Capítulo III
EN EL PELOTÓN DE CABEZA

Durante cien días, desde el 22 de marzo hasta el 12 de junio de 1975, Adolfo se consagró casi en exclusiva a la tarea de conseguir que las asociaciones políticas, la única vía disponible para avanzar hacia un paisaje de pluralismo controlado, adquirieran el atractivo necesario. Resultaba fundamental conseguir la complicidad de algunas personalidades políticas, de dentro y de fuera del Régimen, para que el proyecto fuera creíble. De las catorce asociaciones que se inscribieron en el registro, sólo dos podían considerarse serias: la Unión Democrática Española, liderada por el ex ministro Silva Muñoz, de tinte democristiano, y la Alianza del Pueblo, promovida por Solís, que cobijaba a algunos de los hombres más o menos templados del franquismo. De forma oficiosa, pero no secreta, los responsables de la Secretaría General del Movimiento habían establecido contacto con algunas personalidades alejadas de la actividad política oficial cuyos nombres o decían muy poco o decían cosas demasiado antiguas. Hubo conversaciones con Joaquín Ruiz-Giménez, Antonio Garrigues y Díaz Cañabate, Mariano Robles Romero Robledo —un abogado laboralista que defendió a algunos detenidos de la oposición— y Juan Fernández Figueroa, un veterano alférez provisional que luego se definió como falangista de izquierdas, propietario de la revista Índice y buen amigo de algunos socialistas ilustres como Curro López Real o Enrique Múgica. Más en secreto, Adolfo extendió el abanico de contactos con algunos representantes del sector histórico del PSOE, derrotado en Suresnes por la leva emergente que lideraba Felipe González. También se reunió varias veces con Raúl Morodo, que ya actuaba por entonces como sobresaliente de espadas de Enrique Tierno Galván. Sin embargo, durante una conversación que mantuve con él en 1995, mientras preparaba la publicación de El ocaso del Régimen, Adolfo me contó que no recordaba como trascendentales ninguna de las conversaciones citadas.

—¿Tuviste más? —le pregunté.

—Sí, claro. Tuve una con Carlos Hugo y varias con Gregorio López Raimundo, que era el enlace que tenía Santiago Carrillo en el Partido Comunista del interior. Pero, sobre todo, crucé varias cartas con Salvador de Madariaga. Aún las conservo. Son unas cartas muy interesantes. Y tremendamente afectuosas.

Vistas las cosas con ojos actuales no se puede decir que la exploración del territorio por donde se movían las principales personalidades de la fe democrática resultara excesivamente aventurada, aunque no fue tan poca cosa si se tiene en cuenta cuál era la situación de la época. Apenas dos meses antes, el 8 de abril de 1975, Carlos Hugo se había convertido en el pretendiente carlista a la Corona de España tras la abdicación de su padre. El discurso del partido que aglutinaba a sus seguidores se había instalado en posiciones de izquierdas, próximas a un socialismo autogestionario y federalista. Respecto al Partido Comunista, cuyo máximo representante en el interior era efectivamente Gregorio López Raimundo, poco hay que decir que no se sepa: no era un partido de oposición más, era la oposición por antonomasia. Su capacidad de convocatoria de militantes antifranquistas estaba a años luz de la del PSOE. El hecho de que Adolfo hubiera buscado su interlocución, sin embargo, no significa que estuviera en su ánimo la idea de darle entrada en el juego político. Eso era algo impensable. Los servicios secretos del Movimiento, que filmaban discretamente las reuniones de la Junta Democrática, hacían llegar informes a la Secretaría General alertando sobre una posible alianza entre Santiago Carrillo, Felipe González y José María Gil Robles. Sin embargo, la tolerancia política de Carrillo no se planteó jamás. La frontera de lo admisible se situaba en el equivalente a la socialdemocracia alemana. El marxismo era, sencillamente, una linde infranqueable.

Lo era, al menos, en el cálculo de los jerarcas del Movimiento. El príncipe, en cambio, oteaba el horizonte con prismáticos de largo alcance. Por aquellas fechas, a pesar de que Franco aún no daba síntomas de querer enfilar el callejón de las previsiones sucesorias, Juan Carlos ya estaba dándole vueltas al perfil de la persona que debería ocupar, llegado el momento, la Presidencia del Gobierno. No podía ser Arias, porque con él las reformas democráticas serían implanteables. Ni Fraga, porque su arrolladora personalidad eclipsaría a la del nuevo jefe del Estado. Ni Silva, porque era «confesional» y en las monarquías europeas no hay partidos confesionales. Ni López Rodó, porque su significada pertenencia al Opus Dei, como socio numerario, despertaba muchos recelos. El 30 de abril el príncipe le confesó al propio López Rodó que esos descartes eran ya definitivos (en realidad le habló de los tres primeros, no del suyo; el afectado se enteró de que él tampoco entraba en los planes del futuro por una confidencia de otro ex ministro, Fernández de la Mora, que también era visitante asiduo del palacio de La Zarzuela). Viene esto a cuento porque en la lista de candidatos posibles figuraba ya el nombre de Adolfo, si bien es verdad que con dos anotaciones que rebajaban la nota media de su calificación: las recientes apariciones en público con camisa azul y su condición de socio supernumerario del Opus Dei. A su favor estaban la juventud, la experiencia, la química personal y, sobre todo, las notas que había hecho llegar al príncipe resumiendo sus puntos de vista sobre la transición política que se avecinaba. Una copia de esos apuntes, encuadernados entre cartulinas amarillas, había llegado a manos de Franco. Lo sé porque me lo contó el doctor Pozuelo, su médico personal, durante una entrevista que mantuve con él en marzo de 1995. Franco le comentó: «Este hombre es de una ambición peligrosa, Pozuelo. No tiene escrúpulos».

Esas notas que tanto irritaron a Franco deben de ser las mismas a las que hace referencia Adolfo Suárez Illana cuando afirma que su padre le había dicho al futuro Rey, mucho antes de que diera comienzo la Transición, que él sabía cuál era el mejor plan para alumbrar la democracia. Según su testimonio, cuando el Rey nombró a Adolfo presidente del Gobierno, le dijo: «Ahora es el momento de realizar lo que escribiste en aquel papel».

Adolfo Suárez hijo afirma que las notas fueron escritas mientras su padre era gobernador civil de Segovia. Yo, humildemente, creo que se equivoca. En todo caso, lo sustantivo no es el cuándo, sino el qué. El hecho cierto es que a Juan Carlos los comentarios de Adolfo sobre la mejor forma de encarar el futuro le parecieron afortunados. Tanto, que incluyó su nombre en la lista de políticos que podían llegar a presidir el Consejo de Ministros.

Como vicesecretario general del Movimiento su tarea de aquella hora consistía en ayudar a mi padre a poner en pie la gran asociación política, el «frente político amplio», como él lo llamaba, con el que los políticos aperturistas del Régimen debían afrontar el advenimiento de la democracia en condiciones de cierta supervivencia. La asociación se llamaba Unión del Pueblo Español y a ella se adhirieron, gracias a la mediación de Adolfo, algunas personas que después desempeñarían un papel destacado en los momentos de la Transición. Entre otros, Fernando Abril, Federico Mayor Zaragoza, Hernández Gil, López Bravo, Martín Villa, Rafael Anson o Carmen Díez de Rivera.

A quien Adolfo no pudo convencer fue a López Rodó, a pesar de su insistencia. El día 10 de junio, durante una tensa conversación telefónica, el ex ministro respondió a su invitación con cajas destempladas: «No me convence esa asociación, Adolfo. La lista de promotores es muy floja. Está todo el desecho de tienta del partido único. Es un engendro incapaz de inspirarle confianza al país».

Adolfo se enfadó más de la cuenta y la conversación acabó como suelen acabar las riñas telefónicas: con el auricular colgado de un porrazo. Traigo este incidente a colación por tres razones distintas. La primera, porque tiene morbo imaginar a dos políticos del Opus Dei, institución a la que generalmente se acusa de cortar por el mismo patrón a todos sus miembros, enzarzados en una zaragata telefónica por discrepancias políticas tan acusadas. Creo que ejemplifica bastante bien una verdad generalmente negada por sus detractores: que el Opus Dei, incluso durante la época del franquismo, no tuvo nunca una postura política homogénea y que sus miembros ejercieron su libertad individual para identificarse, o no, con los mismos proyectos políticos. La segunda, porque ejemplifica muy bien el valor que Adolfo le daba a la amistad. La que le unía a mi padre, a quien consideraba su jefe político, le hizo ponerse al servicio de una causa —en la que acaso en su fuero interno no creyera del todo— que le enfrentaba a uno de los políticos con más ascendiente delante del príncipe. Y en cuanto a la tercera razón, su porqué se verá enseguida. Antes, como un ejercicio premeditado de caución, debo insistir en que la relación de amistad entre mi padre y Adolfo era muy profunda. De hecho, cuando le dio posesión como vicesecretario, el 22 de marzo de 1975, mi padre dijo de él: «Puedo aseguraros que he tenido que pasar por encima de la amistad que nos une para proponer su nombramiento. No porque ésta fuera un obstáculo, sino porque no quisiera que nadie viera en ella la razón, ni siquiera remota, de su designación. Creo que en los momentos actuales de España, Adolfo puede ser, para esta casa, un hombre capaz de servir con eficacia y acierto el cargo que acaba de jurar».

¿Que por qué hago tanto hincapié en el asunto de la amistad? Por esto: el 12 de junio, cuando regresaba de un acto político en Palencia, el coche oficial en el que viajaba mi padre se empotró contra el eje trasero de un camión Pegaso que se había saltado un ceda el paso a la altura de Adanero. Quiero pensar que la muerte fue instantánea. Años más tarde, un espía legendario del franquismo me dijo:

—Tu padre no murió en un accidente. A tu padre lo asesinaron.

—¿Quién?

—Un amigo suyo. Bueno, él creía que era amigo suyo. Vive. Y está muy elogiado ahora.

—¿Cómo se llama?

—No te lo voy a decir.

—¿Se refiere usted a Adolfo Suárez?

—Sí. A tu padre lo asesinó Adolfo Suárez.

Será mejor que empiece por el principio. Los recuerdos que tengo de aquel 12 de junio son extrañamente nítidos. A pesar de que estábamos metidos de lleno en los exámenes finales, yo había pasado buena parte de la tarde, soleada y tibia, jugando al ping-pong con Antonio Herrero en unos billares de Pamplona. Lo dejamos estar después de que me ganara el último desempate, alrededor de las nueve de la noche. Apenas me había dado tiempo a sentarme a cenar en una mesa esquinada del comedor del colegio mayor donde vivía cuando vinieron a decirme que mi padre me llamaba por teléfono. Con guasa, comenté en voz alta: «Eso es que le han cesado».

En una cabina telefónica oscura y sin ventilación mis palabras producían un eco sordo. No era mi padre. Era mi hermana María. Nunca se le ha dado bien eso de marear la perdiz, así que fue directamente al grano: «El papá ha tenido un accidente y parece que se ha muerto».

Por el tono de su voz, entero pero solemne, y sobre todo porque al carácter de mi hermana no le va en absoluto el humor negro, supe inmediatamente que me estaba diciendo la verdad. La única concesión que se permitió para edulcorar el impacto de la noticia fue aquel compasivo «parece» con que introdujo la negra y paralizante referencia a la muerte. A partir de ahí, durante un buen rato, mis actos no respondieron al dictado de la razón, sólo se dejaron llevar por ese misterioso resorte de automatismo motriz que esconde el comportamiento humano en algún lugar de la memoria genética. Sin que mediara ninguna orden consciente, el yo que estaba enganchado al teléfono preguntó:

—¿Pero es seguro? ¿Se ha muerto?

—Sí —respondió ya sin el parapeto del «parece»—. Te lo digo para que reces.

Aún hice un intento más de alejarme de aquella cita horrible con lo irreversible.

—María, si es una broma no tiene ninguna gracia —me escuché decir inopinadamente.

—No lo es. Ha sido un accidente de coche. El papá se ha muerto. Te lo digo para que reces. ¿Vas a venir?

—Claro.

No recuerdo quién colgó de los dos. La conversación fue muy breve. No creo que durara más de un minuto. Salí de la cabina, ya huérfano, y sin saber por qué me dirigí al comedor. Me acerqué al rector del colegio y le dije que mi padre había muerto. Me escrutó con cara de cierta conmoción, supongo que para calibrar la autenticidad de lo que acababa de decirle, y coligió por mi rostro que el asunto iba en serio. Se levantó de su silla como impulsado por un resorte, me cogió del brazo y me dijo:

—Estás pálido. Ven a mi despacho.

Y fui. Supongo que habría ido a cualquier parte que me hubiera dicho. Me hizo varias preguntas que no supe responder. Por fin acertó a pedirme el número de teléfono de mi casa en Madrid y, por su cuenta y riesgo, llamó para que alguien pudiera explicarle exactamente lo que había pasado. En esas llegó el médico del colegio y me ofreció un tranquilizante. Le dije que yo no necesitaba ningún tranquilizante, porque estaba suficientemente tranquilo, pero volvió a hacer referencia a mi palidez y me pidió que me lo tomara. Lo hice. Aquella noche, en el tren, camino de Madrid, dormí de un tirón.

En el momento del accidente mi madre estaba en los toros con Adolfo y Amparo. Era la corrida de la Asociación de la Prensa. Franco la presidía. Primero avisaron a Adolfo, que trató de acolchar la noticia cuando se la trasladó a mi madre.

—Fernando ha tenido un accidente, Joaquina —le dijo.

Ella le miró a los ojos. Durante unos segundos le aguantó la mirada, inmóvil, escrutadora, tierna. Y sin dejar de mirarle, con la voz a media asta, musitó:

—Ha muerto, ¿verdad?

Adolfo no pudo tragarse las lágrimas. Asintió con la cabeza. Y la abrazó.

—Vámonos —le pidió él mientras la atraía cogiéndola del brazo. Mi madre se limitó a decir, sin perder en ningún momento el dominio de sí misma:

—Sé que está en el cielo, Adolfo. Ahora nos ayudará desde el cielo.

A Franco le dieron la noticia sus ayudantes, que antes habían consultado con el doctor Pozuelo, también presente en el festejo, si debían decirle toda la verdad. Pozuelo les acompañó para medir la reacción emocional de su paciente. Muy impresionado, Franco comentó dirigiéndose a él: «Herrero era todo un caballero, con una gran capacidad de trabajo. Sin embargo, alguno de los colaboradores de su equipo le estaba traicionando».

Vicente Pozuelo, según me contó en la conversación de marzo de 1995 a la que ya he hecho referencia anteriormente, entendió enseguida que la denuncia del jefe del Estado iba dirigida a Adolfo. No era la primera vez, me dijo, que se refería a él en términos más o menos parecidos.

La capilla ardiente quedó instalada en el Salón de Pasos Perdidos del Consejo Nacional, el mismo palacio donde hoy en día se encuentra el Senado, y tengo entendido que la noche del velatorio fue terrible. Adolfo me contó tiempo después que no pudo contener su indignación al ver que la mayoría de los políticos que acudieron a la vela estaban más interesados por intercambiar información sobre la posible identidad del ministro que debía reemplazar a mi padre que por rezar ante su cadáver. Al ver a Laureano López Rodó, el recuerdo de la tensa conversación telefónica que habían mantenido dos días antes le avivó la furia.

—Te prometo —me dijo cuando evocó la escena— que si me hubiera dicho alguna impertinencia me habría ido a por él allí mismo.

Adolfo aguantó en pie hasta las seis de la mañana a que la clase política le diera el pésame por partida doble.

—Con sus palabras —me explicó— me daban el pésame por la pérdida del amigo, pero con sus pensamientos lo hacían porque estaban convencidos de que mi carrera política había quedado truncada para siempre aquella noche.

Cuando llegué a la estación de Madrid, a la mañana siguiente, un coche de la Secretaría General me estaba esperando con la prensa del día amontonada en el asiento trasero. La portada del diario ABC me resultó especialmente impactante. Era una foto de la cara de mi padre a toda página, recuadrada con una orla negra. Al verla me di cuenta por primera vez de que era una cara que no iba a ver nunca más en persona. Traté de recordar cuándo había sido la última vez que la vi para grabarla en la memoria. Y entonces le recordé tres meses antes, apoyado en el quicio de la puerta de mi dormitorio, en pijama, con el pelo revuelto, asegurándose de que había oído la alarma del despertador. No quería que perdiera el avión, muy tempranero, que debía devolverme a Pamplona. Aquel pensamiento fue un zarpazo. Tan seco, tan inesperado, tan franco, que inoculó el dolor directamente en el hondón de la garganta. Pero no hubo lágrimas. Aún no.

Vi a Adolfo por primera vez durante la misa corpore insepulto que se ofició en el mismo Salón de Pasos Perdidos del Consejo Nacional, pero no pudimos hablar porque la solemnidad funeraria de la celebración, unida al rígido protocolo que imponía la presencia de Franco y de los príncipes, nos obligaba a estar clavados en nuestro sitio como estacas marciales. Me gustaría decir que, en tales circunstancias, el recuerdo más recurrente que conservo de la escena guarda relación con las profundas tempestades desatadas durante la procesión interior, pero mentiría. Lo que recuerdo por encima de todo, y además con verdadero horror por la humillación que aún me produce recordarlo, es el ridículo saludo que le dediqué a la princesa Sofia cuando se acercó a darnos el pésame: como mis hermanas habían hecho la reverencia de rigor, flexionando ligeramente las rodillas, yo mimeticé el gesto y me comporté como una mujer en vez de hacerlo como un hombre. Me consuelo pensando que casi nadie habría advertido la pifia y que, en todo caso, los que lo hubieran hecho lo achacarían a mi estado de enajenación transitoria. Aun así, todavía se me enciende la cara de vergüenza cada vez que ese recuerdo me viene a la cabeza. Por lo demás, Franco lloró a moco tendido cuando saludó a mi madre, de un modo parecido a como vi por las fotos que lo había hecho dos años antes frente a la viuda de Carrero Blanco. A continuación colocaron el féretro, arropado con la bandera de España, sobre un armón de artillería para trasladarlo al aeropuerto militar de Cuatro Vientos. La escena más plástica la vivimos allí. Mientras una grúa lo subía a la bodega del avión que debía transportarlo a Valencia, un pelotón de soldados le rindió honores militares. El silencio siempre es emocionante. El silencio enlutado, mucho más. Ni siquiera se escuchaba el sonido de la respiración, porque todo el mundo trataba de contener el aliento. Y de golpe, como un bramido desgarrador, como el tremendo lamento de un grito de pólvora, las salvas de los fusiles horadaron el viento. Yo me estremecí. Primero, por el sobresalto. Luego, por la emoción. Finalmente, por la entereza de mi madre y de mis hermanos. Adolfo estaba con nosotros. Tenía los ojos enrojecidos. Fue entonces cuando descubrí que, en mi orfandad, yo ya había comenzado a llenar el hueco provocado por la ausencia irremediable de mi padre. Verle allí me reconfortaba. Me daba seguridad.

Durante el vuelo a Valencia atravesamos una tormenta y un rayo cayó en uno de los motores del avión. El estruendo fue terrible, pero nadie se inmutó. Me acerqué al asiento que ocupaba Adolfo. Hablaba con Tomás Pelayo y con Eduardo Navarro de su futuro: «Sé que me dan por muerto políticamente —le oí decir— pero después de la muerte de Fernando todo me da igual. ¿Sabéis lo que más le preocupaba a él? ¡Su alma!».

Fuimos de Valencia a Castellón en coche y luego, desde la Plaza Mayor hasta el cementerio, a pie detrás del coche fúnebre, abriéndonos paso en medio de una impresionante muchedumbre de amigos y curiosos. El presidente Arias y un buen número de ministros habían acudido al entierro y atrajeron la atención de la gente. Más tarde, durante la litúrgica palada de tierra sobre el ataúd, vi llorar a Adolfo por segunda vez.

Antes de volver a Madrid, Adolfo estuvo con nosotros un rato en la villa frente al mar donde pasamos los veranos. Mi hermano Fernando le preguntó por el accidente. Él nos contó lo que sabía: que a mi padre le debía estar doliendo la cabeza porque no había querido que nadie fuera con él en el coche y le había pedido al conductor que parara en una gasolinera porque quería tomarse una aspirina. El coche de escolta, que iba detrás, vio venir el golpe mucho antes de que se produjera. El camión no respetó el ceda el paso porque tal vez creyó que le daba tiempo a cruzar, pero el Dodge no disminuyó la velocidad. Pablo, el conductor, se había girado unos instantes para decirle a mi padre que iban a parar enseguida en una gasolinera cercana. Cuando volvió a mirar al frente ya tenía el eje trasero del camión a un palmo de sus narices. No le dio tiempo a frenar, sólo a sujetarse con todas sus fuerzas al volante. En la calzada no había rastros de frenada alguna. Mi padre, que iba con los ojos cerrados, salió catapultado hacia delante y recibió un golpe en la cabeza mortal de necesidad. Pablo resultó ileso.

—¿Entonces, tú crees que no hay ninguna duda de que se trató de un accidente? —preguntó mi hermano Fernando.

—Yo creo que no hay ninguna duda —respondió Adolfo—. Había un coche estacionado cerca del accidente, un Dauphine amarillo, pero lo hemos investigado y no parece que haya nada raro. Además, cualquier hipótesis que no sea la del accidente pasaría, forzosamente, por la complicidad de Pablo.

Delante de mí, Adolfo nunca más volvió a hacer referencia al accidente que le costó la vida a mi padre. Algunas personas me han preguntado con cierta frecuencia que por qué nunca lo investigamos a fondo. Creen que pudo tratarse de un atentado. Yo, no. A pesar del empeño de ciertos libros por envolverlo en una leyenda de misterio, con el imaginario fundamento de que las tragedias, en política, rara vez son casuales, yo siempre he creído que a la verdad se suele llegar por el camino más recto. En este caso habría que dar grandes rodeos, casi paranoicos, para dar por razonable la tesis del atentado. Antes ya he hecho referencia a la llamada que me hizo Luis María Anson mientras trabajaba en la redacción de su Don Juan. El periodista Manuel Campo Vidal, autor de un libro sobre Carrero, también me trasladó en su momento conjeturas parecidas. Y, más tarde, el historiador Ricardo de la Cierva. Pero el más insistente de todos fue, sin duda, José Manuel Lara, fundador de la editorial Planeta: «A tu padre lo asesinaron. No te lo digo porque lo crea, te lo digo porque lo sé».

Lara era un tipo irrepetible, expansivo como buen andaluz, simpático, conversador, ciclotímico y, sobre todo, buena persona. Había trabado amistad con la mayoría de los autores que publicaban libros en su editorial —yo entre ellos— y por esa razón manejaba muchas claves de la historia española contemporánea.

—¿Y por qué lo sabes? —le pregunté, incrédulo.

—Porque me lo ha dicho el espía más importante del franquismo.

—¿Y quién es ese espía tan importante?

—Se llama Ángel Alcázar de Velasco.

Si hasta ese momento mi escepticismo era grande, a partir de entonces se hizo grandísimo. ¡Claro que había oído hablar de Alcázar de Velasco! Mi idea era que se trataba de un loco divertido, bonachón, disparatado, con una portentosa imaginación y una biografía más portentosa todavía. Nacido en 1909 en la villa alcarreña de Mondéjar, fue mozo de taberna, aprendiz de torero a los doce años, novillero desde 1928, periodista más tarde, Palma de Plata de la Falange, cómplice de Sanjurjo durante el alzamiento del 18 de julio en Sevilla y espía destacado durante la II Guerra Mundial. Siendo mi padre fiscal del Tribunal Supremo, en 1973, el nombre de Alcázar de Velasco apareció vinculado a algunos informes que trataban de adjudicarle la autoría del atentado de Carrero Blanco a la CIA. Esos informes hablaban de la llegada a la base aérea de Torrejón, procedentes de Fort Bliss, de diez minas terrestres antitanque que, según el servicio de inteligencia francés, el SDECE, iban a ser utilizados para acabar con la vida del príncipe. Tras el atentado contra Carrero, los agentes del SDECE destacados en Madrid establecieron que las cargas no fueron detonadas mediante cables, sino a través de células electroolorizantes. Bastó con impregnar a la víctima de una minúscula gota de perfume para activar el detonador. La conducción alámbrica que prepararon los terroristas sólo sirvió —concluía el informe— para desorientar a los investigadores y a los propios miembros del comando etarra que reivindicó el magnicidio.

No se trata ahora de discutir la posible complicidad de la CIA en el asesinato de Carrero —que por otra parte ha sido defendida por el agente secreto García de la Mata, alias Cisne, en un libro publicado en 1986 y contemplada también por Ricardo de la Cierva en su obra Franco—, sino de juzgar la credibilidad de Alcázar de Velasco como fuente informativa. Yo tuve una larga conversación con él, a magnetofón abierto, en el mes de enero de 1995. Me recibió en su casa, cerca del madrileño estadio Vicente Calderón, y después de dos horas de amable cháchara llegué a la conclusión de que una de dos: o él estaba loco de remate o el mundo corría serio peligro.

—¿Cómo conoció a mi padre, don Ángel?

—Lo conocí en Ávila y nos hicimos muy buenos amigos. Él tenía muy buenas referencias de mí. Todos los españoles en aquel tiempo conocían mi trayectoria. Fuimos buenos amigos, hasta que vino a la Secretaría General del Movimiento. Entonces empezamos a colaborar con la información que yo le daba. Colaboré con él muy estrechamente. Él fue quien me previno.

—¿De qué le previno?

—Me dijo que se habían inventado sobre mí la cosa más funesta que es posible inventar sobre un ser humano: que estaba loco.

—¿Le pidió información sobre la muerte de Carrero?

—Oh, sí. Mucha, ya lo creo.

—¿Y qué le dijo usted?

—Que las bombas de Carrero no las produjo la ETA. La ETA lo que ha hecho ha sido cobrar por decir que mató a Carrero.

—¿Cuánto cobró?

—Cincuenta millones de pesetas. Pero oiga…

—Dígame.

—Usted me está preguntando por un asesinato, el de Carrero, que es el mismo que hicieron con su padre. El mismo, aunque por otros medios: a la salida de un camión, alguien está en contacto por radio: «Ahora va por este sitio, está a tantos kilómetros, estate preparado… ¡Ahora!». Es la misma circunstancia que concurrió en el atentado fallido de Alfonso de Borbón, a la salida de una carretera con otro camión. Fue la misma técnica.

—¿Pero tiene usted alguna evidencia, don Ángel?

—Tengo evidencias y tengo notas. Las dos cosas. Tu padre no murió en un accidente. A tu padre lo asesinaron.

—¿Quién?

—Un amigo suyo. Bueno, él creía que era amigo suyo. Vive. Y está muy elogiado ahora.

—¿Cómo se llama?

—No te lo voy a decir.

—¿Se refiere usted a Adolfo Suárez?

—Sí. A tu padre lo asesinó Adolfo Suárez.

—¿Y qué motivos podía tener para hacerlo?

—Huy, huy, huy… Suárez era miembro de la CIA y lo sigue siendo. Le ordenaron hacer eso, lo hizo y se acabó.

—¿Y la CIA por qué quería matarlo?

—Porque era necesario para llegar al dominio del Gobierno Universal.

—¿Perdón?

—Los grandes servicios trazan un programa de lo que tiene que suceder en el mundo, y en ese programa está lo que debe suceder en España. Un ordenador será el que dirija la política y no habrá más banco que el Banco Universal.

—¿Y qué más cosas tenían que pasar en España?

—Estaba dispuesto que Fraga fuera el primer presidente de la III República.

—¿Y cómo se enteraba usted de esas cosas?

—Porque yo era el enlace entre España y Francia y tuve que ver en todo. También tuve que ver en la muerte de Kennedy.

—¿Y en la de Franco?

—Franco no murió el día que se ha dicho. Murió seis meses antes. Murió el día que quitaron a Vicente Gil, que era su médico personal.

—¿Y qué hicieron con el cadáver?

—Lo disecaron.

—¿Y qué hicieron con el Franco disecado?

—Pues es el que enterraron.

—¿Y el otro?

—El otro era un doble. ¡Quién sabe si murió el día que dijeron! Seguramente lo mataron…

—Don Ángel, ¿por qué tiene usted una foto de Saddam Hussein ahí en ese marco?

—Porque es miembro de la CIA y le ha prestado muchos servicios al Gobierno español.

—¿Insiste usted en que Adolfo Suárez mató a mi padre?

—Mire, usted es muy joven y pregunta cosas que no debería preguntar. Usted tiene que saber que si un ministro, del Gobierno y de la naturaleza que sea, sale a la calle, pisa una cáscara de plátano y se cae, esa cáscara la ha puesto alguien. Si el que sale a la calle, pisa la cáscara de plátano y se cae es el panadero de enfrente, pues entonces es una cosa casual. Pero lo otro no. No existe la casualidad cuando se trata de autoridades.

Como es lógico, nunca le conté a Adolfo esta conversación. Ni tampoco a mi familia. Alcázar de Velasco murió en mayo de 2001 a los noventa y dos años de edad. La documentación que guardaba en su domicilio desapareció. La robaron a plena luz del día.

A los pocos días de la muerte de mi padre, ignoro absolutamente por iniciativa de quién, mi madre, algunos de mis hermanos y yo fuimos a ver a Franco para brindarle la oportunidad —creo— de que nos diera el pésame con la debida parsimonia. Es curioso, pero no recuerdo en absoluto qué es lo que nos dijo durante la audiencia, a la que acudió acompañado por su mujer. Fue la única vez que hablé con él en toda mi vida y no recuerdo ni jota de lo que me dijo. Reconozco que ese detalle no dice mucho en favor de mi curiosidad periodística. Sí puedo decir, en cambio, que me impresionaron sus ojos. No sólo por su color, de un azul muy intenso, sino por su expresividad. Lo que he oído comentar es que la mayoría de la gente que iba a verle quedaba impresionada por la viveza de su mirada. Yo no estoy de acuerdo del todo. No es que sus ojos fueran muy vivos, es más bien que el resto de su encarnadura estaba muy muerta. El único soplo de vida que le quedaba a aquel cuerpo envejecido y enjuto afloraba como un chorro de codicia terrenal por sus ojos diminutos, que brillaban como guiños de charol. Por lo demás, todo lo que recuerdo de aquel encuentro es lo que le dije en el momento de la despedida:

—Excelencia, ¿puedo hacerle una pregunta indiscreta?

—Claro que sí. Hágala sin miedo.

—¿Usted, de qué equipo de fútbol es?

—En casa, soy del Real Madrid.

Nada más oír la respuesta, doña Carmen salió al quite con unos reflejos asombrosos:

—En casa —dijo— somos del Real Madrid. Pero fuera, del que mejor juega.

Entonces supe que era verdad la leyenda: doña Carmen, sin duda, mandaba mucho más de lo que parecía.

Algunos días después fuimos a ver a los príncipes. Tampoco recuerdo muy bien el menú de la conversación. El príncipe hizo alguna referencia a la peligrosidad del cruce donde había tenido lugar el accidente de mi padre y luego se afanó por explicarnos las dificultades que tenía para ayudar a su hijo Felipe a estudiar las matemáticas modernas.

—¡No hay quién las entienda! —exclamó antes de abrirse a una carcajada de bocanadas prolongadas y graves.

En esta ocasión lo que más me llamó la atención no fue la mirada de mi interlocutor, sino su voz. Parecía la voz de un pasmado. Recuerdo que cuando se lo comenté a Adolfo, me dijo:

—Es sólo la primera impresión. A tu padre le pasó lo mismo. Al principio creía que el príncipe era tonto de baba, pero luego se dio cuenta de que de tonto no tiene un pelo.

—¿Y tú qué opinas?

—Que sabe perfectamente lo que quiere. Tiene claro que la única salida posible es que España llegue a tener una democracia como la que tienen todos los países de nuestro entorno.

Debo decir que eso mismo es lo que dijo durante su despedida como vicesecretario general del Movimiento, el día 3 de julio de 1975. Es curioso que ninguno de sus biógrafos haya subrayado la valentía que demostró en ese discurso. En él dejó muy claro que su compromiso con la democracia no le sobrevino a última hora, poco menos que en un acto de iluminación paulina o, todavía peor, de pragmatismo habilidoso para perfilarse en la dirección del viento, sino que anidaba en él desde mucho antes. De otro modo no se explica que aún en la Secretaría General del Movimiento, bien es verdad que en el momento justo de irse, hablara de libertad, de respeto a los derechos individuales y a las opiniones distintas y ajenas, de pluralismo político y de democracia real: «Queremos democracia —dijo en un pasaje de su intervención— y la queremos en todos los ámbitos de la nación: en la política, en la cultura, en la riqueza. No admitimos oligarquía privilegiada en ningún aspecto. Nuestro tiempo es tiempo de participación y de mayorías. La monarquía de Juan Carlos de Borbón es el futuro de una España moderna, democrática y justa».

Conviene recordar que en el momento en que Adolfo pronunció estas palabras Franco aún estaba vivo y el Régimen desplegaba sus últimos esfuerzos por perpetuarse. De ahí, entre otras cosas, que a mi padre le sucediera en el ministerio José Solís Ruiz, que ya había desempeñado el mismo cargo durante la década anterior. Podría decirse que Franco trataba desesperadamente de atrasar las manecillas del reloj. En medio de ese viaje hacia atrás, Adolfo se atrevió a desafiar a Solís explicitando cuál había sido la hoja de ruta de su antecesor durante los tres meses que permaneció en el cargo: «Fernando Herrero —dijo—, en estos cien días, ha trabajado con toda su energía por la constitución de una democracia libre y apacible. Él, como el centinela de Isaías, vio venir la mañana en la noche».

Durante los días que mediaron entre el 12 de junio y el 3 de julio, es decir, mientras Adolfo estuvo de vicesecretario interino, a la espera de que Solís le diera el relevo, tuve con él, generalmente en presencia de mi hermano mayor, encuentros casi diarios. Se le veía muy apesadumbrado, pero debo decir que a mí ese resabio mustio en su fachada no me producía ninguna preocupación. Al contrario: como lo interpretaba como parte del luto por la muerte de mi padre —y sinceramente creo que en gran medida lo era—, me aliviaba. No tengo ninguna duda de que la solidaridad, en el dolor, hace más llevadera la tristeza. Por esos días mi hermano Fernando y yo habíamos iniciado la tarea de revisar los papeles personales que mi padre guardaba en su despacho de casa. No me sorprendió comprobar que, como buen previsor, había dejado en orden, y bien a la vista, toda la documentación relativa a los seguros de vida. El hallazgo más sorprendente fue un sobre cerrado con instrucciones manuscritas para que fuera abierto justo en las circunstancias en que nos encontrábamos. Dentro había un documento de varias páginas, con su rúbrica en cada una de ellas, y mecanografiado a doble espacio. En él aclaraba con mucho detenimiento algunos aspectos de su actuación como fiscal del Tribunal Supremo en el caso Matesa. No recuerdo la parte mollar del contenido, entre otras cosas porque nunca estuve al tanto de los detalles del caso, pero sí retengo un dato que me parece altamente significativo por su valor simbólico: en el encabezamiento del documento hacía constar que Adolfo era la única persona que estaba al tanto de la existencia de ese papel. Así que el único guardián del secreto que nos legaba —supongo que en previsión de que tuviéramos que defenderle si es que alguien mancillaba su memoria— era Adolfo. Lamento no recordar la fecha (el documento se lo quedó mi hermano y yo no lo volví a ver nunca más), pero en todo caso era muy anterior al año 1975. Cuando le dijimos que el sobre había aparecido, nos dijo: «Guardadlo bien. Puede que algún día nos haga falta».

De lo que hablábamos durante aquellos días era de la situación económica en que quedaba mi madre, de los líos burocráticos para autorizar la unión de nuestro primer apellido (que desde entonces pasó a ser Herrero-Tejedor, con el guioncito de rigor en medio), de los trámites de las pensiones y de cosas parecidas. Gracias a Adolfo, mi madre pudo seguir utilizando un coche de la Secretaría General durante algún tiempo y el Gobierno le concedió una administración de loterías, a la que más tarde renunció voluntariamente. Adolfo se desvivió por dejar en la mejor situación posible a toda mi familia, y sería un delito de lesa ingratitud no hacerlo patente. Mi hermano me comentó una tarde: «Nunca olvidaré lo que Adolfo ha hecho por nosotros. Por muy mal que se pudiera portar en el futuro, el saldo siempre le será favorable».

Una mañana, en su despacho, le hice un comentario sobre su estado de ánimo.

—¡Estás triste, Adolfo!

—Es que estoy perdiendo la vocación —hizo una pausa, me miró, esbozó una sonrisa—. ¡Pero la política, eh! La otra, no. La otra es cada vez más fuerte.

La otra, la no política, era su vocación al Opus Dei. Él era socio supernumerario, como ya he comentado antes, aunque no puedo dar muchos más detalles de ese aspecto de su vida, entre otras razones porque nunca tuve demasiada curiosidad por indagar en él. Un día le pregunté si mi padre había influido en su decisión de hacerse de la Obra.

—En absoluto —me respondió—. De hecho, cuando en una ocasión coincidimos en unos ejercicios espirituales se quedó muy sorprendido y me dijo: «¿Pero tú qué haces aquí?».

Su estado de ánimo mejoró una vez que Solís le hubo liberado de la interinidad. Tras unos días de estar mano sobre mano —eso creía yo, ingenuo de mí— el 28 de julio fue nombrado delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica Nacional de España. El príncipe abogó ante el vicepresidente del Gobierno, José García Hernández, para que a Adolfo le dieran el puesto. Y aún hizo varias cosas más para ayudar al principal de sus protegidos. Llamó a Luis María Anson, que por entonces dirigía la revista Blanco y Negro, y le dijo: «Por favor, cuídame a Adolfo Suárez. Es uno de los pocos hombres seguros que tengo en ese sector».

Anson, dicho y hecho, lo eligió político del mes y le organizó un homenaje político al que acudieron algunas de las personalidades más destacadas de la época, aunque movidas mayoritariamente por un sentimiento de conmiseración hacia el político homenajeado, cuya carrera daban por finiquitada. El ministro Solís, con mejor información que el resto de sus compañeros, sorprendió a la concurrencia: «Adolfo Suárez —dijo— no es sólo el político del mes. Aquí hay político para muchos meses y para muchos años».

Solís sabía que Adolfo contaba con la protección del príncipe. Lo sabía, entre otras cosas, porque Juan Carlos intercedió ante él para que fuera elegido presidente de la asociación política Unión del Pueblo Español (UDPE) que mi padre, con la ayuda de Adolfo y del propio Solís, había puesto en marcha desde la Secretaría General. El 17 de julio, durante una reunión asamblearia de los promotores de la asociación, la propuesta del ministro fue aprobada por unanimidad.

A los pocos días de su elección, la junta Directiva de la UDPE, con su nuevo presidente a la cabeza, acudió al palacio de El Pardo para saludar al jefe del Estado. El jefe de la Casa Civil, Fernando Fuertes de Villavicencio, le había pedido a Adolfo, días antes, que le hiciera llegar una copia del discurso que iba a pronunciar durante la audiencia, pero Adolfo se hizo el sueco y nunca llegó a dársela. Por eso, el día de autos, sus palabras constituyeron una sorpresa inesperada para todos: «Esta asociación política —dijo mientras Fernando Fuertes se llevaba las manos a la cabeza— no es más que un embrión imperfecto e insuficiente del pluralismo político que será inevitable cuando se cumplan las previsiones sucesorias».

Franco, según me contó Adolfo al rememorar la escena, no se inmutó. Se despidió de los asistentes uno a uno, estrechándoles la mano, y cuando llegó a su altura, le dijo:

—Suárez, quédese un momento.

Cuando estuvieron solos, el jefe del Estado le preguntó por qué había mostrado tanto empeño en hablar de la inevitabilidad de la democracia. Adolfo le respondió:

—Porque estoy convencido de que es así, excelencia. La llegada de la democracia será inevitable porque lo exige la situación internacional. España es una isla. La gente respeta a Franco, pero no quiere esta situación. La gente quiere homologarse con lo que hay fuera, y cuando Franco falte, ese deseo de un futuro democrático para España será imparable…

Franco se tomó su tiempo antes de contestar. Adolfo recordaba hasta el último detalle de la reacción de su interlocutor. Lo que a mí me dijo es que le taladró con la mirada, en una panorámica completa de arriba abajo.

—Creía que el suelo se hundía bajo mis pies —me confesó.

Pero Franco, después de su severa inspección visual, le dejó con la boca abierta:

—En ese caso —le dijo— también habrá que ganar para España el futuro democrático.

Adolfo no se lo acababa de creer. Independientemente de que la anécdota refuerza mi tesis de que Franco le decía a cada interlocutor lo que quería escuchar, no cabe duda de que muy pocas personas, poquísimas, eran capaces de acumular la valentía necesaria para plantarse ante el dictador y hablarle de la necesidad democrática. Adolfo fue uno de esos pocos valientes. Por cosas así escribió Carmen Díez de Rivera en su diario que el intervalo de tiempo que va desde el verano de 1975 al verano de 1976 es la época en que más admiró a Adolfo.

Si traigo otra vez a colación el nombre de Carmen es porque, en Telefónica, volvió a reunirse con Adolfo, otra vez como jefe de su gabinete, y juntos encararon la agonía del franquismo. Una de las primeras cosas que hizo Adolfo nada más llegar a Telefónica como delegado del Gobierno fue pedir el listado de las personalidades políticas cuyos teléfonos hubieran estado intervenidos recientemente. Así nos lo contó en 1985, durante una cena de confidencias, a un grupo de periodistas entre los que también se encontraban Susana Olmo, Mercedes Jansa, Fernando Jáuregui, Carlos Santos y Joaquina Prades. Dirigiéndose a mí, nos dijo: «Tú padre estaba en la lista. Y yo. Y casi todos. Resulta que nos habían estado espiando a casi todos».

Es posible —yo desde luego no lo descarto— que además del listado también obtuviera la transcripción de algunas de las conversaciones intervenidas. Si fue así, no nos lo dijo. En todo caso, se extendió el rumor —que yo, sinceramente, no me creo— de que Adolfo había utilizado una íntima conversación telefónica de José María de Areilza con su secretaria para desacreditar a uno de los políticos que podían entorpecer su carrera hacia la Presidencia del Gobierno. Es un hecho cierto que a manos del Rey llegó un dossier denigratorio sobre Areilza. El propio interesado lo reveló en un pasaje de su libro Diario de un ministro de la monarquía. Pero de ahí a establecer que fue Adolfo el autor de la barrabasada hay un trecho demasiado largo. Francamente, ese tipo de actuaciones no cuadran nada bien con su estilo. Contaré una anécdota más para reforzar mi tesis: siendo vicesecretario general del Movimiento, Adolfo recibía, igual que mi padre, los informes confidenciales que elaboraban los servicios de información de la Secretaría General. Uno de esos informes, en cierta ocasión, incluyó la transcripción telefónica de una conversación que había mantenido un ministro en ejercicio, cuyo nombre —a pesar de que ya ha fallecido— no viene al caso, con cierta dama con la que mantenía un apasionado y secretísimo romance extramatrimonial. Cuando Adolfo le dio ese informe a Aurelio Delgado para que lo archivara, le dijo con un tono severamente admonitorio: «Si algo de este informe sale de aquí te rebano el pescuezo de un hachazo».

Que yo recuerde, sólo visité una vez a Adolfo en su despacho de Telefónica. Estaba enfadado porque alguien había tenido la ocurrencia de programar, precisamente en el Teatro de la Zarzuela, la obra El rey que rabió. Los periódicos la publicitaban a toda página en su sección de Cartelera, y el hecho de que las palabras «Zarzuela» y «rey» aparecieran juntas asociadas al concepto de rabia le había producido un profundo disgusto. No creía que la decisión de programar la zarzuela de Ruperto Chapí hubiera respondido sólo a criterios artísticos. Durante la conversación me dijo que veía al príncipe con frecuencia. También me habló de las visitas que, por indicación de Juan Carlos, le prodigaba a Torcuato Fernández-Miranda en el Banco de Crédito Local. Como yo desconocía que el triángulo príncipe-Torcuato-Adolfo iba a resultar decisivo durante el inicio de la Transición, no le di a su confidencia ninguna importancia. De todas formas no creo que Adolfo supiera en ese momento que el papel que estaba destinado a desempeñar, al lado de Torcuato, iba a ser el que fue. Recuerdo perfectamente que le pregunté por su futuro político: «La única posibilidad que tengo de no perder el tren de la política —me dijo— es conseguir que me elijan para cubrir la vacante que ha dejado tu padre en el Consejo Nacional del Movimiento».

El verano de 1975 fue el último de Franco. El primer síntoma de su enfermedad se manifestó el 12 de octubre. En un acto oficial en el Instituto de Cultura Hispánica, el doctor Pozuelo vio con inquietud que Franco, en un par de ocasiones, sacaba un pañuelo del bolsillo para remediar las molestias de un repentino goteo nasal. El ilustre paciente, en su desfile militar hacia la muerte, se sobrepuso a dos paradas cardíacas, tres trombosis y cuatro infartos, presidió un Consejo de Ministros monitorizado con electrodos pectorales, soportó tres operaciones quirúrgicas a corazón abierto y convivió con once úlceras sangrantes. Fue la suya una agonía sanguinaria que puso a prueba la fortaleza de su condición física. Tal fue su resistencia que hubo momentos en que parecía que no se iba a morir nunca. Pero, naturalmente, no fue así. Pocos minutos después de las dos de la madrugada del día 20 de noviembre, en el monitor que controlaba las constantes vitales de Franco comenzaron a aparecer las primeras extrasístoles. Quintana, el oficial de guardia, fue a despertar al comandante Llaneras: «Oye, Llaneras, el Caudillo se está muriendo».

Llaneras nos contó al periodista Javier Figuero y a mí, durante la preparación del libro La muerte de Franco jamás contada, que lo primero que hizo al escuchar la voz de alarma de Quintana fue mirar su Rolex. Las manecillas marcaban las dos y veinticinco minutos de la madrugada. Luego fue a despertar al ayudante de campo, Antonio Galvis, y por último entró en la habitación del Caudillo. Tenía un color cianótico de muerte. Un médico le daba masajes en el pecho. Lloraban hasta las piedras. Durante casi una hora tres galenos trataron de reanimar el corazón del enfermo, pero no sirvió de nada. La muerte de Franco se produjo, según el testimonio público del doctor Vital Aza, uno de los tres facultativos presentes en el momento de la defunción (los otros fueron el doctor Artero y la doctora Población) a las tres y veinte de la madrugada. Luego, por razones políticas, se dijo en el comunicado oficial que la muerte se había producido dos horas más tarde.

Adolfo, ignoro por qué circuitos, se enteró muy pronto de la noticia de la muerte de Franco. Lo sé a ciencia cierta porque Carmen Díez de Rivera dejó escrito en su diario que a las cinco de la madrugada él la llamó por teléfono para contárselo. Más tarde, sus primeras declaraciones públicas estuvieron en consonancia con el tono general de las reacciones de toda la clase política: «La figura de Franco —dijo— es la más ejemplar de nuestra historia contemporánea. El paso de la historia no borrará el eco de su nombre». Luego, cuando le tocó el turno, veló el cadáver del jefe del Estado en calidad de presidente de la UDPE. Una kilométrica torrentera de ciudadanos desfiló por el patio de columnas del Palacio Real, donde se instaló la capilla ardiente, para despedirse del ilustre difunto. Adolfo, concluida la vela, se fue a la sede de la UDPE y durante el resto de la noche, en compañía de su amigo y colaborador Eduardo Ameijide, enfundó en pequeños mástiles de plástico cientos de banderitas nacionales. Al día siguiente sus militantes se encargarían de ondearlas para darle colorido patriótico al último paseo de Franco por las calles de Madrid.