con ese mariquita de Pocholo Martínez-Bordiú —me confesó en cierta ocasión—, a pesar de que le he suplicado que no lo haga. Estoy convencido de que no va a ser feliz. En vista de que no he podido evitarlo, hice llamar a ese cretino y le dije: “Te lo diré sólo una vez: si tratas mal a mi hija, si le haces daño o le pones la mano encima, te juro que yo mismo te doy dos hostias y no te dejo un solo hueso en su sitio. Quedas avisado”».

Desgraciadamente, el aviso sirvió de poco y a los dos años, como es bien sabido, su hija Sonsoles se divorció del sobrino nieto de Franco y se fue cuatro años a Mozambique. De sus hijos, delante de mí, hablaba poco, pero siempre bien. Sólo una vez le oí lamentarse de la suerte que estaba corriendo su hijo Javier. Veía poco a Laura y no entendía su pintura, pero le encantaba su sensibilidad. Con Mariam se le caía la baba. Después de su boda se había ido a vivir con su marido a Nueva York. Adolfo quería que su primer nieto naciera en Estados Unidos para que pudiera llegar a ser el inquilino de la Casa Blanca. De su hijo Adolfo estaba profundamente orgulloso. Vigilaba cada paso de su trayectoria profesional.

En enero de 1993 a Mariam le diagnosticaron un cáncer de mama en estado muy avanzado. Tanto, que los médicos le aconsejaron a Adolfo que no hiciera nada y que la dejara vivir feliz y contenta el poco tiempo que le quedaba de vida.

—De eso nada —respondió él—. Lucharemos. Haremos lo que haga falta.

—¿Qué es lo que tengo, papá? —le preguntaba insistentemente su hija.

—Tú lo único que tienes es un cáncer de pecho que ha sido cogido a tiempo —mintió su padre.

En un libro muy emocionante —Diagnóstico: cáncer— Mariam contó algunos detalles de su enfermedad y del ambiente familiar que se formó alrededor de ella. «Desde el primer momento se formó a mi alrededor lo que los americanos llaman “grupo de apoyo”. El mío estaba compuesto por mis padres, mi marido y mi hermano Adolfo. Iban conmigo a todas partes. Nunca me dejaban sola. Jamás lloraron delante de mí, jamás dejaron de apoyarme, jamás dejaron de mantenerme animada con su aliento permanente».

Mucho más tarde, Amparo comentó en voz alta: «Tendrían que habernos dado el Oscar al mejor actor. Teníamos que turnarnos en el pasillo para llorar y que no se nos notase al entrar en su habitación».

La idea de dosificar la información y de constituir el grupo de apoyo al que Mariam se refiere en su libro fue de Adolfo, fiel a una teoría que le escuché en más de una ocasión: «De alguna manera existe una especie de comunión entre el enfermo y quienes le cuidan. El ánimo de los enfermeros se trasmite al enfermo. Y al revés. Los que cuidan a los enfermos no curan si no les mueve un sentimiento de amor, de afecto y de cariño».

Así que Adolfo se volcó en cuerpo y alma en la tarea de trasmitirle salud y ganas de vivir a su hija. Durante meses no se dedicó a otra cosa. Y lo hizo tan bien que su hija ha dejado escrito este recuerdo conmovedor: «Una semana después cogí la maleta y me fui a ver a mis padres a Mallorca. Papá me estaba esperando cuando bajé del avión. Enseguida solté la maleta y corrí a su encuentro. Estaba guapísimo. Nos abrazamos emocionados. Alguien se hizo cargo de mi maleta y papá y yo nos dirigimos juntos y cogidos de la mano hacia el coche. Una vez más, su sola presencia fue para mí una de las mejores ayudas. Me dio un poco de su jarabe insustituible sólo con mirarme». Para hacer bien su tarea, Adolfo abandonó todo lo demás. Desapareció del mundo. Primero en Estados Unidos y después en Navarra no se despegó de la cabecera de la cama de Mariam. El tratamiento era muy caro —sólo la primera operación quirúrgica y los gastos de hospitalización de Houston ascendieron a 37 000 000 de pesetas—, y para costearlo no dudó en vender la casa de Ávila. Después de un año de lucha encarnizada contra la enfermedad, Mariam, contra todo pronóstico, recuperó un tono vital más que aceptable. Incluso surgió la esperanza de su total curación. Adolfo, poco a poco, se fue relajando y reanudó una cierta actividad social.