Capítulo VII
A LA DUCHA

El jueves 29 de enero de 1981 amaneció soleado en Castellón. Un sol tibio de invierno, clemente y apacible, invitaba a pasear por la costa. Me fui a comer a las villas de Benicasim con un redactor del periódico. No era aún la época de los teléfonos móviles. Todavía no habíamos apurado la primera cerveza cuando llegó en su coche otro redactor que andaba como loco buscándonos en cada restaurante que veía abierto. Gracias a Dios, no eran muchos. Estaba nervioso, jadeaba. Sus manos se movían como si trataran de evitar que un imaginario pan caliente, el pan ácimo de una noticia bomba, se las abrasara: «Tienes que venir enseguida, Luis —me dijo—. Hay muchos rumores de que Adolfo Suárez va a dimitir. El director de la agencia Europa Press no para de preguntar por ti».

Nos fuimos a toda velocidad hacia la redacción. Cuando llegamos nos confirmaron que las agencias habían dado la noticia de que a las cinco se iba a reunir el Consejo de Ministros con carácter extraordinario. El motivo de la convocatoria no había trascendido. Cuando leí el despacho de agencia, pregunté a mi gente:

—¿Y de dónde os habéis sacado lo de la dimisión del presidente?

—De la conversación con el director de Europa Press. Nos ha insistido mucho en que te localicemos cuanto antes y que te dijéramos que era muy posible que Suárez presentara hoy mismo la dimisión.

Sin esperar un segundo llamé a Antonio Herrero Losada.

—Es sólo un rumor, Luis —me dijo—, pero me fio mucho de la fuente. Necesitamos que lo confirmes.

Cuando llamé al Palacio de la Moncloa eran, poco más o menos, las cuatro de la tarde. Los funcionarios que atendían el gabinete telegráfico sabían distinguir las voces que les resultaban más familiares y no tuve ninguna dificultad para que me pasaran la llamada. Yo había preguntado por Adolfo, pero fue Amparo la que se puso al teléfono. Su voz sonaba tranquilísima. No me dejó hablar.

—Adolfo está muy bien, Luis. Lo ha hecho por el bien de España.

—¿Entonces es cierto?

—Sí. Ahora va a grabar un mensaje en televisión para explicar las razones.

—¿Pero ha pasado algo?

—No ha pasado nada —dijo—, ha presentado la dimisión porque ha creído que era lo mejor para España y para el partido. Está muy tranquilo, con la conciencia en paz. Es un profesional de la política y ha adoptado esa decisión con plena responsabilidad.

Sé con certeza que ésas fueron sus palabras exactas porque yo fui tomando nota de cada una de ellas mientras Amparo las pronunciaba. Me despedí de ella con todo el cariño del que fui capaz, en medio de las prisas, y llamé a Antonio Herrero Losada a la agencia. Le conté la conversación punto por punto y le autoricé a utilizarla con una sola condición: que citara como fuente al periódico. Un pequeño diario castellonense, de tecnología arcaica y difusión modesta, había sido el primer medio informativo que tuvo confirmación oficial de la noticia política más importante de los últimos años. El orgullo profesional exigía que se le reconociera el mérito públicamente. Antonio Herrero cumplió su promesa. Cuando su agencia informó a todos sus abonados de la noticia de la dimisión de Adolfo, no ya como un rumor sino como un hecho consumado, incluyó la referencia que yo le había pedido. Y como es lógico, al día siguiente casi nadie la reprodujo.

Tras la conversación con el director de Europa Press pedí voluntarios en la redacción y en los talleres para hacer algo que nunca antes se había hecho en aquel periódico humilde de tamaño sábana y rotativa plana: una edición especial. Los folios, mecanografiados a toda prisa, bajaron a las linotipias, que invirtieron sobre el plomo los caracteres del texto. Sobre la superficie lisa de la platina de zinc, los trabajadores voluntarios ciñeron con cuñas los moldes en la rama. Como el cuerpo tipográfico más grande, el 70, aún manchaba poco, fuimos a buscar matrices de imprenta y compusimos un titular informativo, en versales, a toda plana: «Suárez ha dimitido como presidente del Gobierno y UCD». Mientras las prensas daban relieve a los cartones, en un fogón de leña se licuaba el plomo para hacer las tejas. Una vez adheridas éstas a los cilindros de la rotativa comenzó el ronroneo de la vieja máquina. Poco a poco, entre estertores y gemidos metálicos, la cinta de papel comenzó a adquirir velocidad y el milagro se hizo: por fin el ejemplar impreso. No he visto nunca, y no creo que vea jamás por mucho que viva, un proceso tan emocionante como el de alumbrar un periódico a la antigua usanza. Yo sabía que los voceadores no venderían muchos ejemplares, pero eso era lo de menos. Lo importante fue que un puñado de jóvenes periodistas hicimos nuestro trabajo con la ilusión de ser los primeros, de llegar antes, de hacer historia. Y en nuestro pequeño mundo, la hicimos.

En primera incluí un artículo firmado por mí, «El otro perfil», en el que trataba de contar a los lectores, apresuradamente, cómo era el ser humano, no el político, que acababa de conjugar el verbo prohibido de la política. Y para dar prueba de su sentido de la lealtad desvelé públicamente un pequeño detalle que nadie conocía: desde la muerte de mi padre Adolfo se ocupaba de que todos los días hubiera una rosa roja junto a la lápida de su sepultura. Y así ha seguido sucediendo hasta hoy. Con gestos como aquél, ¡cómo no iba yo a adorar a Adolfo!

¿Por qué dimitió? ¿Hubo alguna razón oculta que le llevó a tomar esa decisión? Es razonable que se haya especulado muchas veces con la hipótesis de que su marcha se debió a misteriosos influjos del «más arriba». Cinco días antes estaba decidido a encabezar una lista en el Congreso de UCD y a dar un golpe de autoridad que impusiera la pax romana en el seno de las soliviantadas familias del partido. Lo lógico es pensar que durante ese intervalo de tiempo debió de suceder algo suficientemente gordo como para hacerle mudar de criterio. Como la imaginación es libre, se han manejado muchas teorías, algunas más disparatadas que otras. Por ejemplo, que un grupo de militares le exigió su renuncia durante una reunión presidida por una pistola encima de la mesa; que fue una demanda explícita del Rey; o que los servicios secretos habían confeccionado un dossier que podía arruinar su reputación para siempre. Pero la imaginación no es un órgano de la verdad, así que ninguno de esos disparates sirve para explicar lo que pasó, salvo que se extrapolen sus fundamentos argumentales. Que los militares estaban de Adolfo hasta las pestañas es una verdad incontestable, y que el Rey anhelaba su dimisión, también. Pero eso Adolfo ya lo sabía. Hacía mucho tiempo que estaba al cabo de la calle y no por ello se había planteado tirar la toalla. Cuando tomó la decisión de abrir su partido en canal mediante un Congreso de listas abiertas, sus relaciones con los militares llevaban mucho tiempo siendo horrorosas. Y con el Rey, más de lo mismo.

Cada vez que regresaba del Palacio de la Zarzuela traía el rostro demudado, sobre todo durante los últimos meses. El Rey trataba de conseguir desesperadamente que el Gobierno nombrara al general Alfonso Armada segundo jefe de Estado Mayor del Ejército. Adolfo se negaba en redondo. El jefe del Estado estaba convencido de que había un golpe militar en trámite y que la única persona capaz de desbaratarlo era Armada. El jefe del Gobierno estaba convencido, por su parte, de que las cosas eran justo al revés: que el golpe militar lo estaba alimentando el propio Armada, para convertirse en presidente de un Gobierno de concentración, y que lo más aconsejable era mantenerlo alejado de los puestos de mando. El Rey y Adolfo discutieron mucho sobre esta cuestión y, a menudo, con cajas muy destempladas. Fueron especialmente duras —hipertensas habría que decir— las conversaciones que ambos mantuvieron en Baqueira, a finales de diciembre, y en Madrid el 22 de enero, sólo tres días antes de que Adolfo tomara la decisión de dimitir. Alguna vez se ha especulado con la idea de que en esa reunión el Rey le pidió a Adolfo su renuncia. Yo no lo creo. Me parece inverosímil que el monarca, a la cara, le insinuara alguna vez a Adolfo la conveniencia de que le cediera los trastos a otro, aunque no albergo ninguna duda de que sí lo hizo mediante ese mecanismo tan ladino —y tan Borbón— de hablar pestes de alguien ante terceras personas con el ánimo de que esas personas, después, le contaran al interesado lo que habían oído.

Me consta que actuó así, por ejemplo, ante Santiago Carrillo. Me consta porque el líder comunista me lo contó. También me consta que Manuel Prado y Colón de Carvajal, que además de amigo íntimo del Rey siempre ha sido un bocazas y un imprudente, defendió la candidatura de Leopoldo Calvo-Sotelo ante colaboradores muy próximos a Adolfo meses antes de su dimisión. A uno de esos emisarios, según dejó escrito en sus Memorias Emilio Atard, presidente de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, el Rey le dijo en voz alta que Arias Navarro se había portado como un caballero y que se había ido sin protestar cuando él se lo pidió. Sin embargo, don Juan Carlos conocía muy bien a Adolfo y sabía que estaba orgulloso de su legitimidad democrática. Era consciente de que no se habría dejado «borbonear». Además, las reglas democráticas, ya con la Constitución en vigor, no eran las mismas que le habían permitido hacer y deshacer durante los tres primeros años de su reinado. No tenía más remedio que guardar las formas. Adolfo, por su parte, fue siempre fiel a los imperativos de la lealtad institucional de la que siempre hizo gala y, en público, no se permitió jamás un comentario crítico hacia el monarca. Y en privado, pocos. Delante de mí, en aquella época, a lo más que llegó, en una ocasión, es a decirme que don Juan Carlos no le hacía todo el caso que debería hacerle y que sus relaciones no eran cómodas. Nada más. Ante sus colaboradores fue menos recatado, pero aun así no conozco a nadie de su entorno que le escuchara decir, ni entonces ni después, que su dimisión estuviera motivada por una demanda directa del Rey.

Todos los colaboradores de Adolfo con los que he hablado —y he hablado con todos los que le daban cobertura diaria menos con Alberto Aza— me han dicho categóricamente que Adolfo dimitió cuando se dio cuenta de que el partido se le había ido definitivamente de las manos. Claro que no todos han contado toda la verdad. Josep Meliá, por ejemplo, sostenía la tesis literaria de que Adolfo tomó la decisión de dimitir de repente, mientras releía en la soledad de su despacho uno de los dos discursos que el propio Meliá le había escrito: uno por si ganaba el Congreso de UCD y otro por si lo perdía. A Adolfo —eso es rigurosamente cierto— no le gustaba improvisar y siempre trataba de adelantarse a los acontecimientos teniendo prevista de antemano la mejor respuesta posible para cada una de las situaciones imaginables. Por eso le encargó a Meliá, que era secretario de Estado para la Información, que redactara dos discursos. Y en uno de ellos, no sé en cuál de los dos, escribió algo así como que si Adolfo tuviera que elegir entre sí mismo y UCD, elegiría sin dudarlo a UCD. Fue releyendo ese párrafo una y otra vez, según la tierna explicación de Meliá, cuando a Adolfo se le encendió la bombilla dimisionaria. Llamó al cura Justel, que se había quedado en la vivienda del palacio después de decir misa, y le hizo partícipe de la ocurrencia.

¿Que si me lo creo? En absoluto. No digo que los hechos narrados no sean ciertos —la soledad dominical, la lectura detenida de los dos discursos, la conversación con Justel—: lo que digo es que Adolfo, a mi juicio, no decidió marcharse sólo por el hecho inesperado de que una idea mecanografiada a doble espacio le removiera por dentro. Eso sólo tendría sentido si aceptáramos que, con carácter previo, algún suceso de gran envergadura le había colocado en trance de deshojar la margarita de la dimisión. He consumido muchas horas de conversación tratando de descubrir cuál pudo haber sido ese hecho y lamento tener que reconocer que no estoy seguro de tener la respuesta correcta. Aunque —eso sí— tengo al menos una respuesta posible.

Como ya he dicho antes, Adolfo había decidido el 20 de enero que iba a dar la batalla interna. A pesar de que sus colaboradores habituales no eran partidarios de que encabezara una lista en el Congreso de UCD, él desoyó el consejo y, lleno de entusiasmo, se lanzó a la aventura de la confrontación con los barones críticos. Incluso tuvo el buen humor de calcular cuál iba a ser el resultado previsible de la votación: 70 por ciento de votos a su favor y 30 por ciento en contra. Eso quiere decir que lo que fuera que cambió sus planes tuvo que ocurrir, forzosamente, entre los días 20 y 25 de enero. ¿Pero qué fue aquello? Muchas veces se lo pregunté y su respuesta casi siempre fue evasiva. Sin embargo, una vez, estando ya totalmente retirado de la política, llegó más lejos de lo habitual y me dijo algo que me dejó de piedra: «Descubrí que existía una conspiración en el seno del grupo parlamentario para hacerme perder la votación de otra moción de censura, la segunda en pocos meses, que el PSOE estaba a punto de presentar. Varios diputados de UCD ya habían estampado su firma en ella y los papeles se guardaban en una caja fuerte».

Estoy seguro de que Adolfo no se lo inventó. Luego he sabido que la información era exacta porque uno de los firmantes me lo confesó con pelos y señales. Me dijo que en la conspiración habían participado, sobre todo, los gregarios de Fernández Ordóñez y del difunto Joaquín Garrigues, es decir, socialdemócratas y liberales, pero que también había algunos democristianos. Y, para remate, me garantizó que Miguel Herrero —¡el mismísimo portavoz parlamentario de UCD!— estaba al cabo de la calle y veía el complot con buenos ojos. ¿Fue ese descubrimiento el que tumbó a Adolfo del caballo? No estoy seguro, pero las piezas encajan. El mismo hombre que el día 20 de enero había blandido la espada flamígera para plantarle cara a los críticos, manifestaba el día 26: «Anuncié aquel propósito creyendo que todavía tenía fuerzas para restablecer una cohesión esencial en el seno del partido. En estos días he descubierto que yo no soy capaz de lograrlo. Es necesario, por consiguiente, hacer lo que sea para que alguien pueda conseguirlo».

El día 25 de enero, por la noche, Amparo le dio su bendición a la idea dimisionaria. El día 26 recibió a solas a Leopoldo Calvo-Sotelo y le hizo partícipe de su decisión. Calvo-Sotelo fue, por lo tanto, el primer político que estuvo en el secreto. Para mí el dato tiene interés porque no se me va de la cabeza que Manolo Prado le dio a entender a Alberto Recarte en varias ocasiones que Calvo-Sotelo era, a juicio del Rey, el recambio ideal de Adolfo. Así que lo que a mí me sale, conociendo al personal, es que Adolfo trató de dirigir la sucesión en la dirección que el Rey deseaba. Me apostaría el bigote a que Adolfo le dijo a Calvo-Sotelo que él debía convertirse en su sucesor. Terminada la entrevista fueron llamados al Palacio de la Moncloa (creo que los llamó personalmente el propio Adolfo) Rafael Calvo, Arias Salgado, Martín Villa, José Pedro Pérez Llorca y Francisco Fernández Ordóñez. Adolfo estuvo con ellos hasta las once de la noche, pero no les dijo abiertamente el motivo de la convocatoria hasta las nueve y media. Antes —¡durante casi cuatro horas!— les hizo un análisis pormenorizado de cómo veía él las cosas. Sólo les dijo que iba a dimitir pasado todo ese tiempo. Cuando acabó la reunión, los confidentes —traidores incluidos— se fueron a cenar a un restaurante en la carretera de La Coruña. Adolfo, en su despacho, engulló una tortilla francesa mientras le contaba a su cuñado el porqué de su decisión: «Me voy —le dijo— por el único motivo de que yéndome es como mejor contribuyo a que se conserve la UCD. Tenemos que aprender a comportarnos con arreglo a nuestra propia ideología. Si somos el partido de las libertades y creemos en la ética y el humanismo cristiano, se tiene que notar en todos nuestros actos».

Siempre me ha fascinado esta argumentación de Adolfo. Primero, porque refleja muy bien que era un hombre de valores, cosa que casi siempre pusieron en duda sus principales detractores. A menudo dijeron de él que era capaz de cualquier cosa con tal de permanecer en el poder. Y segundo, porque creo adivinar en su reflexión una premeditada comparación de métodos: mientras algunos políticos que se hacían llamar «cristianos» utilizaban la conjura y la traición como herramienta de trabajo, él, que no era confesional, optaba por la ética de la dimisión.

Un hecho curioso, que yo juzgo íntimamente ligado a su respeto por los valores éticos, es que antes de comunicarle al Rey que había decidido marcharse se lo dijo a una docena de personas. No es un detalle baladí. Yo creo que lo hizo así para que nadie pudiera atribuirle al Rey la iniciativa del cese. Dicho de otro modo: su lealtad a la monarquía, a pesar de sus malas relaciones con el Rey, le llevaron a extremar las precauciones para que nadie pudiera especular con un comportamiento regio que, de haberse producido, habría colocado a la institución fuera de la estricta observancia de las reglas democráticas. Al mismo tiempo —por qué no reconocerlo— es posible que Adolfo buscara también proteger su buen nombre. No es lo mismo dimitir que ser destituido. Lo primero es más noble que lo segundo, y Adolfo siempre tuvo interés por conseguir que el juicio de la historia le reconociera los méritos a los que se había hecho acreedor. Se ha publicado que, en una ocasión, llegó a contratar los servicios de un intermediario para que le concedieran el Premio Nobel de la Paz por su labor durante la Transición española, y que el Rey se enojó al enterarse. No me consta, pero tampoco me extraña, ni lo del contrato ni lo del enojo. «Cada uno es como lo han parido —decía Don Quijote— y peor la mayor parte de las veces».

La entrevista con el Rey se produjo, por fin, el martes día 27. Mentiría si dijera que de ella sé algo más de lo que ya se ha publicado. No sé lo que pasó, pero sí sé lo que no pasó. Y lo que no pasó fue que el Rey estuviera cariñoso o que tratara de disuadir a Adolfo de la dimisión, tal y como han pretendido hacernos creer algunas versiones tan bien intencionadas como estúpidas. La verdad es que estuvo gélido, que fingió sorpresa y que quiso levantar acta, delante de un testigo, de que él no había sido el inductor de la decisión de Adolfo. Por eso le pidió al secretario de la Casa, Sabino Fernández-Campo, que estuviera presente durante la última parte de la entrevista. Es verdad que Adolfo volvió al día siguiente al despacho del Rey porque así lo convinieron ambos, pero no porque cupiera alguna posibilidad de dar marcha atrás, sino por una pura cuestión de conveniencia recíproca. Al Rey le venía bien dejar el rastro histórico de que había manejado un asunto tan delicado como aquél con la debida prudencia, y a Adolfo también le convenía la imagen de haber sido un presidente dimisionario que se mantuvo fiel a su idea de abandonar el poder a pesar de todo.

La idea inicial era que Adolfo anunciara públicamente su dimisión durante la celebración del II Congreso de UCD, que debía celebrarse en Palma de Mallorca los días 30 y 31 de enero, pero la convocatoria de una huelga de controladores aéreos obligó a retrasar el Congreso, en el último minuto, hasta el 6 de febrero. Por eso tuvo Adolfo que utilizar el método del mensaje televisivo para dar a conocer su decisión.

A las cinco de la madrugada del día 30 de enero los órganos de dirección de la UCD, no sin pataletas notables, votaron a favor de la propuesta que les había trasladado el propio Adolfo para que eligieran sucesor a Leopoldo Calvo-Sotelo. Cuando comenzó el Congreso de Palma todo el bacalao estaba vendido.

Mis recuerdos sobresalientes del Congreso de Palma no tienen mucho que ver con la ceremonia política que protagonizaron los mil trescientos compromisarios. A pesar de la dimisión de Adolfo, los críticos no habían arriado la bandera de la contestación interna y llegaron a la cita congresual liderados por Landelino Lavilla, presidente del Congreso de los Diputados, que ya había declarado hacía mucho tiempo su intención de optar a la presidencia del partido. Los oficialistas, dimitido Adolfo, aceptaron como jefe de filas a Agustín Rodríguez Sahagún, ministro de Defensa, de acuerdo con los designios de la superioridad. Los periodistas sabíamos de antemano que Rodríguez Sahagún iba a ganar la votación por un setenta a treinta. No había ningún factor de incertidumbre en el resultado y, por lo tanto, tampoco de emoción política. La única emoción que iba a correr por el auditorio, y ésa a raudales, era la que exteriorizaran los presentes en el momento de despedir al líder dimisionario del partido. Yo acudí a Palma como enviado especial de la Prensa del Estado para cubrir la información y me alojé en el mismo hotel que Antonio Herrero, mi gran amigo durante los años de colegio y de universidad. Él trabajaba entonces con su padre, en la sección de reportajes de Europa Press, y habíamos convenido que yo trataría de ayudarle a buscar información aprovechando mi buena entrada en el entorno de Adolfo. Antonio era implacable, tenaz, ambicioso y mandón, entre otras muchas cosas, y nada más llegar me condujo por la fuerza —no la física, sino la persuasiva— al auditorio donde iba a celebrarse el Congreso. Sin pedir mi opinión le preguntó a una azafata cómo llegar al despacho que le habían habilitado a Adolfo en la última planta del edificio y puso rumbo a su destino tirando de mi brazo para que le acompañara.

—¿A dónde coño vamos? —le pregunté cuando se cerraron las puertas del ascensor.

—A meter la nariz en el sanctasanctórum —me respondió con la mayor naturalidad del mundo.

Yo no interpreté su respuesta literalmente, pero enseguida me di cuenta de que debería haberlo hecho. No había nada de metafórico en lo de meter la nariz. Eso fue exactamente lo que hicimos. O mejor dicho, lo que hizo él en cuanto tuvo la primera ocasión. Estaban en la secretaría, en el antedespacho de lo que Antonio había llamado el sanctasanctórum, Gádor Ongil y Natalia Escalada, dos de las personas que se habían incorporado tres años antes al «gineceo» —todo eran mujeres— que pastoreaba Aurelio Delgado. Yo las conocía a las dos de verlas en el Palacio de la Moncloa. Las dos eran muy guapas. A Natalia se la recomendaron a Lito unos amigos. Antes de contratarla le preguntó a Adolfo qué opinión le había causado. Adolfo, literalmente, le contestó: «Está muy buena. Yo, de ti, la ficharía».

Hice las debidas presentaciones y les pregunté si nos podían enseñar el despacho de Adolfo. Como él no estaba dentro, nos dijeron que sí. Creí que Antonio se conformaría con echar un vistazo, retener en la memoria algunos detalles para hacer luego una buena descripción en sus reportajes y satisfacer su curiosidad. Pero no. Para mi sorpresa, se acercó a la mesa y hurgó entre los papeles, primero disimuladamente y luego sin ningún recato. Literalmente los olfateó. Yo creía que me iba a dar algo. Menos mal que aprovechó un momento en que nos quedamos solos. Aun así, por una cuestión de respetos humanos, yo jamás me habría atrevido a tanto. Antonio, sí. Por eso, entre otras cosas, su carrera periodística llegó más lejos que la mía.

Al día siguiente comenzó el Congreso propiamente dicho. No pudo empezar peor, porque enseguida llegó la noticia de que ETA había asesinado a José María Ryan, a quien había secuestrado una semana antes en la central nuclear de Lemóniz, donde trabajaba como ingeniero jefe. Entre la crisis partisana, los rumores de agitación militar y la brutalidad terrorista, el ambiente se volvió espeso y negro como la pez. Había algo de rito funerario en todo aquello, pero a Antonio no parecía importarle. Se enteró de que la hija de Leopoldo Calvo-Sotelo estaba trabajando en el Congreso como azafata y se lanzó en su busca para hacerle enseguida un reportaje. Al cabo de un rato, vino a mi lado y me dijo:

—Tienes que ayudarme. Me ha dicho que admira muchísimo a Adolfo Suárez y que le encantaría conocerle. ¿Por qué no se lo presentas?

Cuando Antonio hacía una pregunta de esa naturaleza no trataba de pedir opinión, sólo era un modo educado de esconder el carácter imperativo de la demanda. Y yo, levantino y pragmático, ya había descubierto hacía mucho tiempo que era inútil resistirse. Así que no me molesté en averiguar si la idea me parecía buena o mala. Sólo dije lo que él esperaba oír:

—Vale. ¿Ya tienes un plan?

Y, por supuesto, lo tenía. Se perdió entre la multitud y reapareció al cabo de un rato acompañado por dos chicas bastante guapas. Una era Pili Calvo-Sotelo y la otra una amiga suya que se llamaba Mónica. Me las presentó y les dijo:

—Luis os puede presentar a Adolfo. Es muy amigo suyo.

No tuve más remedio que asentir, ante las muestras de sincera animación de nuestras dos nuevas amigas. Salimos los cuatro a dar una vuelta por el paseo marítimo y Antonio se las ingenió para emparejarme a mí con Pili para poder hacerle fotos con más libertad. Mónica, en parte porque no tenía más remedio y en parte porque Antonio era mucho más guapo que yo, aceptó las reglas del reparto. Fue un paseo muy agradable, Antonio se hinchó a hacer fotos —que, por cierto, nunca vi— y quedamos en que al día siguiente acudiríamos al hotel Son Vida, donde se alojaba Adolfo, para tratar de saludarle. Entre tanto el Congreso seguía su curso de acuerdo a las coordenadas previstas. El auditorio casi se vino abajo cuando Adolfo hizo acto de aparición. Le brindaron una de las ovaciones más largas, sonoras, sinceras y emotivas de todas las que he presenciado a lo largo de mi vida. Los críticos habían establecido su cuartel general en el hotel Palas Atenea y actuaban de acuerdo a un guión bien establecido. Los oficialistas tenían la fuerza del aparato y el apoyo, no sólo moral, de Adolfo y su gente. Iban sobrados, pero sus caras estaban mustias y sus movimientos parecían cansinos. Si hubieran competido méritos, brillantez y capacidad organizativa, el resultado del Congreso habría sido distinto. Los debates eran muy duros, a cara de perro. Luego supe que, en más de una ocasión, Adolfo amenazó con irse del partido si unos y otros no llegaban a algunos acuerdos mínimos. Las sesiones duraron hasta muy tarde, bien entrada la madrugada. Y mientras unos trabajaban, otros flirteaban. Fue muy llamativo el acaramelado trato que Natalia Escalada le dispensó, a tan altas horas, al periodista Julián Lago, que por entonces era columnista de Interviú y subdirector de El Periódico de Catalunya. Poco tiempo después, se casaron.

Al día siguiente, de acuerdo con lo pactado, fuimos al encuentro de Adolfo. Yo sabía que la tarea podía ser mucho más ardua de lo que Antonio imaginaba, pero confiaba en que un golpe de fortuna se aliara con nosotros. Llegamos al hotel Son Vida por la tarde. Uno de los escoltas me reconoció y me dispensó un gesto de complicidad. Aproveché la circunstancia para preguntarle si Adolfo estaba en el hotel: «Viene de camino. Lo estamos esperando», me dijo.

La suerte nos había sonreído. Pili Calvo-Sotelo vio que había un piano en el vestíbulo del hotel y decidió amenizarnos la espera exhibiendo una notable destreza ante el teclado. Antonio no cabía en sí de gozo y no dejaba de disparar su cámara fotográfica. Al cabo de un rato supimos que Adolfo llegaba por el revuelo que en un santiamén se organizó en torno suyo. Fui a su encuentro, y mis tres compañeros de expedición me siguieron de cerca. No fue fácil alcanzarle. Al final lo conseguí cuando acababa de franquear las puertas abatibles de un pasillo que conducía a los ascensores. Tenía la peor cara del mundo, no le recuerdo otra igual, y su ánimo estaba en consonancia con ella. El gesto de fastidio al reconocerme fue tan evidente que casi me derriba, pero ya no había marcha atrás. Sin preámbulos, le dije:

—La hija de Leopoldo Calvo-Sotelo se muere de ganas por saludarte.

Para entonces, Pili ya había llegado a mi altura. Adolfo la miró y, como un resorte, mudó el gesto, lo humanizó, desplegó una sonrisa encantadora marca de la casa y, con una amabilidad exquisita, le dijo:

—Encantado de conocerte. Tienes un padre formidable. Está mucho mejor preparado que yo y será mejor presidente de lo que yo he sido.

Pili cayó en las redes de su encantadora hospitalidad y balbució palabras encendidísimas de agradecimiento y admiración mientras yo rumiaba para mis adentros cuántas veces le había oído decirme cosas parecidas en relación a mi padre. Creo que no cruzamos ninguna palabra, y si lo hicimos no lo recuerdo. Fue el encuentro más corto y más gélido que recuerdo haber tenido con él. Cuando acabó de hablar con Pili le plantó dos besos, giró sobre sus talones y se perdió entre el racimo de guardaespaldas que le rodeaban. Yo me quedé, como el olmo seco, hendido por el rayo. Pero Antonio, al fin, tenía completo su reportaje. Y algo más: también tenía el afecto de Mónica, que sin remedio cayó rendida a sus pies. Desgraciadamente, su amiga Pili, a pesar de mis esfuerzos, no hizo lo mismo conmigo. Bien sabe Dios que no la culpo en absoluto.

El Congreso finalizó sin sorpresas. Landelino Lavilla hizo un discurso formidable, incomparablemente mejor que el de Agustín Rodríguez Sahagún —a cuya hija, por cierto, también conocimos Antonio y yo durante esos días—, pero el desequilibrio en la brillantez oratoria no palió las previsiones iniciales. Agustín Rodríguez Sahagún obtuvo el setenta por ciento de los votos de los compromisarios. Landelino Lavilla, el treinta por ciento. La democracia interna de los partidos es así.

Nunca en mis conversaciones con Adolfo salió a relucir el Congreso de Palma, así que no puedo aportar ningún comentario que ilustre cómo vivió aquellos tres días. En cambio, sí me dio algún dato sobre dos acontecimientos casi consecutivos que ocurrieron muy pocas horas antes. El 3 de febrero Agustín Rodríguez Sahagún firmó a sus espaldas la orden ministerial por la que se nombraba a Alfonso Armada segundo jefe del Estado Mayor del Ejército. Era el nombramiento que Adolfo había tratado de evitar a toda costa y cuyo veto le había costado varias broncas formidables con el Rey. Con Adolfo ya dimitido y los ministros en precario, el monarca había puenteado el conducto reglamentario y le había exigido al titular de Defensa que firmara el nombramiento. Rodríguez Sahagún se plegó al requerimiento regio. Adolfo, al enterarse, montó en cólera y descolgó el teléfono: «Le dije que acababa de firmar la autorización para que se produjera en España un golpe de Estado y que cuando viera a Armada al frente de los golpistas recordara que había sido por su culpa», me comentó Adolfo muchos años después, sin entrar en los detalles ornamentales de la conversación, que debió de ser tremenda si tenemos en cuenta que, según me dijo, Rodríguez Sahagún acabó anegado en un mar de lágrimas.

El segundo episodio, al día siguiente, guarda relación con la visita del Rey a la Casa de juntas de Guernica. Adolfo se había opuesto a que la visita se celebrara, pero el Rey había pasado por alto sus advertencias. El abucheo iracundo que le propinaron los junteros abertzales indignó sobremanera a los militares, que ya de por sí vivían en un clima de permanente indignación, y avivó el fuego sedicioso de los cuarteles. También por teléfono, Adolfo le hizo ver a don Juan Carlos que si seguía desoyendo sus consejos, el golpe no tardaría en producirse, sobre todo después de la promoción de Armada. Aurelio Delgado, que escuchó la conversación telefónica, me aseguró en su día que fue una de las más desabridas que él recuerda entre Adolfo y el Rey. Por añadidura no era el mejor momento para conversaciones pacíficas entre ambos interlocutores. A las diferencias políticas que les separaban había que añadir, en aquel momento concreto, un contencioso personal que les tenía de uñas. Adolfo quería que el Rey le concediera el título nobiliario de duque de Ávila, pero el Rey no estaba por la labor. El ducado, y más aún con el topónimo unido al título, suele estar reservado para los miembros de la familia real. A Carlos Arias, después de cesarle, le había concedido el título de marqués. Con Adolfo pensaba hacer lo mismo, pero Adolfo exigía más. Los negociadores de uno y otro, Manuel Prado y Alberto Recarte, trataron de limar asperezas pero no hubo forma de evitar el encontronazo de sus mayores. Al final del forcejeo el Rey accedió a hacerle duque, con grandeza de España incluida, pero no de Ávila, sino de Suárez. Y, eso sí, con la condición severísima de que su retirada de la política fuera definitiva. Adolfo aceptó la condición para desbloquear el atasco, pero nunca tuvo intención de cumplirla.

De hecho, año y medio después fundó el CDS. Habrá quien interprete este pasaje biográfico de Adolfo como un gesto de vanidad y admito que ésa es su apariencia. Por otra parte, ya he dicho antes que Adolfo era muy presumido. Pero no fatuo. Quiero decir que su presunción rara vez era infundada. Presumía de aquellas cosas que podía acreditar y sólo reclamaba las recompensas que consideraba justas. Siempre tuvo conciencia de la importancia de su papel durante la Transición y no estaba dispuesto ni a dejar que otros le usurparan la gloria que le correspondía por derecho propio ni a que le regatearan el reconocimiento a sus servicios. Confieso que yo tardé en darme cuenta de cuál era la diferencia entre fatuidad y autoestima, pero en cierta ocasión le escuché un comentario que me abrió los ojos. Había tenido sus más y sus menos con un grande de España durante un acto protocolario. Interpretó que su rancio interlocutor le trataba como a un usurpador, como a un intruso en el mundo de la aristocracia. Y al rato, cuando ya se le habían inflado las narices suficientemente, le dijo: «Mira, Fulano: la diferencia entre tú y yo es que el título nobiliario que tienes lo has heredado de papá. El mío, en cambio, me lo he ganado a pulso».

Como los hechos son tozudos, no hay más remedio que reconocer que la información que Adolfo manejaba sobre la situación del Ejército, y sobre todo la interpretación que hacía de ella, le acercaba más a la realidad que ningún otro político de la época. Y eso incluye al Rey, que todavía seguía convencido de que Armada no era el problema, sino la solución. El día 22 de febrero Alberto Recarte fue a despedirse de Adolfo antes de tomar posesión como consejero delegado de la Caja Postal de Ahorros. Lo que escuchó le dejó lívido: «Me voy —le dijo— con la enorme preocupación de ver a Armada de segundo jefe de Estado Mayor. Agustín Rodríguez Sahagún, por no haberme hecho caso, ha puesto a la zorra a cuidar de las gallinas. Temo lo peor. El Rey está ciego. No se da cuenta de la gravedad de lo que ha hecho obligando a Agustín a firmar el nombramiento de Armada. No descarto que haya un golpe militar, Alberto. Y, si lo hay, Armada habrá sido su inductor».

Sólo faltaban veinticuatro horas para que la profecía se hiciera realidad.

Recuerdo la mañana del 23 de febrero, en Madrid, como soleada y fría. A mediodía cogí un avión a Valencia. Luego, durante el trayecto a Castellón, atravesé en coche, mientras costeaba la orilla del mar, los paisajes de siempre: campos de naranjos y almendros en flor. Un fantástico tributo de la naturaleza. Días antes, cuando los almendros comenzaron a florecer, en el periódico habíamos consumado un rito que venía oficiándose cada año desde tiempo inmemorial: publicar la fotografía del primer almendro florecido, en primera página, con un pie de foto que le daba la bienvenida a la primavera. Después de comer llegué al despacho y puse la radio para seguir la votación de la investidura. Mientras escuchaba de fondo la letanía de los nombres de sus señorías y sus correspondientes síes o noes comencé a escribirle una carta a Pili Calvo-Sotelo, a la que suponía en la tribuna del Congreso viendo cómo su padre cruzaba el umbral de la historia. Cuando sonó el nombre de Núñez Encabo los locutores de la Cadena SER enmudecieron durante unos instantes. Al fondo, voces. «Todo el mundo al suelo». Y, de repente, el sonido inconfundible de una ráfaga de metralleta. Pensé por unos instantes que estaban asesinando a los diputados y me lancé sobre la televisión para encenderla mientras les gritaba a mis redactores que vinieran al despacho. La primera escena que nos devolvió la pantalla fue la del hemiciclo aparentemente vacío. Todos los diputados se habían tirado al suelo y no estaban visibles. Sólo Adolfo permanecía sentado en su escaño, entre tranquilo y resignado.

—¿Cómo pudiste tener la sangre fría de quedarte impávido? —le pregunté en una ocasión.

—Porque no se me iba de la cabeza la idea de que si me tiraba al suelo la fotografía del día siguiente en todos los periódicos sería un primer plano del culo del presidente del Gobierno —me respondió mientras él mismo se reía de la respuesta.

A las siete menos cuarto de la tarde entró el ordenanza y me entregó un sobre blanco, de tamaño folio, con el tampón de la Capitanía General de la III Región Militar: «Lo acaban de traer dos efectivos de la Policía Militar armados con ametralladoras», me dijo con cara de pánico.

Abrí el sobre y leí su contenido: «Ante los acontecimientos que se están desarrollando en estos momentos en la capital de España y el consiguiente vacío de poder, es mi deber garantizar el orden en la región militar de mi mando hasta que se reciban las correspondientes instrucciones de Su Majestad el Rey». Me detuve ahí y, dirigiéndome a Ximo Puig, uno de los redactores con quien tenía más confianza, le dije casi a gritos: «¿Pero a qué juega este tío? ¡No le ha dado tiempo a escribir esto en tiempo real! ¡El muy hijo de puta lo tenía escrito desde antes!».

Era una conclusión palmaria. Tejero había entrado en el Congreso a las seis y veinte de la tarde, ¿acaso le dio tiempo a Milans del Bosch en menos de media hora a ver el asalto al Congreso, redactar un bando con diez disposiciones normativas, distribuirlo a los gobiernos militares y hacerlo llegar a los medios de comunicación? Era absolutamente imposible.

Me lancé sobre el teléfono y llamé a la agencia Europa Press. No tenían más información que la que estaban trasmitiendo las emisoras de radio y la televisión. Pedí que me pusieran con Antonio Herrero Losada y le dije que acababa de recibir en el periódico el bando de Milans. Con gran excitación periodística me pidió que se lo dictara. Al poco tiempo la agencia lo repicó a todos sus abonados, entre los que se encontraba el Congreso de los Diputados. No mucho después, el capitán Muñecas se dirigió a los diputados y les dijo en voz alta: «La agencia Europa Press acaba de remitir la siguiente noticia…», y leyó el comunicado que yo le había dictado a Antonio Herrero.

Las horas siguientes fueron de confusión infinita. Era casi imposible hablar por teléfono porque las líneas estaban saturadas. Traté de hablar con el Palacio de la Moncloa, pero sin éxito: ¡la centralita de la sede de la Presidencia del Gobierno había sido desconectada!

A las seis y veinticinco Ana Leyva entró en el despacho de Aurelio Delgado, secretario particular del presidente del Gobierno, y le dijo que la radio estaba informando de un golpe de Estado en el Congreso de los Diputados. Aurelio, que estaba reunido con José Ramón Caso, la miró con cara de guasa y le dijo: «Dile al idiota que te lo haya dicho que se vaya a vacilar a otra parte». Y siguió con lo suyo. Ana se encogió de hombros y salió de la habitación. Pocos días antes también había llegado al Palacio de la Moncloa el rumor de un golpe de Estado. La información especificaba que las tropas sublevadas avanzaban por la Casa de Campo. Aurelio Delgado se ofreció a ir con su coche a verificar si la información era correcta. Llegó a la Casa de Campo y observó que, en efecto, el despliegue militar era un hecho. Regresó nervioso al Palacio de la Moncloa, absolutamente convencido de que los militares se habían sublevado. Al rato, sin embargo, llegaron noticias tranquilizadoras. El movimiento de tropas respondía a unas maniobras militares previamente programadas y autorizadas por el Ministerio de Defensa.

Pasados diez minutos, Ana Leyva volvió a entrar en el despacho de Lito y dijo por segunda vez: «Me insisten en que te diga que es un golpe de Estado. Tú verás lo que haces». Y volvió a irse. José Ramón Caso opinó que debía llamar por teléfono al Ministerio de Defensa. Es entonces cuando se dieron cuenta de que los teléfonos de la Presidencia del Gobierno habían dejado de funcionar.

Al periódico la única información fidedigna llegaba con cuentagotas a través de los teletipos, porque las radios habían desconectado la señal de Madrid y trasmitían en circuito local música militar interrumpida cada media hora por la lectura del bando de Milans. A duras penas logré mantener media docena de conversaciones telefónicas. Hablé con José Manuel Gironés, director del diario Levante, también de la cadena de periódicos del Estado, y me dijo que el diario estaba tomado por los militares.

—¿Cómo vas a tratar mañana la noticia? —le pregunté.

—Aún no lo sé —me respondió—. He mandado un télex a Capitanía para pedir instrucciones.

Luego supe que el director de El Diario de Valencia hizo lo mismo. El comportamiento de Las Provincias fue aún peor. Ésta es la transcripción literal de un párrafo del informe que redactó uno de los jefes de Estado Mayor de Milans, publicado por El Mundo el 23 de febrero de 2006: «20.12 y 20.30 h.—Télex del Diario de Valencia solicitando instrucciones para confeccionar el diario del día siguiente. […] Se personan en Capitanía el propietario y la subdirectora del diario Las Provincias para ofrecerse».

Hablé después con el director de los Servicios Centrales de la Prensa del Estado, Donato León Tierno. Era evidente que había bebido un poco más de la cuenta, pero acertó a decirme: «Luisito, ponte una bolsa de hielo en los cojones. ¡No publiques ni una foto! ¡Ni un editorial!».

Se me cayó el alma a los pies. Ni en Valencia ni en Madrid iba a encontrar aliados. En Castellón, el único periodista ajeno al periódico que parecía preocupado por la situación era el director de Radio Popular, Juan Soler, buen amigo mío, con quien hablé varias veces aquella tarde. Ninguno de los dos entendíamos por qué no salía el Rey a ordenar el repliegue de las tropas que habían tomado la calle en Valencia.

Pasadas las ocho de la tarde llegó un despacho de agencia informando que Tejero había sacado del hemiciclo a Adolfo, a Gutiérrez Mellado, a Rodríguez Sahagún, a Felipe González, a Alfonso Guerra y a Santiago Carrillo. A Adolfo lo aislaron en la Sala de Ujieres, custodiado por tres guardias civiles. Al resto los condujeron a la Sala de los Relojes y los pusieron de cara a la pared, uno en cada esquina. Todos pensamos, al conocer la noticia, que sus horas de vida estaban contadas. Los propios interesados, según supimos después, también. Gutiérrez Mellado quería morir con dignidad y pidió —sin éxito— que le dejaran vestir el uniforme de teniente general; Alfonso Guerra no apartó de su cabeza la imagen de su hijo Alfonso, que acababa de cumplir año y medio; y Felipe González, con infinita tristeza, pensó que si salían vivos de allí, cosa improbable, estarían condenados a volver de nuevo a la clandestinidad. Adolfo Suárez, más pragmático, prefirió hablar con sus guardianes. Según contó muchas veces, trató de convencerles de que la acción que estaban llevando a cabo era una locura temeraria condenada al fracaso. Y a punto estuvo de conseguirlo. En un momento dado, Tejero se acercó a él, interrumpió la conversación y le encañonó el pecho. Adolfo dio un paso hacia delante y, con mirada de animal depredador, tan incisiva como un estilete, le dijo con voz de mando: «¡Cuádrese!». Tejero reculó instintivamente, trató en vano de mantenerle la mirada y se fue musitando maldiciones entre dientes.

Mientras tanto, en el periódico, algunos redactores habían empezado a hacer limpieza en sus cajones para que nadie pudiera encontrar documentación que les vinculara con la izquierda. Los comunicados de prensa de los sindicatos y las notas informativas del PSOE y del Partido Comunista fueron quemados o arrojados por el retrete. Reuní a todos los trabajadores, de la redacción y de talleres, y les dije la verdad:

—Me han llamado del Gobierno Militar para decirme que se ha decretado el toque de queda. Nadie puede salir a la calle sin autorización y se supone que en la edición de mañana tenemos que publicar el bando de Milans y someter la información a censura previa. Yo tengo intención de desobedecer las órdenes. No publicaré el bando y, por supuesto, no pienso someter la edición a la censura previa. No pretendo perjudicar a nadie. A partir de ahora sois libres de iros o de quedaros. No habrá represalias contra los que decidan irse, os lo prometo. Sólo quiero aquí a los voluntarios.

Habían acudido a la redacción algunos políticos locales de UCD que, al oírme, se llevaron las manos a la cabeza. Uno de ellos me dijo:

—¿Eres consciente del riesgo que corres?

—No tengo mucho que perder —les respondí—: no tengo hijos, la vida es larga y sólo tengo veinticinco años.

—¡Pero es que te pueden fusilar, joder!

—Gajes del oficio, macho.

Tengo que aclarar en este punto que yo nunca pensé en serio que pudieran fusilarme. Atribuí el comentario a un exceso de imaginación o al dramatismo del momento. Pero recuerdo como si fuera ahora mismo que mi amigo Ernesto Tarragón, al oír el comentario del fusilamiento, dijo en voz alta:

—Me he traído el carné de alférez de complemento. Si alguien viene por él tendrá que ser de teniente para arriba.

En el Palacio de La Moncloa, Aurelio Delgado había descubierto que los teléfonos de emergencia sí funcionaban. Su primera llamada fue a Sabino Fernández-Campo, jefe de la Casa del Rey, que le puso al tanto de la gravedad de la situación. Inmediatamente después llamó a sus hermanos y les pidió que juntaran todo el dinero en efectivo que pudieran y que estuvieran preparados por si tenían que llevarse a Portugal a Amparo y a sus hijos. Una avioneta estaba preparada a tal efecto en el aeródromo de Ávila.

No recuerdo exactamente cuántos trabajadores del periódico se quedaron aquella noche a pie de obra. Muy pocos. Recuerdo a Ximo Puig, que con el tiempo recaló en las filas del PSOE y llegó a ser alcalde de Morelia y vicepresidente de las Cortes Valencianas; a Carlos Laguna, que también derivó hacia la faena política en las filas del CDS; y a Demetrio Fernández, jefe de talleres, un tipo de primera, cuya vocación profesional es de las más hondas que he conocido. Alrededor de las diez de la noche logré hablar con el gobernador civil, Rafael Montero, para decirle que un grupo de trabajadores habíamos decidido quedarnos en el periódico y que —en contra de las instrucciones que me habían trasmitido de Madrid— íbamos a publicar las fotografías que nos habían llegado junto a un editorial de apoyo al Rey y a la Constitución. La conversación telefónica fue, gracias a Dios, muy tranquilizadora. El gobernador me dijo que él aún mantenía el control de las fuerzas del orden público y que a pesar del bando de Milans había logrado convencer al gobernador militar, Vicente Ibáñez, para que no sacara las tropas a la calle.

A las doce de la noche Milans comunicó que el bando seguía en vigor. El Rey aún no daba señales de vida y la hora del cierre se acercaba. Por fin, a la una y veinte de la madrugada, Televisión Española emitió la grabación del discurso de don Juan Carlos, vestido con uniforme de capitán general: «Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso, y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y a la junta de jefes de Estado Mayor que tomen las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente».

Con las fotografías tomadas directamente de la televisión compusimos por fin la primera página con este titular a toda plana: «Frente al intento golpista, triunfó la democracia». Y, a su lado, la reproducción íntegra del mensaje del Rey al pueblo español. Por encima de dos fotografías en las que se veía, en una, cómo un grupo de guardias civiles zarandeaban a Gutiérrez Mellado, y en otra a Tejero, pistola en mano, dirigiéndose a los diputados desde la tribuna de oradores, explicábamos en un sumario largo: «La acción golpista ha quedado reducida a la acción localizada del teniente coronel Tejero y un puñado de guardias civiles. Los altos mandos militares están con el Rey y propugnan el respeto a la legalidad constitucional. El golpe ha fracasado, aunque aún no se ha llegado al final del drama». Cuando el diario ya estaba listo para la impresión definitiva llegó la noticia, a las cinco y media de la madrugada, de que Milans del Bosch había anulado sus órdenes anteriores —las del célebre bando— y restablecía la normalidad en la III Región Militar. Rápidamente recompusimos la disposición de la portada en la platina y llegamos a tiempo de incluir la noticia en un titular. Después del esfuerzo titánico de unos pocos —muy pocos— llegamos a tiempo de distribuir la primera edición por los quioscos de la capital. El diario Mediterráneo fue el único medio de comunicación de la III Región Militar que no publicó el bando de Milans.

Al cabo de un rato, cubierto ya nuestro primer objetivo —el de llegar a tiempo de la distribución por la capital— nos dispusimos a trabajar en la segunda edición. En la primera página incluimos un editorial titulado «La libertad ha sido más fuerte». «La locura golpista ha naufragado, víctima de su propia irracionalidad —decía en el último párrafo—. El sentimiento democrático del pueblo español ha sido más fuerte y la involución no ha prosperado. En esa mezcla de angustia, que perdurará mientras el teniente coronel Tejero no deponga su actitud, y de fortaleza de las instituciones democráticas, se enmarca la actualidad de esta noche larga, la más larga de nuestra vida en libertad. Al final, la libertad ha sido más fuerte. ¡Viva el Rey!». También nos dio tiempo a publicar el texto íntegro del comunicado que Milans distribuyó a las cinco y media de la madrugada anulando sus órdenes anteriores. Antes de irnos a dormir unas horas, Ximo Puig, Demetrio Fernández y yo nos fuimos a desayunar a la cafetería Virginia, en la Puerta del Sol de Castellón. Allí estaba como cada mañana, a disposición del público, un ejemplar de nuestro periódico. Nos habíamos jugado el cuello por sacar a la calle sus veinticuatro páginas, pero nadie lo leía. Acodados en la barra, mis paisanos comentaban los sucesos de su vida cotidiana como si nada excepcional hubiera ocurrido en España durante las últimas horas. ¡Nunca me he sentido más triste!

A mediodía del 24 de febrero, Manolo Vellón, un veterano redactor del periódico con buen oficio y aún mejor bonhomía, me despertó para decirme que Tejero, por fin, se había rendido. Con las fuerzas que nos quedaban acometimos la tercera edición del diario. Con matrices traídas de una imprenta compusimos el titular más corto y al mismo tiempo más grande de la historia del periódico: «¡Libertad!». Y dimos cuenta de la liberación de los diputados. Un editorial más extenso que el de la segunda edición daba vivas a la libertad y al Rey, y cuatro fotografías ilustraban la salida de los diputados, la llegada al Congreso del director general de la Guardia Civil, el zarandeo a Gutiérrez Mellado por parte de los guardias sublevados y la actitud aparentemente tranquila de Tejero en el exterior de las Cortes cuando ya había fracasado su aventura golpista. Nunca el viejo periódico castellonense había sido sometido a la prueba extenuante de alumbrar tres ediciones consecutivas en menos de ocho horas. Nunca el trabajo de hacerlo posible había estado marcado por una soledad tan espantosa. Y, desgraciadamente, nunca un esfuerzo tan honrado había merecido tanto desdén.

A los dos días vino Carlos Laguna y me enseñó un pasquín que algún descerebrado estaba distribuyendo por la calle. El texto del panfleto ponía en relación el nombre del colectivo Almendros, que en el diario ultra El Alcázar había venido reclamando la intervención militar desde hacía tiempo, con la fotografía del almendro florecido que nuestro periódico había publicado días atrás. Una de las consignas de los golpistas, al parecer, fue «Los almendros florecen en primavera». La conclusión del libelo infamatorio era que yo había utilizado el diario Mediterráneo para trasmitir consignas golpistas en clave. Carlos Laguna, preocupado, me preguntó:

—¿Puede ser que alguien nos haya utilizado?

Me quedé mirándole, atónito y desconcertado.

—¿Tú te has vuelto gilipollas o qué? —le dije al fin como toda respuesta.

En 1982 la periodista Pilar Urbano escribió un libro sobre el 23-F y, en un párrafo rastrero y sucio se descolgó con esta solemne estupidez: «Y dejemos también en casualidad que el diario Mediterráneo de Castellón apareciese ese día con un dibujo que parecía no venir a cuento: un almendro en flor… Un mes más tarde podría haber tenido una explicación de anuncio de primavera. Pero no en febrero. Ese dibujo costó a su joven director, Luis Herrero, hijo del malogrado ministro Herrero-Tejedor, la pérdida del puesto. Él no pudo dar la explicación satisfactoria. Quizás un pariente muy allegado suyo, Luis Algar, amigo de conciliábulos inquietantes y siempre relacionado con civiles y militares de la España nostálgica, podría revelar la “causa” de esa… casualidad».

No caben más idioteces en un pasaje tan torticero. Ni era un dibujo, ni se publicó ese día, ni me costó el puesto. Era una fotografía tomada en Benicasim, se publicó el 5 de febrero —es decir, dieciocho días antes del golpe—, y a mí me pusieron en la calle nueve meses después por razones que nada tienen que ver con los sucesos del golpe. Por si acaso no fueran suficientes errores, Urbano se equivoca también en su apreciación biológica. Los almendros, al menos en Castellón, nunca florecen «un mes más tarde», como la historia del periódico se encargó de demostrar de forma categórica: fotos equivalentes a las de aquel año 1981, dando cuenta de la floración de los primeros almendros, se publicaron el 3 de febrero de 1977, el 11 de febrero de 1978, otra vez el 11 de febrero de 1979 y el 9 de febrero de 1980. Me asombra que Urbano haya hecho fortuna profesional con tan acreditada puntería. Pero da igual. El daño que ese párrafo le ha causado a mi honor profesional, y de rondón al de aquellos que se jugaron el pellejo a mi lado, no es fácilmente reparable. Distinguidos socialistas, y en especial Rodríguez Ibarra, se han atenido a él para acusarme de golpista en reiteradas ocasiones. Así se escribe la historia.

El día 24 de febrero por la mañana Adolfo hizo partícipe al Rey de una idea que había ido tomando forma en su cabeza durante las horas de «arresto» en el cuarto de ujieres del Congreso de los Diputados. Él siempre había dicho que, de todos los poderes fácticos, el único que no le había doblado el brazo había sido el Ejército. No le gustaba la idea de que su relevo en la Presidencia del Gobierno hubiera sido profanado por una intentona golpista. Le molestaba que uno de sus principales motivos de orgullo —el sometimiento de la gran mayoría de los mandos militares a las reglas democráticas— pudiera quedar empañado por culpa de doscientos guardias civiles y un bigotudo teniente coronel a quien la justicia había condenado anteriormente por su participación en el complot de la Operación Galaxia, en noviembre de 1978. Tejero planeó entonces secuestrar al Gobierno durante una reunión del Consejo de Ministros aprovechando una visita oficial del Rey a México. Afortunadamente, la conspiración se conoció a tiempo y fue desarticulada. Tejero fue condenado a seis meses y un día de prisión. Durante la madrugada del 23 de febrero Adolfo le dio vueltas a la idea de retirar su dimisión y continuar en la Presidencia del Gobierno para que, una vez más, los golpistas fueran castigados bajo su mandato. Cuando aún no había abandonado el Congreso de los Diputados, pero ya después de la rendición de Tejero, Adolfo habló unos minutos con Francisco Laína, que en su calidad de director de la Seguridad del Estado había dirigido durante el golpe una especie de gobierno provisional con los subsecretarios de cada ministerio.

—¿Te gustaría ser ministro de Defensa? —le preguntó.

—Si tú te quedas como presidente, sí. Sólo en ese caso —dijo Laína.

Así pues, la idea de quedarse estaba en marcha el 24 por la mañana. Adolfo me contó una vez, con todas las letras, que en efecto él se ofreció para continuar en su puesto, pero que Felipe González se opuso. Otras fuentes posteriores, muy cercanas a Adolfo, me dijeron, sin embargo, que el que se opuso a la continuidad de Adolfo no fue Felipe, sino el Rey.

El día 25, a las cuatro y media de la tarde, se reanudó la votación de investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, y al día siguiente, para irritación del nuevo presidente, Adolfo se fue con Amparo a la isla de Contadora, en Panamá, y no regresó a Madrid hasta treinta y cinco días después.

Aurelio Delgado aprovechó esos días para preparar la infraestructura profesional que Adolfo necesitaba para encarar su nueva vida de ciudadano de a pie. Alquiló a buen precio una planta en un edificio del número 4 de la calle de Antonio Maura, casi esquina con la plaza de la Lealtad, a un tiro de piedra del hotel Ritz y de la Bolsa, y puso en marcha un despacho de abogados con la ayuda de Alberto Aza, Josep Meliá y Eduardo Navarro.

Todo lo que he oído contar de «Suárez y Asociados» conduce siempre a una idea cartesiana, clara y distinta: Adolfo creía en la magia. O lo que es lo mismo, quería que el despacho funcionara bien y ganara dinero, pero sin el apoyo de cliente alguno. Era tal su temor a que pudieran acusarle de tráfico de influencias que cada vez que llegaba un caso lo rechazaba. Y si sorprendía a alguno de los «asociados» colgado del teléfono en actitud sospechosa, o sea, comercial, le obligaba a colgar con aspavientos amenazantes. El tirón de gastos de los primeros meses fue soportable gracias a un dinero cuyo origen no viene a cuento. Pero pasados seis meses la situación empezó a ser insostenible. Adolfo, entonces, llamó a José Luis Graullera, que acababa de cesar como embajador en Malabo, y le pidió que pusiera orden en el caos, lo que significaba, de acuerdo a los códigos de señales que ambos utilizaban, que se las ingeniara para traer dinero impoluto a las arcas del despacho. Graullera estaba pez en materia de despachos de abogados, así que fue en busca de eso que ahora llamamos «know how», algo así como «de qué va esto», a los principales despachos profesionales de Madrid. Llegó a la conclusión de que lo ideal era buscar clientes extranjeros, para que no pudieran acusar a Adolfo de enredar en asuntos nacionales, establecer con ellos igualas modestas y crujirles la cartera en las llamadas «comisiones de éxito». Fue más o menos de acuerdo a este esquema como se consiguió una iguala de doce millones de pesetas al año con la firma japonesa Mitsubishi. Y, más tarde, otra equivalente con Huarte. Henry Kissinger, uno de los secretarios de Estado más populares de Estados Unidos, llegó a tener muy avanzadas las negociaciones para que el despacho de Adolfo pudiera actuar como grupo de presión en Hispanoamérica. Las perspectivas eran, por lo tanto, bastante halagüeñas. Los socios se las prometían muy felices. Pero cuando estaban en eso, Adolfo decidió crear el CDS, y el despacho, claro, tuvo que ser clausurado.

La decisión de crear un partido de nueva planta fue fruto de una reflexión larga que se prolongó durante varios meses. UCD agonizaba lenta y espantosamente. A pesar de que Adolfo se había quitado de en medio, las luchas internas entre las distintas familias ideológicas siguieron dando carnaza diaria a la prensa. Por una parte, los democristianos, representados casi siempre por Óscar Alzaga y Miguel Herrero, empezaron a negociar con Fraga un gran pacto a tres bandas UCD-Coalición Democrática-CiU. Por otra parte, Fernández Ordóñez entabló conversaciones con Felipe González para facilitar el trasvase de los socialdemócratas a las filas del PSOE. En medio de ese ambiente de desbandada general, Leopoldo Calvo-Sotelo trató de mantener la equidistancia de unos y otros, lo que provocó —por si eran pocas las pulgas en aquel perro tan flaco— que los poderes económicos y financieros se subieran por las paredes y comenzaran a conspirar en contra del Gobierno.

Después de las elecciones gallegas de octubre, en las que UCD fue derrotada por el partido de Fraga, Fernández Ordóñez y nueve diputados socialdemócratas, junto a otros seis senadores de la misma corriente ideológica, se dieron de baja de UCD. Y el 13 de noviembre Agustín Rodríguez Sahagún, presidente del partido, y Rafael Calvo Ortega, secretario general, dimitieron de sus cargos.

La otra cabeza que rodó, pero no en la arena política sino en la periodística, fue la mía. En noviembre el ministro Lamo de Espinosa, que no me hablaba desde que le llamé «crabrón» en un artículo del periódico, le pidió a su colega Íñigo Cavero, titular de Cultura, que me rebanara el pescuezo. Y Cavero lo hizo con diligencia democristiana.

A mi regreso a Madrid empecé a trabajar como corresponsal político en la revista Tiempo y, a partir de finales de febrero, también como colaborador habitual de La Hoja del Lunes. El periodista Javier Figuero y yo —que ya habíamos trabajado juntos en el Arriba— nos hicimos cargo de una larga sección, de una página entera, que se titulaba «Reporteros Políticos». Como contaré enseguida, duramos menos que un mendrugo de pan en casa de un pobre.

A principios de marzo fui por primera vez al despacho de la calle de Antonio Maura, donde Adolfo se había guarecido de la intemperie y José Luis Graullera diseñaba a duras penas un plan de negocio jurídico. Mi primera impresión —de Adolfo, no del despacho— fue que estaba hecho polvo. O sea, que el abandono del poder no le había borrado el gesto de hastío de la cara y que su estado de ánimo seguía siendo más bien lúgubre. Cuando entramos en harina política, lo que sucedió enseguida porque no estaba el percal para rebozarse en harina distinta, me contó que había ido a verle pocos días antes Landelino Lavilla para sondear cuál sería su reacción en el caso de que Calvo-Sotelo decidiera adelantar las elecciones generales.

—¿Y cuál sería? —le pregunté.

—Le he dicho que me iría de UCD y que crearía otro partido político, de corte progresista, con los restos del PSP de Tierno Galván. Con Raúl Morodo estoy hablando mucho de esa posibilidad últimamente.

Con esta referencia quedaba claro lo que ahora me interesa resaltar: que la idea del CDS rondaba por su cabeza desde mucho antes de que se consumara.

—¿Y tú crees que tendría éxito?

—Es la única posibilidad de parar al PSOE sin necesidad de escorzos a la derecha. La situación está muy mal.

—¿Cómo de mal? —quise saber.

Su respuesta fue demoledora:

—El ANE (Acuerdo Nacional de Empleo) será muy pronto casus belli entre PSOE y UCD. El terrorismo, previsiblemente, se recrudecerá en vísperas electorales y la LOAPA (Ley Orgánica de Armonización para el Proceso Autonómico) será descuartizada. A Calvo-Sotelo sólo le quedará entonces una bandera que esgrimir: haber cumplido su promesa de llevar a España a la OTAN. Y no se trata de una buena bandera. Había más españoles en contra que a favor de dar ese paso. Además, el acercamiento a los liberales de Garrigues no es la mejor fórmula para pararle los pies a Felipe.

No me atreví a hacerle más preguntas por si la conversación acababa con el vaticinio del fin del mundo, así que ponderé los cuadros que colgaban de las paredes —«Los ha traído Meliá», me dijo— le pedí que le diera un beso muy fuerte a Amparo de mi parte y me fui escaleras abajo un poco malhumorado por el hecho de que ni siquiera hubiera hecho ademán de interesarse por mis andanzas profesionales después de la decapitación castellonense. A los pocos días, disimulando la fuente, utilicé la conversación para componer uno de los pequeños reportajes políticos en La Hoja del Lunes. No me consta, pero me apostaría el bigote a que, al darse cuenta, debió de agarrarse un rebote de padre y muy señor mío. No sé qué tenía esa página, pero producía el mismo efecto —el de provocar rebotes— en casi todos los políticos de UCD. Un buen día, a Luis María Anson, que como presidente de la Asociación de la Prensa era editor de La Hoja del Lunes, se le inflaron las narices por tantas llamadas de queja y decidió cortar por lo sano. Cogió el teléfono y llamó a Josep Meliá al despacho de Antonio Maura.

—Mira, Pepe —le dijo—, Luis Herrero está haciendo en La Hoja del Lunes el periodismo que le interesa al PSOE y a mí no paran de llamarme los ministros para quejarse. Como sé que Adolfo quería mucho a su padre, no quiero tomar la decisión de despedirle sin contar antes con su beneplácito.

Y Meliá, no sé si previa consulta a Adolfo o sin ella, le dijo:

—Procede, Luis María. Por nuestra parte, ningún problema.

A mí Meliá ya me caía mal desde que Pedro Rodríguez me contó una vez que había tratado de comprarle. «Permíteme que complementemos tus ingresos», le dijo. Y desde aquel día, naturalmente, aún me cayó peor. En cuanto a Anson, que por entonces aún no se había apeado de la tilde, no me caía ni bien ni mal. Apenas había hablado con él dos o tres veces en toda mi vida. La primera vez, en Pamplona, durante una visita que hizo a la universidad en la que yo estudiaba Periodismo. Hola y adiós. La segunda vez, en Valencia, durante una comida con todos los directores de los diarios valencianos. Él era entonces presidente de la agencia EFE. Otra vez hola y adiós. A la tercera, poco antes de que me defenestrara de La Hoja del Lunes, me ofreció irme como jefe de la delegación de EFE a un país hispanoamericano. Se lo agradecí, pero le dije que no. Tras la llamada a Meliá, durante la siguiente reunión de la junta Directiva de la Asociación de la Prensa, ejecutó su amenaza y nos puso a Javier Figuero y a mí de patitas en la calle. Ésta es la transcripción literal del acta de la reunión que se celebró el 11 de marzo: «… A continuación se refirió el presidente a la necesidad de que cesen en su actual colaboración en HOJA DEL LUNES los asociados Luis Herrero y Javier Figuero, ya que los trabajos que han venido publicando han supuesto un gran número de problemas para el presidente, que se pasa los lunes atendiendo las reclamaciones que le hacen desde diferentes centros de poder político. Según el presidente, las informaciones debidas a estos compañeros están cuajadas de errores y falsedades, lo que no es bueno para HOJA DEL LUNES. Recuerda también el señor Anson la obligación que tiene el director de HOJA DEL LUNES de someter a junta directiva a los colaboradores que quiera contratar para nuestro periódico».

El interés de Anson por lavar su conciencia con el argumento de las «frecuentes falsedades» de nuestras noticias refleja muy bien esa actitud tan cobarde —y tan frecuente— de tirar la piedra y esconder la mano. Bastaría con ir a la hemeroteca y someter esa afirmación tan infamante a la prueba del cotejo, pero como eso es mucho pedir confío en que la defensa que hizo de nosotros Álvaro López Alonso baste para dejar las cosas en su sitio. El acta de la reunión del 11 de marzo termina diciendo: «El secretario general y director de HOJA DEL LUNES manifiesta su desacuerdo en todos los puntos planteados por el presidente, con el que ya ha discutido este tema y lamenta esta decisión que, por supuesto, acata pero no comparte, entendiendo que HOJA DEL LUNES pierde dos valiosos colaboradores por presiones políticas».

Fue exactamente así. Las presiones políticas, reconocidas por el propio Anson en la conversación telefónica con Meliá, debieron de ser tremebundas para rendir una voluntad tan heroica como la suya. ¡Qué jeta!

Mi paso por La Hoja del Lunes duró menos de un mes y mi cabeza rodó por los suelos por segunda vez en cuatro meses. El paso del tiempo colorea los grises. Por eso, cuando en estos días de añoranzas y tributos a la Transición —treinta años después— se evoca a los políticos de UCD como si hubieran sido paladines de la democracia, yo no puedo por menos que reprimir una mueca. Yo los recuerdo —a un puñado de ellos— como lo que fueron: cainitas, traidores y liberticidas.

Para desahogar mi furia de reincidente en la cesantía cogí papel y lápiz y le escribí a Adolfo una carta que hacía temblar el misterio. No recuerdo la cantidad de adjetivos que fui capaz de yuxtaponer, pero sí el denominador común de su significado. Era tan incendiaria que me extraña que no se me chamuscara el puño. Le dije a Adolfo del mal que iba a morir y cosas aún peores que prefiero no recordar. Eso sí: la carta cumplía a la perfección los efectos terapéuticos que yo perseguía. Y gracias a Dios, la guardé en la escribanía para que durmiera la furia con que había sido escrita durante dos o tres noches. Pasado ese tiempo, la rompí después de releerla. La furia se me pasó, pero el cabreo no.

El 13 de julio, martes, Landelino Lavilla desafió el sabio consejo del refrán popular y se embarcó en la aventura de aceptar la presidencia de UCD. En mala hora se le ocurrió hacer tal cosa. Cuña de su misma madera ideológica, para «celebrarlo» veinte diputados democristianos de UCD se mudaron de siglas una semana después y se afiliaron al PDP, un partido creado por Óscar Alzaga. Adolfo, el 28 de julio, hizo lo propio: le escribió una carta a Landelino, se dio de baja en UCD y puso rumbo al CDS. En un comunicado bastante cursi dijo: «… Estaríamos dispuestos a abandonar totalmente la vida política si no considerásemos que el momento es especialmente delicado. Por ello, con violencia personal nos vemos obligados a escoger entre continuar formalmente adscritos a nuestro anterior cauce político o abrir las velas, en defensa de las propias convicciones, a un nuevo empeño. Esta última opción constituye el partido que ahora sale a la luz pública».

Adolfo tendía a pensar, dicho a lo bruto, que el dinero, como el maná, bajaba del cielo. En el momento fundacional del CDS esa visión casi milagrosa del origen pecuniario le impidió darse cuenta del lío en que se estaba metiendo. Por una parte clausuraba el despacho jurídico justo en el momento en que parecía remontar el vuelo y cegaba la única fuente de ingresos que le permitía mantener a su familia. Es verdad que el estatuto de los ex presidentes, aprobado en las Cortes, le garantizaba coche, conductor, escolta, secretaria y funcionario nivel treinta, además de una pequeña cantidad en metálico que, en su caso, servía para pagar el alquiler y los gastos generales del despacho. Aparte de eso no tenía nada más que llevarse a la boca. Por otro lado, un partido político, por lo que a la financiación se refiere, es un pozo sin fondo. El Estado allega dinero a sus arcas en función de su rendimiento en las urnas, o sea, de acuerdo al número de concejales, diputados autonómicos, diputados nacionales o eurodiputados que consigue. La otra fuente de ingresos son las cuotas de los afiliados. En el momento de nacer, el CDS no tenía ni lo uno ni lo otro. ¿De qué podía abastecerse? A Adolfo ese pequeño detalle sin importancia parecía traerle al fresco, pero a sus colaboradores no.

—Meliá está muy preocupado por su futuro profesional, Adolfo —le dijo un día José Luis Graullera.

—Sí, claro, se me olvidaba su vena fenicia —respondió Adolfo—. No creo que entienda nada de lo que estoy haciendo. Lo mejor será que lo despidas, José Luis.

Después de dar un respingo en su asiento, Graullera le preguntó:

—¿Y qué quieres que hagamos con este despacho? ¿Lo cerramos o lo mantenemos abierto?

—Ya se te ocurrirá algo.

—Lo único que se me ocurre es convertirlo en la casa civil del duque.

A pesar de que Graullera había hecho el comentario más en broma que en serio, Adolfo se le quedó mirando, con la cabeza un poco ladeada, como hacía siempre que sopesaba una decisión, y dijo que le parecía una gran idea. Así fue como desaparecieron de la corte ducal Josep Meliá y Alberto Aza, no sin antes haber renunciado a su parte en la opción de compra del edificio de Antonio Maura. También lo hicieron el resto de los socios: Aurelio Delgado, José Luis Graullera y Eduardo Navarro.